17
André, vestido con camisa y pantalones y una bata que le cubría la parte superior, abrió la puerta de su habitación y me dedicó una radiante sonrisa.
—¡Bonjour, Simone! —me saludó, pegando contra la mía su mejilla perfumada de colonia—. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
Habíamos abandonado el formalismo de llamarnos «monsieur» y «mademoiselle» la noche anterior; ya nos sentíamos lo bastante cómodos juntos como para tutearnos.
Antes de que pudiera contestarle, recogió los zapatos del umbral de la puerta, me colocó la mano en el hombro y me condujo hacia el interior de su habitación.
—Acabo de terminar de afeitarme —explicó, apartando los periódicos de la mañana del sofá e indicándome que tomara asiento—. No esperaba que estuvieras despierta a estas horas.
Dejó los zapatos en el suelo y miró a su alrededor en busca de la chaqueta y la corbata, que encontró colgando de un galán de noche cerca del armario en el dormitorio. Regresó a la sala de estar y dejó las prendas sobre el respaldo de una silla.
—Pensaba que tendría toda la mañana para ponerme al día con las noticias y escribir algunas cartas. ¿Me equivocaba al pensar que la gente del mundo del espectáculo nunca sale de la cama antes del mediodía?
Como no le contesté, me observó con más detenimiento. Yo noté que las lágrimas estaban a punto de aflorar a mis ojos. Esto no era lo que había planeado. Antes de llamar a su puerta, me había lavado la cara y me había cambiado de vestido. Pero toda la valentía que me disponía a simular no pudo retener el dolor de corazón que me había causado la imagen de la famélica niña y su familia.
—¿Qué sucede? —me preguntó André.
Una cálida lágrima me cayó por la mejilla. Traté de hablar pero lo único que salió de mi garganta fue un sonido áspero.
—¡Simone! —exclamó, y se apresuró a acercarse a mí.
Se sentó a mi lado en el sofá. Antes de tener conciencia de mis acciones, apoyé la cabeza contra su pecho. Podía oler el aroma a limón de su camisa y sentir la calidez de su piel debajo de la tela. Hasta que le conté el incidente de la niña hambrienta y su familia, no me percaté de que me había pasado el brazo alrededor del cuerpo.
—¡Qué horror! —comentó, ciñéndome la cintura un poco más con el brazo—. Si hay algo de lo que podamos estar agradecidos es de que no haya tantos niños hambrientos en Berlín como antes.
Le miré fijamente.
—Francia mantuvo el bloqueo contra Alemania durante meses después de que se firmara el armisticio y cientos de miles de personas murieron de frío y de hambre. Han pasado siete años desde la guerra, pero en muchos aspectos Alemania todavía está sumida en el caos.
Me estremecí. Ver a una niña atormentada había sido suficiente para mí, no podía pensar en miles más. André apartó el brazo de mi cintura y cogió sus zapatos. Le contemplé mientras tiraba de las lengüetas antes de meter los pies en ellos y atarse los cordones. ¿En qué había estado pensando para dejarle cogerme de esa manera?
—Voy abajo a hablar con el gerente —anunció André—. El portero no debería haberte dejado salir sola. Podría haberte sucedido algo terrible.
—No, por favor, no lo hagas —le rogué, pasándome el dorso de la mano por los ojos—. No es culpa del portero. Me sugirió que me llevara a un guía.
—¿Qué te llevaras a un guía? —repitió André—. Lo que tendría que haber hecho era advertirte.
—¿Advertirme el qué?
André no contestó. Se había quedado demacrado, ya no lucía en su rostro la expresión feliz con la que me había saludado en la puerta. Me hubiera gustado no haber dicho nada y haberme guardado aquel incidente para mí misma.
—De algún modo, no se puede culpar a Francia por querer acabar con Alemania, para que no pueda volver a atacarnos —explicó—. Pero ¿podemos culparles por odiarnos?
—Me he sentido peor por presenciar la situación de la niña que por el altercado con el joven —le contesté—. La pobre se encontraba en un estado lamentable. Él era el típico matón, esa clase de gente se puede encontrar en cualquier parte.
Era cierto que me había horrorizado más por el estado de la niña y su familia que por el joven, pero sabía que aquel tipo era algo peor que un matón normal. Recordé el odio en su voz mientras cantaba a voz en grito aquella canción bélica. No, aquel chico era mucho más amenazante que cualquier matón de poca monta.
André negó con la cabeza.
—Lo siento. Tendría que haberte advertido que en Berlín hay algunos individuos muy extremistas. No esperaba que fueras a levantarte tan temprano, y menos que salieras sin compañía.
Me inquietó el énfasis que André le imprimió al final de aquella frase. Me senté.
—¿Sin compañía? —repetí.
André me miró fijamente; yo aún no tenía ni la menor idea de a qué se refería.
—¿A qué te refieres con «sin compañía»? —le pregunté—. ¿Cómo crees que suelo moverme por París?
Sin embargo, tan pronto como le dije aquello, comprendí a qué se refería. Y me di cuenta por el modo en el que dirigió su mirada de mí a su regazo que él también lo había entendido. Las mujeres de la clase social de André no iban a ninguna parte sin algún tipo de escolta, incluso aunque solo se tratara de una criada o del chófer. Era una protección contra la «corrupción» que podía acechar a una mujer si se dedicaba a deambular ella sola. ¿Se había olvidado de quién era yo? ¿Una artista de variedades? Aunque nunca había actuado desnuda, muchas de mis colegas lo hacían con los pechos al aire o sin nada de ropa. ¿Qué tipo de «corrupción» podía acecharme a mí?
—Si tuviera que esperar a que alguien me acompañara, nunca iría a ninguna parte —le dije.
Me parecía gracioso pensar que mademoiselle Canier y sus amistades pudieran escandalizarse por la idea de una joven viajando en métro por París o yendo al Pigalle por su cuenta.
André sonrió repentinamente. Me observó y luego volvió a mirarse el regazo.
—Supongo que a veces me olvido de que existen las mujeres y también están las «mujeres independientes» —comentó.
—¿Y cuál de los dos tipos prefieres tú?
—Oh, las mujeres independientes, sin duda alguna —respondió.
Ambos nos echamos a reír.
André y yo paseamos por los senderos junto a los lagos del Tiergarten y a las estatuas de famosos alemanes como Goethe y Bach, tratando de encontrar un antídoto para el desagradable incidente de la mañana. El tiempo era soleado pero fresco y los berlineses se habían echado a la calle, caminando en grupos o en contemplación solitaria. Como raza, los alemanes eran más altos que la mayoría de los franceses, con una seriedad en su expresión que era diferente de la vivacidad gala o de la sangre caliente mediterránea que yo conocía. Sin embargo, no todos ellos eran rubios y de ojos azules; igual que los franceses, tenían todo tipo de facciones. La variedad de físicos se multiplicaba aún más porque había muchos extranjeros disfrutando del parque: familias rusas sentadas en mantas de picnic; dos damas italianas que charlaban junto a una fuente; un grupo de estudiantes estadounidenses montando en bicicleta que se hablaban a gritos con un acento estridente…
Llegamos a los Jardines Zoológicos y seleccionamos un restaurante cuya terraza se encontraba a la sombra de unos abedules. André pidió para mí un helado que se llamaba cassata. Lo trajeron en una copa de cristal y sabía a sorbete de champán.
A pesar de la tranquilidad que nos rodeaba, el recuerdo del cuerpecillo maltrecho de la niña famélica persistía en mi mente. No obstante, mi angustia hizo que me abriera a André: quería que me consolara. Y gracias a eso comencé a ver más allá de su deslumbrante exterior y a comprender realmente de qué pasta estaba hecho. Me dijo que conocía a una mujer que trabajaba con los pobres en Berlín y que haría las averiguaciones pertinentes a través de ella sobre la niña y su familia para ver si se podía hacer algo por ayudar. Aquella mañana ese simple ofrecimiento significó mucho más para mí que si me hubiera confesado que me adoraba.
—La economía francesa prácticamente se derrumbó también —me contó André, siguiendo con nuestra conversación sobre el estado de Alemania—. Pero los franceses adoptaron la postura equivocada si lo que querían era paz.
Recordé el rostro vendado de mi padre y el modo en el que miraba cuando mi madre lo trajo a casa desde el hospital militar. Unos años después, le oí contarle que el hombre que se encontraba en la cama contigua a la suya había perdido toda la cara por las quemaduras. No tenía ojos, ni nariz, ni labios, ni lengua. Sufría tanto que dos enfermeras mantuvieron una almohada sobre su cara hasta que dejó de respirar. Nadie se lo impidió. En aquellos días, el eslogan del primer ministro francés era: «Hay veinte millones de alemanes y son demasiados». Incluso de niña, había sentido como me invadía la rabia por aquella nación. Pero ¿cómo se podía odiar a todos los alemanes al mirar a la cara a la niña hambrienta?
—Tú perdiste a tu hermano en la guerra —le dije—. Y, aun así, no odias a los alemanes.
—He visto demasiado sufrimiento en ambos bandos como para eso —me contestó André—. Laurent nunca quiso ir a la guerra. Era un buen empresario, pero prefería una vida tranquila leyendo y paseando a sus perros. Mi padre pensó que, si se licenciaba en el ejército, aquello lo convertiría en un hombre hecho y derecho. Bueno, y ahora ni siquiera está vivo.
De repente, se me formó una nítida imagen en la mente: un muchacho de pelo oscuro mirando por la ventana, viendo como su hermano mayor se marchaba al frente. El joven soldado le dedicaba un desgarrador saludo final a su hermano antes de desaparecer para siempre. Pero había algo más aparte de pena en el tono de André.
—¿Estás enfadado con tu padre?
Me sorprendí a mí misma por hacerle una pregunta tan personal, pero a André no pareció importarle. Se encogió de hombros.
—Creo que mi padre sufre lo suficiente él solo, sin tenerme en cuenta a mí para aumentar su sentimiento de culpa. ¿Quién iba a saber que la Gran Guerra se iba a convertir en el mayor baño de sangre que la humanidad había experimentado jamás? Perdió a su hijo… y a mi madre. Ella le confiere el respeto de una buena esposa, pero evita mirarle a los ojos cuando él la contempla. Mi hermano murió como un héroe en Verdún e hizo todo lo posible por salvar a sus hombres, pero eso no es bastante como para cicatrizar la herida de una madre que ha perdido a su primogénito.
Contemplé a los distinguidos viandantes que paseaban por el parque. Todo el mundo parecía tranquilo bajo la suave luz del sol. El padre de André daba la sensación de ser muy exigente en la tarea de conducirse a sí mismo y a sus hijos hacia la perfección varonil. Recordé la manera en la que André había acariciado y mimado a mademoiselle Canier en París antes de que nos marcháramos. Quizá estaba acostumbrado a dar afecto sin recibir nada a cambio.
—Nunca volverá a haber una guerra como esa —declaré.
—Todo el mundo en Francia dice lo mismo. Eso es lo que querríamos creer —replicó André.
Lo observé fijamente.
—Tú puedes venir aquí a hacer negocios. Herr Adlon quizá ponga objeciones a que seas el hijo de uno de sus competidores, pero no tiene nada en contra de que seas francés.
André encendió un cigarrillo, el único que se fumaba durante el día, y se tomó un momento antes de responder:
—Los negocios son los negocios entre hombres como Adlon y mi padre, independientemente de su nacionalidad —dijo—. Las madres alemanas quieren ver a sus hijos morir tan poco como las francesas. La Sorbona invita a intelectuales alemanes a dar charlas allí y los directores alemanes emplean a actrices francesas como protagonistas de sus obras. No es de esa gente de donde surge la guerra y, sin embargo, cuando las ruedas bélicas empiezan a girar, muchos de ellos se unen a la causa.
Volvimos la cabeza para seguir con la mirada la trayectoria zigzagueante de una pareja que iba montada en un tándem. Justo cuando parecía que habían tomado el camino adecuado, perdieron el equilibrio y se cayeron sobre un seto.
—Los políticos franceses son imbéciles —declaró André, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo sobre un cenicero—. Están más preocupados por tener entrada para los Ballets Russes y por dónde colocar sus muebles de estilo directoire que por la economía y la política internacional. Y, a fin de cuentas, por lo único por lo que se preocupan es por su popularidad. A veces pienso que hay fuerzas oscuras en Alemania que podrían matar a su propia gente si eso beneficiara a sus propósitos.
No había oído nunca a nadie decir cosas como las que André me estaba contando.
—¿A qué te refieres? —le pregunté.
—Mi padre dice que la inflación nunca fue tan mala en Francia como en Alemania, más por un golpe de suerte que por una buena gestión, pero mi tío no está de acuerdo. Él dice que lo que sucedió con la economía alemana fue algo más que un caos de posguerra. Que esto se lo hicieron ellos mismos.
—¿Y por qué harían tal cosa?
—Porque era una buena propaganda. La prensa alemana declaró a los cuatro vientos que los pagos compensatorios que Francia exigía eran la única causa de sus problemas. Claramente, que el dinero salga de un país no ayuda en nada a una economía débil. Pero, a pesar de los niveles de inflación, cuando una hogaza de pan llegó a costar doscientos mil millones de marcos, el gobierno continuó imprimiendo más dinero. ¿Y por qué harían tal cosa? ¿Por ignorancia económica? —André negó con la cabeza—. Cuando estabilizaron el marco tres años más tarde, el problema se resolvió de la noche a la mañana. Lo estaban haciendo para librarse de los pagos compensatorios. Francia no podía absorber nada de una economía que estaba seca.
Me quedé totalmente desconcertada.
—Si no hubiera habido tanta gente sufriendo a causa de esa táctica, yo diría que era una estrategia inteligente. Pero si el gobierno alemán tampoco estaba tratando de ayudar a su gente, ¿para qué quería el dinero?
André frunció los labios y negó con la cabeza. Me tocó el brazo.
—Vamos, Simone, esta es una conversación muy pesimista. Esa no es la razón por la que tú y yo hemos venido a Berlín. Y ¿quién sabe? Quizá las cosas mejoren. Especialmente si hombres como con el que nos vamos a encontrar esta tarde tienen la posibilidad de dirigir el país.
—¿A quién vamos a ver?
—Al conde Harry Kessler. Es un alemán nacido en Francia, de padre alemán suizo y madre irlandesa. Fue educado en Inglaterra y ocupó el cargo de embajador alemán en Polonia. Es editor y él mismo escribe, pero lo que más le gusta en este mundo son los artistas. Y cuando te conozca, ¡pensará que todos sus deseos se han hecho realidad!
No conocía lo suficiente Berlín como para saber que el Romanische Café era el lugar de reunión de la élite literaria y cultural de la ciudad, pero sabía lo suficiente sobre cafés como para quedarme impresionada con el tamaño de aquel. Su aforo era para mil plazas sentadas y tenía más bien el tamaño de una sala de baile que de un café. Un portero que estaba de pie junto a la puerta giratoria nos dio la bienvenida. No pude evitar fijarme en la etiqueta de su nombre: Nietz. Me sonaba como la palabra inglesa para limpio, neat, lo cual me hizo gracia porque aquella palabra lo resumía todo en él, desde sus lustrosísimas botas hasta su barba cuidadosamente afeitada.
Ardía en deseos de conocer al conde Kessler después de que André lo hubiera definido como «el hombre con los mejores contactos de Alemania» y me hubiera contado que era amigo de todo el mundo, desde Max Reinhardt hasta Einstein. Reconocí al conde sin que nadie me dijera quién era. Estaba sentado en una mesa reservada a los clientes habituales y era exactamente como me lo había imaginado, incluso iba más allá: un hombre elegante de cincuenta y muchos, de dedos afilados, mirada apreciativa y una sonrisa leve pero amable.
Desde el momento en el que el conde se puso en pie, nos saludó en un elegante francés y nos dimos un efusivo aunque formal apretón de manos, me quedé fascinada con él. Sus contradicciones resultaban muy interesantes. Era como si se hubiera llevado lo mejor de todas las culturas a las que había estado expuesto: la precisión de los alemanes y los suizos, el tacto británico, el encanto y la chispa franceses y la animada sencillez irlandesa. Era un hombre verdaderamente cosmopolita.
—Me he tomado la libertad de pedir tarta de fresa para todos. Les prometo que está muy buena —anunció el conde, sonriéndome abiertamente.
Su piel tenía una tonalidad cetrina alrededor de los ojos, cosa que sugería que no gozaba de buena salud, pero su rostro estaba alerta y sus movimientos eran tan enérgicos que perfectamente podría haber tenido la misma edad que yo y no cuarenta años más.
El conde me observó detenidamente, asimilándome.
—André me ha dicho que es usted una cantante y bailarina de mucho talento.
Miré de reojo a André. Al principio, sentí la tentación de negarlo, al menos para demostrar modestia. Pero luego pensé: «¿Por qué debo negarlo?». Eso era lo que quería ser y André estaba decidido a hacerlo realidad.
—¡Estoy segura de que llegaré a serlo, sobre todo si André se implica en el proceso! —le respondí.
—Simone ha alcanzado una especie de tope en su carrera en París —le explicó André—. Pero lo que es sorprendente es lo lejos que llegó antes de que eso sucediera. Nunca ha recibido una formación adecuada. Confío en que si se expone a diferentes estilos y a una ciudad distinta volverá a París transformada.
—Aquí en Berlín hay profesores excepcionales —nos contó el conde—. Puedo escribirles cartas de presentación, si lo desean.
André y yo aceptamos con entusiasmo su propuesta.
El conde asintió.
—Berlín es distinto a París, mademoiselle Fleurier —me dijo—. Me puedo imaginar que los franceses estarían entusiasmados no solo por su talento, sino también por su vitalidad. Podría haber adivinado que era usted francesa desde el momento en el que entró por la puerta, por el brillo de sus ojos y la manera en la que vibra su cuerpo, como si cada nueva experiencia vital fuera una tarta de fresa que le estuviera haciendo la boca agua. Los alemanes son más cínicos. Pero, al mismo tiempo, creo que si uno se expone a diferentes culturas, logra profundizar en su propia personalidad y eso solamente puede contribuir al desarrollo de una artista como usted.
—Acabo de llegar a Berlín y ya siento que eso me está sucediendo —le confesé, enormemente satisfecha por que me hubiera llamado «artista». Creía firmemente que lo que me había dicho era cierto. Había nacido en Pays de Sault, pero ahora también tenía en mí algo de Marsella y de París—. Quizá Berlín logrará mejorar mi concentración y disciplina —comenté.
El conde se inclinó hacia mí.
—Hay ciertas cosas de Berlín que quizá la escandalicen —me advirtió—. En el cabaré parisino, las canciones tratan sobre desengaños amorosos y pobreza. En Berlín, los cabarés son mucho más políticos… y, con frecuencia, también son más nihilistas. El sexo y la muerte son dos obsesiones omnipresentes aquí.
André también se inclinó hacia delante y susurró en un tono conspiratorio:
—Afortunadamente, a diferencia de los ingleses y los estadounidenses, los franceses no nos escandalizamos tan fácilmente.
Por alguna razón, aquel comentario le hizo gracia al conde. Su rostro se ruborizó y escondió la barbilla hacia el cuello, haciendo todo lo posible por controlar la risa. Pero se le estremeció el pecho y la dejó escapar en forma de rugido. Aquel sonido pasó por encima de las mesas y rebotó contra las paredes, mucho más alto que el tintineo de las tazas de café y las apagadas conversaciones que nos rodeaban. Cuanto más trataba de contenerse el conde, más carmesí se le ponía la cara y más alto se reía. Entonces, André explotó a reír, emitiendo un sonido grave semejante a un ladrido, haciéndole eco a la alegría del conde, como un mastín tras una pelota. Miré a uno y a otro, ambos con los rostros contraídos y los torsos temblorosos. Eran como un dúo musical interpretando la música de la alegría.
Mademoiselle Canier llegó con su sirvienta y tres compartimentos llenos de equipaje al día siguiente. Parecía como si planeara mudarse a Berlín de manera permanente. Cuando me vio esperando en la estación con André, frunció el ceño fugazmente.
André ayudó a mademoiselle Canier a bajar al andén y ella le plantó un prolongado beso en los labios. Su actitud parecía haber cambiado en los últimos días. Se comportaba igual que en Le Boeuf sur le Toit, colgándose del brazo de André como un alga al casco de un barco.
Tras un almuerzo en el que solo nos intercambiamos monosílabos y durante el cual mademoiselle Canier se comió un pepinillo y apartó el resto de su comida a un lado del plato, me alivió enterarme de que tenía que volver a París quince días más tarde para asistir a un baile celebrado por su prima. Al menos, tendríamos un respiro. Mientras había estado a solas con André, él se había comportado de manera muy informal. Tan pronto como mademoiselle Canier llegó, volvió a llamarme mademoiselle Fleurier. Me di cuenta de que tendría que sentirme de una manera con respecto a él y comportarme de otra muy distinta.
El conde Kessler se nos unió para la cena en el Adlon aquella noche. Una sonrisa divertida apareció en la comisura de sus labios cuando vio a mademoiselle Canier dirigirse al personal en francés. A mí y al conde nos ignoraba, excepto cuando André se dirigía específicamente a nosotros durante la conversación. Después, los cuatro dimos un paseo por la Friedrichstrasse. Todos los edificios parecían albergar cabarés, cines, burdeles, salas de baile o fumaderos de opio. Las prostitutas atestaban todas las esquinas y merodeaban por todos los soportales. Estaba acostumbrada a las fulanas de Marsella y a las estridentes prostitutas de Montmartre, pero las putas de la Friedrichstrasse me resultaban muy agresivas: tenían un aspecto brutal y peligroso, envueltas en boas de plumas, cadenas y borlas. Un ama dominatriz guardaba su esquina con paso de pantera, blandiendo un látigo y enseñando los dientes al gruñir. Había otra mujer sentada sobre una boca de incendios completamente desnuda, a excepción de un par de botas de cordones. Pero lo que más me sorprendió fue que la gente que paseaba arriba y abajo por las aceras de la calle no eran hordas de obreros, sino hombres con pajarita y camisas con botones de madreperla y mujeres ataviadas con vestidos de seda oriental. Se bajaban de limusinas Mercedes Benz y contemplaban lo que había a su alrededor con una actitud de diversión voyeurista. «No todo el mundo ha debido de perder su dinero durante la crisis», pensé. Los magnates, los especuladores y los delincuentes parecían haber amasado buenas fortunas.
André y mademoiselle Canier paseaban delante de nosotros. El conde caminaba a mi ritmo.
—¿No cree usted que mademoiselle Canier tarda muchísimo en prepararse? —me susurró—. Pensé que no íbamos a comer hasta medianoche. Las he cronometrado a las dos con mi reloj. Usted bajó en solo veinte minutos.
—Me he acostumbrado a cambiarme con rapidez en el teatro —le confesé.
El conde sonrió y nos detuvimos a mirar a un artista callejero medio desnudo que se estaba poniendo cabeza abajo. Llegamos a verle parte del vello púbico cuando el hombre se enderezó para volver a ponerse en pie.
—Me da la sensación de que ya ha tenido suficiente, mademoiselle Fleurier —me dijo el conde—. Realmente, a mí tampoco me emocionan estos espectáculos. Pero a muchos turistas les gustan, y por lo menos ya podrá usted decir que ha visto la Friedrichstrasse.
El conde avisó a André, se bajó del bordillo y llamó a un taxi.
—Llevemos a las damas a algún lugar más divertido. Algún sitio en el que mademoiselle Fleurier pueda aprender un par de cosas.
El taxi nos condujo Unter den Linden abajo, hacia el barrio de Schöneberg, y se detuvo en la esquina entre Motzstrasse y Kalckreuthstrasse. Levanté la mirada hacia las luces art decó de un club, Eldorado, y el cartel que había debajo, que rezaba: «¡Ya lo ha encontrado!».
—Aquí jugaremos a algo especial —anunció el conde mientras su boca se curvaba para formar una sonrisa—. Pero todavía no les diré qué es.
Dejamos los abrigos a la chica del guardarropa y me fijé especialmente en su piel lechosa y su boca color rubí. Era extraordinariamente hermosa, incluso más despampanante que mademoiselle Canier o Camille, y demasiado exótica como para ser solamente la encargada del guardarropa.
—Buenas noches —nos saludó la encargada—. ¿Desean una mesa junto al escenario?
El conde asintió y la encargada nos condujo hacia el interior de la estancia cargada de humo. Andaba deslizándose de manera majestuosa. «Sería maravillosa sobre el escenario», pensé. Cuando nos hubimos sentado, miré a mi alrededor, la iluminación rosada y la barra de cristal que no parecía casar demasiado con las mesas redondas y los estridentes saleros y pimenteros. La banda se subió al escenario: una pianista, una trombonista, una clarinetista y otra mujer que tocaba el banyo. Todas ellas eran mujeres, y tan glamurosas como la chica del guardarropa o la encargada.
—Creía que las mujeres que habíamos visto por Berlín hoy eran hermosas, pero las empleadas de este club son asombrosas —le dije al conde—. ¿Esa es la razón por la que le gusta tanto a usted este sitio?
—Creo que vienen de Baviera especialmente por su belleza —contestó el conde, volviéndose para hacerle un gesto a una de las camareras—. ¿Pedimos cerveza o champán?
—Probemos la cerveza alemana —propuso André, tosiendo contra un pañuelo.
Le di un golpecito en la espalda, lo cual provocó que mademoiselle Canier frunciera el ceño.
—Hay mucho humo aquí dentro —comenté.
André asintió y se secó los ojos llenos de lágrimas.
—Sí —admitió el conde—, es sorprendente que alguien que fuma pueda ser tan sensible al humo.
André dejó escapar lo que sonaba como uno de sus accesos de risa, pero degeneró en un violento ataque de tos, tapado por el pañuelo.
La camarera era muy alta, incluso tratándose de una alemana, y cuando regresó de la barra para servirnos nuestras bebidas, no pude apartar la mirada de sus enormes manos y la cuidadosa manicura que lucían.
—Pensaba que las bávaras eran como las austríacas —le susurré a André—. Más bien de complexión menuda.
Antes de que pudiera contestarme, volvió a sufrir otro violento ataque de tos y rápidamente bebió un sorbo de cerveza. Mademoiselle Canier me dedicó una mirada recelosa antes de sacar su estuche de maquillaje compacto y retocarse la nariz.
—Mire allí —le comentó el conde a André, señalando con la cabeza hacia la puerta—. Está herr Egermann, el banquero, hablando con herr Stroheim, del Reichstag. Se lo prometo, hoy en día cualquiera que tenga un nombre viene a Eldorado.
«Debe de ser por las hermosas mujeres», pensé. Estaba segura de que había sitios más elegantes en Berlín. Un chico joven pasó rozándome y la seda del chaqué de su esmoquin me hizo cosquillas en la piel. Levanté la mirada y me encontré con la de él. Llevaba el pelo alisado y tenía hombros y manos esbeltos. Lo contemplé mientras se unía a un grupo de jóvenes vestidos de manera similar que se apoyaban sobre la barra del bar.
—¿Ya está lista para jugar, mademoiselle Fleurier? —me preguntó el conde.
Asentí.
—Muy bien —dijo, frotándose la barbilla—, mire a su alrededor y dígame quiénes son verdaderos hombres y quiénes verdaderas mujeres.
Me percaté de la sonrisa burlona en el rostro de André. No había estado tosiendo, sino que se estaba riendo.
—¡Ninguno de ellos puede ser hombre! —exclamé.
—Estúdielos con más detenimiento —replicó el conde.
—Bueno, la chica del guardarropa puede que lo sea —reconocí, pensando en sus facciones angulosas—. Y la camarera tiene las manos muy grandes. Pero no habría notado nada si no me lo hubiera dicho.
Le sonreí a mademoiselle Canier. Era como tenderle una rama de olivo, para ver si podía unirse a la diversión. Pero tenía el mismo aspecto indiferente de siempre. Si los travestís de Eldorado no la divertían, ¿qué otra cosa podía hacerlo?
—¿Cómo puede uno adivinarlo? —le preguntó André al conde—. He oído que a muchos de ellos los han castrado y por eso tienen esa piel tan tersa y esas figuras tan curvilíneas.
El conde negó con la cabeza.
—No tiene nada que ver con su piel o su nuez de Adán o lo que les cuelga entre las piernas. Lo que realmente les delata es que son más femeninos que la muchacha más hermosa. Solo los maricas saben el secreto para ser mujeres realmente eróticas.
—Creo que es una buena lección para un artista —comentó André volviéndose hacia mí—. El arte de lo ilusorio. Si puedes convencerte de que eres algo, los demás se lo creerán también.
Mademoiselle Canier pescó una cajetilla plateada de su bolso y sacó un cigarrillo sin ofrecer a nadie más.
—Una mujer es una mujer —sentenció, insertándose el cigarrillo entre los labios y esperando a que André se lo encendiera—. Solo una mujer erótica puede llegar a ser realmente erótica.
—¡Cuánta sabiduría! —comentó el conde. Su tono era cortés, pero vi el tinte irónico bailando en sus retinas. Señaló con la cabeza hacia la barra—. ¿Y qué pasa con aquellos chicos de allí? —me preguntó—. ¿Son lo que parecen?
Me giré para ver a los hombres alineados en la barra. El que se había chocado conmigo me guiñó un ojo. Volví a mirar al conde.
—Ahora veo que son mujeres —le contesté—. No son tan convincentes como los hombres.
—No están tratando de serlo —replicó André—. El suyo es el arte de la sugestión, no el de la transformación. Y de alguna manera su atuendo las hace parecer más femeninas.
—Tengo que decir que encuentro muy atractivas a las mujeres vestidas de esmoquin —confesó el conde, pidiendo otra ronda de cerveza.
El espectáculo comenzó y el maestro de ceremonias, que se había pintado la cara de blanco, presentó a las coristas en alemán, francés e inglés:
—¡Las incomparables! ¡Las fabulosas! ¡No hay nada como ellas en el mundo! ¡Las fráuleins de Eldorado!
Una fila de «maricas» esculturales apareció en el escenario con poco más que unos corsés y unas botas.
Durante la siguiente actuación, los «chicos» de la barra bailaron un tango. Se deslizaban, descendían y se contoneaban de un modo muy sugestivo, pero la expresión glacial de sus rostros no cambiaba en ningún momento. El tango bailado por dos mujeres hacía que lo que Rivarola y yo bailábamos fuera torpe en comparación. Nosotros nos movíamos con fuego y pasión, pero la actuación de aquellas mujeres provocaba escalofríos entre el público, que esperaba con una agonía expectante y con la sensación de que estaban reservando en todo momento algo para más tarde.
Observé con interés. Comprendí que al exponerme a aquellos artistas y nuevas ideas, André me estaba tentando para que saliera de mi cascarón. Cuanto más abriera mi mente, más facetas podría aprovechar en mi propio trabajo. Berlín tenía una escena fresca, sin referencias de ningún tipo, y yo estaba lista para absorberlo todo.
La mayoría de las actuaciones eran simpáticas farsas de travestismo, pero también hubo un extraño número con un enano que tocaba una sierra musical. La extensa tira de metal que mantenía sujeta entre las rodillas era más larga que él mismo. Sin embargo, lograba pasar el arco por el borde sin esfuerzo y doblaba hábilmente el metal para producir las notas más agudas o lo soltaba para las más graves. La música que interpretaba era un inquietante vibrato, tan etéreo que los espectadores se quedaron inmóviles a lo largo de todo el número, como si temieran que si se movían o hablaban, pudieran convertirse en piedra. Durante un instante me volvió a la cabeza el rostro de la niña famélica y me estremecí. El conde era un entendido sobre política alemana: le preguntaría sobre ello cuando mademoiselle Canier no estuviera presente. Por la somera conversación que había tratado de mantener con ella, había llegado a la conclusión de que el único tema por el que sentía interés era por ella misma.
Terminamos la noche con algo que llegaría a convertirse para mí en uno de los recuerdos más felices de Berlín. En el Residenz Casino —o «el Resi», como se le conocía informalmente—, el maître nos asignó la mesa número 14. El conde nos preguntó a mademoiselle Canier y a mí si nos importaba que él y André hablaran en privado en la barra durante unos minutos.
—Asuntos de negocios —se disculpó—. Muy aburridos.
—Adelante —le dije.
Mademoiselle Canier se disculpó y se marchó al tocador, ya que obviamente no le interesaba quedarse a charlar conmigo. «Está claro que no es Odette», pensé, acordándome de mi amiga, cuyo exterior era tan hermoso como su interior. Mademoiselle Canier era todo apariencia. Era obvio que ahora se preocupaba por guardar a André mucho más celosamente que antes, pero, por lo que yo percibía, no había necesidad. Nada había cambiado en sus sentimientos hacia mí.
Centré mi atención en la alborotada multitud. Una banda de jazz tocaba sobre el escenario y las parejas bailaban el foxtrot en la pista de baile. Me percaté de que todas las mesas tenían un teléfono en el centro y supuse que era para pedir la cena o las bebidas: otro ejemplo más de la eficacia germana. Quizá eran necesarios porque la banda tocaba muy alto y los camareros no eran capaces de oír los pedidos de manera normal. Entonces me sobresalté cuando sonó el teléfono de nuestra mesa.
—Hola —saludé al auricular.
La persona al otro lado de la línea masculló algo en alemán.
—No hablo alemán —le advertí.
—Ah, es usted francesa —comentó el hombre—. Es usted preciosa. ¿Puedo unirme a su mesa?
—¿Qué?
—Salúdeme —me dijo—, estoy aquí, en la mesa número 22.
Levanté la mirada para ver a un joven con mostacho y una pajarita color rojo que me estaba saludando con los dedos de la mano.
—Estoy aquí con mi prometido —le mentí—, pero gracias de todas formas.
Volví a colgar el auricular. Por supuesto, no había ningún prometido, pero pensé que era mejor rechazar al hombre con delicadeza. Unos minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar, pero no lo cogí. Finalmente, se quedó en silencio, pero volvió a sonar de nuevo. Miré fijamente hacia la banda de música e hice como que no lo oía.
—Su teléfono está sonando —me informó la mujer de la mesa de al lado.
Le dediqué una mirada de estupefacción, aunque se había dirigido a mí en francés.
Un momento después, un muchacho vestido con un uniforme y un gorro azules se aproximó a mí.
—Un envío del servicio de correos del Resi —me anunció, y colocó un paquete envuelto en papel dorado sobre la mesa.
Estaba a punto de decirle que había habido un malentendido, cuando me di cuenta de que la tarjeta que lo acompañaba estaba dirigida a «la fräulein de la mesa número 14».
—¿De quién es? —le pregunté.
—Del caballero de la mesa número 31 —me respondió—. ¿Tiene algún mensaje en respuesta para él?
Negué con la cabeza. ¿Qué sucedía allí? Paseé la mirada por la estancia, con cuidado de evitar mirar hacia la mesa número 31. André y el conde estaban de pie junto a la barra, mirando en mi dirección y riéndose. Les hice un gesto con la mano.
—No me voy a acostumbrar nunca a sus bromas —les dije—. ¿Qué tipo de lugar es este?
—Es divertido, ¿verdad? —comentó el conde—. Nadie tiene por qué estar solo en Berlín. Si ve a alguien que le gusta, lo único que tiene que hacer es llamarle o enviarle un regalo: perfumes, cigarros o cocaína.
No era en absoluto lo que yo esperaba de aquellos berlineses circunspectos. Qué alegre parecía la vida entonces. Qué hermoso y divertido.
Mademoiselle Canier regresó del tocador oliendo a lirios y, por lo demás, tan arreglada como siempre. Nos quedamos con el conde en el Resi hasta que cerró, bailando la música de jazz y bebiendo champán a precios que habrían asombrado incluso a los parisinos. Me olvidé del joven que me había gritado improperios en la calle y de lo que André me había contado sobre la guerra. Me dejé llevar por la alegría que me rodeaba. Estaba haciendo lo mismo que todos los demás en el Resi: abandonarme a la decadencia y tratar de olvidar el mundo real que se cernía en el exterior.