Los hechos de Roboán
«Ciertas», dijo Roboán, «así lo quiera, ca lo que Dios comienza nos por acabado lo debemos tener; ca Él nunca comenzó a hacer merced así como vos veis; no hay caso por que debemos dudar que Él no lleve y dé cima a todos; y por amor de Dios os pido, señor, por merced, que me queráis perdonar y enviar y que no me detengáis, ca el corazón me da que muy aína oiréis nuevas de mí». «Ciertas», dijo el Rey, «hijo, no me detendré, mas bien es que lo será tu madre, ca cierto soy que tomará en ello gran pesar». «Señor», dijo Roboán, «conhortadla vos con vuestras buenas palabras, así como soy cierto que lo sabréis hacer, y sacadla de pesar y traedla a placer». «Ciertas», dijo el Rey, «así lo haré cuanto yo pudiere; ca mi voluntad es que hagas lo que pusiste en tu corazón, ca creo que buen propósito de honra es que demandas, y cierto soy que, si bien lo siguieres y no te enojares, que acabarás tu demanda con la merced de Dios; ca todo hombre que alguna cosa quiere acabar, tan bien en honra como en al que hacerse puede, habiendo con qué seguirla, y fuere en pos ella y no se enojare, acabarla ha ciertamente. Y por ende dicen que aquel que es guiado a quien Dios quiere guiar».
Y luego el Rey envió por la Reina que viniese y donde ellos estaban, y ella fue y venida luego, y asentose en una silla luego que estaba en par del Rey, y el Rey le dijo: «Reina, yo he estado con vuestros hijos así como buen maestro con los discípulos que ama y ha sabor de enseñarlos y aconsejarlos y castigarlos porque siempre hiciesen lo mejor y más a su honra. Y en cuanto he yo en ellos enmendado, como buenos discípulos que han sabor de bien hacer, aprendieron su lección, y creo que si hombres hubiese en el mundo que obraren bien de costumbres y de caballerías, que estos serán de los mejores. Y Reina, decíroslo he en qué lo entiendo; porque Roboán, que es el menor, así paró mientes en las cosas y en los castigos que yo les daba, y así los guardaban en el arca del su corazón, que no se puede detener que no pidiese merced que le hiciese algo, que le diese trescientos caballeros con que fuese probar el mundo y ganar honra; ca el corazón le daba que ganaría honra así como nos, con la merced de Dios, o por ventura mayor». Y ciertas, bien así como lo dijo, así me vino a corazón que podía ser verdad. Y Reina, véngaseos en mente que antes que saliésemos de nuestra tierra os dije el propósito en que yo estaba, y que quería seguir lo que había comenzado, y que no lo dijésemos a ninguno ca nos lo tendrían a locura. Y vos respondístesme así: que si locura o cordura, que luego me lo oyerais decir, os subió al corazón que podría ser verdad, y aconsejástesme así: que saliésemos luego de la nuestra tierra; e hicímoslo así, y Dios por la su gran merced, después de grandes pesares y trabajos, guiemos y endrecemos así como veis. Y ciertas, Reina, eso mismo podría acaecer en el propósito de Roboán».
«A Dios digo verdad», dijo la Reina, «que eso mismo me aconteció ahora en este propósito de Roboán; ca me semeja que de todo en todo que ha de ser un gran emperador». Pero llorando de los ojos muy fuertemente, dijo así: «Señor, comoquiera que estas cosas vengan a hombre a corazón, y cuido que será mejor, si la vuestra merced fuese, que fincase aquí convusco y con su hermano, y que le hicieseis mucha merced y lo heredaseis muy bien, que asaz habéis en qué, loado sea Dios, y que no se fuese tan aína, siquiera por haber nos alguna consolación y placer de la soledad en que fincamos en todo este tiempo, cada uno a su parte, y pues Dios nos quiso ayudar por la su merced, no nos queramos departir.»
«Señora», dijo Roboán, «¿no es mejor ir aína a la honra que tarde? Y pues vos, que sois mi madre y mi señora, que me lo debíais allegar, vos me lo queréis detardar, ciertas, fuerte palabra es de madre a hijo». «¡Ay, mío hijo Roboán!», dijo la Reina, «mientras en esta honra dure en que estoy, si no la quise para vos más que vos mismo». «Pues, ¿por qué me lo queréis destorbar?», dijo Roboán. «No quiero»; dijo la Reina, «mas nunca a tal hora iréis que las telas del mi corazón no llevéis convusco, y fincaré triste y cuitada pensando siempre en vos; y mal pecado, no hallaré quien me conhorte ni quien me diga nuevas de vos en cómo os va, y esta será mi cuita y mi quebranto mientras no os viere». «Señora», dijo Roboán, «tomad muy buen conhorte, ca yo he tomado por mío guardador y por mío defendedor a Nuestro Señor Dios, que es poderoso de lo hacer, y con gran fucia y con la su gran ayuda, yo haré tales obras por que los mis hechos os traerán las nuevas de mí y os serán conhorte». «Pues así es», dijo la Reina, «y al Rey vuestro padre place, comenzad vuestro camino en el nombre de Dios cuando vos quisiereis».
Otro día de gran mañana, por la gran acucia de Roboán, dieron cien acémilas cargadas de oro y de plata, y mandáronle que escogiese trescientos caballeros de los mejores que él halle en toda su mesnada del Rey; y él escogió aquellos que entendía que más le cumplían. Y entre los cuales escogió un caballero, vasallo del Rey, de muy buen seso y de muy buen consejo, caballero que decían Garbel. Y no quiso dejar al caballero Amigo, ca ciertamente es mucho entendido y buen servidor y de gran esfuerzo. Y dioles a los caballeros todo lo que habían mester, tan bien para sus casas como para aguisarse, y dioles plazo de ocho días a que fuesen aguisados, y despidieron del Rey y de la Reina y fuéronse. Pero que al despedir hubo y muy grandes lloros, que no había ninguno en la ciudad que pudiese estar que no llorase, y decían mal del Rey porque le aconsejaba ir, pero no destorbar, pues comenzado lo había. Y verdaderamente así lo amaban todos y lo preciaban en sus corazones por las buenas costumbres y los buenos hechos de caballeros que en él había, les parecía que el reino fincaba desamparado.
Y por doquier que iba por el reino lo salían a recibir con grandes alegrías, haciéndole mucha honra y convidando cada uno a porfía, cuidándole detener, y por ventura en la detenencia que se arrepentiría de esto que había comenzado. Y cuando al departir, viendo que al no podía ser sino aquello que había comenzado, toda la alegría se les tornó en lloro y en llanto; y así salió del reino de su padre. Y por cualquier reino que iba recibíanlo muy bien, y los reyes hacían algo de lo suyo y trababan con él que fincase con ellos, y que partirían con él muy de buenamente lo que hubiese; y él agradecióselo e íbase. Ca de tal donaire era él y aquella gente que llevaba, que los de las otras ciudades y villas que lo oían habían muy gran sabor de verlo; y cuando llegaba cerraban todas las tiendas de los menestrales, bien así como si su señor y llegase. Pero que los caballeros mancebos que con él iban no querían estar de vagar, ca los unos lanzaban y los otros andaban por el campo a escudo y a lanza haciendo sus demandas.
Y el que mejor hacía esto entre ellos todos era el infante Roboán cuando lo comenzaba; ca este era el mejor acostumbrado caballero mancebo que hombre en el mundo supiese; ca era muy apuesto en sí, y de muy buen donaire, y de muy buena palabra, y de buen recibir, y jugador de tablas y de ajedrez, y muy buen cazador de toda ave mejor que otro hombre, decidor de buenos retraires, de guisa que cuando iba camino todos habían sabor de acompañarlo por oír lo que decía, partidor de su haber muy francamente y donde convenía, verdadero en su palabra, sabedor en los hechos de dar buen consejo cuando se lo demandaban, no atreviendo mucho en su seso cuando consejo de otro hubiese mester, buen caballero de sus armas con esfuerzo y no con atrevimiento, honrador de dueñas y de doncellas.
Bien dice el cuento que si hombre quisiese contar todas las buenas costumbres y los bienes que eran en este caballero, que no lo podría escribir todo en un día. Y bien semeja que las hadas que le hadaron que no fueron de las escasas, mas de las más largas y más abundadas de las buenas costumbres.
Así que era arredrado Roboán de la tierra del Rey su padre mil jornadas, eran entrados en otra tierra de otro lenguaje que no semejaba a la suya, de guisa que no se podían entender sino en pocas palabras; pero que le traía sus trujamanes consigo por las tierras por donde iba, en manera que lo recibían muy bien y le hacían gran honra; ca él así traía su compaña castigada que a hombre del mundo no hacía enojo.
Tanto anduvieron que hubieron a llegar al reino de Pandulfa, donde era señora la infante Seringa, que heredó el reino de su padre porque no hubo hijo sino a ella. Y porque era mujer, los reyes sus vecinos de enderredor hacíanle mucho mal y tomábanse su tierra, no catando mesura, la que todo hombre debe catar contra las dueñas. Y cuando Roboán llegó a la ciudad de la infante Seringa, este fue muy bien recibido y luego fue a la Infante a ver. Y ella se levantó a él y recibiole muy bien, haciéndole gran honra más que a otros hacía cuando venían a ella. Y ella le preguntó: «Amigo, ¿sois caballero?» «Señora», dijo él, «sí». «¿Y sois hijo de Rey?», dijo ella. «Sí», dijo él. «¡Loado sea Dios que lo tuvo por bien!» «¿Y sois casado?», dijo la Infante. «Ciertas no», dijo Roboán. «¿Y de cuál tierra sois?», dijo ella. «Del reino de Mentón», dijo él, «si lo oístes decir». «Sí oí», dijo ella, «pero creo que sea muy lejos». «Ciertas», dijo Roboán, «bien hay de aquí allá ciento y treinta jornadas». «¿Mucho habéis lazrado?», dijo la Infante. «No es lacerio», dijo él, «al hombre cuando anda a su voluntad». «¿Cómo?», dijo la Infante, «¿por vuestro talante os vinistes a esta tierra, ca no por cosas que hubieseis de recaudar?». «Por mío talante», dijo él, «y recaudaré lo que Dios quisiere y no al». «Dios os deje recaudar aquello», dijo ella, «que vuestra honra fuese». «¡Amén!», dijo él.
La Infante fue y muy pagada de él y rogole que fuese su huésped, y que le haría todo el algo y toda la honra que pudiese. Y él otorgóselo, ca nunca fue demandado a dueña ni a doncella de cosa que le dijese que hacedera fuese, y levantose delante ella donde estaba asentado, para irse.
Y una dueña viuda muy hermosa que había nombre la dueña Gallarda, comoquiera que era atrevida en su hablar, cuidando que se quería ir el Infante, dijo así: «Señor Infante, ¿ir os queréis sin os despedir de nos?» «Porque no me quiero ir», dijo él, «no me despido de vos ni de los otros. Y comoquiera que de los otros me despidiese, de vos no me podía despedir maguer quisiese». «Ay, señor», dijo ella, «¿tan en poco me tenéis?». «No creo», dijo él, «que hombre en poco tiene a quien salvó si de él no se puede partir». Y fuese luego con su gente para su posada.
La Infante comenzó a hablar con sus dueñas y con sus doncellas y díjoles así: «¿Vistes un caballero tan mancebo y tan apuesto ni de tan buen donaire, y de tan buena palabra, y tan apercibido en las sus respuestas que ha de dar?». «Ciertas, señora», dijo la Gallarda, «en cuanto oí de él ahora seméjame de muy buen entendimiento, y de palabra sosegada, y muy placentero a los que lo oyen». «¿Cómo?», dijo la Infante, «¿así os pagastes de él por lo que os dijo?». «Ciertas, señora», dijo la dueña, «mucho me pago de él por cuanto le oí decir; y bien os digo, señora, que me placería que nos viniese ver, porque pudiese con él hablar y saber si es tal como parece. Y prométoos, señora, que si conmigo habla, que yo lo pruebe en razonando con él, diciendo algunas palabras de algún poco de enojo, y veré si dirá alguna palabra errada». «Dueña», dijo la Infante, «no os atreváis en el vuestro buen decir, ni queráis probar los hombres ni afincarlos más de cuanto debéis, ca por ventura cuidaréis probar y probaros han». «Ciertas, señora, salga a lo que salir pudiere, que yo a hacerlo he, no por al sino porque le quiero muy gran bien, y por haber razón de hablar con él». «Dé Dios buena ventura», dijo la Infante, «a todos aquellos que bien le quieren». «Amén», dijeron todos.
La Infante mandó luego de él pensar muy bien, y darle todas las cosas que hubo mester; y podríalo muy bien hacer, ca era muy rica y muy abundada y abastada, y sin la renta que había cada año del reino, que hubo después que el Rey su padre murió, hubo todo el tesoro, que fue muy grande a maravilla. Y ella era de buena previsión, y sabía muy bien guardar lo que había. Y ciertas, mucho era de loar cuando bien se mantuvo después de la muerte de su padre, cuando bien mantuvo su reino, sino por los malos vecinos que le corrían la tierra y le hacían mal en ella; y no por al sino porque no quería casar con los que ellos querían, no siendo de tal lugar como ella, ni habiendo tan gran poder.
Después que el infante Roboán hubo comido, cabalgó con toda su gente y fueron andar por la ciudad. Y verdaderamente así placía a todos los de la ciudad con él como si fuese señor del reino. Y todos a una voz decían que Dios le diese su bendición, ca mucho lo merecía. De que hubo andado una pieza por la ciudad, fuese para casa de la Infante. Y cuando a ella dijeron que el Infante venía, plúgole muy de corazón, y mandó que acogiesen a él y a toda su compaña. Y la Infante estaba en el gran palacio que el Rey su padre mandara hacer, muy bien acompañada de muchas dueñas y doncellas, más de cuantas halló Roboán cuando la vino ver en la mañana. Y cuando llegó Roboán, asentose delante ella y comenzaron a hablar muchas de cosas. Y en hablando entró el conde Rubén, tío de la Infante, y Roboán se levantó a él, y le acogió muy bien, y preguntole si quería hablar con la Infante en puridad, que los dejaría. «Ciertas», dijo el Conde, «señor, sí he, mas no quiero que la habla sea sin vos, ca, mal pecado, lo que he yo a decir no es puridad». Y dijo así: «Señora, ha mester que paréis mientes en estas nuevas que ahora llegaron.» «¿Y qué nuevas son estas?», dijo la Infante. «Señora», dijo el Conde, «el rey de Guimalet ha entrado en vuestra tierra, y la corre y la quema, y os ha tomado seis castillos y dos villas, y dijo que no holgará hasta que todo el reino vuestro corriese; y porque ha mester que toméis y consejo con vuestra gente, y que enviéis y que habléis con ellos, y aguiséis que este daño y este mal no vaya más adelante». «Conde», dijo la Infante, «mandadlo vos hacer, ca vos sabéis que cuando mi padre murió en vuestra encomienda me dejó, ca yo mujer soy, y no he de meter las manos; y como vos tuviereis por bien de ordenarlo, así tengo yo por bien que se haga».
El Conde movió estas palabras a la Infante a sabiendas ante el infante Roboán con muy gran sabiduría, ca era hombre de buen entendimiento y probara muchas cosas, y movía esto teniendo que por ventura el infante Roboán se moviera ayudar a la Infante con aquella buena gente que tenía. La Infante se comenzó mucho a quejar, y dijo: «¡Ay, Nuestro Señor Dios!, ¿por qué quisiste que yo naciese pues que yo no me puedo defender de aquellos que mal me hacen? Ciertas, mejor fuera en yo no ser nacida y ser este lugar de otro que supiese pasar a los hechos y a lo defender.» El Infante, cuando la oyó quejar, fue movido a gran piedad, y pesole mucho con la soberbia que le hacían, y díjole así: «Señora, ¿enviástesle nunca a decir a este rey que vos este mal hace que no os lo hiciese?» «Ciertas», dijo la Infante, «sí; envié muchas vegadas mas nunca de él buena respuesta pude haber». «Ciertas», dijo Roboán, «no es hombre en el que buena respuesta no ha; antes cuido que es diablo lleno de soberbia, ca el soberbio nunca sabe bien responder. Y no cuido que tal rey como este que vos decís mucho dure en su honra, ca Dios no sufre las soberbias, antes las quebranta y las abaja a tierra, así como hará aqueste rey». «Yo fío de la su merced, si no se repiente y no se parte de esta locura y esta soberbia, ca mucho mal me ha hecho en el reino muy gran tiempo ha, desde que murió el Rey mi padre». El infante Roboán se tornó contra el Conde y dijo así: «Conde, mandadme dar un escudero que vaya con un mi caballero que yo le daré, y que le muestre la carrera y la tierra, y yo enviaré a rogar aquel rey que por la su mesura, mientras yo aquí fuere en el vuestro reino, que soy hombre extraño, que por honra de mí que no os haga mal ninguno, y yo cuido que querrá ser mesurado y que lo querrá hacer». «Muy de buenamente», dijo el Conde. «Luego os daré el escudero que vaya con vuestro caballero y lo guíe por toda la tierra de la Infante y le haga dar lo que mester hubiere hasta que llegue al Rey.»
Y entonces Roboán mandó llamar al caballero Amigo, y mandole que llevase una carta al rey de Guimalet, y que le dijese de su parte que le rogaba mucho, así como a rey en quien debía tener mesura, que por amor del que es hombre extraño no quisiese hacer mal en el reino de Pandulfa mientras él y fuese, y que se lo agradecería mucho; y si por ventura no lo quisiese hacer y dijese contra él alguna cosa desaguisada o alguna palabra soberbiosa, que lo desafiase de su parte.
El caballero Amigo tomó la carta del infante Roboán, y cabalgó luego con el escudero, y el Conde salió con ellos por los castigar en cómo hiciesen. La Infante agradeció mucho a Roboán lo que hacía por ella, y rogó a todos los caballeros y a las dueñas y doncellas que estaban y, que se lo ayudasen a agradecer. Todos se lo agradecieron sino la dueña Gallarda, que dijo así: «¡Ay, hijo de rey!, ¿cómo os puedo yo agradecer ninguna cosa, teniéndome hoy tan en poco como me tuviste?» «Ciertas, señora», dijo Roboán, «no creo que bien me entendistes, ca si bien me entendierais cuáles fueron las palabras y el entendimiento de ellas, no me juzgaríais, pero yo iré hablar convusco y hacéroslo he entender; ca aquel que de una vegada no aprende lo que hombre dice, conviene que de otra vegada se lo repita».
«Ciertas», dijo la Infante, «mucho me place que vayáis hablar con cual vos quisiereis; ca cierta soy que de vos no oirá sino bien». Y levantose Roboán y fue asentarse con aquella dueña, y díjole así: «Señora, mucho debéis agradecer a Dios cuanto bien y cuanta merced os hizo, ca yo mucho se lo agradezco porque os hizo una de las más hermosas dueñas del mundo, y más lozana de corazón, y la de mejor donaire, y la de mejor palabra, y la de mejor recibir, y la más apuesta en todos sus hechos. Y bien semeja que Dios cuando os hacía muy de vagar estaba, y tantas buenas condiciones puso en vos de hermosura y de bondad que no creo que en mujer de este mundo las pudiese hombre hallar.» La dueña quísolo mover a saña por ver si diría alguna palabra errada, no porque ella entendiese y viese que podría de él decir muchas cosas buenas, así como en él las había. «Ciertas, hijo de rey», dijo ella, «no sé qué diga en vos; ca si supiese, lo diría muy de grado».
Cuando esto oyó el infante Roboán, pesole de corazón y tuvo que era alguna dueña torpe, y díjole así: «Señora, ¿no sabéis qué digáis en mí? Yo os enseñaré, pues vos no sabéis, ca el que nada no sabe conviene que aprenda.» «Ciertas», dijo la dueña, «si de la segunda escatima mejor no nos guardamos que de esta, no podemos bien escapar de esta palabra; ca ya la primera tenemos». «Señora», dijo Roboán, «no es mal que oiga quien decir quiere, y que le responda según dijere». «Pues enseñadme», dijo ella. «Pláceme», dijo él. «Mentid como yo mentí, y hallaréis qué digáis cuanto vos quisiereis».
La dueña, cuando oyó esta palabra tan cargada de escatima, dio un gran grito el más fuerte del mundo, de guisa que todos cuantos y estaban se maravillaron. «Dueña», dijo la Infante, «¿qué fue eso?». «Señora», dijo la dueña, «en fuerte punto nació quien con este hombre habla, sino en cordura; ca tal respuesta me dio a una liviandad que había pensado, que no fuera mester de oírla por gran cosa». Y dijo la Infante: «¿No os dije yo que por ventura querríais probar y que os probarían? Bendito sea hijo de rey que da respuesta que le merece la dueña.»
Y el infante Roboán se tornó a hablar con la dueña como un poco sañudo, y dijo así: «Señora, mucho me placería que fueseis guardada en las cosas que hubieseis a decir, y que no quisieseis decir tanto como decís, ni rieseis de ninguno; ca me semeja que habéis muy gran sabor de departir en haciendas de los hombres, lo que no cae bien a hombre bueno, cuanto más a dueña. Y no puede ser que los hombres no departan en vuestra hacienda, pues sabor habéis de departir en las ajenas. Y por ende dicen que la picaza en la puente de todos ríe, y todos ríen de su frente. Ciertas, muy gran derecho es que quien de todos se ríe, que rían todos de él. Y creo que esto os viene de muy gran vileza de corazón y de muy gran atrevimiento que tomáis en la vuestra palabra; y verdad es que si ninguna dueña vi en ningún tiempo que de buenas palabras fuese, vos aquella sois. Comoquiera que algunos hombres quiere Dios poner este don, que sea de buena palabra, a las vegadas mejor les es el oír que no mucho querer decir; ca en oyendo hombre puede mucho aprender, onde diciendo puede errar. Y señora, estas palabras os digo atreviéndome en la vuestra merced y queriéndoos muy gran bien, ca a la hora que vos yo vi, siempre me pagué de los bienes que Dios en vos puso, en hermosura y en sosiego y en buena palabra. Y por ende querría que fueseis en todas cosas la más guardada que pudiese ser; pero, señora, si yo os erré en atreverme a vos decir estas cosas que vos ahora dije, ruégoos que me perdonéis, ca con buen talante que vos yo he me esforcé a decíroslo, y no os encubrí lo que yo entendía por vos apercibir.»
«Señor», dijo la dueña, «yo no podría agradecer a Dios cuanta merced me hizo oyendo en este día, ni podríaos servir la mesura que en mí quisistes mostrar en me querer castigar y adoctrinar; ca nunca hallé hombre que tanta merced me hiciese en esta razón como vos. Y bien creed que de aquí adelante seré castigada, ca bien veo que no conviene a ningún hombre tomar gran atrevimiento de hablar, mayormente a dueña; ca el mucho hablar no puede ser sin yerro. Y vos veréis que os daría yo a entender que hicistes una discípula, y que hube sabor de aprender todo lo que dijistes. Y comoquiera que otro servicio no os puedo hacer, siempre rogaré a Dios por la vuestra vida y por la vuestra salud». «Dios os lo agradezca», dijo Roboán, «ca no me semeja que gané poco contra Dios por dar respuesta, y no muy mesurada». «Por Dios», dijo la dueña, «¿fue respuesta? Más fue juicio derecho; ca con aquella encubierta que yo cuidé engañar, me engañaste; y según dice el verbo, que tal para la manganilla que se cae en ella de golilla». «Ciertas», dijo Roboán, «señora, mucho me place de cuanto oyó, y tengo que empleé bien el mío conocer; que bien creo que si vos tal no fueseis como yo pensé luego que os vi, no me responderíais a todas cosas».
Y que esto fue Roboán muy alegre y muy pagado. Ciertas, no obraron poco las palabras de Roboán ni fueron de poca virtud, ca esta fue después la mejor guardada dueña en su palabra y la más sosegada, y de mejor vida luego en aquel reino. Ciertas mester sería un Infante como este en todo tiempo en las casas de las reinas y de las dueñas de gran lugar que casas tienen, que cuando él se asentase con dueñas o con doncellas, que las sus palabras obrasen así como las de este Infante, y fuesen de tan gran virtud para que siempre hiciesen bien y guardasen su honra. Mas, ¡mal pecado!, en algunos acontece que en lugar de castigarlas y de adoctrinarlas en bien, que las meten en bullicio de decir más de cuanto debían; y aun parientes y ha que no catan de ello ni de ellas, que las imponen en estas cosas, y tales y ha de ellas que las aprenden de grado y repiten muy bien la lección que oyeron. Ciertas, bienaventurada es la que entre ellas se esmera para decir y para hacer siempre lo mejor, y se guarda de malos corredores, y no caer ni escuchar a todas cuantas cosas le quieren decir; ca quien mucho quiere escuchar, mucho ha de oír, y por ventura de su daño y de su deshonra; y pues de grado lo quiso oír, por fuerza lo ha de sufrir, maguer entienda que contra sí sean dichas las palabras; ca conviene que lo sufra, pues le plugo de hablar en ello. Pero debe fincar envergoñada si buen entendimiento Dios le quiso dar para entender, y débese castigar para adelante. Y la que de buena ventura es, en lo que ve pasar por los otros se debe castigar; onde dice el sabio que bienaventurado es el que se escarmienta en los peligros ajenos, mas, ¡mal pecado!, no cree más que el peligro ni daño el que pasa por los otros, mas el que nos habemos a pasar y a sufrir. Ciertas, esto es mengua de entendimiento, ca debemos entender que el peligro y el daño que pasa por uno puede pasar por otro, ca las cosas de este mundo comunales son, y la que hoy es en vos, cras es en otro, si no fuese hombre de tan buen entendimiento que se sepa guardar de los peligros. Onde todo hombre debe tomar ejemplo en los otros antes que en sí, mayormente en las cosas peligrosas y dañosas; ca cuando las en sí toma, no puede fincar sin daño, y no lo tienen los hombres por de buen entendimiento. Y guárdeos Dios a todos, ca aquel es guardado que Dios quiere guardar. Pero con todo esto conviene a hombre que se trabaje y se guarde, y Dios le guardará; y por ende dicen que quien se guarda, Dios le guarda.
Y desí levantose Roboán de cerca de la dueña y despidiose de la Infante, y fuese a su albergada. Y la Infante y las dueñas y doncellas fincaron departiendo mucho en él, loando mucho las buenas costumbres que en él había. La dueña Gallarda dijo así: «Señora, qué bien andante sería la dueña que este hombre hubiese por señor, y cuánto bienaventurada sería nacida del vientre de la su madre.» La Infante tuviera que por aquella dueña era decidor que dijera estas palabras por ella, y enrubeció; y dijo: «Dueña, dejemos ahora esto estar, que aquella habría la honra la que de buena ventura fuere y Dios se la quisiere dar». Ciertas, todos pararon mientes a las palabras que dijo la Infante en cómo se mudó la color, y bien tuvieron que por aquellas señales que no se despagaba de él. Y ciertamente en el bejaire del hombre se entiende muchas vegadas lo que tiene en el corazón.
Y el infante Roboán moró en aquella ciudad hasta que vino el caballero Amigo con la respuesta del rey Guimalet. Y estando Roboán hablando con la Infante en solas, pero no palabras ledas, mas muy apuestas y muy sin villanía y sin torpedad, llegó el Conde a la Infante y dijo así: «Señora, son aquellos el caballero y el escudero que envió el infante Roboán al rey de Guimalet.» «Y venga luego», dijo el infante Roboán, «y oiremos la respuesta que nos envía.» Luego el caballero Amigo vino antes la Infante y ante Roboán, y dijo así: «Señora, si no que sería mal mandadero, me callaría yo o no diría la respuesta que me dio el rey de Guimalet; ca, así Dios me valga, del día en que nací nunca vi un rey tan desmesurado ni de tan mala parte, ni que tan mal oyese mandaderos de otro, ni que mala respuesta les diese ni soberbiamente.» «¡Ay, caballero Amigo!», dijo el infante Roboán, «así Dios te dé la su gracia y la mía, que me digas verdad de todo cuanto te dijo, y no mengües ende ninguna cosa». «Por Dios, señor», dijo el caballero Amigo, «sí diré; ca antes que de él me partiese me hizo hacer hombrenaje que os dijese el su mandato cumplidamente; y porque dudé un poco de hacer hombrenaje, mandábame cortar la cabeza». «Ciertas, caballero Amigo», dijo el infante Roboán, «bien estáis, ya que habéis pasado el su miedo». Dijo el caballero Amigo: «Bien creed, señor, que aún cuido que delante de él estoy.» «Perded el miedo», dijo el Infante, «ca perderlo solíais vos en tales cosas como estas». «Aún fío por Dios», dijo el caballero Amigo, «que le veré yo en tal lugar que habrá él tan gran miedo de mí como yo de él.» «Podría ser», dijo el Infante, «pero decidme la respuesta, y veré si es tan sin mesura como vos decís».
«Señor», dijo el caballero Amigo, «luego que llegué finqué los hinojos ante él, y díjele de cómo le enviabais saludar y dile la carta vuestra; y él no me respondió ninguna cosa, mas tomola y leyola. Y cuando la hubo leída dijo así: "Maravíllome de ti en cómo fuiste osado de venir ante mí con tal mandado, y tengo por muy loco y por muy atrevido a aquel que acá te envió, en quererme enviar decir por su carta que por honra de él que es hombre extraño, que yo que dejase de hacer mi pro y de ganar cuanto ganar pudiese". Y yo díjele que no era ganancia lo que se ganaba con pecado. Y por esta palabra que le dije queríame mandar matar, pero tornose de aquel propósito malo en que era y díjome así: "Sobre el hombrenaje que me hiciste, te mando que digas a aquel loco atrevido que acá te envió, que por deshonra de él de estos seis días quemaré las puertas de la ciudad donde él está, y los entraré por fuerza, y a él castigaré con esta mi espada, de guisa que nunca él cometerá otra cosa como esta". Y yo pedile por merced, pues esto me mandaba decir a vos, que me asegurase, y que le diría lo que me mandabais decir. Y él asegurome y mandome que le dijese lo que quisiese, y yo díjele que, pues tan brava respuesta os enviaba, que le desafiabais. Y él respondió así: "Ve tu vía, sandio, y dile que no ha por qué me amenazar, a quien le quiere ir cortar la cabeza"».
«Ciertas, caballero, muy bien compusistes vuestro mandado, y agradézcooslo; pero me semeja que es hombre de muy mala respuesta ese rey, y soberbio, así como la Infante me dijo este otro día. Y aún quiera Dios que de esta soberbia se arrepienta, y el arrepentir que no le pueda tener pro». «Así plega a Dios», dijo la Infante.
«Señora», dijo Roboán, «cuando llegare la vuestra gente, acordad quién tenéis por bien de darnos por caudillo, por quien catemos; ca yo seré con ellos muy de grado en vuestro servicio». «Muchas gracias», dijo la Infante, «ca cierta soy que de tal lugar sois y de tal sangre, que en todo cuanto pudiereis acorreréis a toda dueña y a toda doncella que en cuita fuese, mayormente a huérfana, así como yo finqué sin padre y sin madre y sin ningún acorro del mundo, salvo ende la merced de Dios y el servicio bueno y leal que me hacen nuestros vasallos, y la vuestra ayuda, que me sobrevino ahora por la vuestra mesura; lo que os agradezca Dios, ca yo no os lo podría agradecer tan cumplidamente como vos lo merecéis». «Señora», dijo Roboán, «¿qué caballería puede ser entre caballeros hijosdalgo y ciudadanos de buena caballería?» «Hasta diez mil». «Por Dios, señora», dijo Roboán, «muy buena caballería tenéis para os defender de todos aquellos que mal os quisieren hacer. Señora», dijo Roboán, «¿serán aína aquí estos caballeros?». «De aquí ocho días», dijo la Infante, «o antes». «Ciertas, señora», dijo Roboán, «me placería mucho que fuese ya ahí, y que os librasen de estos vuestros enemigos y fincaseis en paz; y yo iría librar aquello por que vine». «¿Cómo?», dijo la Infante, «¿no me dijistes que por vuestro talante erais en estas tierras venido, y no por recaudar otra cosa?». «Señora», dijo el Infante, «verdad es, y aun eso mismo os digo, que por mío talante vine y no por librar otra cosa, sino aquello que Dios quisiere, ca cuando yo salí de mi tierra, a Él tomé por criador y endrezador de mi hacienda, y pero no quiero al ni demando sino aquello que Él quisiere». «Muy dudoso es esta vuestra demanda», dijo la Infante. «Ciertas, señora», dijo Roboán, «no es dudoso lo que se hace en fucia y en esperanza de Dios, antes es muy cierta, y a los que son antes no quería decir ni espaladinar por lo que viniera». No le quiso más afincar sobre ello, ca no debe ninguno saber más de la puridad del hombre de cuanto quisiere el señor de ella.
Y antes de los ocho días acabados, fue toda la caballería de la Infante con ella, todos muy aguisados y de un corazón para servicio de su señora y para acaloñar el mal y la deshonra que les hacían, y todos en uno acordaron con la Infante, pues entre ellos no había hombre de tan alto lugar como el infante Roboán, que era hijo de rey, y él por la mesura tenía por aguisado de ser en servicio de la Infanta, que lo hiciesen caudillo de la hueste y se guiasen todos por él.
Y otro día en la mañana hicieron todos alarde en un gran campo fuera de la ciudad, y hallaron que eran diez mil y setecientos caballeros muy bien aguisados y de buena caballería, y con los trescientos caballeros del infante Roboán hiciéronse once mil caballeros. Y como hombres que habían voluntad de hacer el bien y de vengar la deshonra que la Infanta recibía del rey de Guimalet, no se quisieron detener, y por consejo del infante Roboán movieron luego, así como se estaban armados.
Y el rey de Guimalet era ya entrado en el reino de Pandulfa bien seis jornadas, con quince mil caballeros, y andaban los unos departidos por la una parte y los otros por la otra, quemando y estragando la tierra. Y de esto hubo mandado el infante Roboán por las espías que allá envió. Y cuando fueron cerca del rey de Guimalet cuanto a cuatro leguas, así los quiso Dios guiar que no se encontraron con ningunos de la compaña del rey de Guimalet, y acordó el Infante con toda su gente de irse derechos contra el Rey; que si la cabeza derribasen una vez, y desbaratasen su gente, no tendrían uno con otro, y así los podrían vencer mucho mejor.
Y cuando el Rey supo que era cerca de la hueste de la infanta Seringa, vio que no podría tan aína por su gente enviar, que estaba derramada, y mandó que se armasen todos aquellos que estaban con él, que eran hasta ocho mil caballeros, y movieron luego contra los otros. Y viéronlos que no venían más lejos que media legua, y y comenzaron los de una parte y de la otra a parar sus haces; y tan quedos iban los unos contra los otros que semejaba que iban en procesión. Y cierto, grande fue la duda de la una parte y de la otra; ca todos eran muy buenos caballeros y bien aguisados. Y al rey de Guimalet íbansele llegando cuando ciento, cuando doscientos caballeros. Y el infante Roboán, cuando aquello vio, dijo a los suyos: «Amigos, cuanto más nos detenemos, tanto más de nuestro daño hacemos; ca a la otra parte crece todavía gente y nos no tenemos esperanza que nos venga acorro de ninguna parte, salvo de Dios tan solamente y la verdad que tenemos. Y vayámoslos herir, ca vencerlos hemos.» «Pues enderezad en el nombre de Dios», dijeron los otros, «ca nos os seguiremos». «Pues, amigos», dijo el infante Roboán, «así habéis de hacer que cuando yo dijere "¡Pandulfa por la infanta Seringa!", que vayáis herir muy de recio, ca yo seré el primero que tendré ojo al Rey señaladamente; ca aquella es la estaca que nos habemos de arrancar, si Dios merced nos quisiere hacer».
Y movieron luego contra ellos, y cuando fueron tan cerca que semejaba que las puntas de las lanzas de la una parte y de la otra se querían juntar en uno, dio una gran voz el infante Roboán, y dijo: «¡Pandulfa por la infanta Seringa!», y fuéronlos herir de recio, de guisa que hicieron muy gran portillo en las haces del Rey, y la batalla fue muy herida de la una parte y de la otra; ca duró desde hora de tercia hasta hora de vísperas. Y y le mataron el caballo al infante Roboán y estuvo en el campo gran rato apeado, defendiéndose con una espada. Pero no se partieron de él doscientos escuderos hijosdalgo a pie que con él llevara, y los más eran de los que trajo de su tierra, y pugnaban por defender a su señor muy de recio; de guisa que no llegaba caballero y que no le mataban el caballo, y de que caía del caballo metíanle las lanzas so las faldas y matábanlo. De guisa que había aderredor del Infante bien quinientos caballeros muertos, de manera que semejaban un gran muro tras que se podían bien defender.
Y estando en esto asomó el caballero Amigo, que andaba hiriendo en la gente del Rey, y haciendo extraños golpes con la espada, y llegó y donde estaba el infante Roboán, pero que no sabía que y estaba el Infante de pie. Y así como lo vio el Infante, llamolo y dijo: «Caballero Amigo, acórreme con ese tu caballo.» «Por cierto, gran derecho es», dijo él, «ca vos me lo distes, y aunque no me lo hubieseis dado, tenido soy de acorreros con él» Y dejose caer del caballo en tierra y acorriole con él, ca era muy ligero y bien armado, y cabalgaron en él al Infante. Y luego vieron en el campo que andaban muchos caballos sin señores, y los escuderos fueron tomar uno y diéronlo al caballero Amigo, y ayudáronlo a cabalgar en él. Y él y el Infante movieron luego contra los otros, llamando a altas voces: «¡Pandulfa por la infanta Seringa!», conhortando y esforzando a los suyos; ca porque no oían la voz del Infante rato había, andaban desmayados, ca cuidaban que era muerto o preso. Y tan de recio los hería el Infante, y tan fuertes golpes hacía con la espada, que todos huían de él como de mala cosa, ca cuidaba el que con él se encontraba que no había al sino morir. Y encontrose con el hijo del rey de Guimalet, que andaba en un caballo bien grande y bien armado, y conociolo en las sobreseñales por lo que le habían dicho de él, y díjole así: «¡Ay, hijo del Rey, desmesurado y soberbio! Apercíbete, ca yo soy el Infante al que amenazó tu padre para cortarle la cabeza. Y bien creo, si con él me encuentro, que tan locamente ni tan atrevidamente no querrá hablar contra mí como a un caballero habló que yo le envié.» «Ve tu vía», dijo el hijo del Rey: «ca no eres tú hombre para decir al Rey mi padre ninguna cosa, ni él para responderte. Ca tú eres hombre extraño y no sabemos quién eres. Ca mala venida hiciste a esta tierra, ca mejor hicieras de holgar en la tuya».
Entonces enderezaron el uno contra el otro, y diéronse grandes golpes con las espadas, y tan gran golpe le dio el hijo del Rey al infante Roboán encima del yelmo, que le atronó la cabeza y le hizo fincar las manos sobre la cerviz del caballo; pero que no perdió la espada, antes cobró luego esfuerzo y fuese contra el hijo del Rey y diole tan gran golpe sobre el brazo derecho con la espada que le cortó las guarniciones maguer fuertes, y cortole del hombro un gran pedazo, de guisa que le hubiera todo el hombro de cortar. Y los escuderos del Infante matáronle luego el caballo, y cayó en tierra, y mandó el Infante que se apartasen con él cincuenta escuderos y que lo guardasen muy bien. Y el Infante fue buscar al Rey por ver si se podría encontrar con él, y el caballero Amigo que iba con él díjole: «Señor, yo veo al Rey.» «¿Y cuál es?», dijo el Infante. «Aquel es», dijo el caballero Amigo, «el más grande que está en aquel tropel». «Bien parece rey», dijo el Infante, «sobre los otros, pero que me conviene de llegar a él por conocerlo, y él que me conozca». Y él comenzó decir a altas voces: «¡Pandulfa por la infanta Seringa!» Y cuando los suyos lo oyeron fueron luego con él, ca así lo hacían cuando le oían nombrar a la Infanta. Y halló un caballero de los suyos que tenía aún su lanza y había cortado de ella bien un tercio y hería con ella a sobremano, y pidiósela el Infante, y él diósela luego. Y mandó al caballero Amigo que le fuese decir en cómo él se iba para él, y que lo saliese a recibir si quisiese.
Y el Rey, cuando vio al caballero Amigo y le dijo el mandado, apartose luego fuera de los suyos un poco, y díjole el Rey: «¿Eres tú el caballero que viniste a mí la otra vegada?» «Sí», dijo el caballero Amigo, «mas lleve el diablo el miedo que ahora os he, así como os había entonces cuando me mandabais cortar la cabeza». «Venga ese infante que tú dices acá», dijo el Rey. «Si no, yo iré a él». «No habéis por qué», dijo el caballero Amigo, «ca este es que vos veis aquí delante». Y tan aína como el caballero Amigo llegó al Rey, tan aína fue el Infante con él, y díjole así: «Rey soberbio y desmesurado, ¿no hubiste mesura ni vergüenza de enviarme tan brava respuesta y tan loca como me enviaste? Y bien creo que esta soberbia tan grande que tú traes que te echará en mal lugar, ca aun yo te perdonaría la soberbia que me enviaste decir, si te quisieses partir de esta locura en que andas y tornases a la infanta Seringa todo lo suyo». Dijo el Rey: «Téngote por necio, infante, en decir que tú perdonarás a mí la locura que tú hiciste en enviarme tú decir que yo que dejase por ti de hacer mi pro.» «Libremos lo que habemos de librar», dijo el Infante, «ca no es bueno de despender el día en palabras, y mayormente con hombre en que no ha mesura ni se quiere acoger a razón. Encúbrete, rey soberbio», dijo el Infante, «ca yo contigo soy». Y puso la lanza so el brazo y fuelo herir, y diole tan gran golpe que le pasó el escudo, pero por las armas que tenía muy buenas no le empeció, mas dio con el Rey en tierra. Y los caballeros de la una parte y de la otra estaban quedos por mandado de sus señores, y volviéronse luego todos, los unos por defender a su señor que tenían en tierra, y los otros por matarlo o por prenderlo. Heríanse muy de recio, de guisa que de la una parte y de la otra caían muchos muertos en tierra, y heridos, ca bien semejaba que los unos de los otros no habían piedad ninguna, tan fuertemente se herían y mataban. Y un caballero de los del Rey descendió de su caballo y diolo a su señor y acorriolo con él, pero que el caballero duró poco en el campo, que luego fue muerto. Y el Rey no tuvo más ojo por aquella batalla, y desde que subió en el caballo y vio todos los más de los suyos heridos y muertos en el campo, fincó las espuelas al caballo y huyó, y aquellos suyos en pos de él.
Mas el infante Roboán que era de gran corazón, no los dejaba ir en salvo, antes iba en pos de ellos matando e hiriendo y prendiendo, de guisa que los del Rey, entre muertos y heridos y presos, fueron de seis mil arriba, y los del infante Roboán fueron ocho caballeros; pero los caballeros que más hacían en aquella batalla y los que más derribaron fueron los del infante Roboán, ca eran muy buenos caballeros y muy probados, ca se habían acertado en muchos buenos hechos y en otras buenas batallas, y por eso se los dio el rey de Mentón su padre cuando se partió de él.
El infante Roboán con su gente se tornó y donde tenía sus tiendas el Rey, y hallaron y muy gran tesoro. Y arrancaron las tiendas y tomaron al hijo del Rey, que estaba herido, y a todos los otros que estaban presos y heridos, y fuéronse para la infante Seringa. Y mientras el infante Roboán y la su gente estaban en la hacienda, la infante Seringa estaba muy cuitada y con gran recelo; pero que todos estaban en la iglesia de Santa María haciendo oración y rogando a Nuestro Señor Dios que ayudase a los suyos y los guardase de manos de sus enemigos. Y ellas estando en esto, llegó un escudero a la Infante y díjole: «Señora, dadme albricias.» «Sí haré», dijo la Infante, «si buenas nuevas me traes». «Dígoos, señora», dijo el escudero, «que el infante Roboán, vuestro servidor, venció la batalla a guisa de muy buen caballero y muy esforzado, y tráeos preso al hijo del Rey, pero herido en el hombro diestro. Y tráeos más entre muertos y heridos y presos, que fincaron en el campo, que no los pueden traer muy muchos. Y trae otrosí gran tesoro que hallaron en el real del Rey; ca bien fueron seis mil caballeros y más de los del Rey entre muertos y presos y heridos».
«¡Ay, escudero, por amor de Dios», dijo la Infanta, «que me digas verdad! ¿Si es herido el infante Roboán?». «Dígoos, señora, que no, comoquiera que le mataron el caballo y fincó apeado en el campo, defendiéndose a guisa de muy buen caballero un gran rato, con doscientos hijosdalgo que tenía consigo, a pie, que lo sirvieron y lo guardaron muy lealmente.» «Por Dios, escudero», dijo la Infanta, «vos seáis bien venido. Y prométoos de dar luego caballo y armas, y de mandaros hacer caballero y de casaros bien y de heredaros bien». Y luego en pos de este llegaron otros por ganar albricias, mas hallaron a este que las había ganado. Pero con todo esto la Infanta no dejaba de hacer merced a todos aquellos que estas nuevas le traían.
Y cuando el infante Roboán y la otra gente llegaron a la villa, la Infanta salió con todas las dueñas y doncellas fuera de la ciudad a una iglesia que estaba cerca de la villa, y esperáronlos y, haciendo todos los de la ciudad muy grandes alegrías. Y cuando llegaron los de la hueste, dijo el infante Roboán a un escudero que le tirase las espuelas. «Señor», dijo el Conde, «no es uso de esta nuestra tierra de tirar las espuelas». «Conde», dijo el Infante, «yo no sé qué uso es este de esta vuestra tierra, mas ningún caballero no debe entrar a ver dueñas con espuelas, según el uso de la nuestra». Y luego le tiraron las espuelas, y descabalgó, y fue a ver la Infanta.
«¡Bendito sea el nombre de Dios», dijo la Infanta, «que os veo vivo y sano y alegre!». «Señora», dijo el Infante, «no lo yerra el que a Dios se acomienda, y porque yo me acomendé a Dios halleme ende bien; ca Él fue el mi amparador y mi defendedor en esta lid, en querer que el campo fuese en nos, por la nuestra ventura». «Yo no se lo podría agradecer», dijo la Infanta, «ni a vos cuanto habéis hecho por mí». Entonces cabalgó la Infanta, y tomola el Infante por la rienda y llevola a su palacio. Y desí fuese el Infante y todos los otros a sus posadas a desarmarse y a holgar, ca mucho lo habían menester. Y la Infanta hizo pensar muy bien del infante Roboán, y mandáronle hacer baños, ca estaba muy quebrantado de los golpes que recibió sobre las armas, y del cansancio. Y él hízolo así, pero con buen corazón mostraba que no daba nada por ello, ni por el afán que había pasado.
Y a cabo de los tres días fue a ver a la Infanta, y llevó consigo al hijo del rey de Guimalet, y díjole: «Señora, esta joya os traigo; ca por este tengo que debéis cobrar todo lo que os tomó el rey de Guimalet su padre, y os debe dar gran partida de la su tierra. Y mandadlo muy bien guardar, y no se lo deis hasta que os cumpla todo esto que yo os digo. Y bien creo que lo hará, ca él no ha otro hijo sino este, y si él muriese, sin este hijo fincaría el reino en contienda; por que soy cierto y seguro que os dará por él todo lo vuestro y muy buena partida de lo suyo. Y aquellos otros caballeros que tenéis presos, que son mil y doscientos, mandadlos tomar y guardar, ca cada uno os dará por sí muy gran haber por que los saquéis de la prisión, ca así me lo enviaron decir con sus mandaderos».
Entonces dijo la Infanta: «Yo no sé cómo os agradezca cuánto bien habéis hecho y hacéis a mí y a todo el mi reino, por que os ruego que escojáis en este mi reino villas y castillos y aldeas cuales vos quisiereis; ca no será tan cara la cosa en todo el mi reino que vos queráis que no os sea otorgada.» «Señora», dijo el Infante, «muchas gracias; ca no me cumplen ahora villas ni castillos, sino tan solamente la vuestra gracia que me deis licencia para que me vaya».
«Ay, amigo señor», dijo la Infanta, «no sea tan aína la vuestra ida, por el amor de Dios, ca bien ciertamente creed que si os vais de aquí, que luego me vendrán a estragar el rey de Guimalet y el rey de Brez su suegro, ca es casado con su hija». Y el infante Roboán paró mientes en aquella palabra tan halaguera que le dijo la Infanta; ca cuando le llamó «amigo señor», semejole una palabra tan pesada que así se le asentó en el corazón. Y como él estaba fuera de su seso, embermeció todo muy fuertemente y no le pudo responder ninguna cosa. Y el conde Rubén, tío y vasallo de la Infante, que estaba y con ellos, paró mientes a las palabras que la Infante dijera al infante Roboán, y de cómo se le demudó la color que no le pudo dar respuesta, y entendió que amor crecía entre ellos. Y llegose a la Infanta y díjole a la oreja: «Señora, no podría estar que no os dijese aquello que pienso, ca será vuestra honra, y es esto: tengo, si vos quisiereis y el Infante quisiere buen casamiento, sería a honra de vos y defendimiento del vuestro reino que os casaseis con él; ca ciertamente uno es de los mejores caballeros de este mundo, y pues hijo es de rey y así lo semeja en todos los sus hechos, no le habéis qué decir.» Y la Infanta se paró tan colorada como la rosa, y díjole: «¡Ay, conde, y cómo me habéis muerto!» «¿Y por qué, señora?», dijo el Conde, «¿porque hablo en vuestro pro y en vuestra honra». «Yo así lo creo como vos lo decís», dijo ella, «mas no os podría yo ahora responder». «Pues pensad en ello», dijo el Conde, «y después yo recudiré a vos». «Bien es», dijo la Infanta.
Y mientras ellos estaban hablando en su puridad, el infante Roboán estaba como traspuesto, pensando en aquella palabra. Ca tuvo que se lo dijera con gran amor, o porque lo había menester en aquel tiempo. Pero cuando vio que se le movió la color cuando el Conde hablaba con ella en puridad, tuvo que de todo en todo con gran amor le dijera aquella palabra, y cuidó que el Conde la reprehendía de ello. Y Roboán se tornó contra la Infanta y díjole: «Señora, a lo que me dijistes que no me vaya de aquí tan aína por recelo que habéis de aquellos reyes, prométoos que no me parta de aquí hasta que yo os deje todo el vuestro reino sosegado; ca, pues comenzado lo he, conviéneme de acabarlo, ca nunca comencé con la merced de Dios cosa que no acabase». «Dios os deje acabar», dijo la Infanta, «todas aquellas cosas que comenzareis». «¡Amén!», dijo Roboán. «Y yo amén digo», dijo la Infanta. «Pues por amén no lo perdamos», dijeron todos.
Díjole Roboán: «Señora, mandadme dar un escudero que guíe a un mi caballero que quiero enviar al rey de Brez. Y según nos respondiere así le responderemos.» Y el Infante mandó llamar al caballero Amigo, y cuando vino díjole así: «Caballero Amigo, vos sois de los primeros caballeros que yo hube por vasallos, y servistes al Rey mío padre y a mí muy lealmente, por que soy tenido de haceros merced y cuanto bien yo pudiere. Y comoquiera que gran afán hayáis pasado conmigo, quiero que toméis por la Infanta que y está un poco de trabajo.» Y esto le dijo el Infante pensando que no querría ir por él por lo que le aconteciera con el otro rey.
«Señor», dijo el caballero Amigo, «hacerlo he de grado, y serviré a la Infanta en cuanto ella me mandare». «Pues id ahora», dijo el Infante, «con esta mi mandadería al rey de Brez, y decidle así de mi parte al Rey: que le ruego yo que no quiera hacer mal ni daño alguno en la tierra de la infanta Seringa, y que si algún mal ha y hecho, que lo quiera enmendar, y que dé tregua a ella y a toda su tierra por sesenta años. Y si no lo quisiere hacer u os diere mala respuesta, así como os dio el rey de Guimalet su yerno, desafiadlo por mí y veníos luego». «Y vendré», dijo el caballero Amigo, «si me dieren vagar. Pero tanto os digo, que si no lo hubiese prometido a la Infanta, que yo no fuese allá, ca me semeja que vos tenéis embargado conmigo y os querríais desembargar de mí; ca no os cumplió el peligro que pasé con el rey de Guimalet, y enviaisme a este otro que es tan malo y tan desmesurado como el otro, y más habiendo aquí tantos buenos caballeros y tan entendidos como vos habéis para enviarlos, y que recaudarán el vuestro mandado mucho mejor que yo».
«Ay, caballero Amigo», dijo la Infante, «por la fe que vos debéis a Dios y al Infante vuestro señor que aquí está, y por el mi amor, que hagáis este camino donde el Infante os envía; ca yo fío por Dios que recaudaréis por lo que vais muy bien, y vendréis muy bien andante, y seros ha prez y honra entre todos los otros». «Gran merced», dijo el caballero Amigo, «ca pues prometídooslo he iré esta vegada, ca no pueda al hacer». «Caballero Amigo», dijo el infante Roboán, «nunca os vi cobarde en ninguna cosa que hubieseis de hacer sino en esto». «Señor», dijo el caballero Amigo, «un halago os debo; pero sabe Dios que este esfuerzo que lo dejaría ahora si ser pudiese sin mala estanza, pero a hacer es esta ida maguer agra, pues lo prometí». Y tomó una carta de creencia que le dio el Infante para el rey de Brez, y fuese con el escudero que le dieron que lo guiase.
Y cuando llegó al Rey, hallolo en una ciudad muy apuesta y muy viciosa a la cual dicen Requisita, y estaban con él la Reina su mujer y dos hijos suyos pequeños, y muchos caballeros derredor de ellos. Y cuando le dijeron que un caballero venía con mandado del infante Roboán, mandole entrar luego. Y el caballero Amigo entró y fincó los hinojos delante del Rey y díjole así: «Señor, el infante Roboán, hijo del muy noble rey de Mentón, que es ahora con la infanta Seringa, te envía mucho saludar y envíate esta carta conmigo.» Y el Rey tomó la carta y diola a un obispo su canciller que era y con él, que la leyese y le dijese que se contenía en ella. Y el obispo la leyó y díjole que era carta de creencia, en que le enviaba rogar el infante Roboán que creyese aquel caballero de lo que le dijese de su parte. «Amigo», díjole el Rey, «dime lo que quisieres, ca yo te oiré de grado». «Señor», dijo el caballero Amigo, «el infante Roboán te envía rogar que por la tu mesura y por la honra de él, que no quieras hacer mal en el reino de Pandulfa, donde es señora la infante Seringa, y que si algún mal has hecho tú o tu gente, que lo quieras hacer enmendar, y que le quieras dar tregua y seguranza por sesenta años de no hacer mal ninguno a ningún lugar de su reino, por dicho ni por hecho ni por consejo; y que él te lo agradecerá muy mucho, por que será tenido en pugnar de crecer tu honra en cuanto él pudiere».
«Caballero», dijo el Rey, «¿y qué tierra es Mentón donde es este infante tu señor?». «Señor», dijo el caballero Amigo, «el reino de Mentón es muy grande y muy rico y muy vicioso». «Y pues ¿cómo salió de allá este infante», dijo el Rey, «y dejó tan buena tierra y se vino a esta tierra extraña?». «Señor», dijo el caballero Amigo, «no salió de su tierra por ninguna mengua que hubiese, mas por probar las cosas del mundo y por ganar prez de caballería». «¿Y con qué se mantiene», dijo el Rey, «en esta tierra?». Dijo el caballero Amigo: «Señor, con el tesoro muy grande que le dio su padre, que fueron ciento acémilas cargadas de oro y de plata, y trescientos caballeros de buena caballería muy bien aguisados, que no le fallecen de ellos sino ocho que murieron en aquella batalla que hubo con el rey de Guimalet.» «¡Ay, caballero, así Dios te dé buena ventura! Dime si te acertaste tú en aquella batalla.» «Señor», dijo el caballero Amigo, «sí acerté». «¿Y fue bien herida?», dijo el Rey. «Señor», dijo el caballero Amigo, «bien puedes entender que fue bien herida, cuando fueron de la parte del Rey, entre presos y heridos y muertos, bien seis mil caballeros». «¿Y pues esto cómo pudo ser», dijo el Rey, «que de los del Infante no muriesen más de ocho?» «Pues, señor, no murieron más de los del Infante de los trescientos caballeros, mas de la gente de la infante Seringa, entre los muertos y los heridos, bien fueron dos mil.» «Y este tu señor, ¿de qué edad es?», dijo el Rey. «Pequeño es de días», dijo el caballero Amigo, «que aún ahora le vienen las barbas». «Gran hecho acometió», dijo el Rey, «para ser de tan pocos días, en lidiar con tan poderoso rey como es el rey de Guimalet, y vencerlo». «Señor, no te maravilles», dijo el caballero Amigo, «ca en otros grandes hechos se ha ya probado, y en los hechos parece que quiere semejar a su padre». «¿Y cómo?», dijo el Rey, «¿tan buen caballero de armas es su padre?» «Señor», dijo el caballero Amigo, «el mejor caballero de armas es que sea en todo el mundo. Y es rey de virtud, ca muchos milagros ha demostrado Nuestro Señor por él en hecho de armas». «¿Y has de decir más», dijo el Rey, «de parte de tu señor?». «Si la respuesta fuere buena», dijo el caballero Amigo, «no he más que decir». «Y si no fuere buena», dijo el Rey, «¿qué es lo que querrá hacer?». «Lo que Dios quisiere», dijo el caballero Amigo, «y no al». «Pues dígote que no te quiero dar respuesta», dijo el Rey, «ca tu señor no es tal hombre para que yo le deba responder». «Rey señor», dijo el caballero Amigo, «pues que así es, pídote por merced que me quieras asegurar, y yo decirte he el mandado de mi señor todo cumplidamente». «Yo te aseguro», dijo el Rey. «Señor», dijo el caballero Amigo, «ca no quieres cumplir el su ruego que te envía rogar, lo que tú debías hacer por ti mismo, catando mesura, y porque lo tienes en tan poco, yo te desafío en su nombre por él». «Caballero», dijo el Rey, «en poco tiene este tu señor a los reyes, pues que tan ligero los envía desafiar. Pero apártate allá», dijo el Rey, «y nos habremos nuestro acuerdo sobre ello».
Dijo luego el Rey a aquellos que estaban y con él, que le dijesen lo que les semejaba en este hecho. Y el obispo su canciller le respondió y dijo así: «Señor, quien la baraja puede excusar, bien barata en huir de ella; ca a las vegadas el que más y cuida ganar, ese finca con daño y con pérdida; y por ende tengo que sería bien que os partieseis de este ruido de aqueste hombre, ca no tiene cosa en esta tierra de que se duela, y no dudará de meterse a todos los hechos en que piense ganar prez y honra de caballería; y porque esta buena andanza hubo con el rey de Guimalet, otras querrá acometer y probar sin duda ninguna. Ca el que una vegada bien andante es, crécele el corazón y esfuérzase para ir en pos de las otras buenas andanzas.» «Verdad es», dijo el Rey, «eso que vos ahora decís, mas tanto va el cántaro a la fuente hasta que deja allá el asa o la frente; y este infante tantos hechos querrá acometer hasta que en él alguno habrá de caer o de perecer; pero, obispo», dijo el Rey, «téngome por bien aconsejado de vos, ca pues que en paz estamos, no debemos buscar baraja con ninguno, y tengo por bien que cumplamos el su ruego, ca nos no hicimos mal ninguno en el reino de Pandulfa, ni tenemos de ella nada por que le hayamos de hacer enmienda ninguna. Mandadle hacer mis cartas de cómo le prometo el seguro de no hacer mal ninguno en el reino de Pandulfa, y que doy tregua a la infanta y a su reino por sesenta años, y dad las cartas a ese caballero, y váyase luego a buena ventura».
Y el obispo hizo luego las cartas y diolas al caballero Amigo, y díjole que se despidiese luego del Rey. Y el caballero Amigo hízolo así. Y antes que el caballero llegase a la Infanta, vinieron caballeros del rey de Guimalet con pleitesía a la infante Seringa, que le tornaría las villas y los castillos que le había tomado, y que le diese su hijo que le tenía preso. Y la Infanta respondioles que no haría cosa ninguna a menos de su consejo del infante Roboán; ca pues que por él hubiera esta buena andanza, que no tenía por bien que ninguna cosa se ordenase ni se hiciese al sino como él lo mandase. Y los mandaderos del rey de Guimalet le pidieron por merced que enviase luego por él, y ella hízolo luego llamar.
El infante Roboán cabalgó luego y vínose para la Infanta, y díjole: «Señora, ¿quién son aquellos caballeros extraños?» Y ella le dijo que eran mensajeros del rey de Guimalet. «¿Y qué es lo que quieren?», dijo el infante Roboán. «Yo os lo diré», dijo la Infanta. «Ellos vienen con pleitesía de partes del rey de Guimalet que yo le dé su hijo y que me dará las villas y los castillos que me tiene tomados.» «Señora», dijo el infante Roboán, «no se dará por tan poco, de mi grado». «¿Y pues qué os semeja?», dijo la Infante. «Señora», dijo Roboán, «yo os lo diré. A mí me hicieron entender que el rey de Guimalet que tiene dos villas muy buenas y seis castillos que entran dentro en vuestro reino, y que de y recibís siempre mucho mal». «Verdad es», dijo la Infante, «mas aquellas dos villas son las mejores que él ha en su reino, y no creo que me las querrá dar». «¿No?», dijo el Infante. «Sed segura, señora, que él os las dará, o él verá mal gozo de su hijo.» «Pues habladlo vos con ellos», dijo la Infanta. Dijo Roboán: «Muy de grado.» Y llamó luego a los caballeros y apartose con ellos y díjoles: «Amigos, ¿qué es lo que demandáis o queréis que haga la Infanta?» «Señor», dijeron ellos, «bien creemos que la Infanta os lo dijo, pero lo que nos le demandamos es esto: que nos dé al hijo del Rey que tiene aquí preso, y que le haremos luego dar las villas y los castillos que el Rey le había tomado». «Amigos», dijo Roboán, «mal mercaría la Infanta». «¿Y cómo mercaría mal?», dijeron los otros. «Yo os lo diré», dijo el Infante. «Vos sabéis bien que el rey de Guimalet tiene gran pecado de todo cuanto tomó a la Infanta, contra Dios y contra su alma, y de buen derecho débeselo todo tornar, con todo lo que ende llevó, ca con ella no había enemistad ninguna ni demanda por que él debiese hacer esto de derecho, ni envió mostrar razón ninguna, por que le quería correr su tierra ni se la tomar; mas siendo ella segura y toda la su tierra, y no recelándose de él, entrole las villas y los castillos como aquellos que no se guardaban de ninguno y querían vivir en paz.»
«Señor», dijo un caballero de los del rey de Guimalet, «estas cosas que vos decís no se guardan entre los reyes, mas el que menos puede lazra, y el que más lleva más». A eso dijo el Infante: «Entre los malos reyes no se guardan estas cosas, ca entre los buenos todas se guardan muy bien; ca no haría mal uno a otro por ninguna manera, a menos de mostrar si había alguna querella de él, que se la enmendase, y si no se la quisiese enmendar, enviarlo a desafiar así como es costumbre de hijosdalgo. Y si de otra guisa lo hace, puédelo retar y decirle mal por todas las cortes de los reyes. Y por ende digo que no mercaría bien la Infanta en querer pleitear por lo suyo, que de derecho le debe tornar; mas el Infante hijo del Rey fue muy bien ganado y preso en buena guerra; onde quien lo quisiere, sed ende bien ciertos que dará antes por el bien lo que vale.» «¿Y qué es lo que bien vale?», dijeron los otros. «Yo os lo diré», dijo el Infante, «que dé por sí tanto como vale, o más, y creo que para bien pleitear el Rey y la Infanta, las dos villas y seis castillos que ha el Rey, que entran por el reino de la Infante, y todo lo al que le ha tomado, que se lo diese, y demás que le asegurase y que le hiciese hombrenaje con cincuenta de los mejores de su reino que no le hiciese ningún daño en ningún tiempo por sí ni por su consejo, y si otro alguno le quisiese hacer mal, que él que fuese en su ayuda».
«Señor», dijeron los otros, «fuertes cosas demandáis, y no hay cosa en el mundo por que el Rey lo hiciese». Y en esto mentían ellos, ca dice el cuento que el Rey les mandara y les diera poder de pleitear siquiera por la mitad de su reino, en tal que él cobrase a su hijo, ca lo amaba más que a sí mismo. Y el Infante les dijo: «Quien no da lo que vale, no toma lo que desea. Y si él ama a su hijo y lo quiere ver vivo, conviénele que haga todo esto, ca no ha cosa del mundo por que de esto me sacasen, pues que dicho lo he; ca mucho pensé en ello antes que os lo dijese, y no hallé otra carrera por donde mejor se pudiese librar, a honra de la Infanta, sino esta.» «Señor», dijeron los otros, «tened por bien que nos apartemos, y hablaremos sobre ello, y después responderos hemos lo que nos semejare que se podrá y hacer». «Bien es», dijo el Infante. Y ellos se apartaron y Roboán se fue para la Infanta.
Y los caballeros, de que hubieron habido su acuerdo, viniéronse para el Infante y dijéronle: «Señor, ¿queréis que hablemos con vos aparte?» «¿Y cómo?», dijo Roboán, «¿es cosa que no debe saber la Infanta?» Dijeron ellos: «No, ca por ella ha todo de pasar.» «Pues bien es», dijo Roboán, «que me lo digáis delante de ella». «Señor», dijeron ellos, «si de aquello que nos demandáis nos quisiereis dejar alguna cosa, bien creemos que se haría». «Amigos», dijo el Infante, «no nos queráis probar por palabra, ca no se puede dejar ninguna cosa de aquello que es hablado». «Pues que así es», dijeron ellos, «hágase en buen hora, ca nos traemos aquí poder de obligar al Rey, en todo cuanto nos hiciéremos». Y desí diéronle luego la carta de obligamiento, y luego hicieron las otras cartas que eran menester para este hecho, las más firmes y mejor notadas que pudieron. Y luego fueron los caballeros con el conde Rubén a entregarle las villas y los castillos, tan bien de los que tenía tomados el Rey a la Infanta como de los otros del Rey. Y fue a recibir el hombrenaje del Rey y de los cincuenta hombres buenos, entre condes y ricos hombres, que lo habían de hacer con él para guardar la tierra de la Infanta y de no hacer y ningún mal, y para ser en su ayuda si menester fuese, en tal manera que si el Rey lo hiciese o le falleciese en cualquiera de estas cosas, que los condes y los ricos hombres que fuesen tenidos de ayudar a la Infante contra el Rey y de hacerle guerra por ella.
Y desde que todas estas cosas fueron hechas y fue entregado el conde Rubén de las villas y de los castillos, vínose luego para la Infanta. Y el Conde le dijo: «Señora, vos entregada sois de las villas y de los castillos, y la vuestra gente tienen las fortalezas.» Y diole las cartas del hombrenaje que le hicieron el Rey y los otros ricos hombres, y pidiole por merced que entregase a los caballeros el hijo del Rey, ca derecho era, pues que ella tenía todo lo suyo. «Mucho me place», dijo la Infanta, y mandó traer al hijo del Rey. Y trajéronlo y sacáronlo de las otras prisiones, que no lo tenían en mal recaudo. Y un caballero del rey de Guimalet que y estaba dijo al infante Roboán: «Señor, ¿conoceisme?» «No os conozco», dijo el Infante, «pero seméjame que os vi, mas no sé en qué lugar». «Señor», dijo él, «entre todos los del mundo os conocería, ca en todos los mis días no se me olvidará la pescozada que me distes». «¿Y cómo?», dijo el Infante, «¿armeos caballero?» «Sí», dijo el otro, «con la vuestra espada muy tajante, cuando me distes este golpe que tengo aquí en la frente; ca no me valió la capellina ni otra armadura que trajese, de tal guisa que andabais bravo y fuerte en aquella lid, ca no había ninguno de los de la parte del Rey que os osase esperar, antes huía de vos así como de la muerte». «Por Dios, caballero, si así es», dijo el Infante, «pésame mucho, ca ante vos quisiera dar algo de lo mío que no que recibieseis mal de mí; ca todo caballero más lo querría por amigo que no por enemigo». «¿Y cómo?», dijo él, «¿vuestro enemigo he yo de ser por esto? No lo quiera Dios, ca bien creed, señor, que de mejor mente os serviría ahora que antes que fuese herido, por las buenas caballerías que vi en vos; que no creo que en todo el mundo hay mejor caballero de armas que vos».
«Por Dios», dijo el hijo del rey de Guimalet, «el que mejor lo conoció en aquella lid y más paró mientes en aquellos hechos, yo fui; ca después que él a mí hirió y me priso y me hizo apartar de la hueste a cincuenta escuderos que me guardasen, veía por ojo toda la hueste, y veía a cada uno como hacía, mas no había ninguno que tantas vegadas pasase la hueste del un cabo al otro, derribando e hiriendo y matando, ca no había y tropel por espeso que fuese, que él no le hendiese. Y cuando él decía: "Pandulfa por la infante Seringa", todos los suyos recudían a él». Y como otro que se llama a deshonra, dijo el hijo del Rey: «Yo nunca salga de esta prisión en que estoy, pues vencido y preso había de ser, si no me tengo por honrado por ser preso y vencido de tan buen caballero de armas como es este.»
«Dejemos estar estas nuevas», dijo el infante Roboán, «ca si yo tan buen caballero fuese como vos decís, mucho lo agradecería yo a Dios». Y cierto con estas palabras que decían mucho placía a la infanta Seringa, y bien daba a entender que gran placer recibía; ca nunca partía los ojos de él, riéndose amorosamente, y decía: «Viva el infante Roboán por todos los mis días, ca mucha merced me ha hecho Dios por él». «Por Dios, señora», dijo el hijo del rey de Guimalet, «aún no sabéis bien cuánta merced os hizo Dios por la su venida, así como yo lo sé, ca ciertamente creed que el Rey mío padre y el rey de Brez mi abuelo os habían de entrar por dos partes a correr el reino y tomaros las villas y los castillos, hasta que no os dejasen ninguna cosa». «¿Y esto por qué?», dijo la Infanta. «Por voluntad y por sabor que tenían de haceros mal en el vuestro señorío», dijo él. «¿Y merecíales yo por qué», dijo la Infanta, «o aquellos donde yo vengo?». «No, señora, que yo sepa.» «Gran pecado hacían», dijo la Infanta, «y Dios me defenderá de ellos por la su merced». «Señora», dijo Roboán, «cesen de aquí adelante estas palabras; ca Dios, que os defendió del uno os defenderá del otro, si mal os quisieren hacer. Y mandad tirar las prisiones al hijo del Rey, y enviadlo; ca tiempo es ya que os desembarguéis de estas cosas, y pensemos en al». Y la Infanta hizo tirar las prisiones al hijo del Rey y enviolo con aquellos caballeros que tenía presos; ca dieron por sí doscientas vegadas mil marcos de oro, y de esto hubo la Infante cien vegadas mil y el infante Roboán lo al, comoquiera que la Infanta no quería de ello ninguna cosa; ca antes tenía por bien que fincase todo en Roboán, como aquel que lo ganara muy bien por su buen esfuerzo y por la su buena caballería.
Y todo el otro tesoro, que fue muy grande, que hallaron en el campo cuando el Rey fue vencido, fue partido a los condes y a los caballeros que se acertaron en la lid, de lo cual fueron todos bien entregados y muy pagados de cuanto Roboán hizo y de cómo lo partió muy bien entre ellos, catando a cada uno cuanto valía y como lo merecía; de guisa que no fue ninguno con querella. Y y cobraron gran corazón para servir a su señora la Infanta, y fueron a ella y pidiéronle por merced que no los quisiese excusar ni dejar, ca ellos aparejados eran para servirla y defenderla de todos aquellos que mal le quisiesen hacer, y aun si ella quisiese, que irían de buenamente a las tierras de los otros a ganar algo o a lo que ella mandase, y que pondrían los cuerpos para acabarlo.
«Deos Dios mucha buena ventura», dijo la Infanta, «ca cierta soy de la vuestra verdad y de la vuestra lealtad, que os pararíais siempre a todas las cosas que al mío servicio fuesen». Y ellos despidiéronse de ella y fuéronse cada uno para sus lugares.
El infante Roboán, cuando supo que se habían despedido los caballeros para irse, fuese para la Infanta y díjole: «Señora, ¿y no sabéis cómo habéis enviado vuestro mandado al rey de Brez? ¿Y si por ventura no quisiese cumplir lo que le enviamos rogar? ¿Y no es mejor, pues aquí tenéis esta caballería, que movamos luego contra él?» «Mejor será», dijo la Infanta, «si ellos quisieren, mas creo que porque están cansados y quebrantados de esta lid, que querrán ir a refrescar para venirse luego si mester fuere».
El Infante comenzó a reír mucho, y dijo: «Por Dios, señora, los cansados y los quebrantados los que fincaron en el campo son; ca estos fincaron alegres y bien andantes, y no podría mejor refrescar en la su tierra, ni tan bien como en esta lo refrescaron; ca ahora están ellos frescos y avivados en las armas para hacer bien. Y mandadlos esperar, que de aquí a tercer día cuido que habremos el mandado del rey de Brez.» «Bien es», dijo la Infante, «y mandóselo así». Y ellos hiciéronlo muy de grado.
La Infante no quiso olvidar lo que había dicho el conde Rubén en razón de ella y del Infante, y envió por él y díjole en su verdad: «Conde, ¿qué es lo que dijistes el otro día que queríais hablar conmigo en razón del Infante? Ciertas, no se me viene en mente, por la prisa grande en que estamos.» «Aína se os olvidó», dijo el Conde, «siendo la vuestra honra, y bien creo que si de la mía os hablara que más aína lo olvidarais». «Decid», dijo la Infante, «lo que queráis decir, por amor de Dios, y no me enojéis, ca no soy tan olvidadiza como vos me decís, comoquiera que esto se me acaeció, o por ventura que no lo oí bien». «Señora», dijo el Conde, «repetíroslo he otra vegada, y aprendedlo mejor que no en la primera. Señora, lo que os dije entonces eso os digo ahora, que pues vos a casar habéis, el mejor casamiento yo sé ahora y más a vuestra honra, este infante Roboán era». «Ende», dijo la Infante, «yo en vos pongo todo el mi hecho y la mi hacienda, que uno sois de los de mi reino en que yo más fío y que más precio; y pues lo comenzastes, llevadlo adelante, ca a mí no cae hablar en tal razón como esta».
El Conde se fue luego para el infante Roboán y díjole que quería hablar con él aparte. Y el Infante se apartó con él a una cámara muy de grado, y el Conde le dijo: «Señor, comoquiera que vos no me hablastes en ello ni me rogastes, queriendo vuestro bien y vuestra honra pensé en una cosa cual os ahora diré: si os quisiereis casar con la infante Seringa, trabajarme yo de hablar en ello muy de buenamente.» «Conde», dijo el infante Roboán, «muchas gracias, que cierto soy de vos que por la vuestra mesura querríais mi bien y mi honra; ca ciertas para muy mayor hombre de mayor estado sería muy bueno este casamiento; mas tal es la mi hacienda que yo no he de casar hasta que vayamos adelante donde he a ir y ordene Dios de mí lo que quisiere». Y por amor de Dios, conde, no os trabajéis en este hecho, ca a mí sería gran vergüenza en decir de no, y ella no fincaría honrada, lo que me pesaría muy de corazón. Ciertamente la quiero muy gran bien y préciola y ámola muy verdaderamente, queriéndola guardar su pro y su honra, y no de otra guisa». «¿Pues no hablaré en ello?», dijo el Conde. «No», dijo el Infante, «ruégooslo yo». El Conde se fue luego para la Infante y díjole todas las palabras que Roboán le dijera. Y cuando la Infante lo oyó, parose muy amarilla y comenzó a tristecer de guisa que hubiera a caer en tierra, si no por el Conde, que la tuvo por el brazo. «Señora», dijo el Conde, «no toméis muy gran pesar por ello, ca lo que vuestro hubiere de ser ninguno no os lo puede toller, y por ventura habréis otro mejor casamiento si este no hubiereis». «No me desfucio de ello», dijo la Infante, «de la merced de Dios, ca como ahora dijo de no, aún por aventura dirá que le place. Y ciertas, conde, quiero que sepáis una cosa, que muy enteramente tenía por este casamiento, si ser pudiese, y cuido, según el corazón me dice, que se hará. Y de ninguna cosa no me pesa sino que cuidaría que de mi parte fue comenzado, y por ventura que me preciará menos por ello». «Señora», dijo el Conde, «yo muy bien os guardé en este lugar, ca lo que yo le dije no se lo dije sino dando a entender que quería el su bien, y aconsejándole que lo quisiese, y cuando yo supiese su voluntad, que me trabajaría en ello». «Muy bien lo hiciste»; dijo la Infante, «y no le habléis más en ello, y haga Dios lo que le tuviere por bien».
Ellos estando en esto entró el escudero que había enviado con el caballero Amigo con mandado del Infante al rey de Brez. «¿Y recaudó por lo que fue?», dijo la Infante. «Por Dios, señora», dijo el escudero, «sí, muy bien, a guisa de buen caballero y bien razonado, según veréis por las cartas y el recaudo que trae». Entonces llegó el caballero Amigo ante la Infante. «Por Dios, caballero Amigo, mucho me place», dijo la Infante, «porque os veo venir bien andante». «¿Y en qué lo veis vos?», dijo el caballero Amigo. «¿En qué?», dijo la Infante, «en veniros muy alegre y en mejor continente que no a la ida cuando de aquí os partistes». «Señora», dijo el caballero Amigo, «pues Dios tan buen entendimiento os quiso dar de conocer las cosas escondidas, entended esto que ahora os diré: que yo creo que Dios nunca tanto bien hizo a una señora como hizo a vos, por la conocencia del Infante mío señor; ca según yo aprise en la corte del rey de Brez, no eran tan pocos aquellos que vos mal cuidaban hacer, y habían ya partido el vuestro reino entre sí». «¿Y cuáles eran esos?», dijo la Infante. «Señora», dijo el caballero Amigo, «el rey de Guimalet y el rey de Libia; pero pues habéis el rey de Brez, no habéis por qué recelaros del rey de Libia, ca el rey de Brez el ruego que le envió hacer el infante Roboán, por estas cartas lo podéis ver que vos aquí traigo». La Infante recibió las cartas y mandolas leer, y hallaron que la seguranza y la tregua del rey de Brez fuera muy hecho, y que mejor no se pudiera hacer por ninguna manera ni más a pro ni a honra de la Infante.
Y el infante Roboán habiendo muy gran sabor de irse: «Y pues buen sosiego tenéis la vuestra tierra, no habéis por qué detenerme.» «Amigo señor», dijo la Infante, «si buen sosiego y ha, por vos y por vuestro buen esfuerzo es; y sabe Dios que si os pudiese detener a vuestra honra que lo haría muy de grado. Pero antes hablaré convusco algunas cosas que tengo que hablar». «Señora», dijo el Infante, «tan apercibida y tan guardada sois en todas cosas que no podríais errar en ninguna manera en lo que hubieseis a decir y a hacer».
Otro día en la mañana, cuando vino el infante Roboán a despedirse de ella, dijo la Infante: «Sed aquí ahora y rédrense los otros, y yo hablaré convusco lo que os diré que tenía de hablar.» Y todos los otros se tiraron afuera, pero que paraban mientes a los gestos y a los ademanes que hacían, ca bien entendían que entre ellos había muy gran amor, comoquiera que ellos se encubrían lo más que podían y no se querían descubrir el uno al otro el amor grande que había entre ellos. Pero la Infante, viendo que por el infante Roboán había el su reino bien asosegado y fincaba honrada entre ellos, que sería la más bien andante y la más recelada señora que en todo el mundo habría, con el buen entendimiento y con el buen esfuerzo y con la buena ventura de este Infante, no se pudo sufrir, y no con maldad, ca de muy buena vida era y de buen entendimiento, mas cuidándole vencer con buenas palabras porque el casamiento se hiciese; y díjole así: «Señor, el vuestro buen donaire, y la vuestra buena ventura, y el vuestro buen entendimiento, y la honra que me habéis hecho en dejarme muy rica y muy recelada de todos los mis vecinos, y muy honrada, me hace decir esto que vos ahora diré, y con gran amor ruégoos que me perdonéis lo que os diré, y no tengáis que por otra razón de maldad ni de encubierta os lo digo, mas por razón de ser más amparada, si Dios lo quisiere allegar. Y porque no sé si algunos de mis reinos a qué placería, o por ventura si querrían que se llegase este pleito, no me quise descubrir a ninguno y quíseme atrever ante la vuestra mesura, que si no se hiciese que fuese callado entre nos; ca ciertamente, si otros fuesen en el hecho no podría ser puridad; ca dicen que lo que saben tres, sábelo toda res. Y lo que vos he a decir, comoquiera que lo digo con gran vergüenza, es esto: que si el vuestro casamiento y el mío quisiese Dios allegar, que me placería mucho. Y no hemos a decir, ca a hombre de buen entendimiento pocas palabras cumplen.» Desí abajó los ojos la Infante y púsolos en tierra, y no lo pudo catar con gran vergüenza que hubo de lo que había dicho.
«Señora», dijo el Infante, «yo no os puedo agradecer ni servir cuánto bien y cuánta merced me habéis hecho hoy en este día, y cuánta mesura me mostrastes en querer que yo sepa de vos el amor verdadero que me habéis, y en quererme hacer saber toda vuestra hacienda y vuestra voluntad. Y pues yo agradecer no os lo puedo ni servir así como yo querría, pido por merced a Nuestro Señor Dios que Él os lo agradezca, y os dé buena cima a lo que deseáis, con vuestra honra. Pero digo que sepáis de mí tanto: que del día en que nací hasta el día de hoy nunca supe amor de mujer, y convusco, ca una sois de las señoras que yo más amo y más precio en mi corazón, por la gran bondad, y el gran entendimiento, y la gran mesura, y el gran sosiego que en vos es. Y comoquiera que me ahora quiero ir, pídoos por merced que me queráis atender un año, salvo ende si hallareis vuestra honra, si Dios os lo quisiese dar.» «Amigo señor», dijo la Infante, «yo no sé cómo Dios querrá ordenar de mí, mas yo atenderos he a la mi ventura de estos tres años, si vida hubiere». «Señora», dijo el Infante, «agradézcooslo». Y quísole besar las manos y los pies, y ella no quiso dar, antes le dijo a un tiempo vendrá que ella se los besaría a él. Y levantáronse luego amos a dos y el Infante se despidió de ella y de todos los otros hombres buenos que y eran en el palacio con el Infante.
Dice el cuento que nunca tan gran pesar hombre vio como el que hubieron todos aquellos que y estaban con la Infante; ca cuando él partió de su padre y de su madre y de su hermano Garfín y de todos los otros de la su tierra, comoquiera que gran pesar y gran tristeza y hubo, no pudo ser igual de esta; ca pero no se mesaban, ni se arrastraban, ni daban voces, a todos semejaba que le quebraran por los corazones, dando suspiros y llorando muy fuerte y poniendo las manos sobre los ojos. Y eso mismo hacía el infante Roboán y toda la su gente, ca tan hechos eran con todos los de aquella tierra, que no se podían de ellos partir sino con gran pesar. Y este reino de Pandulfa es en la Asia la Mayor, y es muy viciosa tierra y muy rica, y por toda la mayor partida de ella pasa el río de Tigris, que es uno de los cuatro ríos de paraíso terrenal, así como adelante oiréis donde habla de ellos.
El Infante con toda su gente fueron andando, y salieron del reino de Pandulfa tanto que llegaron al condado de Turbia, y hallaron en una ciudad al Conde, que saliolos a recibir y que le hizo mucha honra y mucho placer, y convidó al Infante por ocho días que fuese su huésped. Pero con este conde no se aseguraba en la su gente, porque lo querían muy mal y no sin razón; ca él les había desaforado en muchas guisas, a los unos despechando y a los otros desterrando, en guisa que no había ninguno en todo el su señorío en quien no tangiese este mal y estos desafueros que el Conde había hecho.
Y este conde, cuando vio al Infante en su lugar con tan gran gente y tan buena, plúgole muy de corazón y díjole: «Señor, muy gran merced me hizo Dios por la vuestra venida a esta tierra; ca tengo que doliéndose de mí os envió para ayudarme contra estos mis vasallos del mío condado, que me tienen muy gran tuerto, y puédolos castigar, pues vos aquí sois, si bien me ayudarais.» «Ciertas, conde», dijo el Infante, «ayudaros he muy de buenamente contra todos aquellos que vos tuerto hicieren, si no os lo quisieren enmendar; pero saber quiero de vos qué tuerto os tienen; ca no querría que de mí ni de otro mal recibiesen el que no mereció por qué». «Sabed, señor», dijo el Conde, «que no lo habéis por qué demandar, ca los mayores traidores son que nunca fueron vasallos a señor». «Conviene», dijo el Infante, «saber de hecho, ca gran pecado sería de hacer mal a quien no lo merece, y conviene que sepamos cuáles son aquellos que lo merecen, y apartémoslos de los otros que no lo merecen; y así los podemos más aína matar y estragar; ca cuantos de ellos apartaremos tanto menguará del su poder y acrecentaría el vuestro». «Señor», dijo el Conde, «no os trabajéis en eso, ca todos lo merecen». «¿Todos?», dijo el Infante. «Esto no puede ser sino por una de dos razones, o que vos fueseis crudo contra ellos y no perdonastes a ninguno, o que todos ellos son falsos y traidores por natura. Y si vos queréis que os ayude en este hecho, decidme la verdad y no me escondáis ende ninguna cosa; ca si tuerto tuvieseis y me lo encubrieseis, por ventura sería vuestro el daño y mío, y fincaríamos con gran deshonra, ca Dios no mantiene el campo sino aquel que sabe que tiene verdad y derecho».
Cuando el Conde vio que el Infante con buen entendimiento podría saber la verdad y no le encubriría por ninguna manera, tuvo por bien de decirle por qué hubiera malquerencia con toda la gente de su tierra. «Señor», dijo el Conde, «la verdad de este hecho en cómo pasó entre mí y la mi gente es de esta guisa que vos ahora diré; ca ciertamente fue contra ellos muy crudo en muchas cosas, desaforándolos y matándolos sin ser oídos, y desheredándolos y desterrándolos sin razón, de guisa que no hay ninguno, mal pecado, por de gran estado que sea ni de pequeño, a quien no tengan estos males y desafueros que les he hechos; en manera que no hay ninguno en el mi señorío de que no recele. Y por ende con la vuestra ayuda querríame desembargar de este hecho y de este recelo; ca de que ellos fuesen muertos y estragados, podría yo pasar mi vida sin miedo y sin recelo ninguno». «Por Dios, conde», dijo el Infante, «si así pasó como vos decís, fuera muy gran mal; ca no sería así, sino hacer un mal sobre otro a quien no lo merece. Y habiéndoles hecho tantos males y tantos desafueros como vos decís, ¿en lugar de arrepentiros del mal que les hiciereis y demandarles perdón, tenéis por aguisado de hacerles aún mayor mal? Ciertas, si en campo hubiéramos entrado con ellos sobre tal razón, ellos fincaran bien andantes, y nos mal andantes y con gran derecho». «Pues, señor», dijo el Conde, «¿qué es lo que y puedo hacer? Pídoos por merced que me aconsejéis, ca esta mi vida no es vida, antes me es par de muerte». «Yo os lo diré», dijo el Infante. «Conviéneos que hagáis en este vuestro hecho como hizo un rey por consejo de su mujer la Reina, que cayó en tal caso y en tal yerro como este.» «¿Y cómo fue eso?», dijo el Conde. «Yo os lo diré», dijo el Infante.
Un rey era contra sus pueblos, así como vos, en desaforándolos y matándolos y desheredándolos crudamente y sin piedad ninguna, de guisa que todos andaban catando manera que le pudiesen matar. Y por ende siempre había de andar armado de día y de noche, que nunca se desarmaba, que no había ninguno, ni aun en su posada, de quien se fiase; así que una noche fuese a casa de la Reina su mujer, y echose en la cama bien así armado. Como a la Reina pesó mucho, como aquella que se dolía de la su vida muy fuerte y muy lazrada que el Rey hacía, y no se lo pudo sufrir el corazón, díjole así: «Señor, pídoos por merced y por mesura que vos, que me queráis decir qué es la razón porque esta tan fuerte vida pasáis; si lo tenéis en penitencia, o si lo hacéis por recelo de algún peligro.» «Ciertas», dijo el Rey, «bien os lo diría si entendiese que consejo alguno me podríais y poner; mas, ¡mal pecado!, no cuido que se ponga y consejo ninguno». «Señor, no decís bien»; dijo la Reina, «ca no ha cosa en el mundo por desesperada que sea, que Dios no pueda poner remedio». «Pues así es», dijo el Rey, «sabed que quiero que lo sepáis. Antes que convusco casase, y después, nunca quedé de hacer muchos males y muchos desafueros y crueldades a todos los de mi tierra, de guisa que por los males que yo les hice, no me aseguro en ninguno de ellos, antes tengo que me matarían muy de buenamente si pudiesen. Y por ende he de andar armado por guardarme de su mal».
«Señor», dijo la Reina, «por el mío consejo vos haréis como hacen los buenos físicos a los dolientes que tienen en guarda; que les mandan luego que tengan dieta, y desí mándanles comer buenas viandas y sanas, y si ven que la enfermedad es tan fuerte y tan desesperada que no puede poner consejo por ninguna sabiduría de física que ellos sepan, mándanles que coman todas las cosas que quisieren, tan bien de las contrarias como de las otras. Y a las vegadas con el contrario guarecen los enfermos de las enfermedades grandes que han. Y pues este vuestro mal y vuestro recelo tan grande y tan desesperado es que no cuidáis ende ser guarido en ningún tiempo, tengo que os conviene de hacer el contrario de lo que hicistes hasta aquí, y por ventura que seréis librado de este recelo, queriéndoos Dios hacer merced».
«¿Y cómo podría ser eso?», dijo el Rey. «Ciertas, señor, yo os lo diré», dijo la Reina; «que hagáis llegar todos; los conocéis los males y desafueros que les hicistes, y que les roguéis muy humildosamente que os perdonen, llorando de los ojos y dando a entender que os pesa de corazón por cuanto mal les hicistes; y por ventura que lo querrán hacer, doliéndose de vos. Y ciertas, no veo otra carrera para vos salir de este peligro en que sois». «Bien creed», dijo el Rey, «que es buen consejo, y quiérolo hacer; ca más querría ya la muerte que no esta vida que he». Y luego envió por todos los de su tierra que fuesen con él en un lugar suyo muy vicioso y muy abundado. Y fueron todos con él ayuntados el día que les mandó. Y el Rey mandó poner su silla en medio del campo, y puso la corona en la cabeza, y díjoles así: «Amigos, hasta aquí fui vuestro rey y usé del poder del reino como no debía, no catando mesura ni piedad contra vos, haciéndoos muchos desafueros: los unos matando sin ser oídos, los otros despechando y desterrando sin razón y sin derecho, y no queriendo catar ni conocer los servicios grandes que me hicistes; y por ende me tengo por muy pecador, que hice gran yerro a Dios y a vos, y recelándome de vos por los grandes males que os hice, hube siempre de andar armado de día y de noche. Y conociendo mío pecado y mío yerro, déjoos la corona del reino.» Y tolliola de la cabeza, y púsola en tierra ante sí, y tollió el bacinete de la cabeza y desarmose de las armas que tenía y fincó en gambax, y dijo: «Amigos, por mesura, que hagáis de mí lo que vos quisiereis.»
Y esto decía llorando de los ojos muy fuertemente, y eso mismo la Reina su mujer y sus hijos que eran con él. Y cuando los de la tierra vieron que tan bien se arrepentía del yerro en que cayera y tan simplemente demandaba perdón, dejáronse caer todos a sus pies llorando con él, y pidiéronle por merced que no los quisiese decir tan fuertes palabras como les decía, ca los quebrantaba los corazones; mas que fincase con su reino, que ellos le perdonaban cuanto mal de él recibieron. Y así fue después muy buen rey y muy amado de todos los de la tierra; ca fue muy justiciero y guardador de su reino.
«Cuando convenía a vos, conde, que hagáis eso mismo que aquel rey hizo, y fío por la merced de Dios, que Él os endrezará haber amor de la vuestra gente, así como hizo aquel rey.» «Por Dios, señor», dijo el Conde, «dada me habéis la vida, y quiero hacer lo que me aconsejáis, ca me semeja que esto es lo mejor; y aunque me maten, en demandándoles perdón, tengo que Dios habrá merced a la mi alma». «Conde», dijo el Infante, «no temáis, ca si vos y muriereis haciendo esto que vos yo aconsejo, no moriréis solo, ca sobre tal razón como esta seré yo con vos muy de grado en defenderos cuanto yo pudiere; ca pues vos hacerles queréis enmienda y no lo quisieren recibir, ellos tendrán tuerto y no vos; ca del su derecho harán tuerto, y Dios ayudarnos ha y destorbará a ellos, porque nos tememos por nos verdad y razón, y ellos no por sí, sino mentira y soberbia».
Entonces envió el Conde por todos los de su tierra, diciendo que había de hablar con ellos cosas que eran a pro de ellos y de la tierra, y luego fueron con él a una ciudad buena. Y cuando vieron la caballería que tenía de gente extraña, preguntaron qué gente eran, y dijéronles que era un hijo de un rey que era de luengas tierras, y que andaba probando cosas del mundo y haciendo buenas caballerías para ganar prez. Y preguntaron si era amigo del Conde, y dijéronles que sí. «¿Y es hombre», dijeron ellos, «a quien plega con la verdad y con el bien y le pese con el mal?». «Ciertas», dijeron ellos, «sí». «Bien es», dijeron ellos, «pues el Infante tan buen hombre es, bien creemos que él sacará al Conde de esta crueldad que hace contra nos». Los otros le respondieron que fueseis de él bien seguros, y que así lo haría. Y así fincaron los de la tierra ya conhortados, y bien semeja que entre el Conde y ellos partido era el miedo; ca tan gran miedo había el Conde a ellos como ellos al Conde. Desí el Conde mandó hacer su estrado en un gran campo muy bueno que dicen el Campo de la Verdad, y fueron y todos llegados. El Conde asentose en el estrado, armado así como siempre andaba, y el Infante de la otra parte y la Condesa de la otra, y sus hijuelos delante. Y levantose el Conde y díjoles en cómo les había errado en muchas maneras, y pidioles merced muy humildosamente que le quisiesen perdonar, ca no quería con ellos vivir sino como buen señor con buenos vasallos; y desarmose y fincó los hinojos ante ellos, llorando de los ojos y rogándoles que le perdonasen. Y sobre esto levantose el infante Roboán, ca ellos estaban muy duros y no querían responder nada, y díjoles. «Amigos, no querría que fueseis tales como los mozos de poco entendimiento, que los ruegan muchas vegadas con su pro, y ellos con mal recaudo dicen que no quieren, y después querrían que los rogasen otra vez, que lo recibirían de grado, y si no los quieren rogar fíncanse en su daño; por que no ha mester que estéis callados, antes lo debierais mucho agradecer a Dios porque tan buenamente os viene a esto que os dice.» «Señor», dijo uno de ellos, «muy de buenamente lo haremos, sino que tenemos que nos trae con engaño para nos hacer más mal andantes». «No lo creáis», dijo el Infante; «antes os lo jurará sobre Santos Evangelios, y os hará hombrenaje, y os asegurará ante mí. Y si vos de ello falleciere, yo os lo prometo que seré convusco contra él». Y ellos le pidieron por merced que recibiese del Conde hombrenaje, y él hízolo así, y perdonáronle, y fincó en paz y en buen andanza con sus vasallos, y mantuvo siempre en sus fueros y en justicia. Y otro día despidiose el Infante del Conde y de todos los buenos hombres que y eran.
Dice el cuento que el infante Roboán endrezó su camino para donde Dios le guiase; pero que demandó al Conde qué tierra hallaría adelante. Y él le dijo que a treinta jornadas de y que entraría en tierra del Emperador de Triguiada, muy poderoso y muy honrado, que había cuarenta reyes por vasallos, y que era hombre mancebo y alegre y de buen solaz, y que le placía mucho con hombre de tierra extraña, si era de buen lugar.
El Infante fuese para aquel imperio, y luego que llegó a la tierra de los reyes dijéronle que no le consentirían que entrase más adelante hasta que lo hiciesen saber al Emperador, ca así lo habían por costumbre; pero que le darían todas las cosas que hubiese mester hasta que hubiesen mandado del Emperador. Enviaron luego los mandaderos, y cuando el Emperador supo que un infante, hijo del rey de Mentón, llegara a su señorío y traía consigo buena caballería y apuesta, plúgole mucho y mandó que le guiasen por toda su tierra, y que le diesen todas las cosas que mester hubiese y le hiciesen cuanta honra pudiesen. Y si el Emperador bien lo mandó hacer, todos los reyes y las gentes por donde pasaba se lo hacían muy de grado y muy cumplidamente ca mucho lo merecía; ca tan apuesto y tan de buen donaire lo hiciera Dios, que todos cuantos le veían tomaban muy gran placer con su vista, y hacían por él muy grandes alegrías.
Y cuando llegó al Emperador, y hallolo que andaba por los campos, ribera de un río y muy grande que ha nombre Tigris; y descendió del caballo, y dos reyes que eran con el Emperador, por hacer honra al Infante, descendieron a él, y fuese para el Emperador y fincó los hinojos y humillose, así como le aconsejaron aquellos dos reyes que iban con él. Y el Emperador mostró muy gran placer con él y mandole que cabalgase. Y desde que cabalgó, llamolo el Emperador y preguntole si era caballero. Díjole que sí. Y preguntole quién lo hiciera caballero, y díjole que su padre el rey de Mentón. «Ciertas», dijo el Emperador, «si doble caballería pudiese haber el caballero», que él lo hiciera caballero otra vegada. «Señor», dijo el Infante, «¿qué es lo que pierde el caballero si de otro mayor caballero puede recibir otra caballería?». «Yo os lo diré», dijo el Emperador, «que no puede ser, por el uno contra el otro, que no le estuviese mal, pues caballería había recibido de él». «¿Y no veis vos», dijo el Infante, «que nunca yo he ser contra el Rey mi padre, ni contra vos por él, ca él no me lo mandaría ni me lo aconsejaría que yo falleciese en lo que hacer debiese?». «Bien lo creo», dijo el Emperador, «mas hay otra cosa más grave a que tendrían los hombres ojo: que pues dos caballerías había recibido, que hiciese por dos caballeros». «Y ciertas», dijo el Infante, «bien se puede hacer esto, con la merced de Dios, ca queriendo hombre tomar a Dios por su compañero en los sus hechos, hacer puede por dos caballeros y más, con la su ayuda». «Ciertas», dijo el Emperador, «conviene que yo haga caballero a este infante, y no lo erraremos, ca cuido que de una guisa lo hacen en su tierra y de otra guisa aquí».
Y preguntole el Emperador de cómo le hicieron caballero, y él dijo que tuvo vigilia en la iglesia de Santa María una noche en pie, que nunca se asentara, y otro día en la mañana, que fuera y el Rey a oír misa, y la misa dicha que llegara el Rey al altar y que le diera una pescozada, y que le ciñó el espada, y que se la desciñó su hermano mayor. «Ahora os digo», dijo el Emperador, «que puede recibir otra caballería de mí, ca gran departimiento ha de la costumbre de su tierra a la nuestra». «En el nombre de Dios», dijeron los reyes, «hacedlo caballero; que fiamos por Dios que por cuanto en él vemos y entendemos, que tomaréis buen esfuerzo».
Entonces mandó el Emperador que comiesen con él los reyes y el Infante y todos los otros caballeros, y fuéronse para la villa. El Emperador comió en una mesa y los reyes en otra, y toda la caballería por el palacio muy ordenadamente y muy bien. Y después que hubieron comido, mandó el Emperador que vistiesen al Infante de unos paños muy nobles que le dio, y que fuesen hacer sus alegrías así como era costumbre de la tierra, e hiciéronlo así; ca los dos reyes iban con él, el uno de la una parte y el otro de la otra parte, por toda la villa. Y todas las doncellas estaban a sus puertas, y según su costumbre lo habían de abrazar y de besar cada una de ellas, y decíanle así: «¡Dios te dé buena ventura en caballería y hágate tal como aquel que te lo dio, o mejor!» Cuando estas palabras oyó decir el Infante, membrósele de lo que le dijera su madre cuando de ella se partió, que el corazón le daba que sería emperador, y creciole el corazón por hacer bien.
Y otro día en la mañana fue el Emperador a la iglesia de San Juan donde velaba el Infante, y oyó misa y sacolo a la puerta de la iglesia a una gran pila de porfirio que estaba llena de agua caliente, e hiciéronle desnudar so unos paños muy nobles de oro, y metiéronlo en la pila; y dábale el agua hasta en los pechos. Y andaban en derredor de la pila cantando todas las doncellas, diciendo: «Viva este novel a servicio de Dios y honra de su señor y de sí mismo.» Y traían una lanza con un pendón grande, y una espada desnuda, y una camisa grande de sirgo y de aljófar, y una guirnalda de oro muy grande, de piedras preciosas. Y la camisa vistiósela una doncella muy hermosa y muy hijadalgo, a quien cupo la suerte que se la vistiese. Y desde que se la vistió, besolo y díjole: «¡Dios te vista de la su gracia!», y partiose dende, ca así lo habían por costumbre. Y desí vino el un rey y diole la lanza con el pendón, y díjole: «¡Ensalce Dios la tu honra todavía!», y besole en la boca y partiose dende. Y vino el otro rey y ciñole el espada y díjole: «¡Dios te defienda con el su gran poder y ninguno no te empezca!» Y desí vino el Emperador, y púsole la guirnalda en la cabeza, y díjole: «Hónrete Dios con la su bendición, y te mantenga siempre acreditamiento de tu honra todavía.» Y desí vino el Arzobispo y díjole: «¡Bendígate el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, que son tres personas y un Dios!» Y entonces el Emperador mandó que le vistiesen de otros paños muy nobles, y ciñole el espada y cabalgaron, y fuéronse para casa del Emperador, y el Infante trayendo el espada desnuda en la una mano y el pendón en la otra mano con la lanza, y la guirnalda en la cabeza. Y desí se asentaron a la mesa; tenía un caballero delante el espada desnuda, y el otro la lanza con el pendón, hasta que comieron. Y después cabalgaron y diéronle el espada y la lanza, y así anduvo por la villa aquel día.
Y otro día comenzaron los caballeros del Infante de alanzar y bohordar según su costumbre, de que fue el Emperador muy pagado, y todos los otros, en manera que no fincó dueña ni doncella que y no fuese. Y el Emperador mandó al Infante que hiciese él lo que sabía; ca costumbre era de la tierra que el caballero novel, que otro día que recibiese caballería, que tuviese armas. Y él cabalgó en un caballo muy bueno que traía, y lanzó y bohordó, y anduvo por el campo con los suyos haciendo sus demandas, y bien semejaba hijo de rey entre los otros; que comoquiera que muchos había entre ellos que lo hacían muy bien, no había ninguno que lo semejase en tan bien hacerlo como el Infante. Y todos los que y eran con el Emperador andaban haciendo sus trebejos, según el uso de la tierra, en un gran campo ribera del río de Tigris.
Este imperio de Triguida tomó el nombre de este río Tigris, que es uno de los cuatro ríos que salen del paraíso terrenal. El uno ha nombre Sisón, y el otro Gigón, y el otro Tigris y el otro Éufrates; onde dice el Génesis que en el paraíso terrenal sale un río para regar la huerta, y apartose en cuatro lugares, y son aquellos los cuatro ríos que nacen del paraíso terrenal. Y cuando salen del paraíso van escondidos so tierra, y parece cada uno y donde nace, así como ahora oiréis. Dicen que Sisón corre por las tierras de India, y a semejante que nace del monte que ha nombre Ortubres, y corre contra oriente, y cae en la mar; y Gigón es el río que dicen Nirojanda, y va por tierra de oriente, y escóndese so tierra, y nace del monte Ablan, a que dicen en hebraico Reblantar Mar, y después se mete en la tierra, y desí sale y cerca toda la tierra Etiopía, y corre por seis lugares, y cae en el mar que es cerca de Alejandría.
Los otros dos ríos, que han nombre Tigris y Éufrates, pasan por otra gran montaña y corren por la parte oriental de Seria, y pasan por medio de Armenia, y vuélvense amos a dos contra la villa que ha nombre Abacia, y dícenla entonces las Aguas Mixtas del mundo. Y después que han andado mucho en uno, caen en el mar Oceano. Y el paraíso terrenal onde estos ríos salen dícenle las Islas Bienaventuradas; pero que ninguno no puede entrar al paraíso terrenal, ca a la entrada puso Dios un muro de fuego que llega hasta el cielo.
Y sabios antiguos dicen que Sisón es el río que llaman Nilo, a que dicen en arábigo Al-Nil y en hebraico Nilos. Y dicen que en el tiempo antiguo se solía sumir y perder so tierra, y hacía toda la tierra tremedar, de guisa que no podía ninguno por ella andar, y Josepe manó este río en madre y guareció a Nilo y a la tierra, así que según dicen que esta es la más plantiosa tierra del mundo; ca este río sale de madre dos veces en el año y riega toda la tierra. Y mientras el río está fuera de madre, andan por las barcas de un lugar a otro, y por esta razón son puestas las villas y las alcarías en las alturas de la tierra. Y esta historia fue aquí puesta de estos cuatro ríos del paraíso, porque sepan que el imperio por y donde suele correr; y la otra partida donde se vuelve con el río de Éufrates, y llega hasta la mar; y de la otra parte de cierzo comarca este imperio con las tierras de Cin, y de la otra parte con Asia la Mayor, contra oriente, donde se hallan los zafiros finos, así como adelante oiréis en la historia del infante Roboán, cuando fue señor de este imperio por sus buenas costumbres y porque le quiso Dios por la su bondad guiar.
Onde dice el cuento que este infante fue muy bien quisto del emperador de Triguiada, ca tan bien lo servía en todas las cosas que él podía y tan lealmente, que lo hizo uno de sus compañones. Y cuando se llegaban todos al Emperador para aconsejarle, no había ninguno que tan bien acertase el buen consejo dar como él. Así que un día vino un físico y él dijo que sí, y mostrole ende sus cartas de cómo era licenciado, y que de todas las enfermedades del mundo guarecía los hombres con tres yerbas que él conocía: la una era para beber, y la otra para hacer ungüentos con ella, y la otra para hacer baños con ella. Y mostrole cómo con razón pusiera nombres extraños a las yerbas, de guisa que los físicos de casa del Emperador no las conocían, mas semejábales que hablaban en ello como con razón. Y el Emperador le preguntó que dónde hallarían aquellas yerbas, y él díjoles que en la ribera de la mar escontra donde se pone el sol. Y el Emperador demandó consejo a sus físicos y ellos le aconsejaron que enviase por aquellas yerbas. Y llamó luego aquel físico extraño y díjole que quería enviar por las yerbas, y que le daría de su casa algunos que fuesen con él. Y el físico le respondió y díjole que no quería que fuese ninguno con él; que lo que él apresara con gran trabajo en toda su vida, que no quería que aquellos que enviase con él que lo apresasen en un hora; mas que le diese a él todo lo que hubiese mester, y treinta o cincuenta camellos, y que los traería cargados; ca mucho había mester de ello para hacer los baños señaladamente. Y cuando contaron cuánto había mester para dos años para ida y venida, hallaron que montaba diez mil marcos de plata.
Así que los consejeros y los físicos aconsejaban al Emperador que lo hiciese, ca no podría ser comprada esta física por haber. El Emperador queríalo hacer, pero demandó al infante Roboán que le dijese lo que le semejaba. Y él díjole que no se atrevía a aconsejarlo en esta razón, ca no quería que por su consejo le aconteciese lo que le aconteció a un rey moro sobre tal hecho como este. «¿Y cómo fue?», dijo el Emperador. «Señor», dijo el Infante, «yo os lo diré».
«Así fue que un rey moro había un alfajeme muy bueno y muy rico, y este alfajeme había un hijo que nunca quiso usar del oficio de su padre, mas usó siempre de caballería, y era muy buen caballero de armas. Y cuando murió su padre, díjole el Rey que quisiese usar del oficio de su padre, y que le hiciese mucha merced. Y él díjole que bien sabía que nunca usara de aquel oficio, y que siempre usara de caballería, y que no lo sabía hacer así como convenía; mas que le pedía por merced que por no andar envergoñado entre los caballeros que él conocía, que sabían que era hijo de alfajeme, que le mandase dar su carta de ruego para otro rey su amigo, en que lo enviase rogar que le hiciese bien y merced, y que él pugnaría en servirlo cuanto pudiese. Y el Rey tuvo por bien de mandársela dar, y mandó a su canciller que se la diese. Y el caballero tomó la carta y fuese para aquel rey amigo de su señor. Y cuando llegó que le dijo saludes de parte de su señor el Rey, y diole la carta que le enviaba. Y antes que el Rey abriese la carta diole a entender que le placía con él, y demandole si era sano su señor. Y díjole que sí. Y preguntole si estaba bien con sus vecinos. Y díjole que sí, y que mucho recelado de ellos. Y demandole si era rico, y díjole que todos los reyes sus vecinos no eran tan ricos como él solo. Y entonces abrió la carta el Rey y leyola, y decía en la carta que este caballero que era hijo de un alfajeme, y que le enviaba a él que le hiciese merced, ca hombre era que le sabría muy bien servir en lo que le mandase. Y el Rey le preguntó qué mester había, y el caballero cuando lo oyó fue muy espantado, ca entendió que en la carta decía hijo de alfajeme. Y estando pensando qué respuesta le daría, preguntole el Rey otra vegada qué mester había. Y el caballero le respondió: «Señor, pues tanto me afincáis y porque sois amigo de mío señor, quiéroos decir mi puridad. Sepáis, señor, que el mi mester es hacer oro». «Ciertas», dijo el Rey, «hermoso mester es y cumple mucho a la caballería, y pláceme mucho en la tu venida, y dé Dios buena ventura al Rey mío amigo que acá te envió; y quiero que metas mano a la obra luego». «En el nombre de Dios», dijo el caballero, «cuando tú quisieres».
Y el Rey mandó dar posada luego al caballero, y mandó pensar de él luego muy bien. Y el caballero en esa noche no pudo dormir, pensando en cómo podría escapar del hecho. Y de las doblas que traía calcinó veinte, e hízolas polvos, y fue a un especiero que estaba en cabo de la villa y díjole así: «Amigo, quiérote hacer ganar, y ganaré contigo.» «Pláceme», dijo el especiero. «Pues tomad estos polvos», dijo el caballero, «y si alguno te viniere a demandar si tienes polvos de alejandrique, di que poco tiempo ha que hubiste tres quintales de ellos, mas mercadores vinieron y te lo compraron todo y lo llevaron, y que no sabes si te fincó algún poco, y no lo des menos de diez doblas; y las cinco doblas darás a mí, y las otras cinco fincarán contigo». Y el especiero tomó los polvos y guardolos muy bien, y el caballero fuese a casa del Rey, que había ya enviado por él. Y el Rey cuando lo vio, mandó a todos que dejasen la casa, y fincó solo con aquel caballero, y díjole así: «Caballero, en gran codicia me has puesto, que puedo holgar hasta que meta mano en esta obra.» «Ciertas, señor», dijo el caballero, «derecho hagas; ca cuando rico fueres, todo lo que quisieres habréis, y recelaros han todos vuestros vecinos, así como hacen a mi señor el Rey por el gran haber que tiene, que yo le hice de esta guisa». «Pues ¿qué es lo que habemos mester», dijo el Rey, «para esto hacer?» «Señor», dijo el caballero, «manda algunos tus hombres de puridad que vaya buscar por los mercaderes y por los especieros polvos de alejandrique, y cómpralos todos cuantos hallares; ca por lo que costare una dobla haré dos, y si para todo el año hubiéremos abundo de los polvos, yo te haré con gran tesoro, que no lo habrás donde poner». «Por Dios, caballero», dijo el Rey, «buena fue la tu venida para mí, si esto tú me haces».
Y envió luego a su mayordomo y a otro hombre de su puridad con él que fuese buscar estos polvos. Y nunca hallaron hombre que les dijese que los conociese ni sabían qué eran, y tornáronse para el Rey y dijéronle que no hallaban recaudo ninguno de estos polvos; ca decían mercaderes y los especieros que nunca los vieran ni oyeran hablar de ellos sino ahora. «¿Cómo no?», dijo el caballero. «Ciertas, tantos traen a la tierra de mío señor el Rey, que doscientas acémilas podría cargar de ellos; mas creo que por lo que no los conocéis no los sabéis demandar. Iré convusco allá, y por ventura hallarlos hemos.» «Bien dice el caballero», dijo el Rey. «Idos luego para allá.» Y ellos se fueron por todas las tiendas de los especieros preguntando por estos polvos, y no hallaron recaudo ninguno. Y el caballero demandó al mayordomo del Rey si había otras tiendas de especieros y cerca, que fuesen allá, que no podía ser que no los hallasen. «Ciertas», dijo el mayordomo, «no hay otras tiendas en toda la villa, salvo ende tres que están en el arrabal». Y fueron para allá, y en las primeras no hallaron recaudo ninguno; mas uno que estaba más en cabo que todos dijo que poco tiempo había que llevaron mercaderes de él tres quintales de tales polvos como ellos decían. Y preguntáronle si fincara alguna cosa ende, y él dijo que no sabía, e hizo como que escudriñaba sus arcas y sus sacos, y mostroles aquellos pocos de polvos que le había dado el caballero. Y demandáronle que por cuánto se los daría, y él dijo que no menos de diez doblas. Y el caballero dijo que se las diesen por ello, siquiera por hacer la prueba, y diéronle diez doblas, y tomó los polvos el mayordomo y llevolos para el Rey. Y dijéronle cómo no pudieran haber más de aquellos polvos, comoquiera que el especiero les dijera que poco tiempo había que vendiera tres quintales de ellos. Y el caballero dijo al Rey: «Señor, guarda tú estos polvos, y manda tomar polvos de veinte doblas, y haz traer carbón para fundirlo, y haga el tu mayordomo en como yo le diré, y sé cierto que me hallará verdadero en lo que te dije.» «¡Quiéralo Dios», dijo el Rey, «que así sea!».
Otro día en la mañana vino el caballero y mandó que pusiesen en un crisuelo los polvos de suso de la calcina, de los huesos que desgastó el plomo y lo tornó en humo, y afincar los polvos de las veinte doblas del más fino oro y más puro que podía ser. Y el Rey, cuando lo vio, fue muy ledo, y tuvo que le había hecho Dios mucha merced con la venida de aquel caballero, y demandole cómo podía haber más de aquellos polvos para hacer más obra. «Señor», dijo el caballero, «manda enviar a la tierra de mío señor el Rey, que y podían haber siquiera cien acémilas cargadas». «Ciertas», dijo el Rey, «no quiero que otro vaya sino tú, que pues el Rey mío amigo fiaba de ti, yo quiero de ti otrosí». Y mandole dar diez acémilas cargadas de plata, de que comprase aquellos polvos. Y el caballero tomó su haber y fuese, con intención de no tornar más ni de ponerse en lugar donde el Rey le pudiese empecer; ca no era cosa aquello que el Rey quería que hiciese, en que él pudiese dar recaudo en ninguna manera.
Este rey moro era tan justiciero en la su tierra, que todas las más noches andaba con diez o con veinte por la villa a oír qué decían y qué hacía cada uno. Así que una noche estaban una pieza de moros mancebos en una casa comiendo y bebiendo a gran solaz, y el Rey estando a la puerta de parte de fuera escuchando lo que decían. Y comenzó un moro a decir: «Diga ahora cada uno cuál es el más necio de esta villa.» «Que yo sé es el Rey.» Cuando el Rey lo oyó fue muy airado, y mandó a los sus hombres que los prendiesen y que los guardasen ahí hasta otro día en la mañana que se los llevasen. Y por ende dicen que quien mucho escucha su daño oye. Y ellos comenzaron a quebrantar las puertas, y los de dentro demandaron que quién eran. Ellos les dijeron que eran hombres del Rey. Y aquel moro mancebo dijo a los otros: «Amigos, descubiertos somos, ca ciertamente el Rey ha oído lo que nos dijimos; ca él puede andar por la villa escuchando lo que dicen de él. Y si el Rey os hiciere algunas preguntas, no le respondáis ninguna cosa, mas dejadme a mí, ca yo le responderé.»
Otro día en la mañana lleváronlos ante el Rey presos, y el Rey con gran saña comenzoles a decir: «Canes, hijos de canes, ¿qué hubistes conmigo en decir que yo era el más necio de la villa? Quiero saber cuál fue de vos el que lo dijo.» «Ciertas», dijo aquel moro mancebo, «yo lo dije». «¿Tú?», dijo el Rey. «Dime por qué cuidas que yo soy el más necio». «Yo te lo diré», dijo el moro. «Señor, si alguno pierde o le hurtan alguna cosa de lo suyo por mala guarda, o dice alguna palabra errada, necio es porque no guarda lo suyo, ni se guarda en su decir; mas aún no es tan necio como aquel que da lo suyo donde no debe, lo que quiere perder a sabiendas así como tú hiciste. Señor, tú sabes que un caballero extraño vino a ti, y porque te haría oro de plomo, lo que no puede ser por ninguna manera, dístele diez camellos cargados de plata con que comprase los polvos para hacer oro. Y creí ciertamente que nunca verás más antes ti, y sí has perdido cuanto le diste, y fue gran mengua de entendimiento.» «¿Y si viniere?», dijo el Rey. «Cierto soy, señor», dijo el moro, «que no vendrá por ninguna manera». «¿Pero si viniere?», dijo el Rey. «Señor», dijo el moro, «si él viniere, raeremos el tu nombre del libro de la necedad y pondremos y el suyo; ca él vendrá a sabiendas a gran daño de sí, y por ventura a la muerte por que te prometió, y así será él más necio que tú».
«Y por ende, señor», dijo el infante Roboán al Emperador, «comoquiera que seáis muy rico, y pudieseis emplear muy gran haber en tan noble cosa como aquesta que os dice este físico, si verdad puede ser, no me atrevo a aconsejaros que aventuréis tan gran haber; ca si os falleciese, os dirían que no habréis hecho con buen consejo, ni con buen entendimiento es aventurar hombre gran haber en cosa dudosa; ca finca engañado si no lo acaba, y con pérdida». «Ciertas», dijo el Emperador, «téngome por bien aconsejado de vos».
Y en tantas cosas se hallaba por bien aconsejado del infante Roboán que los consejos de los otros no los preciaba nada, y guiábase todavía por los sus consejos y no por consejo de otro alguno. Así que los otros consejeros del Emperador hubieron muy gran envidia, y hablaron en uno, y dijeron: «Ciertas, si este hombre aquí mucho dura con el Emperador, nos estragados somos, ca el Emperador no nos precia nada, y así ni habremos la honra y el pro que solíamos; por que ha mester que hayamos buen acuerdo sobre esto.» Levantose el conde de Lan que era uno de los consejeros, y dijo: «Amigos, no me semeja que otra carrera podemos tomar sino aquesta que ahora os diré, para confundir y estragar a este infante que a esta tierra vino por mal y por deshonra de nos. Vos sabéis que el Emperador nunca ríe, y a quien le pregunta por qué no ríe, que luego le manda matar por ello, o a lo menos que se perdería con él. Y por ende deciros he en cómo podemos hacer. Yo convidaré a él y a vos todos que comáis en uno en la mi posada, y cuando fuéremos solos diremos en cómo nos maravillamos del Rey porque no ríe, y cierto soy que os dirá que no. Y rogarle habéis que, pues tan privado es del Emperador que se aparte con él a hablar muy a menudo, que en solas le haga esta pregunta, y le diga que cuál es la razón por que no ríe. Y por ventura el su atrevimiento de la privanza le matará o le echará de esta tierra.»
E hiciéronlo así, y el Infante creyolos, no guardándose de ellos; ca un día, andando con el Emperador por el campo hablando muchas cosas de solaz por que debiera reír, y díjole así: «Señor, atreviéndome a la vuestra merced quiéroos hacer una pregunta, si la vuestra merced fuere.» «Y pláceme», dijo el Emperador, «y decid lo que quisiereis y oíros he muy de grado». «Señor», dijo el Infante, «yo veo que os pagáis mucho de haber solaz, y sabéis decir muchas cosas y muchos retraires en que hombre lo puede tomar, pero que veo que mengua en vos una cosa, la que ha en todos aquellos que de solaz se pagan». «¿Y cuál es esa cosa?», dijo el Emperador. «Señor», dijo el Infante, «que nunca os vi reír por gran solaz en que estuvieseis; y querría saber, si la vuestra merced fuese, que me dijeseis cuál es la razón por que no reís». «Y el Emperador, cuando esta palabra oyó, pesole muy de corazón y demudósele la color, y estuvo gran rato que no lo pudo hablar. Y desí, tornose a él muy airado, y díjole así: «Amigo, mal aconsejado fuistes, y Dios confunda el cuerpo del que en esto os puso, porque tal pregunta me fuistes hacer; ca a vos quiso matar, y a mí quiso hacer perder un amigo muy bueno en quien yo mucho fiaba y me tenía por muy bien servido y bien guardado en todas cosas.» «¿Y cómo, señor», dijo el Infante, «tan gran pesar tomastes por esta pregunta que vos yo hice?». «Tan grande», dijo el Emperador, «que mayor no puede ser; ca nunca hombre me hizo esta pregunta que la cabeza no perdiese; pero tan bien os quise hasta aquí que no me sufre el corazón de os dar aquella pena que di a los otros por esta razón, y no quiero que aquellos que y están sepan de esto ninguna cosa, mas quiero que vayáis conmigo como vamos hablando, y llegaremos a la ribera de la mar, y poneros he en tal lugar que por ventura os será mejor la muerte que la vida, o por ventura será gran vuestra pro y gran honra vuestra, si fuereis hombre de buen recaudo y lo supiereis muy bien guardar. Mas, mal pecado, pocos son aquellos que saben sufrir la buena andanza, y caen en mala andanza y súfrenla, maguer no quieren».
Díjole luego el Infante: «Señor, ahora creo que es verdadero el proverbio que dicen, que alguno se cuida santiguar y se quiebra los ojos. Y así aconteció ahora a mí, ca cuidé decir algo y dije nada, y cuidando ganar, perdí; ca asaz pudiera hablar con vos en otras cosas con que tomarais placer, y no haceros pregunta tan loca en que no yacía provecho ninguno. Onde, señor, agradézcaos Dios ca no me queréis dar aquí la pena que merecía, según que fue dada a los otros que cayeron en tal yerro como yo.» Y en esto fueron andando como en habla amos a dos, y llegaron ribera de la mar a una cerca alta que había mandado hacer el Emperador. Y llegaron a la puerta de aquel lugar, y metió la mano el Emperador a su bolsa y sacó de y una llave y abrió la puerta, y entraron dentro y cerraron la puerta en pos de sí. Y estaba un batel sin remos en el agua, y no hacía sino llegar a la orilla de la mar y llegarse luego al agua. Y tanto estaba a la orilla cuanto podía hombre entrar, y no más. Y el Emperador mandó al Infante que entrase en aquel batel, pero doliose de él, y llorando de los ojos muy fuertemente. Y cuando llegó al batel a la orilla entró el Infante en él, y tan aína como fue entrado, tan aína fue arredrado del batel y metido en alta mar, de guisa que no pudo decir al Emperador: «Señor, con vuestra gracia».
Pero que era ya muy arrepentido el Emperador porque no lo había perdonado, y después que perdió el batel de vista cerró la puerta del cortijo y fuese para su compaña. Y cuando los caballeros del Infante vieron al Emperador solo y no a su señor, fueron muy espantados y dijeron al Emperador: «Señor, ¿qué es del Infante que andaba ahora por aquí por este campo convusco?» «Bien lo sabréis», dijo el Emperador. «Creed, señor», dijeron ellos, «que si vos no nos decís dónde es, que nos conviene de andar en su demanda y no nos partir de ello hasta que lo hallemos o muramos en su demanda». «No os quejéis», dijo el Emperador, «ca yo lo envié con mi mandado a un lugar donde él podrá haber mayor honra que no esta en que yo estoy, si él hombre fuere de buen entendimiento, o será aquí convusco antes del año cumplido. Y estad muy bien sosegados, ca yo os mandaré dar todo cuanto hubiereis menester hasta que él sea aquí con vos». «Señor», dijeron los caballeros, «nos atenderemos aquí hasta aquel plazo que vos nos mandáis, y si algún mal o daño él hubiere, Dios lo demande a vos y no a nos; pero que nos tenemos por desventurados y por muy solos y desconhortados sin él». Y el Emperador los comenzó a conhortar y de asegurar diciéndoles que el Infante su señor no recibiría daño ni enojo ninguno. Y con esto fueron ya seguros.
De que el Infante se fue ido en su batel en que el Emperador lo metió, no sabía por dónde se iba ni pudo entender quién lo guiaba; y así iba recio aquel batel como viento. Y otro día en la mañana, cuando el sol salía, llegó a la costera de la mar a la otra parte, a unas peñas tan altas que semejaba que con el cielo llegaban. Y no había salida ni entrada ninguna, sino por un postigo solo que tenía las puertas de hierro. Y así como fue llegado en derecho del postigo, tan aína fueron las puertas abiertas, y no apareció ninguno que las abriese ni las cerrase. Y el Infante salió del batel y entró por el postigo, y luego fueron las puertas cerradas. Y en la peña había un caño hecho a mano, por donde pudiese entrar un caballero armado en su caballo, y estaban lámparas colgadas de la peña, que ardían y alumbraban todo el caño. Y el Infante fue muy espantado porque no vio ninguno con quien hablase ni a quien preguntase qué lugar era aquel, y quisiérase tornar de grado si pudiera, mas las puertas estaban tan bien cerradas y tan juntas con la peña, que no las podía mover a ninguna parte. Y fuese por el caño adelante lo más que pudo, así que bien fue hora de tercia antes que al otro cabo llegase, ca bien había seis mijeros en aquel caño de la una parte hasta la otra. Y cuando llegó al postigo de la otra parte abriéronse luego las puertas de hierro, y halló y dos doncellas muy bien vestidas y muy apuestas, en sendos palafrenes, y tenían un palafrén de las riendas muy bien ensillado y muy bien enfrenado, y descendieron a él y besáronle las manos e hiciéronle cabalgar en aquel palafrén, y fuéronse con él diciéndole que su señora la Emperatriz lo enviaba mucho saludar, y que lo salían a recibir dos reyes sus vasallos, con muy gran caballería, y le besarían las manos y lo recibirían por señor, y le harían luego hombrenaje todos los del imperio a la hora que llegase a la Emperatriz; y que supiese bien por cierto que esta emperatriz había sesenta reyes al su mandar en el su señorío, y que todos serían al su servicio y al su mandamiento.
«Señoras», dijo el Infante, «¿esto cómo puede ser, ca yo nunca en esta tierra fui ni saben quién me soy, ni enviaron por mí, sino que soy aquí llegado, y no sé si por la mi buena ventura o por desventura?» «Señor», dijeron las doncellas, «la vuestra buena ventura fue que anda convusco guardándoos, y enderezando y guiando la vuestra hacienda de bien en mejor. Y Nuestro Señor Dios, al que vos tomastes por guiador cuando os despedistes del Rey vuestro padre y de la Reina vuestra madre, os quiso enderezar y guiar a este lugar donde habéis de ser señor, y daros por compañera a la Emperatriz, que es muy rica y muy poderosa, y a la más hermosa y la más acostumbrada dueña que en el mundo nació. Y comoquiera que su madre fue una de las más hermosas del mundo, mucho más es esta su hija».
«Señoras», dijo el Infante, «¿y quién fue su madre de esta emperatriz?» «Señor», dijeron ellas, «la Señora del Parecer, que fue a salvar y a guardar del peligro muy grande a don Juan, hijo del rey Orián, según se cuenta en la su historia, cuando don Juan dijo a la reina Ginebra que él había por señora una dueña más hermosa que ella, y húbose de parar a la pena que el fuero de la nuestra tierra manda, si no lo probase, según que era costumbre del reino». «¿Y quién fue su padre?», dijo el Infante. «Señor», dijeron ellas, «don Juan fue casado con ella, según podréis saber por el libro de la su historia, si quisiereis leer por él». «¿Y es en esta tierra?», dijo el Infante. «Señor», dijeron ellas, «sí». «Señoras», dijo el Infante, «¿esta vuestra señora fue nunca casada?». «Sí fue», dijeron ellas, «con un emperador que la perdió por su desventura y por su mal recaudo, de lo que os habéis de guardar, que no la perdáis por mal consejo que ninguno os dé; y así podréis ser el más poderoso y el más bien andante señor de todo el mundo».
«Señoras», dijo el Infante, «¿dónde ha la vuestra señora este tal poder para saber y conocer las cosas que no ve? Y esto os digo por lo que de antes me dijistes, que cuando me despedí del Rey mi padre y de la Reina mi madre, que tomé por compañero a Nuestro Señor Dios; y cierto verdad es que así fue». «Señor», dijeron las doncellas, «la Emperatriz su madre la dejó encantada, y a todo el su señorío, de guisa que ninguno no puede entrar acá sin su mandado, y el su señorío es todo cerrado enderredor de muy altas peñas, así como vistes cuando entrastes por el postigo adonde os trajo el batel. Y no hay más de cuatro postigos para salir y entrar, así como aquel por donde vos entrastes. Ca sabed que tan aína como entrastes en el batel, tan aína supo ella la vuestra hacienda toda, y quién erais, y todas las cosas que pasastes de que nacistes acá; pero no puede saber lo que ha de venir».
Y el Infante fue maravillado de estas cosas tan extrañas que aquellas doncellas le decían, y pensó en las palabras que el Emperador le dijo cuando se partió de él, que él lo enviaría a lugar que por ventura querría más la muerte que la vida, o por ventura que sería gran su pro y su honra, si lo supiese bien guardar. Y tuvo que este era el lugar donde le podría acaecer una de estas dos cosas, como dicho es. Y el Infante les preguntó: «¿Cómo ha nombre esta vuestra señora?» «Señor», dijeron ellas, «Nobleza». «¿Y por qué le dicen así?», dijo él. «Porque su padre le puso nombre así, y con gran derecho, ca esta es la mejor acostumbrada dueña de todo el mundo; ca nobleza no puede ser sin buenas costumbres.»
Y la doncella llevaba el libro de la historia de don Juan y comenzó a leer en él. Y la doncella leía muy bien y muy apuestamente y muy ordenadamente, de guisa que entendía el Infante muy bien todo lo que ella leía, y tomaba en ello muy gran placer y gran solaz; ca ciertamente no ha hombre que oiga la historia de don Juan que no reciba ende muy gran placer por las palabras muy buenas que en él decía. Y todo hombre que quisiere haber solaz y placer, y haber buenas costumbres, debe leer el libro de la historia de don Juan. Y el Infante yendo con las doncellas en este solaz, la una a la parte diestra y la otra a la parte siniestra, vieron venir muy gran caballería y muy bien guarnida, con aquellos dos reyes que las doncellas habían dicho al Infante. Y de que llegaron a él los reyes, descabalgaron y fuéronle besar los pies, que así era costumbre de la tierra. Y el Infante no se los quería dar, hasta que le dijeron las doncellas que no los extrañase, ca a hacer lo había de todo en todo. Y desí cabalgaron y tomaron al Infante en medio, y fuéronse a la ciudad donde estaba la Emperatriz. Y estaban y treinta reyes de sus vasallos, y estaba la Emperatriz en un gran palacio en un estrado que era muy noble. Y cuando el Infante entró por el palacio donde estaba la Emperatriz, fueron a él los reyes y fincaron los hinojos ante él y besáronle los pies. Y cuando llegó el Infante a la Emperatriz, quísole besar las manos, y ella no se las quiso dar, antes lo fue tomar por la mano y fuelo a posar cabe ella, ca así lo habían por costumbre. Y y recibió ella a él por suyo, y él a ella por suya, y santiguolos un arzobispo que y era y dioles la bendición. Y luego los reyes y los condes y los vizcondes y todos los grandes hombres y los procuradores de las ciudades y de las villas le hicieron hombrenaje, y lo recibieron por señor y por emperador, y púsole ella una corona muy noble de gran precio en la cabeza con las sus manos, y diole paz y díjole así: «Viva este mío señor y acreciente Dios en la su honra y en los sus días, y dure en el imperio, guardando a cada uno en justicia y no menguando en el servicio de Dios.» Y luego dijeron todos: «Amén.»
Y luego fueron puestas las tablas por el palacio muy ordenadamente, y las tablas de los reyes fueron puestas a diestro y a siniestro de la tabla del Emperador y de la Emperatriz, y las tablas de los condes y de los grandes hombres apartadas un poco de las tablas de los reyes, y en otro palacio pusieron las tablas para los caballeros. Y sabed que la tabla que fue puesta ante el Emperador y la Emperatriz era la más noble del mundo que hombre nunca viese, que de oro no fuese, con muchas piedras preciosas, y había un rubí a cada uno de los cuatro cantones de la tabla, que cada uno de ellos era tan grande como una pelota, así que el menor de ellos valía un gran reino. Y en medio del palacio fue puesta una gran tabla redonda con la vajilla, toda de oro, ca no había copa ni vaso ni pichel que todos no fuesen de oro fino con muchas piedras preciosas. Y dos reyes traían de comer al Emperador y a la Emperatriz, y otros dos cortaban delante de ellos, y las dos doncellas que llevaron el palafrén al Emperador a la ribera de la mar, dábanles del vino en sendas copas de berilo muy noblemente obradas. Ca bien valía esta vajilla tanto o más que la que fue puesta delante del caballero Atrevido cuando entró en el lago con la Señora de la Traición, salvo ende que aquella era de infinta y de mentira, y esta era de verdad. Y de que hubieron comido, vinieron delante ellos muchas doncellas muy hermosas y bien vestidas, con ramos floridos en las manos, cantando muy apuesto y dulcemente, que no hay hombre en el mundo que no hubiese gran sabor de estar y por las oír cantar. Y de que hubieron cantado las doncellas fueron holgar. Y de que hubieron dormido, cabalgó el Emperador y todos los reyes con él, y fueron a andar por la ciudad, que estaba toda encortinada de paños de oro y de seda muy nobles, y por todas las rúas hallaban a las gentes que hacían muy grandes alegrías y de muchas guisas, y decían con grandes voces: «¡Viva el Emperador con la Emperatriz por luengo tiempo en paz y en alegría!»
Y de esta guisa vivió el Emperador en aquel imperio doce meses menos tres días, que no le menguaban ninguna cosa de cuantas demandaba y codiciaba que luego no le fuesen puestas delante. Mas el diablo, que no finca de engañar al hombre en cuanto puede, y sacarle de carrera por hacerle perder el bien y la honra en que está, y de hacerle perder el alma, que es la mayor pérdida que el hombre puede hacer, haciendo codiciar vanidad y nada, y mostrándole en figura de honra y de placer, no quiso que cumpliese y el año el Emperador; ca si lo cumpliera no perdiera el imperio así como lo perdió. Y aconteciole de esta guisa.
Acaeció que un día, andando el Emperador a monte, que lo vio el diablo apartado de su gente, yendo tras un venado, y parósele delante en figura de mujer, la más hermosa del mundo. Y el Emperador cuando la vio retuvo la rienda al caballo y parose, y díjole: «Amiga, ¿quién os trajo aquí tan hermosa y tan bien andante? Ca bien me semeja que nunca tan hermosa dueña viese como vos.» «Señor», dijo ella, «oí decir de vos de cómo erais venido a esta tierra, y que erais hombre de gran lugar y muy apuesto en todas cosas, y que casarais con la Emperatriz, y por sabor que había de os ver soy aquí venida; y pues la mi buena ventura fue de hallaros aquí apartado, si por mí quisiereis hacer, haré yo por vos. Y pues de caza os pagáis, mostraros he un alano que podéis haber de ligero, que no hay venado en el mundo que vea que no lo alcance y no lo tome». Y él, por codicia del alano, ayuntose con ella, y desí preguntole cómo podría haber aquel alano. Y ella le dijo que pidiese a la Emperatriz el alano que tenía guardado en una camareta dentro en la cámara donde ella dormía, y mostrole por señales ciertas en cuál cámara lo tenía.
Y el Emperador se tornó para la ciudad, y en la noche, estando con la Emperatriz, díjole: «Señora, vos sabéis bien que yo vuestro soy, y por la vuestra mesura soy en esta tierra; pero haciéndome vos tanta merced como hacéis, no me atrevo a demandaros algunas cosas que a mí cumplen y a vos no hagan mengua ninguna». «¿Y cómo?», dijo la Emperatriz. «¿Y dudáis en mí que vos no daría lo que me demandaseis? Tuerto grande me haríais, ca debéis entender que quien os da lo más que no dudaría de os dar lo menos; y pues a mí os doy, no debéis dudar que no os diese cualquier cosa que yo tuviese, por preciada que fuese. Y el día que yo os recibí a vos por señor, me desapoderé de mí y de cuanto había, e hice a vos señor de ello». «Señora», dijo el Emperador, «pues que así es, mandadme dar el alano que tenéis en aquella camareta». «Por Dios, señor», dijo ella, «mucho me place, y tomad esta llavecilla, y en la mañana abridla, y comoquiera que no lo veáis ni recuda, llamadlo por nombre y venirse ha para vos». «Señora, ¿cómo le dicen?», dijo el Emperador. «Placer», dijo la Emperatriz. «¡Placer hayáis», dijo el Emperador, «en todos los días que viváis!». «¡Amén!», dijo la Emperatriz, «pero todavía con vos, y no sin vos».
Y cuando fue de día, levantose el Emperador, y abrió la camareta y entró, y miró a todas partes y no lo vio. Y cuando lo llamó por su nombre recudió a él halagándosele, y echose. Y era más blanco que el cristal, y tenía un collar de trena de oro labrada de aljófar, muy granado, y una traguilla de oro hecha como cordón. Y tomolo por la traguilla y cabalgó y fuese a monte. Y nunca vio puerco ni ciervo ni otro venado alguno por grande que fuese, que pareciese, que él no fuese alcanzar y tomar. Y teníalo muy quedo hasta que el Emperador llegase y lo matase; de guisa que muchos de los caballeros y de los escuderos que fueran con el Emperador venían de pie, y en los sus palafrenes traían los venados muertos. Placer y alegría muy grande tomó el Emperador con aquel alano, y cuando llegó a la Emperatriz fuele a arrebatar las manos y besóselas. Y ella fue por besar las suyas y no pudo. «Señor», dijo ella, «¿qué hubistes ahora conmigo en hacerme tan gran pesar en hacerme necia delante esta gente?». «Señora», dijo el Emperador, «placer me distes muy grande, y no me semeja que os lo pudiese agradecer de otra guisa; ca, por Dios, señora, yo creo que sería el necio si esto no hubiese hecho por cuanta merced me hacéis; ca no sé hombre en el mundo, por grande y poderoso que fuese, que no se pudiese tener por el más rico y bien andante del mundo, que tal dona tuviese para tomar placer, como aqueste que vos a mí distes; y agradézcaoslo Dios, que yo no podría ni os lo sabría agradecer». Y muy leída fue la Emperatriz ca vio al Emperador muy lozano y muy alegre con el alano. Y estuvo el Emperador con ella departiendo muy gran pieza en la bondad del alano, y de cómo no dudaba ninguna cosa, por fiera que fuese. Y a cabo de cuatro días fue el Emperador a monte, y llevó el alano consigo. Y puso a los caballeros y a los escuderos apartados.
Y él con su alano metiose por el monte; y entrando por una selva muy espesa, pareciole el diablo delante en figura de aquella dueña que la otra vegada viniera, salvo que semejaba al Emperador que era mucho más hermosa que la otra vegada.
«Señor», dijo la dueña, «¿es este el alano que vos yo dije?». «Sí», dijo el Emperador. «¿Y es bueno?», dijo ella. «Por Dios, amiga», dijo el Emperador, «yo no cuido que en todo el mundo haya tan buen can como aqueste, y bien creo que para haber hombre placer un reino vale». «Ciertas, señor», dijo ella, «si me tuvieseis el amor que pusiste conmigo, yo os mostraría en cómo hubieseis otra dona mejor que esta, con que toméis muy mayor placer». «¿Y qué cosa podría ser esa?», dijo el Emperador, «ca yo no sé cosa en el mundo que venciese a la bondad de este alano». «Yo lo sé», dijo ella. «Yo os prometo», dijo el Emperador, «que os guarde el amor que puse convusco, y que haga lo que quisiereis». Y ella le dijo que demandase a la Emperatriz un azor que tenía en la camareta cerca de aquella donde estaba el alano, que era el mejor del mundo.
Y la gente del Emperador se maravillaba porque no lo veía salir a ninguna parte, ni tomaba el cuerno así como solía. Y el Emperador estaba con aquella dueña departiendo, y atravesó un puerco muy grande, y ladró el alano y fuelo a tomar, y llegó el Emperador y matolo. Y la dueña fuese, y desí atravesó un puerco muy grande y muy fiero, y fue el alano y trabó de él y el Emperador fuelo herir; mas entrando él, hirió el puerco a caballo en la mano diestra de guisa que le hizo caer con el Emperador; pero que no se hizo mal ninguno, y levantose muy aprisa, y comenzó a tocar el cuerno, y recudió luego la su gente y mataron el puerco. Y el Emperador con gran codicia del azor no quiso detardar, mas fuese para la ciudad. Y así como llegó a la Emperatriz, comenzola a la halagar y hacerle placer porque pudiese tomar de ella el azor. Y arrebatole las manos y fuéselas besar muchas veces. Y porque no le quiso consentir que ella se las besase, fue ella muy sañuda y díjole que si no se las diese a besar, que nunca cosa le demandaría que se lo diese. Y él, por la sacar de saña, dijo que no se las daría, ca tendría que le estaba mal; pero hizo que no paraba mientes ni estaba apercibido para guardarse, y desapoderose de las manos. Y ella, cuando vio que él no estaba apercibido para guardarse que no se las besase, arrebatole la mano diestra y fuésela besar más de cinco veces, de guisa que el Emperador no se la podía sacar de poder, y comoquiera que él mostraba que hacía gran fuerza en ello.
Y si entre ellos gran placer hubo por estas fuerzas que el uno al otro hizo, si alguno o alguna guardó ser verdadero amor aquel que él hubo de guardar, o le aconteció otro tal o semejante de este, júzguelo en su corazón cuánto placer hay entre aquellos que se quieren bien, cuando les acaecen tales cosas como estas. Y cuando fue en la noche, dijo el Emperador a la Emperatriz estando en su solaz: «Señora, el que sus donas de buenamente da, nunca se enoja de dar y plácele mucho cuando da; pero que muy poco tiempo ha que me distes vos una dona la mejor del mundo, no me atrevo a demandaros otra tan aína». «Por Dios, señor», dijo la Emperatriz, «mucho lo erráis en pensar tal cosa como esta, en cuidar que no podréis acabar conmigo aquello que quisiereis demandar. ¿Y no sabéis que la nobleza estableció en sí esta ley, que si en sus donas no acreciese todavía, que no tiene que ha dado ninguna? Y por ende no dejéis de demandar, ca nunca negado os será lo que quisiereis». «Señora», dijo el Emperador, «gran suelta me dais para vos todavía enojar». «Y ciertas, señor», dijo ella, «no me sería enojo, mas placer». «Pues, señora», dijo el Emperador, «dadme un azor que tenéis en aquella camareta. Y ella sacó una llavecilla de su limosnera y diósela, y dijo que en la mañana abriese la camareta y que lo tomase. «Mas, señor», dijo ella, «no querría que fincaseis engañado en estas pleitesías, ca a las vegadas el que cuida engañar a otro, finca engañado; pero no dejéis de demandar lo que quisiereis, que sed bien cierto que nunca os será dicho de no. El primer día que yo os recibí por mío, puse en mi corazón de vos nunca negar cosa que demandaseis; mas sabe Dios que querría que fueseis bien guardado, y que en vos ni en vuestro entendimiento no cayese mengua ninguna. Y pues en vuestro poder soy y me tenéis, guardadme bien y no tiréis la mano de mí y no me queráis perder; ca yo guardaros he verdad y lealtad; ca si una vegada me perdéis y os salga de las manos, creedme que nunca me habéis a cobrar, así como dijo la verdad al agua y al viento». «¿Y cómo fue eso?», dijo el Emperador. «Yo os lo diré», dijo la Emperatriz.
«Oí decir que el agua y el viento y la verdad que hicieran hermandad; y la verdad y el agua demandaron al viento y dijeron así: "Amigo, tú eres muy sutil y vas mucho aína por todas las partes del mundo, y por ende conviene de saber de ti dónde te hallaremos cuando te hubiéremos mester". "Hallarme habéis en las cañadas que son entre las sierras, y si no me hallareis, iréis a un árbol al que dicen trébol, y y me hallaréis, ca nunca ende me parto".
»Y la verdad y el viento demandaron al agua cuándo la hallarían cuando hubiese mester. "Hallarme habéis en las fuentes; y si no, hallarme habéis en las junqueras verdes; catad y, ca ahí me hallaréis de todo en todo".
»Y el agua y el viento demandaron a la verdad y dijeron: "Amiga, cuando te hubiéremos mester, ¿adónde te hallaremos?" Y la verdad les respondió y dijo así: "Amigos, mientras me tenéis entre manos, guardadme bien que no os salga de ella; ca si de manos os salgo una vegada me parte de sí; ca tengo que el que una vegada me desprecia, no es digno de haberme."»
«Onde, mío señor», dijo la Emperatriz, «parad mientes en estas palabras y no las olvidéis, si me queréis bien guardar, y así guardaréis a vos y a mí». Ciertas, estas palabras todo hombre las deben entender para se saber guardar, para no perder el amigo que tiene ganado y lo que ha en su poder; ca ninguno no se siente tanto de daño y de pesar que venga, como el amigo que ve y siente en el su amigo tales cosas por que se hayan de él apartar. Ca así como era gran amor entre ellos, así finca gran aborrecimiento; ca mayor llaga hace en el corazón del hombre el pequeño golpe del amigo y más se siente ende, como de aquel de quien atiende recibir placer, y se le torna en pesar. Y esto le decía porque sabía quién le mal aconsejaba, y le solía, a que él mentía con codicia de aquellas cosas que le descubría.
Y el Emperador, no queriendo pensar en estas palabras que la Emperatriz decía, y otro día en la mañana levantáronse, y abrió la camareta, y vio estar en una alcándara un azor mudado de muchas mudas, más albo que la nieve, y los ojos tan bermejos y tan lucientes como brasas. Y tenía unas piyuelas bien obradas de oro y de aljófar, y la lonja era de hilos de oro tirado y de los cabellos de la Emperatriz, que no semejaba sino fino oro, de guisa que no había departimiento ninguno entre ellos y el oro, salvo que eran más primos y más sutiles que los hilos de oro. Y tomó el azor el Emperador y sacolo fuera de la camareta, y tan bel y tan grande era el azor, que no ha hombre en el mundo que lo viese que no tomase muy gran placer en catarlo; y bien creed que no era pequeño el placer que el Emperador tomó con él, ca no le sufrió el corazón de partirlo de sí, y andar con él por el palacio, trayéndole en la mano, remirándose en él. Y venía a la Emperatriz muchas vegadas, agradeciéndole mucho aquella dona que le había dado.
Y otro día fue a caza con el su azor en la mano y con el alano que traía por la trayella
Y tornose contra la ciudad, y con tan gran placer que semejaba como hombre salido de entendimiento, y fuese para la Emperatriz con su azor en la mano y con su alano que llevaba en la trayella. Y luego que a ella llegó, besole la mano con gran alegría. «¡Ay señor!», dijo la Emperatriz, «¿aún no sois castigado de la otra vegada que me hiciste ensañar? Ciertas, gran sabor habéis de perderme». «¿Y cómo perder?», dijo el Emperador. «Perder», dijo la Emperatriz, «si las vuestras manos no me dais a besar». Abajó los ojos en tierra el Emperador como cuidadoso, y la Emperatriz le tomó las manos y besóselas muchas vegadas. Desí puso el Emperador el azor en su vara y el alano en su camareta, y tornose para la Emperatriz, y estuvieron en muy gran solaz departiendo mucho de las bondades del azor y del alano, y ella del bien que le hiciera Dios por la conocencia y por la su venida, diciendo ella que Dios por la su merced le quisiese guardar de yerro y de estropiezo. Y a este solaz estuvieron bien quince días, que nunca se pudo partir de ella ni cabalgar ni ir a cosa; ca le semejaba que de todos los bienes y los placeres del mundo no le menguaba ninguna cosa.
Y ciertamente así era verdad; ca ningún cuidado no había de tener por ninguna razón. Así estaba el su señorío en paz y en sosiego sin bullicio malo, ca todos se querían tan bien, y habían vida holgada y muy asosegada, y no tenían a ninguno que por fuerza les entrase en aquella tierra, así era cerrada de todas partes. Y bien creo que este fue el mayor amor que nunca hombre supo entre dos que se gran bien quisiesen; pero por mala guarda del Emperador la su alegría tornósele en pesar, y así se cumplió la palabra del sabio que dijo que después de gran alegría se sigue gran tristeza las más vegadas. Y como hombre de fuerte ventura, no parando mientes a la merced grande que Dios le había hecho, ni sabiendo guardar ni sufrir la buena andanza, que hubo a sufrir maguer no quiso, como ahora oiréis.
Así que a cabo de muchos días, después que estuvo en su solaz con la Emperatriz, cabalgó y fue a caza con el su azor. Y andando a monte, encontrose con aquel maldito de diablo que le engañó las otras dos veces, y parósele delante en figura de mujer muy hermosa mucho más que las otras vegadas, y dijo al Emperador: «Señor, no me has que decir de aquí adelante de no quererme bien, y de hacer por mí cuanto yo quisiere; ca yo te hice señor de las más nobles dos cosas que en el mundo ha.» «Ciertas», dijo el Emperador, «verdad es, y mucho me has adeudado por hacer yo siempre lo que tú quisieres; y no dudes que así lo haré». «Señor», dijo ella, «pues de tan buen conocer eres y así te membras del bien hecho que recibes, quiérote mostrar ahora otra dona que puedes ganar de la Emperatriz, mucho más noble que las otras dos que tienes, que cumple mucho a caballero». «¿Y qué dona sería esa que tanto valiese?», dijo el Emperador. «Señor», dijo la dueña, «es un caballo más albo que la nieve, el más corredor del mundo; que no ha otro en el mundo por recio que sea que tanto corra como él». «Mucho te lo agradezco», dijo el Emperador, «y sé segura que me has ganado para siempre». Y salió del monte y fuese para la Emperatriz con muy gran caza que llevaba.
Y desde que fue la noche y se fueron para su camareta, comenzola a halagar y a hacerle todos los placeres que podía; comoquiera que ella sabía bien lo que él quería demandar, mas no se lo pudo negar, ca cuando lo recibió primeramente había prometido de nunca negarle cosa que él demandase. Y ciertamente la Emperatriz guardaba y tenía bien siempre lo que prometiera, y nunca falleció a hombre del mundo en lo que le prometiese; ca tenía que la mayor mengua que en hombre podía ser era cuando no estaba en la palabra y en la promesa que prometiera. Y estando a su sabor, adurmiose la Emperatriz. Y el Emperador no podía dormir y estábase revolviendo muy a menudo en la cama, no atreviéndose a despertarla y demandar el caballo. Y la Emperatriz lo sintió, y paró mientes y pensó en cómo estaba cuidadoso, y suspirando, y no podía dormir, y díjole: «Señor, ¿en qué pensáis? Dormid y holgad, que no ha cosa que queráis que no la hayáis, y por Dios no os queráis matar por mal cuidar. Y si de este cuidar vos no dejáis, guareceréis a vos y a mí; y si no, bien creed que si vos no dejáis de este cuidar, que se tornará a vos en gran daño y a mí en gran pesar.» «Señora», dijo el Emperador, «pues así me aseguráis holgaré y dormiré, ca cierto soy de la vuestra mesura que queréis lo que yo quisiere». «Y así quisiereis vos», dijo la Emperatriz, «lo que yo quisiese, como yo quiero lo que vos queréis; y luego los entendimientos y las voluntades y los corazones serán unos; mas Dios hizo departidos los entendimientos y los corazones de los hombres, y así no se pueden acordar en todo». «Señora», dijo el Emperador, «¡Dios nunca quiera que los nuestros corazones departidos sean, y quien los cuide departir partido sea de los bienes de Dios!». «¡Amén!», dijo la Emperatriz.
Y durmiose el Emperador, y diole Dios tan buen sueño que se durmió bien hasta hora de tercia. Y la Emperatriz no osaba revolverse en la cama con miedo que despertase, teniendo que luego le querría hacer la demanda en que estaba cuidando. Y desde que despertó semejole que era pasado gran pieza del día, y asentose en la cama y díjole: «¿Señora, dormís? Gran día es pasado.» «Onde bien», dijo la Emperatriz, «que dormistes y holgastes; y no me guíe Dios si mayor placer no tomo en la vuestra holgura que no vos. Mas sois muy quejoso de corazón, y no sabéis sufrir en lo que queréis. Ciertas, no es buena manera en todas las otras cosas os ver muy mesurado sino en esta manera que traéis en esta razón; puédeos traer a gran daño, y por Dios, de aquí adelante no lo hagáis. Y el Emperador, cuando esto oyó, refrenose, y no le quiso demandar lo que tenía en corazón, y levantose y diéronles a comer, y holgaron aquel día todo; pero cuando andaba el Emperador por la camareta donde le dijera la dueña que estaba el caballo, parábase y y escuchaba si oiría alguna cosa, y no oía nada ni veía ninguno que le metiese de comer ni de beber, y maravillose ende; pero de tal natura era el caballo que ni comía ni bebía, ca este fue el caballo que ganó Belmonte y había hijo del rey Corqueña, donde quedara cuando se partió de su padre, según cuenta en la historia de Belmonte; y habíalo esta emperatriz en su poder y a su mandar por el encantamiento.
Y cuando vino la noche y se fueron echar, cuidando que se adormiría el Emperador y no se acordaría a hacer la demanda. Mas el Emperador, cuidando en aquel caballo maldito, no dormía ni podía dormir; y cuando la Emperatriz se fue echar, hallolo despierto, y el Emperador le dijo: «Señora, ¿en qué tardastes?» «Señor», dijo ella, «hice partir a las doncellas seda y oro y aljófares para hacer un pendón muy noble, y será acabado de este tercer día, y bien creo que nunca hombre fue que tan noble viese como este será». E íbale deteniendo de palabra hasta que cansase y adurmiese. Y aconteció así, ca durmió muy bien y no se despertó hasta otro día salido el sol, y levantose a deshora de la cama como hombre muy espantado. La Emperatriz fue muy maravillada, y díjole: «Señor, ¿qué fue esto? ¿Cómo os levantastes así a deshora, o qué es lo que hubistes?» «Señora», dijo el Emperador, «yo soñaba ahora que iba en aquel vuestro caballo que os quería demandar, y alcanzaba muy aína un gran venado en pos que iba, y que él daba una gran asconada. Y el alano dejolo y veníase el venado contra mí, y revolvía el caballo, y salía de él en manera que no me hacía mal; pero que entraba en una gran agua y pasaba a nado el caballo conmigo, y con miedo del agua desperté espantado». Y la Emperatriz hubo muy gran pesar en su corazón porque nombró el caballo; ca tenía que, pues lo engañara, que no podría ser que no se lo demandase. Y fuese que luego le pedía por merced que se lo diese. Y ella metió mano a la limosnera y sacó una llave y diósela, e hízole prometer que no abriese la puerta hasta el tercero día, que fuese acabado el pendón. E hízolo así, y al tercero día en la mañana abrió la puerta de la cámara donde el caballo estaba y violo muy blanco y muy hermoso, y enfrenado y ensillado, y tomolo por la rienda y sacolo ende, y dijo que quería ir a caza.
Y la Emperatriz, cuando lo vio, recibió tan gran pesar que le fue par de muerte. Y entró donde estaban las doncellas, y tenían el pendón acabado, y pusiéronle en una asta de lanza muy buena, y salió la Emperatriz con el pendón en la mano y dijo al Emperador: «Señor, vos vais a caza, y yo no puedo al hacer sino que la vuestra voluntad se cumpla en todo; y ruégoos que este pendón llevéis por mi amor, ca nunca en lugar del mundo entréis con él que no acabéis cuanto comenzareis. Y llevad el caballo hasta fuera de la puerta por la rienda, y entonces cabalgad.» E hízolo así.
Cuando la Emperatriz entendió que se había de ir de todo en todo, después que le dio el pendón y le dijo que llevase el caballo por la rienda y cabalgase fuera, pesole de corazón, y quisiérale detener si pudiera; mas el poder no era ya en ella, sino en el caballo, en cuyo poder estaba. Pero estuvo con él a la puerta del alcázar, y díjole estas palabras, cuidándole hacer fincar:
«Señor, ¿no se os viene en mente las juras y el hombrenaje que me hicistes de nunca partiros de mí y serme leal y verdadero? Y veo que os queréis ir, no habiendo piedad de mí, mezquina, cuitada, desamparada de las cosas que más amo, cuyo amor del mi corazón no se puede partir en ningún tiempo hasta la muerte. Y pues en el mío poder no es de haceros fincar, señor, sea en el vuestro, siquiera por el tiempo fuerte que hace; ca ya veis en cómo los vientos se mueven fuertemente y no dejarán hacer a vuestra voluntad; mas bien creo que os queréis ir para nunca más verme ni yo a vos, que quisiese Dios que vos nunca hubiese visto ni vos a mí. Ca cierta soy que vos en algún tiempo me desearéis, y yo a vos hasta que muera; pero yo no os puedo detener ni vos queréis, rogaré a los vientos que os embarguen la ida, y rogaré al dios del mar que no os reciba en él, y rogaré a Venus, deesa de amor, que os haga membrar del amor que en uno pusimos y de las verdades que nos prometimos, que nunca os consientan fallecer en el amor ni las promesas que me hicistes. Y pero no creo que todo esto que vuestro corazón lo pudiese sufrir en ninguna manera, en quererme desamparar sin os lo merecer, parando mientes en el gran amor verdadero que es sobre todas las cosas del mundo; ca muy verdaderamente os amé y os guardé a toda vuestra voluntad. Y comoquiera que yo sabía el yerro que me teníais, y no os lo quería decir por no os hacer pesar ni os poner en vergüenza; mas vos no catastes por mí, mezquina, ni me guardastes como debíais, ni a vos mismo, maguer os apercibí y os dije que me guardaseis mientras en vuestro poder me teníais, ca si una vegada os saliese de mano nunca jamás me habríais. Y cierta soy que si no fincáis, que perderéis cuanta honra y cuanto vicio y cuanto bien habíais, según vos sabéis, y perderíais a mí que os era verdadera amiga en amor, y en os hacer placer y en os codiciar hacer vida y salud más que la mía. Mas tanto os digo, que nunca en peligro os veréis que os veáis la mi semejanza delante, que no creáis que aquellos peligros en que fuereis, que por el tuerto que me tenéis os vienen; y querréis tornar y no podréis, y no tomaréis placer ni alegría, ni reiréis así como solíais, y desearme habéis y no me podréis haber.
«¡Ay, mío señor! ¿Tan gran es la crueldad en vuestro corazón contra mí que no dudes de meteros a peligro de muerte, habiendo sabor de desampararme y dejarme triste y cuitada? Ciertas, cruel es en sí mismo el que desama a quien lo ama. Y pues por mí no queréis fincar, porque cuido que soy encinta de vos, y así veréis hacer lo que hicistes; ca yo no le sabría nombre sin vos.»
Y fincó los hinojos ante él en tierra, que estaba ya en su caballo, y díjole: «Señor, ¿qué me decís a esto?» Y él respondiole: «Díganle Fortunado.» Y así le dijeron después que fue nacido, del cual hay un libro de la su historia en caldeo, de cuantas buenas caballerías y cuantos buenos hechos hizo después que fue de edad y fue en demanda de su padre. Y y estando la Emperatriz los hinojos fincados ante él, llorando de los ojos, y díjole: «Señor, por merced os pido que finquéis, y dejaos caer del caballo, ca yo os recibiré en los mis brazos; ca de otra guisa no os lo consentiría el caballo, ca muy avivado está para irse; y no queráis dejar lo ganado y lo hecho por hacerlo, y vicio por lacerio, ca cierta soy que después que vos fuereis codiciaréis lo que habéis y no lo podréis haber. Ca maldito sea quien vos así engañó y os metió a demandar lo que pudierais haber excusado. Y bien semeja que os fue enemigo y no amigo; ca bien debéis entender ca el enemigo da semejanza de bien y de amor, y pone al hombre en pérdida y en deshonra. Y por ende dicen: "El que no ama jugando te desama."» Y el Emperador cuando estas palabras oyó, cuidando se revolver para descender, tocó un poco del espuela al caballo y luego fue como si fuera viento; de guisa que el Emperador no pudo decir: «Con vuestra gracia, señora».
Onde dice el cuento que en fuerte día fue nacido el que tan gran placer y tan gran poder y no lo supo guardar; ca este imperio es de los más viciosos y muy abundados del mundo, que dícenle las Islas de Cin, y de la otra parte con la Islas de Trinidad, y de las otras dos escontra oriente. Y la Emperatriz con sus dueñas y doncellas fincaron muy desconhortadas y muy tristes, haciendo el mayor duelo del mundo, como aquella que fincaba desfazada de lo nunca más ver, en cuyo poder ella codiciaba acabar sus días. Ca lo amaba sobre todas las cosas del mundo, y andaba por el palacio así como sandia, dando voces y diciendo: «¡Ay, cativa! ¡En qué fuerte día fue nacida y en qué fuerte hora vi este hombre que así me fue desamparar y matar! ¡Ay, ventura fuerte! Porque diste con él tan gran pesar, tú eres así como la culebra, que hace la carrera con la cabeza y la deshace con la cola, y nunca sabes estar en un estado. Y tú no sabes estar con el hombre en aquello que comienzas, ca si alto lo haces subir, de alto lo haces caer; por que nunca debe hombre de ti fiar, ca en el mejor lugar sueles fallecer, así como tú hiciste a mí; ca y donde yo cuidaba estar en la tu fucia en el mayor placer y en la mayor alegría en que podía ser, de y me fuiste a derribar y sacar sin piedad ninguna, no doliéndote de mí, habiendo yo en ti gran esperanza que no me desampararías. Mas con derecho te dicen Fortuna, porque nunca eres una. Y pues, así fincaré como mujer sin ventura. Y ciertas, si placer y alegría me diste, no he por qué agradecértelo; ca si me lo diste, tollístemelo en pesar y en tristeza, no mereciéndotelo. Y de aquí adelante haré cerrar las puertas y los muros del mío señorío, en manera que no salga uno ni entre otro en ningún tiempo, y viviré sola sin placer como la tórtola cuando enviuda, que no sabe catar otro marido ni posa en ramo verde, mas en el más seco que halla; y ansí vestiré paños tristes y pondré tocas de pesar por en todos mis días, y será el mío cantar de cada día este:
¡Ay mezquina, cautiva, desamparada,
sin gran conhorte!
¡Ay forzada, desheredada
de todo mi bien!
Ven por mí, muerte bienaventurada,
ca yo no puedo sufrir dolor tan fuerte.
Y así fincó la Emperatriz desconhortada, que nunca más quiso casar. Y el Emperador, luego que fue al postigo por donde entró, hallose en el batel, ca ahí le dejó el caballo, y fue pasado a la otra parte del mar a aquel lugar mismo donde entrara en él. Y el batel llegábase a la tierra y él no quería salir de él, cuidando que le tornaría aún al postigo por donde había entrado cuando de y se partió. Y el mezquino no supo guardar el bien y la honra en que estaba, por codicia de cosas muy excusadas, si él quisiera. Y por ende dicen que quien no cata adelante, cáese atrás. Y este, comoquiera que era muy entendido en todas cosas, y muy apercibido y de gran corazón, no supo guardarse de los engaños y de las maestrías del diablo, que se trabaja siempre de engañar los hombres para hacerlos perder las almas y la honra de este mundo.
Y con gran pesar de lo que había perdido, comenzó a llañar
¡Ay de mí, mezquino!
¡Ay de mí, sin ningún consolamiento!
¿Dó el mío vicio?
¿Dó el mío gran bullicio?
Hube muy gran riqueza,
ahora soy en pobreza.
Ante era acompañado,
ahora soy solo fincado.
Ya el mi poder
no me puede pro tener
y perdido he cuanto había,
todo por mi follía.
Más perdí aquí donde yago
que Eneas
cuando dijo y anduvo
de quien no fue despedido.
Y estando en aquel batel muy triste y muy cuitado, el emperador de Triguiada, que le hizo entrar en aquel batel, llegó a aquel cortijo y abrió la puerta así como solía hacer cadaquier día después que y metió al Infante, y violo estar en el batel, una lanza con un pendón en la mano muy noble, y allegose a él y díjole: «Amigo, ¿cómo os va?» Y él no le pudo responder palabra. «Amigo», dijo el Emperador, «salid acá, que a lo pasado no hay consejo ninguno; y conhortaos y catad lo de adelante, y si no hubistes seso en lo primero para guardaros, habed en lo segundo cuando os acaeciere». Y salieron fuera del cortijo, y el Emperador demandó un palafrén, y trajéronselo, y cabalgó el Infante, su pendón en la mano. Y para cumplirse el año del día que entró en el batel no menguaba sino dos días. Y el Emperador se apartó con el Infante y preguntole cómo le fuera, y él le dijo: «Señor, bien y mal.» «Ya lo veo», dijo el Emperador, «que bien os fue luego y mal después; pero debéis tomar conhorte, y reíd ahora conmigo, si hayáis placer». «Ciertas», dijo el Infante, «no podría reír por alguna manera, y si otro me lo dijese me mataría con él de grado». «Pues ¿por qué», dijo el Emperador, «hacíais vos tal pregunta por qué no reía? Ca por y pasé yo por donde vos pasastes; ca yo fui el primero que hube aquel placer, y perdilo por mi mal recaudo así como vos hicistes». Pero que le iba el Emperador conhortando lo mejor que podía. Las nuevas llegaron a la ciudad, y cuando la gente del Infante oyeron, fueron muy ledos, y saliéronle a recibir, y fuéronle besar las manos, y agradeciendo mucho a Dios porque lo veían vivo y sano; ca ya cierto era de perder fucia de nunca verlo y de andar en pos la su demanda. Y grande fue el alegría que fue hecha en toda la tierra del Emperador cuando lo supieron, salvo ende aquellos que le aconsejaron que hiciese la pregunta al Emperador, a quien no placía de venida del Infante; les pesaba muy de corazón, ca tenía que se lo querrían acaloñar. Y cuando el Infante entró con el Emperador a la ciudad fueron hechas muy grandes alegrías, y no fincó caballero ni dueña ni doncella que allá no saliesen, diciendo a muy grandes voces: «Bien sea venido el amigo leal del Emperador.»
Ciertas, bien dio a entender el Emperador que había muy gran placer con él, ca le traía el brazo de suso, diciéndole muchas buenas palabras por traerlo a placer, y con gran alegría díjole: «Amigo, ahora os tengo por hijo, pues Dios no quiso que otro hubiese, y quiero hacer por vos lo que nunca cuidé de hacer por hombre del mundo, y vos que hagáis por mí lo que yo os diré.» «Señor», dijo el Infante, «por siempre os seré mandado en lo que vos quisiereis». «Pues quiero», dijo el Emperador, «que riáis y toméis placer, y yo reiré con vos». «Señor», dijo el Infante, «pues a vos place, haré yo todo mi poder».
Y cuando entraron al palacio del Emperador, fueron a un vergel muy bueno que estaba cerca de la cámara del Emperador, y vieron una dueña muy hermosa que se bañaba en una fuente muy hermosa y muy clara en medio del vergel; y esta era la dueña que los engañara, aconsejándolos que demandasen a la Emperatriz tres donas por que la perdieran. Y el Emperador dijo al Infante: «Amigo, ¿conocéis y algo?» «Conozco», dijo el infante, «por la mi desventura; ca aquella es la que con muy gran engaño me sacó de seso y de entendimiento y me hizo perder cuanto placer y honra había; y confúndala Dios por ende». «¡Amén!», dijo el Emperador.
Y ella comenzó a reír y a hacer escarnio de ellos, y fincó la cabeza en el suelo de la fuente, y comenzó a tumbar en el agua, de guisa que no pudieron estar que no riesen; pero el Infante no podía reír de corazón, mas de y adelante rieron y hubieron gran placer y gran solaz en uno. «Bien haya mal», dijo el Emperador, «que trae gran virtud consigo, que de los tristes hace alegres y da entendimiento a hombre para saber guardar mejor en las cosas que le acaecieren; ca este diablo maldito nos hizo sabedores para guardarnos de yerro de no creer por todas cosas que nos acometan con halagueras palabras y engañosas, así como este hizo, a mí y a vos. Pero si a mí engañara primeramente, no pudiera a vos engañar en este lugar; y así no hubiera yo compañero; fuimos en la desventura, seremos compañeros en conhorte, y conhortémosnos lo mejor que pudiéremos; ca ciertas buen conhorte vence mala ventura, y no ha hombre, por de buen corazón que sea, que puede bien sufrir la fortaleza de la desventura, si solo es en ella, que si compañero ha, pasa y sufre su fortaleza mejor. Y por ende dicen que mal de muchos gozo es».
Y este emperador, después que perdió la emperatriz encantada, fue casado, y nunca pudo haber hijo ninguno, y muriósele la mujer. Y siendo el Infante con él, pensó que si él muriese, que fincaría el imperio desamparado y que podría venir a perdición y a destruimiento; y conociendo al Infante cuál era en caballería y en todas buenas costumbres, quiso que después de sus días fincase señor y emperador del imperio, y porhijolo delante todos los de su tierra, e hízole hacer hombrenaje, y recibiéronlo por señor después de días del Emperador. El Emperador no vivió más de un año, y fincó el Infante en su lugar, muy amado de toda la tierra del Emperador y del imperio, y recibiéronlo por emperador.
Y el Emperador había muy gran sabor de mantenerlos en justicia y en paz, ca los defendía y los mamparaba muy bien; y era toda la tierra recelada de todos los sus vecinos, ca era bien servido y bien guardado de todos sus vasallos, salvo ende todos siete condes consejeros del otro Emperador, que aconsejaron que hiciese la pregunta por qué él no reía. Y con recelo trabajáronse de poner bullicio en el imperio cuanto ellos pudieron, con parientes y con amigos, recelándose de lo que habían hecho contra él; comoquiera que el Emperador no se quería membrar de ello, antes lo dejaba olvidar y no quería hablar en ello, ni consentía a ninguno que en ello hablasen, mas antes los recibía siempre muy bien y los hacía cuanta honra él podía, y trabajábase en asosegarlos, haciéndoles bien y merced y gracias señaladas entre los otros de su señorío; de lo que se maravillaban todos los hombres buenos de su casa, en hacer tantas honras a aquellos que sabía que procuraran la muerte si pudieran.
Mas el Emperador, como aquel que siempre hizo bien en cuanto él pudo, tomó la palabra del Evangelio en que dice que no debe hombre rendir mal por mal. Y esto es verdad a los que se arrepienten del yerro en que cayeron; mas estos, como desventurados, no queriendo conocer el yerro en que cayeron contra el Emperador, le procuraron la muerte, ni queriéndose acordar del pensamiento que pensaron contra él, ni queriendo el Emperador ser verdadero más a unos que a otros, comoquiera que conocía bien los servicios que cada uno de ellos le hacía y le galardonaba a cada uno de ellos. Ellos hablaron con dos reyes, vasallos del Emperador, el uno el rey de Safira y el otro el rey de Garba, muy ricos y muy poderosos, e hiciéronles creyentes que el Emperador los quería mal y que quería enviar por ellos para matarlos, ca, como hombre extraño, no se pagaba de los naturales del imperio, mayormente de los poderosos; de guisa que los pusieron en gran sospecha contra el Emperador. Y mal pecado, de tan flaca natura es el hombre, que más aína cae en el gran miedo que en gran esfuerzo, y con recelo ha de caer en gran yerro, y muévense los corazones a hacer lo que no deben. Onde dice el verbo antiguo que cual palabra me dicen, tal corazón me hacen. Y más que el hombre de flaco corazón siempre está sospechoso y se mueve a tuerto; onde estos dos reyes estando en este miedo en que los pusieran aquellos condes, y el Emperador, queriendo ir a ver a su padre y a su madre y a su hermano, e ir en romería a aquel monasterio que su padre el Rey hiciera, donde el Nuestro Señor Dios hace muchos milagros, y queriendo dejar encomendada la tierra a aquellos dos reyes, con otros dos que eran de la otra parte del su señorío, envió mandar por sus cartas a estos dos reyes que se viniesen para él cada uno con poca gente, ca los quería guardar de costa.
Y el rey de Garba y el rey de Safira, cuando vieron las cartas del Emperador en que les mandaba que se fuesen luego para él con poca gente, vínoseles en mente de la duda en que les pusieran los condes, y vinieron amos a dos a verse a una tierra que es entre los dos reinos, que era por partir entre ellos, y teníala en fieldad un conde de aquellos que los habían puesto en este recelo, y enviaron por los otros condes y mostráronles las cartas. Y ellos, después que las cartas vieron, levantose el uno de ellos y dijo así: «Señores, la mala voluntad quien la ha no la puede olvidar, y quien mal quiere hacer manera cata como lo pueda cumplir a su salvo. ¿Y no veis que por cumplir su voluntad el Emperador, y poder acabar el mal pensamiento que tiene contra vos, que os envía mandar que vayáis luego allá con poca gente? Dígoos que por mi consejo que no iréis ahora allá, mas que os apercibáis y que os aguiséis muy bien con toda la más gente que pudiereis haber, y mucho bien armada, y vos veréis que os quiere acometer si no huís; y porque os defendáis.» Y ellos creyéronlo e hiciéronlo así.
El Emperador supo de cómo aquellos dos reyes se alborozaban, y además que aquellos malos condes dieron hombres que fuesen a hacer entender al Emperador que aquellos dos reyes que no le querían obedecer y que le querían correr la tierra. Y además que hicieron prendas a los de la tierra del Emperador en manera que se corrían los unos a los otros. Y los de la tierra hiciéronlo saber al Emperador de cómo el rey de Garba o el rey de Safira y los condes le corrían la tierra. Y el Emperador, parando mientes a la palabra del sabio que dice así: «A los comienzos del mal te da a cuita a poner consejo, ca si tarde viene no aprovecha la melecina, cuando el mal por la gran tardanza y luenga creció y tomó gran poder»; y no se quiso detener, y apellidó toda su tierra y fuese contra aquellos dos reyes. Y los otros estaban muy bien apercibidos para defenderse, pero que enviaron decir al Emperador con un caballero que se maravillan mucho por cuál razón se moviera contra ellos; ca ellos bien creían que ninguna cosa habían hecho contra él por que mal los debiese querer ni hacer. Y cuando lo recibieron por señor, que ellos fueron los primeros que fueron besar el pie, y ellos amos a dos le pusieron la corona en la cabeza después que lo bendijo el arzobispo de Frecida su canciller, cuando cantó misa nueva en el altar de Sancti Spiritus, donde él tuvo vigilia esa noche.
Dijo el Emperador al que trajo el mandado: «Caballero, verdad es que así pasó todo como ellos lo envían decir, y yo siempre los amé y los honré entre todos los reyes del mi imperio, y fié de ellos así como de leales vasallos debe fiar su señor que ellos bien quieren; mas yo no sé cuál fue la razón por que no se quisieron venir para mí cuando yo se lo envié mandar por mis cartas, y queriéndolos guardar de costa envieles mandar que se viniesen para mí con poca gente. Y tan desmesurados fueron ellos que no me quisieron enviar respuesta ni saber qué era lo que los quería, y además corriéronme la tierra y matáronme muy gran gente; por que tengo que me erraron, yo no se lo mereciendo. Mas con todo esto, si ellos se quisieren venir para la mi merced así como deben, con poca gente, y me pidiesen merced que los perdonase, creo que no hallarían al en mí sino merced y piedad; ca no es hombre en el que piedad no hay contra aquellos que conocen su yerro y demandan perdón.»
«Señor», dijo el caballero, «yo iré con este vuestro mandado a aquellos reyes vuestros vasallos, y fío por la merced de Dios que luego serán aquí convusco a la vuestra merced, y no quiero de plazo más de un mes». Y el Emperador lo tuvo por bien, y mandole que luego se fuese y que no se detuviese. Y el caballero se fue a los reyes y díjoles lo que el Emperador respondió a lo que ellos le enviaron decir. «Señores», dijo un conde, «si se siguen estas palabras con las que dijimos luego en estas nuevas, podéis entender la voluntad que el Emperador os tiene. Bien semeja que no ha mudado el talante malo, ca aún os envía decir que os vayáis a él con poca gente. Y cuando él os viere con poca gente hará de vos lo que quisiere. Y de aquí adelante parad mientes en vuestras haciendas, ca si no os quisiereis guardar vuestro será el daño». Y los reyes cuando estas palabras oyeron fueron muy espantados, y como hombres sin buen consejo no quisieron enviar respuesta al Emperador; antes enviaron por todos sus amigos para que los viniesen a ayudar.
El Emperador atendió al plazo, y sin todo esto mandó al caballero Amigo que fuese con su mandado al rey de Garba y al rey de Safira, a saber de ellos por qué se alborozaban, y que no lo quisiesen hacer. Y el caballero Amigo, viendo que esta mandadería era muy peligrosa, díjole: «Señor, si la vuestra merced fuese, excusarme debíais de tales mandamientos y mandaderías como estas; ca todo hombre para ser bien razonado delante de grandes señores debe haber en sí seis cosas: la primera, debe ser de buen seso natural para entender las cosas que ha de decir; la segunda, que debe ser de buena palabra y desembargada, para decirlas bien; la tercera, que debe ser letrado, para saberlas bien ordenar, en manera que acuerde la fin con el comienzo, no diciendo razón desvariada; la cuarta, que debe ser de alta sangre, que no haya miedo de decir lo que le fuere encomendado; la quinta, que debe ser rico, ca todos los hombres oyen y acompañan de buenamente; la sexta, que debe ser amado de los hombres, ca el hombre que no es bien quisto no le quieren oír, aunque todas las otras condiciones buenas hayan en sí; y además, para ser cumplidas todas estas cosas en el hombre bien razonado, debe ser de buena fe y de buena verdad, en manera que en lo que dijere no le sea hallada mentira, ni le hayan de qué reprehender. Y comoquiera, señor, que yo sea tenido de os servir y vos me améis verdaderamente, no tengo que en mí haya ninguna de estas buenas condiciones, salvo ende fe y verdad, que es la cosa de este mundo de que más me precio; por que me semeja que sería mejor que escogieseis a alguno de los vuestros vasallos en quien podáis hallar todas estas cosas o las más de ellas cumplidamente, y que os podrán mejor servir en esta mandadería que yo.»
«Por Dios, caballero Amigo», dijo el Emperador, «parando mientes al buen seso que Dios puso en vos, y al vuestro buen razonar, y a la vuestra fe, y a la verdad, que no dejaréis de decir verdad por miedo ni por vergüenza, y de como sois amado y preciado de todos comunalmente; por estos bienes que en vos hay os pongo en todos los mis hechos, de que me tengo por bien servido. Y aun yo fío por Dios que las otras dos cosas que os menguan, de ser rico y señor, que las habréis muy aína, y yo pugnaré por vos llegar cuanto pudiere». Y el caballero Amigo fue con el mandado del Emperador, y halló a los dos reyes ayuntados en un gran campo cerca de la ciudad de Paludes, y los condes con ellos. Y esta ciudad ha nombre Paludes porque está cercada de lagunas que salen de las Aguas Mixtas. Y dioles sendas cartas que les enviaba el Emperador, que eran de creencia.
Y el conde Farán se comenzó a reír cuando vio al caballero Amigo, y dijo a los reyes: «Señores, ahora veréis la soberbia y el engaño del Emperador, ca este es todo el hecho del Emperador; ca este es su consejero, y él por este se guía. Y no os hablará sino con maestría y con engaño y con soberbia.» Y el caballero Amigo oyolo, y díjole: «Por cierto, conde, buen callar perdistes, y bien os pudierais excusar de estas palabras, si quisierais; y a malas maestrías muera quien con malas maestrías anda». «¡Amén!», dijo el Conde. «Y yo amén», dijo el caballero Amigo. «Caballero Amigo», dijeron los reyes, «decid lo que quisiereis y oíros hemos, y cesen estas palabras». «Señores», dijo el caballero Amigo, «comoquiera que yo no sea tan cumplido de razón ni de entendimiento así como era menester para decir el mandado de mi señor el Emperador delante de tan grandes señores ni tan cumplidos de entendimiento como vos sois, y atreviéndome a la vuestra bondad y a la vuestra mesura, que si yo en alguna cosa menguare, que el vuestro buen entendimiento que lo quiera entender y enmendar mejor que yo lo sabré decir, y decirlo he lo mejor que supiere». Y dijo así: «Señores, el Emperador mío señor os envía saludar, y os envía decir que en el comienzo de la su honra vos fuistes los más acuciosos y los que más y hicistes para llevarlo adelante, y vos fuistes los que le pusistes la corona primeramente en la cabeza, y él siempre os amó y os honró entre todos los otros del su imperio; y por ende que se maravilla mucho porque le corréis la tierra y se la destruís; onde os envía rogar, como a aquellos que él ama verdaderamente, que no lo queráis hacer y que os vayáis luego para él. Y si en alguna cosa hallareis que os menguó, que os lo enmendará como vos quisiereis; pero que tiene que no os erró en ninguna cosa. Y puesto que os hubiese errado, tiene que os cumple ir, pues que enmienda os quiere hacer. Y si no la quisiereis recibir, que del vuestro derecho haréis tuerto; ca más de culpar es el que no quiere recibir enmienda, si a su honra se la hacen, que el que hizo el tuerto.»
En antes que los reyes respondiesen, levantose el conde Farán y dijo: «Señores, si bien paráis mientes a las palabras que este caballero os dijo, algo hay de la soberbia según de antes os lo dije; ca os envía halagar con el pan y con el palo. Y por Dios, señores, decid a este caballero que habréis vuestro acuerdo, y que vos enviaréis vuestra respuesta al Emperador, y no arrebatéis tan aína a responder.» Y ellos hiciéronlo así, y enviaron con esta respuesta al caballero Amigo al Emperador. Y el caballero Amigo, tornando con su respuesta por su camino al Emperador, encontrose con la compaña del conde Farán, que andaba corriendo la tierra del Emperador, y cautivaron a él y a todos los que con él iban, y lleváronlos a una ciudad que ha nombre Altaclara. Y dícenle así porque está en alto lugar, ca parece de muy gran tierra. Y teniéndolos y presos sacáronlos a vender. Y un rico mercader fuelos a ver para comprarlos. Y cuando vio al caballero Amigo, pagose de él y del su buen razonar, y díjole: «Amigo, dime, ¿para qué serás tú bueno?» «¡Ay, hombre bueno!», dijo él, «¿y quién os dijo el mi nombre?». «¿Y cómo», dijo el mercader, «Amigo te dicen?» «Amigo», dijo él, «me dicen». «Pláceme», dijo el mercader, «pero dime para qué serás tú bueno». «Para ser libre», dijo el caballero Amigo. «Bien sé yo eso», dijo el mercader, «mas dime si quieres que te compre». «¿Y por qué me pides consejo en el tu haber?», dijo el caballero Amigo. «Ca en la tu mano es de comprarme o no, pues que aquí estoy presto para vender». «Amigo», dijo el mercader, «tan entendido te veo que me conviene de comprarte». Y luego lo compró. «¡Ay, señor!», dijo el caballero Amigo, «pues que a mí compraste, ruégote que compres a aquellos que fueron cautivos conmigo; y sé tú bien cierto que serás de nosotros muy bien servido y que habrás por nos muy gran haber. Y el mercader hízolo así, y vendiéronselos con tal condición que luego los pasase allende la mar a tenérselos.
El mercader, llevándolos comprados, encontráronse con el conde Farán. Y no sabía de cómo la su compaña los cautivaran y los vendieran. Y el mercader cuando vio venir al conde Farán, pero con poca gente, mandó al caballero Amigo que subiese en su caballo, y a los otros todos en sendos caballos; ca él se llevaba asaz caballos para vender. Y desde que llegó el Conde a ellos conoció al caballero Amigo, y díjole: «Bien creo, caballero, que no me responderéis ahora tan bravamente como me respondistes delante de los señores reyes hoy ha diez días.» «Conde», dijo el caballero Amigo, «si algo quisiereis decir, respuesta habréis la que no pudiera dar hoy ha diez días, mientras estaba en poder de la vuestra gente que me tenían cautivo. Mas loado sea Dios, en poder estoy de este hombre bueno que me compró». «No comprará», dijo el Conde, y quísose mover para trabar de él. Y el caballero Amigo puso mano a su espada, y todos los otros con él eso mismo, e hirieron al Conde de dos golpes y matáronle diez hombres. «Ea, ea, don conde», dijo el caballero Amigo, «que más hubo aquí de respuesta. Y esto pudierais vos muy bien excusar si quisierais; pero holgad ahora aquí un poco mientras que os vamos a guisar de comer». «Caballero Amigo», dijo el mercader, «¿cómo haremos ahora? Ca cierto soy que la gente del Conde se alborozarán cuando lo sepan y vendrán en pos de nos». «Yo os lo diré», dijo el caballero Amigo. «Aquí cerca está un castillo del Emperador, y vayámosnos allá; ca yo traigo cartas de guía, y soy bien cierto que nos acogerán y y nos harán mucho placer.» «Vayamos», dijo el mercader, «pero catad que no pierda yo lo que di por vosotros». «Yo os hago pleito y hombrenaje», dijo el caballero Amigo, «que de vos no me parta hasta que cobréis todo lo vuestro y más; ca yo fío por Dios que yo os daré muy buenos peños de ello».
Ellos, yéndose por su camino, encontráronse con la hija del conde Farán, que era pequeña, y con su mujer y cuatro hombres de caballo con ellos. Y cuando el caballero Amigo los vio, conociolos, y plúgole mucho. Y dijo al mercader: «Señor, ya tengo peños buenos que os dé por mí y por mis compañeros.» Y tomaron a la Condesa y a su hija y prendiéronlas, y a los cuatro hombres que iban con ellas. Y la Condesa cuidó que había caído en malas manos, pero el caballero Amigo era cortés y muy mesurado en todas cosas, y mayormente contra dueñas, y díjole: «Condesa, no temáis, ca no hay aquí ningún hombre que os haga enojo, sino toda honra y todo placer; mas esto recibís vos por la soberbia de vuestro marido el Conde; pero tanto os quiero hacer: la vuestra hija llevaré muy guardada de toda deshonra y de mal, e idos al vuestro marido el Conde, que yace herido en el campo de Tebres, donde él mostró la su soberbia cuanto él pudo, sin Dios y sin razón, y vos guisadle mejor de comer ca cuanto nos ya le guisamos, y pensad de quitar vuestra hija, ca quitando a ella quitaréis a mí y a estos mis compañeros, que fuimos vendidos de la vuestra gente a este hombre bueno que nos compró. Ca sabed que él pagó por nosotros quinientos pesantes de oro, y ha menester que haya por ellos mil pesantes por el trabajo que ha pasado, y por el galardón del bien que a nos hizo en nos sacar de poder del Conde.»
La Condesa se fue y halló al Conde malherido en aquel campo que le dijo el caballero Amigo, y contole la desventura que le aconteciera a ella y a su hija, y de cómo el caballero Amigo le fuera muy cortés, y lo que le dijera: «Ea, conde», dijo ella, «miedo he que estos bullicios en que andáis que os han de traer a gran peligro, si no os partís de ellos y no os tornáis a Dios; ca ni queréis oír misa ni ver el cuerpo de Dios, que todo cristiano debe cada día ver y acomendarse a Él, ni le queréis hacer reverencia cuando lo veis y así como debíais, y sabiendo que las bestias mudas en quien no hay entendimiento le hacen reverencia; así como aconteció a Jorán vuestro sobrino ayer en Altaclara».
«¿Y cómo fue eso?», dijo el Conde. «Yo os lo diré», dijo la Condesa. «Vos sabéis que Jorán era caballero mancebo y muy bullicioso, y muy avivado en los deleites de este mundo, y de muy suelta vida, y no preciaba nada las cosas de este mundo ni las de Dios. Así que, cuatro días ha hoy, estando en Altaclara en su caballo en la rúa, pasaba un clérigo con el cuerpo de Dios, que llevaba en las manos, e iban a comulgar a un doliente, y oyendo la campanilla y viendo la compaña que iban con él por honrar el cuerpo de Dios, y diciéndole todos que se tirase a una parte, no quiso, y el caballo, queriéndose apartar de y, él dábale sofrenadas. Y cuando el caballo vio que venía cerca el clérigo con el cuerpo de Dios, fincó los hinojos en tierra, y Jorán hiriolo con el freno y levantolo. Y esto hizo el caballo muchas vegadas hasta que fue pasado el clérigo con el cuerpo de Dios. Y Jorán comenzó de hacer mal al caballo, diciéndole todos que no lo hiciese, ca muy buen ejemplo había dado a todos los del mundo para que hiciesen reverencia al cuerpo de Dios. Y él, haciendo mal al caballo, lanzó las coces y sacudiolo en tierra, en manera que luego fue muerto sin confesión y sin comunión. Y luego se fue el caballo aquella iglesia donde era el clérigo que iba a comulgar al doliente, y no lo podían mover a ninguna parte, no haciendo él mal ninguno. Y porque entendieron que era milagro de Dios, mandáronlo y dejar, y y está que no se mueve.
»Y bien parece que Nuestro Señor Dios demuestra los sus milagros en aquellos que no hacen en reverencia a Nuestro Señor Jesucristo; ca oí decir que un rico hombre enviaba un su hombre con su mandadería a gran prisa, y aquel hombre encontrose con un clérigo que iba a comulgar a un doliente, y el hombre acompañolo a la ida y a la venida, y después fuese a su mandado. Y porque tardó, mandó su señor que lo lanzasen en un horno que estaba y en su casa ardiente. El mancebo, cuando se vio en aquel peligro, hincó los hinojos en tierra y rogó a Dios que le hubiese merced. Y el horno estando ardiente, lanzáronlo dentro, y recibiolo Nuestro Señor Jesucristo en sus manos, y cuantos y estaban lo vieron estar en medio del horno, y de cómo lo tenía una criatura en las manos, que no se hizo mal ninguno. Y cuando fue el horno frío, mandó su señor que lo sacasen, y sacáronlo sin ninguna lesión. Y si a los señores terrenales hacemos reverencia, cuánto más la debemos hacer a Nuestro Señor Jesucristo que tanta merced nos hizo en sacarnos del poderío del diablo, comprándonos por la su preciosa sangre y queriendo sufrir muerte y pasión por nos.
»Onde os pido por merced, señor», dijo la Condesa, «que os queráis guardar y parar mientes en estas palabras y cosas, y Dios guardará a vos y a nos». «Condesa», dijo el Conde, «vayámosnos y quitemos nuestra hija, y desí pensemos en lo que habéis de hacer en estas cosas». Y fuéronse y enviaron a quitar su hija, y no pensaron en al. Y desde que pagaron los mil pesantes de oro, el mercader fue con el caballero Amigo al Emperador; ca ya lo sabía de como fuera cautivo el caballero Amigo, y plúgole mucho con él, y dio de su algo al mercader y tornose.
Los reyes no enviaron respuesta ninguna al Emperador, y después que el Emperador vio que no le enviaban respuesta ninguna, fuese contra ellos y hallolos donde estaban en una tierra que era muy llana y muy grande cerca de la ribera del río de las Aguas Mixtas, con muy gran gente y muy bien aguisados. Y veíalos el Emperador a todos muy bien, ca descendía de un puerto muy alto, y teníalos como a su pie. Y luego que llegó el mandado a los reyes de cómo el Emperador pasaba el puerto con su gente y con su hueste, y los vieron, armáronse y pararon sus haces como aquellos que habían sabor de defenderse y de morir. El Emperador asaz hubo que hacer en descender ese día con toda su gente al llano, de guisa que esa noche holgaron, y otro día en la mañana fueron todos armados, y endrezaron sus haces y fueron los unos contra los otros. Y desde que volvieron fue la hacienda muy herida, de guisa que todo el campo estaba lleno de muertos y de heridos; y tan gran era el ruido y las voces que daban los heridos, quejándose de las llagas, que no se podían oír unos a otros; y entre los cuales andaba el Emperador muy crudo, haciendo los golpes muy señalados, de guisa que el que con él encontraba no escapaba bien de sus manos, ca muerto o malherido había de caer del caballo. Y desí encontrose con el rey de Garba, y fuelo herir del espada de guisa que le cortó el brazo diestro. Y desí tornó otra vegada a él y diole por cima del yelmo, que le hendió la cabeza hasta en los ojos, de manera que cayó muerto.
Cuando estas nuevas oyó el rey de Safira, pesole de corazón, pero que comenzó a conhortar la su gente y esforzarla, y comenzaron a herir muy de recio en la gente del Emperador. Y sobrevino al rey de Safira muy buena caballería que vino en su ayuda, en manera que arrancaron al Emperador del campo y no salieron con él sino tres mil caballeros y pocos más, y todos los otros fincaron en el campo muertos y heridos. Y cuando el Emperador se vio así desamparado y la su gente así todo muerto, y fincaba solo, sino con estos tres mil caballeros que le fincaron de treinta mil que había llevado, y túvose por desventurado. Y apartose aquella sierra de aquel puerto por donde había entrado, y comenzó a conhortar aquellos caballeros lo mejor que pudo. Y desarmáronse, ca estaban muy cansados, y los otros fincaron esa noche en el campo, desarmando los caballeros que estaban muertos; y los que estaban heridos, matábanlos, que no dejaban uno a vida, y desnudábanlos y tomábanles todo cuanto les hallaban.
Y el Emperador se levantó a la medianoche, y apartose de la su gente, y comenzó a hacer oración, pidiendo merced a Dios que si en alguna cosa le errara que le quisiese perdonar, y si entendía que no era él para aquel lugar, que llevase a él donde tuviese por bien, y que pusiese y otro que lo mejor mereciese. «Pero, Señor Dios», dijo el Emperador, «por muy pecador me tengo en perderse tanta gente cuanto hoy murió aquí por mí; por que te pido por merced que te plega de me perdonar». El Emperador, estando en esta oración, oyó una voz del cielo que le dijo así: «Roboán, amigo de Dios, no desampares, ca Dios es contigo. Y bien sabes que el rey de Mentón, tu padre, nunca desamparó de la merced de Dios por ningún embargo que le aviniese, y ayudolo Dios en todos sus hechos; por ende esfuérzate en la su merced y el poder de Dios, ca Él será contigo y te ayudará. Y véngasete en mente del pendón que te dio la Emperatriz, hija de la Señora del Parecer, que hicieron las siete doncellas santas, y sácalo y ponlo en un asta muy luenga, y cierto sé que, luego que lo vean tus enemigos, se te dejarán vencer y los prenderás todos».
Cuando estas palabras oyó el Emperador, membrósele de lo que le dijera la Emperatriz cuando le dio el pendón, que doquier que entrase con él, que vencería. Y plugo a Dios que él fue donde estaba el pendón, fincó con el repuesto del Emperador encima del puerto; y vínose luego para su gente, y envió por aquella arca donde estaba el pendón, muy bien guardado entre muchas reliquias. Y luego que se lo trajeron abrió el arca donde estaba el pendón, y fincó los hinojos y sacó el pendón con gran devoción, llorando de los ojos, ca tenía que, pues aquella voz del cielo descendía y le hizo en mente del pendón, que gran virtud había en él. Y así era, ca aquellas siete doncellas que el pendón hicieron, bien había cada una setenta años, ca en tierra de su abuela la Emperatriz nacieron todas de un vientre, y ella las crió. Y las doncellas fueron siempre de tan buena vida que no quisieron casar, mas prometieron castidad, y mantuviéronla muy bien y muy santamente, de guisa que Dios hacía por ellas en aquel imperio muchos milagros, y nunca labraban cosa por sus manos en que Dios no puso señaladamente su virtud
Y cuando amaneció, sacó el pendón el Emperador con su asta muy grande y muy buena, y dijo a los caballeros: «Amigos, ayer fuistes en el comienzo en medio de la batalla muy bien andantes, mas la fin no nos fue buena, como vistes, y esto tengo que fue por mis pecados; pero Nuestro Señor Dios, habiendo de nos piedad, como señor poderoso no tenía por bien que fincásemos así desconhortados, y mandó que vayamos a ellos, ca no nos esperarán, que todos los prenderemos; y cierto soy que ha de ser así de todo en todo.»
«Ciertas, señor», dijeron los caballeros, «mucho nos place, ca mejor nos es la muerte que así escapar tú y nos con esta deshonra grande y tan gran pérdida como aquí hicimos de amigos y de parientes». Y movieron todos de buena voluntad para morir o para vencer, y fuéronlos herir. Y cuando tan aína vieron los del rey de Safira el pendón, tan aína volvieron las espaldas y comenzaron a huir, el Emperador y los suyos en pos, matando e hiriendo de guisa que no fincó ninguno de ellos que no fuese muerto o preso. Y el rey de Safira fue preso y el Conde, que nos volvió muy pequeño; a Farán tomaron en aquella batalla, ca Dios lidiaba por ellos. Y mandó que le trajesen delante el rey de Safira y el conde Farán, que tenía presos, y el Emperador le preguntó al rey de Safira qué fuera la razón porque se movieron al rey de Garba contra él, y el rey de Safira le dijo: «Señor, no sé otra razón sino por gran desventura nuestra y porque no nos supimos guardar del mal consejo, y señaladamente del conde Farán, que aquí está, que fue comienzo de todo este mal; ca él y los otros condes que aquí murieron nos metieron en muy gran miedo y gran sospecha de vos que nos queríais matar, y señaladamente nos decían que así porque nos enviabais mandar que fuésemos ambos con poca gente, porque más ligero nos pudieseis matar, y además, porque erais hombre extraño, que no amabais los naturales del imperio. Y no os diría el Conde al; so si al quisiere decir, y yo me haré su par y meterle he las manos, y hacerle he decir que es así.» Y el Conde no osó negar la verdad y dijo que así pasó todo como el rey de Safira dijera. «Ciertas, conde», dijo el Emperador, «tuerto grande me hacíais, ca nunca lo merecí por qué, y por ende no habíais por qué poner este bullicio contra mí en el mío señorío. Mas ahora, que tengo que es verdadero el ejemplo antiguo, que los pies duchos de andar no pueden quedar; y el que en malas obras suele andar, no se sabe de ellas quitar. Y vos, conde, sabéis que vos fuistes el que me aconsejastes porque el Emperador me mandase descabezar; ca así lo había por costumbre de hacerlo a quien aquella pregunta le hacía; y teniendo que en aquella pregunta no se cumpliera vuestra voluntad, quisistes poner bullicio en el mío señorío por hacerme perder; y no quiero que la tercera vegada lo probéis, ca dice el sabio ca si tu amigo errare una vez, confúndale Dios; y si dos, confunda Dios a ti y a él; y si tres, confunda Dios a ti solo, que tanto lo sufriste. Y por ende quiero que seáis confundido a la segunda vegada, y antes que yo sea confundido a la tercera». Y mandole tajar la cabeza como aquel que lo mereció, queriendo desheredar a su señor, aconsejando a los de su señorío que se alzasen y le hiciesen guerra. Y ciertas, esta pena merece el que mal consejo da como el que hace mal por consejo de otro. «¡Ca, conde!», dijo el caballero Amigo, «ca derecho es por la soberbia que tomastes sobre vos, que me dijistes que yo andaba en maestrías, y yo díjeos que a malas maestrías muriese quien con malas maestrías andaba, y respondistes: "Amén". Y ciertas, bien debierais vos entender que estos bullicios a mal os habían a traer, ca este casamiento malo entre vos y los reyes vos lo ayuntastes; onde conviene que hayáis las calzas que merecéis». «Por Dios», dijo el Conde, «en salvo parláis, ca si yo a vos tuviese en tal como vos tenéis a mí, yo os daría la revidada». «¡Tomad ahora esa rosa de estas bodas!», dijo el caballero Amigo, y arrancole la cabeza. Y por ende dicen que tales bodas, tales rosas.
Desí el Emperador mandó al rey de Safira que le hiciese entregar luego de todas las villas y los castillos del reino. Y el Rey le dijo que fuese él andar por el reino, y que le recibirían en las villas y castillos del reino sin duda ninguna; ca tal fuero era en aquella tierra que si el Emperador cuyo vasallo él era, y en cuyo señorío era poblado, airado o pagado con pocos o con muchos, maguer era su heredamiento del Rey y lo heredara de su padre, ca guerra y paz deben hacer al Emperador su señor. Y dijo que fuese luego a la mayor ciudad que era en el su reino, a la que dicen Montecaelo. Y este nombre tomó porque es la tierra de color de cielo, y es todo en manera de zafires, y todos los finos zafires orientales en aquella tierra son. Y aquella tierra es la más postrimera tierra poblada que sea contra oriente, y y se acaba Asia la Mayor contra la parte de cierzo. Onde conviene que se diga algo aquí de las tres partes del mundo que hizo Noé, y dónde comenzó cada una y dónde se acaba, y por qué es dicha Asia Mayor.
Hállase por las historias antiguas que, después que se partieron los lenguajes en setenta lenguajes, así como oístes, comenzaron los gentiles a derramar, y comenzó Noé de ayuntarlos y de aconsejarlos, y partió el mundo por tres tercios y puso términos conocidos a cada tercio, y partiolos a sus tres hijos. Y Europa es el tercio que es a la parte del cierzo, y África es el tercio que es a la parte del mediodía. Asia es en medio de estos dos tercios. Y Noé dio a Europa a Jafé el hijo mayor, Asia a Sem, el hijo mediano, y a África a Cam el hijo menor. Europa es a la parte del cierzo, catando hombre a oriente de cara, y comienza en cima del mundo, cerca de oriente, sobre el imperio de las Ínsulas Dotadas, y viene por las tierras de los turcos y por las tierras de Gog y de Magog, y por las tierras de Alamaña y de Esclamonia, y de Grecia y de Roma, y por las tierras de los galaces y de los picardos y de los gergantes y por la tierra de Bretaña, y por las tierras a que dicen Alar Vire, que quiere decir «la gran tierra», y por la tierra de Gascuña, y por los Alpes de Burdel, y por las tierras de España; y encónase en la isla de Calis, que pobló Hércules, en una iglesia que es y ribera de la mar, cuanto a dos leguas del castillo de Calis, que es labrada por mojón, y pusiéronle nombre los que vinieron después San Pedro; y nunca este nombre perdió, y dícenle Sancte Petre, que así se lo mandaron los moros.
Y el tercio de Asia es partido en dos partes: la una es a la parte de oriente, y comienza del río de Éufrates hasta hondón de España, y dícenle la Asia la Mayor, y a mano derecha de esta Asia la Mayor son las tierras de Haces y de Alimaña y de Al-Fares, y acude a la India; y a la parte del mediodía son de Agas y de Almus, y a la partida de los enopes, a que dicen canracales, porque comen los hombres blancos donde los pueden haber.
Y el río de Éufrates parte entre sí Asia la Mayor y Asia la Menor. Es el año y desierto, hay unas sierras que le dicen Gameldaron, y tiénese con aquellas sierras unos arenales que son de arena menuda como polvo; y con anchura del desierto muévense los vientos y alzan aquel polvo de un lugar y échanlo en otro, y a las veces se hace gran mota, que semeja que y fue siempre. Y a cabo de este desierto anduvieron los hijos de Israel cuarenta años, hasta que llegó el plazo que Dios quiso, que entraron en la tierra de Cananea y poblose la tierra de Sem, hijo de Noé, que es Asia la Mayor contra poniente, de hijos de Israel, y poblose la tierra de Arabia, que es en la provincia de Meca, y los otros moraban en tierra de Cananea, que es en la provincia de Jerusalén.
Y el otro tercio de África, comienza de Alejandría con una partida de la provincia de Egipto, y tiene en luengo desde la ciudad de Barca, que es en la parte de oriente, hasta Tanjat-ally-adia, que es en la parte de poniente, y dícenle en ladino Maritana, y tiene en ancho desde la mar hasta los arenales y grandes sierras, y van de poniente hasta oriente.
Y esto de estas tres partes del mundo fue aquí puesto porque lo sepan aquellos que andar quisieren por el mundo, mayormente aquellos que quieren más valer y probar las tierras donde se podrán mejor hallar y mejor vivir, así como aconteció a este emperador, que anduvo por las tierras haciendo bien hasta que Dios le encimó, así como oístes.
Dice el cuento que el Emperador se fue para aquella ciudad que dicen Montecaelo, y fue y recibido muy honradamente con muy grandes alegrías, comoquiera que veían a su señor el Rey en prisión del Emperador; ca la gente de aquella ciudad era muy rica y muy apuesta y bien acostumbrada, y vivían en paz y en justicia y en alegría todos comunalmente, grandes y pequeños. Desí, otro día después que él entró y, y el obispo del lugar, que era canciller del Rey, y todos los de la tierra, pidieron por merced al Emperador por el Rey. Y el Emperador, con gran piedad que hubo de él, perdonolo, porque vio que era muy buen rey y de muy buen entendimiento, que él no quisiera negar los fueros de aquella tierra. Y mandó a los de la tierra que le recibiesen por señor así, como de nuevo; ca los de la tierra no lo habían a recibir sin mandado del Emperador, pues errado le había y le falleciera en la verdad que le debiera guardar. Y ellos recibiéronlo muy de grado, así como aquel que era muy amado de todos, e hicieron muy gran alegría con él, teniendo en gran merced al Emperador la gracia que les hiciera.
Y otro día en la gran mañana llevaron al Emperador a un vergel que tenía cercado de alto muro dentro en la villa, en que estaba labrada una alcoba muy alta a bóveda; y la bóveda era toda labrada de obra morisca de unas piedras zafires muy finas, y en medio de la alcoba un zafir hecho como pelota ochavada, tan grande que dos gamellos no podrían llevar, tan pesado es. Y es de tan gran virtud que todos los hombres y las bestias que alguna hinchadura han, y los llevan y y los ponen delante aquella piedra, que luego son sanas. Y eso mismo hace en la sangre; que aquel a quien sale sangre y lo ponen delante aquella piedra, luego queda y no sale. Y el Emperador mismo lo hizo probar, que hizo degollar muchas reses delante aquella piedra zafiro, y nunca salía la sangre de ellas, y resollaban por la degolladura y no morían hasta aquel tiempo que podrían morir, no comiendo ni bebiendo, según que pueden morir todas las reses vivas de este mundo, que no se pueden mantener sin comer y sin beber. Y ninguno no crea que en el zafir otras virtudes ha sino estas dos: la una contra hinchadura, y la otra contra el flujo de sangre. Y ciertamente esta es la tierra onde los zafires finos y virtuosos vienen, señaladamente de aquella tierra del reino de Zafira; y por ende le dicen aquella tierra Zafira, que tomó el nombre de zafir.
Y desde que el Emperador hubo andado por aquella tierra y la sosegó, y fue por el reino de Garba, que es muy abundado de todas cosas y muy plantioso, y todo lo más se riega de las aguas de Tigris y de Éufrates. Y este reino dejole a Garbel, un caballero su vasallo anciano de muy buen entendimiento y muy buen caballero de armas, porque le semejó que concordaba el su nombre con el nombre del reino; y fue muy buen rey y muy quisto de todos los de su reino. Y este caballero fue el que dio el rey de Mentón, su padre, por consejero cuando de él se partió. Y otrosí dio el condado del conde Farán al caballero Amigo, y los otros seis condes de los otros seis condados que fueron muertos en aquella batalla dio a los otros sus caballeros, aquellos que entendió que más se lo habían servido y lo merecían; ca muy poca gente le había fincado de los trescientos caballeros que llevó consigo; pero todos los que escaparon hizo mucha merced en heredarlos y honrarlos, y en todo cuanto pudo, de guisa que no hubo y ninguno de ellos a quien no pusiese en buen estado y honrado por el buen servicio que habían hecho. Onde todos los de la tierra loaban al Emperador porque tan bien galardonaba a cuantos caballeros el servicio que le habían hecho, y todos habían por ende gran sabor de servirle, teniendo que así se lo galardonaría a ellos el servicio que le hicieron. Ciertas, muy gran derecho es que quien bien hiciere que buen galardón haya.
Y el Emperador anduvo por la tierra con todos estos condes y con todos los otros a quien heredó, y los metió en posesiones y los dejó asosegados cada uno en sus lugares, y con amor de los de la tierra, haciendo todas mercedes señaladas en lo que le demandaban. Todos los del imperio eran muy ledos y muy pagados porque le habían por señor a quien los amaba verdaderamente y los guardaba en sus buenos usos y buenas costumbres, y era muy católico en oír sus horas con devoción y sin burla ninguna, y en hacer muchas gracias a las iglesias, dotándolas de villas y de castillos, y guarneciéndolas de nobles ornamentos según que mester era a las iglesias. Y entre todos los bienes que el Emperador había señaladamente era este, que hacía gran justicia comunalmente a todos, y la gracia que hacía nunca iba contra ella ni contra las otras que los emperadores habían hecho; antes se las confirmaba por sus cartas y sus privilegios bulados con bulas de oro. Y nunca sabía hombre que contra ellas pasase a quien no hiciese enemigo en la persona; ca tenía por derecho que ningunos pasasen contra las gracias que él hizo ni contra las otras que los emperadores hicieron, pues él tenía por derecho de guardarlas. Y ciertas, gran atrevimiento y gran locura es atreverse ninguno a ir contra las cosas que hace por hacer gracia y merced a aquellos que mester lo han; ca el que hace la gracia y la merced no solamente honra aquel que recibió la gracia, mas a sí mismo; ca es honrado y loado de Dios y de los hombres por el bien que hace. Y así el que quiere las gracias y las mercedes de los señores no debe ir contra ellas en dicho ni en hecho ni en consejo, debe ser desamado de Dios y de los hombres y de sufrir la pena de los crueles y sin piedad, que no se sienten del mal y del daño de su hermano, ca todos somos así como hermanos, y nos debemos amar según la fe de Jesucristo que tomamos.
Dice la Santa Escritura que el Emperador, estando en el mayor sosiego que podría ser con los de su tierra, pidiéronle por merced que tomase mujer, en manera por que fincase de su linaje después de sus días quien mantuviese el imperio; y los más nombraban hijas de emperadores, y los otros hijas de reyes. Y él, siendo en este pensamiento, vínosele en mente de las palabras que hubiera con la infante Seringa, y envió luego allá al caballero Amigo, al que decían el conde Amigo, a saber si era viva o si era casada, y si la hallase viva y no casada, que le diese una carta de querencia que le enviaba, y que le dijese de su parte que él quería cumplir lo que le prometiera de casar con él, si a ella pluguiese. Y el conde Amigo fuese luego sin ningún detenimiento, y halló a la infante Seringa en aquella ciudad donde la había dejado, y preguntó si era casada, y el huésped le dijo que no.
Y otro día en la mañana fuela a ver, y entrando por la puerta conociolo, pero que no se acordaba de su nombre; y díjole: «Caballero, ¿cómo habéis nombre?» «Señora», dijo él, «Amigo». «Bendito sea el nombre de Dios», dijo ella, «ca una de estas cosas de este mundo que yo más amaba y más codiciaba oír es esto. «¿Y si le vino en mente nunca de cuanto bien hizo a mí y a mi tierra?» «Ciertas, señora», dijo el conde Amigo, «si algún bien y hizo olvidado lo he, ca nunca se viene en mente del bien que ha hecho, mas de lo que ha de hacer; y envíaos esta carta que escribió con la su mano». Y la Infante abrió la carta y leyola, y halló dentro una sortija de un rubí pequeño muy fino, que ella había dado al Infante muy encubiertamente cuando de ella se despidió. Y cuando la vio cambiósele la color, y a las veces amarillecía, ca recibía placer cuidando que se la enviaba con aquel caballero porque le creyese de lo que le dijese, y recibió pesar cuidando que era finado y que mandara que se la diesen.
«Señora», dijo el conde Amigo, «el Emperador mío señor os envía mucho saludar». «¿Y cuál emperador?», dijo la Infante. «Roboán, vuestro amigo», dijo el Conde. «¿Ónde es emperador?», dijo la Infante. «Del imperio de Triguiada», dijo él. «¿Y cómo olvidará», dijo la Infante, «la cosa de este mundo que más amaba, por hacerle Dios bien y ser emperador?». «Ciertas, señora, no olvidó»; dijo el Conde, «ca por eso me envía acá a saber si erais casada, y si no lo fueseis, que os pluguiese de casar con él». «¿Traes cartas», dijo la Infante, «para el conde Rubén mi tío?». «Sí, señora», dijo él. «Pues ruégoos», dijo la Infante, «que lo habléis con él, y que le digáis lo que habéis a decir, y no le digáis que hablastes conmigo en esta razón». Y él hízolo así.
Cuando el Conde oyó estas nuevas, plúgole de corazón, y fuese para la Infante y díjole: «Señora, ¿no me daréis albricias?» «Daré», dijo la Infante, «si buenas nuevas me dijerais». «Ciertas, señora», dijo el Conde, «tan buenas son que soy cierto que os placerá con ellas». «Yo las oiría de grado», dijo la Infante, «si vos quisiereis». «Señora», dijo el Conde, «el infante Roboán, vuestro lidiador y defendedor, es el emperador de Triguiada, y envía por vos para casarse convusco». «¡Ay, conde!», dijo la Infante, «¿y me lo aconsejaríais vos?» «Por Dios, señora», dijo el Conde, «sí». «Y conde, ¿tendríais por bien», dijo la Infante, «que dejase desamparado el reino?». «Señora», dijo el Conde, «no puede fincar desamparado cuando hubiere por defendedor tan poderoso emperador como aquel es». «Conde», dijo la Infante, «yo por vuestro consejo me guié hasta aquí y me guiaré de aquí adelante; y haced y como entendiereis, y será más mi honra y vuestra».
El Conde mandó hacer cartas de la Infante para todos los del reino, para hablar con ellos cosas que eran a gran honra de ella y gran pro de la tierra. Y ellos fueron luego ayuntados así como ella les envió mandar, y después de las ochavas de la Pascua de Resurrección, el Conde, tío de la Infante, habló de parte de ella a todos los hombres buenos que eran y llegados, y díjoles de cómo el infante Roboán, hijo del rey de Mentón, el que lidiara por la Infante y le hizo cobrar las villas y los castillos que había perdido, y la hizo asegurar a todos los reyes sus vecinos que la querían desheredar, era emperador de Triguiada, y que enviaba demandar a la Infante por mujer, y que dijesen lo que y entendiesen; ca ella no quería hacer ninguna cosa sin consejo de los de la tierra. Y ellos se lo tuvieron en gran merced, pero los unos decían que si ella los desamparase, que por aventura los enemigos que antes habían, que se levantarían de nuevo a hacerlos mal y estragar el reino. Pero en la cima acordáronse todos de aconsejarla que lo hiciese, ca la honra de ella era honra de ellos mismos. Y enviaron al rey de Bran, hermano de la Reina, madre de la Infante, a rogar que quisiese ir con ella y acompañarla y honrarla en ese día. Y el Rey se lo otorgó, y fue con ella muy gran caballería y muy bien aguisada. Y la Infante llevó consigo muchas dueñas y muchas doncellas, las más hijasdalgo y mejor acostumbradas que en todo el reino había, y fueron por todas ciento vestidas de paño de oro y de seda según la costumbre de aquella tierra. Y comenzaron su camino de guisa que entraron en el señorío del Emperador. De cómo la infante Seringa era salida de su tierra y se venía para él, y de cómo venía con ella el rey de Bran con muy gran caballería, y ella que traía cien dueñas y doncellas muy hijasdalgo y muy bien vestidas. Y el Emperador cuando lo oyó fue muy ledo, como aquel que no puede haber holgura en su corazón desde que envió a la Infante al conde Amigo, pensando si la podría haber, cuidando que sería casada, porque los tres años del plazo que diera a que le atendiese serían pasados; y ciertamente dio a entender a todos que recibiera gran placer, ca luego envió por todos los reyes sus vasallos y mandoles que saliesen a acogerla, y que les diesen todas las cosas que mester les fuese y les hiciesen muchas honras y muy grandes, como aquellos que codiciaban ver muy bien casado al Emperador su señor. Y cuando supo cierto el Emperador que venía, saliola a recibir a dos jornadas del río de Tigris, a una ciudad que dicen Ledica, y fuela tomar por la rienda y fuese derechamente a un monasterio de dueñas que era fuera de la ciudad. Y era y con el Emperador el Arzobispo su canciller, y entraron en la iglesia, y velolos y salieron ende. Y fuéronse para la ciudad, donde fuera recibida por emperatriz muy honradamente; así como convenía a este casamiento, fue hecho el día de San Juan.
Dice el cuento que esta fue la más hermosa mujer que en aquellas partidas era criada, y que Dios quisiera ayuntarse hermosura con hermosura, y apostura con apostura, y bondad con bondad, de guisa que cuantos las veían ser amos a dos en su estrado, que no se hartaban de catarlos, ni habían sabor de comer ni de beber ni de dormir; antes estaban como hombres olvidados que de sí mismos no se acordaban, sino cuando ellos se levantaban del estrado para ir holgar. Mucho se tuvieron por bienaventurados los de la tierra por aquel casamiento tan igual en honra y en apostura y en amor verdadero que entre ellos había. Verdaderamente así era, ca todo lo que al uno placía, placía al otro, y de lo que uno se pagaba, se pagaba el otro por cosa que viesen. Y de guisa los ayuntó Dios y los bendijo que entre ellos no había mester medianero en ninguna cosa que por cualquier de ellos se hubiese de hacer. Y a cabo de un año hubieron un hijo que podríais entender que podría nacer de tan buen ayuntamiento como del Emperador y de la Emperatriz, y este fue llamado por nombre Hijo de Bendición, y ciertamente bendicho fue entre todos los hombres de este mundo, ca este fue honrado de su padre y de su madre, y muy mandado a todas las cosas que ellos querían, y amador de justicia con gran piedad, y muy granado en sus dones al que entendía que lo había mester, de guisa que ninguno en el su señorío no era pobre ni había ninguna mengua, si por su gran maldad no fuese. Y en cuanto este niño hubo siete años, dejaron en el imperio.
Y el Emperador y la Emperatriz fueron visitar el reino de la emperatriz Seringa, y después fueron en romería al monasterio de Sancti Spiritus, que el rey de Mentón mandó hacer donde conoció el conde Amigo primeramente, y fueron ver al Rey su padre y su madre y al infante Garfín su hermano. Y certas, no debe ninguno dudar si hubo gran alegría y gran placer entre estos; que dice el cuento que en siete días que moraron con el rey de Mentón, no fue noche ninguna que oscura pareciere, ca tan clara era la noche como el día; y nunca les venía sueño a los ojos, mas estaban catando los unos a los otros como si fuesen imágenes de piedra en un tenor, y no se moviesen. Y ciertamente, esto no venía sino por merced de Dios que los quería por la su bondad de ellos. Y desí tornáronse para su imperio, donde mostró Dios por ellos muchos milagros, de guisa que a toda aquella tierra que estos hubieron a mandar; y dícenle hoy en día la Tierra de Bendición. Y tomó este nombre del hijo del Emperador y de la Emperatriz, que hubo nombre Hijo de Bendición, así como ya oísteis, de que dicen que hay hecho un libro en caldeo, en que cuenta toda la su vida y muchos buenos hechos que hizo.
Onde dice el trasladador que bienaventurado es el que se da a bien, y se trabaja siempre de hacer lo mejor; ca por bien hacer puede hombre ganar a Dios y a los hombres, y pro y honra para este mundo y para el otro, no enojándose ni desesperando de la merced de Dios. Y no se debe cuitar ni apresurar. Y quien luengo camino quiere andar y quiere llegar con él a cabo, conviene que ande su paso y no se acuite; ca, si se acuitare, cansará, y si cansare, menos andará, y por ventura que no podrá cumplir su camino. Onde dice el filósofo que el movimiento forzado más estuerce en el comienzo que en el acabamiento y el movimiento natural ha lo contrario de aquel que es hecho por fuerza, ca el natural comenzó de vagar y vase esforzando todavía más hasta el acabamiento, y así acaba su hecho cumplidamente. Y por ende debemos rogar a Dios que Él, por la su santa piedad, quiera que comencemos nuestros hechos con movimiento natural, y acabemos tales obras que sean a servicio de Dios, y a pro y a honra de nuestros cuerpos, y a salvamiento de nuestras almas. Amén.