Capítulo 8
Enfermedad y creatividad:
¿un amor imposible?

En el año 2006 publiqué un ensayo titulado El mito de la fealdad. Tras 477 páginas de reflexión mi única duda estribaba en la portada, en la conveniencia de sustituir mito por don e impulsar así el título al ámbito del triunfalismo y no de la sospecha histórica. En aquel libro se trataba (y creo que hasta se conseguía) de trazar las líneas y luego de cartografiar los sentimientos de inferioridad (física o psíquica) allí donde habían cristalizado en un resultado maravilloso por el afán de superioridad de un individuo potencialmente genial. Me limité a defender el posibilismo de la debilidad nutrida de voluntad, siguiendo así las teorías del padre de la psicología individual, Alfred Adler, el vértice menos conocido de un triángulo completado por Freud y Jung; pero también froté otra lámpara, la de Walther Rathenau, para extraer y mostrar esa frase genial, la de que un hombre debe ser lo bastante fuerte para forjar con la peculiaridad de sus imperfecciones la perfección de sus peculiaridades. Rathenau en el fondo no hacía sino seguir las tesis de Kant en La metafísica de las costumbres, donde este citaba alborozado los versos de Albrecht von Haller: «El hombre con sus defectos es superior a los ángeles carentes de voluntad». Si la voluntad de superación era voluntad de perfección Kant ya no dudaba de cuál habría de ser el primer deber del hombre para consigo mismo: vivir en conformidad con la naturaleza (naturae convenienter vive). De esta manera la polaridad salud-enfermedad era más bien una ligazón sintáctica, una coincidentia oppositorum donde se podían invertir las propiedades de esos parámetros vitales para experimentar en el sujeto un relanzamiento ontológico inesperado. Conclusión: la salud terminaba por ser un artificio de la fuerza, un sinónimo de resistencia; pero la enfermedad, perdida la batalla de la resistencia, era la fuerza misma en la reconquista de la salud, cuya recuperación traía un segundo regalo: el esfuerzo (o sea, la autoestima) reencarnado en una voluntad superior. En los músicos la máxima del vivere secundum naturam suponía una identificación de la transición con el objetivo final: crear. La voluntad de componer era una voluntad de dominación del don, de autocontrol de un organismo enfermo formado por cargas de profundidad que el genio había de llevar a la superficie, una a una, moviendo compases y tonalidades hasta la extenuación. La degradación física, psíquica y sensorial con que algunas obras fueron iniciadas en las profundidades y rematadas sanas y salvas en la orilla explica la composición musical como una sinrazón con ribetes propios, en la que el poso de la genialidad se adivina tanto en el mercurio del termómetro como en el sudor plasmado en el asiento: a la postre el verdadero y deforme autorretrato del genio. Si para Flaubert el estilo era el sudor del pensamiento no hay razón para dejar de creer que la enfermedad llegase a representar el estilo del sudor.

LOS OJOS: DOS PERLAS BIEN CERRADAS EN SUS CONCHAS

Ya se sabe que la cruz de Johann Sebastian Bach no la llevaba colgada al cuello, sino a los ojos, y no por intercesión divina, sino por la de un negligente oftalmólogo de cuyo nombre la historia no quiere acordarse pero que aquí no nos queda más remedio que traer: John Taylor se llamaba el «matacórneas». La intervención de Taylor se produjo a finales de marzo de 1750, creyéndose exitosa en un principio, pero imponiéndose la realidad cuando entre el 5 y el 8 de abril el paciente hubo de volver a ser intervenido, lo que vino a reforzar la tesis de que Taylor era la única piedra que tropezaba dos veces con el mismo hombre, pues además, no contento con dejar ciego al músico, le prescribió una medicación errada en el postoperatorio, el frotamiento de los ojos con un cepillo y el drenaje de la sangre ocular hasta llenar media taza de té. La crónica del Berlinische Nachrichten del 6 de agosto de 1750 hizo del señor Taylor un borrón histórico, sin cuenta nueva:

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La ceguera respetó en Bach toda la música que llevaba dentro.

Leipzig, a 31 de julio. El martes pasado, día 28 del corriente, falleció aquí el señor Johann Sebastian Bach, célebre músico […], a los 66 años, a raíz de las infaustas secuelas de una pésima operación realizada en los ojos por un célebre oculista inglés. La pérdida de este hombre de talento sin par será muy sentida por todos los verdaderos amantes de la música».

A pesar de que en 1761 ya había dejado ciegos a Bach y a Händel, el formidable Taylor tuvo los arrestos de emitir un informe gloriándose de la intervención al segundo como un hito en la cirugía ocular, pasando de puntillas sobre el intrascendente detalle de haber dejado ciego a Händel hacia 1752. Los antecedentes datan de 1751, época en la que el músico escribía su oratorio Jefté. Siendo fiel a su estilo el primer acto lo resolvía en trece días, pero en el segundo doblaba el espinazo para ver más de cerca las notas y dejaba recogido en el manuscrito esta furtiva lágrima: «Hoy, 13 de febrero, impedido de continuar a causa de mi ojo izquierdo». Aún le quedaban ocho años de vida terrenal y el drama no había hecho más que empezar.

Por suerte para Beethoven, cuando empezó a tener los primeros problemas de visión el señor Taylor ya llevaba cincuenta y un años muerto. El coloso de Bonn no sólo compuso la Novena completamente sordo, sino también parcialmente ciego, y así es como, aquejado de una conjuntivitis, escribía en julio de 1823 (52 años) al archiduque Rodolfo: «Sólo he de dar gracias a Aquel que está allá arriba, más allá de las estrellas, por haberme permitido usar nuevamente mis pobres ojos. Estoy componiendo una nueva sinfonía para Inglaterra. Espero terminarla dentro de quince días. Durante mucho tiempo no podré fatigar la vista».

Con un punto de socarronería cierto alumno recordaba años después el punto débil de su maestro, un maestro con el que, al parecer, cualquier orquesta podía poner el piloto automático y perfeccionarse en el autodidactismo. Rimski-Korsakov, el maestro, daba espléndidamente la tonalidad del la a la orquesta, pero a partir de ahí el mundo se le nublaba. Dio fe de ello quien durante dos años fuera su alumno: Stravinski.

[Rimski] usaba gafas teñidas de azul, y a veces mantenía un par suplementario sobre la frente, una costumbre que se me contagió. Cuando dirigía una orquesta se inclinaba sobre la partitura y, sin levantar casi nunca los ojos, movía la batuta en dirección a sus propias rodillas. Su dificultad para ver la partitura era tan grande, y estaba tan concentrado en su esfuerzo por escuchar, que casi no impartía ningún género de instrucciones a la orquesta.

No hace falta ver más de un par de fotografías de Shostakovich para apostar por su rival en un hipotético torneo de tiro al plato. El compositor arrastró padecimientos visuales toda su vida, pero se agravaron severamente cuatro años antes de su muerte, mientras escribía su Sinfonía n.º 15. Carta a Marietta Shaguinian del 26 de agosto de 1971:

He trabajado mucho [en la sinfonía]. He llegado a llorar. Las lágrimas fluían no porque la sinfonía sea triste, sino por el esfuerzo a que sometí mis ojos. Visité incluso a un oculista, quien me recomendó que hiciese una breve pausa en mi trabajo. Me resultó difícil hacerlo, pues cuando escribo me cuesta muchísimo interrumpir mi trabajo.

Pero sus problemas visuales eran sólo uno de sus males menores. El mayor había llevado el nombre de Stalin y estaba zanjado desde 1953, pero después hizo acto de presencia la enfermedad en forma de parálisis progresiva de las extremidades. Sólo unos días después de su carta a Marietta confesaba a un compositor polaco: «Últimamente estoy siempre delicado de salud. También ahora, pero espero curarme pronto y recobrar las fuerzas. Este verano he terminado otra sinfonía, la número 15. Quizá debería dejar de componer, pero no puedo vivir sin ello».

LA DESGRACIA DE HACER OÍDOS SORDOS

Ocurría que cuando el pobre Beethoven no era un manojo de nervios era un manojo de enfermedades. A casi todas daba ilustre cabida. Empezó pronto, muy pronto a elevar sus recursos de queja. En una carta del 15 de septiembre de 1787 (16 años) al doctor Joseph von Schaden se lamentaba el músico por la reciente muerte de su madre, pero también por algo menos metafísico: «Durante todo el tiempo he estado atormentado por el asma; me inclino a temer que esta enfermedad pueda incluso convertirse en tisis». En 1797 finalizaba su Concierto para piano n.º 1, el día antes de su estreno y en caída libre, para variar. En fin, mi crítica es tan matizable como cariñosa. Si hemos de hacer caso a su amigo Franz Wegeler, las circunstancias en las que compuso el último movimiento (Rondo: Allero scherzando) no son plato de gusto para un hambriento de música como era el de Bonn. Saboteado por dolorosos cólicos, refiere Wegeler que «le alivié como pude. Cuatro copistas estaban sentados en su antecámara y les iba entregando sucesivamente cada hoja terminada». Con treinta años las aguas menores dieron paso a las mayores, pero ya no eran las del mar Rojo, sino las del mar Muerto. Eternamente cerradas, estas ya no permitirían ningún milagro. En ese año escribía uno de los testimonios más desgarradores que se registran en las mazmorras de la historia de la música. Se puede sentir el olor de los grilletes, de la condena, de la podredumbre. Carta del 29 de junio de 1801 a su amigo Franz Wegeler:

Pero ese celoso demonio, mi deplorable salud, ha puesto palos en mi rueda; y eso significa que durante los tres últimos años mi oído se ha ido debilitando cada vez más […]. Debo confesar que llevo una vida deprimente. Durante casi dos años he dejado de atender mis relaciones sociales sólo porque me resulta imposible decir a la gente: estoy sordo. […]. Para darte una idea de esta extraña sordera te diré que en el teatro tengo que colocarme muy cerca de la orquesta para entender lo que dicen los actores y que a distancia no puedo oír las notas agudas de los instrumentos ni de las voces. Por lo que respecta a las conversaciones es sorprendente que nadie se haya dado cuenta de mi sordera; pero como siempre he tenido tendencia a ser distraído atribuyen mi dureza de oído a ello. A veces, además, si alguien habla suavemente, a duras penas puedo oírle; puedo oír sonidos, es cierto, pero no puedo entender las palabras. Pero si alguien grita no puedo soportarlo. Sólo Dios sabe qué va a ser de mí. […] Con frecuencia maldigo a mi Creador y mi existencia.

Según el doctor Marage, médico de principios del siglo XX, Beethoven padecía una laberintitis (lesión del oído interno) de origen intestinal, tesis abonada por sus muchos cólicos. La secuencia cronológica sería esta: los zumbidos del oído se habrían manifestado hacía 1796, la sordera en 1798, y en 1801 habría una pérdida de audición de en torno al sesenta por ciento que sólo le permitía oír las vocales, no las consonantes, cuya duración era veinte veces menor que aquellas. En 1816 la sordera era total y el compositor quedaba ya cerrado a todos los sonidos y abierto a todas las enfermedades. El 19 de junio de 1817 aseguraba esto por carta a su amiga Marie von Erdödy, desde Heiligenstadt, el lugar donde años atrás escribiera su famoso testamento, su adiós a la vida no ejecutado:

Vivo en un desastre continuo desde el 6 de octubre del pasado año que estoy enfermo. El día 15 de dicho mes me sentí fuertemente resfriado y tuve que guardar cama durante muchos días; después de varios meses pude salir un poco. He cambiado de médico, pero desgraciadamente sin resultado. Desde el 15 de abril de este año hasta el 4 de mayo he tomado diariamente seis tazas de té con unos polvos. Después tomé otro preparado y además tuve que hacerme una fricción diaria con cierta pomada. Entonces vine aquí para tomar baños y empezar otro tratamiento. Desde ayer tomo una nueva medicina, que es una tintura, de la que trago doce cucharadas diarias. No pierdo la esperanza de que el final de mi estado miserable llegue algún día.

Ni té, ni aguas, ni pomadas, ni tinturas. El 1 de septiembre las cosas no podía ir peor, y es con el archiduque Rodolfo con quien desahoga: «Alteza Imperial: mi deseo sería encontrarme en Baden, pero las enfermedades me lo han impedido. Estoy tomando infinidad de medicamentos para lograr una mejoría, pero las esperanzas de curar ya las he perdido completamente». Como muestra el botón que se abrochó para escribir uno de sus últimos cuartetos, según contaba a su sobrino Carl por carta del 29 de agosto de 1824, tres años antes de su muerte:

Mi estómago está casi deshecho y no hay médico por aquí […]. Desde ayer sólo tomo caldo, huevos y agua; mi lengua está amarilla, y sin poder tomar tónico ni purgantes mi estómago no se arreglará nunca, pese a lo que diga este médico farsante. El tercer cuarteto también tiene seis movimientos y estará concluido en diez o a lo sumo doce días.

Dura lex, sed lex. Si aquello era ley de vida el de Bonn prefería morirse en el colmo de la acracia y allá la obediencia moral con todos sus tímpanos y su alimentación de ruidos triviales. Pero no lo hizo, sino que cogió la linterna de Diógenes y no buscó un hombre bueno, sino un buen recurso. Beethoven se forjó en la lucha por la sobrecompensación sensorial y no en la estéril reconquista de terrenos perdidos. Sabía distinguir perfectamente entre desgaste y erosión. La primera borraba el carácter; la segunda lo modelaba. Uno de sus recursos contra la sordera fue la intensa atención que ponía en los ensayos. Joseph Böhm, miembro de un cuarteto de cuerda, dejó testimonio de uno en el que participó con Beethoven practicando el Cuarteto en mi bemol, Op. 127, confirmando que su autor estaba completamente sordo, pero «con certera atención sus ojos seguían el movimiento de los arcos y por lo tanto podía juzgar las más pequeñas imperfecciones del tempo o el ritmo y corregirlas sin demora». Dudo entre calificar de asombrosa o de inquietante esta facultad.

Lo asombroso era que Gabriel Fauré rebasara el umbral de los setenta con una bancarrota de aquel saldo que tanto había cuidado en vida, sus oídos, sin por ello ponerse a mendigar caridad. En torno a 1920 (75 años) empezó a quedarse sordo, privación que combinaba con la distorsión de sonidos y un timbre completamente desafinado, ya que las frecuencias altas sonaban bajas y las graves agudas. En tales condiciones sacó adelante su Quinteto para piano y cuerdas n.º 2, su Barcarola para piano n.º 1, su Sonata para violonchelo y piano n.º 2, su Nocturno n.º 13 para piano, un Trío para violín, violonchelo y piano, Op. 120 y su único Cuarteto de cuerdas, que con el Op. 120 cerraría su vida creadora, ya que fue completado dos meses antes de su muerte, todo un tributo de un sordo menor al sordo mayor de la orden. Palabras a su esposa unos meses antes: «He comenzado un cuarteto de cuerdas sin piano. Este es un género que Beethoven, en particular, hizo famoso, y hace que todas las personas que no son Beethoven estén aterrorizadas de él». En resumidas cuentas, Fauré vivió fiándolo todo a la música y terminó por morir desafiándola.

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Gabriel Fauré tuvo la dudosa fortuna de que su obra ya estaba en los anaqueles cuando la sordera le presentó su tarjeta de visita.

RECETAS EN BLANCO PARA UN SURTIDO DE MALES

Un hombre, un voto. Ese era el axioma principal de la democracia. Pero el nuestro en esta oligarquía de la genialidad musical será: un músico, un mal.

Mozart fue precoz en todo, hasta en sus primeros escarceos con la enfermedad. Con 9 años sufrió un grave proceso de viruela que arrancó la vida a muchos niños en una época en la que no se podían poner vacunas, pero sí muchos y ridículos emplastos. Refugiado en la ciudad de Olmütz para ocultar a la vista de todos su cara desfigurada allí logró componer, prácticamente ciego, su Sinfonía n.º 6 en Fa mayor, K. 46.

La sífilis seguro que le causó a Schubert más sombras que gozos. Hacia marzo o abril de 1823 (26 años) aquella enfermedad le había abrazado con tal encono que fue necesario ingresarle en el Hospital General de Viena, donde a pesar del sufrimiento físico y la depresión fue capaz de componer las primeras canciones del ciclo de lieder La bella molinera, así como la ópera Fierabrás. Aquel año marcó el inicio de un acoso, y es que Schubert se defendía de los brotes de enfermedad con brotes de inspiración en una estrategia de respuesta homeopática. La producción de los años 1823 y 1824 es sencillamente abrumadora: entre otras cosas compone el ciclo completo de La bella molinera, sonatas para piano, el Octeto D. 803, los Cuartetos de cuerda en La menor y en Re menor (La muerte y la doncella), y la ópera ya aludida. A partir de 1825 comienza a sufrir de jaquecas, cilicio que no le impide caminar sin que se le note la leve cojera en la transición de sus ideas musicales. De una de ella participó a su amiga Leopoldine Pachler, estampada en el manuscrito de una marcha infantil para su hijo pequeño: «Espero, señora, que se conserve en salud mejor que yo, pues han vuelto a atacarme mis habituales jaquecas». En 1827 estampa la rúbrica a su testamento musical, sumido en la depresión y la enfermedad, destrozado además por la reciente muerte de Beethoven. Me refiero a su ciclo de lieder Viaje de invierno, una obra que hasta al propio Schubert había dejado sobrecogido. Sabía que el final de muchas cosas, precisamente las más importantes, se hallaba cerca. Carta a su amigo Joseph von Spaun: «Ven hoy a casa de Schober; os voy a cantar una serie de horribles lieder. Estoy ansioso por ver lo que decís: me han afectado mucho más que otros».

No quiero pensar el fenómeno arrollador que hubiera sido Berlioz si el eterno estado de enfermedad en que se hallaba no le hubiera minado de fuerzas. En realidad este inigualable ciudadano de Francia era el exponente de la enfermedad multidisciplinar y aplicada que se nutría de un temperamento volcánico que, por lo demás, no le llevó jamás a ninguna parte, salvo a conquistar a Harriet Smithson, a escaparse de la villa Médicis en Roma tras su conquista del Prix du Rome y muy poco más. En realidad nada útil. Con veintiséis años su cabeza era tal hervidero de ideas y antiideas que comenzó a padecer serios desórdenes nerviosos, pero ya antes, con veinticuatro y en trance de celebridad, los periódicos de París se hicieron eco de su mala salud por culpa de ataques de anginas y abscesos en la garganta que él mismo se abría. Por entonces la capital ya veía en Berlioz su nuevo mascarón de proa musical, aunque con la tendencia al chismorreo de los tabloides estos se preocupaban mucho más de las señas que del santo. Hacia 1856 (53 años) empezaron las neuralgias intestinales, fruto de aquellas comezones nerviosas jamás superadas, y en 1859 el cuadro era tan insoportable que optó por un tratamiento de terapia eléctrica, sin ningún resultado. La cantante Pauline Viardot, buena amiga de él, registró en clave emotiva las más bellas palabras que puede recibir un hombre tocado por los dioses y tan destocado por las mujeres. Carta a Julius Rietz del 22 de septiembre de 1859, contando la Viardot con treinta y ocho años:

La visión de este hombre que padecía tan tremendo dolor moral y físico —una afección intestinal tan grave—, que era presa de horribles torturas emotivas, y la violencia de sus esfuerzos a ocultarlas, esta alma ardiente que destroza su envoltura, esta vida que cuelga de un hilo, la ternura profunda y desbordante de su mirada y de su más mínima expresión, todo esto me destrozaba.

No, no es el panegírico de una mujer a su ídolo muerto, dado que a Berlioz aún le quedaban otros diez años de vida. Es, es… Creo que el poeta burgalés Victoriano Crémer lo dijo de forma insuperable: «¿Cómo decir amor si la palabra estalla?». Pero lo que estallaba en el desafortunado Berlioz eran las vísceras. Hay una carta muy significativa a su amigo Ferrand: «En lo que a mí se refiere soy un mártir por culpa de la neuralgia que durante los dos últimos años se ha instalado en mis intestinos, y excepto por las noches estoy en sufrimiento constante». La fecha es del 3 de noviembre de 1858, lo que supone que casi toda su ópera Los troyanos la compuso bajo el paraguas (mejor dicho, con el paraguas dentro) de ese sufrimiento, ya que la música la inició en 1855 y la concluyó en abril de 1858. El traqueteo interior proseguía con independencia de año y estaciones. Carta a Auguste Morel del 18 de marzo de 1859: «En lo que a mí se refiere me ha vuelto durante los últimos diez días mi cólico infernal que no me deja ni una sola hora en las veinticuatro. ¡Nada se puede hacer!». De nuevo a Ferrand el 21 de agosto de 1862, en palabras que no son las de un hombre desgarrado por la música, sino las de Prometeo con el hígado desgarrado por el águila:

Acabo de volver de Baden, donde mi ópera Béatrice et Bénédit ha obtenido un gran éxito. La interpretación que dirigí fue excelente. Bien, apenas si me creerás cuando te diga que sufro tan terriblemente por mi neuralgia que no tengo interés por nada y ocupé mi lugar en el estrado frente a un público alemán, ruso y francés sin la menor emoción.

Louise, la esposa de Richard Pohl, amigo de Berlioz, nos deja este breve testimonio de su visita al músico en Weimar en abril de 1863:

A pesar de los honores y del éxito que recibiera en Weimar, Berlioz —que sufría mucho entonces— estaba profundamente melancólico, casi siempre silencioso y encerrado en sí mismo. El único ser que podía ganar una sonrisa suya era un grande y hermoso perro terranova que pertenecía a uno de los amigos a quien visitaba con más frecuencia y agrado. Berlioz sufría en grado tal que debía permanecer en la cama sin moverse.

La Nochebuena de 1863 no fue precisamente de beber los peces en el río, sino de comer el águila aquel hígado. Carta a la princesa von Sayn-Wittgenstein del día 23: «Vuestra carta acaba de hacerme revivir. Desde medianoche he estado sufriendo los tormentos del infierno, un recrudecimiento de mi neuralgia». Es sabido que Berlioz concluyó sus famosas Mémoires el 18 de octubre de 1854, pero diez años después la melancolía y la enfermedad le obligaban a este apéndice que nos presenta a su autor no con la manta, sino con la mortaja liada a la cabeza. Es la rendición del hombre de Breda, con todas sus lanzas, pero sin ninguno de sus colores.

Mi carrera ha terminado. Othello’s occupation’s gone. Ya no compongo más música, ya no dirijo más conciertos, no escribo más, ni versos ni prosa; he presentado mi renuncia como crítico; todas las obras musicales están terminadas; no quiero hacer nada más y no hago otra cosa que leer, meditar, luchar contra un aburrimiento mortal y sufrir de una neuralgia incurable que me tortura de día y de noche.

Este peligroso spleen alcanzó su cénit tres años más tarde con el trágico acontecimiento de junio de 1867. Carta a su amigo Ferrand el día 30: «Ha caído sobre mí un golpe terrible. Mi pobre hijo, capitán de un gran barco, y no teniendo más que treinta y tres años, acaba de morir en La Habana». Louise era su único hijo. En realidad, la función concluía dos años antes de bajarse el telón…

Rossini es de los pocos que se pudo permitir bajar dos telones: el de su vida musical y el de su vida biológica. El primero lo hizo en 1829, tras el estreno de su ópera Guillermo Tell, con treinta y siete años; el segundo treinta y nueve años después. Emil Cioran tiene un libro al que consagró un título perfecto: La tentación de existir. Desde su voluntaria prejubilación Rossini consagró su existencia a dos cosas: a comer y a evitar la tentación de componer. En las dos rayó la perfección, e incluso entre ambas existió una briosa intercomunicación. La primera mantenía a raya a la segunda con una política disuasoria a base de enfermedades periódicas. El italiano padecía serios problemas urológicos, hipocondría e insomnio, entre otras cosas. Él mismo dijo que le extrañaba no tener útero cuando visto estaba que padecía todas las enfermedades de las mujeres. Cuando en 1831 viajó a España y se le encargó su Stabat Mater se lo tomó como una imposición de la Providencia, pero una lumbalgia vino en marzo de 1832 a recordarle sus promesas y dio cerrojazo a su inspiración. Rossini había completado seis de los doce movimientos (el número 1 y del 5 al 9) y ahí se plantó, delegando el resto en Giovanni Tadolini. Lo cierto es que en 1839 las enfermedades se habían instalado en él formando un cerco de fuego contra el que nada podían hacer los jarros de agua fría con que pretendía dejar al descubierto los rescoldos de lo que había sido un día. Lo acredita una carta a un amigo de aquel año, testimonio de la depresión y debilidad que le asolaban tras la reciente muerte de su padre: «Si por lo menos pudiera aliviar mis problemas glandulares y los dolores de las articulaciones que me agobiaron durante todo el invierno anterior…». Por entonces el celebérrimo compositor era director del Liceo Musical de Bolonia, donde supervisaba la enseñanza y asistía a ensayos. Su molesta gonorrea no dejaba mucho margen de maniobra a las risas; le provocaba secreciones y bloqueos que le resolvían insertando un catéter en la uretra e inyectándole toda suerte de sustancias aromáticas: almendra dulce, malva, goma y flor de azufre mezclada con crema de tártaro. También padecía gruesas hemorroides que le trataban con sanguijuelas del tamaño XL, sarpullidos varios, infecciones en el escroto y potentes accesos de diarrea. Vamos, un libro, qué digo, ¡un libreto abierto para los urólogos de la época!

Sin embargo, Jacques Offenbach generó aquel útero en sus últimos años, sólo para dar vida a aquella resistencia de sus entrañas titulada Los cuentos de Hoffmann, en una carrera contra reloj elegido descuidadamente, ya que su arena quemaba a los ojos más que a un anacoreta el desierto bajo sus pies. En septiembre de 1880 a Offenbach se le agotaban drásticamente los créditos; de hecho le quedaban unos días para morir, pero la obsesión por acabar la ópera le llevaba a resistir en todos los frentes que tenía abiertos: la gota, la tos, la debilidad de piernas, que ya no le sostenían… El tiempo puso las cosas en su lugar: al autor bajo tierra, y la ópera abrazada a su autor sobre ella, como un perro fiel. Ambos incompletos. Lo cierto es que Offenbach se pasó media vida enfermo, y ya hubiera querido para sí el cumplimiento de aquella sentencia medieval del monje Notker el Balbuciente, la de que somos mitad vida, mitad muerte, porque Offenbach se quedaba sin saber en cuál de las dos fracciones encastrar la enfermedad. Con treinta y ocho años ya padecía de reumatismo severo y en tal estado compuso una ópera (paradójicamente cómica) de revelador título: Orfeo en los infiernos. En carta a su amigo y libretista Ludovic Halévy del 5 de julio de 1858 se lamentaba de que la huella fuera tan débil: «Mi querido amigo. No te hablaré de todas mis enfermedades porque sin duda ya te han hablado de ellas. Sólo te diré que la pieza está casi terminada». En 1861 se sumaron a aquella diáspora los ataques de gota, de manera que con aquella gota que colmaba el vaso recombinó los elementos empedocleos y a Orfeo le dejó su fuego para quedarse él con toda el agua. Medicinal a poder ser. Las arribadas anuales al balneario de Ems (junto al Rin, a la altura de Coblenza) pasaron a ser viajes de corte casi iniciático. Carta de 1862: «Debo confesar que siento por Ems una particular predilección; de aquí saco salud y a la vez una cierta inspiración. En Ems fue donde escribí una parte de Orfeo, un poco de Fortunio (se refiere a la ópera cómica La canción de Fortunio) y mucho de Les Bavards (una ópera bufa)». Por cierto que en Ems había una ruleta, a la que Offenbach se entregaba con fruición.

Lo siento de veras por los que llevan su mitomanía por Chopin hasta el extremo del precipicio y ahí se aprovisionan de paracaídas para seguir a su ídolo adonde sea, incluso a la negación de la realidad en evitación de la renegación del personaje. Miren, yo pongo en mi compact disc el inicio de la Sonata n.º 2 y estoy con ustedes en que a un hombre como ese se le puede perdonar casi todo, incluso su carácter. El ilustre Chopin pudo pensar que el 17 de octubre de 1849 se llevaba todos sus secretos a la tumba, pero no es así. Hay expertos en lectura de iris que con sólo echarte una mirada saben cuándo cambiaste una rueda del coche por última vez, y hasta cuál era de las cuatro; respeto ese particular allanamiento de morada, pero los análisis grafológicos me parecen alimentados con nutrientes más científicos en orden a arrojar certezas menos peculiares. La escritora Marise Querlin, autora de Chopin, explication d’un mythe, encargó al psicólogo André Rabs un análisis de su caligrafía cuyas conclusiones no tienen desperdicio:

Deductivo, más que inductivo, en contra de las apariencias. Muy fuerte fijación en el pasado. Sociabilidad electiva. Voluntad muy enérgica, que puede llegar hasta el despotismo. […]. La espiritualidad sólo aparece al final de la existencia […]. La efe no es más que una línea vertical, una especie de esterilidad, el fuego interior que señala a los neurópatas. […]. Hacia el final de la vida se manifiesta una agresividad terrible y se vuelve sumamente duro: se prende como un anzuelo. Esta grafología implica asimismo que debe de sufrir de los ojos, y que fue como una bola de fuego, que transfiguraba su interior, pero que lo devastaba todo a su paso.

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Offenbach saltaba con agilidad de una enfermedad a otra, pero ello no le impidió dejar de componer ni un solo día.

Lo que devastó a Schumann ya se sabe que fue una esquizofrenia cuyos primeros brotes aparecieron en 1845, con sólo treinta y cuatro años. Resulta todo un desafío para la ciencia neuromotora explicar el trato que la parte sana y la insana del cerebro del compositor tramaron para llevar adelante desde entonces obras como el Álbum para la juventud, Escenas en el bosque, tres Klavierstück, su Concierto para piano, sus Sinfonías n.º 2, 3 y 4, sus conciertos para violín y para violonchelo, la práctica totalidad de su música de cámara, buena parte de su música vocal, su Réquiem para Mignon, su ópera Genoveva, su Misa, su Réquiem o su Obertura Manfredo, entre varias docenas de obras más. Ya la década de 1830 registró un anticipo de aquel fatal advenimiento cuando fue diagnosticado de sífilis y hubo de emplearse a fondo con los remedios de antaño que hoy no servirían ni para los caballos de tiro, ya que se basaban en la administración de mercurio por vía oral, con graves efectos colaterales como envenenamiento de la sangre, temblor de las extremidades, cambios de la personalidad y accesos de depresión y evitación del contacto humano, todo lo cual arracimó con tino nuestro personaje. Schumann compuso el primer movimiento de su Concierto para piano en 1841 y sólo fue capaz de embocar los dos restantes en 1845. Dos meses después de concluirlo escribía a su amigo Mendelssohn: «Hace ya unos días que mi mente palpita con el sonido de trompetas y tambores. Me pregunto adónde llevará esto». Sólo unos días después culminaba otra de sus grandes obras, recordándolo así tiempo después: «Escribí la sinfonía [n.º 2] en diciembre de 1845, cuando me hallaba muy lejos de sentirme bien, y tengo la impresión de que no se puede dejar de oír eso en la música».

En mayo de 1896, justo un año antes de su muerte, se le diagnosticó a Brahms un cáncer de hígado. Empezó a cerrar puertas y ventanas, a doblar y guardar la ropa para no volver a usarla, a evitar una herencia musical descalabrada por querer apurar los opus como si fueran helados apoyados en una fuente de calor. Brahms se moría y simplemente quiso estar preparado. Su última obra fue cuidadosamente seleccionada: once preludios corales para órgano, el último de ellos una fantasía basada en el coral O Welt, ich muss dich lassen (Oh mundo, debo abandonarte). Lo hizo serenamente el 3 de abril de 1897.

La vida de Músorgski podría dividirse en dos mitades, atada cada una de ellas a un vicio muy distinto. En la primera se declaró irremediablemente onanista. El penitente necesitaba un confesor y lo encontró, cómo no, en Balakirev. Al autor de Islamey, confiscador musical por antonomasia, lo mismo se le podía ir con una canción para soprano y piano que con el Cantar de los cantares. A los veinte años Músorgski achacaba sus desarreglos nerviosos a sus constantes pendencias con el miembro viril, jamás resueltas del todo, considerando el onanismo como «la primera causa de su evolución moral», de tal manera que terminó prescribiéndose gimnasia y baños fríos «para salvarse». En la segunda mitad Músorgski consiguió relajar las formas, pero resueltas sus hinchazones llegó la época de la flacidez de espíritu, y un duro, un muy duro lastre que le impedía batir las aguas en busca de la luz. Aquel lastre tenía forma de etiqueta. Músorgski amaba las notas cuando estaban dispersas en una partitura y las palabras cuando estaban abrazadas por un papel a una botella. Su ópera Boris Godunov logró salir airosa a lo largo de 1868 y 1869; pero su ópera Kovantchina fue la primera en pagar aquel pato. Se dio a la bebida y en 1874 tan sólo había sido capaz de hacer la reducción pianística de la partitura para después olvidarla y comenzar otra ópera, La feria de Sorochintzi. En 1880 tuvo accesos de delirium tremens y el 16 de marzo de 1881 se apagó para siempre en aquel segundo útero de cristal cuyo líquido amniótico nunca dejó de paladear.

También Piotr Ilich Chaikovski entendió a su manera lo del «líquido elemento»; adiestrar cada día las fieras que liberaba su carácter era una ímproba tarea, pero él percutía aquel tambor y el alcohol venía obediente en su ayuda. Amó la bebida hasta el punto de no poder pasar sin ella de un lado al otro del precipicio que para él suponía cada día. Fue su tabla de salvación; no la de los náufragos, sino la de los aritméticos. No necesitaba el alcohol para cruzar orillas, sino para multiplicarse. Sin ese resultado al por mayor Chaikovski no era Chaikovski, y él había llegado a la música para quedarse. Entrada de su Diario: «Se afirma que abusar de uno mismo con el alcohol es dañino. Lo acepto de buena gana. De todos modos yo, una persona enferma, colmada de neurosis, no puedo prescindir en absoluto del veneno alcohólico». Cuando Chaikovski utilizaba la palabra «absoluto» era para echarse a temblar: al día solía ingerir dos o tres botellas de vino y una de vodka, más un té especialmente fuerte que consumía constantemente, incluso de noche. Al igual que Músorgski, Piotr Ilich no hizo nada por desarmar a aquel fatal enemigo que era la dipsomanía; antes bien, no podía alejarlo cada día sin colocar en su mano el croquis del camino de regreso. Y al igual que Músorgski también Chaikovski se arrodilló en aquel confesionario que en raras ocasiones tenía encendido el pilotito de color verde: Balakirev. Con veintinueve años le escribía así: «Estoy hecho un hipocondriaco insoportable, a consecuencia de serios desórdenes nerviosos. Quisiera irme a cualquier parte u ocultarme en un lugar impenetrable y dejado de la mano de Dios». Chaikovski era un feraz punto de encuentro para no pocas enfermedades, y para su desgracia respiraban en su misma frecuencia, así que era difícil pasar inadvertido; la mitad de su vida se la pasó componiendo y la otra mitad recomponiéndose, como precio a pagar. Sufrió de homosexualidad encapsulada, de debilidad morbosa, de fobia social, de arranques psicopáticos y de apatía vital en mezcolanza con un desollamiento de autoestima que dejaba tiritando de frío su amor propio, desacostumbrado a exponerse en público. Una nefasta estrategia para superar sus complejos y sus temores fue pasar de contrabando una fortaleza ficticia medida en grados; no, no me refiero a una terapia de aguas termales, sino espirituosas. Para vivir tan sólo cincuenta y tres años las fotografías de su última época nos arrojan el retrato de un hombre aparentemente más viejo, y es que cuando uno opta por reflejarse en el cristal equivocado la cara no termina siendo el espejo del alma, sino del hígado.

Había un órgano que a Debussy los médicos le escribían con letra capitolina: Intestin. No hace falta traducción. Como a Debussy le gustaba comer bien aquella fue la desembocadura de todos sus bienes, pero la fuente de todos sus males. Ya en 1907, con cuarenta y siete años, hablaba por carta a su editor Émile Durand de sus afecciones intestinales, que no le impidieron terminar en 1908 Iberia, segunda parte de sus Imágenes para orquesta. A principios de 1909 se pone con Gigas, que es la primera parte, pero su avance es patético, cuarteado por las hemorragias y los dolores rectales como manifestación del cáncer de recto que pondría el calderón a su vida. Ese mismo año los inevitables médicos le prescribieron un remedio mágico tras arduas reflexiones: deporte y paseos, a lo que el impertinente Debussy alzó una muy pertinente queja: «¿Cómo puede usted imaginar que yo orqueste al aire libre?». No sé si en pantalones largos o cortos, ni si al aire puro o viciado, pero hizo un nudo marinero con las entrañas y escribió entre 1909 y 1910 el primer libro de sus Preludios, tras lo que vinieron severos tratamientos con «morfina, cocaína y otros deliciosos venenos», a su decir. Aún en el invierno de 1916-1917, un año antes de su muerte, será capaz de otra gran gesta, el remate entre dolores insoportables de su Sonata para violín y piano, comenzada en octubre.

Emmanuel Chabrier buscó la coronación con su última obra, la ópera Briséis, pero no contaba con un factor referencial: que la pérdida de facultades no llegaba necesariamente con la muerte. El declive de su inspiración comenzó cuando aquella ópera tomó su forma definitiva, en 1888, así que Chabrier actuó como un buen sastre, pero como un pésimo restaurador, ya que ni la pasta base logró hornear. De hecho su mayor seguridad se situó en el instante en que le puso título, y así lo trasladó a su amigo Van Dyck: «Estoy encantado. Tiene el título más o menos definitivo de Briséis […]. Unos quince o dieciséis meses de trabajo […]». Unos meses después la cosa estaba lo suficientemente devaluada como para atisbar lo imposible de comprar un mínimo de inmortalidad. Queja a Van Dyck: «Desde hace ocho días no doy una a derechas, la inspiración no me viene, estoy en uno de mis momentos más bajos. En efecto, por más que hago para superarme no he escrito ni una nota, quiero decir una nota definitiva. ¡Qué oficio!». En la primavera de 1891 escribía a su amigo Charles Lecocq, el autor de Le petit duc: «¡Pero qué duro es! Creo que estoy perdiendo facultades, pues no escribo más que bobadas». Pero lo que llega en 1892 es la enfermedad, que comunica a su editor Enoch: «Al levantarme me encuentro pesado, sin ninguna flexibilidad; tengo que hacer un gran esfuerzo, abrir los ojos, sacar las piernas, ponerme de pie…». Carta a su hijo Marcel: «Hijo mío, tu padre no se encuentra muy bien. El tratamiento que sigo me embrutece en lugar de calmarme y renovarme; necesito una medicación más enérgica». El 30 de marzo de 1894 incluso propone por carta a Vincent d’Indy que sea él quien concluya la partitura de Briséis, confesando no estar ya a la altura de su propia obra. Murió el 13 de septiembre con cincuenta y tres años. D’Indy renunció a añadir una sola nota a aquella pasta alegando una especie de pulcritud que a su juicio la historia no le perdonaría.

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Chabrier fue un claro ejemplo del acartonamiento para componer cuando sus facultades cerebrales claudicaron.

Clara Schumann se portó como una auténtica heroína en su última etapa de concertista. Actualmente un pianista no tiene reparos en anular un concierto por una ligera inflamación del tejido que cubre una pequeña parte del metacarpo, pero en aquella época los metacarpos medían lo que medía el cuerpo, de manera que o dolía el metacarpo entero o los pianistas melifluos se quedaban sin coartada y sin dinero. En noviembre de 1857, sólo dieciséis meses después de la muerte de su Robert, escribía Clara a Joachim: «Me duele mucho el brazo izquierdo, y tuve que suspender un concierto. Según el examen médico se trata de una inflamación reumática, causada en parte por el exceso de trabajo y en parte porque cogí frío. Hace una semana que pasa esto y jamás me he sentido más desdichada». Aquella discapacidad encubierta era soportada con opio y morfina y se mantuvo hasta el 18 de marzo de 1875, en que redujo drásticamente sus conciertos. El 17 de septiembre 1878 confesaba a Brahms estar prácticamente paralizada: «Sólo puedo hacer lo estrictamente necesario y, al mismo tiempo, la cantidad de trabajo es enorme». Una gira inglesa en abril de 1884 fue rematada con la ayuda del Espíritu Santo, y fue a principios de 1886 cuando empezó a experimentar la pérdida de audición que echaría el último cerrojo a sus sueños de superación. Por lo demás la dama tenía ya sus sesenta y seis años. Anotación del 5 de febrero en su Diario: «Oigo tan mal que en realidad ya no puedo seguir ninguna pieza musical». 19 de febrero: «Tengo neuralgia en todo el tronco. He vuelto a pensar que podía caer de la silla durante la ejecución y quedarme muerta». En 1892 la sordera había avanzado imparable. Tras la audición de un cuarteto de Joachim en Basilea escribe en su Diario: «Lamentablemente no oí casi nada. Seguí la obra con la partitura en la mano, pero no oí nada. El sonido era demasiado débil, y al mismo tiempo oigo una música insoportable, infernal, dentro de mi cabeza». Esto no impidió que el 26 de junio de 1895, un año antes de su muerte a los ochenta y cuatro, sorda y enferma, tocara los Davidsbündler de su esposo ante un público reducido y selecto. Anotación en su Diario: «Creo que nunca lo toqué con tanta inspiración».

Puccini escribió su Turandot con el perro del hortelano debidamente amaestrado: comiendo y dejándose comer. Se nutría de las mejores ideas musicales, pero al mismo tiempo se dejaba comer por la enfermedad, así que sus angustias y sus placeres resultaban eternamente empatados. El cáncer de laringe avanzaba con anteojeras y no se apiadaba ni del autor ni de su obra. Carta del 1 de septiembre de 1924 a su libretista Giuseppe Adami:

Esa molestia en mi garganta que me atormenta desde mayo parecía cosa grave. Ahora me siento mejor y tengo la seguridad de que es de origen reumático y mejorará con tratamiento […]. ¡Reanudaré mi labor, interrumpida seis meses atrás! Y espero llegar pronto al final de esa bendita princesa.

Tan sólo le restaba concluir el dueto de amor y el final del último acto. El 23 de noviembre llega a una clínica de Bruselas para recibir tratamiento y desde allí escribe a su amigo Magrini:

¡Estoy crucificado como Jesús! Tengo en torno a la garganta un collar que es una verdadera tortura. En este momento tratamiento con rayos X, después agujas de cristal en mi cuello y un agujero para respirar, esto también en mi cuello […]. Pensar en ese agujero, con un tubo de goma o de plata dentro —no sé cuál todavía— me aterra.

Puccini había recibido anestesia local para la inserción de siete agujas alrededor del tumor, así que en esos días el maestro se comunicaba con notas escritas: «siento como si tuviera bayonetas en la garganta. Me han masacrado». Murió seis días después de un estúpido infarto que quiso conocer demasiado cerca al genio.

Giuseppe Verdi fue otra de esas figuras que compuso a contracorriente de su nada pacífico organismo, teniendo tanto de salmón como de electrón, ya que cuando lograba remontar la corriente de agua se metía en la corriente eléctrica. En definitiva, que las enfermedades no le daban tregua. Sumido en I due Foscari (1844, 31 años) ya le aquejaban grandes dolores de cabeza, además de dolor de estómago e irritación de garganta, cuadro que le brotaba cada vez que la inspiración le llamaba a filas, de manera que las investigaciones han terminado por concluir que los infortunios de Verdi eran puramente psicosomáticos, datos que a él no le habrían reportado ningún alivio. Mismamente su Attila la concluyó en 1845 postrado en la cama y desvertebrado por dolores reumáticos y la convicción de que su obediencia era para las sirenas y no para los médicos. Estos le habían prescrito seis meses de reposo sin componer y él, obediente, se ató al armazón de la cama, pero con cuerda floja y los tapones de cera metidos en el bolsillo. Unas semanas después ya estaba en su mesa de trabajo, componiendo febril y con las sirenas comiendo de su mano. En abril de 1845 apenas salió de la cama, acosado por una férrea medicación y frecuentes sangrías para librarle de los peores humores hipocráticos. Su ayudante músico escribía el 14 de mayo un epitafio estremecedor: «el Signor Maestro aún no hace nada». Sin embargo y por suerte se impuso la flema a la bilis y en los veinte primeros días de junio el maestro compuso frenéticamente hasta dar a luz de un tirón su ópera Azira, que luego orquestó en seis días.

Grieg vivió buena parte de su vida aprendiendo cosas nuevas sobre las enfermedades pulmonares, dado que si a los músicos que gozaban de buena salud les era dado vivir comprimidos felizmente entre dos compases, a Grieg su destino le había condenado a vivir derramado entre dos pulmones, luchando por hacer pie en cada uno de ellos. En 1860, siendo un adolescente de 16 años, viajó a Bergen (Finlandia) para reponerse de una grave pleuresía, pero terminó perdiendo la funcionalidad de un pulmón y se pasó la vida arropando al otro para llevar a cabo la misión para la que había nacido, que no era otra que recuperar la salud para poder escribir lo que más le apetecía: ¡una ópera! Según declaró nunca llevó a cabo la tarea por falta de fuerzas…

La condena de Mahler era su cabeza. Con gusto la hubiera llevado de un sitio a otro bajo su brazo como hacía el fantasma de Ana Bolena si con ello los dolores le hubieran dado un respiro. Su amigo el director Bruno Walter dio fe de que en aquellos episodios las escalas musicales confluían airadamente en una sola: ¡la de Richter y sus terremotos!

Mahler sufría intermitentemente de dolores de cabeza de una intensidad poco común, como todo lo relacionado con él, que paralizaban toda su energía. Cuando tenía un ataque se veía obligado a permanecer echado y completamente inmóvil. En 1900, justo antes de un concierto con la Filarmónica de Viena en el Trocadero de París, tuvo que quedarse tanto tiempo así, acostado e inmóvil, que el concierto empezó con media hora de retraso y tuvo que armarse de valor.

La hiperbórea fuerza interior de aquel hombrecillo hacía recordar a los más soberbios personajes bíblicos, mitad voluntad, mitad espiritualidad, dos piezas básicas en un engranaje donde la enfermedad no venía a agostar la inspiración, sino a lubrificar sus dispositivos.

En febrero y marzo de 1932 Herr Arnold Schönberg (57 años) estaba metido de cabeza en el segundo acto de su ópera Moses und Aron, no para refrigerarla, sino para oxigenar sus pulmones; lo que estos le quitaban se lo daba la música. La inspiración siempre le llegaba en el último momento con música en una mano y una mochila de oxígeno en la otra. El estado en que escribió parte de su ópera es encomiable, teniendo en cuenta que padecía asma bronquial con ataques paroxísticos, un grave enfisema en ambos pulmones, bronquitis febril y episodios asmáticos que le impedían dormir de corrido. Así lo dicen dos informes médicos de marzo y abril de 1932. En septiembre de 1935 y con el asma mantenido a raya, lo que se pasó de la suya fue la glucosa, sufriendo una grave hiperglucemia que le hizo caer de rodillas sobre la partitura de su Concierto para violín. El 3 de octubre logró acodarse con algo de esfuerzo y lo reanudó, pero las notas sólo se le pusieron derechas durante ocho días y el resto fue escrito a trompicones. Aquella primera claudicación de fuerzas es visible en la página trece del manuscrito de la partitura, donde puede verse esta anotación: «Aquí me paré, cuando me quedaban por rellenar veintinueve compases que estaban sólo esbozados, y tuve que meterme en la cama el 15 de septiembre para tres semanas». En agosto de 1946 el maestro enfermó realmente de gravedad, en esta ocasión por lances de su corazón, que dejó de bombear como venía obligado por la hoja de instrucciones con la que los genios como él venían al mundo. Por suerte se actuó con premura y sólo una inyección intracardiaca logró devolverle a la vida. En las semanas siguientes, estando aún convaleciente en la cama, inició su Trío de cuerda Op. 45. Cuando un tiempo después se encontró con Thomas Mann le confesó que aquella obra era la verdadera fedataria de la cuerda floja con que atravesó esos días, explicándole cómo había impostado en ella tanto el grito de su enfermedad como el susurro de su curación. A su amigo el compositor Hanns Eisler le dijo algo con lo que muchos melómanos anclados en la tradición estarán completamente de acuerdo: «Sabe usted, me sentía tan débil que ni siquiera sé lo que escribí. Hilvané unas cuantas cosas como pude», y le mostró en una parte concreta de la partitura los onomatopéyicos y secos acordes con los que había descrito las temibles inyecciones.

Pero había alguien que no se iba a quedar a la zaga de Herr Arnold, alguien que debía emularle en todo, incluso en su amor por el tenis, así que las enfermedades no podían figurar como excepción, dado que eran una forma válida de llegar a los mismos estados creativos a través de una suerte de equivalencias. Las condiciones en las que Alban Berg escribió su Concierto para violín fueron las que traslada a sus amigos Herbert y Anna Fuchs (con Anna viviría un apasionado romance) en carta de 25 de junio de 1925 (39 años): «Sigo sufriendo ataques de asma todas las noches. A cambio he logrado avanzar considerablemente y a un ritmo de trabajo similar al de una cacería en mi Concierto». Carta de Alban a su amigo Soma Morgenstern del 28 de junio de 1928 al hilo de sus renovadas crisis de asma, que por entonces alcanzaban las veinte horas de duración:

Sólo podía dormir sentándome reclinado sobre una mesa y, en su momento, Helene venía a enderezarme. Desde hace unos días vuelvo a estar en disposición de trabajar y lo intento con Lulú. Después de una pausa en la composición de casi dos meses ya me es lo suficientemente difícil volver a trabajar con regularidad y método.

También Rachmaninov posee su cuota de participación en este inventario de doble entrada de «a tal obra, tal enfermedad». Su binomio fue Aleko-malaria. Durante unas vacaciones de verano en Borisobo contrajo aquella enfermedad y esto le permitió dedicarse durante su convalecencia a la composición, pero no a lo que por entonces le estaba quitando el sueño, su Concierto para piano n.º 1, ya comenzado, sino a algo muy distinto. Rachmaninov, alquimista en tanto fabricante, hizo buena la inversión del refrán «de aquellos polvos estos lodos» y del lodo de la enfermedad extrajo los polvos que dispersó por una partitura, adquiriendo la forma de notas musicales. Tuvo tres semanas para hacerlo, las mismas que quedaban para prescribir el plazo de entrega de una composición en opción a la Gran Medalla de Oro del Conservatorio de Moscú. Cuando poco después se la colgaban al cuello aún no se había repuesto de su enfermedad. Tenía diecinueve años y su futuro no era una promesa, sino el juramento de Dios para la posteridad. Ya al final de su vida Rachmaninov hizo patente aquel brusco engranaje de marchas que suponía la pérdida de salud, forzando tanto más el motor cuanto más se imbricaba la enfermedad en el sistema de carburación. Carta de 1940 a su amigo Vladimir Vilshau, cinco años antes de su muerte: «Mi salud anda mal. Día a día me estoy cayendo a pedazos. Cuando tenía salud era excepcionalmente perezoso. Ahora que la estoy perdiendo no hago más que pensar en el trabajo».

Stravinski se vio consagrado por la primavera primordial, eso es bien sabido; lo que quizá se desconoce es que también lo fue… ¡por un dolor de muelas! Hay en la última página del manuscrito de La consagración esta terrible confesión: «Hoy, a las cuatro de la tarde del 17 de noviembre de 1912 (domingo) he terminado la música de Le sacre con un insoportable dolor de muelas». Las caries también fueron fieles compañeras de Wagner, quien en una ocasión confirmó a Meyerbeer que había compuesto su Obertura Fausto (1840, 27 años) «con profunda angustia y entre dolor de muelas». En 1855 lo que sufrió fue el primero de los trece ataques de una dolorosa alergia dermatológica, así es que quién sabe si el famoso grito de las valkirias (¡Hojotoho!) no sería engendrado en el cénit de aquella adversidad, dado que por entonces le ocupaba precisamente el tercer acto de La valquiria. En octubre de 1858 les tocó la protesta orgánica a una gastritis y una dolorosa úlcera en la pierna, justo cuando acometía los esbozos orquestales del segundo acto de Tristán, por lo que hubo de interrumpir en varias ocasiones las legendarias escenas de amor de los protagonistas a riesgo de presentar al espectador no un amable escenario campestre, sino la sala de espera de un dentista. Aún en 1881 deseaba entonar con su Parsifal su canto de cisne en el estanque de la ópera, pero aquel canto mutaba en aullido si tenemos en cuenta que por entonces el dolor atenazaba sus intestinos y sufría frecuentes espasmos cardiacos, por lo que la composición de la obra se le hizo especialmente gravosa, hasta el punto de que, empezando el tercer acto, confesó que lo mejor sería echarlo todo a los cerdos, literalmente.

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Gershwin siempre tenía una sonrisa pintada en la boca, y en su mapa genético el tumor que nos dejaría sin la otra mitad de sus obras.

Cuando George Gershwin no sufría por su alopecia lo hacía por sus intestinos. Lo cierto es que durante toda su vida padeció de estreñimiento crónico, hasta el punto de que todas las terapias médicas fracasaron, llegando a ponerse en manos de un psicoanalista, que no le sacó de los intestinos otra cosa que dinero. El caso es que Gershwin empezó a actuar por su cuenta, llegando a anotar diligentemente en una libreta los alimentos que ingería a diario para así rastrear el origen de su enfermedad y de los intensos dolores gástricos que le consumían. La vida se le fue azotada por un tumor cerebral mientras buscaba aspirinas en la farmacopea de su casa…

Pero la palma de la resistencia se la llevó Niccolò Paganini. Resulta sorprendente que un ser tan endeble haya vivido de corrido cincuenta y siete años sin alguna muerte intermitente por el medio, aunque quizá haya acaecido y todo sea que esté sin registrar. Las actas de demolición comenzaron en 1823, contando treinta y nueve años. Unos críticos ataques de tos le mandaron a Pavía en busca de tratamiento por el afamado doctor Borda, quien le prohibió el vino, pero, para compensar, le prescribió una apreciadísima leche de burra que no dio ningún resultado, por lo que el doctor pasó al capítulo siguiente y le recetó ingentes dosis de mercurio. Justificadísima protesta epistolográfica del violinista: «Yo digo que esto es una inmoralidad. Una falta de ciencia y un abuso. Últimamente me dio opio, que calmó un poco la tos; pero perdí las fuerzas y me quedé incapaz de sostenerme o de digerir un poco de chocolate durante veinticuatro horas». Cuando un día se desmayó en un café decidió huir de Pavía y de sus médicos para arribar a Milán y ponerse en manos del doctor Maximilian Spitzer, que, como todos, tenía su panacea particular, en concreto unas píldoras, un té que hubiera encandilado a Chaikovski y, ahora sí, una botella de vino tinto y un par de costillas asadas diarias. Corría noviembre de 1823 y, aunque sea una afrenta para mis amigos médicos, lo cierto es que la salud del maestro volvió por sus fueros. Pero en agosto de 1828 Paganini experimentó una brusca recaída que ya fue definitiva. Para recuperarse viajó al balneario de Karlsbad y allí cogió unas anginas y le brotó un flemón, suficiente para hacer las maletas e irse esta vez a Praga, donde se hizo examinar por cuatro médicos, los cuales se comportaron como cuatro relojes marcando horas diferentes, por lo que el desánimo cundió en Paganini, que sólo atisbó un rayo de luz cuando, sin estar muy seguros del diagnóstico, los cuatro coincidieron, sin embargo, en la solución: operar la mandíbula inferior. La intervención fue tan desastrosa que al final no quedó más remedio que arrancar al músico todas las muelas de aquel lado. Sin anestesia, a mayor abundamiento. En 1837 Paganini residía en París, herido por la enfermedad y por una nefasta inversión millonaria en el casino de la capital que ascendía a trescientos mil francos, por cuya falta de devolución el juez le condenó a tocar en el edificio dos veces por semana so pena de multa de diez mil francos cada vez que no lo hiciera. El 17 de noviembre de ese año escribía a su amigo y abogado personal, Luigi Germi: «Padezco, desde hace un mes y medio, una parálisis de garganta que me ha dejado sin voz. El conocido doctor Magendi me consuela diciéndome que esto pasará con el tiempo. Al no poder hablar me veo obligado a contestar con la pluma en la mano a muchas preguntas». El año siguiente escribía: «Durante doce días no he podido dormir. La tos nerviosa, la fiebre y el reumatismo me atormentan sin cesar o, por lo menos, durante veinte horas diarias. Gracias a Dios he podido dormir esta mañana cuatro horas y quiero aprovechar este momento para dedicarlo a mi querido Germi». De repente creyó encontrar la salvación en Nápoles, por su clima, las aguas medicinales y los baños de lodo, pero varió rumbo a Burdeos cuando oyó hablar de un afamado galeno, el doctor Beneck, quien le exploró y prometió devolverle la salud prescribiéndole ingesta de carne cuatro veces al día y una taza de manzanilla entre las comidas. Berlioz estuvo a su lado el último año y medio de vida, y no era para menos después del histórico gesto que tuvo hacia él en diciembre de 1838, cuando recibió de Paganini veinte mil francos tras una representación de su ópera Benvenuto Cellini en la Gran Ópera. El francés nos dejó de él un recuerdo que parece una trasposición de la indefensión auditiva que colapsó en sociedad al mismísimo Beethoven:

Su tuberculosis de garganta hacía tales progresos que perdió la voz por completo y tuvo que renunciar a relacionarse casi totalmente con los demás. Sólo si uno acercaba el oído directamente a su boca podía comprender alguna palabra. Alguna vez que tuve ocasión de ir a pasear con él por París, en los días en que el sol le invitaba a salir, me llevaba una libreta y un lápiz; Paganini escribía con un par de palabras el tema que deseaba tratar. Yo hablaba lo mejor que podía y, de vez en cuando, él tomaba el lápiz y me interrumpía con sus comentarios, muchas veces sorprendentes y originales.

En agosto de 1839 se dirigió al balneario de Vernet-les-Bains, por recomendación de un prestigioso doctor de Montpellier, Guillaume, quien, tras explorarle, celebró que su dolencia se redujese tan sólo a una debilidad de los nervios causada básicamente por una excesiva actividad espiritual. Dos semanas después el estúpido diagnóstico se derretía bajo lágrimas de dolor y el violinista huía a Génova «totalmente dominado por el reuma que me atormenta». De allí viajó a Niza, donde hubo de ser desembarcado en brazos. Sus piernas ya no le sostenían; la gloria sí, pero apretaba demasiado fuerte en las articulaciones. Por entonces Paganini ya llamaba a los médicos como se merecían: «asnos».

En los últimos años como mejor se le entendía a Bartók era en el idioma de la enfermedad. 1938 fue un año difícil. Dar lo mejor de uno mismo no era de ninguna utilidad si no se hacía al destinatario correcto. El año anterior había compuesto una de sus obras cumbre, la Música para cuerdas, percusión y celesta, pero a las puertas de la segunda guerra mundial y en un país como Hungría lo importante no era dar con la composición acertada, sino con la respuesta correcta, por ejemplo a las preguntas de su casa editorial, la Universal de Viena, interesada en saber si tenía sangre alemana y si estaba racialmente relacionado con ella. Dado que los nazis acababan de invadir Austria y aquellas preguntas iban a ser cada vez más complejas, Bartók juzgó que había que saltar desde aquel erial estéril a la tierra de las oportunidades, de manera que en 1940 abandonó su patria para irse a América. Fue salir de una prisión para meterse en otra en aquel juego de espejos: en 1942 le diagnosticaron una leucemia y, salvo la inspiración, todo le fue menguando, hasta el punto de llegar a pesar cuarenta kilos. Sin embargo, en aquellas severas condiciones compuso varias de sus mejores obras: el Concierto para orquesta, el Concierto n.º 3 para piano y el Concierto para viola, que se quedó a la orilla de la doble barra final, ese cielorraso donde la vida de Bartók también quedó empotrada.

Ya lo avanzábamos en el prólogo de este capítulo: clamábamos contra la mentira de la ergonomía y de la «gran salud» (Nietzsche), sabedores de que algunas de las más grandes obras musicales no se concibieron ni en estancias cómodamente amuebladas ni en un óptimo equilibrio de órganos y sentidos. La protesta del cuerpo era una amplificación de su derecho a la atención primaria, una reivindicación de los espacios inexplorados donde la vertebración de la música era posible con un lenguaje diferente, donde la pésima vascularización de la sangre no interfería en la vascularización de las ideas, donde el cierre de unas esclusas permitía la recanalización feliz de la corriente más impetuosa: la creadora.

En sus Epístolas morales a Lucilio Séneca ofrece al joven un consejo que parece tomado en préstamo de Virgilio: «Desde un rincón se puede saltar hasta el cielo; elévate, pues, y modélate asimismo digno de un dios». Si la máxima de Virgilio era «con mi cabeza heriré las estrellas», los músicos iban más allá, porque su visita a las estrellas era doble: la primera para diagnosticarlas, la segunda para curarlas, y en el lapso entre ambas visitas ya había una obra que había sido compuesta, que estaba siendo cuidadosamente lavada en el más maravilloso de los paritorios, localizado mucho más abajo de los astros, porque el submundo del cielo estaba en el ser, y el submundo del ser en la conciencia de saberse frágil y finito. Karl Rosenkranz porticaba en 1853 su Estética de lo feo con esta cita de Fausto: «… y deja que te aconseje: no ames ni al sol ni a las estrellas, ven, baja conmigo al reino de la oscuridad». Esta era la voz que una y otra vez escucharon nuestros músicos. El riesgo era la luz.

El premio, la oscuridad.