Capítulo 1
1818
EL VIZCONDE Ockley salió rápidamente de la casa, bajó la escalinata y subió a su carruaje.
Cogió las riendas e hizo restallar el látigo, lo cual provocó que los caballos saltaran con tal violencia, que el palafrenero apenas tuvo tiempo de apartarse a un lado.
El faetón se alejó a gran velocidad por la vereda y, cuando traspasó el portón de hierro, el vizconde tomó la curva tan cerrada, que el carruaje quedó sobre una rueda.
Levantaba nubes de polvo en el camino y los aldeanos lo miraban asombrados cuando pasaba delante de ellos.
Avanzó casi cinco kilómetros antes de aminorar un poco la velocidad. Permanecía sentado, con la mirada fija, los ojos brillantes de indignación y los labios apretados.
Era un hombre muy apuesto, de facciones bien definidas, con una barbilla que revelaba decisión y anchos hombros que le habían permitido convertirse en un pugilista destacado de la Academia de Boxeo del Caballero Jackson.
También se le consideraba uno de los mejores conductores, cuando tenía buenos caballos, y un formidable competidor ecuestre. Era inevitable que tuviera éxito entre las personas del sexo débil, en especial porque se movía en el círculo social de los petimetres que cuando no perdían fortunas en los juegos de naipes, no tenían otra cosa de la cual ocuparse más que hablar acerca de sus conquistas.
La señorita Niobe Barrington había arrasado como una tormenta con los vacilantes corazones de esos caballeros, pero el hecho no resultaba sorprendente si se consideraba que, además de muy bella, era heredera de una enorme fortuna.
Su padre, Sir Aylmer Barrington, era un hombre muy rico y procuraba que todos lo supieran.
Su intención era que su única hija llamara la atención y con ese objetivo ofreció un baile que superó en lujo a todos los que se darían durante aquella temporada social.
También estaba dispuesto a ofrecer su hospitalidad a todo aristócrata que la aceptara, a condición de que fueran candidatos solteros que se presentaran a participar en la competición por la mano de Niobe.
El vizconde, con fama de tener un ojo al que no escapaba ninguna mujer atractiva, quedó prendado de ella nada más verla. Había aceptado con cierta desgana la invitación un tanto presuntuosa que había recibido en el Club White, sólo porque no tenía nada más interesante que hacer esa noche.
Se había enterado de que casi todos sus conocidos habían decidido ir a la casa de Sir Aylmer en la Plaza Grosvenor, aun cuando se mostraban escépticos, ya que sabían por experiencia que casi siempre lo único atractivo de las herederas era su cuenta bancaria.
Sucedió con Niobe, sin embargo, algo totalmente diferente. Era de una belleza deslumbrante, con cabello dorado, ojos de un color azul intenso y ese tipo de piel que ha inspirado a los poetas de todas las épocas las más hermosas composiciones.
Cuando sus dios azules se encontraron con los grises del vizconde, él quedó prendado.
Desde ese momento, se dedicó a perseguir a Niobe con un ardor que había sorprendido hasta a sus más cercanos amigos. Eso agradó muchísimo a sus acreedores, quienes casi habían perdido la esperanza de cobrar sus facturas, las cuales cada año eran más y más altas.
El sastre abrió una botella de vino para celebrar con su esposa que su cliente, el vizconde, estaba a punto de atrapar a una de las más ricas herederas que habían surgido en el ambiente social después de la guerra.
—¡No me importaría que no tuviera ni un centavo! —había dicho el vizconde a su mejor amigo, el honorable Frederick Hinlip.
—A ella sí le importaría tener que vivir en tu arruinada mansión sin medios para mantenerla —respondió Freddy—. Además, también necesitas nuevos caballos.
El vizconde hizo un gesto como de sentirse un poco avergonzado.
—Sabes lo agradecido que te estoy por prestarme los tuyos, Freddy.
—Lo hago con gusto —respondió su amigo con una mueca—, pero a veces también me gustaría usarlos yo.
—Ella es la criatura más bella que jamás he visto —comentó embelesado el vizconde, abandonando por el momento el tema, por lo general absorbente para él, de los caballos.
—Estoy de acuerdo contigo, pero no olvides que no sólo te casas con ella, sino también con su padre.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sir Aylmer es duro como el hierro y testarudo como un rinoceronte. Busca lo mejor para Niobe, y ¿quién le culparía por ello?
—¿Insinúas que no soy bastante bueno para ella?
—He oído decir que Porthcawl se muestra también muy atento con ella.
—¡Ese vejestorio! ¡Le tiemblan las manos! Siempre que le veo me recuerda a un pez —protestó el vizconde.
—¡Pero también es marqués!
—La idea de que Niobe le preste la menor atención, es ridícula. Sin embargo, el vizconde sintió un poco de aprensión cuando recordó que Niobe le había dicho una semana antes que su padre no le consideraba un partido aceptable.
—Dice papá que eres demasiado irresponsable para ser un buen marido. De hecho, querido Valient, me temo que te prohibirá entrar en casa.
—¡Entonces debemos fugarnos! —exclamó el vizconde. Niobe le miró con los ojos muy abiertos y él agregó—: Conseguiré una licencia especial. Nos casaremos en la primera iglesia que encontremos. Una vez que seas mi esposa, tu padre no podrá hacer nada.
—Se indignará mucho —contestó Niobe—. Además, me gustaría una boda grandiosa, con damas de honor y una elegante recepción después.
—Y es lo que tendrás, mi amor, si tu padre consiente en nuestro matrimonio. Pero si se niega, no nos quedará más remedio que poner el asunto en nuestras manos.
Niobe se levantó del sofá donde estaban sentados para dirigirse, con exquisita gracia, hacia la ventana.
La casa del Parque Lane tenía un jardín detrás y ella sabía que, recortada su silueta contra el verde de los árboles y con la luz del sol sobre su dorada cabellera, estaba encantadora.
El vizconde la miró como fascinado.
—¡Eres tan bella, tan exquisita! ¿Cómo podría perderte?
Ella le dirigió una sonrisa y él se puso de pie y la tomó en sus brazos.
—¡Te amo, te amo, Niobe!
Entonces la besó con pasión exigente y, cuando la sintió responderle, comprendió que no era necesario preocuparse por el futuro. Casi habían perdido la respiración, cuando Niobe escapó de su abrazo y le dijo:
—He olvidado decirte que nos vamos al campo este fin de semana. Papá ha organizado otro baile para nuestros vecinos de Surrey. Será muy emocionante, con fuegos artificiales, góndolas en el lago, una orquesta de gitanos en el jardín, y otra en el salón de baile.
—Me aburren los bailes —respondió petulante el vizconde—. Te quiero sólo para mí. ¿Hablo con tu padre y le insisto en que nos casemos antes de que termine la temporada?
Niobe levantó las manos con un gesto de horror.
—¡No, no! Eso sólo le enfurecería y provocaría que me prohíba verte.
Hizo una pausa antes de añadir:
—Ni siquiera… estás invitado al baile.
—¿Quieres decir que hasta ese punto me desaprueba tu padre? —preguntó incrédulo el vizconde.
Jamás en su vida le habían negado la entrada a ninguna casa de la que deseara ser huésped y le parecía increíble que Sir Aylmer se atreviera a rechazarle de tal forma.
Niobe bajó la vista.
—El problema, querido Valient, es que papá considera que me he encariñado demasiado contigo.
Los ojos del vizconde se iluminaron.
—Es lo que quiero que hagas, pero también deseo que me digas que me amas.
—Creo que así es, casi estoy segura, pero papá dice que el amor es una cosa y el matrimonio, otra.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó molesto el vizconde.
Niobe lanzó un suspiro.
—Papá desea que haga un buen matrimonio.
El vizconde la miró, atónito.
—¿Quieres decir que tu padre no me considera con suficiente importancia social? —preguntó con la voz casi estrangulada en la garganta—. Creí que sabía que los Ockley somos una familia que puede compararse con cualquiera de las mejores del país. ¡No hay un libro de historia donde no se nos mencione!
—Sí, sí, lo sé —contestó Niobe—. Lo que pasa es que papá tiene otras ideas.
—¿Qué ideas?
Niobe hizo un pequeño gesto muy expresivo con las manos.
—¿Quieres decir que hay alguien a quien considera mejor partido que yo? —preguntó el vizconde.
Niobe no contestó y él la abrazó de nuevo.
—¡Eres mía y me amas, sabes que me amas! Debes ser valiente, mi amor, y decírselo así a tu padre.
—No me escuchará.
—Entonces nos fugaremos.
El vizconde iba a explicarle cómo podrían hacerlo, cuando Niobe levantó su hermoso rostro y dijo:
—¡Bésame, Valient! Adoro tus besos y tengo tanto miedo de perderte.
El vizconde la besó hasta que se olvidó de todo.
Sólo cuando se alejaba del Parque Lane recordó que no había tenido tiempo de exponerle los planes que empezaba a hacer para su fuga.
Sin embargo, le escribió una apasionada carta, que su propio ayudante de cámara entregó a la doncella de Niobe para no correr el peligro de que Sir Aylmer la interceptara.
En respuesta, recibió una breve nota en la que Niobe le decía que la visitara en su mansión de Surrey el siguiente lunes.
El vizconde sabía que el baile al que no había sido invitado se llevaría a cabo el sábado, así que supuso que Niobe deseaba verle a solas después de que se hubieran marchado los invitados.
Sin embargo, era irritante saber que la mayoría de sus amigos se hospedaban o en la casa de Sir Aylmer o con vecinos de las cercanías. Sin tener nada que hacer, fue a su propia casa en Hertfordshire y, aunque sabía que la encontraría deprimente, pensó que con la fortuna de Niobe, pronto podría restaurarla y devolverle su anterior belleza.
La guerra había arruinado a su padre, quien había invertido su dinero en el continente, y no había tenido la previsión de depositar algo en Londres.
El anciano murió seis meses más tarde de que su hijo regresara a Inglaterra. Después de combatir con el ejército de Wellington y pasar un año más con el ejército de ocupación, el nuevo vizconde descubrió que había heredado una casa a punto de caerse por falta de reparaciones, una montaña de deudas y nada en el banco con que resolver los problemas.
El vizconde deseaba disfrutar y recuperar lo que consideraba una parte perdida de su juventud durante los largos años que había pasado en la guerra. Por eso había eludido los problemas financieros y se había entregado en cuerpo y alma a las diversiones que ofrecía Londres.
A pesar del gasto que representaba, abrió la Casa Ockley en la Plaza Berkeley, se encogió de hombros ante el hecho de que estaba hipotecada al máximo y se dedicó a vivir como un lord, a pesar de que, como Freddy decía, «tenía agujeros en el bolsillo».
Habían transcurrido casi dos años, cuando pensó que tarde o temprano tendría que hacer algo respecto a su situación financiera y era indudable que casarse con una heredera sería su salvación.
No sería un caso extraño en la familia Ockley.
En casi todas las generaciones anteriores había habido un Ockley que había seguido los dictados de su razón más que los de su corazón y había aceptado una esposa con una importante dote en dinero o tierras.
Y esa había sido la única cualidad de aquellas mujeres bastante simples, si no es que feas, pensaba con frecuencia el vizconde al mirar los retratos que colgaban en las paredes de la casa familiar.
Durante sus campañas en Portugal o en Francia, solía soñar con romanticismo en el tipo de mujer con quien se casaría.
Era lo bastante observador como para darse cuenta del efecto que causaba en las mujeres.
Deseaba una esposa que fuera un buen complemento para sí mismo y tenía la esperanza de que tuvieran hijos que asegurarían que los retratos familiares fueran bastante más atractivos en el futuro.
Niobe parecía ser la respuesta a sus oraciones de soldado y debido a su gran experiencia con las mujeres, el vizconde se daba cuenta de que sus besos la excitaban y de que, cuando le miraban, esos ojos azules tenían el brillo esperado.
A pesar de su impaciencia por ver a Niobe, mientras se dirigía hacia Surrey el lunes por la mañana, no forzó a los caballos porque pertenecían a Freddy.
Se dijo que la mejor hora para visitarla sería por la tarde. Había dedicado todo el fin de semana a hacer planes para su fuga y en el bolsillo de su ajustada chaqueta llevaba una licencia especial de matrimonio.
«Sir Aylmer podrá indignarse», se dijo el vizconde, «pero una vez que estemos casados no podrá hacer nada y como Niobe posee su propia fortuna, no puede desheredarla».
Estaba seguro de que todo resultaría tal y como deseaba, sin embargo, persistía cierta duda en su mente cuando recordaba la insistencia de Niobe en una boda grandiosa.
Y no sólo lo había mencionado una vez.
Recordó su comentario de que el Príncipe Regente había asistido a la boda de una de sus amigas y que ella se sentiría disminuida si no le tenía como invitado de honor en la suya.
El vizconde, por supuesto, conocía al Regente, pero no tenía ningún deseo de entablar una estrecha amistad con él, pues las reuniones de la Casa Carlton le aburrían.
Lo que más le agradaba era asistir con sus amigos a las casas de juego, los salones de placer y los de baile. En ocasiones sólo iban como espectadores, pero otras veces tenían lo que llamaban una «alocada velada» que por desgracia, solía resultar muy costosa.
También le divertían las carreras ecuestres de obstáculos, asistir a los hipódromos de Newmarket o Epsom y las cenas con bebida abundante que siempre precedían a un día de tales eventos.
—Estoy seguro de que a su alteza real le encantará asistir a nuestra boda —había respondido con rapidez, porque sabía que eso era lo que se esperaba de él.
Mientras lo decía, dudaba mucho de tal presencia, aunque si eso hubiera defraudado a Niobe, él habría tenido otros placeres diferentes que ofrecerle.
Sin embargo, en cuanto tuvo ante sus ojos la enorme mansión de Sir Aylmer, se olvidó de todo lo que no fuera su deseo de estar con Niobe.
Ella le esperaba en el salón y si él hubiera puesto atención, habría notado que era excesivamente lujoso rozando el límite del mal gusto.
Pero sólo tenía ojos para Niobe, quien estaba más hermosa que la última vez que la había visto.
Su vestido hacía juego con el color de sus ojos y revelaba su exquisita silueta y, aunque alguien con ojo crítico habría opinado que llevaba demasiadas joyas para ser una jovencita que estaba en una casa de campo, el vizconde sólo se fijó en la curva de sus labios. La abrazó.
—¡No, Valient, no! —protestó Niobe y le mantuvo apartado.
—¿Qué sucede?
—No me beses hasta que oigas lo que tengo que decirte.
—Yo también tengo mucho que decirte.
—Debes escucharme primero, por favor.
Como deseaba complacerla, se obligó a concentrarse en lo que ella quería decir.
—Me temo que te voy a hacer daño, Valient, pero papá ha accedido a que yo misma te lo diga.
—¿Decirme que?
Estaba de pie junto a ella, alto y elegante, y le costaba trabajo pensar en otra cosa que no fuera su belleza y la suavidad de sus labios.
—Lo que tengo que decirte es… Que me he comprometido en matrimonio con el marqués de Porthcawl.
Por un momento, al vizconde le resultó difícil comprender lo que ella había dicho. Había hablado en un idioma extranjero. Entonces, conforme el significado fue abriéndose camino en su mente, sintió como si alguien le hubiera propinado un tremendo golpe en la cabeza.
—¿Es una broma? —preguntó.
—No, claro que no. Papá está encantado. Nos casaremos el próximo mes.
—¡No puedo creerlo! —exclamó el vizconde—. Si de verdad ese es el plan de tu padre, debemos hacer lo que ya te he propuesto y fugarnos.
Por la expresión de Niobe comprendió que nunca se iría con él, pero necesitaba que ella misma se lo dijera.
—Tengo una licencia especial —continuó—. Nos casaremos y entonces será imposible que tu padre nos separe.
—Lo siento, Valient, sabía que esto te haría mucho daño. Aunque te amo y me gustaría ser tu esposa, no puedo rechazar al marqués.
—Lo que quieres decir —dijo el vizconde con lentitud y tono amargo—, es que has jugado conmigo mientras esperabas a que Porthcawl se decidiera y ahora que lo ha hecho, me desprecias como si fuera un criado.
Mientras lo decía, comprendió que era cierto.
—Lo siento, Valient —respondió Niobe—, pero tengo la esperanza de que cuando esté casada, seamos amigos.
Entonces él perdió el control.
Siempre había tenido un carácter fuerte, era algo que había heredado de generaciones de Ockley, un carácter que pocas veces estallaba, pero que cuando lo hacía, tenía la fuerza de un cañón.
Más tarde, el vizconde no pudo recordar con exactitud lo que había dicho A Niobe. Sólo sabía que mientras hablaba, sin gritar pero con palabras de intensidad tan amarga que restallaban como látigos, ella había palidecido.
Como Niobe no respondió, cuando creyó que no tenía nada más que decir, salió rápidamente de la habitación, con el deseo de poner la mayor distancia posible entre él y la mujer que le había traicionado.
Ahora que ya podía respirar con más facilidad y la opresión de su pecho no era tan violenta, se dio cuenta de que los caballos sudaban por el esfuerzo y de que él mismo estaba muy acalorado.
Al pensar en el calor le llamó la atención algo raro. En el suelo del carruaje había una manta colocada de manera bastante extraña. Mientras la miraba y se preguntaba por qué llevaba una manta en un día tan caluroso, ésta se movió y con profundo asombro vio asomar una cara.
Era una cara pequeña y ovalada, con dos ojos oscuros y aprensivos que le miraban.
—¿Puedo… salir… ya? —preguntó una vocecita—. Tengo mucho calor.
—¿Quién es usted y qué diablos hace aquí?
Como respuesta, una jovencita pequeña y esbelta apartó la manta a un lado y se sentó junto a él.
Llevaba un vestido muy desgastado y en la espalda le colgaba un viejo sombrero con dos cintas atadas al cuello.
El vizconde la miró, sorprendido, después volvió la vista hacia los caballos y nuevamente hacia ella, antes de preguntar:
—¿Cuál es la razón de que se encuentre en mi carruaje?
—He huido.
—¿De quién?
—De mi tío Aylmer.
—¿Quiere decir que Sir Aylmer Barrington es su tío? —preguntó con furia el vizconde.
—Sí.
—¡En ese caso, fuera de aquí! ¡No quiero tener más relaciones con ningún Barrington durante el resto de mi vida!
—Sabía que se sentiría así.
—¿Lo sabía? ¿Qué participación ha tenido en esa forma diabólica en que he sido tratado?
—Ninguna, pero he observado mientras le mantenían suspendido de un hilo por si el marqués se arrepentía en el último momento.
El hecho de que la muchacha dijera exactamente lo que él había pensado, enfureció tanto al vizconde que tiró de las riendas para que los caballos se detuvieran.
—¡Fuera de aquí! —estalló—. ¡Váyase al diablo! ¡Y puede decirles tanto a su tío como a su prima, que espero que se consuman en el infierno!
Su forma de hablar y la furia de su expresión tendrían que haber intimidado a la joven, pero ésta, en cambio, se limitó a mirarle con compasión.
—Lo siento, pero de verdad, aunque no me crea, considero que ha sido afortunado.
—¿Qué diablos quiere decir con eso?
—No conoce a Niobe y yo sí. Es malvada, cruel y le habría hecho muy infeliz.
—No creo que Niobe sea nada de eso y si vuelve a decir algo semejante, la abofetearé —la amenazó el vizconde.
—No sería nada nuevo. Cuando tío Aylmer me pegó esta mañana, decidí escaparme. Por eso estoy aquí.
—¿Pegarla? ¡No lo creo!
—Le enseñaré las señales, si quiere. Cuando tuve que ir a vivir con ellos, me castigaba porque Niobe se lo pedía, pero después empezó a disfrutar con ello.
El vizconde la miró con profundo asombro.
No deseaba creer lo que oía, pero, a la vez, había un inequívoco tono de sinceridad en la voz de la joven que era más convincente que si hubiera llorado o protestado por su desconfianza.
La observó. Parecía muy joven, casi una niña.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho años.
—¿Cómo se llama?
—Jemima Barrington.
—¿Y de verdad es prima de Niobe?
—Mi madre era hermana de Sir Aylmer. Se fugó con mi padre, que era un primo lejano; y fueron muy pobres, pero muy felices. Cuando murieron y quedé huérfana, tío Aylmer me llevó a vivir con él. Es por eso por lo que sé que usted es muy afortunado al haber escapado.
En cuanto la conversación giró hacia su asunto personal, el vizconde frunció de nuevo el ceño.
—Lo siento por usted, pero sabe bien que no puede involucrarme en sus problemas. La llevaré a donde desee ir, siempre y cuando nadie se entere.
—No creo que a nadie le interese. A Niobe le desagrado y tío Aylmer me considera una molestia.
Suspiro antes de añadir:
—De todas maneras ¿a quién le importa una pariente pobre?
—¿Eso es usted?
—Mi madre prefirió el amor a la riqueza. Fue la excepción de la familia.
El vizconde pensó que era verdad.
Niobe había preferido un título más importante que el de vizcondesa.
Como si adivinara lo que pensaba, Jemima continuó diciendo.
—Niobe es ambiciosa como su padre. Desea sentarse con los aristócratas en la Apertura del Parlamento y si un duque apareciera en este momento, despediría al marqués como ha hecho con usted.
—¡Le he advertido que no hable así!
—Algún día comprenderá que tengo razón.
El vizconde iba a protestar, pero consideró que no sería digno, así que cogió de nuevo las riendas y preguntó:
—¿Dónde desea ir?
—Donde desee llevarme.
—¿Tiene dinero?
—Sólo dos guineas, que he cogido del tocador del tío Aylmer.
El vizconde soltó las riendas.
—¿Habla en serio al decir que se propone enfrentarse al mundo con sólo dos guineas?
Después de un breve silencio, Jemima contestó con un tono muy diferente al que había empleado hasta entonces.
—No puedo hacer otra cosa. No podía soportar por más tiempo ser golpeada, abofeteada, humillada y sentirme tan desesperada… miserable… desdichada.
La última palabra fue casi un sollozo muy conmovedor.
—¿No tiene otros familiares con quienes pueda llevarla?
—Temen demasiado al tío Aylmer y me llevarían enseguida con él.
—Es algo que yo debería hacer.
El vizconde frunció el ceño ante la idea de volver, pero se dijo que no podía hacer otra cosa.
Y como ese pensamiento provocó de nuevo su indignación, exclamó disgustado:
—¿Por qué ha tenido que interferirse en mi camino? ¡Lo único que deseo es alejarme de esta traicionera y falsa prima suya y demostrarle lo que pienso de ella!
Lanzó una risotada burlona y agregó:
—¡Le he dicho lo que haría y hablaba en serio!
—¿Qué le ha dicho? —preguntó Jemima con curiosidad.
—Que me casaría con la primera mujer que encontrara antes que permitir que nadie supiera que me había humillado.
Las palabras surgieron como disparadas de sus labios. Entonces miró a lo lejos, no para contemplar el campo, sino para ver el rostro de Niobe palidecer mientras él le lanzaba reproches, pero sin abandonar una expresión decidida que indicó al vizconde que su intención era casarse con el marqués.
Ahora deseó haberla zarandeado. Demostrarle que un hombre podía ser despiadado con las mujeres.
Entonces, una voz suave y titubeante dijo a su lado:
—Si eso… ha sido lo que le… ha dicho… yo soy… la primera mujer… que encuentra.
El vizconde se volvió para mirarla.
—¡Por Dios, si que lo es! Y tal vez sería mucho más apropiado que me casara con una Barrington.
Las palabras resultaron casi inaudibles al surgir de sus labios apretados y no miró a Jemima, pero la oyó decir:
—Nada… disgustaría más… a Niobe… que el que yo… me casara antes… que ella… ¡Y con… usted!
El vizconde lanzó una risa nada agradable.
—Debe haber una iglesia cerca de aquí.
Azuzó los caballos y mientras avanzaban pensó que esa venganza hacia la mujer que le había humillado sería muy efectiva. Como durante años había sido un soltero empedernido, su matrimonio, bien lo sabía, causaría sensación en los clubes de St. James. Su ardiente cortejo a Niobe el mes anterior, habría sin duda provocado apuestas por su éxito o fracaso y sería una gran ironía que se anunciara que se había casado con la prima.
El vizconde conocía lo suficiente a Niobe como para tener la seguridad de que siempre deseaba ser el foco de atención, la estrella en la puesta en escena de su propia vida.
Una parte crítica de su mente se había dado cuenta de que ella dramatizaba cada momento de su existencia. Que el cortejo del vizconde finalizara con el anuncio de su matrimonio con otro, sería un hecho que Niobe transformaría en el suceso más notable de la temporada.
Aunque había conseguido atrapar a su marqués, parte del brillo y la emoción se esfumarían si él se casaba primero.
Una sonrisa casi cruel asomó a los labios del vizconde mientras detenía los caballos delante del portón de una pequeña iglesia de piedra gris.
—Esta servirá —indicó.
Buscó con la mirada a alguien que se encargara de sus caballos.
Estaba llamando por señas a varios niños que observaban el carruaje con admiración, cuando oyó que una voz débil decía:
—¿De verdad… se propone… casarse… conmigo?
—Supongo que para usted será preferible a recorrer sola las calles de Londres.
—Sí… sí… por supuesto… le estoy… muy agradecida.
—No hay razón para que lo esté. Hago esto para darle una lección a su prima y espero que le resulte muy dolorosa.
—¡Lo será! —afirmó Jemima.
El vizconde bajó del carruaje, dio instrucciones a uno de los niños para que cuidara sus caballos y preguntó dónde podría encontrar el vicario.
—Está en la iglesia, señor, en un bautizo.
El vizconde se dirigió hacia la entrada, sin hacer el menor ademán para ayudar a Jemima a bajar del carruaje.
Ella bajó sola y le siguió, mientras se colocaba el sombrero en la cabeza.
Cuando llegaron a la puerta, se apartó a un lado para dejar pasar a una pareja. La mujer llevaba una criatura en los brazos y varias personas los seguían.
Cuando desaparecieron, ella vio al vizconde hablar con el vicario. Se alisó el desgastado vestido con nerviosismo mientras observaba como el vizconde entregaba un papel. Entonces, él se dirigió hacia el altar y le hizo señas para que se acercara a su lado.
—Ya he explicado al vicario que su nombre de pila no está completo en la licencia —le dijo con voz impersonal, pero con cierto tono indignado—, así que responderá al nombre de Jemima Niobe.
Jemima asintió con la cabeza; pareció que había perdido la voz y sus ojos brillaban con intensidad en su pálido rostro.
El vizconde no la miró, anduvo por el pasillo sin ofrecer el brazo y como vio que el vicario los esperaba, Jemima anduvo a su lado. La ceremonia fue muy corta y se produjo una pausa muy incómoda cuando el vizconde se dio cuenta de que no tenía anillo.
Se quitó un anillo de oro con emblema del dedo meñique de su mano izquierda y, como era demasiado grande, Jemima tuvo que doblar el dedo para mantenerlo en su lugar.
El vicario los declaró marido y mujer, el vizconde pagó cinco chelines y cuando el clérigo iba a felicitarlos, se alejó. Jemima tuvo que seguirle.
—Gracias… gracias —dijo y se dio cuenta de que el vicario miraba al vizconde sorprendido por sus malos modales.
Entonces, temerosa de que la dejara, Jemima corrió por el pasillo y alcanzó a su marido cuando él ya salía.