Capítulo 2

JEMIMA despertó y, un poco sobresaltada, pensó que había dormido de más. Al mirar a su alrededor se encontró en un dormitorio desconocido, entonces recordó dónde estaba.

También se dio cuenta de que alguien había entrado en la habitación y vio a una doncella que abría las cortinas.

—¿Qué hora es? —preguntó Jemima.

—Más de las nueve, señora.

Jemima contuvo el aliento. El título que le había dado le indicó que todo lo sucedido el día anterior era verdad, aunque todavía le parecía un sueño.

Cuando llegaron a Londres, los caballos estaban cansados y Jemima también; no dijo nada porque no estaba acostumbrada a hablar de sí misma ni a esperar que alguien se interesara por lo que dijera.

Habían viajado en silencio desde que salieron de la iglesia y en la cara del vizconde persistía el gesto ceñudo. Cuando llegaron a la Plaza Berkeley y se presentó un criado para atender a los caballos, se dirigió hacia la puerta principal y dejó que Jemima le siguiera. Sin decir nada a la servidumbre, entró en la biblioteca y se sentó en el escritorio.

Ella permaneció en el umbral de la puerta mientras le observaba sacar de una caja de piel una hoja de papel con monograma. Mientras él cogía la pluma, Jemima preguntó:

—¿Qué… quiere que… haga?

—Espere un minuto —repuso irritado el vizconde—. Tengo que preparar el anuncio para que se publique en el periódico de mañana.

—Sí… por… supuesto.

Sin saber qué hacer, entró en la habitación y se sentó en un sillón. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que la habitación, aunque estaba amueblada con lujo, parecía bastante descuidada y necesitaba una buena limpieza.

Entonces se dijo que no debía criticar, sino alegrarse de que por obra del destino contara al menos con un techo sobre su cabeza y un lugar donde dormir esa noche.

Todo había sucedido con tal rapidez que pensó que no había tenido tiempo de reflexionar en lo que hacía cuando se había casado con el vizconde.

Lo único que entonces le importaba fue no tener que volver con su tío, quien la pegaría tanto que hasta pensar en él la hacía estremecerse. La paliza de esa mañana había sido sólo una más de otras muchas, que no sólo la hacían daño, sino que la humillaban y disminuían el respeto hacía sí misma.

Jamás había imaginado que existiera en el mundo gente tan cruel, egoísta e insensible como Sir Aylmer y su hija.

Sabía que desagradaba a Niobe porque, aunque era pequeña e insignificante, era mujer, y por tanto, desde el punto de vista de su prima, una rival.

Niobe había obligado a su padre a que la pegara porque temía que él llegara a encariñarse con ella y eso, según Niobe, le robaría su afecto.

Niobe era posesiva, pensó Jemima con frecuencia, hasta el punto de creer que el mundo debía dar vueltas en torno suyo.

Si Jemima estaba un poco atractiva, Niobe buscaba motivos para abofetearla, pellizcarla y provocar que su padre la pegara.

A la vez, se aprovechaba bastante de la jovencita. La había convertido en una doncella sin sueldo, o más bien en una esclava, y Jemima con mucha frecuencia, después de subir y bajar por la escalera cientos de veces al día y de oír sin cesar que era tonta y desgraciada, se sentía tan desdichada y estaba tan cansada por la noche, que no podía ya ni conciliar el sueño y lloraba en la oscuridad.

El contraste entre su vida en la importante mansión de su tío y la que había llevado en la pequeña casa con sus padres, era como haber sido echada del paraíso a un infierno indescriptible.

En ocasiones había llegado a sentir deseos de tirarse al lago o de darse un tiro con una de las pistolas de duelo de su tío.

Pero el orgullo la había hecho decirse que no se dejaría vencer por gente a la que no sólo odiaba, sino más bien despreciaba. Su tío era totalmente diferente a como fue la madre de Jemima, una mujer buena, comprensiva y amable.

Sabía que a su padre jamás le había gustado Sir Aylmer y se alegraba de que éste hubiera preferido ignorarle porque le consideraba pobre y poco importante.

Pero esa mañana había llegado al límite de su tolerancia sólo porque Niobe, aunque no lo quería reconocer, estaba nerviosa por tener que decir al vizconde que no se casaría con él y su tío se había encontrado con que el abogado del marqués de Porthcawl no aceptaba todo lo que él deseaba poner en el contrato matrimonial.

Y había alguien en la casa que siempre servía para desahogarse, Jemima, que esa mañana había tenido la mala suerte de tropezar con una mesa sobre la que había una figura de porcelana.

Por lo general era muy cuidadosa, pero uno de los perros de Sir Aylmer había corrido hacia él al verle entrar en la casa y casi la había hecho caer.

Sir Aylmer llevaba un látigo en la mano y lo había utilizado contra ella. Cuando Jemima subía por la escalera con dificultad a punto de desmayarse no sólo por el dolor sino por la impotencia de no poder protegerse, comprendió que debía huir.

Sabía que el vizconde visitaría a Niobe después de la comida y, cuando bajó para atender los múltiples deberes que la esperaban y cuyo incumplimiento provocaría de nuevo la furia de su tío, vio que fuera estaba el carruaje.

Observó que no llevaba palafrenero y que al cuidado de los caballos sólo estaba Jeb, un joven criado nada inteligente, pero sí muy cariñoso con los animales.

Al llegar al vestíbulo, se dio cuenta de que no había ningún lacayo a la vista y supuso que estarían todos ocupados en la limpieza de la casa, después de la partida de los huéspedes del fin de semana. De pronto, surgió en su mente un plan para escaparse.

Sin tener casi tiempo para pensar porque debía actuar con rapidez, corrió hacia el gran mueble de roble del vestíbulo, donde se guardaban las mantas para viaje, cogió una y salió a hurtadillas hacia el carruaje. Notó que Jeb estaba distraído acariciando los caballos y tuvo la seguridad de que no la vería.

Se metió en el carruaje y se tapó con la manta. Entonces, con el corazón latiendo aceleradamente y los labios resecos por el intenso miedo, esperó.

Ahora era libre.

Mientras se vestía con rapidez al decirle la doncella que el vizconde ya estaba desayunando, por su mente pasó la idea de que tal vez había cambiado un amo por otro.

Había visto al vizconde innumerables veces, cuando él visitaba a Niobe en Londres o en el campo, y siempre había pensado que no sólo era el más apuesto de los pretendientes de su prima, sino también que parecía ser el más agradable.

Nunca había hablado con él porque no se le permitía ver a ninguna de las amistades de Niobe. Sólo podía observarlos cuando ellos no se daban cuenta y le parecían un espectáculo interesante, aunque a veces pensaba que más bien eran como animales en una exhibición.

En Londres solía espiar a través de la barandilla y observar a los invitados que llegaban a las grandes cenas que su tío ofrecía. En el campo había una galería sobre el gran comedor, con una celosía de roble a través de la cual también podía ver sin ser vista. Cuando la familia estaba sola, cenaba con ellos, pero por lo general, tales veladas terminaban con reprimendas de Sir Aylmer y de Niobe.

Por esa razón prefería comer sola en el saloncito donde escribía a Niobe sus cartas, componía invitaciones para las fiestas y ayudaba al secretario de Sir Aylmer, que siempre estaba sobrecargado de trabajo.

Ahora, al pensar en el hombre que de pronto y de forma inesperada e increíble era su marido, se preguntó cómo sería su vida en el futuro y cuán diferente resultaría de la que ya no había sido capaz de tolerar.

El vizconde, cuando hubo terminado de escribir la nota para el periódico, se había puesto de pie.

—Llevaré esto a mi club para que lo envíen desde allí con un mensajero. Y será mejor que te retires a dormir —le indicó, tuteándola por primera vez, como haciendo un esfuerzo por acostumbrarse a ello.

Jemima también se puso de pie.

—Tal vez —se aventuró a decir con voz titubeante—, alguien… pueda decirme… dónde… dormiré.

—Sí, por supuesto, el ama de llaves lo hará.

El vizconde tiró de la campana para llamar a la servidumbre.

—¿Sería… posible —preguntó Jemima—, si no es… problema… que pudiera… comer algo?

—¿Tienes hambre? —preguntó el vizconde, como si le sorprendiera.

—No he desayunado.

Jemima no se molestó en explicar que tampoco había comido porque a esa hora estaba llorando por la paliza que había tenido que soportar.

Pero ahora se sentía con un vacío y muy agotada, y estaba segura de, que se debía a la falta de alimento.

Se abrió la puerta.

—La señorita… —empezó a decir el vizconde, pero en seguida corrigió— la señora quiere algo para comer y dígale a su esposa que le diga dónde puede dormir.

—¿Se quedará aquí la señora?

Era natural que el hombre se sorprendiera, pero a la vez, Jemima pensó que había cierta impertinencia en la forma en que el mayordomo había hecho la pregunta.

—Es mi esposa, Kingston —anunció el vizconde—. ¡Y su nueva ama!

Mientras hablaba, salió de la biblioteca y dejó al mayordomo con la boca abierta.

Se oyó cerrarse la puerta principal. Entonces el mayordomo miró a Jemima y dijo, de nuevo con bastante impertinencia:

—¿He entendido bien a su señoría? ¿Se ha casado con usted?

Jemima levantó la barbilla.

—Ya ha oído lo que ha dicho y le estaré muy agradecida si pide a su esposa que me enseñe mi dormitorio. Creo que será mejor que me suban algo para comer en una bandeja.

—No sé qué, el cocinero ha salido y esta mañana no nos han dicho que preparáramos cena.

—Lamento el inconveniente —respondió Jemima—. Si no hay nada más, me conformaré con algo de pan y queso.

—No sé quién va a proporcionárselos. Al cocinero le disgusta que toquemos la comida.

Jemima miró al hombre y se dio cuenta de algo que no había notado antes. Estaba bebido.

Evidentemente era un tipo de empleado que su tío jamás habría contratado y le sorprendía que el vizconde le tuviera a su servicio. Entonces recordó algo que había oído repetir una y otra vez a Niobe en sus comentarios respecto a sus pretendientes.

—Me gusta Valient Ockley —había dicho su prima—. Es apuesto y formaríamos una pareja admirable, todos lo dicen. Pero no tiene dinero.

—¿Y eso qué importa? —preguntó Jemima—. Después de todo, eres muy rica.

—No deseo gastar todo lo que tengo en ningún hombre, quienquiera que sea —contestó Niobe—. Además, papá dice que su casa requeriría una suma muy grande para ser restaurada.

Jemima sabía lo rico que era su tío y que Niobe poseía una gran fortuna propia, así que se preguntó por qué habría de importar eso.

—En cambio, la casa del marqués —decía Niobe—, está en perfectas condiciones. De hecho, papá dice que es tal como debe ser la casa de un noble.

—Pero el marqués es viejo, ¡y me parece horrible!

—¿Cuándo le has visto? —preguntó cortante Niobe.

—Le observé anoche. Cuando entró en el vestíbulo tenía una expresión vacía. Estoy segura de que es un hombre muy tonto.

—Tú no sabes nada de eso. Es rico, marqués y no importa que haya estado casado antes.

—¿Su esposa ha muerto?

—Por supuesto que ha muerto. ¿Cómo podría casarse conmigo si no fuera así? ¡Y piensa en la posición social que tendré como marquesa de Porthcawl!

—Pero… si es tu esposo —objetó Jemima en un susurro—. Te… besaría… y supongo que… dormiréis en la misma… cama.

—¡Caramba, Jemima, no debes hablar de cosas tan íntimas!

—Hasta que has conocido al marqués, decías que amabas al vizconde.

Por una vez, los ojos azules de Niobe parecieron suavizarse.

—Y le amo —afirmó con un suspiro—. Me gusta que me bese, sentir sus brazos alrededor de mí. Pero un marqués es mucho más importante que un vizconde.

No había duda, pensó después Jemima, de que el vizconde no sólo era pobre, sino que tenía muy mal servicio.

Una mujer bastante desaliñada, que a Jemima le pareció cualquier cosa menos ama de llaves, la condujo a un dormitorio con malos modos y en un tono grosero le dijo que suponía que era ese el que debía ocupar si era verdad que el amo se había casado con ella.

—Le aseguro que nos hemos casado hoy —contestó Jemima.

—Entonces, como este es el dormitorio adjunto al de él, será mejor que lo ocupe usted. Creo que desea algo de comer.

—Le agradecería cualquier cosa, tengo mucho hambre.

Lo que por fin recibió fue una loncha de ternera fría, mal cocinada, que había sido servida de cualquier modo en un plato, con tres patatas también frías.

Además le llevaron pan bastante fresco y mantequilla en un recipiente no muy limpio, pero Jemima no estaba para fijarse en tales nimiedades.

Comió lo suficiente para eliminar el malestar del estómago. La señora Kingston se había marchado y era evidente que nadie acudiría a retirar la bandeja, entonces la colocó fuera de la puerta, se desnudó y se metió en la cama.

No le pasó inadvertido que las sábanas necesitaban ser remendadas y estaban muy mal lavadas y que el agua que se encontraba en la jofaina tenía una capa de polvo.

Al menos, se dijo mientras se desnudaba con cuidado para no hacerse daño en la golpeada y dolorida espalda, estaba fuera del alcance de su tío y de Niobe, y nada más importaba.

Mientras bajaba por la escalera, con el mismo vestido con que había llegado a Londres, Jemima se preguntó si el vizconde, mientras desayunaba, no estaría ya lamentando su impulsiva acción de casarse con ella.

Supuso que de haberlo pensado un poco, hubiera debido negarse y no haberle permitido hacer algo tan absurdo llevado sólo por su deseo de venganza.

Pero, a la vez, se daba cuenta de que, sin importar qué motivo había tenido para casarse con ella, era, desde su punto de vista, algo de increíble buena fortuna, aunque incluso ahora le resultaba difícil apreciar todo el significado de ello.

Ya no necesitaba temer la crueldad de su tío; era la vizcondesa Ockley y pasara lo que pasara en el futuro, incluso que el vizconde la dejara y no deseara verla nunca más, al menos tenía un apellido del cual podía estar orgullosa.

Cuando el vizconde empezó a cortejar a Niobe, a ella no sólo le había fascinado él, sino también su aristocrático linaje.

—Los Ockley son muy importantes —comentó Niobe por lo menos una docena de veces—. Anfitriones que nunca aceptarían a papá porque sólo es caballero y se ganó su fortuna, no la heredó, jamás cerrarían sus puertas a un Ockley.

Ahora, aunque Jemima se sentía orgullosa de llevar el apellido del vizconde, también estaba nerviosa por el humor con que le encontraría.

Se preguntaba dónde estaría el comedor, ya que no había nadie en el vestíbulo para indicárselo, cuando oyó voces y se dirigió hacia el lugar de donde provenían.

El vizconde había bajado con la cabeza pesada, consecuencia de la cantidad de vino que había bebido la noche anterior.

Le disgustaba sufrir los efectos del exceso de bebida porque normalmente apenas bebía.

Como le gustaba sentirse siempre en forma para competir en los eventos ecuestres que organizaba con sus amigos, no comía ni bebía más de lo necesario para tener buena salud.

Pero la noche anterior, después de enviar el anuncio al periódico, se había sorprendido por la cantidad de alcohol que había consumido. Todos se tambaleaban cuando, por fin, ya de madrugada se habían retirado a sus respectivos hogares.

El vizconde había decidido no decir nada a nadie que se había casado, antes de que el anuncio apareciera publicado.

«Quiero que sea una sorpresa», decidió y pensó con satisfacción que sin duda sería una sorpresa muy desagradable para Niobe. Cuanto más pensaba en su comportamiento y recordaba que Jemima había confirmado lo que sospechaba, que le mantenía pendiente de un hilo por si no conseguía pescar a Porthcawl, más indignado se ponía.

Se sentó, bebió y escuchó a sus amigos, pero no intervino en la conversación como hacía siempre, hasta que uno tras otro le fueron preguntando qué le pasaba.

Como no contestó, se habían mirado entre ellos, seguros de que Niobe Barrington le había rechazado.

Sólo Freddy, por ser amigo tan cercano del vizconde, se atrevió a hacer la pregunta que todos deseaban, cuando le ofreció llevarle a su casa en su carruaje.

—Sé que has ido al campo hoy, Valient. ¿Te ha rechazado?

—No deseo hablar de ello —respondió de mala gana el vizconde con la voz pastosa por el alcohol—. Te lo contaré mañana, Freddy. Desayuna conmigo.

—Lo haré. Y lo siento, viejo, si ha sucedido lo que sospecho, pero ella no es la única heredera del mundo.

El amigo se mostraba comprensivo, pero el vizconde sólo lanzó una maldición entre dientes y se alejó sin despedirse.

Freddy se reclinó en los mullidos asientos de su carruaje. «Pobre Valient. Se lo ha tomado muy mal. Yo ya tenía la sensación de que ella preferiría el título de marquesa. ¿Qué mujer podría resistirlo?».

El vizconde acababa, de llegar al comedor y estaba levantando la tapa de un recipiente de plata, que necesitaba una buena limpieza, para ver qué contenía, cuando entró Freddy, sin que le anunciaran.

—Buenos días, Valient. Espero que estés hoy de mejor humor.

—Si quieres que te diga la verdad, me siento muy mal.

—No me sorprende. ¡Anoche te bebiste por lo menos tres botellas!

El vizconde lanzó un gruñido y se Sirvió una taza de café solo. Freddy se sentó y abrió el periódico que llevaba bajo el brazo.

—¿Ya has leído las noticias? Los granjeros se quejan de la competencia que les hace la comida importada que llega al país.

Pasó las hojas y, de pronto, exclamó:

—¡Santo Dios!

Se hizo el silencio mientras leía lo que tanto le había sorprendido. Entonces dijo:

—¡Te ha aceptado! ¿Por qué diablos no me lo dijiste? Ya lo sabías desde anoche.

Miró el periódico como si no pudiera creerlo y repitió:

—¡Te ha aceptado! Pero el periódico se ha equivocado. ¡Dice que os habéis casado!

—Léemelo —ordenó el vizconde.

—Me parece raro que hayan cometido un error así. Dice así: «En una ceremonia privada y muy sencilla, el día de ayer se casaron el quinto vizconde Ockley, de Ockley Hall, Northamptonshire y la señorita Barrington».

—Está correcto —aprobó el vizconde.

Freddy le miró asombrado, pero antes de que pudiera pedir una explicación, se abrió la puerta y Jemima entró en el comedor. Freddy volvió la cabeza para mirarla. Entonces, mientras se ponía de pie, el vizconde dijo:

—Buenos días, Jemima. Te presento a mi amigo, Frederick Hinlip. Freddy, mi esposa, cuyo nombre de soltera era Jemima Barrington.

Durante un momento, Freddy quedó sin habla.

Por primera vez, los ojos del vizconde se iluminaron y parecía divertido.

—Siento llegar tarde —se disculpó Jemima—, pero he dormido más de la cuenta, algo que no había podido hacer durante mucho tiempo.

—No hay prisa —respondió el vizconde—. Encontrarás algo de comer, pero creo que no está muy apetitoso.

—Me temo que todavía tengo hambre —añadió Jemima con una sonrisa.

El vizconde pareció un tanto turbado.

—¿No te dio nada Kingston anoche?

—Sí, me llevó lo que había, pero dijo que el cocinero había salido.

Freddy recobró la voz.

—¿Es una broma? —preguntó.

—Por supuesto que no —le respondió el vizconde—. Si deseas saber la verdad, Freddy, que no debes repetir a nadie, Niobe ha aceptado a Porthcawl y su prima Jemima tenía un ardiente deseo, del cual no la culpo, de liberarse de la hospitalidad de su tío.

Freddy miró a su amigo con los ojos muy abiertos.

—¿Así que pensaste desquitarte de Niobe?

—Siempre he dicho que tienes una mente muy rápida, Freddy —comentó el vizconde—. Tienes razón. ¡Es justo lo que hice! Sólo me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que los chismosos se enteren de que la Barrington con la que me he casado no es la que esperaban.

—Sin duda, haces las cosas de manera muy extraña.

Freddy miró con ojos críticos a Jemima, que se había servido dos huevos y varias lonchas de tocino.

Ella le dirigió una tímida sonrisa y él se dijo que era muy atractiva o al menos así le habría parecido si no hubiera sido porque esperaba a su prima en su lugar.

—Así es que os habéis casado y, por supuesto, debo felicitaros. ¿Y ahora qué vais a hacer?

—¿Hacer? —preguntó el vizconde—. ¿Qué esperas que hagamos?

—Sólo me pregunto —respondió Freddy—, por qué yo no había tenido el placer de conocerla, señora.

—No se me permitía asistir a las cenas a las que fue invitado, señor Hinlip —respondió Jemima—. Verá, soy la pariente pobre.

—¿La pariente pobre? —repitió Freddy.

—Muy pobre —confirmó Jemima—. Toda mi fortuna, como sabe su señoría, son dos guineas.

De nuevo, Freddy pareció asombrado y el vizconde le explicó:

—Por supuesto, no debes contárselo a nadie, pero Jemima huyó y venía a Londres, sin tener ningún lugar dónde ir sólo con ese dinero en el bolsillo.

—¡Santo Dios! —exclamó Freddy—. Así que fuiste su caballero salvador, cualesquiera que sean los demás motivos que tuviste para tan precipitada boda.

—Me siento muy muy agradecida —intervino Jemima—, pero temía esta mañana que te hubieras arrepentido.

Miró al vizconde y, cuando sus miradas se encontraron, tuvo la sensación de que él la veía por primera vez.

Como si de pronto Freddy se diera cuenta de que la pareja estaba recién casada, dijo:

—Supongo que queréis estar solos, Valient, y que no me acompañarás a la carrera de Hampstead Heath, como eran nuestros planes.

—¡Por supuesto que iré a la carrera! —afirmó el vizconde—. Estoy convencido de que Sergeant Jenkins ganará y tengo la intención de apostar por él.

Freddy miró al vizconde y luego a Jemima.

—¿Y… ella?

—Oh, por favor, ¿podría ir? —preguntó Jemima—. Siempre he deseado ver una carrera.

—Las damas no asisten a este tipo de carreras —contestó el vizconde.

—Pero yo no… —empezó a decir Jemima, entonces corrigió—, supongo… que ahora lo soy. Me cuesta trabajo… recordarlo.

—Sería un error que su primera aparición en público fuera en una carrera de caballos —explicó Freddy al ver que el vizconde no hablaba.

Miró a su amigo antes de añadir:

—Debes ser consciente, Valient, de que todos estarán ansiosos por ver a tu esposa. Imagino que en este momento ya deben estar haciéndose muchas especulaciones acerca de cómo has conseguido vencer a Porthcawl y cuando se sepa que tu boda no ha sido con Niobe Barrington, sino con su prima Jemima, todos sentirán una gran curiosidad.

—Por supuesto y lo mejor será que nada molestará más a Niobe.

—Es verdad —afirmó Jemima—, se indignará… mucho. Pero, por favor, desearía sugerir algo.

—Sí, por supuesto —contestó el vizconde.

—Es que —dijo Jemima y se ruborizó—, me he escapado… con lo que… tengo puesto… y nada… más.

—¡Nada! —exclamó Freddy.

—Bajé por la escalera después de que tío Aylmer me pegara sin razón y… fue entonces… cuando comprendí que no podía soportar más.

—¿Qué Sir Aylmer la pegaba? ¡No es posible! —exclamó Freddy.

—Eso dijo su señoría y sé que pensó que mentía… pero ¡mirad! Se volvió y como su vestido, que había pertenecido a Niobe y le quedaba muy grande, dejaba parte de su espalda al descubierto, ambos pudieron ver las señales de los golpes sobre la blanca piel.

Mientras miraban, incrédulos, Jemima se volvió y dijo:

—Son más grandes, más abajo, pero ahora sabéis que no miento.

—¡Es lo más despreciable que he oído nunca! —comentó indignado Freddy—. ¡Ese hombre es un monstruo!

—Siempre me ha desagradado y le consideraba un aprovechado —añadió el vizconde—, pero jamás imaginé que fuera el tipo de truhán que abusa de una jovencita.

Mientras hablaba, pensó que Jemima parecía casi una niña. Era tan pequeña que bien podía haber pasado por tal.

Por su mente cruzó la idea de que podían acusarle de seducir a una menor sin el consentimiento de su tutor.

Entonces se dijo que Sir Aylmer evitaría todo tipo de publicidad que hiciera saber al mundo social la forma repulsiva en que había tratado a una pariente que dependía de él.

—Pensaba —dijo Freddy después de lo que pareció una larga pausa—, que como la señora…

—¡Vamos, por Dios! —le interrumpió el vizconde—. Llámala Jemima, Freddy, o creeré que te refieres a mi madre.

—Muy bien; como de todas formas Jemima tiene que comprarse ropa nueva, puede ser un ajuar que la haga parecer alguien digno de tu preferencia sobre Niobe.

Tanto el vizconde como Jemima comprendieron lo que quería decir.

—¿De verdad podría tener ropa nueva, bonita y hecha para mí? Durante los dos últimos años sólo he usado la ropa que desechaba Niobe y por mucho que intentaba arreglarla, siempre me quedaba mal. Además, no me favorecen los mismos tonos que a ella, ya que mi pelo es oscuro.

—Ve a comprarte todo lo que quieras —dijo el vizconde—. Acude a madame Bertha, aunque ya le debo mucho.

—¿Debes dinero a madame Bertha? —preguntó asombrada Jemima.

Entonces su expresión cambió y lanzó una pequeña risa.

—¡Por supuesto! Que tonta soy. Me ha parecido extraño que tuvieras cuenta con una modista, pero allí debe ser donde compras los regalos para las muñecas que te gustan.

—¡Santo Dios, no debes decir cosas así! —exclamó el vizconde.

Jemima se ruborizó.

—Lo… siento… ¿He hecho… mal?

—Por supuesto. No deberías siquiera saber que existen las muñecas. No creo que tu tío…

—No, no es a tío Aylmer a quien se las he oído mencionar —explicó Jemima—, sino a un primo lejano, Oliver Barrington.

—Un tipo muy desagradable —comentó Freddy—. Fuimos juntos a la escuela y siempre me ha caído muy mal.

—Estoy de acuerdo contigo —intervino el vizconde—. Y en el futuro, Jemima, será mejor que olvides todo lo que él te ha dicho.

—Oh, no me lo ha dicho, pero así como la gente cree siempre que los criados son sordos y tontos y hablan libremente delante de ellos, pasa lo mismo con los parientes pobres.

Freddy se rió, como si no pudiera evitarlo.

—Tiene que olvidarse de que es una pariente pobre. No es el tipo de linaje que Valient desea para su esposa. Es usted sobrina de Sir Aylmer y mantendrá la cabeza bien alta y hará que todos piensen que ha sido un golpe de máxima astucia de Valient haber encontrado una esposa entre un millón.

Jemima le miró con los ojos muy abiertos y con voz muy suave preguntó:

—¿Cree… de verdad… que yo puedo… hacerlo?

—Tiene que hacerlo. Valient se ha metido en este… —Se detuvo Freddy.

La palabra lío estuvo a punto de salir de su boca, pero la cambió muy a tiempo por asunto.

—Y es importante que ni Porthcawl ni Niobe lo conviertan en objeto de burla —añadió.

—¡No, no, claro que no! —exclamó Jemima—. Comprendo. Tal vez… sería mejor… que me… fuera y… desapareciera.

Emitió un sonido que era casi un sollozo al añadir:

—Ahora veo que… hice mal… al acceder a casarme… pero a la vez me pareció… tan maravilloso… recibir ayuda… en el momento en que… estaba más desesperada.

—Me alegro el haber podido ayudarte —dijo el vizconde con un tono afirmativo, como si deseara convencerme a sí mismo—. Y Freddy tiene razón, debemos poner buena cara y no correr, como perros apaleados con la cola entre las patas.

—¡Eso es tener ánimo! —aprobó Freddy—. Depende de Jemima.

La miró y ella comprendió que la estaba estudiando.

—Haré todo lo que queráis que haga, pero sé bien que no puedo compararme con Niobe.

—Recuerdo que una vez —comentó Freddy—, pregunté a mi madre a quién quería más, si a mi hermano o a mí, y ella cortó dos flores del jardín antes de responderme. Una de ellas era una rosa y la otra un lirio y me dijo:

«¿Cuál de estas dos flores crees que es más bella?».

—Yo le contesté que no sabía, que las dos lo eran, pero de manera diferente.

«¡Exacto!», dijo. «No puedes compararlas. Sólo admirar a las dos. Así es lo que yo siento por Charlie y tú. Los dos sois distintos y os admiro y quiero porque sois mis hijos. No se trata del primero o del segundo, sino de dos niños a quienes se adora por igual».

—¡Qué respuesta tan maravillosa! —exclamó Jemima—. La recordaré por si alguna vez mis hijos hacen la misma pregunta.

Entonces, como si se diera cuenta de lo que había dicho, se turbó y añadió rápidamente.

—Trataré de estar lo mejor posible y tal vez, si tengo vestidos bonitos y mi pelo peinado a la moda, su señoría no se avergüence de mí.

—No tengo otro deseo que sentirme orgulloso de ti —declaró el vizconde, de nuevo con una voz que parecía forzada.

Después de una pequeña pausa, Jemima dijo:

—Entonces… por favor… ¿podríais acompañarme y ayudarme a elegir la ropa adecuada? No creo… que pueda hacerlo… sola.

El vizconde se sorprendió, en cambio Freddy se echó a reír.

—¿Y por qué no, Valient? Tienes muy buen gusto cuando quieres. Recuerdo haberlo comprobado en varias ocasiones.

—¡Cállate! —le ordenó el vizconde—. Eres peor que Oliver Barrington.

—Espero que no —indicó Freddy—, aunque no me importa reconocer que cuando mis hermanas desean estar muy guapas, con frecuencia recurren a mí para que les ayude a elegir la ropa que han de adquirir.

—Muy bien, iremos de compras con Jemima —decidió el vizconde.

—No tal y como ahora está vestida —señaló Freddy con rapidez.

—¿Por qué no? —preguntó el vizconde.

—Porque media hora después de que haya entrado en la tienda de madame Bertha, todo Londres sabrá qué llevaba puesto.

Jemima comprendió lo que quería decir. Su vestido estaba arrugado y sucio pues se había acostado en el suelo del carruaje, aunque por la noche lo había colgado con cuidado.

Además, no sólo no le quedaba bien, a pesar de los múltiples arreglos que le había hecho, sino que el tono azul que en Niobe quedaba perfecto, en Jemima producía un efecto poco favorable.

Y su pelo, que ella misma arreglaba, estaba rizado, pero sin un corte o peinado a la moda.

Nunca tenía tiempo de hacerlo; además, estaba segura de que si se lo hubiera arreglado, Niobe se habría indignado con ella. Por lo tanto, lo llevaba al natural y ahora se pasó una mano por él, nerviosa y consciente de cómo debía parecer al vizconde y al señor Hinlip.

—Lo que haremos —indicó Freddy—, será enviar mi carruaje para que traiga a madame Bertha con algunos vestidos que Jemima pueda ponerse en seguida. Después iremos de compras y si tú no eres capaz de convertirla en una dama muy elegante, Valient, ¡yo sí!

Jemima aplaudió.

—¡Será maravilloso… maravilloso! —exclamó—. Pero… ¿y la carrera?

—Es a las dos y no tardaremos más de tres cuartos de hora en llegar a Wimblendon, así que hasta entonces tendremos tiempo de hacer algunas compras.

Uno de los momentos más emocionantes de la vida de Jemima fue cuando, dos horas más tarde y vestida con una creación de muselina color rosa y con un sombrero decorado con flores del mismo color, se dirigió hacia la calle Bond acompañada por el vizconde y por Freddy.

No sólo visitaron la tienda de madame Bertha para elegir algunos vestidos más de los que habían llevado a la casa, sino otras varias donde conocían bien al vizconde y a Freddy.

Apenas presentaban a Jemima como la nueva vizcondesa, los propietarios eran todo sonrisas y amabilidad y cuando a la una menos cuarto Freddy dijo que tenían que dejar a Jemima en la Plaza Berkeley y dirigirse a Wimbledon, ella pensó que ninguna joven, excepto en los cuentos de hadas, había obtenido un ajuar a esa velocidad sin precedente.

Cuando entraban en la plaza, Freddy le dijo:

—Hay muchas otras cosas que necesitarás, como sombrillas, zapatos, guantes y todo lo demás, así que sugiero que tú misma los adquieras esta tarde, pero no debes ir sola.

—¿Quién puede acompañarme? —preguntó Jemima.

—Supongo que alguien de la servidumbre —indicó Freddy.

—Tal vez pueda llevarme a la doncella que me ha atendido —sugirió Jemima—. Parece una chica agradable.

—Supongo que servirá —indicó el vizconde, sin mayor interés.

—Gracias… muchas gracias por decir que puedo comprar lo que desee —dijo Jemima—, y gracias mil veces por todas las cosas maravillosas de esta mañana. Nunca pensé… ni siquiera soñé que algún día podría tener vestidos tan hermosos.

—Estoy seguro de que estarás muy bien con ellos —observó el vizconde con el mismo desinterés de antes y Freddy percibió una nota de desilusión en los ojos de Jemima.

—Te diré lo que haremos —dijo—. ¿Por qué no invitamos a varios amigos a cenar en tu casa esta noche, Valient? Estoy seguro de que estarán encantados de tener la oportunidad de conocer a Jemima.

—Está bien. Dile a Kingston que seremos por lo menos diez para cenar y que espero que el cocinero prepare algo que pueda comerse.

—Se lo diré —respondió Jemima.

Freddy la ayudó a bajar del carruaje, ya que el vizconde llevaba las riendas.

—Póngase su mejor vestido, Jemima —le dijo en voz baja—, y recuerde que es muy importante que los amigos de Valient queden impresionados con usted.

—No lo olvidaré —respondió nerviosa Jemima.

Freddy le apretó la mano y subió de nuevo al carruaje. Mientras se alejaban, se volvió y la miró de pie en lo alto de la escalinata, pequeña y elegante, pero desamparada.

—¿Sabes, Valient? —dijo—, no hay duda que tienes una suerte increíble.