Capítulo 7
Inspiración a uña de caballo
Just in time. Método «justo a tiempo». Esta terminología de rentabilidad fabril significaría producir aquello que se necesita justo en el momento en que se necesita y en la cantidad realmente pedida para evitar estocajes. Ningún compositor constriñó la férula de su inspiración a esa distribución racional del trabajo. Se componía para aliviar el azote bárico de la música hecha presión, para canalizar el empuje de un más allá identificado con pelos y señales pidiendo paso a gritos de dolor por empujar y ser a su vez empujado por otra criatura hecha de música que grita por lo que empuja y le empujan, y así en un ciclo infinito. La música llevaba nombre de gozo cuando el único tic tac al que obedecía era el del diapasón y no el de un cronómetro, pero cuando la demanda de música se hacía bajo pedido el just in time se enquistaba como un tumor en el trabajo rutinario y la debacle ponía su acento de color en el babel de lenguas en las que el compositor pedía de rodillas un sola cosa: tiempo. Ni más dinero ni mucha inspiración. El dinero ya estaba apalabrado y la inspiración espiritualizada. Pero el tiempo… Al contrario que San Agustín los músicos sabían definirlo con precisión si se les preguntaba por él: 300.001 kilómetros por segundo. Y es que el tiempo viajaba incluso más deprisa que la luz. Si se quería más luz se compraban kilovatios o un candil más grande, pero cuando se quería más tiempo no había más remedio que venderse al diablo. Y muchos de nuestros clásicos tal parece que lo hicieron, porque no casa fácilmente la calidad de tantas piezas como han llegado a nosotros con el brevísimo espacio de tiempo que tuvieron para alumbrarlas. El triángulo formado por tres puntos como eran presión-tensión-inspiración era lo menos parecido a un triángulo en cualquiera de sus geometrías y sí lo más parecido a un arco de triunfo en cualquiera de sus campos de batalla. Y en primera línea de combate…
… hay un montón de primeros espadas.
¡POR LOS CLAVOS DE MOZART!
La de Mozart era notablemente afilada, y dado que en Viena era de dominio común que atravesaba cuantas mantecas se le colocaran delante no constituía problema alguno para los empresarios ponerles fecha de caducidad muy cercanas. Ya había escrito para el burgomaestre Sigmund Haffner una Serenata en 1776 que, siendo muy de su gusto, había permitido que en julio de 1782 le encargase una sinfonía, la que sería su Sinfonía-Serenata, K. 385, apremiándole en su composición. Es un hito que aquel muchacho de veintiséis años, acostumbrado a más trabajos que los de Hércules, exhibiera un solo brote de desesperación como este que traslada a su padre por carta de 20 de julio de 1782:
Ahora no es poco el trabajo que tengo; en los ocho días que faltan hasta el domingo debe quedar armonizada mi ópera (El rapto en el serrallo), pues de lo contrario se presentará antes otra ópera, que obtendrá los beneficios en lugar de la mía; y además he de hacer una nueva sinfonía. ¿Cómo lo hago posible? Usted no se imagina lo que es armonizar una obra cualquiera […]. Este trabajo debo hacerlo de noche, pues de lo contrario la cosa no podría ir adelante. ¡Que este sacrificio sea por vos, mi muy querido padre! Recibiréis seguramente una cosa en cada correo, y trabajaré todo lo más rápidamente que pueda y tan legiblemente como me permita esta precipitación.
La obertura de Don Giovanni fue otro pan comido para Mozart; la compuso la mañana del día del estreno, en apenas dos o tres horas. Sin embargo, su más fiel biógrafo, Georg Nikolaus von Nissen, quien además se casaría con Constanza una vez viuda, da más verosimilitud a la versión de la propia Constanza, quien le contó tras la muerte de Wolfgang cómo este le había rogado que no le dejase dormir aquella noche, haciéndole ponche y entreteniéndole hasta la madrugada con cuentos como el de la lámpara de Aladino, la Cenicienta y otros que le hicieron reír hasta las lágrimas. Sin embargo, aquella táctica no parecía funcionar, porque se adormecía y se despertaba de continuo, sin que el trabajo avanzara como era debido, así que Constanza decidió dejarle dormir sobre el diván prometiendo despertarle en una hora, pero fue a hacerlo dos horas después, a las cinco. Afirma Nissen que «el copista debía venir a las siete: a las siete la obertura estaba sobre el papel».
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Al final de sus días, los encargos se acumularon y minaron las fuerzas de Mozart.
Entre agosto y noviembre de 1791 la actividad que desarrolla Mozart es febril. A inicios de agosto el Teatro Nacional de Praga le encarga una ópera para celebrar la coronación de Leopoldo II como rey de Bohemia el 6 de septiembre. Esa ópera será La clemenza di Tito y lo inclemente la lluvia de encargos que le tenía empapado por entonces, entre ellos uno muy especial de finales de julio, protagonizado por un desconocido llegado como caído del cielo para encargar al compositor el mismísimo infierno: el famoso Réquiem. Así las cosas tomó un carruaje rumbo a Praga y en él escribió buena parte de ambas obras. La Clemenza le llevó dieciocho días, regresando a Viena entre el 10 y el 15 de septiembre, al límite de sus fuerzas. De hecho, nuestro querido Mozart moriría el 5 de diciembre. Una vez llegado a Viena le quedaban veinte días para terminar La flauta mágica. Según Nissen en aquellos días «trabajaba tanto y tan rápido que parecía querer poner término a las angustias del mundo material refugiándose en las creaciones de su espíritu. Se fatigaba tanto que olvidaba no sólo el mundo que le rodeaba, sino hasta su misma fatiga; de pronto quedaba sin fuerzas y había que llevarle a la cama». De La flauta aún le quedaba por concluir la instrumentación, rehacer varios números y escribir la obertura, pero logró darle fin el 28 de septiembre, víspera del ensayo general. Por si eso fuera poco entre Constanza y su alumno Schikaneder le convencieron para componer una cantata masónica con el objeto de rebajar la obsesión que el Réquiem le producía. Se trata de la Cantata de elogio a la amistad, terminada el 15 de noviembre.
SOGAS AL CUELLO Y CRONÓMETROS EN MANO
Claudio Monteverdi también tenía una espada creadora afilada, pero más lo era la espada que llevaba al cinto el Duque de Mantua. Este la descubrió disimuladamente cuando hizo llamar al compositor y le encargó musicar en breve tiempo mil quinientos versos. Era lo que tenía trabajar de marinero en una Corte llena de patrones: o se obedecía o se era hombre muerto. O sea, despedido. El XVII era un siglo en el que era frecuente ver a músicos en los cruces de caminos, con el hatillo a la espalda, yéndose con la música a otra Corte, y Claudio Monteverdi prefería engrosar la lista de los humillados antes que las del desempleo, así que obedeció. El esfuerzo le dejó destrozado, hasta el punto de que escribió al duque a buen seguro la primera petición sindical que se conoce en la historia de la música: «Carezco de la energía necesaria para trabajar tan asiduamente como lo hice antes. Pues todavía me siento cansado y débil a causa del exceso de trabajo reciente. Ruego ahora a Su Alteza que, por el amor de Dios, nunca vuelva a encomendarme tantas cosas de una vez o me conceda tan escaso tiempo para hacerlas».
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Monteverdi pasa por ser el primer músico en rebelarse contra los abusos de los patronos.
Haydn tuvo muy, pero que muy poco tiempo para escribir la que creo puede ser la Sonata para piano Op. 34. Hubo de hacerlo en un suspiro, en el sentido estricto de la palabra y de lo que marcaba el termómetro. Cuenta Georg A. Griesinger, amigo suyo y biógrafo, que habiendo caído enfermo el músico con fiebre muy alta en el año 1770 (38 años) el médico le prohibió desencamarse y componer una sola nota hasta el alta. El caso es que yéndose su esposa a la iglesia para rezar por la pronta recuperación del músico se quedó a su cuidado una doncella, y no bien esta se hubo ausentado a un recado Haydn saltó a su piano «y en cuanto puso los dedos en las teclas le vino a la cabeza la idea de toda una sonata, de manera que la primera parte quedó completada mientras su mujer se encontraba en la iglesia. Cuando la oyó regresar volvió a echarse a toda velocidad en la cama y allí compuso el resto de la sonata».
Beethoven se tomaba los dichos populares muy a la ligera, y es que bien formulados eran una obviedad, pero vueltos del revés se volvían un auténtico desafío, así que ni se imaginan el partido que sacaba a aquel de no dejar para el día siguiente lo que pudiera hacer el anterior. El 18 de abril de 1800 (29 años) estrenó su Sonata para trompa y piano, encargándose de la trompa el famoso Giovanni Punto. Pero el caso es que dos días antes del estreno Beethoven ni siquiera había empezado la partitura. Juzgando que aún quedaba tiempo para algo digno se puso a ello el día anterior, pero sólo con tiempo para abordar la parte de la trompa, que pasó a limpio el mismo día 18 por la mañana. En cuanto a la parte de piano la fue componiendo en su cabeza de camino al teatro y no le quedó más remedio que tocarla de memoria y sin partitura, improvisando también sobre la marcha. El éxito fue rotundo, hasta el punto de que tuvo que ser bisada toda la obra. Desconozco si en el bis sonaron los maullidos del gato que Beethoven dio al público en lugar de la liebre, pues resulta difícil creer que la repetición hubiera sido un calco de la versión anterior. Si es que a veces Beethoven y Mozart eran tan parecidos el uno al otro como dos gotas de adrenalina. Lo mismo le había ocurrido a este último con su Sonata para violín y piano en si bemol mayor K. 454, escrita ex profeso para la violinista italiana Regina Strinasacchi. Cuando llegó el día del estreno sólo tenía pasada a la partitura la parte de ella, así que ¿para qué preocuparse? ¿No era aquello suficiente? Mozart tocó su parte al clavecín de memoria. Pero volvamos a Beethoven. Aquel 18 de abril todo había salido a pedir de boca, pero en la mayoría de las ocasiones la cosa salía más bien de la boca del estómago. Del estómago de los empresarios, para ser visceralmente exactos. Beethoven solía practicar su golpe de derecha en aquel exacto lugar. Estando previsto que su Sonata Kreutzer para violín y piano se estrenara el 22 de mayo de 1803 llegó ese día y la sonata andaba por la mitad, así que se pospuso para dos días después. El día 24 estaba previsto el estreno de la obra teatral de Goethe, Egmont, con música en directo de Beethoven. Goethe cumplió lo prometido, pero para Beethoven lo prometido siempre era deuda, así que los atónitos espectadores asistieron al estreno con la voz de los actores pero sin un solo instrumento. La obra con música se representó por primera vez ese 15 de junio. Si saltamos del Op. 84 al 72 descubrimos que la obertura de Fidelio se la tomó su autor un tanto a chirigota si tenemos en cuenta que en la víspera del ensayo general de la ópera la pieza estaba sin componer. Pero en lugar de encerrarse en su casa, y más en concreto en la habitación del pánico, Beethoven se fue a comer a su restaurante favorito con un amigo, el doctor Bertolini; si tan propicio escenario abría el apetito no había razón para pensar que no lo hiciera con la inspiración, así que el músico probó fortuna. Además pagaba el doctor. Pues bien, ese otro aparato secretor de Beethoven funcionó a la perfección y sin previo aviso cuando tras la comida pidió la carta, pero no para elegir el postre, sino para anotarlo, ya que le dio la vuelta y trazando un pentagrama empezó a garabatear una buena cantidad de notas. Poco después el doctor pagó la cuenta y Beethoven se levantó metiendo en el bolso de su abrigo la carta. El borrador de su obertura había sido bosquejado. Sin embargo, esa noche, puesto a la tarea de pasar el borrador a la partitura, algo fue rematadamente mal, ya que unas horas antes del ensayo acudieron a buscarle a casa y se lo encontraron dormido sobre la cama, con las partituras esparcidas por doquier y sobre la mesa un vaso de vino donde flotaban trozos de bizcocho. Ese día, el 23 de mayo de 1814, los asistentes al estreno de la ópera Fidelio en el Kärntnertortheater de Viena tuvieron una especie de feroz déjà vu, ya que cuando se levantó el telón notaron que aquello se parecía bastante a algo escuchado años atrás en la premiere de su ballet Las criaturas de Prometeo el 28 de marzo de 1801. Lo ocurrido era que, con permiso de Fidelio, la orquesta había decidido tocar la obertura de aquel ballet con la esperanza de que no se notase. La obertura correcta se tocó ya en la segunda función, el 26 de mayo.
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Beethoven tenía la insana costumbre de terminar sus obras subiendo los escalones del teatro el día del estreno.
Beethoven siguió armándola en 1803. Por entonces ofreció un concierto muy particular en el Theater an der Wien. A priori los problemas sólo podían estar en la imaginación de los más agoreros, ya que se tocaba su Primera sinfonía, compuesta tres años atrás, la Segunda sinfonía, concluida el año anterior, su Concierto para piano n.º 3, finalizado tres años atrás, y el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos rematado dos años antes, así que todo estaba dispuesto para respirar con holgura. El primero que dejó de hacerlo (después de Beethoven, evidentemente) fue su amigo el pianista Ferdinand Ries cuando le encontró a las cinco de la madrugada en una habitación del teatro haciendo anotaciones compulsivas y con un montón de partituras dispersas por el suelo. Preguntándole alarmado en qué estaba trabajando, Beethoven le contestó con una cuerda orquestal que más bien parecía una soga al cuello: «¡Trombones!». Se trataba del Concierto para piano, continuamente revisado por el autor desde su alumbramiento tres años antes. El único ensayo orquestal empezó a las ocho de la mañana y el concierto a las seis de la tarde, sin tiempo para que Beethoven pasara a papel pautado la nueva versión del teclado, de manera que Ignaz von Seyfried se quedó estragado cuando en la tarea de pasar las hojas al compositor durante el ensayo y en el propio concierto advirtió lo que contenían:
Lo que tenía delante era casi todo hojas en blanco. Como mucho, en una u otra página, había garabateados unos pocos jeroglíficos egipcios que me resultaban completamente ininteligibles, pero que a él le servían de indicación, ya que tocó prácticamente de memoria toda la parte del solo. Como ocurría con mucha frecuencia, no había tenido tiempo de pasarlo todo al papel. Me dirigía una mirada disimulada cada vez que llegaba al final de una de sus páginas invisibles. Se divertía enormemente con mi apenas disimulado nerviosismo.
Sigamos, sigamos con el de Bonn. No crean que con el único concierto para violín que compuso las cosas iban a ser muy distintas… Pedido expresamente para Franz Clement, concertino del Theater an der Wien, Beethoven lo terminó el mismo día del estreno, de ahí que la premiere se hiciera sin ensayos previos y el resultado fuera un fracaso, pero también exponente de una curiosidad sacada a la luz por Leopold Stokowski, ya que las prisas por escribirlo hicieron que fuera alumbrado con una malformación musicológica…
Un buen ejemplo de falta de equilibrio existe en el segundo tiempo del Concierto para violín de Beethoven —explica el director de orquesta británico—. En el mismo se encuentra indicado en la partitura que los primeros y segundos violines toquen con sordina. Pero las violas, violonchelos y contrabajos no tienen indicación alguna de hacerlo así, y por ello casi siempre tocan sin sordina. Los primeros violines llevan la melodía, que suena débil y en gran desproporción con violas y cellos, los que en tal momento tocan armonías de relativa insignificancia. Lo que realmente oímos es una melodía débil y lejana en los primeros violines con sordina, y unas armonías indebidamente destacadas en las violas, cellos y contrabajos sin sordina. La línea sonora más fuerte y evidente es la que se oye en las violas y, sin embargo, esta parte es mucho menos importante que aquella de los primeros violines en la que se encuentra la melodía.
Se ve que llegar al día del estreno componiendo era un factor de riesgo tan habitual en la época como el tabaco o el estrés. Rossini compuso la obertura de La gazza ladra horas antes de alzarse el telón, más en concreto «en el teatro mismo, donde me encerró el director, estando sometido a la vigilancia de los utilleros, que tenían orden de arrojar mi texto por la ventana, página por página, a los copistas que esperaban abajo para transcribirlo. Si no había páginas tenían la orden de arrojarme a mí mismo por la ventana».
Saint-Saëns compuso su Concierto para piano n.º 2 en sólo tres semanas para que diera tiempo a estrenarlo en la Sala Pleyel de París el 18 de mayo de 1886 (50 años), corriendo la interpretación a cargo de Anton Rubinstein. Siendo algo habitual la colección de gazapos que el ruso cosechaba en sus conciertos optó por coger la batuta en lugar de sentarse al piano, parte esta que corrió a cargo del compositor, quien después del estreno admitió que había tocado bastante mal por carecer de tiempo suficiente para prepararlo. A uña de caballo escribió igualmente Berlioz una obra impensable en otro molde acuático que no fuera el de la calma chicha: su Sinfonía fantástica. La marejada y vaivenes de notas en el interior de sus camarotes las participó, entre otros, a su hermana Nanci. Carta de 30 de enero de 1830 (26 años):
Termino de disponer todo para un gran concierto en el Théâtre des Nouveautés dentro de tres meses y medio… Para conseguir mis propósitos preparo una gran cantidad de música nueva; entre otras cosas, una inmensa composición instrumental de nuevo tipo […]. Desgraciadamente es muy larga y temo no poder tenerla dispuesta para el 23 de mayo […]; esta fiera labor me fatiga enormemente.
La misión fue cumplida sobradamente según se aprecia por carta de 16 de abril de 1830 a su amigo el pianista Ferdinand Hiller: «Acabo de escribir la última nota. Si puedo conseguir que esté lista para el 30 de mayo daré un concierto en el Nouveautés con una orquesta de doscientos veinte ejecutantes. Temo no tener listas las copias a tiempo. En este momento me siento bastante estúpido». Carta dos días después a sus hermanas Nanci y Adèle:
Estoy en uno de mis ataques de odio general. Ayer me sentía bastante distinto: la alegría de haber terminado mi sinfonía me hizo olvidar la fatiga que me produjo esa enorme composición. En este momento la siento terriblemente, y además es el clima lo que me hace sufrir como si alguien me hubiera desollado de pies a cabeza; soberbio clima.
Así como a algunos siempre les quedaba París, a Berlioz París siempre le dolía en los huesos más que en el alma.
A Debussy le pidieron algo anodino en el primer ensayo general de Pelléas et Mélisande. Que estirara la cosa. Como si una ópera en cinco actos (¡y aquella nada menos!) no fuera suficiente para solmenar los núbiles oídos de un público acostumbrado a la vieja guardia melódica en aquella transición de un siglo en el que Fauré y Saint-Saëns aún sentaban las bases. El peticionario del alargamiento fue André Messager, director musical de la Ópera Cómica de París, donde la obra se representaba. ¿Recordamos a Messager en el primer volumen de esta obra, aquel que se deshizo en lágrimas nada más bajar del podio tras el dramático fracaso del estreno? Lo que pidió a Debussy en aquel primer ensayo fue que alargase los interludios para que diera tiempo a cambiar el escenario entre los diversos cuadros, de ahí que el obediente autor hubiera de componer aquel mismo día y sobre la marcha otros ciento ochenta compases. El francés hubiera echado las manos al cuello de Gabriele D’Annunzio cuando empezó a componer El martirio de San Sebastián, pero las tenía demasiado ocupadas en escribir, anotar, corregir, rectificar y tachar una partitura que le había sido encargada en 1910 para representar en el festival de música francesa de Múnich en mayo del año siguiente, si bien el poeta italiano no tuvo listo el texto hasta febrero, tres meses antes del estreno. Las quejas de Debussy no se hicieron esperar. A un periodista de Excelsior que el 18 de enero de 1911 (48 años) le preguntó en qué proyectos andaba le habló del santo asaeteado, figura histórica que le atraía sobremanera, y le dijo:
[…] sólo una cosa me incomoda de este trabajo —afirmó—, y es que hay que terminarlo a fecha fija; me horroriza, estoy paralizado por esa idea y no puedo pensar en otra cosa. […] Habría necesitado meses de recogimiento —reveló a otro periodista— para componer una música adecuada al drama misterioso y refinado de d’Annunzio. Y me creo obligado a no producir más música que aquella que yo pueda juzgar digna de serlo: unos coros y una música de escena, pienso. Es un apremio angustioso.
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Lo que pidieron a Debussy en el ensayo general de su Pelléas era lo que se dice para «clamar al cielo». En esta imagen aparece fotografiado en 1910 por Stravinski.
Ni el texto ni la música estuvieron a la altura, así que Debussy sufrió en sus carnes parte del martirio del santo. El hombre hizo lo que pudo, pero cuando llegó la primavera le brotaron muy dentro las flores del mal y tiró la toalla. En abril enviaba las últimas hojas a su editor Durand con esta nota: «No puedo más». El agotamiento y la obnubilación causados por las prisas sólo le permitieron escribir las partes para voz y piano, corriendo la instrumentación a cargo de André Caplet.
UNA CUESTIÓN DE ESTÍMULOS
O de libretos. Los autores del libreto siempre estaban en el disparadero. A Bellini no le quedó más remedio que componer al galope su ópera La sonámbula, comenzada un 20 de enero de 1831 (30 años), sólo siete semanas antes del estreno el 20 de febrero, cuando lo cierto es que el 7 de febrero Bellini era perfecto conocedor del nombre de todos los demonios porque todos ellos le llevaban mientras esperaba por el texto del segundo acto al que Felice Romani le daba las mismas vueltas que Bellini al tambor de su pistola. Escribió la ópera en ese escaso tiempo y él mismo la tildó de «flojilla» por tal circunstancia. El estreno fue todo un éxito.
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Franz Lehár siempre recordaría la noche más nefasta de su vida.
Franz Lehár también era un compositor de compromisos firmes. Tras el gran éxito que supuso para la ópera europea La viuda alegre se afanó en lo mismo que tantos otros como Bellini o Puccini: en la búsqueda de un libreto, un libreto del que surgiera una música tal que demostrase que el éxito de la viuda no había sido un hecho aislado. El libreto le llegó por fin con el título El conde de Luxemburgo, y tal era el ardor de Lehár que se comprometió a escribir la ópera en tres semanas, fecha límite antes del comienzo de los ensayos. Del dicho al hecho sólo hubo el trecho de su férrea voluntad, pero también de su elegante autocrítica, ya que poco antes del estreno lanzó su personal andanada contra la criatura: «¡Trabajo descuidado, completamente sin valor!». De nuevo las prisas se alzaban como las peores consejeras. Sin embargo, había circunstancias en las cuales las prisas se presentaban con doble filo: no sé cuál podría ser el segundo, pero el primero era, como casi siempre, el de la espada de Damocles. La víctima: Franz Lehár. La espada: su ópera Paganini. El culpable: el famoso tenor Richard Tauber, quien teniendo adjudicado el papel principal falló en el último momento al optar por una gira por Escandinavia. Su sustituto fue el gigante Karl Clewing, poco convincente para encarnar al larguirucho Niccolò Paganini, aun con buena voz, pero completamente inepto para el baile, de manera que Lehár hubo de quedar despierto la noche antes del primer ensayo para cambiar el baile para aria del segundo acto por un dúo, sin tiempo siquiera para recibir el libreto modificado.
Verdi empezaba con fuelle sus óperas, pero lo perdía junto con la compostura a medida que se iba acercando al final. La última parte de I masnadieri le trajo de cabeza antes de su estreno en Londres, fijado por la reina el 22 de julio de 1847 (33 años), la cual desconocía que el 29 de junio il signore Verdi tenía todo el final por hacer y toda la ópera por instrumentar. Si tenemos en cuenta que el 30 de junio empezaban los primeros ensayos con piano su conclusión en tiempo y forma fue un verdadero milagro. También la parte final de Simón Boccanegra supuso una pesadilla para el italiano, dado que estando previsto su estreno para mediados de marzo de 1857 a principios de febrero Verdi seguía recibiendo en Busetto versos sueltos del libreto que Giuseppe Montanelli le enviaba desde París. Esto era un problema, teniendo en cuenta que los artistas ya estarían en La Fenice el 11 de febrero preparados para ensayar. El primer paquete de partituras llegó a Venecia el 9 de febrero, el primer ensayo se produjo el 1 de marzo y el milagroso estreno el día 12 de ese mes.
Pero no había nada como poseer un punto de altivez, de suficiencia bien dirigida. Jacques Offenbach se bastaba a sí mismo para llegar casi siempre tarde a cada cosa, lo que hacía con tanto conocimiento de causa como sentido del humor. En octubre de 1864 (45 años) se hallaba componiendo todavía el primer acto de La bella Helena, cuando el estreno en París estaba fechado para el 17 de diciembre. La carta desde Viena del 6 de octubre es de un formidable optimismo autoantropológico:
Estaré en París el lunes a las 5; llevaré el primer acto completo para la copia, de modo que podremos empezar a trabajar con él. El segundo estará listo tres días después, incluso antes si es necesario, ya que está casi compuesto por completo. Falta el tercero, pero como ya no quiero trabajar demasiado deprisa pediré por lo menos tres veces veinticuatro horas y listo.
Parece que cumplió su compromiso, si es que hacemos caso de los antecedentes: un amigo del compositor, Martinet, aseguró que el célebre cancán de Orfeo había sido compuesto en una sola noche.
En el caso de Schönberg la inspiración no tenía necesidad de llamar a la puerta si llevaba dinero en la bolsa: se la encontraba siempre abierta. El editor Wilhelm Hansen firmó un contrato con él por el que recibiría trece mil coronas de anticipo por los originales del opus 23 (Cinco piezas para piano) y de la Serenata Op. 24, sólo que estas obras ya estaban cedidas previamente al editor Emil Hertzka, que sólo había firmado la cesión a cambio de que Schönberg le diera dos obras nuevas, así que antes de que en mayo de 1923 Hansen recibiera aquellos dos opus hubo de componer frenéticamente lo apalabrado con Hertzka, concluyendo a vuelapluma sus opus 23 y 24, pero también a continuación su Suite Op. 25 y el Quinteto de viento Op. 26.
Shostakovich, como Einstein, también estaba seguro de dos cosas, si bien ligeramente alteradas: una, de la estupidez de Stalin, y otra, de la velocidad de su pulso creador. La primera no le falló jamás, pero la segunda lo hizo en la composición de La ejecución de Stepan Razin, que en realidad fue escrita dos veces. La primera en agosto de 1964, junto al lago Balatón, situado a unos cien kilómetros de Budapest, a pocos días del estreno, de manera que sólo tuvo tiempo de hacer la reducción para piano, meter la partitura en una carpeta y tomar el primer tren a Moscú para llegar al primer ensayo, siendo en el transcurso de este y a la par que el coro cantaba cuando fue componiendo la parte orquestal. Al final la diferencia era tan abismal entre la reducción y la partitura definitiva que Shostakovich se rindió a la evidencia y el estreno hubo de aplazarse.
Hay un cruel dicho árabe que reza: «Recién terminada la casa llega la muerte». A Músorgski le llegó cuando sólo le quedaban los recercos de las ventanas en su última obra, la ópera Jovánschina, sufriendo la cercanía de la muerte como una suerte de acelerón creador que le llevó a apurar al máximo el quinto acto, que quedó sólo esbozado, aun cuando el compositor, para poder llegar a tiempo, decidiera recortar partes enteras del texto de Stásov consideradas realmente importantes, manteniendo, por contra, algunas superfluas.
La uña de caballo correspondía por lo general a un caballo de batalla. Esas cabalgaduras se parecían mucho más a la del Cid que a la del vaquero de Marlboro o la de la chica desnuda de Cinzano, con el polvo, el sudor y el hierro como claves de sol, de do y de fa. Se trataba de llegar a la meta, a la doble barra final sorteando los da capo que los hicieran volver al principio, a la fatalidad, al segundo versículo del primer capítulo del Génesis, donde «la tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían el haz del abismo». Se trataba de perpetuarse en el desorden, de perfeccionarse en la desorganización para lograr que la obra no fuera hija de su sangre, sino de su adrenalina, destinada a galvanizar los oídos y no a coagularlos. Al montar esas cabalgaduras los jinetes se ponían por espuelas unos relojes de arena y se decían que no era la suerte la que estaba echada, sino el tiempo, su enemigo más brillante, más incluso que una inspiración ofuscada. No era ningún sacrificio remar en ese mar de adrenalina hasta arribar a la orilla y parir la obra justo cuando el telón se alzaba y los espectadores habían tomado asiento. Era un juego, un desafío, casi una ordalía como aquellas a las que eran sometidos los indígenas por los españoles en una América recién conquistada. Se trataba de inspirar todo el aire y ponerse a escribir para expulsar hasta las piedras de la vesícula junto con la última nota, porque las obras nacidas a orillas del colapso son tan interesantes como los seres nacidos en las fronteras. Sin lugar a dudas los músicos estaban dotados de un sexto sentido, pero también de una doble nacionalidad, porque el camino de ida jamás tenía nada que ver con el de vuelta.