[CICLO CUARTO: TAKAKO, EMPERATRIZ]
65. Exorcismos
Antiguamente había una mujer que era la consorte del Emperador, y se le había permitido vestir kimono bermejo, color prohibido para los demás nobles. Ella era prima de la madre de este emperador. Había también un noble, relativamente joven, de la casa de los Ariuara, que servía en la Sala Imperial de Audiencias, y que tenía relaciones con esta mujer. Lo que es más, una vez entró él en la Sala de Audiencias, y viéndola a ella en su sitial entre las demás damas, se acercó a ella enfrente de todos y se puso a hablarle. Ella le dijo: «Eres horrible. Vas a causar mi perdición. Déjame en paz.» Él le contestó:
Las formalidades
tienen menos fuerza
que mi querer.
Con que yo te vea,
¡venga lo que venga!
Ella se retiró inmediatamente a su aposento, pero él enfrente de todos salió tras ella.
Las cosas habían ido a tales que ella decidió salir de Palacio y volver a su casa. Él entonces vio en esto su gran oportunidad, y fue allí a visitarla. Todo el mundo se enteró del caso y se sonreía. A la mañana siguiente de esta visita, el ujier imperial vio cómo él, antes de entrar en palacio, se quitaba las botas de montar y las metía en todo lo hondo del casillero para los calzados que había en el zaguán, como para que nadie notara que había pasado la noche fuera.
Nuestro hombre se dio cuenta de que seguir comportándose de ese modo conduciría inexorablemente a su propia destrucción, y empezó a rogar a Buda y al cielo: «¡Removed de mí esta pasión que me posee!» Pero cuanto más rogaba, más vehemencia sentía por la mujer.
Cuando se sintió completamente absorbido por su amor, llamó a los hechiceros y diáconos del Shinto, los cuales trajeron sus amuletos y talismanes, y todos juntos fueron al río. Allí se hicieron los exorcismos, pero lejos de decrecer su pasión se intensificó aún más. Recitó él:
Para que no ame
hacen exorcismos
en Río Puro.
Se ve que los dioses
no piensan lo mismo.
Y dicho esto, volvió a su casa.
El Emperador era apuesto y hermoso de facciones. Muy devoto de Buda, recitaba las sutras con voz solemne y majestuosa. Cuando ella le escuchó una vez entonando sus oraciones, lloró y se dijo: «¿Qué habré hecho yo en mis otras vidas para que en ésta no pueda servir a tal señor, y me tenga encadenada ese Ariuara?»
Por fin el Emperador se enteró de todo y mandó desterrar a nuestro hombre fuera de la capital. La madre del Emperador, y prima de ella, la mandó salir de Palacio, encerrándola en un almacén. Allí encerrada lloró y se dijo:
Aunque lloro y sé
que en mi culpa muero,
como el bichito
dentro de las algas,
no, no me arrepiento.
Nuestro hombre venía por las noches desde su destierro, y acercándose a la prisión de ella tocaba desde fuera la flauta y cantaba melodías tristísimas. Ella le escuchaba y sabía que era él, pero no podía verle. Y se dirigía a él en el fondo de su corazón:
Piensas que quizás
el día viniera…
Pena me das.
No sabes que ya
no soy la que era.
Aunque sin poder verla, el hombre seguía noche tras noche viniendo a donde estaba ella. Y le cantó:
Todo para nada:
venir y volver.
Luego me arrastran
las ganas de verte,
y vuelta otra vez.
Todo esto ocurrió durante el reinado del emperador Séiua, que está sepultado en Minó, en la Capital. Su madre fue la Emperatriz del Salón Damasquinado; hay quienes la confunden con la Emperatriz de la Quinta Avenida.