23

Camille volvió de Alemania en 1930, cuando la industria cinematográfica se convirtió al sonido y no podía seguir gesticulando las palabras simplemente. Siempre que nos encontrábamos en estrenos o bailes, nos prometíamos que algún día nos pondríamos al día, pero nunca lo hacíamos. Eso fue hasta el verano de 1935, en el que Camille alquiló una villa en Cannes con su amante, Vincenzo Zavotto, heredero de la familia italiana dedicada al transporte marítimo. Nos invitó a André y a mí a quedarnos allí en agosto.

—Nunca he entendido por qué te relacionas con Camille Casal —se quejó André cuando le hablé sobre la invitación de Camille—. Se comporta de una manera tan condescendiente cuando te habla que es como contemplar a un gato torturando a un ratón.

La opinión de André me sorprendió. ¿Así era como nos veía? Cuando yo era más joven idolatraba a Camille, pero nuestra relación había cambiado a lo largo de los años. Mi éxito nos había colocado en una situación más igualitaria, aunque éramos más compañeras de profesión que amigas. Nunca confiaría en Camille como lo hacía en Odette.

—La conozco desde hace muchos años —repuse—. Me consiguió mi primer papel en el Casino de París. Me daría vergüenza rechazar su invitación ahora.

—Como quieras —me dijo, acariciándome el cabello—, estaré encantado de ir contigo. Pero ten cuidado con ella. Tiene la reputación de ser una víbora.

André no me estaba diciendo de Camille nada que yo no hubiera oído antes en boca de otras personas. El carácter indiferente y oportunista que demostraba no le había granjeado demasiadas amistades. Pero yo conocía la historia de su hija y eso me hacía interpretar sus motivos de forma diferente. Si yo hubiera dado a luz un hijo ilegítimo, habría contado con la ayuda de mi familia. Camille no tenía a nadie. Ella había demostrado generosidad para conmigo; así que pensaba que no era un precio demasiado alto mantener su amistad, al menos, socialmente.

El contraste entre el azul de la bahía de Cannes y las blancas paredes encaladas de la villa en la falda de una colina me recordó a los dos colores que siempre había asociado con la Provenza. Camille y Vincenzo estaban tomando el sol junto a la piscina cuando André introdujo el automóvil por el camino de entrada de gravilla. Vincenzo, con el cabello engominado hacia atrás y la piel muy bronceada, se levantó de un salto para recibirnos. Camille le siguió pausadamente.

Vincenzo se presentó con un afectado acento francés. Era un play-boy de pies a cabeza con sus gafas de sol cuadradas, bañadores con cinturón y pedicura perfecta. No obstante, resultaba simpático cuando enseñaba su sonrisa de dientes nacarados. Había oído que Camille seguía enamorada del oficial del Ministerio de Defensa y que solo frecuentaba a Vincenzo por diversión.

Camille llamó a la sirvienta para que nos trajera algo de beber.

—Debéis de estar agotados por el calor —comentó—. Me sorprende que hayáis decidido venir conduciendo.

—Nos hemos tomado nuestro tiempo —le contestó André—. Hemos hecho un par de descansos durante el camino.

—Muy sensato —comentó Vincenzo—. Venid, sentaos. La sirvienta os mostrará vuestras habitaciones después.

Nos sentamos a la mesa junto a la piscina. La sirvienta nos trajo copas de Pernod. El sabor anisado me recubrió la lengua y me transportó a la Marsella de 1923, cuando Bonbon y yo recorríamos la Canebière pasando por delante de los cafés. Bonbon ya estaba muy mayor y sus compañeros, Olly y Chocolat, habían fallecido. Camille se quitó las gafas de sol y se frotó los ojos. Todavía era muy hermosa, pero ya se le notaban ciertas marcas de la edad. Su piel ya no parecía de nata, tenía pecas en las mejillas y líneas de expresión que le rodeaban los ojos. Pero en mi mente ella seguía siendo la máxima diosa de la pantalla.

Tras la cena de aquella noche, Camille se quedó dormida en el sofá.

—Ha tomado demasiado el sol —comentó Vincenzo con una gran sonrisa—. Vosotros dos deberíais ir a dar un paseo por la playa.

Después de haber pasado en el coche los últimos dos días, la idea de estirar las piernas me resultaba tentadora, e hicimos caso de su sugerencia.

—Aspira este aire —le dije a André, corriendo por la tibia arena hasta el agua. Las olas burbujeaban como leche espumosa alrededor de mis tobillos—. Y mira la puesta de sol. ¡Es tan hermosa! Estoy segura de que el crepúsculo en el sur de Francia dura más que en ningún otro sitio del mundo.

André se colocó detrás de mí y me puso las manos sobre los hombros.

—Es agradable estar así, ¿verdad? Aquí, al aire libre.

—Sí que lo es —asentí—. Me recuerda a nuestro primer viaje en el Íle de France.

André apretó su mejilla contra la mía.

—Simone, voy a cumplir treinta años en diciembre. Cuando regresemos a París, voy a decirle a mi padre que nos vamos a casar.

Me volví para mirarle.

—¿Tú crees que nos dará su bendición?

Me besó prolongadamente.

—Todo el mundo sabe que sí. El mismo sabe que dará su aprobación. He elegido a una mujer bella e inteligente que habla varios idiomas y es una elegante anfitriona. Tú estás lo menos tres escalones por encima de cualquiera de las hijas de sus amigos. Además, el hecho de que me ames y me comprendas me hará mejor empresario y mejor padre. —André apoyó su barbilla sobre mi hombro—. Él y el resto de la alta sociedad parisina saben que no ha habido ninguna otra mujer aparte de ti.

Me volví para contemplar el océano. ¿Así que era cierto? ¡Qué rápido me estaba cambiando la vida! Había disfrutado mi paso por el teatro y por el cine, pero no podía continuar a aquel ritmo para siempre. Casi tenía veintisiete años y quería tener al menos cuatro hijos. Me imaginé varias manitas minúsculas alargándose para cogerme la mía y cuatro caritas mirándome: dos niños y dos niñas.

—Ya se lo he dicho a mi madre —me confesó André.

—¿Qué te ha dicho ella?

—Me dijo que debíamos buscar una casa.

El sol pareció quedarse congelado en el cielo y el agua alrededor de mis pies se apartó por la marea.

—¿De verdad?

—Quizá en Neuilly o Les Vésinet. Algún lugar en el que podamos tener jardín, pero no muy lejos de la ciudad.

Así que por fin nuestra paciencia y nuestra fe estaban dando sus frutos. Monsieur Blanchard no podía negarnos la felicidad que nos habíamos ganado. Sonreí, pensando en lo maravilloso que sería que finalmente André y yo pudiéramos vivir como marido y mujer. Le había amado ardientemente durante todos aquellos años que habíamos pasado juntos, pero a veces había albergado dudas sobre si monsieur Blanchard realmente nos permitiría casarnos. Y, sin embargo, por alguna razón, todo había acabado por resolverse. Por fin iba a convertirme en la esposa de André.

André durmió hasta tarde la mañana siguiente, mientras que yo me despejé totalmente mucho antes del desayuno. Miré por la ventana el océano verde azulado y me alegré de ver a Camille sentada junto a la piscina, contemplando a Vincenzo nadar varios largos.

—Pareces tan feliz como un gato que acaba de atrapar un pajarillo —me saludó Camille, levantando la mirada desde su hamaca cuando salí al patio.

—André y yo nos vamos a casar —anuncié, olvidándome de que André me había advertido que fuera precavida con ella.

Ya habíamos esperado lo suficiente; quería comunicarle las buenas noticias a todo el mundo.

Camille pareció sobresaltarse, como si, de alguna manera, yo la hubiera insultado.

—¿Te lo ha pedido?

Asentí. Dirigió la mirada hacia la piscina.

—¿Estás segura? Puede que él te ame, pero no creo que sus padres lo aprueben. Este tipo de familias se casa para adquirir poder.

Su tono de voz era seco y duro. Yo vacilé, sin saber cómo reaccionar ante su falta de entusiasmo.

—Lo han sabido durante años —le respondí—. La madre de André me adora y su padre prometió que si todavía seguíamos juntos cuando André cumpliera treinta años, él nos daría su bendición.

Camille no parecía convencida. Me contempló detenidamente, observando mi cuerpo y mi atuendo. Me sentí como una niña delante de su profesora. Estaba diciéndole la verdad, pero me hizo sentir como si le estuviera mintiendo. Me di cuenta de que yo iba a conseguir lo que Camille siempre había ansiado y nunca había obtenido: alguien que les proporcionara seguridad a ella y a su hija. Siempre había ido un paso por delante de mí, pero en esto en concreto era yo la que iba a ganar.

—¿Os ha dado monsieur Blanchard su permiso formalmente? ¿Ha hecho un comunicado público? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Todo eso tendrá lugar cuando André y yo regresemos a París.

El rostro de Camille adquirió una expresión más serena, pero algo extraño se le quedó en la mirada.

—Haz lo que quieras —me dijo, reclinándose en la hamaca y colocándose las gafas de sol—. Yo solo pretendía prevenirte, porque conozco a ese tipo de familias. Lo único que puedo hacer es predecir que las cosas terminarán mal para ti, incluso si te permiten casarte con él.

Comprendí que esto nos había distanciado. Camille no estaba acostumbrada a no llevarme ventaja en nuestra relación. Pero ahora que estaba a punto de casarme con André, me sentía más segura de mí misma y menos necesitada de su aprobación. Me encogí de hombros y me volví para bajar a la playa. Me contentaría con disfrutar yo sola de mi alegría si Camille no quería compartirla conmigo. Pero no pude desembarazarme del escalofrío que me produjo el tono premonitorio de sus palabras.

Tan pronto como volvimos a París, André y yo nos embarcamos en la búsqueda de una casa. Delimitamos el territorio en un mapa y nos aprendimos de memoria los nombres de las calles. Reservé las «horas de cine» para emplearlas en ponerme en contacto con agentes inmobiliarios e inspeccionar casas. Reclutamos a Odette y a Joseph, puesto que pretendíamos que se encargaran de decorar y amueblar la casa. Los cuatro recorrimos Neuilly de arriba abajo. Paul Derval sugirió que nos fijáramos en los nombres de calles y de casas con trece letras para que nos diera buena suerte, pero dejamos que Kira fuera nuestra guía. Cuando llegábamos a una casa, la colocábamos junto a la puerta. Si levantaba la cola y se introducía tranquilamente por la puerta, olfateando el camino y siguiendo el rastro con su naricilla hasta la casa, nosotros la seguíamos. Si no lo hacía, entonces no existía ninguna razón para seguir adelante.

—Te gustará esta —anunció Joseph una mañana mientras nos conducía por una calle bordeada de árboles—. El exterior y el jardín son perfectos. Y el interior lo desmantelaré para crear algo hermoso para vosotros.

Aparcó frente a una casa con paredes de color avena y postigos y columnas blancos. El jardín estaba lleno de maleza, con lilos y rosas silvestres.

—Parece tranquilo —comenté.

Coloqué a Kira junto a la puerta del jardín y vaciló un instante, olfateando el aire. Al llegar a la mediana edad, había adquirido cierto aire de matrona y era muy terca. Pero entonces avanzó y se paseó lentamente por el camino de entrada hasta la puerta principal. Los demás la vitoreamos.

—Los colores del interior son espantosos —nos advirtió Odette mientras Joseph introducía la llave en la cerradura—. Ignoradlos. Pensad en el diseño.

El recibidor era de color azul cielo con motivos dorados y el suelo de baldosas blancas y negras. Había una silla en la esquina y, tirados a su alrededor, varios libros polvorientos.

—Imagináoslo todo en beis y blanco —dijo Odette, conduciéndonos a la sala de estar—. Con maderas de color natural, líneas elegantes y un par de muebles directoire y jarrones japoneses mezclados para darle un toque suave.

—Me gusta cómo suena —comentó André mientras subíamos las escaleras hacia el piso de arriba.

Joseph abrió unas puertas dobles y nos introdujo en una habitación llena de luz con una chimenea de mármol y amplios ventanales.

—Este es el dormitorio principal.

—¡Es enorme! —exclamé yo—. Y tiene vistas al jardín principal.

Joseph y André pasearon por el pasillo, abriendo las puertas del resto de las habitaciones mientras Odette y yo dábamos vueltas por el dormitorio principal e imaginábamos las posibilidades de decoración.

—Jean-Michel Frank me diseñó el mobiliario para una suite en madera oscura y tapicería de marfil —me contó Odette—. Algo así quedaría muy bien.

—¡Simone, corre, ven! —gritó André desde el piso de abajo.

Odette y yo encontramos a los dos hombres en una habitación con puertas correderas que daba al jardín. André se volvió hacia mí.

—¿No sería esta una sala de música perfecta? ¿O una sala de baile? Podríamos barnizar el suelo y… voilá! —exclamó, moviendo los brazos como si bailara un vals.

Kira apareció por debajo de una mesa, brincó por la habitación y empujó las puertas antes de escaparse hacia el jardín.

—¿Podéis tenerla lista para finales de año? —le pregunté a Joseph.

—Por supuesto —contestó, cruzando los brazos e inspeccionando la habitación—, estaré encantado de hacerlo.

André y yo nos sonreímos. Lo único que quedaba era decírselo a monsieur Blanchard de manera formal, cosa que André pensaba hacer al mes siguiente, cuando su padre y él viajaran a Portugal por negocios.

Reduje mis compromisos laborales y, en su lugar, invertí toda mi energía en la casa. Había muy poco trabajo estructural que hacer, así que la decoración avanzó rápidamente. El esquema de colores propuesto por Odette para el interior —caramelo, vainilla, café con leche, cacao y crema— tenía un aspecto tan delicioso que a veces sentía la tentación de lamer las paredes. Aquellos tonos le darían un toque cálido al moderno mobiliario, que tenía acabados en carey, bronce y piel.

Una tarde, Odette y yo nos sentamos en la terraza para planear el diseño del jardín. No podríamos hacer mucho hasta la primavera, pero como los arreglos de la casa ya estaban en marcha, queríamos seguir avanzando.

—Tiene una visita, mademoiselle —anunció Paulette, mi sirvienta.

—¿Quién?

Madame Fontaine.

Miré a Odette fijamente.

—La hermana de André.

Le dije a Paulette que condujera a Guillemette a la terraza y que nos preparara el té.

—¿Quieres que me vaya? —ofreció Odette.

Negué con la cabeza.

—No ha concertado una cita para verme, así que ¿por qué deberías irte? Además, es una bruja. No quiero enfrentarme a ella a solas. Estoy segura de que viene a decir algo desagradable sobre la casa.

Paulette volvió con Guillemette. La hermana de André ya tenía tres hijos y la maternidad no parecía haber mejorado su figura ni su temperamento. Apenas esperó a que Paulette se retirara y que le presentara a Odette para señalarme con un dedo acusador y vociferar:

—Así que se cree usted que ha triunfado, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir? —le pregunté.

Avanzó un paso, tratando de intimidarme. Tenía una corpulencia imponente, pero yo era más alta y me disgustaba demasiado como para sentirme amenazada por ella.

—¿Cree que puede introducirse a la fuerza en mi familia y arrastrarnos a todos a su nivel?

Odette dejó escapar un silbido de sorpresa.

—Yo no he hecho tal cosa, no me he introducido a la fuerza en…

—Pretende usted casarse con mi hermano, ¿no es así? —me espetó, haciendo un gesto hacia la casa—. Me parece que ese es exactamente su plan.

Crucé los brazos. Recordé cómo había tratado Guillemette a mi madre y me enfureció tanto como si acabara de suceder un momento antes. Sí, yo me había labrado una carrera como artista, pero nunca había bailado desnuda. André era el único hombre con el que había estado. Y tenía suficiente dinero propio como para no necesitar la fortuna de la familia Blanchard. Lo único que pretendía era casarme con el hombre al que amaba.

—Eso —le respondí— no es asunto suyo.

Los ojos de Guillemette adquirieron un tono rojizo. Su rostro se ruborizó tanto que pensé que iba a incendiarse de un momento a otro.

—Pues claro que es asunto mío —chilló—. Tengo tres hijos y no quiero que ninguno de ellos tenga por tía a un ser inmoral. Ya la he tolerado bastante tiempo como acompañante de André, pero está claro que no la toleraré como su esposa.

Odette se puso en pie.

Madame Fontaine, si no puede usted hablar con calma y educación, le sugiero que se marche —le dijo.

El aplomo de Odette ante la histeria de Guillemette me recordó a esos cuentos de hadas en los que una hermosa princesa debe enfrentarse a una malvada bruja. Guillemette me acusaba de tener un comportamiento abyecto, pero Odette le había demostrado que la única ordinaria allí era ella misma.

Cuando Guillemette se dio cuenta de que no podía asustarnos, se volvió para marcharse. No obstante, antes de hacerlo, me señaló con el dedo de nuevo. Estaba a punto de hablar, pero se paró en seco. En su cara se dibujó una sonrisa. Apartó a Paulette de un empujón cuando estaba saliendo a la terraza con una bandeja y entró como una exhalación en la casa. Unos minutos después, escuchamos el motor de un coche arrancando.

Mon Dieu! —exclamó Odette—. No he conocido a nadie así antes en toda mi vida.

Sin embargo, yo no pude responderle. Me había desconcertado aquella última sonrisa de Guillemette.

El día que André debía regresar de Portugal me senté en la sala de estar toda la tarde, esperando escuchar el sonido de su coche. Había recibido un telegrama suyo para decirme que había llegado bien, pero después no había vuelto a saber nada de él. Regresó cuando ya había caído la noche, las ruedas de su automóvil crujieron sobre la gravilla y los faros brillaron a través de la ventana. Corrí a la puerta a encontrarme con él y estreché su cintura entre mis brazos, encogiéndome por el penetrante viento.

—Se avecina un vendaval —comentó, entrando en el recibidor y arrastrando con él un remolino de hojas y ramitas.

Le entregó su abrigo a Paulette.

—Ven —le dije—. La chimenea está encendida en la sala de estar. Te serviré algo de beber.

André levantó la mirada al techo y luego la paseó por las paredes y los muebles.

—Estas sillas —comentó, pasando las manos por la piel— son fantásticas. A uno le dan ganas de hundirse en ellas.

—Pues hazlo, por favor. —Le entregué una copa de coñac—. No puedo esperar para enseñarte el resto de la casa. Todas las habitaciones principales están ya terminadas.

—Después de cenar —respondió, tomando un sorbo de la copa—. No he comido nada en el tren.

—Bueno, pues entonces después de cenar.

Observé a André con más detenimiento. Estaba sonriendo, pero había algo más…, una expresión tensa en sus ojos.

—André, ¿qué ha pasado? —le pregunté, arrodillándome a su lado—. No me tengas en vilo.

Me contempló, distraído. Había interrumpido sus pensamientos, que estaban a kilómetros de distancia. «Es porque está cansado —traté de convencerme a mí misma—, no porque su padre haya cambiado de idea». No, André me habría telefoneado o escrito inmediatamente si hubiera sido así. Le había hablado sobre la visita de Guillemette antes de que se marchara a Portugal y se había reído de ello. «Guillemette reacciona como una histérica ante cualquier cosa. Nunca se ha visto que mi padre le prestara atención», había comentado.

—Déjame enseñarte el dormitorio principal —le dije—. Mañana podrás ver el resto de las habitaciones, cuando hayas descansado.

Le conduje a la planta de arriba, señalándole los espejos y los muebles que Joseph, Odette y yo habíamos elegido. Aunque se mostraba entusiasmado con todos ellos, también parecía crecer su abatimiento con cada paso que daba. La chimenea en el dormitorio estaba encendida y Kira se había hecho un ovillo sobre una alfombrilla frente a ella. André avanzó hacia la gata. Siempre que lo veía, Kira se giraba sobre el lomo para que él pudiera rascarle la panza. André se agachó hacia ella, pero se detuvo a medio camino y se dejó caer al suelo como si le hubieran disparado. Corrí hacia él. Se tapó la cara con las manos, sollozando.

—¿Qué sucede? —le pregunté, meciéndolo entre mis brazos.

André se frotó la cara y me contempló.

—Te amo —me dijo—, quiero que estemos juntos para siempre.

Fuera, en la ventana, una ráfaga de viento sopló entre los árboles y en algún lugar oí una rama quebrándose.

El rostro de André se contrajo. Presionó su mejilla húmeda contra mi cuello.

—No te preocupes —le dije—. ¿Qué ha pasado? ¿Tu padre se ha negado a darnos su consentimiento?

—Es aún peor que eso —respondió, poniéndose en pie y trastabillando hasta la ventana—. Dice que si sigo adelante y me caso contigo, me repudiará de la familia.

Al principio, me sentí demasiado aturdida como para pronunciar palabra. Era lo más extremo que un padre podía hacerle a un hijo. Traté de pensar más despacio y con claridad. Apenas me habría sorprendido si monsieur Blanchard se hubiera negado a concedernos su permiso al principio, pero ¿a qué venía que hubiera retirado su palabra así, de repente? Si no se había tomado a Guillemette en serio, ¿qué podía haber provocado que actuara de aquella manera?

—¿Qué ha hecho que cambie de opinión? —le pregunté.

André sacudió la cabeza, mirándome con ojos desconcertados.

—Tiene que haber alguna forma de arreglarlo —murmuré—. Tiene que haberla.

—No, si no puedo estar contigo de forma legal.

André corrió hacia la cama y le propinó un puñetazo al colchón. «No —pensé—, por favor, no lo hagas. Por favor, no digas lo que creo que vas a decirme».

Su voz era casi inaudible por encima del aullido del viento.

—Mi padre espera que me case el año que viene, pero no contigo, Simone. Quiere que me case con la princesa de Letellier.

La tormenta todavía soplaba a la mañana siguiente cuando abrí los ojos y vi que el viento había arrancado las hojas de los árboles que había junto a la ventana. Me dolían los huesos por el agotamiento. Tenía los ojos tan hinchados que me resultaba difícil parpadear. André todavía dormía, desplomado contra mi hombro como un hombre sumido en un coma. Habíamos llorado durante horas antes de quedarnos dormidos a primeras horas de la mañana, demasiado agotados como para seguir llorando.

¿Por qué nos hacía monsieur Blanchard algo así? ¿Por qué no podía dejarnos ser felices, como lo habíamos sido durante los últimos diez años?

Me deslicé fuera de la cama y miré por la ventana. Sentí la traición de monsieur Blanchard como una bofetada en plena cara. ¿Quizá había habido algún malentendido? Recordé la sonrisa de Guillemette. ¿Acaso le había contado a su padre alguna mentira?

Cuando André se despertó, me dijo que tenía que ir a su despacho a arreglar ciertas cosas. No podía reunir el valor de mirarle a los ojos. Cuando finalmente lo hice, vi en ellos un miedo irrefrenable.

—No me importa el dinero, Simone —me confesó—, ni el poder del nombre de mi familia. Lo dejaría todo por ti. Todo. No significan nada para mí.

«Sí, André —pensé—, sé que lo harías. Pero ¿y tu madre y tu hermana? ¿Podría yo pedirte que hicieras algo así por mí?».

Cuando André se marchó, me vestí y acudí a los estudios cinematográficos. Renoir me había pedido que representara un pequeño papel en su nueva película. Había accedido como favor porque era solo un día de rodaje, pero cuando vi que el resto de los actores me miraban sobrecogidos cuando llegué al plato, me arrepentí inmediatamente. ¿Tenía la fuerza suficiente como para poder pasar por eso precisamente ahora? Apenas el día anterior me había sentido tan feliz como cualquier futura novia a punto de casarse con el amor de su vida. Ahora todo parecía estar viniéndose abajo.

Estaba decidida a que ninguno de los actores del reparto ni del equipo, ni siquiera Renoir, me vieran llorar. André y yo todavía no habíamos sido derrotados. Siempre que había un descanso, me escabullía del plato y recorría el pasillo hasta la oficina vacía de la secretaria de producción. Allí, me desplomaba en una silla y dejaba fluir las lágrimas durante unos minutos antes de recomponerme, para empolvarme la rojez del rostro y regresar a grandes zancadas al plato como si fuera la mujer más afortunada del mundo.

Cuando terminó el rodaje, Renoir se sentó conmigo en la cafetería y habló durante una hora sobre una idea que se le había ocurrido para una producción franco-estadounidense en la que yo sería la protagonista. Aunque hablaba con energía y yo asentía con entusiasmo, cuando el chófer vino a recogerme y Renoir me besó en las mejillas me di cuenta de que no era capaz de recordar ni una sola palabra de la conversación.

—¿Va todo bien, mademoiselle? —me preguntó Paulette cuando llegué a casa.

La nota de preocupación en su voz casi provocó que me derrumbara. Traté de mantener la compostura, pero el esfuerzo hizo que mi voz sonara como si me estuviera atragantando.

—Hoy no me encuentro bien. Me voy a descansar a mi habitación.

Me tumbé en la cama y el miedo se apoderó de mí como si se tratara de niebla invernal. Nunca había considerado que el dinero pudiera ser algo que nos hiciera romper a André y a mí y, aun así, empecé a ver que era una posibilidad. Yo tenía una fortuna propia y de buena gana la habría cedido para que André pudiera montar un negocio independiente. Pero mis recursos no igualaban la riqueza de la familia Blanchard. Si a André lo repudiaba una de las familias más influyentes de Francia, aquello no jugaría a su favor. Los empresarios que necesitaran el apoyo de monsieur Blanchard padre no se mostrarían dispuestos a relacionarse con su hijo. André podía retomar su labor de representante en el mundo del espectáculo, pero ¿eso era realmente lo que quería hacer? Sabía lo mucho que había disfrutado de su trabajo a lo largo de los últimos años. ¿Podría dejar todo aquello y seguir siendo él?

Miré el reloj. Eran las cuatro en punto. Me pregunté si monsieur Blanchard todavía estaría en su despacho.

Esperaba que monsieur Blanchard me recibiera con la misma exasperación de un jefe ante el que se presenta un empleado despedido que quiere recuperar su trabajo, pero simplemente se comportó de manera evasiva.

—¿Quiere usted un café, mademoiselle Fleurier? —me preguntó, después de ofrecerme un asiento junto a su mesa.

—Ya sabe por qué he venido.

Asintió, con la mandíbula firmemente apretada, armándose de valor para una confrontación. Aquella no era su actitud habitual; estaba acostumbrada a que monsieur Blanchard se comportara de manera petulante. Sin embargo, aquel cambio de actitud solo fue temporal. Se sentó, movió su pluma del lado izquierdo al derecho de su mesa, y de vuelta al lado izquierdo, reuniendo fuerzas.

—El hecho de que usted haya venido aquí no cambiará mi decisión —aseguró—. Un hombre en la posición de André no puede casarse con quien le apetezca. Tiene que cumplir ciertas responsabilidades. El matrimonio no es un asunto frívolo. No obstante, estoy preparado para escuchar lo que usted tenga que decirme.

—¿El amor es una razón frívola para casarse? —le pregunté—. Si lo es, ¿por qué no se negó a permitir que nos casáramos hace años?

—El matrimonio tiene que ver con la familia, la reputación y el deber. No tiene nada que ver con el amor —me respondió monsieur Blanchard, doblando los dedos de la mano y contemplándose las uñas.

Mi impresión era cierta. Estaba tratando de ser evasivo.

—¿Y qué es lo que le ofende de mí a su sentido de la familia, la reputación y el deber que no le ofendía hace un año? —le pregunté.

Monsieur Blanchard se frotó los ojos.

—Creo que me ha malinterpretado, mademoiselle Fleurier. Siempre me ha gustado usted. No tenía ningún inconveniente con que André sintiera cariño por usted. No tengo ningún problema con que tengan una casa en común. Es más, no me importa que tengan hijos, pero esos niños nunca llevarán el nombre Blanchard. André debe casarse con alguien que provenga de una familia de buena reputación. Sin embargo, no veo ningún problema en que un hombre tenga una hermosa amante al mismo tiempo que una esposa obediente. De hecho, lo creo incluso necesario para la felicidad conyugal masculina.

Se me encogió el estómago. Fui cayendo en la cuenta de aquella terrible idea. Era de dominio público que monsieur Blanchard tenía una amante en Lyon. ¿Sería posible que André, que no era un mujeriego como su padre, hubiera malinterpretado sus intenciones con respecto a nosotros? Quizá monsieur Blanchard había dado su bendición a nuestra relación, pero no a nuestra unión.

—Continúe —le rogué.

Monsieur Blanchard apartó la mirada de mí y la dirigió hacia la ventana.

—Usted misma tiene que reconocer que el matrimonio entre André y usted no es adecuado. ¿Quién es su familia, mademoiselle Fleurier?

Me había movido entre la alta sociedad parisina lo suficiente como para conocer bastante bien los prejuicios de clase. Mi fortuna era mayor que la de la princesa de Letellier, cuyos orígenes no eran mucho más impresionantes que los míos propios. Su abuelo materno era un pescador de sardinas que hizo fortuna y compró una flota. Su madre había ganado el título casándose con el arruinado príncipe de Letellier. Y, aun así, mi posición social se consideraba más baja que la de la princesa de Letellier porque yo había labrado mi fortuna por mí misma y las mujeres hechas a sí mismas eran una amenaza para el statu quo. Coco Chanel era la mujer más rica del mundo, pero se la desairaba y se la trataba de simple «empresaria» en los salones de la élite de París.

Independientemente de por qué hubiera acudido a monsieur Blanchard, no iba a conseguir nada de él, y hasta que hablara con André no tenía sentido prolongar mi enfrentamiento con él. Me levanté de mi asiento.

—Yo tenía un tío como usted, monsieur Blanchard —le dije—. Era terco en su determinación por hacer lo que se le antojara. Murió con nada más que remordimientos a sus espaldas.

Monsieur Blanchard me miró a los ojos.

—No oponga resistencia, mademoiselle Fleurier —me advirtió—. No salvará a André casándose con él. De hecho, conseguirá destruirlo.

Me marché del despacho de monsieur Blanchard y no miré atrás. Sin embargo, en el bulevar se me ocurrió que monsieur Blanchard no se había comportado de una manera engreída o arrogante. Había hablado como si la decisión de algún modo no estuviera en sus manos.

André se sentó en el sofá de la sala de estar, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—¿Así que mi padre piensa que eres aceptable como amante pero no como esposa?

Que un hombre tuviera una amante habitual no era algo fuera de lo corriente en los matrimonios de las clases altas. A las esposas no les gustaba, pero no podían oponerse a menos que estuvieran preparadas para perderlo todo conforme al Código Napoleónico. ¿Amaba lo suficiente a André como para prepararme a compartirlo con otra mujer? Hice una mueca por el dolor apabullante que sentía en el pecho, imaginándome diciéndole adiós a André con la mano mientras este conducía de vuelta a casa con su esposa y sus hijos legítimos.

—Es imposible —dijo André, acariciándome el cabello—. Te amo demasiado. Solo imaginar ser el padre de tus hijos y no poder darles mi nombre…

Unas semanas más tarde André fue a ver al conde Kessler a Lyon, donde estaba alojado con su hermana. La guerra civil española había llegado a Mallorca y los fascistas estaban ejecutando a los exiliados alemanes, por lo que el conde había regresado a Francia. Una tarde lloviznosa estaba sentada en la sala de estar cuando Paulette anunció que madame Blanchard había venido a verme. Desde la negativa de monsieur Blanchard a dejar que nos casáramos, André y yo habíamos evitado a su familia. Oscilábamos entre la realidad y un estado onírico. Habíamos pasado horas enteras en la ópera o paseando cogidos de la mano, en las que olvidábamos a lo que nos enfrentábamos y la vida parecía tan maravillosa como siempre había sido entre nosotros. Percibí que la llegada de madame Blanchard iba a resquebrajar esa frágil burbuja. De hecho, incluso antes de que Paulette abandonara la habitación, madame Blanchard se desplomó en un sofá, sollozando.

—Destruyó a Laurent y ahora pretende hacer lo mismo con André —prorrumpió.

Yo no había comido bien durante los últimos días y casi me desvanecí cuando me puse en pie. Sentí más lástima por madame Blanchard que por André o por mí misma. A fin de cuentas, ella tenía que convivir con aquel vanidoso tirano.

Madame Blanchard —le dije, sentándome junto a ella y poniéndole la mano en la rodilla—. Usted siempre ha sido buena conmigo. Usted quería que André y yo nos casáramos, ¿verdad? Quería que fuéramos felices…

Hizo una mueca de dolor.

—Me habría sentido orgullosa de tener una nuera tan bonita como tú —respondió—. Y sé lo feliz que habrías hecho a André.

—¿No cabe alguna posibilidad de que monsieur Blanchard cambie de opinión?

Madame Blanchard negó con la cabeza. Me recorrió un escalofrío y me volví de espaldas. Por primera vez, consideré en serio la posibilidad de perder a André. Al principio, la negativa de monsieur Blanchard nos había empujado a creer con inquebrantable convicción que nuestro amor lo superaría todo. Pero ¿y después, qué? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que las presiones externas comenzaran a conspirar contra nosotros?

—Anoche tuve un sueño terrible —confesé, a medias a madame Blanchard y a medias a mí misma—. Estaba de pie en la playa en Cannes, contemplando cómo nadaba André. Podía oírle riendo y le veía saludándome con la mano. De repente, el sonido se desvaneció. Corrí hasta el agua, pero las olas me derribaron. A André se lo estaba tragando lentamente el mar y yo no podía hacer nada para impedirlo.

—Mi marido es fuerte como un toro —comentó madame Blanchard—. Así que no es una cuestión de tiempo, pues él nos sobrevivirá a todos.

En medio de la oscuridad, las palabras de madame Blanchard me resultaron muy cómicas. Me eché a reír y a llorar al mismo tiempo. Monsieur Blanchard cumpliría su amenaza de repudiar a André si se casaba conmigo, de eso no me cabía la menor duda. Comprendía su temperamento. Los hombres como monsieur Blanchard y tío Gerome no veían a sus familias como personas, sino como posesiones.

—¿No sería posible que André y tú fuerais felices sin estar casados? —preguntó madame Blanchard—. Él nunca amará a otra mujer tanto como a ti.

Había luchado contra esa misma pregunta día y noche. Recordaba la época de Berlín con mademoiselle Canier y sabía que no seguiría amando a André con toda mi alma si tenía que compartirlo con otra mujer. También sabía en lo más hondo de mi corazón que así era como él se sentía hacia mí. Negué con la cabeza.

—Ahora se trata de hacer una elección entre usted, Veronique y yo.

Madame Blanchard se echó hacia atrás como si la hubiera golpeado.

—No me arrebate a mi hijo, Simone —exclamó—. La elegirá a usted si le hace escoger. A Veronique y a mí no nos quedará nadie. Ya perdí a Laurent. Guillemette es una abominación, tanto, que no puedo creerme que sea hija mía, y dejé de amar a mi marido hace años. Lo único que tengo en el mundo es a André y a Veronique.

Me puse en pie y me acerqué a la ventana, reclinándome sobre el alféizar. No podía soportar el sonido de la voz de madame Blanchard, tan cargado de dolor. Me siguió y me cogió las manos.

—Ya sé que adora a André —me dijo—, pero todavía es usted joven. Un buen día encontrará a alguien a quien pueda amar. Entonces, tendrá hijos propios y comprenderá lo compasiva que ha sido usted conmigo.

Cerré firmemente los ojos.

—Nunca encontraré otro André, madame Blanchard —repliqué—. Nunca jamás.

Cuando madame Blanchard se marchó, me quedé de pie en el jardín, mirándome las manos. Hasta que escuché el timbre de la puerta de entrada no volví en mí ni me di cuenta de que los dedos se me estaban poniendo azules. Un minuto más tarde, Paulette abrió las puertas correderas para decirme que monsieur Etienne me estaba esperando en la sala de estar. Pensé que sería agradable distraer mis pensamientos de la visita de madame Blanchard. Le pedí a Paulette que nos hiciera café, pero tan pronto como entré en la sala de estar y vi la expresión de reproche pintada en el rostro de monsieur Etienne, supe que aquella visita no iba a proporcionarme ningún consuelo.

—Será mejor que me diga qué está pasando, mademoiselle Fleurier —me conminó dulcemente.

Me había acostumbrado tanto a simular que no pasaba nada que mi sonrisa forzada surgió de manera natural. Sin embargo, André y yo nos habíamos ausentado de nuestros compromisos sociales y corrían varios rumores entre la prensa. Ya llegaría el momento de pedirle a monsieur Etienne que se encargara de los periódicos; ahora no podía enfrentarme a ellos. Primero tenía que enfrentarme a mí misma, y eso, de momento, no lo estaba llevando nada bien.

—No pasa nada —respondí—, he estado muy ocupada con la casa.

Monsieur Etienne se dio cuenta de mis evasivas.

—La familia Blanchard está haciendo comunicados sobre un inminente enlace, y usted y André no dicen nada —replicó—, así que será mejor que me lo explique. Con el príncipe Eduardo y Wallis Simpson en las noticias, cualquier cosa que se parezca lo más mínimo es como carne fresca para las fieras. Quiero ayudarla, mademoiselle Fleurier. Puede que usted goce de popularidad, pero la prensa va a ser brutal.

Aquella tarde tomé un taxi hasta el Boulevard Haussmann, donde se encontraba la tienda de Odette y Joseph. Me paseé por la acera durante un momento y las piernas me temblaron con tanta violencia que me hizo falta toda la concentración posible para poner un pie detrás del otro y entrar por la puerta. Me vi reflejada en un espejo. Tenía el pelo revuelto por el vendaval y las pupilas dilatadas por el miedo. Presentaba el mismo aspecto que el rostro del conde Kessler cuando se encontró exiliado de Alemania. Contemplé un cuadro de doncellas y sátiros y los colores se desdibujaron ante mi vista desorientada. ¿Qué estaba haciendo allí? Me desplomé de rodillas.

—¡Simone! —exclamó Joseph, levantándome del suelo. Me miró a la cara con una expresión de preocupación en el rostro—. Pasa —me dijo, poniéndome un brazo sobre los hombros y llevándome a su despacho—. Odette está en el cuarto trasero. Iré a buscarla.

—¿Qué más ha pasado? —preguntó Odette, cogiéndome las manos y ayudándome a sentarme en una silla.

Miró a sus espaldas a Joseph, que se dispuso a preparar té. Unos días antes, le había contado a Odette que monsieur Blanchard había cambiado de opinión.

—No sé por qué estoy aquí —confesé mientras las manos me temblaban tanto que no podía coger la taza de té que Joseph me había puesto delante.

Sin embargo, mientras hablaba, vi un agujero negro abrirse ante mí y sentí que mi futuro consistiría en una heladora corriente que me barrería de un plumazo. El sueño que había albergado en mi corazón durante diez años no iba a materializarse. ¿Cómo podía? André y yo habíamos vivido en una ilusión. Yo había confiado en su opinión de que nuestro amor conquistaría el mundo, porque él era mayor que yo y tenía más experiencia. Pero ahora comprendía que él había estado tan cegado de amor como yo. La alta sociedad parisina nunca nos había apoyado, siempre había estado contra nosotros. ¿Realmente podía pedirle que abandonara a su familia y su posición social, que no volviera a ver a su madre o a Veronique nunca más? ¿Podía el amor más grande del mundo soportar tantos sacrificios?

—Si insisto en seguir con él, acabaré por destruirlo —admití.

Tan pronto como aquellas palabras surgieron de mi boca, comprendí que el poderoso vínculo que nos unía a André y a mí comenzaba a deshilacharse.

Odette me apretó el brazo. No me imaginaba que una mano tan delicada pudiera tener tanta fuerza.

—André y tú os habéis amado durante años —me dijo—. Siempre que escuches a tu fiel corazón, Simone, sabrás qué es lo que debes hacer.

Me tapé los ojos con las manos. Joseph se sentó junto a mí. Odette se quedó de pie y me rodeó con los brazos, sollozando.

—Sé fuerte, Simone. Joseph y yo te querremos independientemente de lo que decidas.

Cuando regresé a casa, entré en la sala de baile y mis tacones resonaron sobre el suelo entarimado. «¿No sería esta una sala de música perfecta? ¿O una sala de baile?». Recordé el rostro de André la primera vez que lo había visto en el Café des Singes. Me había preguntado entonces si él sería mi «cara amiga» para la que debía cantar. Diez años de recuerdos pasaron flotando ante mí: bailando en el Resi de Berlín; mi debut en el Adriana; nuestro viaje en el Íle de France cuando nos hicimos amantes…

—Íbamos a ser tan felices… —susurré.

Me volví y caminé por el pasillo, pasando la mano por los muebles. Durante un momento de confusión, vi a André avanzando a grandes zancadas hacia mí, con cuatro niñitos correteando a su alrededor, pero, antes de que me alcanzaran, él y los niños se esfumaron en el aire.

«Siempre que escuches a tu fiel corazón, Simone, sabrás qué es lo que debes hacer».

André regresó de su visita al conde Kessler unos días después. Estaba demacrado, pero sonreía. Su sonrisa desapareció cuando vio mis maletas en el recibidor.

—¡Simone! —exclamó, desplomándose sobre una silla.

Pretendía ser fría y cruel. Quería hacerle más fácil que me olvidara. Pero cuando le miré a aquellos ojos oscuros y vi la ternura que reflejaban, me derrumbé y caí al suelo. André se agachó junto a mí.

—Quizá lo mejor sea que no nos veamos durante un tiempo —propuso, sacando su pañuelo y secándome la frente—. Así podremos pensar con la cabeza despejada y decidir qué es lo mejor que podemos hacer.

«Pobre André —pensé—. Va a seguir esperando hasta el último minuto». Me recosté y mecí mi propio rostro entre las manos.

—Esto es lo mejor que podemos hacer, André. No tenemos ni la menor posibilidad de vencer.

Kira se frotó contra las rodillas de André. Él le acarició la cabeza y apartó la mirada.

—¿Y qué pasa con nosotros, Simone? ¿Qué será de nuestra felicidad?

Nos quedamos en silencio durante unos minutos. Cuando André finalmente se volvió hacia mí, nos miramos fijamente a los ojos, que se nos llenaron de lágrimas. En aquel instante, supimos que nuestro sueño había terminado y que nuestro tiempo juntos había llegado a su fin.

—Hemos compartido el amor de nuestras vidas, ¿no es así, Simone? —dijo André, recorriendo con el dedo mi mejilla—. Algo mucho más precioso que lo que la mayoría de la gente llegará a conocer.

Nos habían arrebatado el futuro que André y yo nos habíamos imaginado juntos. Pero nadie podía quitarnos lo que habíamos compartido. Los recuerdos de aquellos diez años juntos serían nuestro «por siempre jamás». Durante nuestra última noche en la casa, André le pidió al chef que preparara lucio del Loira en honor a nuestra primera noche en el Íle de France. Después, hicimos el amor junto a la chimenea encendida. Recorrí con mis manos las mejillas y la barbilla de André, cada músculo y cada articulación, saboreando lo que se había convertido en algo familiar para mí con el paso de los años. Pasó la punta de los dedos por mi piel y presionó sus labios contra los míos. Paladeé el momento, olvidando el futuro lo mejor que pude. No me permití el lujo de pensar que a partir del día siguiente no volvería a sentir nunca más la presión de su pecho desnudo contra el mío o que no vería envejecer aquellos ojos oscuros. «Mi André» dejaría de ser mío; pertenecería a otra. Me atrajo hacia él y yo me aferré a su cuerpo con todas mis fuerzas, besándolo y enterrando mi rostro entre su pelo. No deseaba ver amanecer, no quería ver las primeras luces plateadas del alba que aparecieron en el cielo.

Después del desayuno, que ninguno de los dos probó, llegó el taxi y contemplamos al taxista cargando mis maletas en el maletero. Colocó a Kira en su cesta en el asiento trasero y mantuvo la portezuela abierta para que yo entrara. André me atrajo hacia sí. Nos mantuvimos abrazados durante unos segundos.

—Allá donde vayas, Simone, estés con quien estés, siempre te llevaré en mi corazón —me dijo.

—Y yo a ti en el mío.

Lentamente me separé de él y él aflojó su abrazo.

El taxista cerró la puerta cuando yo entré en el taxi. Limpié el cristal empañado de la ventanilla para ver a André. Tenía una postura tan formal que me dio la sensación de que iba a hacer un saludo militar. Solo la barbilla, que mantenía en alto, le tembló mientras luchaba por contener las lágrimas. Las puertas del jardín se abrieron de par en par y el taxi avanzó lentamente. Kira maulló. André y yo no apartamos la mirada del otro. Le observé hasta que giramos la calle y desapareció de mi vista.