29
Ratón y el Juez regresaron el miércoles siguiente por la noche. Me sorprendió ver que habían traído a dos hombres más. Uno de ellos medía aproximadamente uno noventa y tenía una mata de pelo negro cayéndole sobre la frente desde un ligero pico de viuda. El otro era menudo con el pelo rubio tan rizado que parecía cosido a su cuero cabelludo. El alto me dirigió un saludo con la cabeza antes de hundirse en una silla. Tenía un aire de tranquila autoridad y seguridad en sí mismo. El más joven sonrió y se le formaron unas arruguitas en el rabillo de los ojos. Supuse que eran también hombres provenientes del Deuxième Bureau, pero había algo en ellos que no me cuadraba. Llevaban trajes y los sombreros en la mano, pero la manera en la que se movían me llamó la atención. El de la silla se sentó con sus largas piernas abiertas; el otro se mantuvo de pie, con la barbilla metida hacia el cuello.
—Estos son nuestros «paquetes» —susurró Ratón, con cierto tono de orgullo en su voz—. Dos pilotos de la RAF que fueron derribados en Dunkerque. Uno es australiano y otro es escocés. Vamos a llevarlos de vuelta a Inglaterra con nosotros.
«¡Pues claro! —pensé—. No son franceses». Pero si yo había notado la rigidez de su modo de andar y su falta de gesticulación, ¿no lo notarían también los alemanes?
—Mademoiselle Fleurier —exclamó Ratón—, tenemos preocupaciones más serias que esa. El australiano habla bien francés, pero con un ligero acento. El escocés no habla ni una palabra. —Ratón debió de ver la alarma pintada en mi rostro, porque rápidamente añadió—: Pero tenemos historias de tapadera adecuadas para cada uno de los dos. El australiano ahora será un francés nacido en Argelia y el escocés será un compositor checo, aunque no hable checo. La mayoría de los alemanes tampoco lo hablan.
—Espero que al menos sepa tocar el piano —comenté, tratando de conservar mi sentido del humor.
Si no fuera porque corría peligro de acabar con mi cabeza sobre un cadalso, probablemente habría encontrado la situación extremadamente cómica.
—Sí, de hecho, sí que sabe —replicó Ratón—, y toca maravillosamente bien. Era estudiante en la Real Escuela de Música cuando estalló la guerra.
—¿Tiene usted miedo, mademoiselle Fleurier? —me preguntó el Juez—. ¿Quiere usted echarse atrás? Es mejor que lo diga ahora si es así.
El australiano me observó fijamente. Tenía un rostro intenso y delgado con unos dulces ojos verdes. Supuse que tenía aproximadamente la misma edad que yo, treinta y pocos, mientras que el escocés era más joven, no podía tener más de veintitrés o veinticuatro.
—No tengo miedo —aseguré—. Estoy decidida a ayudarles a pasar la línea de demarcación.
—Lo mejor será que nos pongamos en marcha si queremos coger el tren —anunció Ratón, señalándose el reloj.
Me puso al corriente rápidamente de los nombres y las historias de tapadera de todo el mundo. Él sería Pierrot Vinet, mi representante. El Juez se llamaría Henri Bacque, y sería mi director artístico. El australiano se haría llamar Roger Delpierre, el director de escena, y el escocés ahora sería un compositor checo llamado Eduard Novacek.
Cuando terminamos con las formalidades, señalé a una línea de maletas y cajas de sombreros que estaban junto a la puerta. Íbamos a viajar en primera clase y Ratón me había indicado que tenía que hacer las maletas como las haría cualquier artista famosa. Chérie ya estaba en su jaula, así que abrí la puerta del dormitorio y llamé a los perros. El rostro de Ratón palideció cuando vio aparecer a Princesse, Charlot y Bruno dirigiéndose hacia él.
—¡Oh, no! —exclamó—. Ellos no pueden venir.
—¿Por qué no? —le pregunté, agachándome para colocarles las correas.
Ratón arqueó las cejas.
—Nos disponemos a iniciar una peligrosa misión, mademoiselle Fleurier. No podemos andar preocupándonos por un zoológico de animales.
—Bueno, pues aquí no se van a quedar —insistí mientras ataba las correas a los collares de los perros y me volvía a erguir—. Ya les han abandonado antes. Yo no voy a volver a hacerlo.
—¿No podría pedirle a su portera que cuidara de ellos? —sugirió el Juez—. Hasta que usted regrese.
—No estaré de vuelta hasta dentro de bastante tiempo —le respondí—. Y mi portera es el tipo de mujer que se los comería si los dejara a su cargo.
Tenía otra razón más para llevarme a los animales. Había decidido que si me iba a exponer al peligro de cruzar la frontera, una vez que hubiera logrado que los hombres del Deuxième Bureau y sus «paquetes» estuvieran a salvo, iría a ver qué tal estaba mi familia y a comprobar si los demás habían llegado a la finca. Estaba empezando a tener problemas para conseguir suficiente comida para los animales en París y sabía que los perros y Chérie serían bienvenidos allí.
El escocés se había dedicado a pasear por la sala de estar, examinando mis fotografías y los adornos situados sobre la repisa de la chimenea. Sin embargo, el australiano no había apartado la mirada de mi rostro durante todo ese tiempo.
—Bueno —dijo Ratón, estirándose la chaqueta—, pues como responsable de esta misión le ordeno que deje a estos animales exactamente donde están.
Sentí un picor en la parte de atrás del cuello. Podría haberle dicho a Ratón que, como capitalista de la misión y voluntaria del general De Gaulle, los animales se venían conmigo o él y su misión podían irse al infierno. Pero no quería decirle aquello. Deseaba ayudar a aquellos hombres a llegar a Inglaterra. Quería que el general De Gaulle recuperara Francia para nosotros. Sin embargo, cuando contemplé la expresión confiada de los animales, supe que no podía traicionarles.
—Dejaré mi equipaje —le dije—, pero a ellos debo llevármelos.
—Eso no funcionará —replicó el Juez—. Una artista sin equipaje sí que levantará sospechas.
Aquella negociación no me estaba llevando a ninguna parte y sentí la tentación de recurrir a mis artimañas femeninas. Pero estaba demasiado enfadada como para que de mis ojos salieran unas lágrimas de cocodrilo convincentes. Me parecía inconcebible dejar a los perros y a Chérie en París, donde no podía confiar en que nadie los fuera a cuidar. Y no tenía intención de abandonarlos a su suerte, tal y como habían hecho sus anteriores dueños.
Pero me di cuenta por la manera en la que Ratón había colocado los pies en el suelo de que se estaba aprestando para una fuerte discusión.
Estaba a punto de decirme algo cuando Roger, el australiano, se levantó de la silla.
—Creo que vamos a perder el tren si continuamos con esta discusión —dijo en un francés cuidadosamente acompasado. Durante un instante, me quedé hipnotizada por su voz. Era rica y fluida, como la de un actor sobre el escenario—. Si mademoiselle Fleurier está preparada para arriesgar su vida por cuatro hombres a los que no conoce ni lo más mínimo, creo que le podemos permitir que se lleve a sus animales —continuó.
El rostro de Ratón pasó de blanco a carmesí. Sin embargo, no hubiera podido decir si era por la vergüenza de que le hubieran superado en caballerosidad o porque estuvieran cuestionando su autoridad.
—Vamos, vamos —dijo el Juez—. Cada uno llevará dos maletas de mademoiselle Fleurier.
Ratón, molesto y a regañadientes, fue el primero en salir por la puerta. Roger y yo fuimos a coger la misma maleta. Me sonrió. La expresión de su rostro se transformó: de repente, me pareció más atractivo que hosco. Comprendí que probablemente se habría comportado de un modo totalmente distinto si no fuera un piloto derribado, atrapado en las líneas enemigas. Noté que el corazón me revoloteaba dentro del pecho. Me sorprendió. Solamente había experimentado aquella sensación una vez antes, hacía muchos años. La sangre me coloreó la superficie de la piel y noté que se me ruborizaban las mejillas.
—Yo crecí entre perros. Tenía cuatro —me dijo Roger. Alargó la mano para recoger la jaula de Chérie con el brazo que tenía libre—. Nunca he tenido un gato, pero sospecho que ella me caerá bien.
Su manera de hablar demostraba seguridad en sí mismo, pero su sonrisa era tímida. Se me enterneció el corazón.
—Creo que una persona que es buena con los animales tiene que ser buena en general —le confesé, tratando de recuperar la compostura.
Me estaba comportando como si volviera a tener dieciséis años, ¡y estábamos en mitad de una guerra!
—Estoy de acuerdo —respondió, dejándome paso para que pudiera salir por la puerta primero—. Y creo que una mujer que es leal a sus animales no traicionará a sus amigos —añadió en inglés.
La voz de Roger era cálida y resonaba como un temblor de tierra. «Sería un buen cantante», pensé. El encanto de su voz provocó que yo deseara aprender… el idioma que se hablara en Australia, fuera el que fuera. ¿Australiano, quizá?
Habíamos elegido el día en el que madame Goux normalmente visitaba a su hermano, así que nos quedamos patidifusos cuando la encontramos de pie en el vestíbulo. Llevaba un traje de viaje y tenía una maleta junto a ella. El Juez me dirigió una mirada penetrante y Ratón me propinó un codazo. Por lo visto, iba a tener que empezar a relatar la historia de tapadera antes de lo esperado.
—Buenas noches, madame Goux —la saludé—. Quiero presentarle a mi representante, Pierrot Vinet…
—¡Y un comino! —me espetó, arqueando las cejas hacia mí de manera acusadora—. Sé quiénes son. Lo he oído a través de la rejilla de la ventilación. No son tan buenos espías como pensaban, ¿eh?
Me sentía demasiado sorprendida como para decir nada. Le había contado que los visitantes de la semana anterior eran de la Propagandastaffel y no había dado muestras de no creerme.
—Madame, ¿puede decirnos cuál es su intención? —le preguntó el Juez.
Su voz adquirió una escalofriante tranquilidad y percibí que se había metido la mano en el bolsillo en busca de un arma. Temía que si madame Goux afirmaba que nos iba a denunciar la matara allí mismo.
—Como ve —le respondió ella, señalando su maleta—, me voy con ustedes.
—¿Perdone? —le preguntó Ratón.
—Que me voy con ustedes —le repitió madame Goux—. A luchar por Francia.
—¡Oh! —exclamó el Juez, cambiando a un tono más cortés—. También puede hacerlo desde aquí, madame. Necesitamos un coordinador en París.
—¡No me venga con esa mandanga! —ladró madame Goux—. Tengo mi documentación en regla. Puede usted comprarme un billete en la estación. Voy con ustedes como asistente personal de mademoiselle Fleurier. ¿No se les ha ocurrido que resultará extraño que una señorita viaje sola con tantos hombres?
A mí no se me había ocurrido, pero probablemente llevaba razón. Miré a Ratón, que se encogió de hombros hacia el Juez.
—Vamos, pues, madame —le dijo el Juez, poniendo los ojos en blanco—. Antes de que todo el resto del círculo social de mademoiselle Fleurier se quiera unir a nosotros.
Llegamos a la estación para encontrarla atestada de soldados alemanes y de funcionarios franceses. Puesto que el vagón de equipaje iba lleno hasta la bandera, el revisor accedió a dejar que los animales viajaran con nosotros, aunque nos advirtió que tendríamos que movernos si los alemanes ponían alguna objeción o si los perros empezaban a ladrar. El hecho de que me hubieran concedido un compartimento en primera clase era claramente una excepción: a los alemanes les daban los mejores asientos primero y después los franceses tenían que colocarse en los sitios que quedaran. Había seis asientos en nuestro compartimento y resultó que llevar a una persona más en el grupo jugó a nuestro favor. Si madame Goux no hubiera venido con nosotros, cualquier soldado alemán o funcionario francés habría ocupado el asiento libre y quizá habría intentado entablar conversación con nosotros.
Ratón y yo nos sentamos el uno frente al otro en los asientos más cercanos a la puerta. Roger se sentó junto a mí, con Charlot descansando sobre los pies, y colocamos a Eduard junto a la ventanilla. El plan era que si la policía entraba a comprobar nuestros billetes, Eduard se haría el dormido y yo hablaría por él.
Era consciente de que las paredes del compartimento eran muy delgadas y de que teníamos a alemanes a ambos lados, pero me sentía fascinada por los dos hombres de la RAF y quería saber más sobre ellos. Especialmente sobre Roger. Me preguntaba cuál sería su verdadero nombre, pero Ratón me había prohibido indagar sobre cualquier detalle de las vidas reales de mis acompañantes, por si me detenían.
—Si la torturan, cuanto menos sepa, mejor será para el resto de nosotros —me había advertido.
Eduard se había quedado realmente dormido, así que le susurré a Roger:
—¿Nació usted en Argelia?
Si no podía mantener una conversación real con él, seguramente lo que sí que podía era familiarizarme un poco más con su historia de tapadera.
Roger entró en el juego.
—Mis hermanas y yo nos fuimos a vivir con mis abuelos después de que mis padres murieran en un accidente ferroviario. Mi abuelo era un capitán de la marina retirado que viajó a Argelia y no quiso marcharse de allí.
Ratón me miró frunciendo el ceño, y después pareció pensárselo mejor. ¿No había insistido él mismo en que las historias de tapadera tenían que practicarse hasta que fueran perfectas y hasta que se pudiera contestar a cualquier pregunta sin dudarlo ni un instante?
—¿Y cómo es que está usted en Francia? —le preguntó a Roger.
—Mi tío me invitó a venir aquí para estudiar derecho en la Sorbona. Y me enamoré de París.
—¿Por qué no lo convocaron para hacer el servicio militar? —le pregunté yo, sabiendo que esa sería la primera pregunta que le harían los alemanes a un hombre de su edad.
—Soy diabético —contestó.
«¡Dios mío! —pensé—. Espero que si lo detienen y los alemanes traen un médico, sea capaz de simularlo».
Traté de identificar qué era verdad y qué no de aquella historia. Adiviné que Roger probablemente sí tenía dos hermanas. También puede que hubiera estudiado derecho, pero no en la Sorbona. ¿Cuál hubiera sido la utilidad de saber derecho francés si pretendía ejercer en Gran Bretaña o en alguno de sus territorios?
No había surgido ninguna complicación cuando el revisor comprobó nuestros billetes y nuestra documentación al embarcar al tren, pero cuando nos detuvimos en la línea de demarcación y cuatro policías franceses entraron en el vagón, el pulso comenzó a latirme con fuerza.
—Bonsoir, mesdames y messieurs —nos saludó uno de los policías, echándole un vistazo a nuestro compartimento—. Sus papeles, por favor.
Tal y como habíamos planeado, Roger le sacó cuidadosamente los papeles del bolsillo a Eduard, los puso sobre los suyos y me los pasó a mí. Yo le entregué nuestros tres visados al policía mientras Ratón hizo lo mismo con los del Juez y los de madame Goux. El policía los examinó mucho más detenidamente de lo que había visto hacer a nadie antes de la guerra. Comparó mi aspecto real con la fotografía de mi pasaporte e hizo lo mismo con las de los demás. Sin embargo, contempló durante un tiempo insoportablemente largo la de Eduard.
—Despiértenlo, por favor —nos ordenó, señalando al escocés con la barbilla.
—¿Es estrictamente necesario? —le pregunté, apoyando la mano en la muñeca del policía—. Ha contraído la gripe y lleva durmiendo desde París.
Esperaba que mi comentario sobre que Eduard tenía gripe provocara que el policía saliera de nuestro compartimento rápidamente, pero la expresión de su severo rostro no cambió. Comprobé horrorizada que se inclinaba hacia el pasillo y llamaba a otros policías para que acudieran. Observé a Ratón. En apariencia, su rostro y su postura eran tranquilos, pero vi que los nudillos se le habían puesto de color blanco, porque estaba apretando el reposabrazos con todas sus fuerzas.
Llegaron tres policías más, bloqueando el pasillo. Dirigí la mirada hacia los revólveres que llevaban atados al cinturón.
—Observen —les dijo el policía, sosteniendo los papeles de Eduard hacia ellos—. Este documento es detalladamente correcto. Eso es lo que los alemanes quieren ver. Este es el aspecto de un visado auténtico.
Los demás policías observaron el papel y asintieron.
—Los franceses no comprenden lo mucho que retrasan las cosas por no hacerlas con precisión —comentó uno de ellos.
El primer policía nos devolvió los papeles, se tocó la gorra y nos deseó un buen viaje. Tuvimos cuidado de no relajarnos tan pronto como se marchó. Hasta que los policías no se apearon y el tren no inició de nuevo su marcha, no dejamos escapar un suspiro de alivio colectivo.
—Tendremos que avisar al falsificador que utilizas en París —le dijo el Juez a Ratón—. Puede que sea demasiado bueno…
Se suponía que el viaje en tren a Marsella duraba solamente una noche, pero nos habían advertido que, con todos los controles, podía prolongarse entre dos y tres días. En cada parada tenía que sacar a los perros para que hicieran sus necesidades y a Chérie también, cuando le hacía falta. Me daba cuenta de por qué Ratón había puesto objeciones a que me llevara a los animales, pero tenía que mantenerme firme en mi decisión y encontrar un método para arreglármelas. No habíamos podido reservar compartimentos en los coches cama, pero nos resignamos a dormir sentados mientras no nos molestaran. Madame Goux y Ratón cerraron las cortinillas. Coloqué a Bruno cerca de la puerta para que nos advirtiera de si alguien entraba. Princesse se hizo un ovillo sobre mi regazo y Charlot se quedó sobre los pies de Roger. Chérie parecía feliz de dormir en su jaula sobre el portaequipajes.
En un tren atestado de alemanes, no íbamos a arriesgarnos a cenar en el vagón restaurante, por lo que me empezó a sonar el estómago mientras me quedaba dormida y soñaba con policías que inspeccionaban sin fin mis papeles. Debí de dormir durante cerca de una hora cuando el tren disminuyó la velocidad y acabó por detenerse. Oímos gritos en el exterior; las voces eran de alemanes. Me senté erguida. Los demás hicieron lo mismo. El Juez miró a través de las cortinillas.
—Otro control. Esta vez de alemanes.
Unos minutos más tarde, el revisor llamó a la puerta de nuestro compartimento.
—Que salga todo el mundo. Dejen su equipaje dentro del compartimento.
—De acuerdo —susurró Ratón en inglés—, mademoiselle Fleurier y yo nos adelantaremos con los papeles de todos. Los demás, sígannos de cerca.
Dejé a Chérie donde estaba, pero me llevé a los perros.
Nos apeamos del vagón y nos encontramos en un andén invadido por soldados alemanes. Aunque ya habíamos cruzado la línea de demarcación y se suponía que estábamos en la Francia de Vichy, parecía que los alemanes les estaban proporcionando cierta «ayuda» a los policías locales para inspeccionar los papeles de los viajeros. Vi con horror que los mostradores de control estaban divididos por idioma y que había uno para ciudadanos checos. Estábamos acabados.
—Quédese con nosotros —le susurró el Juez a Eduard—. No permita que lo separen. Pase lo que pase, mantenga la calma.
Nos condujeron a la mesa ante la que se sentaba un oficial esperando a inspeccionar los documentos de los pasajeros franceses de primera y segunda clase. Era el hombre vestido con más pulcritud que había visto en mi vida. Sus botas brillaban bajo las tenues luces de la estación como si estuvieran recién pintadas. Las hebillas y botones de su uniforme relucían, uniforme que no tenía ni una sola arruga ni ningún pliegue donde no debiera tenerlo. Aunque sus colegas también iban muy bien vestidos, tenían un aspecto mustio por el calor. Sin embargo, este oficial estaba tan cuidadosamente afeitado y lucía un aspecto tan fresco como si acabara de empezar a trabajar en ese mismo instante. Nos hizo un gesto para que nos aproximáramos. El corazón me latía con tanta fuerza que estaba segura de que el oficial podría oírlo.
—¿Viaja usted en el tren con todos esos perros? —me preguntó en un perfecto francés—. Es antihigiénico.
Parecía el tipo de hombre al que le resultaría «asqueroso» encontrar un pelo de perro sobre sus pantalones.
—Son perros muy limpios, se lo puedo asegurar. No tienen pulgas ni lombrices —le respondí. En ese mismo momento, Bruno descansó el morro sobre la mesa, con un espeso hilo de baba resbalándole del morro. Lo aparté inmediatamente—. Son parte de mi espectáculo —añadí, procurando que no se notara el temblor de mi voz—. Para mi próxima actuación en Marsella.
—¿Parte de su espectáculo? —El oficial contempló a Charlot aliviándose contra un poste—. Nunca la he visto actuar con animales.
Jean Renoir me aconsejó una vez que la mejor manera de calmar los nervios era comportarse de la manera contraria a como uno se sentía en ese momento.
—¿Me ha visto usted actuar? —le pregunté, sacudiendo coqueta la cabeza y sonriéndole—. ¿Dónde fue?
—En París, en 1930. Fui a ver su espectáculo dieciséis veces.
—Bueno —le respondí, echándome a reír—. Supongo que eso significa que le gustó.
—Vamos a Marsella a diseñar un nuevo espectáculo para mademoiselle Fleurier —le explicó Ratón, con tanta labia como cualquier representante parisino—. Tiene usted que venir a verla actuar allí.
El oficial observó de reojo a los dos soldados que estaban detrás de él y les dijo en alemán:
—¿Pueden creerse que tengo a Simone Fleurier ante mí? Y su representante me ha invitado a asistir a su espectáculo en Marsella.
—Debería usted cachearla —le respondió uno de ellos, pasándose la lengua por los labios—. No tendría que dejar pasar una oportunidad así.
Sentí que me ponía pálida. No llevaba nada encima que pudiera delatar a los demás, pero el mero pensamiento de que me cachearan aquellos hombres me resultó aterrador. Entonces, la imagen de mi madre se me apareció en la mente. La recordé mirando altiva a Guillemette en el Pare de Monceau cuando esta trató de intimidarla. De repente, me vi a mí misma dedicándole la misma mirada al oficial. Se revolvió en su asiento aunque había dado por hecho que yo no entendía el alemán. No obstante, se volvió a los otros y les dijo:
—No puedo cachear a una ciudadana francesa de su categoría sin una buena razón. Además, ¿realmente piensan que a un espía se le ocurriría viajar con semejante zoológico? Quiero decir, mírenlos. Especialmente la anciana. Tiene la cara como el trasero de un asno.
Los dos soldados se echaron a reír y el oficial hojeó nuestros papeles. Los selló y me los entregó.
—La veré en Marsella entonces, mademoiselle Fleurier —me dijo, contemplándome con la admiración de un hombre, no de un militar.
Me metí los papeles en el bolso y me volví hacia el vagón, llamando a los perros para que me siguieran. Los hombres y madame Goux hicieron lo propio, pero no nos dirigimos la palabra hasta que inspeccionaron a todos los pasajeros y los devolvieron a sus asientos. De alguna manera sentí que, aunque viajábamos juntos, cada uno de nosotros estaba realizando también aquel peligroso viaje en solitario.
Gracias a algún tipo de milagro, llegamos a Marsella a tiempo y sin más incidentes. Me resultaba extraño volver a la ciudad en la que había soñado por primera vez en convertirme en una estrella. El olor a sal y los gritos de las gaviotas me recordaron a la casa de tía Augustine. Había recorrido un largo camino desde entonces.
Había reservado una suite de cuatro habitaciones en el hotel de Noailles. Después de que un camarero nos sirviera un desayuno compuesto por tortillas, queso, croissants, melón y champán, taponamos las rejillas de la ventilación y la cerradura, y brindamos por el éxito de la primera parte de nuestra misión.
—¡Por haber logrado salir de la Francia ocupada! —brindó el Juez.
—Me habría conformado con unos huevos con beicon —comentó Eduard, contemplando el festín que teníamos ante nosotros—. ¡Pero esto es realmente magnífico!
Era la primera vez que le oía hablar y no parecía en absoluto checo. Tenía una voz aguda y cantarina.
—Debía de estar usted deseando decir algo —le comenté—. Yo no creo que hubiera sido capaz de estar tanto tiempo sin decir ni una palabra.
Roger se echó a reír. Incluso Ratón y el Juez se permitieron sonreír. Madame Goux quiso saber de qué estábamos hablando y Ratón le tradujo nuestra conversación.
—Estoy impresionado por su sangre fría, mademoiselle Fleurier —me confesó el Juez, untándose un poco de mantequilla sobre un trozo de pan—. Es usted una mujer extraordinaria.
Me volví hacia Ratón, deseando restregarle lo que el oficial había comentado sobre los animales.
—Finalmente, Bruno, Princesse y Charlot han resultado ser la mejor tapadera.
—De acuerdo —dijo el Juez, echándose a reír—. Brindaremos también por sus animales. Y, sin embargo, no tenía ni idea de que además supiera usted alemán. ¿Dónde ha aprendido?
Le hablé sobre la temporada que pasé en Berlín y sobre las clases que tomé allí. Hice reír a todos de nuevo cuando les relaté las clases del doctor Daniel, que solía hacerme saltar sobre las sillas mientras cantaba «res» agudos.
—Usted también debió de tener unos profesores curiosos en su época, ¿verdad? —le preguntó Roger a Eduard.
El escocés dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa.
—Ninguno se igualaba a ese —replicó—. Al menos, con el piano nadie espera que seas capaz de correr y tocarlo al mismo tiempo.
—Espero poder oírle tocar antes de que se marchen —le dije—. Tengo curiosidad por saber cómo ha terminado un concertista de piano en la RAF.
—Pregúntele al capitán del escuadrón —me contestó, haciendo un gesto hacia Roger—. Yo solo soy un simple oficial. Él es el héroe de guerra. Logró derribar a varios aviones de la Luftwaffe antes de que le dieran a él.
Roger se ruborizó y, al sentirse avergonzado, bajó la guardia.
—He volado bastante en Tasmania —respondió—. Mi abuela me contó que la primera palabra que dije fue «avión»…
Ratón emitió una tos significativa y nos sumimos en un incómodo silencio. Me di cuenta de que se suponía que no debíamos llegar tan lejos. Me resultaba difícil acostumbrarme a tanto misterio. Todavía nos encontrábamos en los albores de la guerra y aún nos sentíamos alegres. La idea de acabar con nuestros huesos en la cárcel y de que nos torturaran, y menos que nos ejecutaran, no parecía real. Pero entonces ninguno de nosotros conocía a nadie que hubiera muerto de aquella manera.
—¿Cuál es la siguiente fase del plan? —preguntó madame Goux.
Si el Juez me había felicitado por mi frialdad ante el peligro, ella también se merecía un buen cumplido. Madame Goux había demostrado mucha compostura durante todo el viaje y había representado estupendamente su papel de eficiente secretaria.
—Tenemos un contacto en Marsella —nos explicó Ratón—. Cuando hayamos hablado con él, nos marcharemos por mar o cruzaremos los Pirineos para introducirnos en España. Pero me temo que no podré decirle cuál de los dos métodos utilizaremos.
El mar sería más fácil que los Pirineos, que suponían cruzar unas escarpadas montañas, difíciles de sortear. Roger, Eduard y Ratón parecían bastante en forma como para conseguirlo, pero me preocupaba el Juez.
—Por favor, señores, coman y descansen mucho mientras estén aquí —les dije—. No repararé en gastos con ustedes. Tienen que coger fuerzas para su huida.
Roger levantó la copa de champán.
—Me gustaría proponer un brindis por mademoiselle Fleurier —anunció—. Por ser tan comprensiva.
Me di cuenta de que Roger tenía el tipo de energía que había admirado en André. Cuando había trabajo pendiente podía ser una máquina, pero en los momentos personales se ablandaba.
Los demás levantaron sus copas y me aclamaron.
—¡Gracias! —les dije—. Les conozco desde hace muy poco tiempo y ni siquiera sé quiénes son algunos de ustedes, pero creo que voy a echarles de menos.
Levanté la vista, mirando directamente a Roger a los ojos. Me sostuvo la mirada durante un instante antes de volverse. Estaba sonriendo.
El Juez subrayó la importancia de mantener nuestras historias de tapadera para evitar sospechas. Mientras que él y Roger se reunían con su «contacto» —deduje lo suficiente como para adivinar que en realidad se trataba de dos personas, alguien que ocupaba un alto cargo en la marina francesa y un soldado aliado que había escapado del Fort Saint-Jean—, los demás teníamos que seguir manteniendo las apariencias. Hice que me instalaran un piano en la suite para que Eduard tocara, lo cual también nos proporcionó una excusa para dejar colgado en la puerta el cartel de «No molestar».
Mientras tanto, Ratón y yo fuimos a ver al director artístico del Alcazar.
—Mademoiselle Fleurier, ¡hemos tratado de que viniera a actuar aquí durante años! —exclamó Franck Esposito—. ¡Y por fin ha venido a vernos!
Según parecía, Raimu estaba a punto de realizar un espectáculo en el teatro, pero estaban interesados en que yo hiciera un par de números como artista invitada y hablamos sobre organizar una producción especial para la siguiente temporada. Para mi sorpresa, a pesar de la guerra y su falta de experiencia, Ratón consiguió negociar un buen contrato en mi nombre.
Siempre que podíamos, comíamos todos juntos en restaurantes elegantes de la Canebière, para no llamar la atención por estar siempre recluidos en nuestra suite. Marsella había sido bombardeada por los italianos, pero aparte de aquello, la guerra y los alemanes parecían estar muy lejos. Algo en el carácter duro de los marselleses me decía que opondrían mucha más resistencia que sus compatriotas del norte. Una noche, una española entró en el restaurante donde estábamos cenando vendiendo ramilletes de lavanda. Se parecía tanto a mi madre que me quedé sorprendida. «Extraño a mi familia», pensé. En medio de toda aquella agitación y miedo, deseaba estar con ellos. Sin embargo, durante las últimas semanas, había dado prioridad a mi país. Si lo hubieran sabido, seguramente me habrían implorado que hiciera exactamente lo que había hecho; pero ignoraban dónde me encontraba ni lo que estaba haciendo y me dolía pensar que les podía causar preocupación.
Una semana más tarde, mientras nos hallábamos reunidos en la suite del hotel, el Juez anunció que Ratón, Eduard y él mismo se marcharían esa noche en un tren en dirección a Toulouse.
—¿Y qué pasa con Roger? —preguntó madame Goux.
—Él se queda —respondió el Juez.
El corazón se me paró un instante. No reuní el arrojo para mirar a Roger. No tenía ni la menor idea de quién era en realidad, pero estar cerca de él se había convertido en algo importante para mí.
—¿Para qué? —inquirió madame Goux.
—Todavía hay cientos de pilotos derribados en Francia —le explicó Roger, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la ventana—. También hay prisioneros de guerra fugados que están tratando de venir hacia el sur por su cuenta. A muchos de ellos los vuelven a capturar. Es una pérdida de hombres con experiencia para los Aliados. Mi contacto está preparando una serie de pisos francos desde París por todo el camino hasta el sur para conseguir llevar a esos hombres hasta los Pirineos. Pero necesita colaboración y gente en la que pueda confiar. Me voy a quedar en Francia para ayudarlo con su red.
Me sentí sobrecogida por la valentía de Roger. Los franceses demostraban demasiada cobardía egoísta, y allí había un extranjero preparado para arriesgar su vida por luchar contra el enemigo.
—Yo también quiero contribuir —le aseguré—, en todo lo que pueda.
—Y yo —afirmó madame Goux.
El rostro de Roger se iluminó.
—Ninguna de las dos se puede imaginar lo valiosas que son ustedes para la Resistencia. Pero no quiero pedirles más de lo que ya han hecho, señoras.
—Pida usted —le insté—. ¿Qué podría ser más importante para nosotras que salvar a Francia?
Roger se sentó junto a mí.
—El apartamento de París…, ¿podríamos usarlo?
—Por supuesto —le respondí—, y también tengo una casa en Marsella que he heredado. Está en el Vieux Port. No es nada del otro mundo, pero la he reformado por dentro y no es en absoluto llamativa.
Roger dio una palmada.
—¡Habla alemán e inglés y tiene una casa en Marsella! ¡Qué descubrimiento es usted para la Resistencia!
Se volvió hacia madame Goux.
—También me tiene usted impresionado, madame. Me gustaría que volviera a París para que pueda mantener vigilado el edificio. Volveremos allí.
—¡Mañana! —exclamé.
Pensé en el plan para visitar a mi familia una vez que el grupo de huidos se hubiera marchado. Me preocupaba saber si Minot y madame Ibert habían llegado sin percances a la finca y también si Odette y su familia estaban allí. Le expliqué mi situación a Roger, que se entusiasmó por lo que le conté.
—¡Así que no solo rescata animales abandonados, mademoiselle Fleurier! —exclamó—. ¡También cuenta con experiencia rescatando y escondiendo gente!
Me ardía la cara. ¿Por qué todos los cumplidos que me dedicaba me hacían sentir como una niña pequeña? Un francés jamás habría logrado tal cosa.
—¿Dónde está Sault? —preguntó, desdoblando un mapa de Francia—. ¿Cómo llegamos hasta allí?
Le mostré la línea que marcaba la vía del tren a Aviñón. Aunque el viaje se prolongaba durante cerca de seis horas con todas las conexiones, pareció emocionado.
—¿Estaría su familia dispuesta a esconder militares aliados? Se trata de un lugar muy apartado, por si en algún momento necesitamos un sitio en donde puedan quedarse hasta que se calmen las cosas.
—Mi padre luchó contra los alemanes en la Gran Guerra —le conté—. Mi familia no tolerará el colaboracionismo.
Al oír aquello, Roger cambió de planes. Sugirió que madame Goux regresara a París lo antes posible, mientras que él y yo iríamos a ver la finca.
—¡Ejem! —tosió el Juez, señalándose el reloj.
Les di un beso de despedida a Ratón, al Juez y a Eduard con tanto cariño como si fueran mis propios hermanos.
—Espero que volvamos a encontrarnos en tiempos mejores —les dije.