[CICLO SEXTO: EN LA CORTE]

[ACTO PRIMERO: CORAZÓN DE AMIGO]

77. Montes en primavera

Una vez vivía un emperador que es conocido por estar sepultado en Tamura. Entre sus amantes había una mujer noble llamada Takákiko. Sucedió que murió ésta, y se celebraban sus funerales en el templo budista de Anyó. Todos venían y hacían sus ofrendas fúnebres, de forma que éstas subieron a más de mil. Estaban colgadas de las ramas de los árboles, frente al pabellón del templo, así que parecía que las montañas se hubiesen movido y vinieran a rendir respetos a la dama difunta. Vio el espectáculo Tsuneiuki de Fuyiuara, que era General de la Guardia de Palacio, División Derecha, y cuando acabaron las preces, mandó llamar a los poetas y les dijo: «Hacedme un poema que celebre los funerales de hoy, pero llevando a él el espíritu de la primavera.» Un hombre de edad madura, que era Mayoral de los Establos Imperiales, compuso un poema en el que decía, como si sus ojos le engañaran:

Si todos los montes

hoy se nos acercan,

es porque vienen

para despedirse

de la primavera.

Leyendo ahora tal poema, se ve que no es esencialmente bueno. En aquel entonces fue el mejor que se hizo, y los presentes quedaron impresionados.

78. Roca en primavera

Una vez había una amante del emperador, la cual se llamaba Takákiko. Falleció ella, y siete semanas después se hacían oraciones por ella en el templo budista de Anyó. El general Tsuneiuki de Fuyiuara asistió a los responsos, y a su vuelta a la Capital pasó por el palacio de Iamáshina, donde residía el príncipe Iamáshina, que se había hecho monje budista. El palacio tenía jardines con riachuelos y pequeñas cascadas,{*} y estaba preciosamente construido. Dijo Tsuneiuki al príncipe bonzo: «Alteza, todos estos años os he venido sirviendo desde lejos y nunca pude rendiros pleitesía en persona. Permitidme que esta noche os sirva aquí.» El príncipe quedó encantado y ordenó que se les diera alojamiento por aquella noche.

Se retiró de su presencia Tsuneiuki, y reuniendo a sus vasallos que le acompañaban les dijo: «No es conveniente que entremos hoy por primera vez a servir a Su Alteza sin ofrecerle algún regalo. Cuando Su Majestad estuvo visitando la Tercera Avenida, se mandó traer de la playa de Chisato, de la provincia de Ki, una roca muy curiosa. Como llegó después de la visita de Su Majestad, se la colocó en el jardín de una consorte suya. Ya que a Su Alteza parecen gustarle los jardines, he pensado que le regalaremos esta roca.» Dicho esto, mandó a un emisario y varios lacayos a recoger la roca, los cuales la trajeron prontamente. La vista de la roca sobrepasaba a su reputación. Dijo Tsuneiuki: «No procede que la ofrezcamos sin más.» Y mandó que se compusieran poemas. El Mayoral de los Establos Imperiales hizo el mejor, y lo escribió sobre la roca raspando el musgo que la cubría a fin de escribir las letras. El poema decía:

Te ofrezco esta roca

sabiéndome a poco,

pues no se puede

ni enseñar el alma

ni ver su color.

79. Bambú en primavera

Una vez nació un príncipe teniendo por madre a una dama de cierta familia noble. Los parientes de ella compusieron poemas celebrando el acontecimiento. Un coronel ya de edad madura, que era tío de ella, recitó:

Dentro de mi verja

un bambú planté,

de fronda inmensa.

De invierno a verano,

mi casa un vergel.

El príncipe nacido era Sadakazu. En aquel tiempo se rumoreaba que en realidad era hijo del coronel. Lo que se sabe de cierto es que la madre de la criatura era hija de Iukijira, Consejero de Su Majestad, y hermano mayor del coronel.

80. Wistaria en primavera

Una vez un hombre había plantado una wistaria en el jardín de una familia cuya influencia política declinaba. Un día a finales de abril, estando lloviendo, cortó un ramillete y se lo envió a una mujer con este cantar:

Corté el ramillete

bajo un aguacero

mientras pensaba

que de primavera

queda poco tiempo.

81. Fiesta de otoño

Una vez vivía un ministro que se había construido una mansión en la Sexta Avenida, junto al río Kamo. A finales de noviembre, cuando ya los crisantemos iniciaban su elegante marchitar y las hojas del otoño se tornaban rojizas o amarillentas con diversos matices de una belleza inenarrable, este ministro invitó a los príncipes y les agasajó con una fiesta, vino y música, que se prolongó toda la noche. Al amanecer compusieron poemas celebrando el gusto de la mansión. Un pobre viejo que allí había, y que veía la escena en cuclillas desde debajo del entarimado de la veranda, esperó a que todos terminaran de recitar sus canciones, y dijo entonces:

¿Habré yo llegado

al mar de Shiogama?

¡Si aquí vinieran

los barcos que pescan

al alborear!

Este pobre viejo había viajado por muchos lugares, llegando hasta la provincia de Michi. Pero ningún paraje le había gustado, en las sesenta y tantas provincias del país, como la playa de Shiogama. De ahí que aludiera a ella en el cantar.

82. Cacería de primavera

Una vez había un príncipe llamado Koretaka, el cual tenía una quinta de recreo en Minase, más allá de Iamazaki. Cada año, cuando los cerezos florecían, iba a este lugar. Siempre solía llevarse consigo al Mayoral de los Establos Imperiales, de cuyo nombre, por hacer de esto mucho tiempo, no puedo acordarme. El príncipe no debía de sentir mucha afición por la caza, pues en tales ocasiones se dedicaba a beber vino y a componer poemas al estilo del país. Los cerezos del predio, que son ahora parte del Palacio de Naguisa, en el coto de Katano, eran realmente espléndidos.

Así que desmontaron ambos de sus caballos y se sentaron bajo los cerezos; cortaron ramas, se adornaron con ellas, y todos sus acompañantes, desde el mayor hasta el mediano y el ínfimo, compusieron poemas. El del Mayoral decía:

¡Qué serenidad

cada primavera,

si en este mundo

todos los cerezos

desaparecieran!

Otro de los presentes recitó:

La flor del cerezo

vale lo que vale

por dispersarse.

¿Qué hay en este mundo

que nunca se acabe?

Cuando se levantaron para volver, ya el sol se había puesto. Uno de la comitiva, el encargado del vino, se acercó y dijo: «Hay que terminar con este vino.» Y cuando buscaban un lugar apropiado, llegaron a un paraje que se llama Río del Cielo. El Mayoral presentó la copa al príncipe. Éste habló y dijo: «Mientras bebemos, tienen todos que hacer un cantar que lleve como tema el haber estado de cacería en Katano y haber llegado a la ribera del Río del Cielo.» El Mayoral recitó:

Tras la cacería

vamos a alojarnos

en La Hilandera,

que al Río del Cielo

hemos arribado.

Su Alteza repitió varias veces este poema, pero no daba con otro que como respuesta se le adecuase. Aritsune de Ki, que estaba en la reunión, replicó en nombre del príncipe:

Su alteza, que viene

una vez al año,

será alojado.

Pero ya habrá otros

que duerman al raso.

Volvieron finalmente a la quinta. Allí estuvieron hasta bien entrada la noche bebiendo y contando historias, hasta que el príncipe, bastante bebido, hizo ademán de retirarse a descansar. Era el día onceno del mes lunar, en pleno abril, y la luna estaba ya para ponerse en el horizonte, tras las montañas. El Mayoral cantó:

Aún no estoy harto

¡y la luna clara

quiere ya irse!

¡Los montes le huyan

y no halle posada!

Aritsune de Ki respondió en lugar del príncipe:

¡Que todas las cumbres,

sin quedar ninguna,

se vuelvan planas!

Si no hubiera sierras

¿se iría la luna?

83. Cacería de primavera, y Año Nuevo de un príncipe

En aquel tiempo el Mayoral de los Establos Imperiales servía al príncipe Koretaka cuando éste fue a Minase para su acostumbrada cacería anual. A los pocos días el príncipe volvió a su palacio en la Capital. El Mayoral le acompañó hasta el final, y estaba para despedirse cuando el príncipe le detuvo diciendo que quería invitarle a una fiesta y hacerle un regalo. El Mayoral, impaciente por retirarse, recitó:

No quiero con yerbas

hacerme un jergón

porque no cuento

con noche tan larga

como las de otoño.

Era el último día de abril. Pero el príncipe no se retiró a descansar y estuvo toda la noche charlando con el Mayoral.

Pasaron los días. El Mayoral continuó sirviendo al príncipe como buen vasallo, cuando de pronto le sorprendió la noticia de que su señor se había hecho monje budista.

A principios de año, el Mayoral decidió ir a ofrecer sus saludos de Año Nuevo a donde estaba el príncipe, que era un lugar llamado Ono, al pie del Monte Jiei. La nieve cubría honda los caminos, y le costó llegar a su destino. Rindió pleitesía el Mayoral, y quedó pensativo viendo la fría soledad del lugar. El príncipe por su parte estaba sumido en tristes pensamientos, y el Mayoral estuvo mucho tiempo tratando de animarle. Hablaron del pasado, y el Mayoral manifestó cuánto le gustaría permanecer allí acompañando a su señor, pero que sus deberes en la Corte se lo impedían. Así que le rogó le permitiese volver al atardecer, y dijo:

No creo a mis ojos,

me creo que es sueño:

¡que para veros

tuviera que andar

la nieve de invierno!

Y volvió a la Capital llorando, llorando.

84. Año Nuevo de una madre

Una vez vivía un hombre. Aunque su rango no era muy alto, su madre era una princesa imperial. Esta señora vivía en un lugar llamado Nagaoka. Como el hijo servía a la Corte en la Capital, no podía, aunque lo quisiera, visitarla durante largos períodos. Era él su hijo único, y naturalmente la madre sentía especialmente la separación. A finales de año le llegó una carta de su madre. Abrió el sobre y se quedó sorprendido de encontrar sólo un poema:

Ya voy para vieja,

y se acerca el día

de la despedida.

¡Cómo quiero yo

verte, vida mía!

El hijo rompió a llorar y dijo:

¡Si para tu hijo

no hubiera ese día

de la despedida!

Que yo te deseo

mil años de vida.

85. Año Nuevo de un príncipe

Una vez vivía un hombre. El príncipe al que había servido desde su juventud se hizo de pronto monje budista. En enero fue nuestro hombre a saludarle. Siendo oficial de la Corte, le era especialmente difícil apartarse de sus ocupaciones, pero de todos modos encontró forma de poder ir a saludarle como todos los años. También acudieron ese día los que habían servido al príncipe en el pasado, tanto los que eran seglares como los que se habían hecho religiosos. Por hallarse en Año Nuevo y ser una ocasión tan especial, el anfitrión sacó vino a los presentes. Todo el día estuvo nevando a cántaros. Cuando estaban todos ebrios, empezaron a componer poemas sobre la nevada. Nuestro hombre recitó:

Si en dos me partieran,

no me apartaría

de mi señor.

Cercado de nieve

verme aquí querría.

Al oír esto el príncipe cayó en gran melancolía y, emocionado, le regaló a nuestro hombre su propio abrigo.

86. Pasados los años

Una vez un joven se enamoró de una muchacha. Ambos tenían padres, y por miedo a ellos sus relaciones terminaron bien pronto. Varios años después el joven, sabiendo que ella quería empezar de nuevo, le mandó este poema:

Dos que se han querido

y se han separado,

¿será posible,

pasados los años,

no haberse olvidado?

Y con eso acabó todo. Sin embargo ambos entraron al servicio de la Corte, y no estaban muy separados entre sí.

87. Hoy o mañana

Una vez un hombre tenía unas posesiones en la aldea de Áshiia —palabra que significa «Chozas de Caña»— en el distrito de Mubara, provincia de Settsu. Con que fue y estuvo viviendo allí. Hay un antiguo poema que nuestro hombre refundió de este modo:

En chozas de caña

viven laboriosos

los salineros,

tanto que no usan

su peine de boj.

De este cantar le viene el nombre a la aldea, y así vinieron a llamarse sus mares «los mares de Áshiia».

Nuestro hombre servía a la Corte, pero sus deberes no eran especialmente onerosos, y se reunió con él un grupo de alféreces del Ejército. Su hermano mayor era también capitán del Ejército.

Estaba, pues, todo el grupo de paseo por la playa que había enfrente de la alquería. Alguien dijo: «¿Por qué no subimos a la montaña para ver la cascada de Nunobiki?» Subieron y realmente la cascada era diferente de cualquiera otra. El farallón desde donde saltaba el agua tenía sesenta metros de altura y quince de ancho. Parecía como si estuviera cubierto de seda. En la misma cresta resaltaba una roca del tamaño de un cojín de paja. El agua, al encontrarse con esta roca, salpicaba en gotas del tamaño de castañas y mandarinas. Todos los presentes empezaron a componer poemas sobre cascadas.{*} El hermano mayor de nuestro hombre fue el primero en recitar:

No vale esperar:

se acaba la vida

hoy o mañana.

Más alta cascada,

¡las lágrimas mías!

A continuación cantó nuestro hombre, que era el anfitrión del grupo:

¿Quién desensartó

un collar de perlas?

Para coger

tantas perlas finas

mi manga es estrecha.

Los presentes encontraron esto divertido y se rieron de buena gana, y ya nadie compuso más cantares.

El retorno a la casa fue largo. Cuando pasaron frente a la casa del chambelán Mochiioshi, el sol se había puesto ya. En esto divisaron a lo lejos las luces de las hogueras de los pescadores. Nuestro hombre recitó:

¿Serán las estrellas

de las noches claras?

¿Serán luciérnagas?

¿O los pescadores

haciendo fogatas?

Y llegaron por fin a la casa. Aquella noche sopló el viento del sur, y las olas se encresparon. A la mañana siguiente las sirvientas de la casa fueron a recoger las algas que el oleaje había arrastrado a la playa, y trajeron muchas. La señora de la casa las preparó y las sirvió a la hora de la comida sobre una bandeja, todo cubierto con hojas de roble, sobre las que había escrito el siguiente cantar:

El dios de los mares

se guarda estas algas

como joyeles.

¡A vos las otorga

de tan buena gana!

Para ser el poema de una pobre aldeana, ¿pasará por bueno, o por malo?

88. No era ya joven

Una vez, cuando nuestro hombre no era ya tan joven, sus amigos vinieron a visitarle para ver juntos la luna llena del verano. Nuestro hombre recitó:

Dejemos de amarla

sin remordimiento:

la luna, esa,

saliendo y entrando,

nos va haciendo viejos.

[ACTO SEGUNDO: CORAZÓN DE AMANTE (REMINISCENCIAS DE TAKAKO)]

89. Fin de una vida

Una vez un noble se enamoró de una mujer que era aún de nobleza más alta. Y pasaban los años. Dijo él:

Si muero de amor

que nadie ha sabido,

sin fundamento

dirán que algún dios

me había maldecido.

90. Fin de una flor

Érase una vez que un hombre andaba ilusionado con una mujer, y ella se le resistía. Tanto la solicitó que ella, movida a compasión, accedió a recibirle al día siguiente, pero con la condición de tener por medio un biombo. Él se puso muy contento, pero le quedó la duda de si tal vez ella no se volvería atrás de su promesa. Así que le envió un magnífico ramillete de flores de cerezo que llevaba prendido este poema:

La flor del cerezo

resplandecerá

hoy de este modo.

Mañana a la noche,

¡ay, quién lo sabrá!

Sus razones tendría.

91. Fin de una primavera

Una vez un hombre se lamentaba del paso del tiempo. Era a finales de abril. Exclamó:

Por más que me pese,

llegó ya la puesta

del sol de hoy,

que marca el final

de la primavera.

92. Fin sin fin

Una vez un hombre estaba perdidamente enamorado. E iba una vez y otra a la calle donde vivía ella, pero tenía que volver siempre sin verla. Ni siquiera podía mandarle cartas. Finalmente exclamó:

¡Pobre barquichuela,

que boga y que boga

entre los juncos!

¡Cuántas veces pasa,

y nadie la nota!

93. Igual con igual

Una vez un hombre de posición no muy alta se enamoró de una mujer de la más alta nobleza. No era como para sentirse optimista, pero pensaba en ella despierto y dormido. Finalmente un día, en el abismo de la desesperación, exclamó:

¡Que sea tu amor

igual con igual!

Con distinciones

si noble o si bajo,

¡lo que has de pasar!

Se ve que hasta en tiempos antiguos había relaciones desdichadas.

94. Hojarascas (Narijira y la esposa de Ioshiari de Minamoto)

Una vez hubo un hombre que por las cosas que pasan dejó de visitar a una amante. Ella encontró otro amor, pero como del primero había tenido un hijo, nuestro hombre continuaba enviándole cartas de cuando en cuando, sin especiales muestras de entusiasmo.

La mujer tenía aficiones artísticas, y un día él le pidió que le enviara un cuadro pintado por ella. Ella le replicó que aquel día no podía ser por estar en casa el marido. Pero pasó otro día, y otro, y el cuadro no llegaba. Él le escribió: «A ti te parece natural no haberte molestado en complacerme, pero a mí me parece insoportable.» Como esto sucedía en otoño, él le mandó un poema sarcástico que decía:

En noches de otoño

se olvidan los días

de primavera.

Mil veces la niebla

vence a la calina.

Ella contestó:

¿Podrán compararse

a una primavera

cien mil otoños?

Pero hojas y flores

caen a la tierra.

95. Río del Cielo (Narijira y una doncella de Takako)

Una vez había un hombre que servía a la Emperatriz de la Segunda Avenida. Se veía con frecuencia con una dama que servía en el mismo palacio, y enamorado de ella, le dijo un día: «Quisiera hablarte sobre algo que me preocupa, aunque sea con una cortina por medio.»{*} Ella le recibió en secreto, con la cortina por medio. Hablaron de todo, y de pronto él exclamó:

Al astro Pastor

envidia le tengo.

Quita esa valla,

esa Vía Láctea,

que pasar no puedo.

Ella se emocionó y descorrió la cortina.

96. Caleta llena de hojarasca

Una vez había un hombre. Tanto cortejó a una mujer que, como ella no estaba hecha ni de piedra ni de palo, al final empezó a interesarse por él. Era esto hacia el 15 de julio, y en la piel de ella aparecieron uno o dos forúnculos. Así que la mujer le mandó decir: «No estoy para verte. Me ha salido una erupción en la piel, y hace demasiado calor. Ya nos veremos cuando empiece a soplar el viento de otoño.»

Mientras esperaban el otoño, sucedió que se corrieron rumores de que ella pretendía enredarse con ese hombre, y el hermano mayor de ella se la llevó a otro lugar. Ella cortó una rama de arce enrojecido y le prendió un mensaje sobre una tarjeta:

Dije que en otoño.

Fue esperanza vana.

Lo nuestro ha sido

como una caleta

llena de hojarasca.

Tal fue el poema que dejó en su casa al ser trasladada de lugar; y a una de sus sirvientas le dijo: «Si viene alguien de parte de él, entregadle esto.»

Ya no supo más nuestro hombre a dónde se la habían llevado, ni si seguía bien o si seguía mal. Pero cuando se enteró de que se la habían llevado, parece ser que echó maldiciones, mientras invocaba a los dioses batiendo sus palmas. Y dijo: «Vamos a ver si las maldiciones tienen efecto o no.»

[ACTO TERCERO: CORAZÓN-SIMPLEMENTE]

97. Flor del cerezo, caída

Una vez hubo un personaje conocido como el ministro Jorikaua. En la fiesta que dio cuando cumplía cuarenta años, fiesta que se celebró en su mansión de la Novena Avenida, un coronel ya de edad madura le dedicó este cantar:

¡Flores del cerezo,

caed, anublad!

Que no se vea

dónde está el sendero

de la ancianidad.

98. Flor del ciruelo, desfasada

Una vez había un hombre que era Primer Ministro. Hacia el mes de octubre, uno de sus vasallos le regaló un faisán y una rama de ciruelos artificiales. Con el regalo iba esta dedicatoria:

Las flores que corto

para mi señor,

al que yo sirvo,

la estación desfasan

y están siempre en flor.

El ministro quedó tan complacido que al mensajero le hizo un obsequio.

99. Flor sin nombre, escondida

Uno de los días del Torneo de Arqueros, que se celebraba en el hipódromo de la Guardia Imperial, División Derecha, un coronel divisó vagamente el rostro de una mujer a través de los visillos de su carruaje, que estaba colocado enfrente de él, y le envió este mensaje:

Ni dejé de verte

ni te pude ver.

Pensando en ti

pasaré las horas

abstraídamente.

Ella le contestó:

¡Si verse o no verse!

¿Por qué distinciones

que nada importan?

Los que guían rectos

son los corazones.

Más tarde bien que se enteró él de quién era ella.

100. Flor de pasionaria, confundida

Una vez, cuando nuestro hombre iba por el corredor del Palacio Imperial que une el Gran Salón con el Salón de las Damas, una de éstas le alargó una rama y le susurró: «¿Tú también confundes la flor del olvido con la pasionaria?» Él aceptó el regalo y replicó:

Aunque te parezca

que en mi campo crecen

flores de olvido,

son las del secreto.

Cree en un después.

101. Flor de glicina, enaltecida

Una vez había un hombre llamado Iukijira de Ariuara, que era capitán del Ejército. Los que servían en palacio se enteraron de que en su casa tenía un vino estupendo y vinieron a visitarle, entre otros, Masachika de Fuyiuara, apellido éste que significa: «Campo de glicinas». Y Iukijira los agasajaba. Como era de gusto refinado, había mandado poner en un florero un ramillete de glicinas verdaderamente exquisito. Los ramos alcanzaban más de un metro de altura. Y se empezaron a componer cantos sobre las glicinas. En esto llegó el hermano del anfitrión, y le agarraron de la manga y le dijeron que compusiera algo. Como no sabía mucho de poesía, se negaba, pero al fin le convencieron. Dijo:

Muchos se acogieron

a la buena sombra

de este parral.

Como esta glicina

no he visto otra fronda.

Y le preguntaron, en son de crítica: «¿Por qué dices eso?» Replicó: «Porque veo que la gloria del Primer Ministro está en su apogeo, y que los demás de su familia también realizan obras brillantes.» Con esto los críticos quedaron en suspenso.

102. Iásuko en el convento

Una vez había un hombre. Aunque no era buen poeta, sabía mucho del mundo y de la vida. Una mujer se había hecho monja, desengañada del mundo, de forma que no vivía en la capital, sino en una aldehuela entre montañas. Esta monja pertenecía a la familia de nuestro hombre, el cual le envió este poema:

Ni aunque te renuncies,

llegará a las nubes

tu santidad.

¿De los desengaños

es de lo que huyes?

Ella era la princesa que había sido Virgen Sacerdotisa en Ise.

103. Soñando

Una vez vivía un hombre. Era sincero y leal, incapaz de doblez alguna. Había servido al emperador Ninmió, que está sepultado en Fukakusa. Una vez este hombre dio un mal paso y se enredó con una dama que era la esposa de uno de los príncipes. Una mañana le mandó a ella este poema:

La noche contigo

me pareció un sueño.

La misma noche

más sueño parece

cuando ahora duermo.

¡Vaya que es malo y perverso el poema!

104. Iásuko en la fiesta

Una vez hubo una mujer que se hizo monja sin tener vocación. Y aunque vestía el tosco hábito, debía de quedarle algún interés por las cosas del mundo porque una vez fue a ver la fiesta del Río Kamo. Nuestro hombre la vio allí y le mandó esta copla:

Bella pescadora

del mar y amargada,

ya que te veo

quiero que me des

algo de tus algas.

Se dice que la monja había sido la Virgen de Ise, y que al recibir este mensaje en su carruaje, interrumpió en seguida su diversión, y se fue de la fiesta.

105. Muriendo

Una vez un hombre le escribió a una mujer un mensaje que decía: «Si sigues así, voy a morir de amor.» Ella le contestó:

Si el rocío muere,

por mí, ¡que se muera!

Que aunque no muera,

no me haré con él,

un collar de perlas.

Él encontró esta contestación algo dura, pero su interés por ella aumentó.