26
Regresé a mi apartamento y frente al edificio encontré un montón de arena apilado sobre la acera. Había una gata escarbando en él, encantada por haber hallado algo blando en lo que poder jugar.
—¿Para qué es la arena? —le pregunté a madame Goux, la portera.
Levantó los brazos al aire.
—Es una orden de los administradores de la ciudad. Se supone que tenemos que esparcirla en la azotea.
—¿Por qué?
—Para evitar que los incendios se propaguen desde el tejado hasta las plantas inferiores. ¡Pero no esperarán que yo suba y baje siete tramos de escaleras con cubos de arena!
—Por supuesto que no —le respondí—. Yo la ayudaré. Estoy segura de que los demás vecinos también le ofrecerán su ayuda.
Le habría proporcionado la asistencia de Paulette, pero mi sirvienta ya había regresado a su pueblo en el oeste de Francia.
Madame Goux me contestó en tono de burla:
—Lo que quiero decir es que no lo voy a hacer. No entra dentro de mis atribuciones laborales.
—Estoy segura de que los alemanes serán muy respetuosos con sus atribuciones laborales cuando dejen caer una bomba sobre el edificio —le espeté, antes de darme la vuelta y subir las escaleras.
Me decepcioné al ver que los demás vecinos del edificio no estaban en absoluto dispuestos a ayudar, igual que la portera.
—¡Qué cosa tan inútil! —exclamó el hombre que vivía en el piso encima del mío—. Los boches[4] no van a ir muy lejos cuando pasen la frontera porque nosotros rechazaremos su avance. El bosque de las Ardenas es impenetrable.
Solamente la vecina que vivía en el piso debajo del mío, una violinista que se llamaba madame Ibert, accedió a ayudarme. Nos cubrimos el cabello con pañuelos y durante las dos horas siguientes arrastramos cubos de arena hasta la azotea. Cada vez que pasábamos junto a madame Goux, sacudía la cabeza y dejaba escapar un bufido: «¡Fffff!». Ella no fue la única que se negó a hacer lo que los administradores pidieron. Los montones de arena fuera de los edificios de nuestra calle estaban intactos y varios niños que no habían sido evacuados se afanaban en construir túneles en ellos para sus camiones de juguete.
—Siento que le vayan a salir ampollas en las manos —le dije a madame Ibert, observándola mientras extendía la arena con una escoba.
Tenía cerca de diez años más que yo y era delgada como un pajarillo, con una mata de pelo castaño ondulado y ojos azul cobalto.
Se irguió y me dedicó una sonrisa atribulada.
—Es un precio pequeño por ayudar a Francia.
—En este edificio viven catorce personas y hay cientos en nuestra calle —comenté—. Y nosotras dos somos las únicas preparadas para luchar.
Cuando cerré los ojos aquella noche, me preocupó que aquella proporción pudiera aplicarse a todo París. Incluso con la guerra a la vuelta de la esquina, parecía que nos faltaba energía como para tomárnoslo en serio. Pensé en André. Su padre ya se había jubilado y André ahora era el responsable del negocio familiar. Me pregunté si se alistaría o si haría algo para contribuir con el esfuerzo bélico. Hablaba alemán tan bien como un nativo y sabía conducir automóviles y pilotar aviones.
Hacía meses que no lo veía y me sorprendió darme cuenta de que ya no sentía el dolor apabullante que me producía antes pensar en él. Incluso me imaginaba hablando tranquilamente con él sin sentirme morir. Cavilé sobre aquel drástico cambio en mis sentimientos y me pregunté qué lo habría provocado. Quizá ahora que la guerra estaba a punto de comenzar, sabía que nos estábamos enfrentando a algo mucho mayor que nuestra historia de amor.
A la mañana siguiente, no tuve reparos en llamar a André a su despacho para enterarme de qué pretendía hacer. Sin embargo, su secretaria me informó de que la familia Blanchard, junto con los directores de sus empresas y sus respectivas familias, se habían trasladado a Suiza hacía un mes. Me decepcionó la decisión de André, pero dado que algunas de las empresas Blanchard eran esenciales para la economía francesa, probablemente se trataba de la opción más correcta.
Unas semanas más tarde, Minot y yo montamos a su madre y a Kira en un tren con rumbo al sur. Las enviamos antes que nosotros por si necesitábamos más espacio en el coche. Bernard iría a recogerlas a Carpentras y las llevaría a la finca. A decir verdad, actuamos justo a tiempo.
A principios de mayo de 1940, el ejército alemán atacó Holanda, Bélgica y Luxemburgo. A pesar de los esfuerzos por bombardear los puentes antes de que llegaran a ellos los alemanes, una por una, todas aquellas naciones fueron cayendo en sus manos. Cualquiera que en París hubiera estado negando la realidad de la guerra, ahora vería día tras día a su alrededor pruebas de que se equivocaba. Miles de refugiados marchaban por las calles provenientes del norte. Me paré en el Boulevard Saint Michel contemplando como pasaban: una hilera de automóviles, carros tirados por caballos y bicicletas cuyos ocupantes, agotados y llorosos, tenían la mirada aterrorizada por haber presenciado los horrores de la guerra. Vi un coche conducido por una mujer embarazadísima, acompañada por una anciana que ocupaba el asiento del copiloto y cuatro niños pequeños con un gato en el asiento trasero.
Corrí de vuelta a casa y reuní las latas y la comida empaquetada que había estado almacenando. Mientras bajaba las escaleras, me encontré con madame Ibert, que salía de su apartamento.
—¿Qué hace? —me preguntó.
—Le llevo comida a los refugiados —le contesté.
—¡Espere! —exclamó, introduciendo la llave de su apartamento de nuevo en la cerradura—. Voy con usted.
Nos encaminamos a los Jardines de Luxemburgo, donde muchos de los refugiados se habían detenido a descansar o a que sus caballos pastaran, y les entregamos la comida a las mujeres con niños. Algunas de ellas me reconocieron y me pidieron que les autografiara sus delantales o sus pañuelos. Aquel fue un momento de normalidad en mitad del caos. Madame Ibert y yo volvimos a casa después de que hubiera oscurecido. Me sentía tan exhausta que ni siquiera me quité la ropa antes de desplomarme sobre la cama.
A la mañana siguiente, traté de telefonear a Odette, pero no lo conseguí. Agarré con fuerza la fotografía que me había enviado de la hermosa pequeña Simone e intenté pensar en qué debía hacer. Finalmente, corrí al despacho de monsieur Etienne. Cuando encontré la puerta cerrada, me dirigí a su apartamento. Estaba en casa, haciendo las maletas.
—Vamos a quedarnos con la familia de Joseph en Burdeos —me anunció.
Burdeos todavía era Francia. Me hubiera sentido más tranquila si hubieran abandonado Europa totalmente. Ayudé a monsieur Etienne a empaquetar sus papeles y algunas fotografías en cajas de cartón mientras el corazón se me encogía al recordar mi primer día en París. Resultaba casi ridículo pensar que me había sentido tan intimidada por aquel hombre, al que ahora consideraba un amigo muy querido. Me pregunté qué sería de nosotros. ¿Acaso nos volveríamos a ver?
—Buena suerte, mademoiselle Fleurier —me dijo monsieur Etienne besándome las mejillas.
Siempre me había parecido un hombre muy firme y seguro de sí mismo, pero ese día detecté que sus manos temblaban y percibí la fragilidad que se asomaba en su mirada.
—¿Nunca me llamará usted Simone, por mi nombre de pila? —le pregunté, quedándome sin habla.
—No —me respondió, sonriendo a través de sus propias lágrimas—. Además, ahora lo único que conseguiría sería confundirla con mi propia sobrina nieta.
Regresé a casa y encontré allí a Minot en estado de pánico.
—¡Mademoiselle Fleurier! —exclamó—. ¡Tenemos que irnos ya!
Me explicó que se había visto a un paracaidista alemán aterrizando en los Campos Elíseos.
Llamé a un amigo en Le Fígaro para ver si podía confirmarme la noticia.
—Era un globo de observación que se ha desplomado —me contó—. Pero hemos recibido notificaciones de alemanes cayendo del cielo vestidos de curas, monjas e incluso de coristas. Ayer por la noche alguien llamó para anunciar que había visto caer todo un cuerpo de baile.
—¿Así que París está tranquilo ante la crisis? —comenté.
A pesar de la situación, de algún modo, logramos echarnos a reír.
—¿Está usted de broma, mademoiselle Fleurier? —me contestó—. Las autoridades no logran que la gente de París coopere. Se comportan como si la guerra fuera una especie de incomodidad, como un apagón o una huelga. El ayuntamiento pone en marcha las sirenas antiaéreas para avisarles y en lugar de correr a refugiarse en sus sótanos, se asoman a la ventana para ver qué pasa.
—Estoy pensando en abandonar París. ¿Cree que soy una neurótica? —le pregunté.
Hubo una pausa. Un hombre gritó algo en el fondo y de repente una multitud de voces comenzó a hablar a la vez en la sala de redacción. El reportero volvió a la línea.
—¡Mademoiselle Fleurier! —exclamó con una voz estridente—. Acabamos de recibir nuevas noticias. Los alemanes han cruzado la frontera de las Ardenas.
La población tardaría varios días más en digerir aquella noticia, pero era un desastre para la defensa de Francia. Después de todo, la frontera de las Ardenas no era impenetrable: las divisiones de tanques Panzer de Hitler la habían dejado hecha trizas con facilidad. A menos que nuestras fuerzas pudieran detener su marcha, poco más los separaba de una invasión de Francia a gran escala.
Llamé a la puerta de madame Ibert.
—Mi amigo y yo nos marchamos de París mañana por la mañana. ¿Quiere usted venir con nosotros?
—Sí —me contestó, cogiéndome firmemente de las manos—. No tengo familia a la que pueda acudir.
El coche que había comprado para el viaje era un Peugeot. Había seleccionado a propósito un modelo de gama media por si necesitábamos cambiarle alguna pieza por el camino. Además, era el tipo de utilitario familiar que no llamaría la atención. Mi plan parecía muy sensato hasta ese mismo instante, pero cuando Minot y yo fuimos a recoger el coche del garaje descubrimos que habían sacado con un sifón la gasolina del depósito y que habían robado los bidones de reserva guardados en el maletero.
—Merde! —maldije—. ¡Tendría que haber guardado los bidones en el apartamento! ¡Pero me daba tanto miedo que pudiera haber un incendio!
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Minot—. ¡Conseguir gasolina es más difícil que comprar trufas!
Minot, madame Ibert y yo nos pasamos la semana y media siguiente dando paseos clandestinos para comprar combustible allá donde podíamos. La gasolina se había racionado durante la «guerra falsa» y ahora era muy difícil conseguir un poco, independientemente de lo que estuviéramos dispuestos a pagar. Todo el mundo guardaba una reserva por si necesitaba escapar. Ninguno de los tres conseguía volver con más de un par de botellas de champán llenas de combustible, a precios totalmente desorbitados.
—Esto nos va a llevar mucho tiempo —murmuró Minot, contemplándome mientras yo vertía con un embudo lo que habíamos recolectado ese día en un bidón de almacenamiento que teníamos en mi cuarto de baño.
El ambiente en París era una combinación de tranquilidad y terror. Mientras algunos veían por todas partes a alemanes cayendo de los cielos o surgiendo de las alcantarillas, había el mismo número de personas comiendo ostras y vinos añejos en los restaurantes. Aunque yo ya no tenía compromisos laborales para cantar, Maurice Chevalier y Joséphine Baker todavía estaban actuando en el Casino de París y los cines proyectaban las últimas películas: Ninotchka, protagonizada por Greta Garbo, y Esmeralda, la zíngara.
Unos días después de descubrir que nos habían robado la gasolina, el cielo de verano se cubrió de un humo espeso.
—¿Qué puede ser? —le pregunté a Minot—. ¿Una cortina de humo para protegernos de los ataques aéreos?
Madame Ibert, que regresaba del Conservatorio de París donde daba clases, nos informó de qué sucedía en realidad.
—Están quemando las reservas de carburante para que no caigan en manos del enemigo.
También había fogatas más pequeñas, las vi al pasar delante del Ministerio de Asuntos Exteriores de camino a la Gare de Lyon en uno de mis paseos en busca de combustible. Los ministros y sus ayudantes estaban quemando los documentos delicados. Cuando pasé frente al Hotel de Ville, una hoja medio chamuscada revoloteó por el aire y aterrizó a mis pies. En una esquina del papel figuraban las palabras «Alto Secreto».
Mientras que la mayoría de los ocupantes de mi arrondissement ya habían huido, los suburbios de clase obrera estaban llenos de gente. Cuando acudí a comprar gasolina al panadero en Belleville, me sorprendió ver a montones de niños jugando por la calle. Las amas de casa tendían la colada mientras comentaban que aquel verano parecía el más caluroso de la historia. ¿No se habían dado cuenta de que los autobuses públicos habían desaparecido de las calles, pues se estaban empleando para transportar las oficinas de gobierno fuera de París? La alta sociedad parisina y los dirigentes de la ciudad estaban desertando de sus puestos, dejando a la gente de a pie para luchar una guerra que ellos podrían haber evitado.
—Hoy están deteniendo a los ciudadanos alemanes —nos informó madame Ibert cuando regresé al apartamento para añadir mi escasa adquisición a nuestro depósito de gasolina—. Los están metiendo en campos de concentración.
—¡Qué estupidez! —exclamé, dejándome caer en la silla más cercana—. Mucha de esa gente son judíos que llegaron aquí escapando de Alemania o gente que se oponía a los nazis. Si están atrapados en campos de concentración y nos invaden los alemanes, será como si los estuviéramos ofreciendo en sacrificio.
—Como una oveja dentro del redil —apostilló madame Ibert, meneando la cabeza.
—¿De verdad creen ustedes que los judíos serán perseguidos aquí igual que se ha hecho en Alemania? —preguntó Minot colocando un vaso de agua en la mesa junto a mí.
Me percaté de que llevaba puesto el delantal de Paulette, pero me sentía demasiado cansada como para burlarme de él.
—Me preocupa que haya tantos judíos franceses que piensen que lo que sucedió en Alemania no puede ocurrir aquí —comentó madame Ibert—. Creen que simplemente pueden cambiarse el nombre y conseguir papeles nuevos y nadie se lo dirá a las autoridades.
Había tenido en mente durante todos aquellos años la historia que Renoir me había contado sobre los jóvenes alemanes obligando a una anciana judía a lamer el pavimento. Comprendí que madame Ibert tenía razón. Al fin y al cabo, ¿no eran aquellos muchachos y aquella anciana vecinos nuestros también?
Al día siguiente, Minot y yo hicimos recuento de nuestras existencias. Teníamos suficiente gasolina como para hacer un viaje a Pays de Sault, solamente si no parábamos en todo el camino hasta llegar al sur, cosa que no parecía probable dada la congestión del tráfico de refugiados en las carreteras. Necesitábamos como mínimo dos bidones más de reserva.
—¿Deberíamos intentar ir en tren? —le pregunté a Minot—. O quizá usted y madame Ibert puedan marcharse en tren y yo podría seguirles.
Minot insistió en que debíamos irnos todos juntos en coche, en caso de que necesitáramos un automóvil una vez que llegáramos a la finca. Decidimos continuar nuestra búsqueda de gasolina durante algún tiempo más.
Minot se marchó para hacer unos recados y visitar a algunos amigos. Madame Ibert y yo nos sentamos a comer, cuando de repente escuchamos el zumbido de los aviones, seguido unos minutos después por el aullido de las sirenas antiaéreas. Corrimos a la ventana y miramos el cielo. Un enjambre de puntos negros se deslizaba por el aire.
—Deberíamos ir al sótano —le dije, recordando lo que había dicho mi amigo el reportero sobre que los parisinos se quedaban junto a la ventana durante los ataques aéreos.
Descendimos lentamente las escaleras del sótano. La situación resultaba demasiado surrealista como para sentir pánico. Obviamente, todos los habitantes del edificio compartíamos ese sentimiento, porque la única persona que había en el sótano era madame Goux. Estaba pelando patatas y echando las mondaduras en un cubo. Me daba la sensación de que aquel era el lugar en el que habitualmente realizaba esa actividad —así se ahorraba tener que llevarlas escaleras arriba— y su presencia allí no se debía a que se hubiera refugiado en el sótano por seguridad.
Escuchamos el repiqueteo del fuego antiaéreo. Madame Ibert y yo hicimos una mueca.
—Lo único que están haciendo es intentar asustarlas —bramó enfadada madame Goux.
Pronunció aquella frase como si madame Ibert y yo fuéramos de una raza diferente a la suya.
—Había suficientes como para conseguir asustarnos —le dije, recordando las siluetas oscuras en el cielo.
Madame Goux me contempló con aire despectivo.
—¿Acaso oye usted alguna bomba?
Tuve que admitir que lo único que podía oír en aquel momento era su cuchillo pelando las patatas y el gramófono de monsieur Copeau que reproducía Aux Íles Hawai a todo volumen. Obviamente, el ataque aéreo no iba a arruinarle el placer de escuchar su disco.
Pero no éramos tan estúpidas como para no ser precavidas. Cuando volvieron a sonar las sirenas para indicar que el ataque había terminado, encontramos a un tembloroso Minot esperándonos en el apartamento.
—Un millar de bombas —anunció—. Al menos esa es la estimación. Han impactado contra las fábricas de Renault y de Citroën. Y contra un hospital. Deben de haber muerto más de mil personas.
—¡Un hospital! —exclamé, intercambiando una mirada de indignación con madame Ibert.
—Ese objetivo puede que no fuera deliberado —respondió Minot.
—Todavía no hemos alcanzado la cantidad de gasolina que nos habíamos propuesto —dijo madame Ibert—, pero ¿puedo sugerirles que nos marchemos ya?
No podía aducir nada en contra. Habíamos convenido que nos marcharíamos de París cuando estuviéramos seguros de que la ciudad iba a ser atacada y ahora parecía que ese momento había llegado.
Minot fue a buscar el coche del garaje mientras madame Ibert y yo bajamos nuestras existencias y nuestras maletas. Nos alivió que madame Goux no se encontrara en la portería, para que no pudiera entrometerse. Le dejé una nota para decirle que me marchaba a visitar a mi familia unos días, que mi apartamento se quedaba cerrado y que bajo ninguna circunstancia podían emplearlo personas no autorizadas —me refería a los alemanes—. Por supuesto, aquella indicación era totalmente inútil. ¿Acaso el ejército de ocupación no aprovecharía la oportunidad de allanar mi apartamento? Además, si iban a lanzar un millar de bombas cada vez que atacaran, quizá no me quedara ningún apartamento al que poder regresar.
Aunque me había estado preparando para la guerra durante casi dos años, perdí mi ventaja al abandonar París al mismo tiempo que la mitad de la ciudad. Las calles estaban bloqueadas con automóviles cargados hasta los topes, así como carros de vendedores ambulantes de café, taxis, camiones de panaderías, coches de caballos y vagonetas de heno.
—Miren qué tráfico hay —siseó Minot entre dientes—. Vamos a gastar toda la gasolina que tenemos antes de lograr pasar por la puerta de Orleans.
Hacía mucho calor en el interior del coche. Las manos me sudaban sobre el volante. Pero en mi interior notaba un frío penetrante, como el de una tumba. Contemplé los sacos de arena alrededor de la Aguja de Cleopatra en la plaza de la Concordia. ¿Seguirían allí todos aquellos monumentos tan familiares cuando regresara a París? Si es que regresaba, claro…
«¿Por qué te marchas?».
Me pasé la mano por la frente, intentando apartar aquel pensamiento de mi mente. Pero no lo conseguí. Traté de razonar conmigo misma: «Porque tengo que poner a salvo a Minot y a madame Ibert».
«Sí, pero ¿y tú? ¿Tú por qué te marchas?».
Mi plan original era sacar a Odette y a su familia de Francia. También era cierto que quería ayudar a Minot y a madame Ibert. Pero la pregunta de por qué yo me marchaba estaba empezando a importunarme. Repasé mis razones: porque los alemanes eran conocidos por su crueldad durante la Gran Guerra y por las historias que mi padre me había contado sobre los soldados alemanes atravesando con sus bayonetas a bebés y violando a mujeres y niñas.
«La luz más brillante de la Ciudad de las Luces».
Me agarré con fuerza al volante. Aquel no era un título que yo misma me hubiera atribuido, no como Jacques Noir, que había acuñado para sí mismo la expresión: «El humorista más adorado de todo París». El mío era un apelativo que el público de la ciudad me había concedido. Y ahora, cuando París se preparaba para enfrentarse a sus horas más oscuras, su «luz más brillante» huía.
No salimos de París ni nos adentramos en la Carretera Nacional Seis hasta última hora de la tarde. La autopista que se dirigía al sur estaba atestada, pero por lo menos todos íbamos hacia la misma dirección. Al anochecer, pasamos junto a una iglesia cuyo patio contenía filas y filas de tumbas recién cavadas. Apartamos rápidamente la mirada de ellas.
Condujimos durante toda la noche, Minot y yo hicimos turnos para ponernos al volante. Cuando me desperté al amanecer, vi campos.
—¿Ya casi hemos llegado? —le pregunté a Minot, bostezando.
—¿Está usted de broma? —me preguntó—. Apenas hemos recorrido un tercio del camino.
El cielo estaba claro y el calor ya asfixiaba el aire. Madame Ibert hizo el desayuno, cortando pan en una tabla sobre su propio regazo. Frente a nosotros había una camioneta con una docena de niños pequeños en su interior, junto con una mujer de mediana edad y una niña adolescente.
—No los había visto antes —comenté.
—Debemos de haberlos alcanzado en algún momento durante la noche —respondió Minot—. El número de matrícula es belga.
—Todos no pueden ser de la mujer —observé, mirando las pequeñas cabecitas moviéndose arriba y abajo.
Algunas eran morenas, otras rubias y otras pelirrojas. Las edades de los niños oscilaban aproximadamente entre los cuatro y los siete años y sus agotados rostros me encogieron el corazón.
—Puede que los hayan evacuado de una escuela —sugirió madame Ibert.
—¿Seguimos teniendo la bolsa de melocotones? —pregunté.
Madame Ibert tocó por debajo del asiento.
—Hay suficientes para darles uno a cada uno —respondió.
—¡Oh, no! —exclamó Minot—. ¿Qué vamos a comer si usted y mademoiselle Fleurier se dedican a repartir nuestra comida?
Madame Ibert me entregó la bolsa, junto con dos hogazas de pan, un trozo de queso, un paquete de chocolate y un racimo de uvas.
—Podremos comer todo lo que queramos cuando lleguemos a la finca —le respondí—. Puede que esos niños no hayan tomado nada en varios días.
Íbamos lo bastante despacio como para que Minot no tuviera que detener el coche. Me deslicé fuera del Peugeot y corrí entre los demás automóviles y bicicletas hacia la camioneta.
El rostro de la mujer se iluminó cuando me vio. Extendió el brazo por el lateral para coger lo que yo le ofrecía.
—¡Muchas gracias! ¡Muchísimas gracias! —me dijo, con los ojos llenos de lágrimas.
Le pregunté si era la maestra de los niños y me confirmó que así era. Habían huido mientras el ejército alemán arrasaba su pueblo.
—Buena suerte, madame —le deseé.
—Que Dios la bendiga —me gritó mientras yo corría de vuelta a nuestro coche.
Continuamos avanzando lentamente por la autopista, pasando junto a un agricultor que vendía agua a dos francos el vaso y otro que ofrecía gasolina a un precio que era exorbitante incluso para estar en tiempos de guerra.
—Supongo que siempre habrá alguien dispuesto a explotar cualquier situación —murmuró madame Ibert.
Durante la hora siguiente condujimos por campo abierto. Minot nos divirtió con historias de entre bastidores del Adriana, incluyendo cotilleos sobre las estrellas de la escena parisina, y yo traté de animar el ambiente cantando un par de números de Les Femmes, cuando de repente un aullido espeluznante resonó a través del cielo.
—Merde! —exclamó Minot, mirando por el retrovisor—. ¿Qué diablos es eso?
El tráfico se detuvo ante nosotros. La gente salía corriendo de sus coches y huía por los campos hacia un bosquecillo compuesto por unos cuantos árboles. Aquellos que conducían carros se escondieron en los bajos.
La maestra de escuela y su ayudante saltaron de la camioneta, sacando a los niños tras ellas. El conductor salió de la cabina para ayudarlas. Yo me bajé del coche. Desde el campo, un holandés se volvió y gritó: «¡Stukas! ¡Stukas!», pero los franceses, que no comprendían lo que estaba sucediendo, se miraban unos a otros. Entonces fue cuando los vi: dos aviones alemanes se dirigían hacia nosotros.
No obstante, se trataba de aviones del ejército, que buscaban objetivos militares. No bombardearían a refugiados desarmados. Los aviones descendieron de altitud. El corazón se me paró dentro del pecho. Minot y madame Ibert se tumbaron en el suelo del coche.
—¡Agáchese! —me gritó Minot.
Pero yo tenía los ojos fijos en los niños que estaban intentando llegar hasta el bosquecillo, su maestra y la ayudante tiraban de ellos y los conminaban a seguir. El conductor corría mientras llevaba a dos críos bajo los brazos.
—¡¡¡No!!! —grité.
Se oyó un repiqueteo, como si una lluvia de piedras estuviera golpeando la carretera. El polvo ascendió en oleadas. Los cuerpecillos se sacudieron y cayeron al suelo. La maestra se quedó helada, moviéndose a izquierda y derecha, tratando de interponerse entre una niña y las balas hasta que tanto ella como la cría cayeron derribadas boca abajo. La ayudante cayó un instante después. El conductor todavía corría delante de ellas, aunque lo retrasaba el peso de los dos niños que llevaba en brazos. Un hombre salió de entre los árboles hacia ellos y agarró a uno de los niños. Prácticamente consiguieron ponerse a cubierto, cuando uno de los aviones se dio media vuelta.
Los derribó a los cuatro con un granizo de balas antes de tomar altura y desaparecer en el cielo siguiendo a su compañero.
Logré que mis piernas me transportaran hasta el borde de la carretera. Nadie más se movió, todos estaban aterrorizados pensando que los aviones podían volver. Contemplé el montón de cuerpos sanguinolentos sobre la hierba. A tan poca altura, los pilotos tenían que saber que sus objetivos eran niños. Les habían dado caza por puro deporte.
—¡Esos malnacidos! —gritó Minot, corriendo junto a mí y agitando las manos en el aire—. ¡Malditos malnacidos asesinos de niños!
La gente que había huido para refugiarse en el bosquecillo corrió de vuelta por los campos. Se apresuraron a acercarse a los cuerpos, pero quedó claro por sus rostros solemnes que no había supervivientes. Una mujer cayó de rodillas y plañó junto al cuerpo del hombre que había salido a ayudar al conductor de la camioneta. Surgió una discusión entre los supervivientes: unos minutos más tarde, tres hombres volvieron a sus vehículos y sacaron unas palas. Parecía que no había modo de llevar aquellos cuerpos a una iglesia, así que tendrían que enterrarlos allí donde habían caído. Una mujer preguntó si había algún cura entre los refugiados y el mensaje se transmitió por toda la fila de coches. Se adelantó un ciclista, gritando el llamamiento. Un hombre vestido de sotana salió de un coche y se dirigió hacia la escena de la masacre.
Cerca de veinte personas se quedaron atrás para ayudar a enterrar los cuerpos de los niños y sus cuidadores. El resto de los presentes regresó a sus vehículos. No les quedaba nada más que hacer que continuar la marcha. De la conversación que escuché entre dos mujeres que pasaron a mi lado, comprendí que no era la primera vez que los pilotos alemanes habían bombardeado a los refugiados. Entonces entendí por qué muchos coches que había visto cruzando París llevaban colchones firmemente sujetos a las bacas.
—Vamos, mademoiselle Fleurier —me dijo madame Ibert, pasándome el brazo por la cintura—. Es mejor que sigamos adelante. No hay nada más que podamos hacer aquí.
Pensé en la mirada de la maestra cuando le entregué la comida. ¿Quién era aquella mujer que había dado su vida por unos niños que ni siquiera eran sus hijos? ¿Quién era su ayudante, una chica joven, mucho más joven que yo, y que también se había sacrificado? ¿Y el conductor cuyo rostro no llegué a ver? Quería llorar por la pérdida de almas inocentes enfrentadas al mal, pero no surgió ningún sonido de mi garganta. Tuve una arcada, pero no había suficiente comida en el estómago como para que pudiera vomitar nada.
Madame Ibert me frotó la espalda.
—¿Sabe usted conducir? —le pregunté.
—Sí —me contestó.
Me erguí.
—Minot tiene un mapa para llegar hasta la finca. ¿Puede usted hacer turnos con él para hacerlo?
Asintió.
—Usted descanse en el asiento trasero. Yo puedo conducir —me dijo, volviéndose hacia el coche.
La agarré del brazo.
—Lo que quiero decirle es: ¿puede usted ayudar a Minot a llegar a Sault? Yo regreso a París.
Me mantuvo la mirada fijamente.
—Hay algo que tengo que hacer —le expliqué.
Minot, que había estado escuchando nuestra conversación, se acercó hasta nosotras.
—Mademoiselle Fleurier, está usted conmocionada. Ahora se siente perturbada. Cálmese. No hay nada que ya pueda hacer.
Sin embargo, madame Ibert pareció comprenderlo. Debió de verlo en el fondo de mis ojos. El asesinato de aquellos niños había hecho brotar algo de una semilla que albergaba en mi interior y ahora estaba empezando a crecer. Llegó hasta el coche, sacó una botella de agua y un poco de comida y las puso en una bolsa de paja que me entregó a continuación.
—Tardará como mínimo un día entero en volver andando —me advirtió mientras introducía en la bolsa de paja un cuchillo militar que guardaba en el bolsillo—. Y puede que resulte peligroso.
Minot nos miró a madame Ibert y a mí sacudiendo la cabeza. El círculo de hombres cavando que golpeaban el duro suelo rompió el silencio. Cerré los ojos para evitar pensar en aquel sonido. Cuando los abrí de nuevo, Minot me estaba sosteniendo la mano.
—Envíenos unas líneas tan pronto como pueda. Temo por usted, pero comprendo que no lograré hacerla cambiar de opinión.
Contemplé a Minot y madame Ibert montándose en el coche y arrancando el motor. Después, me volví y comencé a caminar de vuelta por la carretera, en dirección contraria al tráfico. No hubiera sido capaz de precisar en aquellos momentos qué pretendía hacer cuando llegara a París. Lo único que tenía eran mi frágil coraje y la convicción de que no podía huir de las fuerzas oscuras que habían anegado Alemania y que ahora estaban cayendo sobre Francia. Hasta mi último aliento, me opondría a aquel mal sin ceder ante él. Me prepararía para luchar.