22
El París al que André y yo regresamos en enero de 1930 estaba cualquier cosa menos deprimido. La economía iba bien, se habían terminado las obras de reconstrucción de la guerra y el franco se había estabilizado. El único efecto perceptible de la Gran Depresión en la ciudad fue que desaparecieron los turistas estadounidenses. Sin embargo, los parisinos estaban tan animados como siempre y con las mismas ganas de diversión.
André tenía un viaje de negocios a Lyon con su padre y se marchó al sur un día después de nuestro regreso de El Havre. La primera persona a la que visité fue a monsieur Etienne, a quien había dejado al cargo de mis negocios mientras André y yo estábamos fuera. Cuando me marché a Berlín, monsieur Etienne había accedido a encargarse de mis asuntos en París —incluida la publicidad— mientras André me buscara los compromisos laborales. No podía asegurar si monsieur Etienne se había quedado contento con aquel acuerdo al principio. Sin embargo, las cosas habían salido bien para todos tras los espectáculos del Adriana, y la relación entre él y André era armoniosa y colaboradora.
—Tiene usted buen aspecto, mademoiselle Fleurier —me dijo al abrirme la puerta de su despacho—. Y ha vuelto justo a tiempo. Tengo cientos de ofertas para usted.
Había una muchacha de cabello oscuro sentada en el puesto de Odette. Me resultaba familiar y recordé que era la hija de la portera. No la que había sido desagradable conmigo durante mi primer día en París, sino la que sustituyó a esa. Miré a mi alrededor en busca de Odette y vi que estaba rellenando unos papeles en la oficina de monsieur Etienne.
—¿Personal nuevo? —pregunté.
El rostro de monsieur Etienne adquirió una expresión apesadumbrada.
—Oh, ha habido algunos cambios por aquí —me respondió—. Odette intentó localizarla en el Ziegfeld Theatre, pero no creo que la carta llegara a sus manos.
—No me sorprende —contesté—. ¿Qué ha sucedido?
—Mi sobrina se va a casar.
Odette salió de la oficina y colocó unos archivos sobre el escritorio. Avanzó hacia mí y nos dimos dos besos.
—¿Se va a casar? ¿Con quién? —pregunté, arqueando las cejas para fingir sorpresa.
—Con un antiguo amigo de la familia —me respondió monsieur Etienne—. Joseph Braunstein.
—¿Acaso no es un buen hombre? —pregunté, percibiendo su expresión de disgusto—. No parece usted muy feliz por ella.
Monsieur Etienne se encogió de hombros.
—Es un joven maravilloso. Muy emprendedor. En realidad es más porque voy a echar de menos a Odette. Ella es como una hija para mí.
—¿A qué se dedica Joseph? —le pregunté a Odette.
—Dirige una prestigiosa tienda de muebles —contestó ella, sonriendo tímidamente.
Yo había mantenido la promesa de no mencionar a Joseph hasta que Odette lo hiciera, pero ¿habría mantenido Joseph la suya de no contarle a Odette que yo le había dado dinero? Dudé. Confiaba en que Joseph pidiera en matrimonio a Odette tan pronto como comprara la tienda, pero él había decidido esperar hasta que estuviera seguro de la rentabilidad del negocio. Conociendo los hábitos de gasto de Odette, probablemente era un buen plan.
—Ah —exclamé, apretándole la mano a Odette—. Odette logrará llevarlo a la bancarrota, ¿sabe, monsieur Etienne? Y después, tendrá que volver a trabajar para usted.
El rostro de monsieur Etienne se iluminó y me condujo a su oficina. Cuando nos sentamos, abrió una carpeta atestada de cartas.
—Tengo una oferta muy buena del Folies Bergère —me explicó, pasándome una carta de Paul Derval.
—No estoy segura de haberle perdonado por decir que yo no era lo bastante bonita para su coro.
Monsieur Etienne se reclinó en su asiento y negó con el dedo.
—Tendrá que superarlo. Dudo siquiera que monsieur Derval recuerde que asistió usted a una de sus audiciones. En lo que a él respecta, usted es «la mujer más sensacional del mundo».
—¡Cómo cambian las cosas con el éxito! —comenté.
—Tengo buenas ofertas del Adriana, que les encantaría que volviera, y del Casino de París, que ahora está regentado por Henry Varna. La compañía discográfica quiere que grabe usted otro disco y tenemos ofertas para hacer cine que provienen de tres países distintos, incluida la Paramount en Estados Unidos. Así que, sí, tiene usted razón: el éxito, efectivamente, cambia las cosas —me aseguró monsieur Etienne—. Y ahora, dígame: ¿qué va a hacer usted primero?
—Lo primero que voy a hacer —contesté, cogiendo mi bolso— es ir a las Galerías Lafayette. Odette y yo tenemos que irnos de compras para encontrarle un regalo de bodas.
Recorrimos las Galerías Lafayette durante tres horas. Odette no quería nada demasiado práctico como ropa de cama o electrodomésticos. Pero como ella y Joseph iban a vivir en casa de los padres de Odette hasta que encontraran una casa propia, quedamos en que un pesado armario chino o una urna griega no resultarían convenientes. Finalmente, eligió unos manteles individuales a juego con cuencos de plata para la fruta. Podría guardarlos bajo su cama o en un armario hasta que se mudaran. Me puse de acuerdo con el encargado de la tienda para que se los enviaran a domicilio.
«¿Odette casada?», pensé, contemplándola mientras garabateaba su dirección para el encargado. Habíamos recorrido mucho camino para llegar hasta aquel punto, pero ahora todo parecía acelerarse. ¿Sería igual para mí y André? Quizá la paciencia realmente era una virtud y las cosas acababan por suceder a su debido tiempo.
Mientras tomábamos un café en La Coupole, le conté a Odette lo que había sucedido entre André y yo durante nuestro viaje a América y le confié mis preocupaciones sobre su familia. Sonrió con complicidad.
—No creo que ni mis padres ni los de Joseph nos hubieran puesto las cosas fáciles si nos hubiéramos precipitado. Tómate tu tiempo y sé paciente. Por lo que me has contado, André está sinceramente enamorado de ti, así que simplemente deberías confiar en eso.
Seguí el consejo de Odette al pie de la letra. Decidí sentirme orgullosa de lo que era y de lo que hacía, y acepté la prestigiosa oferta del Folies Bergère. Mientras tanto, ahora que estábamos de vuelta en París, André planeaba presentarme en sociedad.
—Será mejor que empiecen a acostumbrarse a vernos juntos —declaró.
André tenía confianza en que juntos podríamos conquistar no solo al público de París, sino también a la alta sociedad.
—Kira —dije, colocándola en el asiento del copiloto del nuevo Renault Reinastella de André—, tienes que competir con el caniche de la marquesa de Crussol y el gran danés de la princesa de Faucigny-Lucinge. Así que demuéstrale a todo el mundo la superioridad felina y no saltes por las ventanas ni hagas ningún otro gesto caprichoso, ¿de acuerdo?
Me volví para saludar con la mano a André y a su madre, que estaban sentados en la tribuna. André me devolvió el saludo sonriendo, pero con un gesto de preocupación.
—No tienes por qué ganar el Concours d’élégance automobile, Simone —me había advertido mientras contemplaba como su chófer le hacía una última limpieza a la tapa de cristal del radiador—. Lo único importante es que te dejes ver.
—¿Cuál es el objetivo de eso? —repliqué en broma—. ¿Qué cree que voy a hacer? —murmuré ahora, contemplando a la condesa Pecci-Blunt, la sobrina del papa León XIII, conducir por el campo en su Bugatti plateado hecho por encargo—. ¿Pincharle una rueda a alguien? Puede que provengamos del mundo del espectáculo, pero está claro que también sabemos comportarnos como corresponde, ¿verdad, Kira?
Kira me miró y pestañeó. Esperaba que después de haber viajado por varios continentes en tren y en barco no se sintiera desconcertada por un automóvil y un desfile de moda.
El árbitro me hizo un gesto para que arrancara el motor. Comprobé una vez más las palancas y los controles del automóvil, aunque sabía conducir perfectamente. André me había organizado unas clases. Aun así, el Reinastella pesaba una tonelada y André me había contado una historia terrorífica durante la cena la noche anterior. Un año durante la celebración del concurso, la esposa de un diplomático se había puesto tan nerviosa que confundió el freno con el acelerador y aplastó a tres espectadores contra un árbol. Comprendí que aquella era la razón por la que los automóviles de algunas de las participantes iban conducidos por sus chóferes.
Pisé el acelerador y maniobré el coche sin incidentes hasta la tribuna de los jueces. El jurado estaba formado por André de Fouquières, un francés elegante y desenvuelto que parecía encontrarse dondequiera que hubiera mujeres bonitas; Daisy Fellowes, la hija de un noble y heredera de la fortuna de máquinas de coser Singer; y lady Mendl, cuya piel ligeramente maquillada y su vestido color rosa nacarado no proporcionaban ningún indicio de sus casi setenta años.
—Mademoiselle Simone Fleurier —anunció uno de los árbitros a través del megáfono—, conduciendo un Renault Reinastella y acompañada por Kira.
Otro árbitro se adelantó apresuradamente para abrirme la puerta. Cogí a Kira, la mantuve bajo la barbilla y me deslicé, no como una debutante en sociedad, sino como la estrella del Folies Bergère. «La mujer más sensacional del mundo», murmuré, riéndome entre dientes. A pesar de que aquella era la frase publicitaria que se me había atribuido, nunca llegué a creérmelo. En ningún momento sentí que hubiera llegado a lo más alto. Con cada paso que avanzaba, más me costaba mantener la posición. Como me había confiado Mistinguett en una ocasión: «Es más difícil mantenerse en equilibrio al final de la escalera que mientras se sube cada uno de los escalones».
Al ver a tanta gente, Kira sintió pánico. Me apretó la pata contra el pecho y trató de apartarse de mí. Sin embargo, el aplauso del público hizo que parase en seco. Se quedó congelada y dejó de revolverse el tiempo suficiente como para que yo pudiera desfilar alrededor del coche.
Los ojos de Daisy Fellowes se iluminaron cuando vio mi atuendo. Paul Derval me había presentado a una nueva diseñadora, una italiana llamada Elsa Schiaparelli. No tenía nada que ver con Chanel o Vionnet, cuyos femeninos vestidos aún me ponía para las noches de estreno. Schiaparelli era moderna. Su ropa se ajustaba a los planos del cuerpo más que a las curvas, lo cual le daba un aire de simplicidad cargado de estilo. Mi traje color azul marino tenía hombreras anchas, una cintura ceñida y estampado de piel de leopardo.
—El sombrero cloché está muerto —me informó Schiaparelli, coronándome en su lugar con un minúsculo sombrero cuya pluma negra era tan espinosa que pensé que parecía un erizo.
No me lo habría puesto de no ser porque Paul Derval me había asegurado que tenía un aspecto muy chic. Los zapatos y el bolso también tenían estampado de piel de leopardo y Schiaparelli había «vestido» a Kira con un collar a juego y una pluma en miniatura para ella. Por suerte, Kira se sentía tan aterrorizada que no se había fijado en la pluma, porque, si no, la habría destrozado como uno más de sus pajarillos de juguete.
Me detuve junto al capó del coche para que el fotógrafo de Le Fígaro Illustré me tomara una fotografía. Por el rabillo del ojo vi a Janet Flanner garabateando las palabras que aparecerían en su columna de The New Yorker:
La musa del teatro de variedades Simone Fleurier se apeó de uno de los últimos modelos de la gama alta de Renault y anunció al mundo con su elegante traje y sus larguísimas piernas que la era de las flappers y la androginia ha llegado a su fin. Ella es femenina por todos sus poros: espectacular, valiente y firmemente seductora.
—¡Vamos! —exclamé—. ¡Aquí todas somos campeonas!
Rodeé con el brazo los hombros de la marquesa de Crussol y brindé contra la copa de «La mejor del espectáculo» que descansaba sobre la mesa de mi tocador.
André, que estaba apoyado sobre mi armario ropero mientras charlaba con la condesa Pecci-Blunt, me dedicó una sonrisa maliciosa. Mi camerino se había llenado de descendientes de la aristocracia francesa.
Había allí casi tantos nobles europeos sentados sobre mi alfombra de cebra, picoteando alitas de pollo preparadas al estilo estadounidense y bebiendo champán, como coristas en el Folies Bergère. El que yo hubiera ganado de calle el Concours d’élégance automobile había provocado más de un par de miradas malhumoradas y de comentarios airados sobre los «intrusos». No era lo que André esperaba.
—¡Se suponía que tenías que cautivarlos, no había que humillarlos, Simone! —bufó mientras conducía el Reinastella por la pista durante mi vuelta triunfal—. Tienes suerte de que mi madre lograra conseguirte una invitación. Estamos intentando que nos acepten como pareja, no darles una lección.
—Lo arreglaré —le prometí, levantando mi trofeo y saludando—. ¡Gracias, señoras y caballeros! —dije, con mi mejor voz teatral—. Me gustaría invitar al jurado y a todas las participantes y sus parejas a un aperitivo con champán en mi camerino en el Folies Bergère después de la actuación de esta noche.
Una emocionada exclamación recorrió la tribuna. Daisy Fellowes y lady Mendl se intercambiaron una sonrisa. Una invitación para introducirse entre bastidores con una estrella era mejor que ganar otro Concours d’élégance automobile o llevar el mejor sombrero de las carreras. Porque, aunque muchos artistas llenaban sus camerinos con visitas circunstanciales, todo París sabía que para entrar en el mío hacía falta «invitación expresa» y que raras veces ofrecía mi hospitalidad en ese aspecto de mi vida.
En mi camerino aquella noche, la marquesa de Crussol brindó conmigo y tocó a Daisy Fellowes en el hombro mientras esta se empolvaba la nariz frente a mi espejo.
—¡Daisy, tienes que invitar a Simone a tu próxima fiesta! ¡Es tan divertida!
Daisy asintió y llamó a una mujer de aspecto poco agraciado que se estaba probando mi tocado de reina Nefertiti.
—Elsa, asegúrate de que mademoiselle Fleurier esté incluida en la lista de invitados a mis fiestas, ¿de acuerdo?
André pasó junto a mí.
—No tengo nada que enseñarte —me susurró, apretándome cariñosamente la mano—. Ni lo más mínimo.
El escritor estadounidense Scott Fitzgerald afirmó en una ocasión que los ricos eran diferentes, y yo lo descubrí por mí misma cuando llegó mi primera invitación de la alta sociedad parisina. Era de una fiesta que tendría lugar en la casa del pintor Meraud Guevara en Montparnasse.
—¿Qué es una fiesta «Vengan con lo puesto»? —le pregunté a André cuando me mostró la invitación.
Estaba tumbada en la bañera. Un largo y exquisito baño formaba parte de mi ritual tras la actuación en el Folies Bergère.
—Es una de las ideas creativas de Elsa —me contestó echándose a reír y sentándose en el borde de la bañera—. Enviará un autobús en algún momento ese día y, cuando suene la bocina, tendremos que dejar nuestros apartamentos y subirnos a él con lo puesto.
—Así que, si cuando venga estoy en el baño, ¿se supone que me tengo que subir desnuda al autobús?
André sonrió, descansando la mirada sobre mis rodillas, la única parte de mi cuerpo visible a través de las burbujas, excepto los hombros y la cabeza.
—En teoría —respondió—, algunos se van a pasear en ropa interior por toda la ciudad gracias a esta fiesta.
Releí la invitación. Elsa Maxwell, la estadounidense, me intrigaba. Lo tenía absolutamente todo para no ser chic. Era bajita, regordeta y tenía un rostro que asustaba a los niños. Y, aun así, incluso con su chirriante acento francés, resultaba encantadora. Aunque no tenía dinero propio, conseguía convencer a los miembros de la alta sociedad parisina para que celebraran «sus fiestas». Claramente, era una fuente inagotable de ideas.
—Está bastante bien preferir la música y la risa a tener marido —me dijo la primera vez que la conocí, aquella noche tras el Concours d’élégance automobile en mi camerino—. No tema nunca lo que los demás puedan decir.
Desgraciadamente, sí que me sentía un poco inquieta por lo que la alta sociedad parisina pudiera decir. André y yo éramos amantes, pero aún vivíamos en apartamentos diferentes. Exactamente igual que todo el resto de hipócritas en aquel círculo, manteníamos las apariencias. Y aunque supuestamente nos recibían en cualquier parte, yo era consciente de las murmuraciones que corrían sobre nosotros. Las había escuchado con mis propios oídos durante un baile. Había ido al lavabo de señoras y mientras estaba dentro de un cubículo escuché por casualidad a una chica de la alta sociedad decirle a otra: «Simone Fleurier no es más que una mala hierba sureña llena de pinchos que está tratando de arraigarse entre las rosas». Comprendía la envidia. Me había hecho con uno de los solteros de oro de Francia. Sabía que a André le importaba menos que a mí lo que la gente dijera; él lo único que estaba intentando era impresionar a su padre demostrándole que yo tenía clase y que me podía mezclar con la flor y la nata de la sociedad.
Pensé que André bromeaba cuando me dijo que la gente acudiría en ropa interior a la fiesta «Vengan con lo puesto» de Elsa Maxwell, así que cuando el autobús vino a recogernos a mi apartamento me sorprendió ver que era cierto. Daisy Fellowes se asomó a la puerta del autobús para recibirnos con un par de medias de encaje en la mano. Pero ella era una de las personas vestidas con más decencia dentro del vehículo: varias jóvenes llevaban poco más que un salto de cama. Bajo el sol de las últimas horas de la tarde se les veían claramente los pezones a través del tejido transparente e incluso el triángulo de vello oscuro entre las piernas.
—Bonsoir —saludó el marqués de Polignac—. Elsa ha dispuesto una barra de bar. ¿Qué desean beber?
El marqués llevaba un esmoquin, el tipo de sombrero de copa y de chaqué que a los ingleses les gusta ponerse, y tenía exactamente el aspecto de un hombre de mundo, de no ser porque no se había puesto pantalones.
Acepté la copa de champán del marqués, pero no sabía hacia dónde mirar. Me daba demasiada vergüenza dirigir la mirada hacia sus piernas desnudas y me incomodaba mucho mirarle solamente a la cara. Deslicé el brazo alrededor de André y tiré de él para que se sentara junto a mí. Se había pasado el día entero sin hacer nada tumbado en mi sofá en bata y pijama. Yo me había tomado la invitación al pie de la letra y había proseguido con mi día como de costumbre. Solo que aquella tarde, a pesar del calor de julio, había decidido cocinar un pastel, cosa que no había hecho en años. Cuando el autobús llegó, estaba vestida de manera presentable, pero tenía la blusa y el delantal cubiertos de harina.
—Como si nos fuéramos a creer que Simone Fleurier se dedica a cocinar mientras está en casa —comentó Bébé Bérard, el diseñador, lanzándome un beso—. ¿Qué estaba usted haciendo? ¿Una tarta de limón para su hombre?
Igual que André, Bébé llevaba una bata, pero en lugar de tener un libro bajo el brazo tenía el auricular del teléfono pegado a la oreja y crema de afeitar en la barbilla.
—Siempre me ha gustado cocinar —le respondí.
—Su apartamento debe de tener buena ventilación —comentó él, paladeando un sorbo de vino—, si podía usted soportar cocinar con el calor que hace.
Al ser de la Provenza, no lograba entender por qué los parisinos ponían el grito en el cielo por el calor. A pesar de todo, dentro del autobús comenzaba a faltar el aire, por el polvo y el humo de los tubos de escape. Elsa no había contado con que nos quedáramos atrapados en un atasco. Se suponía que la fiesta comenzaría a las siete, pero ya eran las ocho y ni siquiera habíamos cruzado a la orilla izquierda del Sena. Los ocupantes del autobús se resignaron a dejar seco el bar.
—Quizá deberíamos ir andando el resto del camino —comentó con voz pastosa el marqués de Polignac, mirando por el parabrisas la aglomeración de automóviles que se agolpaba delante de nosotros.
—¡Está más cocido que una gamba! —le susurré a André—. ¿De verdad se piensa que podemos ir andando? ¡Mira qué pintas llevan!
—O las que no llevan, querrás decir —respondió, dándome un beso en la mejilla.
Le cogí de la mano. Independientemente de lo que estuviéramos haciendo, siempre me sentía feliz por estar con André. Cada vez que lo contemplaba, era consciente de que el hombre que me amaba era uno entre un millón. Disfrutaba de una posición social privilegiada, pero también era honrado.
—¡Hola, pajarillos! —exclamó la condesa Gabriela Robilant, levantándose para saludar con su vaso de whisky a un grupo de hombres que estaban esperando para cruzar la calle.
En algún punto del viaje había perdido la falda, así que tuvimos el honor de verle las medias y el liguero.
La condesa Elisabeth de Breteuil se levantó y empujó a Gabriela para que se sentara.
—¡Póngase la falda! —le gritó—. ¡Esto es vergonzoso! ¡Recuerde su posición!
Gabriela se echó a reír, dejando caer la cabeza hacia un lado. Las mejillas de la condesa de Breteuil se sonrojaron. Se puso en pie de un salto y caminó a paso ligero hasta donde se encontraba el conductor.
—¡Abra la puerta! —exigió—. ¡Me niego a viajar con una compañía tan escandalosa!
El conductor estaba a punto de dejarla salir cuando Gabriela gritó: «¡A la Bastilla!», y se acercó dando bandazos hacia la condesa. Se escuchó un desgarrón y, antes de que nos diéramos cuenta, le había arrancado la falda a la otra mujer.
André y yo tuvimos que hacer un gran esfuerzo por no echarnos a reír. ¿Así que aquella era la nobleza francesa? ¿Esta era la gente a la que se suponía que yo debía impresionar?
En París el tiempo se aceleraba. Daba la sensación de que, después de haberle dado la bienvenida a la nueva década, en un abrir y cerrar de ojos habían pasado tres años y nos hallábamos en 1933.
—¿Se encuentra usted bien debajo de los focos, mademoiselle Fleurier? —me preguntó el ayudante del director—. Tardaremos un poco en encuadrar el plano.
—Por el momento sí, gracias —respondí, aunque la luz me quemaba la piel y me estaba haciendo visera con la mano sobre los ojos porque le había prometido al artista de maquillaje que no me lo estropearía poniéndome gafas de sol entre tomas.
Tenía la costumbre de no quejarme en los rodajes. Consideraba que era un privilegio estar allí y no había ningún trabajo más cómodo que el mío. Durante el rodaje de mi primera película, basada en un espectáculo del Folies Bergère, había visto a un cámara suspendido de una grúa desde el techo para conseguir un plano de 180 grados, y durante mi segunda película, una aventura romántica, había visto a un técnico de sonido cayéndose a las vías desde el andén de una estación. Por fortuna, no se hizo mucho daño, pero su micrófono quedó completamente deformado y me daba pavor pensar qué podría haberle sucedido si hubiera aterrizado unos centímetros más allá.
A la mayoría de las estrellas del teatro de variedades que trabajaban en el cine les parecía extraordinario mi entusiasmo por aquel medio.
—¡Pero si te obligan a meterte en las dichosas marcas de tiza pintadas en el suelo! —se quejó Camille Casal cuando le conté que quería hacer como mínimo una película al año—. Y no hay ningún público que te aplauda. ¿Cómo sabes si lo estás haciendo bien o no?
—El director te lo dice.
—Sí, pero después de la toma —replicó, sacudiendo la cabeza—. ¿Y cómo sabes que el público verá lo que él ve? Puede que se sienta tan desencantado como tú. Lo único que tienes mirándote es esa cámara y su ojo oscuro.
Me sorprendió la impaciencia de Camille por el proceso de creación del cine; al fin y al cabo, ella era una de las actrices más famosas de Europa. Por aquella época, se subía menos a los escenarios, pero estaba muy demandada por la gran pantalla. «Es más fácil disimular las arrugas en el cine que bajo los focos del escenario», había escrito un columnista sobre el cambio de rumbo de la carrera de Camille. Era un comentario malicioso y superficial: a los treinta años, Camille aún era toda una belleza y había estrellas mucho mayores que ella que todavía triunfaban sobre el escenario.
Dejé caer la mano y miré fijamente a Jean Renoir mientras discutía sobre el encuadre con el cámara.
—Vamos a recomponer la toma —le estaba diciendo—. Quiero rodar a través de la ventana.
«Estoy logrando trabajar con genios —pensé—. Y, además, son genios humildes».
Jean Renoir era hijo del pintor y él mismo era un gran artista de pies a cabeza, aunque de un medio muy diferente. Los movimientos de su cámara estaban cuidadosamente coreografiados y sudaba la gota gorda cuando montaba las tomas con su editor. Aunque mis primeras películas habían sido éxitos comerciales, me avergonzaba por la forma en la que batía las pestañas y movía los brazos en ellas. Mis gestos eran demasiado extravagantes para la pantalla. Pero en esta, mi tercera película, me estaba transformando a las órdenes de Renoir.
—No sobreactúe, mademoiselle Fleurier —me dijo desde el primer día—. Tiene usted un verdadero potencial como actriz dramática, pero no quiero que actúe usted. Lo que quiero que haga es pensar y sentir. El más mínimo movimiento de sus ojos en la pantalla puede decir tanto como veinte líneas de guión o un suspiro exagerado.
Era afortunada por que un director tan brillante creyera en mí, pero llegué a escuchar a alguien que dijo que Renoir tenía tanto talento que sería capaz de enseñar a actuar hasta a un armario ropero.
Contemplé a los técnicos de iluminación mientras volvían a iluminar la escena. Joseph de Bretagne, el responsable de sonido, me dedicó una sonrisa. La semana anterior habíamos rodado en una localización en Montmartre una escena en la que mi amante y yo nos despedíamos en el exterior de un club de jazz. Renoir odiaba doblar sus películas y prefería que el sonido se grabara durante el propio rodaje. El único problema era el nivel de ruido ambiente de la calle, que aquel día incluía a un cabrero tocando el silbato para atraer la atención de las amas de casa —escena que Renoir podía utilizar— y una camioneta depuradora que estaba extrayendo los desperdicios de una fosa séptica, cosa que Renoir no podía aprovechar. Joseph había tratado de disminuir el sonido ambiente rodeándonos a mí y al actor principal de colchones y telas. Por supuesto, no se mostraban en la escena, pero siempre que veía la película pensaba en aquellos colchones colocados a nuestro alrededor como si estuviéramos en una especie de tienda de camas al aire libre.
Tras la segunda toma, Renoir se quedó satisfecho con mi interpretación y Jacques Becker, su ayudante de dirección, anunció el descanso para el almuerzo. Aunque estaba programado que yo solo tenía que rodar por las mañanas —para poder ensayar para el espectáculo de la noche en el Casino de París—, normalmente me solía quedar a comer. Lo que más me gustaba de hacer películas era la camaradería que reinaba entre el reparto y el equipo. En aquella época, el cine era más divertido y más igualitario.
—¿Ya se ha hecho con un yoyó, mademoiselle Fleurier? —me preguntó Jacques, llenándome la copa de vino.
—¡Oh, por favor! —respondí.
Una locura se había apoderado de París como un huracán. No se podía ir a ninguna parte sin ver a hombres adultos, y a algunas mujeres, haciendo subir y bajar sus yoyós. Jugaban con ellos en los andenes del métro, en los tranvías y en los autobuses, en los cafés e incluso durante el descanso de la ópera.
—Vamos, mademoiselle Fleurier —comentó Renoir, echándose a reír—. He oído que Cartier ha fabricado uno de oro. Solo cuesta doscientos ochenta francos.
Tras tres años de bailes y cenas a la luz de las velas con la gente guapa de París, podía creerme cualquier cosa. Me encantaba la moda, el diseño de interiores y la comida, pero también me gustaba hablar de otras cosas. Elsa Schiaparelli era más interesante que la gente que se ponía su ropa y yo aceptaba sus invitaciones a cenar en su apartamento para poder oírla hablar sobre los movimientos artísticos y las nuevas tecnologías que influían en sus creaciones. Siempre que los integrantes de la alta sociedad parisina intentaban ser interesantes, resultaban pretenciosos. La última moda era hacer vacaciones «de aventura». Ya no era suficiente ir a Biarritz o a Venecia, había que ir a cazar a Perú o a África, de pesca al Kubán o a atrapar peces espada en las Canarias. Mi necesidad de conversaciones más sustanciosas era otra razón por la que me encantaba hacer películas con Renoir.
—¿Qué le sucede a París? —le pregunté.
—Se encuentra en estado de negación —respondió, untándose mantequilla en un trozo de pan—. La frivolidad siempre ha sido la reacción de los parisinos ante el peligro. No podemos negar que la Gran Depresión nos va a afectar. Nuestra economía se ha desacelerado y los beneficios de la industria están cayendo. Y todavía no es tan malo en París, pero ya ha golpeado a otras ciudades. El resto de Europa está igual. Hitler no habría llegado a ser canciller si no fuera por el estado de la economía alemana.
Me comí una cucharada de sopa y pensé en aquel asunto. Quizá aquello podía explicar las extravagancias de la alta sociedad parisina y su necesidad constante de diversión. El mes anterior, André y yo habíamos asistido a un baile organizado por su madre para recaudar fondos para los desempleados. Cuando hablé con algunos de los invitados, descubrí que no tenían ni la menor idea de para qué era el baile, aunque se sentían contentísimos de estar allí. En última instancia, André y yo aprendimos que no había que esperar mucho de la alta sociedad parisina.
—Si no fuera por la posición de mi familia y por respeto a mi madre y a Veronique, creo que renunciaría a todo ello —solía decir André cuando se sentía exasperado por la ignorancia de la gente de nuestro círculo social.
Yo no tenía claro que su afirmación fuera cierta. Ahora que tenía veintisiete años, André se estaba haciendo cargo cada vez más de los negocios, a medida que su padre se preparaba para jubilarse y cederle la dirección de las industrias Blanchard. Quizá no se sentía especialmente entusiasmado por mezclarse con la alta sociedad parisina, pero le encantaba su trabajo. Podía ver el orgullo en su mirada cuando examinaba los planos de una nueva planta de fabricación o de un nuevo hotel. Su trabajo lo mantenía despierto hasta tarde y lo sacaba de la cama temprano, pero nunca se sentía cansado. Le apasionaban los negocios, del mismo modo que a mí actuar. No se podía separar al hombre de su talento, intentarlo sería matar su espíritu.
—Estuvo usted allí, ¿verdad? —le preguntó Joseph a Renoir—. Cuando hicieron a Hitler canciller.
El rostro de Renoir se ensombreció.
—Estaba tratando de conseguir financiación para una película. Pensé que me quedaría allí a presenciar un evento histórico, pero lo único que vi fue un hatajo de camisas pardas obligando a una anciana judía a echarse sobre la acera y a chupar el suelo.
Me quedé en silencio. Renoir y yo habíamos compartido muchas conversaciones sobre Berlín, porque a él le gustaban los alemanes, a pesar de que había resultado herido en la Gran Guerra, y yo tenía muchos buenos recuerdos de la ciudad y de mi estancia allí.
—Berlín es una ciudad en la que logra florecer lo mejor y lo peor —me dijo—. La guerra destroza en cuestión de minutos lo que una cultura evolucionando lentamente tarda siglos en crear.
La secretaria de localizaciones entró corriendo.
—Mademoiselle Fleurier, tiene usted una llamada telefónica —anunció—. El caballero dice que es urgente. Puede cogerlo en la oficina.
Cogí el auricular y me sorprendió escuchar a André al otro lado de la línea.
—Ya casi has terminado, ¿verdad? —me preguntó, tratando de sonar alegre, pero percibí inmediatamente la ansiedad en su voz—. ¿Puedes saltarte el ensayo de esta tarde?
—Sí, ¿por qué? —pregunté.
—El conde Harry está aquí. Y necesita vernos inmediatamente.
No era la primera vez que el conde Kessler venía a París. Había asistido a todos mis espectáculos, pero no habíamos oído nada de él desde hacía unos meses. Su salud no había sido buena durante un tiempo, pero esta vez percibí que había algo más que eso en su repentina necesidad por vernos.
—¿Pasa algo malo, André?
—Ven lo más rápido que puedas —respondió—. Te envío mi coche.
Cuando colgué el auricular, me invadió un sentimiento sombrío que no pude explicar.
André y yo nos encontramos con el conde en el apartamento de uno de sus amigos en la Íle St. Louis. La vivienda estaba compuesta por dos habitaciones repletas de libros sobre combados estantes, pero no fue el desorden lo que más nos sorprendió, sino el aspecto del conde cuando nos abrió la puerta. ¿Era aquel el mismo hombre? Esos ojos que habían estado tan llenos de diversión ahora escudriñaban todo a su alrededor como los de un animal asustado.
—Tengo que darles buenas y malas noticias —nos anunció, conduciéndonos al interior del apartamento—. Las buenas noticias son que a partir de ahora van a verme con mucha más frecuencia, por lo menos durante un tiempo. Las malas es que he tenido que exiliarme.
André y yo nos quedamos demasiado estupefactos como para pronunciar palabra.
—He sido denunciado —explicó el conde, llevándose una mano a la cabeza—, por mi sirviente. ¿Pueden creerlo?
—¿Denunciado? —exclamó André—. ¿Por qué?
—Oh —dijo el conde, haciéndonos un gesto para que nos sentáramos a una mesa junto a la ventana—, en un estado policial no hace falta ninguna razón.
Nos explicó que había venido a París con la intención de quedarse hasta que las elecciones tuvieran lugar en Berlín. Se había opuesto a las tácticas de terror empleadas por los nazis para poner a Hitler en el poder y había apoyado un congreso de Libertad de Expresión celebrado en la sala de conciertos Kroll. Hubiera resultado peligroso para él quedarse mientras la guardia de asalto campaba por las calles. Pero un amigo se había puesto en contacto con él y le había advertido de que no regresara a Alemania. El sirviente del conde, Friedrich, lo había delatado. Los nazis habían registrado la casa del conde y habían encontrado una bandera republicana en el desván.
El conde me contempló largamente, con las lágrimas nublándole la mirada.
—Es algo terrible tener que…, bueno, es terrible ser traicionado.
Le pasé un brazo por los hombros. No era momento para formalismos.
—Siento como si esto fuera un mal sueño y sigo deseando despertarme —dijo—. Leo, doy paseos, me reencuentro con viejos amigos, pero durante todo el tiempo soy consciente del dolor que me oprime el corazón.
—¿Es cierto que están persiguiendo a los judíos? —pregunté.
El conde asintió.
—Los apalean en la calle y los echan del trabajo.
Pensé en monsieur Etienne y Odette. Me sentí feliz de ser francesa.
—Una cosa así no podría pasar aquí —afirmé—. Los franceses no lo permitirían. Católicos, judíos, aquí todos son iguales.
—Nosotros pensábamos lo mismo en Alemania —replicó el conde—. Pero Hitler ha persuadido a gente que normalmente no mataría una mosca para que apoyen sus actos de brutalidad. —Se cubrió los ojos con las manos—. Me pone enfermo pensar en ese filisteo gobernando Alemania. Me pregunto a mí mismo: ¿cómo ha podido suceder esto? Aquellos de entre nosotros que podríamos haberlo detenido… ¿hacia dónde estábamos mirando? De repente, artistas, escritores e intelectuales son relegados a ciudadanos de segunda y los vendedores de queso y pepinillos son los únicos que cuentan para algo.
—Hay gente en las altas esferas que también apoya a Hitler —repuso André—. ¿Cómo si no podría haber conseguido la cancillería?
—Eso es cierto —le respondió el conde.
Paseé la mirada por el apartamento y me percaté de que el único mueble en la habitación contigua era una cama de metal a la que le faltaba una pata. La cuarta esquina descansaba sobre una silla. A pesar del aspecto desvencijado del apartamento, era más acogedor que en los que yo había residido cuando llegué a París, pero no era lo bastante cómodo como para que viviera en él un hombre enfermo. Me pregunté si el conde tendría suficiente dinero. Y si no lo tenía, me asaltó la duda de cómo podría preguntárselo sin herir su orgullo. André y yo le proporcionaríamos con gusto un apartamento más adecuado.
André debía de estar pensando exactamente lo mismo que yo.
—¿Qué tiene pensado hacer? —le preguntó al conde—. Tengo un apartamento en la orilla derecha que está a su entera disposición durante el tiempo que desee.
El conde le dio unas palmaditas a André en la muñeca.
—Soy afortunado por tener amigos como usted y Simone. Pero estoy bien. He dado instrucciones para que se venda mi residencia de Weimar. Después, tengo pensado mudarme a Mallorca. Siempre he soñado con retirarme a una isla.
Logró dedicarnos una lánguida sonrisa antes de que se viniera abajo su compostura.
—No, en realidad no es eso lo que siempre he soñado —confesó, tapándose los ojos con las manos y llorando—. Deseaba vivir hasta el final de mis días en Alemania…
Pronunció el nombre de su país del mismo modo que una madre exclamaría el nombre de un hijo perdido. Me produjo un nudo en la garganta. Miré por la ventana. El cielo se había encapotado y reflejaba el carácter lúgubre del día. En algún lugar se avecinaba una tormenta, pero no tenía idea de por dónde se aproximaría la tempestad.
En 1934 mi madre y mi tía vinieron a pasar una temporada conmigo en París. Estaba muy ocupada con el espectáculo y transcurriría algún tiempo hasta que pudiera volver a la finca de nuevo. Aquella no era su primera visita; a tía Yvette le encantaba París y aceptó la oferta que André le hizo de ponerles un coche con chófer para que mi madre y ella pudieran hacer excursiones a Versalles y a Senlis. Mi madre se mostraba más reservada a la hora de dar su opinión sobre la ciudad, y sabía, por el modo en que contemplaba a los flamantes camareros de los cafés y por la manera de quedarse quieta siempre que se atascaba entre los apresurados peatones, que nunca habría dejado Pays de Sault de no ser por mí.
Se negó a dejarme comprarle ropa nueva y visitamos museos y comimos en brasseries, y a todos aquellos lugares mi madre llevaba su traje tradicional de la Provenza. Cuando la gente la observaba fijamente, ella les devolvía la mirada. Y era ella la que más aguantaba siempre. André se lo tomaba con calma y normalmente nos acompañaba a restaurantes de estilo provenzal para que mi madre y mi tía se sintieran cómodas. Aquello me hacía quererle aún más; y a mi madre y a mi tía les pasaba lo mismo. Porque, aunque la comida nunca llegaba al nivel de los platos que ellas mismas preparaban en casa, siempre se deshacían en elogios y alabanzas como si estuvieran probando la mejor cocina del mundo.
Un día nos cruzamos con Guillemette y Félix en el Pare de Monceau. Guillemette nos había visto acercándonos y trató de introducir a Félix por otro sendero para cambiar de dirección, pero frustró su intento un grupo de monjas que venía en dirección contraria. Guillemette miró por encima del hombro a mi madre cuando André se la presentó, e incluso Félix, con todo su esnobismo, se ruborizó por la grosería de su esposa. Sin embargo, si mi madre se dio cuenta, no lo demostró. Saludó a Guillemette de forma majestuosa, como correspondía a su rango, por ser la curandera de la aldea y la propietaria de una de las fincas de lavanda más prósperas de nuestra región. Guillemette abrió los ojos como platos, desconcertada al ver que mi madre había conseguido colocarse con tanta facilidad por encima de ella. Para colmo, mientras nos separábamos, tía Yvette me susurró lo suficientemente alto como para que todo el mundo lo oyera que una cucharada sopera de aceite de oliva le vendría bien para «ese tipo de mal». Con aquello, se refería a lo que había interpretado como estreñimiento por parte de Guillemette.
—Mi madre y mi tía parecen inofensivas, pero ambas tienen un perverso sentido del humor —le expliqué a André más tarde mientras se revolcaba de la risa en el sofá de su apartamento.
Se comportaba como si la actitud altiva y condescendiente de mi madre y la interpretación de mi tía sobre el rostro constreñido de Guillemette fueran lo más divertido que había visto en su vida.
—Están tan orgullosas de ti —me dijo, secándose las lágrimas—. Se ve en cómo te miran.
«Pobre André», pensé. Sabía lo mucho que le habría gustado ver ese mismo orgullo en los ojos de su padre.
Un día André llevó a tía Yvette al Louvre y nos dejó a mi madre y a mí para que pasáramos juntas la mañana. Miré al otro lado de la mesa del comedor a mi madre, que estaba remendando uno de mis camisones con su consabido hilo rojo. Puede que yo fuera una estrella de cine y de teatro, pero seguía siendo la hija de aquella mujer pausada y misteriosa. Me pregunté por qué ella y mi padre no habrían tenido más hijos. Quizá los Fleurier no eran excesivamente fértiles. Tía Augustine no había tenido descendencia y tío Gerome nunca había logrado dejar encinta a tía Yvette.
Cuando yo era niña, mi madre no me parecía una mujer normal. Siempre había sido un enigma. Pero ahora que era adulta sentía curiosidad por saber más sobre ella.
—Maman, ¿cómo salvaste la vida de papá cuando en el hospital lo habían dado por muerto? —le pregunté.
Mi madre continuó cosiendo. Se tomó tanto tiempo en contestarme que pensé que no había oído mi pregunta. Sin embargo, finalmente dijo:
—Una noche, cuando había luna llena, entré a hurtadillas en el hospital con una cesta que contenía trece huevos. Tu padre se estaba muriendo de una infección que se le había extendido por todo el cuerpo, así que abrí las cortinas para dejar entrar la luz de la luna y froté cada milímetro de su piel con los huevos y mientras tanto canté una oración curativa. Deseché los huevos enterrándolos en diferentes lugares del bosque. Por la mañana, cuando el médico vino a ver a tu padre, estaba sentado en la cama. Curado.
—Pero ¿por qué no le sanaste el ojo y la pierna? —le pregunté.
Ella levantó la mirada y me sonrió.
—Ya te dije cuando eras pequeña que eres demasiado lógica. Para ti todo es blanco o negro. Por eso yo soy sanadora y tú cantante.
—Pero ¿por qué, maman? ¿No puso a prueba tu fe que papá no se curara por completo?
Mi madre hizo el nudo final al hilo rojo y apartó su labor.
—No, mi fe se fortaleció —replicó—. ¿Quién sabe por qué las cosas ocurren de un modo u otro? Yo nunca pretendí cambiar lo que debía ser de cierta manera. Lo único que yo perseguía era el conocimiento y la belleza de lo que ya es.
Percibí que estaba intentando enseñarme algo, pero me resultaba difícil comprender la lección. Contempló mi rostro atribulado, alargó el brazo por encima de la mesa y me dio unas palmaditas en el mío.
—Tu padre fue un buen hombre desde el principio, pero se convirtió en una persona aún mejor debido a sus heridas. Quizá tuviera un ojo de menos, pero veía las cosas con más claridad.
—¿Qué quieres decir?
—Se volvió más visionario sobre la finca. Recuerda, fue tu padre el que decidió plantar lavanda. Ya no se sentía satisfecho únicamente con seguir los pasos de su propio padre. Se convirtió en un hombre hecho y derecho de un modo que Gerome jamás logró.
Al final de la visita, André nos llevó a la estación y ayudó a mi madre y a tía Yvette con el equipaje. Mi madre sonrió a André y después se volvió hacia mí.
—Me estoy haciendo vieja —susurró—. No estaré en este mundo para siempre.
Me sentía demasiado feliz por haber pasado un tiempo con ella y tía Yvette como para dejar que sus palabras me entristecieran.
—Maman, ¡pero si apenas tienes cuarenta y cinco años!
—El tiempo que pasamos en el mundo no siempre se corresponde con nuestra edad —respondió—. Cásate, Simone. Trae mala suerte para André y para ti que os améis pero estéis esperando tanto para formalizarlo con una unión sagrada. La familia de tu padre estuvo contra mí desde el principio, pero nunca les dejamos que se interpusieran en nuestro camino.
Me inundó un sentimiento de gratitud y le cogí las manos con fuerza. Nunca le había contado nada a mi madre sobre la familia de André y su actitud hacia mí, o lo que me dolía que me rechazaran. Había adivinado que no todo iba bien por el modo tan grosero en que la había tratado Guillemette.
Sonó el silbato del tren y les dije adiós con la mano a mi madre y a tía Yvette.
—Os veré en la finca en un par de meses —grité—. Dadle saludos de mi parte a Bernard.
Mi madre tenía razón: los Fleurier se habían opuesto a ella por ser una extraña, y, aun así, mi padre se había casado con ella. Sin embargo, una luz iluminaba el futuro para André y para mí. Había abordado el tema con su padre, le había dicho que me amaría eternamente y él le había prometido que si seguíamos estando juntos cuando André cumpliera treinta años, se convencería de que yo era una buena pareja para su hijo. Para mis adentros, pensé en que no debía hacerle caso a la actitud condescendiente que monsieur Blanchard demostraba por mí. Independientemente de lo rica que me hiciera por mi propio trabajo, me trataba como a una especie de frívola cazafortunas. No podía evitar preguntarme si monsieur Blanchard se habría dejado convencer de haber sido André su hijo favorito.