PRESENTACIÓN

Los Cantares de Ise han sido indiscutiblemente la obra más estudiada, y la más influyente, de la literatura japonesa. Sólo en los últimos años está empezando a ver la crítica japonesa y extranjera que es también la mejor.

Los Cantares de Ise no es novela ni es historia, no es lírica, ni drama, ni épica, ni ensayo, porque es todas estas cosas a la vez.

Los Cantares de Ise aparecieron bajo un título diferente hacia el año 950 de nuestra era, pero su gestión comenzó cien años antes. El título actual se lo dio casi en seguida la voz anónima y unánime del pueblo.

Cual si fuera un absurdo o «koan» del Zen, esta obra rompe el principio de contradicción, siendo a la vez anónima y no anónima. Anónima, porque el definitivo redactor quiso permanecer, y permanece, en la sombra. No anónima, en cuanto que este redactor trabajó con los materiales que había en el diario íntimo del primer autor, que es a la vez el héroe de los Cantares.

Como Garcilaso, este héroe fue soldado y poeta, el más grande poeta de la literatura japonesa. Se trata de Narijira, hijo de príncipes, arquetipo de Calixto y de Tenorio a la vez, 700 años anterior a los personajes de Rojas y de Tirso.

Nuestra obra ha sido ya traducida: al alemán, en 1876, por August Pfizmaier; al ruso, en 1923, por N. Konrad; al inglés, tres veces: en 1957, por Fritz Vos; en 1968, por Helen Craig McCullough, y en 1972, por H. Jay Harris. Algunos fragmentos fueron traducidos al francés en 1919 por Michel Revon, y en 1934 y 1935, por Georges Bonneau.

Reverberan en esta diminuta perla del Oriente, tan breve y sencilla como honda y exquisita, destellos de la mejor picaresca del Arcipreste de Hita, trozos tan cínicos como algunas páginas de Quevedo, en ocasiones la fantasía y el cabalismo de Góngora, casi siempre la pasión sobria y varonil de Machado, la angustia vital de Unamuno y en todo momento esa finura tan típicamente japonesa que en nuestra civilización occidental sólo halla paralelo en las primitivas trovas de Galicia y Provenza. La obra se desborda en sugerentes ambigüedades, difuminado y huidizo el pálpito y el sentido de las palabras.

Ponderaciones aparte, que ya el lector juzgará, en este prólogo quisiera limitarme a dar la ambientación estrictamente necesaria para posibilitar una lectura ininterrumpida de la obra, sin la impertinencia de aclaraciones marginales.

Porque la obra, en su aparente sencillez, exige explicaciones previas y pide concentración de lectura. Y exige ambas cosas no de parte del hombre occidental tan sólo, sino hasta del japonés de nuestros días, que por cierto encuentra infinitamente más difícil la lectura del original que nosotros el lenguaje del Poema del Cid.

Por otro lado, es muy posible que el mundo descrito en nuestra obra esté psicológicamente más próximo al hispano del siglo XX que a los japoneses actuales. Este aserto estupefaciente merecería un montón de explicaciones, pero no es éste el momento.

Mis comentarios introductorios tienen por fuerza que prescindir de crítica paleográfica y filológica, ya que el lector hispano generalmente desconoce el idioma japonés, tanto moderno como antiguo. Hay también que eliminar una historia de la crítica en esta obra, y bastará decir que los Cantares de Ise han encontrado su Menéndez-Pidal en la señera figura del crítico japonés Kikán Ikeda, fallecido en 1956. Todo cuanto se ha escrito en Japón sobre nuestra obra hasta mediados de este siglo se halla corregido y aumentado en los magistrales estudios de Ikeda

La crítica extranjera, con Konrad y Vos a la cabeza, no hace sino seguir sus huellas. A pesar de ello, y aunque parezca increíble, aún quedaban lagunas por explorar: recursos poéticos, organización de la obra, carácter del héroe…

Vamos, pues, a tocar en este exordio, de la manera más amena y rápida posible, seis temas que me parecen imprescindibles:

1. Traducción.

2. La sociedad japonesa del siglo IX.

3. Historicidad de la obra.

4. Escenario.

5. Gestación, autor y título.

6. Ciclos temáticos y desarrollo de las secuencias.

Si en la edición de «Clásicos Castellanos» del Poema del Cid Menéndez-Pidal se veía obligado a hacer una introducción de noventa páginas, y al pie del texto insertaba innumerables notas, se comprenderá la necesidad de ambientar una obra escrita en Japón doscientos años antes que el Cantar de Ruy Díaz de Vivar.

TRADUCCIÓN

Se ha exagerado bastante la imposibilidad de las traducciones en general, y de las traducciones líricas en particular. Pero cuando se toca el tema de la lírica japonesa, y más si es antigua, su supuesta intraducibilidad se ha exagerado en grado superlativo.

Ya en 1899 W. G. Aston pontificaba con seguridad victoriana que una traducción fiel de la poesía japonesa a lenguas occidentales era imposible. Una generación más tarde, en 1935, Bonneau aseveraba con igual aplomo que la traducción al francés era perfectamente posible. Cuando los técnicos se contradicen tan flagrantemente, hay polémica para rato. Esta polémica llegó a orillas hispanas. Efectivamente, en 1929 Borges proclamaba en Buenos Aires que la traducción podía incluso ser mejor que el original; de paso cotejaba las distintas versiones inglesas de La Odisea y se ponía a averiguar, sin saber griego, cuál era más fiel al original. En 1937, Ortega y Gasset declaraba también en Buenos Aires que la traducción es una empresa utópica, como todo lo humano; de paso observaba que los traductores son gente apocada y servil a la gramática; y como escollo y colofón de su ensayo, decía que es más difícil traducir al francés que a las demás lenguas europeas. ¡Pero Ortega no dominaba todas las lenguas europeas!

Si fuéramos aquí a enfrascarnos en este tema, estaríamos en la faena hasta el día de la catástrofe escatológica. Así es que cortemos por lo sano y digamos cuatro verdades desnudas, sacadas unas de Pedro Grullo y otras del guajiro Sofenio.

Lo primero, y en general, las traducciones son posibles de la misma manera que Aquiles alcanza a la tortuga, y la alcanza corriendo sobre el terreno y no enredándose en aporías escritas sobre pizarras verdes.

Valera traduciendo a Russell Lowell.

Jorge Guillén traduciendo a Valéry.

Juan Ramón, a Poe, Emily Dickinson y Amy Lowell.

Panero, a Shelley.

García Gómez, a Ben Zaydún.

Octavio Paz, a Matsuo Basho.

Borges a Whitman.

En segundo lugar, en esto de las traducciones pasa como con los mecánicos y como con los médicos: que los hay buenos y mejores. También es verdad que es más fácil traducir al castellano una novela italiana contemporánea que un poema chino de hace dos mil años. Como más fácil será traducir al sueco la lírica de Aleixandre que la de Rubén Darío.

De tejas abajo, todo es perfectible. Perfectibles son las traducciones, como vive Dios que lo es el mismo original. Sólo Alá es grande. Y en esto, como en todo, hay sus más y sus menos. Pero tomando el texto original como algo tabú e intangible y por ende perfecto, algunas traducciones serán mejores y otras peores. Y alguna podrá ser perfecta; sí, podrá serlo.

Pero vengamos al propósito de nuestra obra. Cuando residía en Irlanda, los campesinos me aseguraban que el legendario presidente De Valera, aún vivo, padre de la independencia y en sus años mozos profesor de matemáticas, era uno de los trece mortales que entendía la teoría de la relatividad de Einstein. Pues bien, entre los doscientos cincuenta millones de hispanohablantes no habrá más de trece personas capacitadas para traducir los Cantares de Ise. Esto será todo lo inmodesto que se quiera, pero es la pura verdad.

Antes de decir una cosa, y como no dispongo de las credenciales de Borges ni de las de Juan Ramón, voy a presentar las que tengo, y sólo porque redundan en la aceptación de la obra. He leído cuanto la biología moderna tiene que decir sobre el problema de la traducción. Domino varias lenguas antiguas y modernas, entre ellas el japonés. Poseo tres licenciaturas, una de ellas en literatura. He consultado todos los críticos japoneses y extranjeros de los Cantares de Ise, y de otras obras igualmente clásicas del Japón. He estudiado minuciosamente las traducciones francesas e inglesas de nuestra obra; y en cuanto a la rusa y a la alemana, idiomas que desgraciadamente desconozco, me he valido de la asistencia de compañeros. Durante mi trabajo he consultado en directo con profesores y traductores japoneses de nuestros clásicos castellanos. He vivido en Japón continuamente durante veinte años, uno detrás de otro. Y como resultado de todo ello he llegado a la conclusión de que es posible traducir al castellano prácticamente todo: el contenido, el sentimiento y la expresión. Sí, también la expresión y hasta la contextura sonora.

Esto no implica que mi traducción lo haya conseguido siempre en el mismo grado. La parte narrativa no ofrece especiales problemas. La lírica es la madre del carnero. Con absoluta sinceridad puedo decir que algunos poemas desmerecen en la traducción; la mayoría, sin embargo, me parecen perfectamente logrados en castellano.

Los eternos recalcitrantes objetarán mil zarandajas: que el cuervo japonés es mayor que el europeo —y poéticamente ¡qué más dará!—, que si en Europa no existe el árbol zelkova, que el sol del poema azteca no es el sol del himno egipcio… Tampoco el sol de las montañas vascas es el sol de la vega granadina, y nadie dice por eso que los vascos son incapaces de entender la lírica de Lorca.

En Occidente corre mucho camelo sobre la impenetrabilidad del Oriente enimágtico y misterioso. No hay nada extraterrestre en el corazón japonés, ni en su cerebro, ni en su idioma que no pueda trasladarse a nuestra lengua.

En las pocas ocasiones en que la flora, o la fauna, o el folklore se diferencian, basta y sobra con una breve explicación introductoria.

No conviene dejarse engañar por falacias teóricas o anecdóticas. El Quijote es leído y apreciado en alemán, y en indostánico, y en ruso. Neruda es leído y gustado en China y en Dinamarca. Los japoneses poseen excelentes traductores de incontables autores nuestros, clásicos y modernos: del Libro del Buen Amor, la Celestina, el Lazarillo, el Quijote. Tirso, Galdós, Baroja, Ortega, el Martín Fierro, Lorca, Borges, Asturias… Y los leen, y los entienden y los aprecian

Por otro lado, no estamos ya en el siglo XII. Hoy día, por la prensa y el cine, por otros medios masivos, por los viajes, por las mismas traducciones ya existentes, el hombre hispano a ambos lados del Atlántico conoce cada vez más detalles exteriores e interiores de la vida japonesa: sabe cómo son sus casas, de que color es la flor del cerezo —en una palabra, de todas esas connotaciones exóticas que los eruditos quieren rodear de tanto misterio. A veces saben los trucos del yudo mejor que los japoneses.

Y si el gusto occidental, el hispano en concreto, aún no se ha hecho del todo al sabor de la lírica y de la literatura japonesa, ese gusto se forma. ¿O es que se aceptó en seguida sin más ni más el sabor nuevo de tantos genios innovadores de nuestras letras y de nuestro arte?

La literatura japonesa, y los Cantares de Ise, que son su obra cumbre, se llegará a entender y a apreciar poco a poco. No es una literatura superior ni inferior a la occidental, o a la eslava o a la árabe. Es simplemente distinta, un sabor nuevo.

Para terminar estas disquisiciones sobre la traducción, una sola palabra sobre la métrica, y otra sobre los mal llamados «intraducibles» recursos poéticos japoneses.

La lírica que se contiene en el original japonés de nuestra obra se atiene indefectiblemente al patrón de la tanka: cinco versos libres, de 5-7-5-7-7 sílabas, respectivamente. Ahora bien, por complejas razones lingüísticas, que aquí sólo podemos tratar sumariamente, el equivalente castellano de esta matriz es un poema de cinco versos de 6-6-5-6-6 sílabas, con rima asonante del segundo con el quinto. Esta métrica coincide prácticamente con la de la seguidilla gitana, pero tengo que recalcar que la coincidencia es totalmente fortuita y a posteriori, nada de preferencias folklóricas y personales. Si da la casualidad que esa métrica se llama seguidilla gitana, lo mismo podría no haber existido, o haber sido la lira maragata o la quinteta cochabambina. Las razones son las siguientes:

Estadísticamente se ha probado que el texto castellano equivalente a la tanka japonesa, clásica o moderna, es como promedio una o dos sílabas más corto. Por otro lado, un recurso sonoro relativamente frecuente en la tanka en japonés es hacer que los versos heptasílabos, sobre todo los dos últimos, sean una única palabra, frecuentemente un verbo. Si se quiere trasladar este efecto sonoro al castellano, el heptasílabo resulta inoperable. Como por otra parte el poema español ha de ser ligeramente más corto, los heptasílabos japoneses deben pasar a hexasílabos en español. Pero esto recorta la longitud del poema en castellano en tres sílabas, más allá del mínimo tolerable. El tercer verso debe ser pentasílabo si se quiere conservar la ligereza de la asimetría. Con lo que llegamos a la necesidad de hacer hexasílabos los demás versos. En cuanto a la rima, el japonés no la tiene porque su índole sintáctica y fonética se lo impide. Pero corresponde mucho más al espíritu de la tanka, estrofa medida y que se remonta al siglo VII, traducirla con rima castellana, que no en verso libre, fenómeno totalmente moderno, y usado casi siempre con versos de longitud también libre.

Con el mayor énfasis advierto que el parecido con la seguidilla gitana acaba en la métrica, y que todo lo demás no tendrá más parecido mutuo que el que puedan tener dos personas entre sí por descender de un mismo Adán y de una misma Eva.

Por lo demás, la tanka japonesa, cuando se recitaba en ocasiones formales, era cantada sin acompañamiento alguno y sin ritmo. Esta costumbre subsiste aún.

En cuanto a los recursos poéticos del japonés —palabra pivotal, preludio poético, aliteraciones, etc.— son un noventa y tantos por ciento de las veces perfectamente transportables al castellano, si el traductor trabaja en serio y despacio.

Abandono el tema con dos preguntas: ¿Quién entendió mejor el Quijote, un contemporáneo de Cervantes o un coetáneo de Unamuno? ¿Quién comprendió mejor el mensaje de Jesús de Nazaret, los que en los campos de Palestina le oyeron hablar, o los que dos mil años más tarde leemos la traducción castellana de la Vulgata latina, que es a su vez una traducción del texto griego, a su vez traducción de lo que Jesús hablara en arameo?

LA SOCIEDAD JAPONESA DEL SIGLO IX

Desde el siglo VII Japón venía siendo pacíficamente invadido por la poderosa cultura china. La palabra «invadido» no es del todo adecuada, ya que no fueron los chinos quienes enviaron a técnicos, mandarines y bonzos, sino que fueron principalmente los propios japoneses los que se trasladaron al vecino y floreciente país para aprender.

Este curioso fenómeno de trasplante cultural ha inducido a muchos, entre otros al gran Toynbee, a pensar que Japón se convirtió en una cultura epigonal de la china. Nada más lejos de la verdad. Japón conservó, y conserva hasta nuestros días, una manera peculiar de pensar y sentir, de expresarse y actuar, lo que constituye la esencia de una civilización distinta y aparte. Y el hecho de que Japón adoptara la escritura china, en la que las palabras van representadas no por letras o símbolos fonéticos, sino por dibujos simplificados, por ideogramas, no convirtió al país en apéndice de la cultura continental, lo mismo que nuestra adopción del alfabeto fenicio no convirtió a Occidente en sucursal de la civilización semita. El japonés es un idioma fundamentalmente polisilábico, aglutinante, sin tonos musicales de pronunciación; su poesía carece de rima, principalmente porque no puede tenerla; como norma, es una lengua de gran vaguedad e imprecisión. El chino, en cambio, es monosilábico y con tonos musicales; su lírica conserva la rima; su expresión es concisa.

Pero el afán japonés por copiar todo lo chino les arrastró a intentar componer poemas al estilo chino. Esta empresa quijotesca culminó durante el reinado del emperador Saga, en el primer cuarto del siglo IX. Afortunadamente se impuso el buen sentido y el buen gusto, y a la muerte de este emperador se inició un renacimiento de la literatura de raíces nacionales. Durante este renacimiento comienza la gestación de los Cantares de Ise.

La lírica china era críptica, jeroglífica. Abundaba en paralelismos de ideas y armonías de tono. Su forma, riquísima, asfixiaba el flujo natural y espontáneo del corazón. En China había que sentarse con paciencia de orfebre a labrar poemas. El gusto japonés exigía más balance de forma y sentimiento, más diafanidad, espacios claros elocuentes. El buen cantar japonés, adaptándose al canon tradicional de la tanka, debía poseer siempre frescura y estilo. El gran autor y crítico literario Tsuraiuki de Ki escribía en 905; «La lírica japonesa nace del corazón.»

Los Cantares de Ise no se escribieron con ideogramas, sino sirviéndose de un silabario fonético inventado en el siglo IX; tampoco se usan en la obra palabras de origen chino, y todo su léxico es de vocablos puramente japoneses.

El siglo IX fue en Japón un siglo de paz que seguía a otros siglos de paz. La clase dominante y formadora del plasma social era el aristócrata, el cortesano. Estos nobles, en número de un millar para una población aproximada de un millón de almas, se concentraban en la ciudad de Kioto, recién fundada y con excelente urbanización. Kioto tenía por entonces unos 20.000 habitantes, y el hermoso nombre de Jéian-Kió, que significa «Capital de la Paz». Tokio era un rústico caserío. Recibían los cortesanos cierto entrenamiento militar en justas guerreras y actividades venatorias, pero hasta el siglo XII eran más cortesanos que guerreros. También eran educados en universidades que impartían sobre todo el legado cultural chino. Japón importó de China la armazón burocrática e infinidad de leyes y procedimientos civiles, pero el alma del sistema político difería radicalmente. La clase gobernante china, el mandarinato, era de extracción popular, por méritos personales. La nobleza japonesa era, en cambio, rígidamente hereditaria. El emperador chino ejercía normalmente un papel activo en la política del país, mientras en Japón el emperador se redujo bien pronto a un personaje sagrado y oculto, mitad pontífice mitad símbolo, centro aglutinante de lealtades e intrigas. Porque el poder real lo acaparaba alguna familia de la nobleza, ordinariamente emparentada con la casa imperial. En el siglo IX, que ahora nos ocupa, este centro de poder real pasó a la casa de los Fuyiuara.[*]

En religión, el japonés era al mismo tiempo budista y shintoísta. El Shinto (Camino de Dios) era la religión ancestral cuyo pontífice máximo era el emperador en persona. Tenía su santuario central en Ise, donde actuaba como sacerdotisa una princesa imperial que en teoría debía ser virgen. El Shinto y el Budismo eran en Japón religiones tolerantes, y no fue raro el caso de príncipes y hasta emperadores que se hicieran bonzos budistas. Ni siquiera la divinidad estaba clara en el Shinto. Careciendo el idioma japonés de distinción entre singular y plural, lo mismo puede decirse que fuera monoteísta, con la Divinidad palpitando tras cada fenómeno extraordinario o grandioso, que el que fuera politeísta, ya que en las historias y mitologías se hace mención explícita de diversos dioses. También creían que a veces bajaba del cielo un ángel en figura de mujer hermosísima vestida con un ropaje de pluma, para bailar danzas fantásticas.

Uno de los ritos shintoístas era la purificación: los fieles tomaban un talismán que consistía en una rama de siemprevivas, y se sacudían el pecho como para traspasar a él las impurezas y pecados; al caer la tarde, un sacerdote arrojaba el talismán al río, que se lo llevaba al mar.

En el budismo había rosarios para rezar las letanías. Se celebraban responsos el día del fallecimiento, y siete semanas más tarde los funerales solemnes, porque el alma andaba errante por la ultratumba siete semanas antes de entrar en el paraíso de Buda. No era, pues, la muerte el apagarse de una antorcha, sino el paso a mejor vida —o peor, pero no mucho. Porque no había nada definido ni claro sobre distinciones de cielo e infierno. A nadie le gustaba morir, pero de lo que hubiera más allá no había nociones claras, y sólo unas vagas ideas sobre premios y castigos, con transmigración del alma incluida, pero todo conmesurado a la pequeñez humana. Creían que, al morir, una barca misteriosa trasladaba las almas de los difuntos a la otra orilla del Río del Cielo (la Vía Láctea). Según aquella mentalidad primitiva, cuando llovía era que el cielo se compadecía de algún mortal. La curiosidad por las estrellas, gusto importado de China, les llevaba a personificar a los astros. Innumerables son las alusiones literarias a los amores entre la estrella Vega, llamada en japonés «La Hilandera», y la estrella Astair, llamada «El Pastor». Estas dos estrellas tienen su conjunción sólo una vez al año, el 7 de julio, fecha de un festival que aún subsiste, y que pudiéramos traducir como la Fiesta de las Estrellas. Las ideas astronómicas prevalentes eran bien rudimentarias, y aceptaban, al menos poéticamente, que las manchas de la Luna eran nada menos que la sombra de una casia gigantesca. Todavía al llegar Francisco Javier, en pleno siglo XVI, aún ignoraban que la tierra fuese redonda. Los meses eran lunares.

La del siglo IX fue una sociedad en gran parte matriarcal. Al casarse, la mujer debía contar con medios para sustentarse, y el marido solía pasar las más de las noches fuera de casa, visitando a otras amantes. El siglo IX fue una época de gran libertad erótica. Se llegó a permitir el matrimonio de hermanastros nacidos de distinta madre. En cuanto al divorcio, era más asequible que en Las Vegas. La mujer abandonada sólo tenía que esperar tres años para poder desposarse de nuevo legalmente. El mismo emperador, centro y ejemplar de la nación, tenía muchas consortes; la primera era privilegiada con gestar al heredero, pero con frecuencia otras le usurpaban el derecho. La sucesión imperial en el siglo IX no puede menos de aparecer al observador occidental como algo parecido a un damero maldito.

En este río revuelto de pasiones y amoríos, la mujer era generalmente la depositaría de los valores culturales nacionales, excluidas como estaban de participar en la erudición china. La gran novela japonesa El Cantar de Guenyi, dos veces más larga que el Quijote, fue escrita por una dama de palacio, Shikibu Murasaki, unas décadas después de la aparición de los Cantares de Ise. Y las misivas amorosas iban indefectiblemente en poesía.

Hablando de festivales, había uno en Tsukuma, en el distrito de Omi, cerca de Jéian-Kió, en que se obligaba a las mujeres, so pena de lesa divinidad, a colgarse del cuello tantas cacerolas como esposos o amantes notorios hubieran tenido, con lo que el sempiterno instinto puritánico pretendía poner coto al libertinaje de la gente joven. El festival subsiste, sin las cacerolas.

Festejos resultaban ser, con profusión de vino, cantos y bullanga, las bodas, las visitas a los jardines de cerezos en flor, o a los parques de arces enrojecidos durante el otoño, la vista de la Luna llena en agosto y septiembre, las cacerías de grullas, faisanes y codornices… El día de la boda la novia se recogía por primera vez el pelo, haciéndose peinado alto.

Los cumpleaños no se celebraban el mismo día en que se había nacido, sino en la estación correspondiente al año de nacimiento. Desde antiguo vienen dedicando los japoneses cada año a uno de los doce animales siguientes:

1. Ratón 5. Dragón 9. Mono
2. Toro 6. Serpiente 10. Gallo
3. Tigre 7. Caballo 11. Perro
4. Conejo 8. Cordero 12. Jabalí

1977 es un año de la Serpiente, y 1978 del Caballo. Tras un año del Jabalí vuelve a comenzar el ciclo. Pues bien, antiguamente, los que habían nacido en los años del Tigre, del Conejo o del Dragón celebraban su cumpleaños en primavera, cuando florecían los cerezos, y estas fiestas se llamaban «Cumpleaños de los Cerezos». Los nacidos en los años de la Serpiente, del Caballo y del Cordero lo celebraban durante la canícula, en lo que se llamaba «Cumpleaños del Abanico». En otoño se denominaba «Cumpleaños de los Arces», y en invierno, «Cumpleaños de la Nieve». Esta costumbre resultaba no sólo poética, sino hasta práctica: es más fácil acordarse de que un amigo nació en un año Jabalí, que no tener que recordar que su cumpleaños es el 24 de mayo, precisamente. Narijira había nacido en un año de la Serpiente, animal erótico si los hay —según las monsergas de la psicología.

La caza era generalmente de cetrería, y muy popular entre los nobles. Para la caza de faisanes, patos, ánsares y grullas —pájaro éste que era símbolo de la longevidad— se usaban halcones grandes, y se salía a cazar en invierno. Para codornices, alondras y gorriones, en otoño, se usaban halcones pequeños. El emperador Kanmu, de finales del siglo VIII, salía de cacería un promedio de seis veces al año. Su hijo Saga escribió el primer libro japonés sobre cetrería. Cuando el emperador iba de caza, era llevado en palanquín, y le acompañaban a caballo cinco o seis Monteros Imperiales con sendos halcones; a pie iban varios infantes con perros para el cobro.

También eran frecuentes en aquella sociedad ingenua y elegante los paseos al campo, ocasión propicia para ditirambos y efusiones líricas. En otoño uno de los parques más visitados eran las riberas del río Tátsuta, donde se cuenta que había más de mil arces. En cambio, los viajes lejanos eran para aquellos cortesanos, habituados al refinamiento de Kioto, algo así como un destierro. Por ello, la despedida de los nobles que marchaban como gobernadores a las provincias constituía una ocasión propicia para abundantes libaciones y regalos de despedida; al final de la fiesta, el anfitrión acompañaba al viajante hasta su caballo y tomando las bridas orientaba el hocico del animal en dirección a la tierra del nuevo destino.

La alimentación consistía en arroz cocido, pero de forma que los granos quedasen apelmazados para poderlos tomar con los palillos; se tomaban verduras, frescas o en adobo, diversas especies de algas y frutas. El budismo era reacio a permitir la ingestión de animales; pero en esto, como en todo, la mansedumbre del sublime indio Buda optaba por no imponer prohibiciones drásticas, y darle tiempo al tiempo. Se sabe que tomaban pescados y moluscos. La almeja, digamos de paso, era un símbolo erótico fácilmente identificable.

El vestido era el kimono, generalmente de seda natural, de colores vivos para la mujer, y sobrio para el hombre. No era raro hacer regalos de kimonos ya usados, porque eran tan cuidados y de tela tan fina, que se aceptaban gustosamente; y aun cuando regalaran a una mujer un kimono de caballero, ella siempre podía a su vez regalarlo a algún pariente, guardarlo para su hijo, o venderlo. Durante los viajes usaban indiferentemente hombres y mujeres un faldón, especie de delantal, pero que colgaba por detrás, con objeto de no manchar de polvo el costoso kimono. El llanto solía ocultarse entre las mangas.

Había un estampado muy famoso llamado «shinobu» (que también significa «amar»): para teñir el tejido se colocaban hierbas sobre una piedra enorme y sobre ellas la tela; después, con otra piedra se presionaba hasta machacar las hierbas y lograr que los relieves quedasen impresos en la tela, formando arabescos.

Había collares de perlas, que se ataban con una lazada; diademas de piedras preciosas; cosméticos…

La vivienda era de madera, ordinariamente de un solo piso, rodeada de un pequeño jardín. Las mansiones nobiliarias tenían a veces jardines encantadores. Toru de Minamoto, del que habla nuestra obra, era el dueño de un jardín con un estanque de agua salada —¡a 50 kilómetros del mar! Este estanque era una reproducción en miniatura de la playa de Shiogama, el panorama más hermoso del Japón. Y en el estanque había peces, crustáceos y moluscos.

Los pisos de las casas estaban alfombrados con esteras de paja de arroz, el famoso «tatami» tan conocido por el yudo.

Tenían las casas una veranda-corredor, alzada sobre vigas de soporte.

Mitos y supersticiones no faltaban. Decían que a la mujer que era amada se le aflojaba la faja sola. La persona que tocara la hemerocálide, o flor del olvido, se olvidaba de sus amantes y era a su vez olvidada. Creían en ogros y brujas. Y según ellos los ruiseñores tejen paraguas fabulosos con varillas de sauces llorones y caperuza de pétalos del ciruelo.

Sobre fauna desconocida en Europa, sólo hay que mencionar un pequeño crustáceo que se incrusta en las algas u ovas marinas y las va carcomiendo desde dentro. Al recoger los pescadores las algas, el crustáceo muere también. A este bichito alude varias veces nuestra obra.

En este mundo social, y en el medio ambiente de una naturaleza suave, verde, húmeda, de clima benigno y paisajes bellísimos, se crearon los Cantares de Ise.[1]

Los Cantares de Ise tenían que ser una obra anónima. Describían cómo el héroe había tenido relaciones con una emperatriz y con otras damas nobles cuyos hijos vivían todavía. En la obra salían nombres de personajes históricos, con datos precisos…

El nombre mismo del héroe no podía aparecer, ni el nombre de sus amantes, aunque todo el mundo podía localizar al primero y a algunas de ellas.

Los Cantares de Ise aparecieron como obra confidencial y con aires de novela detectivesca. Cuando el menudo libro fue pasando de mano en mano furtiva, tras la sombra de los biombos, sus 125 episodios llevaban el título de Diario del coronel Zaigo. ¿Pero quién se iba a engañar? «Zai» era la manera china de leer el primer ideograma del apellido Ariuara, y «go» significa «cinco». Y los cortesanos y las damas nobles, y el pueblo llano recordaban al legendario Narijira de Ariuara, quinto hijo del príncipe Abo, habido de su segunda esposa, la princesa Itó. Zaigo era Narijira, no podía ser otro. Apuesto, indómito, poeta, prototipo de amante y tenorio. ¡Y además había sido coronel!

Narijira, nombre que significa «Héroe Pacífico», había muerto a los cincuenta y seis años en 880, setenta años antes de la publicación del Diario del coronel Zaigo, obra que en seguida empezó a llamarse Cantares de Ise.

Los guerreros estaban divididos en tres cuerpos: la Guardia de Palacio, la Guardia Militar o Ejército, y la Guardia de Postas o Policía. Cada uno de estos cuerpos estaba a su vez dividido en dos divisiones: Derecha e Izquierda. En la Guardia de Palacio los rangos superiores eran los de Comandante, Coronel y General. En los otros dos cuerpos los rangos supremos eran los de Alférez y Capitán.

Iukijira, hermano mayor de Narijira, fue nombrado capitán del Ejército, División Izquierda, el 17 de abril de 864.

El mismo año y mes Narijira fue nombrado por Séiua —en realidad, por Ioshifusa de Fuyiuara— comandante de la Guardia de Palacio. Un año más tarde, también en abril, fue nombrado Mayoral de los Estados Imperiales. Y en febrero de 875 fue ascendido a Coronel de la Guardia de Palacio, División Derecha. No se sabe cuándo recibió el puesto de Montero Imperial, pero debió ser entre 859 y 876, período en que estuvo oficiando como vestal en Ise la virgen Iásuko. Poco antes de su muerte, Norijira fue hecho gobernador de dos provincias, Minó (cerca de la actual Ósaka) y Sagami (cerca de la actual Tokio), pero no abandonó su residencia en la capital.

HISTORICIDAD DE LA OBRA

Si alguien tiene la paciencia de leer nuestra obra con espíritu de crítica histórica, apreciará que hay acá y allá algunos anacronismos. Tomemos como caso típico el episodio 77. El funeral de Takákiko, que murió a finales del año 858, debía tener lugar, según la costumbre, en la primavera siguiente. Pero he aquí que nuestra obra dice que Narijira era por entonces Mayoral de los Estados Imperiales, siendo así que no lo fue hasta 865. Baste responder que el redactor no entró en muchas averiguaciones históricas sobre estas menudencias. Él sabía que Narijira había sido ciertamente Mayoral, y no se molestó en verificar si lo era aquel año o lo fue más tarde. Este tipo de dificultades no impugna la historicidad esencial de la obra.

Por otra parte, no faltan historiadores reacios que quisieran ver confirmados por las crónicas oficiales los incidentes de la vida romántica de Narijira. Pero ¿es concebible que los emperadores y los Fuyiuaras que controlaban la redacción de la historia oficial permitieran la publicación «ad perpetuam rei memoriam» de los amoríos de sus madres, hermanas y esposas?

La mayor parte de los episodios han de considerarse como históricos y verídicos. Sin embargo, algunos ciertamente no lo son. Por ejemplo, en el episodio 115 aparece como heroína la extraordinaria mujer Komachi de Ono en circunstancias evidentemente legendarias, en figura de aldeana, cuando se sabe que fue una dama de la capital. Datos biográficos de esta mujer se conocen muy pocos. Sí se sabe que vivió por el tiempo de Narijira, y que éste intentó seducirla (ep. 25), ya veremos con qué resultados. Bellísima, con experiencia en las cosas del amor, arrebatadora poetisa de la que se han conservado 24 piezas en diversas Antologías Imperiales, altiva y cruel para los hombres… No resisto a la tentación de incluir aquí tres de los memorables cantares de esta mujer:

Desde que te vi

cuando yo soñaba,

estoy pensando

que sólo los sueños

merecen confianza.

Yo me desperté

y no te encontraba.

No había luna.

Mi pecho, una hoguera.

Y por dentro, brasas.

Aunque voy a verte

—sin cansarme nunca—

siempre que sueño,

más quiero, despierta,

verte una vez, una.

GEOGRAFÍA Y ESCENARIO

La mayoría de los episodios, 85 en total de los 125 que contiene la obra, acontecen en la capital de Kioto. Otros diez, en los poblados circundantes. Ocho, en lo que es hoy la ciudad de Ósaka. Tres, en Nara. Seis, en Ise. Y uno en cada una de las actuales provincias de Kobe y Shiga. Esto arroja un total de 114 episodios localizados en Kioto y sus alrededores.

Kioto, la capital, estaba entonces atravesada de este a oeste por una serie de avenidas, que aún existen, y que empezando por el norte se llamaban Primera, Segunda… hasta Novena Avenida. De norte a sur las calles incidían perpendiculares sobre las anteriores, y muchas de ellas subsisten con los nombres de aquella época: calle Oriente, calle Occidente, calle Mibu, calle Canal (Jorikaua), Muromachi…

El antiguo Palacio Imperial no estaba entonces situado en el solar ocupado actualmente por el nuevo Palacio Imperial de Kioto, sino inmediatamente al oeste de lo que es hoy Castillo o Palacio de la Segunda Avenida, muy frecuentado por los turistas. El recinto del Palacio era inmenso, pues en él había pabellones para la Guardia y servidumbre, caballerizas, artesanos de la Corte, etc. Muchos de los templos de aquella época se conservan hoy día.

La actual Ósaka era entonces una serie de poblados aislados, algunos de los cuales se mencionan en los Cantares, y cuyos nombres subsisten como barrios de la ciudad actual.

En cuanto al santuario de Ise, de estilo puramente japonés sin influencia alguna de China, se reconstruye cada veinte años de forma indéntica, pero no sobre el terreno ocupado por el pabellón viejo, a fin de no interrumpir el culto, sino a su derecha o a su izquierda, de forma que cada cuarenta años vuelve a estar en el mismo lugar.

GESTACIÓN, AUTOR Y TÍTULO

No he dicho todavía que cuando apareció el Diario del coronel Zaigo en 950, no apareció solo. Casi simultáneamente salió una obra paralela, con el mismo titulo y tema, pero llevando menos episodios y con un orden distinto. Evidentemente las dos obras gemelas habían sacado su material del auténtico y primitivo diario de Narijira, que algún pariente debió de dar a conocer confidencialmente entre los nobles, probablemente después de morir Takako en 910, Iásuko en 913 e Ise en 937.

No se han conservado los papeles autógrafos de Narijira. En cuanto a la obra gemela a la nuestra, sólo quedan fragmentos, pero se sabe que comenzaba por el viaje de Narijira al santuario de Ise, que en nuestra obra es el episodio 69. Esto prueba que el redactor de esa obra pretendía o fingía pretender desplazar a Takako del centro del drama, desviando la atención del lector hacia Iásuko, la Virgen de Ise.

Posiblemente por esta razón, y por otras que en seguida veremos, la gente irónicamente cambió el título de ambas obras a Cantares de Ise, que acabó imponiéndose.

¿Qué se le debe en nuestra obra a Narijira y qué al definitivo redactor? El diario autógrafo de Narijira debía consistir en un montón de apuntes sueltos, probablemente sin orden cronológico alguno, donde figuraban los sucesos más íntimos de su vida, y no sólo aventuras amorosas; también irían incluidos los poemas que él había dirigido a sus amigos o amantes, y los que había recibido. No es improbable que recogiera también otros sucesos que le impresionaban, y que acontecían a su alrededor o que oía contar a sus amigos. Las Antologías Imperiales y otras colecciones antiguas atribuyen a Narijira la mayoría de los poemas de nuestra obra, confirmando así la autoridad de la misma.

Con esta información el redactor empezó a trabajar. Se trazó un plan general y el desarrollo de las secuencias, borró los nombres comprometedores, unificó el estilo de la narración, añadió algunos episodios posteriores a la vida de Narijira, y como colofón de algunas de las historias puso algunos comentarios personales verdaderamente lapidarios y a veces magistrales.

El título de Cantares de Ise, ¿fue sólo ironía del pueblo al ver la prominencia que parecía dársele a Iásuko en detrimento de Takako, que todos sabían que había sido la figura central? Parece que influyeron otros motivos. Muchos creían que el diario autógrafo lo había dado a conocer Ise, la última amante de Narijira según rumores. Otros se dieron cuenta de que el título de Cantares de Ise le venía pintiparado a la obra, ya que «ise», además de ser el nombre del santuario, etimológicamente podía significar tres cosas: «novelesco», «erótico» e «irónico». Y efectivamente, la obra era histórica, pero parecía una novela. Dos tercios de los episodios eran de tema amatorio. Y en sus páginas se agazapaba una genial ironía, a veces cruda, a veces fina, a veces honda y humana. Cuando el autor parece estar en serio, bromea. Cuando parece chancearse, llora. Parece hostigar a alguien, y en realidad le está alabando. De personas exaltadas habla llanamente. De personas humildes, con toda deferencia.

La obra tenía que llamarse Cantares de Ise.

CICLOS TEMÁTICOS Y DESARROLLO DE LAS SECUENCIAS

Los Cantares de Ise no siguen un orden cronológico. Comienzan con el encuentro de Narijira y Takako, la única mujer que el héroe amó de verdad. Narijira tenía treinta y tres años, ella dieciséis. Estos amores son el tema del primero de los siete ciclos en que se divide la obra. En el episodio 4 aparece un poema que algunos consideran como el mejor de toda la literatura japonesa.

El ciclo segundo es una serie de amoríos, en significativo contraste con el amor total y absoluto del primer ciclo.

El ciclo tercero, en tres actos, es un finísimo estudio del amor, el amorío y la amistad. Algunos de los episodios son cronológicamente anteriores al ciclo primero, pero el autor, que no quiere hacer una crónica pura, sino una obra de arte, va ordenando sus secuencias para que produzcan un efecto a la vez lírico y dramático.

El ciclo cuarto, que es el central de la obra, presenta la continuación de los amores con Takako, siendo ya ella emperatriz. Han pasado ocho años desde el primer encuentro.

El ciclo quinto, que aconteció inmediatamente después del anterior, narra la ida de Narijira al santuario de Ise.

El ciclo sexto, también en tres actos, continúa el mismo tema general del libro —el amor—, con un tratamiento parecido al del ciclo tercero, pero los tres actos o tiempos son aquí diversos: el primero es una serie de episodios de amistad; el segundo, escenas con Takako, o anécdotas que a Narijira le hacían recordar a Takako; el tercer acto entremezcla episodios de amor y amistad, para que al lector, por la sucesiva impresión de las olas del drama, le vaya quedando una idea cada vez más clara del amor. Como en una fuga musical, Takako es el tema que aparece, desaparece y reaparece. Por otra parte, ya desde el comienzo del ciclo segundo comienza a impregnar todo el conjunto otro pensamiento central: la transitoriedad del hombre y del amor. Esta idea, que es además sentimiento, se acentúa conforme nos acercamos al final. Cada vez aparece de un modo más persistente y vigoroso.

El ciclo séptimo, de verdadero arte consumado, presenta al Narijira de la historia fundido con el de la leyenda. Se intuye que el héroe va a morir pronto. Mezclados con escenas de su vida, aparecen sucesos de su nieto, o de personas de la generación siguiente, o escenas superrealistas, todas, sin embargo, empapadas del mismo sesgo de Narijira. El héroe acabará, y, sin embargo, se perpetuará. Lo que él deja lo recoge el pueblo.

Entre ciclo y ciclo hay uno o dos episodios como interludio, que sirven para enmarcar, y al mismo tiempo para concatenar las secciones.

Dentro de cada ciclo los poemas, o mejor dicho los episodios van ordenados mirando al efecto artístico. El redactor es en esto imponderable. Tanto puede integrar las secuencias de acuerdo a una asociación lírica, como marchando en progresión emotiva, o siguiendo un orden geográfico. En ocasiones, en un alarde de estilo y con perfecto dominio de su arte, entremezcla en un ciclo determinado un episodio que parece no encajar, pero que encaja por contraste, porque la vida real es así, y las cosas humanas son imperfectas. Estas sorpresas de organización forman parte del plan.

En el original de la obra no se especificaba nada sobre este ordenamiento cíclico y progresivo. Pero los lectores del siglo X, habituados a la lectura de las Antologías Imperiales, donde también se seguían estas agrupaciones, descubrían con suma facilidad los hilos de conexión de las secuencias, y los ciclos de la obra. Esta facultad o sensibilidad parece que se perdió en siglos posteriores dentro del mismo Japón, y sólo muy recientemente se han vuelto a descubrir los criterios que regulaban el engarce interno de obras al parecer caóticas.

Para ayudar al lector hispano le he puesto título a los ciclos y a cada uno de los episodios.

La originalidad y el mérito del redactor de los Cantares está en haber conseguido dar unidad, dramatismo e intriga intelectual al material desordenado, o tal vez ordenado cronológicamente, del diario de Narijira. En esto, como en tantas otras cosas, abrió brecha nueva, y tan soberanamente, que en el Japón posterior nadie le consiguió igualar.

Primera historia novelada.

Primera narración lírica.

Primera épica dramatizada.

Primer ensayo sobre el amor y la muerte.

Con razón dice el profesor Minoru Watanabe, de la Universidad de Kioto, que los Cantares son la fuente misma de la literatura japonesa. Con razón ha sido la obra más estudiada, y la que más ha influido. Con razón, y sin duda, es también la mejor.

CONCLUSIÓN

Sólo resta repetir que este libro pide una lectura reposada y alerta. Hay que completar el no sé qué que quedan balbuciendo tanto Narijira como su juglar anónimo. ¿Caerá el lector en la cuenta de que todos los episodios amorosos con Takako en el Ciclo Primero tienen como escenario la noche? ¿Percibirá el escepticismo religioso de Narijira? ¿Sabrá quedarse en la imprecisión cuando el texto es deliberadamente impreciso, como en el episodio 49 entre Narijira y su hermanastra?

Si al terminar la lectura de esta obra alguien se pregunta que dónde está su grandeza, habría que contestar como Louis Armstrong al que le preguntaba qué era el jazz: «Si tienes que preguntarlo, no puedo contestarte.» Narijira fue un poeta grande por lo mismo que es grande un poeta en Occidente: por poseer, en equilibrio y en grande, los tres elementos necesarios en toda lírica: idea, sentimiento y expresión —y en expresión se incluyen fantasía, ritmo y riqueza verbal. Narijira fue un poeta natural, espontáneo, improvisador, que cantaba para su vida y no para las nubes. Su lírica estaba centrada en el hombre. Tan sencilla que casi no se ve el artificio, si es que puede decirse que lo haya.

Cantares de Ise, diminuto diamante, que para la pupila japonesa tendrá destellos que se nos escapan, pero que para el hispano tendrá también fulgores que caen fuera del alcance japonés. Como toda obra grande, pertenece a la humanidad entera.

EL TRADUCTOR

Kioto, 17 de febrero de 1977.