34

En noviembre, los Aliados atacaron los enclaves del Eje en el norte de África. La operación fue todo un éxito, y dio a las fuerzas una base para rescatar no solo a Francia sino también a Italia. Cuando André nos comunicó las noticias, madame Goux y yo nos abrazamos, presionando la una contra la otra nuestras húmedas mejillas llenas de lágrimas y riéndonos de la alegría. En medio del manto de oscuridad que había cubierto nuestras vidas, una llama de esperanza volvía a brillar. Por supuesto, entonces no éramos conscientes de que los Aliados tardarían otros dos años más en entrar en Francia y que la vida se iba a poner aún más difícil antes de mejorar.

Tal y como monsieur Dargent había predicho, los alemanes se apresuraron a pasar la línea de demarcación y ocuparon el sur de Francia para «defendernos» contra el enemigo. A medida que aumentaba la moral entre los miembros de la Resistencia y que Gran Bretaña y De Gaulle redoblaban sus esfuerzos para armar a los maquis como preparación para una invasión aliada, la represión de los alemanes se volvió más brutal. Se formó la Milicia: un ejército francés a las órdenes de la Gestapo formado por los peores elementos de la sociedad, entre los que se incluían delincuentes que habían intercambiado su condena de prisión por la posibilidad de perseguir a los miembros de la Resistencia.

Se empezó a sospechar de André y de su esposa y, para evitar comprometer la seguridad de la red, André tuvo que cortar lazos con la organización, aunque todavía realizaba muchos pagos mediante su hermana Veronique, que vivía en Marsella. Puesto que André ya no podía actuar como informante intermediario, dejé de recibir noticias de Pays de Sault. Sin embargo, André sí tenía acceso a una radio en una de sus fábricas, y por la BBC supimos que los rusos habían avanzado, obligando a los alemanes a replegarse hacia Berlín. Puesto que la gente dentro de los países que conquistaban se había mostrado dispuesta a cooperar con ellos, los nazis esperaban que sus países satélites se organizaran en gran parte de manera autónoma. Aunque no se habían equivocado en muchos aspectos, no habían contado con la pasión de la Resistencia no solo en Francia, sino en Austria, en Dinamarca, en Polonia, en Bélgica, en Holanda, en Checoslovaquia, en Italia, en Noruega e incluso en la propia Alemania. El conde Kessler se habría sentido orgulloso de los jóvenes alemanes y alemanas que estaban luchando con valentía en el mismísimo ojo del huracán. Incluso aunque desgraciadamente fueran pocos, los rebeldes clandestinos estaban listos para luchar hasta la muerte, una prueba de que a veces la pasión podía tener más peso que el poder.

Durante el último año de la guerra, me despertaba cada mañana por el chisporroteo escalofriante de los tiroteos. Por cada soldado alemán al que mataba la Resistencia en París, se llevaban a diez prisioneros franceses, muchos de ellos de la Resistencia también, al Bois de Boulogne y se les fusilaba allí. Aunque los miembros de la Resistencia siempre habían sabido que podían pagar su patriotismo con sus propias vidas, el terror se apoderó de París cuando los alemanes comenzaron a quedarse sin miembros de la Resistencia encarcelados y empezaron a detener a civiles.

Todos los días, cuando madame Goux iba a comprar nuestras raciones de comida acompañada por un agente de la Gestapo, leía las notificaciones de los fallecidos pegadas en la pared de la panadería. Así fue como nos enteramos de la ejecución de madame Baquet, la propietaria del Café des Singes. Madame Baquet estaba esperando en el Hotel de Ville para renovar sus papeles de trabajo cuando los agentes de la Gestapo entraron a la carrera, empeñados en vengarse por un acto de sabotaje llevado a cabo por la Resistencia. Ya habían vaciado la comisaría local de prostitutas, ancianos indigentes y maridos borrachos, pero aun así no tenían suficientes personas para llenar su cupo de fusilamientos. Por eso, detuvieron a los civiles que estaban en el vestíbulo: un estudiante, dos amas de casa, un médico, una bibliotecaria, un abogado y madame Baquet. A la mañana siguiente, aquel corrillo de gentes aterrorizadas fue conducido entre la moteada luz de los árboles del bosque. Nunca volví a poner el pie en el Bois de Boulogne después de enterarme de aquel incidente, pero se rumoreaba que las marcas de los balazos todavía se veían en los troncos de los árboles circundantes muchos años después.

En verano de 1944 la marea ya no pudo contenerse durante más tiempo. André logró traerme a escondidas un transmisor de radio desmontado, burlando a los guardias apostados en el exterior de mi apartamento, y juntos escuchamos la voz bronca de De Gaulle anunciando: «Este será el año de su liberación». Por fin algo estaba sucediendo.

París comenzó a tener el aspecto de una ciudad en guerra. Los camiones alemanes salieron a toda prisa de la ciudad y pocos días más tarde regresaron cargados de soldados heridos. André y yo nos encontramos de nuevo para escuchar la BBC, pero esta vez la señal estaba bloqueada. La comida empezó a escasear, no había leche ni carne en ninguna tienda. El abastecimiento de gas y electricidad estaba restringido a ciertos momentos del día. El métro dejó de funcionar. Fue monsieur Dargent quien nos comunicó la emocionante noticia de que los Aliados habían desembarcado en Normandía y de que estaban haciendo retroceder al ejército alemán.

Hacia agosto quedó claro que los alemanes estaban perdiendo la guerra. Dejaron de ser la orgullosa fuerza militar que había entrado en París. Como la mayoría de los soldados estaban siendo evacuados, los que se quedaron atrás para proteger la retaguardia se movían de aquí para allá en grupos, aterrorizados por lo que pudiera sucederles si se separaban de su unidad. Sus funcionarios y sus organizaciones auxiliares formadas por mujeres fueron evacuados en autobuses. Madame Goux me relató la historia de un autobús cargado de alemanas, esposas de militares, que decían adiós con la mano, con lágrimas en los ojos, a los parisinos que pasaban por la acera, que a su vez se preguntaban qué sucedía. El gesto de despedida de madame Goux fue llenarse la boca con toda la saliva que pudo y proyectarla hacia el parabrisas del autobús. No obstante, el detalle más significativo de aquella historia era que el soldado alemán que la acompañaba no le había dicho ni una palabra.

En mitad del mes de agosto, surgieron rumores de que los Aliados habían desembarcado en el sur y que, con la ayuda de los maquis, estaban persiguiendo a los alemanes y a la Milicia para que salieran de sus reductos. Los policías parisinos, aprovechando la ocasión para limpiar cuatro años de vergüenza, se quitaron los uniformes, pero se quedaron con sus armas. El número de integrantes de la Resistencia activa aumentó enormemente. Puede que a los policías les hubieran encargado la tarea de entregar París al ejército alemán en 1940, pero ahora estaban ansiosos por mostrarle la puerta de salida al enemigo.

Madame Goux y yo nos abrazamos con fuerza en mi apartamento mientras escuchábamos el intercambio de tiroteos entre los alemanes y la Resistencia. Mantuvimos una vela encendida, aunque no era fácil conseguirlas, y rezamos por París y por los hombres y mujeres que estaban muriendo. Los franceses tomaron las calles, no solo en nuestro vecindario, sino también en la orilla izquierda y en los suburbios. Construyeron barricadas para detener a los alemanes que escapaban o que patrullaban la ciudad en tanques. Madame Goux y yo rasgamos unas sábanas para hacer vendas para la Cruz Roja y los soldados alemanes que nos vigilaban ahora que la Gestapo había huido nos permitieron llevarlas al hospital. Obligadas por la Convención de Ginebra, las enfermeras de la Cruz Roja estaban atendiendo tanto a los miembros de la Resistencia como a los alemanes.

Entonces, una calurosa noche de agosto mientras yo estaba tomando un baño, cesó el fragor de la batalla. El silencio tras tanta violencia resultaba desconcertante. Un momento después, comenzaron a sonar las campanas de Notre Dame. Me sequé y me envolví en un kimono. Corrí a la ventana y abrí los postigos de un golpe. Las campanas de Saint Séverin se unieron a las de Notre Dame y yo me asomé a la noche, preguntándome qué habría sucedido. Las luces de los edificios cercanos al Sena se encendieron, parpadearon y volvieron a apagarse. De repente, las campanas de Saint Jacques, de Saint Eustache y de Saint Gervais comenzaron a resonar en mitad de la noche.

Corrí escaleras abajo para encontrar a madame Goux de pie en el portal, con el rostro demacrado y los ojos abiertos como platos.

—¿Qué significan esas campanas? —me preguntó.

Fue entonces cuando me percaté de que los dos soldados alemanes que nos vigilaban habían desaparecido. Bajé corriendo el tramo de escaleras que me faltaba para llegar abajo y rodeé entre mis brazos a madame Goux. Sabía que nunca jamás olvidaría aquel momento. El abrazo que intercambiamos me hizo daño en las costillas, pero me inflamó el corazón.

—¡Significa que los Aliados han ganado la guerra! —exclamé—. ¡París es libre!

Durante la primera ola de euforia parecía que nuestra alegría duraría eternamente. Las banderas tricolor ondeaban en las ventanas y las puertas, algunas de ellas habían sido elaboradas precipitadamente con cualquier cosa que estuviera a mano: un mantel blanco, una chaqueta roja, una camisa azul… A pesar de los restos de cristales que se amontonaban en las calles y de las balas perdidas disparadas por los soldados alemanes que aún no habían recibido aviso de su capitulación, no podíamos quedarnos en casa durante más tiempo. El aire estival se llenó de la conmovedora melodía de la Marsellesa, que en su momento se había prohibido, pero que ahora se cantaba en cada esquina.

Caminé por todas las calles de París, igual que cuando llegué por primera vez en los años veinte, pero a medida que pasaba por delante de los cafés y de los grupos de gente que se arremolinaba alrededor de los monumentos o de los tanques aliados plagados de flores, fui cayendo en la cuenta de que nuestra felicidad era una especie de farsa. ¿Cómo podría París ser la misma? Había agujeros de bala en muchas de las fachadas de los edificios y las flores colocadas en las calles y en las aceras estaban allí para conmemorar el lugar en el que algún miembro de la Resistencia había dado su vida por Francia. «Aquí murió Jean Sauvaire, que luchó con valentía por su país».

Sin embargo, lamentablemente había habido muy pocas personas que se hubieran resistido a la invasión. ¿Qué sucedía con aquellos que se habían quedado de brazos cruzados, o peor, que habían colaborado con los alemanes activamente? Ya había oído que a las mujeres que habían tenido amantes alemanes les rapaban la cabeza y las hacían pasear así por las calles, y se habían encontrado los cuerpos de algunos colaboracionistas flotando cabeza abajo en las aguas del Sena.

Se esperaba que el general De Gaulle hiciera su primera comparecencia oficial en París unos días después de que los Aliados hubieran entrado en la ciudad. Nos enteramos por la policía que patrullaba en los alrededores del Arco del Triunfo de que el general desfilaría esa tarde por los Campos Elíseos. Me sentía impaciente por ver al hombre que no había sido más que una voz incorpórea durante todos aquellos años de guerra, una voz que me había inspirado tanto que me había sentido dispuesta a arriesgar mi vida por su llamamiento.

Como el comedor y el balcón de mi apartamento daban a la avenida, invité a André y a monsieur Dargent a que se nos unieran para el almuerzo. Madame Goux y yo nos esforzamos por preparar el mayor festín que pudimos: tomates, un poco de lechuga mustia, pan y queso de cabra. Colocamos la mesa cerca de las puertas del balcón y la engalanamos con servilletas rojas, blancas y azules. Después de poner el champán en hielo, miré el reloj y constaté con sorpresa que André y monsieur Dargent llegaban media hora tarde. Me sorprendió especialmente por parte de André, que normalmente era tan puntual.

—¡Mire esto! —exclamó madame Goux, llamándome desde el balcón.

Desplegó una bandera tricolor que había logrado tejer de alguna manera durante los últimos días. Me eché a reír al ver aquella bandera de lana, cuyas esquinas se rizaban sobre sí mismas.

Estaba a punto de ofrecerle algo de beber cuando oímos unos violentos golpes en la puerta que nos sobresaltaron a ambas. Corrí hacia el recibidor y pregunté:

—¿Quién es?

Sin embargo, el visitante respondió golpeando brutalmente de nuevo la puerta. Estaba claro que no podían ser ni André ni monsieur Dargent.

—Yo abriré —dijo madame Goux, quitando el pestillo antes de que pudiera detenerla.

Abrió la puerta y tres hombres armados se apresuraron a entrar: uno de ellos blandía una metralleta como si estuviera esperando encontrar un apartamento lleno de alemanes. Iban sin afeitar y despedían un olor a sudor rancio, pero llevaban pintado el orgullo en sus duras facciones. Contemplé los brazaletes de las FFI que llevaban sobre las mangas de las camisas. Eran hombres de De Gaulle, pertenecientes a las Fuerzas Francesas del Interior.

—Pasen —les dije, suponiendo que debían de estar buscando lugares estratégicos en los que colocarse para detectar a posibles francotiradores sobre los Campos Elíseos. Algunas personas habían considerado prematuro que De Gaulle desfilara al aire libre cuando todavía había grupos insurgentes resistiendo en la ciudad. Sin embargo, el general había insistido en dar la enhorabuena a los ciudadanos de París por su contribución en la liberación.

—Por favor, utilicen los balcones o ventanas que necesiten. Y sírvanse la comida que quieran. No tenemos mucha, pero están ustedes invitados.

Un destello de sorpresa se pintó en el rostro del soldado que estaba más cerca de mí.

—¿Mademoiselle Fleurier? —ladró.

—Sí, soy yo.

Me desconcertó la ferocidad de su voz.

—Por orden de la policía de París, queda usted detenida —anunció—. Tiene usted que acompañarnos inmediatamente.

Me quedé inmóvil. Me sentí demasiado estupefacta como para asimilar sus órdenes. El soldado me miró fijamente desde arriba, como si yo le estuviera desafiando.

—Se la acusa de colaboracionismo y por esa razón tiene que acompañarnos a la comisaría.

Observé a madame Goux, cuya expresión boquiabierta demostraba que estaba tan sorprendida como yo.

—Está usted de broma, ¿verdad? —exclamó—. Mademoiselle Fleurier no es una colaboracionista. Ella ha formado parte de la Resistencia. Ha estado oponiéndose a los alemanes desde el momento en que ocuparon París. ¿Por qué si no la iban a tener bajo arresto domiciliario?

El soldado se encogió de hombros.

—Eso no es lo que dicen nuestros informes. Pero si es así, entonces podrá aclararlo todo en la comisaría.

Noté la cabeza ligera. Traté de pensar con claridad. Lo mejor que podía hacer era cooperar. No podían encontrarme culpable de colaboracionismo aunque hubieran logrado acusarme de ello, ¿verdad? Tenía que aclarar las cosas.

Cogí mi bolso del aparador y apoyé la mano sobre el brazo de madame Goux.

—No se preocupe —la tranquilicé—. Tiene que tratarse de algún error. Continúe con la celebración junto con los demás cuando lleguen. Estoy segura de que todo se aclarará y estaré de vuelta para tomar el té de la tarde con ustedes.

La comisaría a la que me llevaron aquellos hombres tenía el aspecto del andén de una estación ferroviaria. Los soldados marchaban arriba y abajo por el vestíbulo con pistolas a un lado mientras la policía comprobaba los papeles de los detenidos de ojos legañosos, muchos de los cuales parecían haber sido arrancados de entre las sábanas. Me condujeron a una fila de sillas y me hicieron sentarme junto a una anciana que llevaba puesto un camisón y unas pantuflas. Miré a mi alrededor la zona de espera y vi que Jacques Noir estaba sentado frente a mí, con la cabeza entre las manos. ¿Acaso me iban a confundir a mí con alguien como él? Noir había traspasado barreras: incluso había actuado ante Hitler en Berlín. Miré la hora de mi reloj. Si todo este malentendido se aclaraba rápidamente, podría volver a tiempo para ver el desfile.

Después de verificar mis papeles, me condujeron a una celda. Estaba llena a reventar con el grupo de mujeres más heterogéneo que había visto en mi vida. Al menos la mitad de ellas eran prostitutas, mientras que el resto tenían aspecto de tenderas y de amas de casa, excepto tres mujeres vestidas muy elegantes que se habían acurrucado juntas en un camastro.

—¿Qué crees que van a hacernos? —gimoteó una de las mujeres, mesándose sus tirabuzones pelirrojos—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué van a hacer con nosotras?

Me resultaba muy familiar y traté de ubicarla. Entonces me di cuenta de que era una de las mujeres contra las que había competido en el Concours d’élégance automobile, una antigua amiga de André. Él me había contado cuáles habían sido los tejemanejes que había llevado a cabo aquella mujer durante la guerra. Había encontrado un perverso placer en denunciar a miembros de la Resistencia y a judíos, incluida su propia ama de llaves. No lo hacía por la recompensa, nunca reclamaba el dinero. Lo hacía porque lo consideraba un juego divertido.

—Espero que te fusilen —le dijo una de las prostitutas—. A ver si nos dejas en paz de una vez.

Yo esperaba que la fusilaran por lo que había hecho y me sorprendió la vehemencia con la que me hirvió la sangre al pensar en ello. No me creía capaz de sentir tanto odio. Miré el reloj: eran casi las tres. El general De Gaulle ya habría emprendido su desfile.

Algo más tarde, un soldado abrió la puerta y dijo mi nombre. Por el modo en el que el resto de las mujeres tembló, bien podría estar llamándome para ponerme delante de un pelotón de fusilamiento. El soldado me condujo dos pisos más arriba hasta una sala de interrogatorios. Contemplé a un teniente de mandíbula firme sentado ante una mesa.

—Tome asiento —me indicó.

Hice lo que me dijo y el teniente leyó la lista de acusaciones contra mí. Sentí un cosquilleo en la piel ante las palabras: «Pasar información de la inteligencia al enemigo» y «traición». Aquellos eran cargos graves, mucho más que mero colaboracionismo, y estaban castigados con la muerte.

—¿Quién me ha denunciado? —pregunté—. Ha tenido que haber algún error.

Me dedicó una mirada que indicaba que había estado escuchando aquellas palabras durante todo el día y que, por una vez, deseaba ver a alguien admitiendo su culpabilidad.

—No puedo darle nombres, pero usted actuó para los alemanes y los informes del Deuxième Bureau apoyan los cargos de traición.

Merde! Los informes que Ratón había «modificado». Pero ¿quién me había denunciado? ¿Una rival celosa intentando anotarse un punto?

—Yo trabajé para una red —le aseguré al teniente, tratando de sonar lo más tranquila y objetiva que pude, aunque su actitud había mermado mi confianza—. Acompañé a militares aliados y a soldados franceses a cruzar la línea de demarcación. Ayudada por mi portera, madame Goux, y mi vecina, madame Ibert.

—¿Y dónde están ellas ahora? —me preguntó, anotando sus nombres en un trozo de papel.

Le contesté que madame Goux se encontraba en mi apartamento y que madame Ibert estaba en el sur.

—Todavía no podemos ponernos en contacto con el sur, pero haré que interroguen a madame Goux. ¿Cuál era el nombre de su contacto dentro de la red?

—Roger Clifton… Es decir, Roger Delpierre.

Detesté escuchar como me temblaba la voz. Comencé a comprender que quizá no sería tan fácil demostrar mi inocencia como yo había creído. Había asumido que Roger se habría puesto en contacto con el Ejecutivo de Operaciones Especiales o bien se habría unido a las Fuerzas Aéreas Británicas cuando regresó a Londres. Pero no le había visto ni había sabido nada de él durante casi dos años. La guerra había terminado en Francia, pero no era así en todas partes. Puede que pasaran meses hasta que Roger pudiera llegar hasta mí. Y con De Gaulle y Churchill luchando desde campos distintos, puede que las FH no supieran ni quién era.

El teniente me contempló evaluándome.

—¿La línea Garrow-O’Leary? ¡Eso sí que es una buena reivindicación, mademoiselle Fleurier! Además de su portera, ¿conoce usted a algún otro francés que ocupe algún cargo de responsabilidad y que pueda responder por usted?

—Me introduje en la red después de que me lo pidieran dos miembros del Deuxième Bureau.

—¿Y cómo se llaman?

Estaba a punto de decirle que Ratón y el Juez, cuando me di cuenta de que aquellos no eran sus verdaderos nombres. No tenía ni la menor idea de cómo se llamaban en realidad. Traté de explicárselo al teniente. Dejó escapar un suspiro y se reclinó en su silla.

—Si no sabe sus nombres, ¿hay alguien más?

—Sí —respondí—. André Blanchard.

El teniente me contempló fijamente.

—André Blanchard ha sido detenido y se le han imputado cargos muy graves. Suministró uniformes al ejército alemán mientras su cuñado fabricaba armas.

—André es un patriota —repliqué—. Dio dinero y ropa a la red. Sin su ayuda, no habríamos sido capaces de salvar a todos los militares a los que ayudamos.

Mi voz sonó mucho más convincente sobre la inocencia de André que sobre la mía propia. Aquello pareció impresionar al teniente.

—El tendrá derecho a un juicio justo, igual que usted —declaró, poniéndose en pie y abriendo la puerta.

Llamó a un soldado y se volvió hacia mí.

—Lo que me parece más increíble —comentó, frotándose las manos— es que durante la guerra nunca fuimos en París más de unos cientos de personas involucradas en la Resistencia. Pero en los dos últimos días, solamente en esta comisaría, hemos entrevistado a más de quinientos colaboracionistas reconocidos que han insistido en que ellos realmente trabajaban para la Resistencia. ¿Cómo puede ser eso posible?

Me llevaron a la prisión Cherche-Midi, el mismo lugar en el que me habían internado los alemanes. Aunque en esta ocasión no me dieron una paliza y sí me proporcionaron agua y comida adecuadas, me sentía mucho más aterrorizada que cuando me encarceló el enemigo. Esta vez era inocente y la gente que me estaba reteniendo era francesa. La nueva administración parecía decidida a perseguir y castigar a los colaboracionistas antes de que pudieran escapar. Cuando oí el repiqueteo de las balas a la mañana siguiente, me pregunté cuánto tiempo dedicaría la policía a reunir pruebas para apoyar la acusación de los cargos que pesaban sobre mí.

Después de un desayuno compuesto por pan y sucedáneo de café, un guardia me condujo al patio donde las internas hacían ejercicio. Había cerca de diez mujeres más aparte de mí allí, y al verlas se me revolvió el estómago. Les habían afeitado la cabeza y les habían tatuado esvásticas por todo el cuerpo.

Una muchacha temblorosa no llevaba puesta más que una camisola. Trató de cubrir su desnudez haciéndose un ovillo en una esquina. Yo todavía llevaba la ropa del día anterior, así que le di mi bufanda para que se hiciera una falda con ella. Me contempló y comprobé que no tenía más de quince años. Acostarse con el enemigo no era nada honroso, pero no me parecía el peor crimen del colaboracionismo. Para muchas mujeres, esa había sido la única manera de alimentar a sus hijos. Empresarios, como Félix y Guillemette, que habían ayudado a los esfuerzos bélicos de los alemanes, eran mucho peores. ¿Y qué pasaba con los políticos que habían abandonado la ciudad en primer lugar?

Había un soldado haciendo guardia a la entrada del patio. Me volví hacia él.

—¿Para esto es para lo que he arriesgado mi vida? —le grité, señalando a la muchacha—. ¿Es esta mi amada Francia? Si lo es, ¡entonces es que no somos mejores que los nazis!

—¡Cállese! —me advirtió.

Pero no me iba a acallar tan fácilmente.

—¿Por qué están estas mujeres aquí? —voceé—. ¿Es porque no pueden ustedes ponerles la mano encima a los verdaderos colaboracionistas?

Noté que me estaba poniendo verdaderamente frenética y, a pesar de la pistola que sostenía en la mano, el soldado pareció alarmado. Otro de sus camaradas corrió hacia mí y me retorció el brazo a la espalda.

—Si no aprecias el aire libre, entonces te devolveremos adentro.

Me arrastró del pelo hasta mi celda. Por primera vez, se me ocurrió que lo que les había sucedido a aquellas mujeres podía pasarme a mí también. Simone Fleurier, afeitada y humillada, desfilando por las calles de París por haber cometido el crimen del colaboracionismo. El soldado le gritó al guardia que abriera la puerta de mi celda y me empujó hacia el interior. Di un traspié sobre la rodilla mala, que no se me había llegado a curar del todo. El soldado me recogió y me echó sobre el camastro de paja. Entonces, una vez hubo calmado su ira, se irguió y me dijo:

—Nosotros no les hemos hecho eso a esas mujeres. Fue la turba. Detestamos ese comportamiento y lo hemos declarado ilegal. Pero esas mujeres han sido denunciadas por otros y debemos investigar sus crímenes.

—Quizá los que están denunciándolas tienen ellos mismos mucho que esconder —repliqué.

Me miró fijamente, juzgándome.

—Puede que sí —admitió, antes de darse media vuelta y cerrar la puerta de la celda dando un portazo tras de sí.

Apoyé la cabeza en las rodillas. Y yo que pensaba que la guerra había terminado. Qué equivocada estaba.

Todavía seguía en prisión una semana más tarde cuando recibí un mensaje del guardia informándome de que mi juicio tendría lugar en unos días. Le pregunté si habían entrevistado a madame Goux; si le habían tomado declaración a monsieur Dargent; si habían encontrado a los médicos que habían utilizado los apartamentos de nuestro edificio. El guardia no me dijo nada, pero pude contestar a todas aquellas preguntas por mí misma. Si habían tomado aquellas declaraciones, no habían sido lo suficientemente sólidas como para que me exculparan del cargo de traición.

El día de mi juicio, hice lo que pude por asearme. No logré hacer nada con el vestido, que estaba arrugado y polvoriento. Pero me refresqué con un trapo y un poco de agua y me lavé los dientes con el dedo. Quizá si hubiera comprendido lo que estaba sucediendo en el mundo exterior mi difícil situación habría estado más clara. Tal y como me había señalado el teniente, la Resistencia en París había contado con muy pocos miembros activos y, sin embargo, desde la liberación, más de 120 000 personas habían solicitado el reconocimiento oficial por su labor en la Resistencia.

Septembrisards, así es como oí que un soldado de las FFI los llamaba. Los septembrinos de la Resistencia, que se unieron a ella cuando vieron que los alemanes iban a perder la guerra. Los verdaderos miembros de la Resistencia se mostraban reacios a pronunciarse porque les avergonzaba toda aquella situación. Pero ¿dónde me dejaba eso a mí?

El día del juicio, unas horas antes de lo que suponía que acudirían a sacarme de la celda, llegó el guardia y abrió la puerta de un empellón.

Vite! Vite! —exclamó, entregándome mi bolso, que había sido confiscado cuando me encarcelaron—. ¡Rápido! ¡Rápido! Póngase presentable.

Si no me hubiera quedado tan sorprendida por su repentina preocupación por mi aseo personal, me habría preguntado qué importaba que me empolvara el cutis y me pintara los labios, con la ropa tan sucia que llevaba. Pero hice lo que me dijo. Me eché eau de cologne detrás de las orejas y me impregné un poco en las muñecas. Solo cuando me empujó hacia el exterior de la celda, se me ocurrió qué era lo que podía estar pasando. El juicio de Simone Fleurier sería todo un acontecimiento. Si parecía que me habían maltratado, la simpatía de la opinión pública se decantaría a mi favor. Sin embargo, para mi sorpresa, no me sacaron de la prisión ni me llevaron apresuradamente a los tribunales escoltada por la policía, como yo me había imaginado. En su lugar, me condujeron al piso de abajo, a la oficina del superintendente de Cherche-Midi.

El guardia se detuvo en el pasillo, que estaba flanqueado de soldados de las FFI en posición de firmes.

—¡Aquí presento a mademoiselle Fleurier! —anunció.

Uno de los soldados llamó a la puerta del superintendente y le indicaron que entrara. Se apartó a un lado y me hizo pasar a la habitación. El superintendente era un hombre mayor de cabeza pelada que estaba hojeando unos papeles ante su escritorio y lucía una expresión de preocupación. Había otro hombre junto a la ventana. La luz que entraba por ella recortaba su silueta. Era el hombre más alto y más desgarbado que había visto en mi vida. Se acercó a mí.

Mademoiselle Fleurier —me dijo—, discúlpeme, porque apenas me acabo de enterar ahora de la difícil situación en la que se encontraba. La liberaremos inmediatamente.

Me recorrió un hormigueo por la espalda. Nunca antes había visto a aquel hombre, pero conocía su voz. Era aquella voz la que me había llamado a filas cuatro años antes, la que me había insistido en que nunca aceptara la derrota. Era el general De Gaulle.

—Cuando estaba en Londres, me enteré de sus valerosos servicios para contribuir a que sus compatriotas se unieran a la Francia Libre —me explicó—. Me inspiró enormemente el hecho de que no todas las luces de París se hubieran apagado, sino que hubiera una de ellas que siguiera brillando intensamente.

¿El gran De Gaulle había encontrado inspiración en mí? Me olvidé de mi aspecto desaliñado y le agradecí su cumplido como si fuéramos dos invitados a una fiesta a los que acabaran de presentar en un salón elegante. Por su parte, parecía tan absorbido por la victoria que aparentemente no se fijó en mis sucias ropas o en mi sorpresa. En su lugar, le hizo un gesto con la cabeza al superintendente, que nos ofreció unas sillas al general y a mí, y se afanó en servirnos el té con tanta prisa como una sirvienta complaciente.

—Es un gran honor para mí poder hacerle entrega de esto —anunció De Gaulle, dándome una cajita. La abrí y en su interior encontré una Cruz de Lorena dorada: el símbolo de De Gaulle en la Resistencia—. Le concederemos otros honores —añadió—. Pero tendrá que conformarse con este obsequio por el momento.

La expresión «sentir el corazón henchido de orgullo» de repente tomó sentido para mí, porque fue eso exactamente lo que me sucedió. Se me hinchó el pecho. El mundo parecía abrirse ante mí. Aquel fue el momento de más orgullo de toda mi vida.

El general dejó su taza sobre la mesa y se levantó de la silla.

—Espero que cuando las cosas se calmen, mi esposa y yo podamos reunimos con usted de nuevo, mademoiselle Fleurier. Pero ahora tengo ciertos asuntos urgentes de los que debo encargarme.

Me puse en pie y contemplé como el superintendente corría hacia la puerta para abrírsela al general. Antes de marcharse, De Gaulle se volvió hacia mí.

—El gobierno de Vichy también me inculpó a mí por traición, cuando mi objetivo era servir a la verdadera Francia —me confesó—. Espero que se tome usted este terrible malentendido como otra medalla de honor más.

Asentí, aunque si cualquier otra persona que no hubiera sido el general me hubiera sugerido algo así, le habría saltado a la yugular.

Vive la France! —me saludó.

Sin pensarlo, me puse firme y le devolví el saludo.

Vive la France!

Resultaba insólito que un militar saludara así a un civil y seguramente aquel exhausto De Gaulle se había dejado llevar por un impulso. Pero comprendí lo que sentía; era un hombre que respetaba a los luchadores por encima de todo.

Tras mi liberación, lo primero que hice fue averiguar qué le había sucedido a André. Ahora que De Gaulle había reconocido mis esfuerzos oficialmente, mi declaración ganaría peso. Por lo visto, llegué justo a tiempo. El juicio de André estaba programado para el día siguiente. Por alguna razón, le permitían comunicarse con su propio abogado, mientras que a mí no me habían concedido tal permiso. Pasé por mi apartamento para darme un baño y cambiarme de ropa, y después fui directamente al despacho de su abogado para prestar declaración.

Monsieur Villeret era un hombre elegante de unos sesenta años que conocía a André desde que era niño.

—No se imagina la alegría que me da volver a verla —me saludó, ofreciéndome un asiento—. A André lo han acusado de colaboracionismo y traición. Ahora dudo que siquiera lo lleven a juicio.

—¿Cuándo podremos lograr que lo liberen?

—Probablemente hasta pasado mañana, no. Las ejecuciones son rápidas, pero las liberaciones son mucho más lentas.

—Le haré una visita esta misma tarde para decírselo —le anuncié—. Para que usted pueda comenzar a ocuparse de su liberación.

—¿Sabía usted que Camille Casal también está encerrada en la prisión de Fresnes? —me preguntó monsieur Villeret.

Algo en su tono me resultó extraño, pero supuse que simplemente me estaba comunicando el destino de alguien con quien había coprotagonizado una gran producción teatral. Camille había mostrado de manera pública su fraternización con el alto mando nazi. Aunque era improbable que la ejecutaran, había mucho en su contra como para que pudiera librarse completamente de que la encarcelaran. Me pregunté si mi declaración podría afectar positivamente a su causa. Sin embargo, gracias a su conexión con Von Loringhoven me habían permitido cantar la canción de África para la Resistencia y salvar a Odette y a la pequeña Simone.

—Quizá pueda declarar en su favor —comenté.

Monsieur Villeret pareció sorprendido. Arqueó las cejas.

—¿Es usted consciente de que fue ella quién la denunció a las FFI?

Me quedé tan horrorizada durante un momento que me olvidé de dónde estaba. Mi mente se puso a cien por hora intentando encontrar alguna excusa para la conducta de Camille, pero no logré hallar ninguna.

—¿Ella me denunció a mí? ¿Por qué haría tal cosa?

—Ella siempre ha estado en contra de usted, mademoiselle Fleurier.

—Eso no es cierto —repliqué, negando con la cabeza—. Así es únicamente como lo ha retratado la prensa.

—No está al tanto, ¿verdad? —comentó monsieur Villeret, frunciendo el entrecejo. Se reclinó hacia atrás y suspiró, como si estuviera valorando las consecuencias de lo que me iba a decir a continuación—. ¿Puedo confiar en su discreción?

Todavía me sentía demasiado mareada por la revelación de que Camille me hubiera denunciado como para asimilar su pregunta. Debió de hacerlo para protegerse a sí misma o a su hija. ¿Quizá había pensado que yo la denunciaría a ella primero?

Volví a mirar a monsieur Villeret. Sacó una caja de un armario y la colocó sobre su escritorio con la gravedad que el director de una funeraria emplearía para manipular una urna.

—Cuando detuvieron a André, revisé los archivos de su padre para reunir apoyos para defender su inocencia —me contó— y me encontré con una serie de antiguas cartas que provenían de la correspondencia entre monsieur Blanchard y Camille Casal. Ella le estaba chantajeando.

Las paredes de la habitación se me volvieron borrosas. No tenía ni la menor idea de que Camille conociera al padre de André.

—¿Le estaba chantajeando? ¿Cuándo? —En 1936.

Ese fue el año en el que André cumplió los treinta años; el año en el que se suponía que íbamos a casarnos.

—¿Quería dinero?

Monsieur Villeret negó con la cabeza.

—Quería arruinarle a usted su felicidad. Pretendía que monsieur Blanchard no dejara que André se casara con usted.

Pensé que aquella sugerencia resultaba totalmente ridícula. Incluso aunque Camille hubiera sido tan malévola, no lograba entender por qué habría tenido tal poder sobre monsieur Blanchard. Al contrario de lo que había predicho su esposa sobre que nos sobreviviría a todos, el anciano había sucumbido a la demencia poco después de jubilarse y ahora vivía bajo los cuidados de una enfermera. No obstante, allá por 1936, era una persona arrogante y chulesca. Incluso una mujer tan manipuladora con los hombres como Camille no hubiera logrado manejarlo tan fácilmente.

—¿Por qué alguien con la fama y la belleza de Camille querría herirme de ese modo? —le pregunté.

Pero tan pronto como pronuncié aquella pregunta en voz alta, la verdad de lo que monsieur Villeret estaba insinuando me golpeó de lleno. Recordé la reacción de Camille cuando le conté la propuesta de matrimonio de André en Cannes. Y nadie había podido dar explicación al repentino cambio de opinión de monsieur Blanchard cuando ya había accedido a permitir que André se casara conmigo.

—Era el resentimiento lo que la movía —me explicó monsieur Villeret—. Todo eran maquinaciones de una mente celosa. Había unos trapos sucios en la historia de la familia Blanchard. Ella se enteró por medio de alguien que ocupaba un alto cargo en el ejército y decidió usarlo contra usted.

No podía apartar la vista del rostro de monsieur Villeret.

—Laurent Blanchard no murió siendo un héroe en Verdún —me aclaró—. Aquello fue una tapadera del gobierno en vista de la importancia de la familia Blanchard para Francia. Laurent Blanchard incitó a sus hombres a amotinarse. Otro oficial le disparó mientras huía de la batalla.

Se me cortó la respiración en la garganta.

—¿Le fusilaron por traición?

—No, le dispararon sin haberlo juzgado —repuso monsieur Villeret—. Y encubrieron lo que hizo.

Me levanté de la silla y noté que las piernas me fallaban bajo el peso de mi cuerpo, así que fui trastabillando hasta la ventana. Fuera, en la calle, unos soldados estadounidenses supervisaban el derrumbe de un edificio calcinado. Habían atado cuerdas alrededor de la estructura y los soldados tiraban de ellas. ¿Camille había destruido mi felicidad con André porque estaba celosa?

A través del aturdimiento producido por la confusión que me embotaba la mente, escuché que monsieur Villeret me preguntaba:

—¿Cree usted que debería contárselo a André?

Varios grupos de espectadores se reunieron en la calle para contemplar a los estadounidenses tirando abajo el inestable edificio. Al principio, me pareció que la madera no cedería. Pero tras unos minutos de decididos tirones por parte de los soldados, la estructura se derrumbó. La multitud aplaudió.

Me volví hacia monsieur Villeret, apenas capaz de verle a través de las lágrimas. Si el abogado le relataba a André la historia de Camille, también tendría que contarle la de Laurent. Recordé la imagen del hombre de ojos soñadores de la salita de madame Blanchard. Sospeché que Laurent no había traicionado a sus compatriotas, sino que había sido como muchos de los jóvenes oficiales que mi padre me había descrito: hombres inteligentes que no veían la utilidad de enviar a miles de soldados a una carnicería solo porque un general lo ordenara. Pero ninguno de nosotros llegaríamos a saberlo nunca con certeza. La acusación de traición y cobardía podría manchar la figura de Laurent si se llegaban a conocer las verdaderas circunstancias de su muerte.

Evoqué aquella fría mañana en Neuilly, cuando André y yo rompimos para siempre. ¿Qué utilidad tendría que lo supiera ahora? ¿Qué ventaja habría en que saliera todo a la luz? Pensé en la princesa de Letellier y en las hijas de André, en madame Blanchard y en Veronique. André y yo tendríamos que haber puesto nuestra felicidad por encima de todo entonces, todos aquellos años antes. Ahora le haríamos daño a demasiada gente. Parte de mí amaría a André para siempre y él probablemente seguía amándome, pero yo pertenecía a Roger.

—No —le dije a monsieur Villeret—. No debemos decírselo jamás.

Llevé a la prisión de Fresnes un paquete con ropa limpia, sábanas y mantas, jabón y comida para André. Lo trajeron hasta mí vestido con el mono de la cárcel y con cadenas alrededor de los tobillos. Me quedé horrorizada por su aspecto demacrado.

—¡Simone! —exclamó, iluminándosele la cara—. ¿Te han dejado salir? ¿Estás bien?

Sentí que mi propia sonrisa resultaba forzada. Todo lo que monsieur Villeret me había contado pesaba sobre mi conciencia. Le pregunté al guardia si podía hablar con André a solas. Observó la Cruz de Lorena que yo llevaba en la solapa, asintió y se marchó.

—No te juzgarán, André. Te liberarán tan pronto como tu abogado rellene el papeleo correspondiente.

André exhaló un suspiro de alivio y presionó los dedos contra la reja de la ventana que nos separaba. No pude encontrar el valor de levantar la mano para tocarle. Delante de mí tenía al hombre al que había amado con todo mi corazón. Nunca haría nada para herirle a él, ni a su esposa ni a sus hijas.

—¿Simone? ¿Qué sucede?

—Será mejor que le comunique a tu esposa que te van a liberar —le dije Debe de estar preocupada. ¿Tienes algún mensaje para ella?

André bajó la cabeza. Sentí como si algo estuviera cambiando entre nosotros. Como dos placas tectónicas realineándose entre sí para alcanzar una posición más estable. Levantó la mirada de nuevo y me miró a los ojos.

—Solo que… la quiero, y a las niñas también —me dijo.

Ambos sonreímos.

—Y tú, Simone —preguntó—, ¿cuáles son tus planes ahora?

—Me marcharé al sur con mi familia y esperaré a que Roger regrese.

André frunció el entrecejo cuando mencioné el nombre de Roger, pero esta vez se trataba de preocupación más que de celos.

Monsieur Villeret ha estado tratando de rastrear el paradero de Roger Delpierre. Era cierto que él fue el contacto para que tú cantaras tu canción en el Adriana, pero lo capturaron antes de que pudiera regresar a Londres. Lo enviaron a un campo de concentración. Nadie sabe dónde está ahora.

Me dio un vuelco el corazón. Seguramente, aquello no podía ser posible. No podía perder a Roger por segunda vez.

—¡No! —exclamé, apretando los puños.

André acercó su rostro a la reja.

—Tú le amas, ¿verdad, Simone?

Asentí, apartándome las lágrimas con el borde de la mano.

—Quería volver a por mí después de la guerra.

—Simone, no llores —me consoló André—. Tan pronto como salga de aquí te ayudaré en todo lo que pueda.

Cuando me encaminaba hacia la salida de la cárcel, el guardia que me acompañaba me preguntó si podía esperar en el pasillo un momento. Desapareció en un despacho y yo me apoyé contra la pared. Había un grupo de hombres sentados en bancos, con los rostros ensangrentados y amoratados. Paseé hasta la ventana y miré al exterior. Un grupo de mujeres se encontraba en el patio. Yo apenas estaba un piso más arriba, por lo que podía ver claramente sus rostros. Ninguna de ellas llevaba el uniforme de la prisión; iban vestidas con ropas de civiles y tenían un aspecto sucio y desaliñado. Pero no eran mujeres de clase obrera: todas ellas llevaban los vestidos hechos a medida y los zapatos de tacón alto típicos de la alta sociedad parisina. Algunas llevaban afeitada la cabeza.

Mi mirada recayó sobre una mujer rubia de pie en la esquina del patio, fumando. Sus duros ojos azules parecían ajenos al miedo y al caos que la rodeaban. Me acerqué más a la ventana. Sin maquillaje, el rostro de Camille tenía un aspecto estropeado y demacrado. La recordé deslizándose al entrar en el escenario del Casino de París y contemplando al público, majestuosa, con su vestido ceñido al cuerpo y la capa, que dejaba caer hasta el suelo. En su momento, me había sentido cautivada por su belleza, pero la podredumbre que corroía sus entrañas ahora estaba empezando a aflorar. Recordé la expresión de serena mofa en los ojos de Camille cuando miraba al público y comprendí que ella nunca había padecido de miedo escénico: había practicado con antelación cada mohín y cada batida de pestañas con precisión militar. Camille nunca compartía nada de sí misma, al igual que la amistad que me había demostrado, que no tenía fundamento ni era en absoluto real. Había hecho lo peor que podía para herirme. Pero yo también tenía parte de culpa. Había un proverbio provenzal que decía: «Quienes son tan necios como para mantener una serpiente por acompañante acabarán recibiendo un mordisco más tarde o más temprano».

Camille levantó la vista y me miró a los ojos. Me contempló sin rastro de duda ni miedo. Comprendió entonces que yo había descubierto lo que me había hecho y no le importaba ni lo más mínimo.

—¿A quién está mirando? —me preguntó el guardia, saliendo del despacho. Miró por encima de mi hombro y profirió un ruido de burla—. ¿Camille Casal? ¿Su antigua rival? Ahora ya no tiene un aspecto tan glamuroso, ¿verdad que no?

—Nunca fue mi rival —repliqué, recordando lo que monsieur Etienne siempre me decía—. Yo siempre canté y bailé mejor que ella.

—Y siempre ha sido usted más guapa también —comentó el guardia, separándome de la ventana y conduciéndome pasillo abajo—. Camille Casal es una arpía despiadada. Yo asistí a su interrogatorio. ¿Sabía que tuvo un bebé? Era una niña. La abandonó en un convento y nunca regresó a por ella.

Me detuve en seco y miré al guardia fijamente. Tenía las mejillas sonrosadas y una oronda barriga, señales de que se trataba de un hombre felizmente casado.

—¿Dónde está ahora la muchacha? —le pregunté—. Ya debe de ser toda una jovencita.

El guardia negó con la cabeza.

—No llegó a crecer. La niña murió de fiebre cuando tenía cinco años. Camille Casal ya era una estrella, pero no cedió ni un céntimo para que le compraran las medicinas a la cría. La enterraron en una fosa común.

El guardia me abrió la puerta de la prisión y salí a la luz del sol. Me quedé de pie en la acera durante largo rato, tratando de asimilar todo de lo que me había enterado esa mañana. Repasé en mi mente todas las cosas que Camille me había contado a lo largo de los años sobre la manutención de su hija. Ninguna de ellas había sido cierta. Se me quedó grabada en la memoria la imagen del rostro de Camille observándome directamente desde el patio. Había sido una desvergonzada hasta el final. Me había utilizado para volver a los escenarios de París con Les Femmes, sabiendo que era ella la culpable de haber destruido mi felicidad con André. No era de extrañar que nunca se molestara en mencionarle.

Se me formó un nudo en la garganta y comencé a toser. Me dejé caer hasta sentarme en los adoquines de la acera y me tapé los ojos. Quería regresar y escupirle a Camille a la cara, arrancarle su arrogante carne con mis propias uñas. No podía imaginarme poniéndome en pie otra vez por miedo a que, si lo hacía, la mataría, pero sentí un hormigueo en el corazón y se me pasó la ira. Si me enfrentaba a Camille ahora, ¿eso qué cambiaría? Había arruinado mi pasado, pero no la dejaría inmiscuirse en mi futuro.

Lentamente, se me fue aclarando la cabeza y mi corazón recuperó un ritmo normal. Me puse en pie y me arreglé el abrigo. Taparía el recuerdo de Camille del mismo modo que un perro cubre sus excrementos. Había terminado con ella para siempre. No tenía intención de asistir a su juicio; no había nada que pudiera hacer para condenar a Camille más de lo que se había ganado con sus propios actos. En lo que tenía que pensar ahora era en el futuro, y ese futuro eran Roger y mi familia en la finca.