Capítulo 3
Entre las matemáticas y la
numerología

Bertrand Russell no entendía nada de música, pero sí de matemáticas, y mucho. Las utilizó para algo más que como forma de ganarse la vida: como una tabla de salvación, como un salvavidas en el tempestuoso mar de la desorientación humana. De hecho, ya mayor y casi con un deje de vergüenza, reconoció que su propensión al suicidio había sido una manifestación constante en una época de su vida, vencida sólo por su deseo de saber más matemáticas. Puede pensarse que las matemáticas son la disciplina menos afín a la música, dado que la primera se mueve en pautas medidas y previsibles, mientras que la segunda lo hace según rangos creadores sujetos a la improvisación y al libre albedrío. Pero a la postre son materiales que pueden entroncarse, e incluso, en ocasiones, han podido crecer mutuamente a su sombra. Las matemáticas para un músico no son como las entendieron Fermat o Fields, un compendio de fórmulas algebraicas instauradoras de una lógica basada en apoyaturas numéricas, sino un muestrario de donde tomar esas mismas pautas lógicas para hacer del resultado una cuadratura del círculo en el universo geométrico de las artes. La pintura y la escultura son materializaciones miméticas de la realidad, el componente más risueño del fisicismo; la creación literaria es una transposición de visiones puestas de perfil para entrar por el canto de una lógica imaginativa; pero la música… ¿qué narices es exactamente la música? ¿Cómo poder describirla de tal forma que siquiera tres personas coincidan en la misma definición? Nietzsche, practicante empedernido, la entendía a la perfección, y fue la música la que le llevó a descorchar y después «recorchar» a Wagner; Schopenhauer decía que sin ella el mundo sería un error; Nerón quemó parte de Roma porque la crepitación de las brasas le sugería una tonalidad que le conectaba con los dioses; Thomas Mann vio en ella una mecánica de purificación y no necesitó quemar nada salvo sus cigarrillos para escribir su homenaje a la música, Doktor Faustus; el poeta Rainer Maria Rilke se confesaba refractario a cualquier entendimiento musical, pero no por ello dejó de perseguir el fantasma de una definición veraz y feraz, algo que logró después de varias tentativas cuando un año antes de su muerte en 1926 la definió así en su poema Música: «[…] pulsa en la estrella: cifras invisibles / se cumplen; aumentan en el espacio / caudales de átomos».

Cifras, cifras, cifras… Notas, notas, notas… Era difícil no amar la música cuando recordaba a las matemáticas, y difícil no amar las matemáticas cuando recordaban a la música, como si ambas constituyeran esas barras paralelas donde el gimnasta posa sus manos y hace del esfuerzo músculo. Pero ello en modo alguno significaba que los músicos se sintieran resplandecer con una tiza en la mano, colocados ante un encerado repleto de signos delirantes donde la naturaleza se había vuelto del revés porque las raíces eran cuadradas, los diagramas de «árbol de probabilidad» no daban precisamente manzanas y las matrices inversas nada tenían que ver con dos parturientas compartiendo paritorio. Las matemáticas fascinaban en cuanto se entendían en clave, dependían de claves, surgían y se recreaban en claves, se «enclavaban» como ciudades y se «desclavaban» de la pared como un hermoso cuadro de naturaleza muerta que hubiera de reanimarse. La música y las matemáticas se hermanaban en su compleja simplicidad: diez números capaces de explicar la teoría de la gravitación universal; siete notas capaces de dar al mundo la Novena de Beethoven. Jamás con tan poca cosa se ha podido fabricar tal cantidad de eternidad, una eternidad que al menos con la música nos vuelve locos, porque nos entra por un oído y ya no nos sale por el otro.

NOTAS Y NÚMEROS: UN ADULTERIO JUSTIFICADO

Esa desalentadora insuficiencia de la música para poder condensar la esencia en fórmulas y escupir números en lugar de notas desasosegó, y mucho, a Ravel, que se sintió profundamente incomprendido por quienes escuchaban su música con oído musical y no con oído copernicano, y así una vez exclamó: «Yo hago logaritmos, y a ustedes corresponde entenderlos». Al materialista Puccini, sin embargo, le desagradaban tales extrapolaciones, y así como Rilke llamaba a los últimos inventos de moda «cosas enlatadas que vienen de América», Richard Strauss se quejaba desde América de las cosas latosas que venían de Europa en forma de experimentaciones musicales. Cuando en cierta ocasión Franz Schalk, el director de la Staatsoper de Viena, le mostró la partitura de La mujer sin sombra, de Strauss, Puccini le echó una ojeada y la apartó con una mueca de disgusto para arrojar una conclusión babélica: «¡Son logaritmos!».

Béla Bartók era un apasionado de la simetría y en esa medida trató de llevar el mismo rigor matemático, casi místico, a su música, siendo la serie de Fibonacci aquella en la que encontró los patrones más ergonómicos donde poder acomodar su creatividad. La citada serie dispone los números de esta forma: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34 y así sucesivamente, de manera que cada número de la secuencia es la suma de los dos que le preceden. Véase lo que el musicólogo Jonathan Kramer entresaca de la fuga de su Música para cuerdas, percusión y celesta, compuesta entre 1933 y 1936:

La longitud total de la fuga de 89 compases (en realidad 88 más el silencio final) está subdividida en 55 más 34 por el clímax del movimiento. Los primeros 55 compases están agrupados en 34 más 21 por la supresión de las sordinas y la entrada de los timbales. Los últimos 34 compases están agrupados en 13 más 21, por la reposición de las sordinas. La exposición de la fuga es de 21 compases de longitud. La última extensión de 21 compases está subdividida en 13 más 8 por un cambio de textura. Y así seguiríamos, hasta el más ínfimo de los detalles. Esta estructura penetrante no es una artimaña. Es un modo único de integrar la música y es la fuente de su potencia y su energía.

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Béla Bartók era un auténtico místico de los números, a los que amaba tanto como a las notas.

Tanéyev era un bicho raro que renunció a su cuantiosa herencia y prefirió, como los jainistas, irse al campo a observar de cerca todas las manifestaciones biotípicas de la naturaleza mientras un ama de llaves cuidaba de su absoluta incompetencia para las cosas cotidianas de la vida. Dado que poseía una mente ultramatemática advertía combinaciones seriales hasta en el chorro de agua que salía del estropajo al escurrirse, y de ahí a entender que también la música poseía esa estructura interna programada matemáticamente sólo había un parpadeo. Cuando un tiempo después volvió a la ciudad para dar clases en el conservatorio de Moscú la asignatura no podía ser otra que la de contrapunto. Por sus manos pasó un joven Rachmaninov de quince años, que encontró aquella disciplina «horriblemente insulsa». No opinaba eso mismo Berlioz de su maestro Anton Reicha, gran amante de las matemáticas y, por tanto, abocado a enseñar la disciplina contrapuntística, siendo el compositor francés uno de sus alumnos más aventajados en el Conservatorio de París. Sostiene Berlioz en sus Memorias, bastante más indulgente que Rachmaninov, que «Reicha enseñaba contrapunto con sobresaliente claridad; me hizo aprender mucho en corto tiempo y con pocas palabras». El propio Reicha, que además tocaba muy bien la flauta, estaba convencido de que la aportación vitamínica de las matemáticas a la música le ayudaba a generar musculatura y a reforzar su sistema inmunológico. Cuenta Berlioz cómo en una de sus clases Reicha les había descubierto las ventajas de utilizar notas musicales en lugar de números para trazar operaciones aritméticas, si bien a muy pocos habría logrado convencer con sus confusas explicaciones: «Es a las matemáticas —decía Reicha— a las que debo haber alcanzado un completo dominio de mis ideas; las han dominado y enfriado, cuando antes me conducía salvajemente, de manera que al someterlas a la razón y a la reflexión han redoblado su poder». El propio Berlioz juzgaba años después muy poco convincentes estas explicaciones, y razón llevaba más que un santo:

No estoy seguro de que sea tan correcta esta idea de Reicha como él creía, o de que sus facultades musicales ganaran mucho por el estudio de las ciencias exactas […]. Quizá su amor por el cálculo fue todavía más dañino para el éxito y el valor de sus obras, haciéndolas perder en expresión melódica o armónica, en efecto puramente musical, lo que ganaban en combinaciones difíciles, en obstáculos vencidos, en filigranas extraordinarias, hechas más para los ojos que para los oídos.

Sí, Berlioz tenía toda la razón, la belleza de las matemáticas debió quedarse en la libertad de los encerados y no recluida en las partituras. De aquellos es posible zafarse con un sencillo borrado, pero en las partituras, una vez clavada la nota a cualquiera de sus cinco líneas, se queda ahí por toda la eternidad.

También Beethoven, como Bertrand Russell, decidió seguir adelante en la vida para aprender más matemáticas, básicamente porque sólo sabía sumar y restar. Un testigo de primera fila como Jean Chantavoine, primer editor de sus cartas y manuscritos, recuerda cómo el compositor «estuvo toda su vida incómodo ante las más simples operaciones; teniendo que multiplicar 13 x 24 le veíamos en un borrador sumar doce veces al mismo 24 el número 24». A Bach también le apasionaban los números. Padre de familia más que numerosa, hasta veinte sabía contar de maravilla, pero supongo que a partir de ahí se aburría o se atascaba, clamando por alguna diversión inofensiva, como la del emparejamiento de números y su traslación a las partituras. Con tanto fervor se sumió en la tarea que estoy convencido de que en algún momento no llamó a sus hijos por su nombre, sino adjudicándoles un número y cantándolos como cartones de un bingo. En la biografía de Bach que escribió Karl Geiringer en 1966 le descubre cómo el número 14 cruza parte de su obra por ser el que más claramente simboliza a «Bach» a tenor de la equivalencia numérica en el orden alfabético: B=2, A=1, C=3, H=8. La suma es 14, pero la cifra invertida se convierte en 41, que a su vez representa «J. S. Bach», pues la jota es la novena letra y la ese la decimoctava, de manera que 9 + 18 + 14 arrojan 41. Prueba de este utilitarismo numérico es el arreglo de su último coral, donde los números se emboscan como letras y viceversa. Además de eso, uno de sus muchos méritos fue el de formar parte de la Sociedad de las ciencias musicales, pero fue demorando su entrada sin necesidad de contar con los dedos, de manera que sólo cuando hubo trece miembros accedió a ello.

Bruckner no vivía en los números, sino en la numeración, que es muy diferente. No viajaba como Bartók al centro numérico de la tierra, sino que se bajaba de los números en marcha y se limitaba a contemplar como espectador fascinado el mágico espectáculo de las cosas tal como surgían al mundo a condición de ser numeradas, contabilizadas. Los números no eran el fin, sino el instrumento, el aserradero donde hacer posible la multiplicación de los panes y los peces y saciar así el hambre de saber. La obsesión de Bruckner por los dígitos iba más allá de una predilección cuesta abajo y apuntaba con mira de precisión a un cuadro obsesivo compulsivo. Según desvela Jonathan Kramer:

Numeraba cuidadosamente las líneas de los compases de sus partituras. Llevaba la cuenta de los compases contenidos en cada frase que escribía y de las veces que repetía diferentes figuras en sus sinfonías. Contaba las estatuas junto a las que pasaba durante sus largas caminatas, y si sospechaba que se había olvidado de alguna volvía sobre sus pasos para verificar la cuenta. Trataba de descubrir la cantidad de diferentes cosas, por ejemplo cuántas torres municipales había en Viena. También llevaba listas de las plegarias que rezaba cada día, de las veces que había repetido ciertas plegarias en particular, la frecuencia con que había bailado con distintas jóvenes en los bailes y por cuántas mujeres se había sentido atraído.

Tan exhaustivos apuntes me recuerdan inevitablemente a los cuadernos de conversación de Beethoven, sólo que los de Bruckner no son los de un hombre sordo, sino algo más enloquecedor: los de un hombre condenado a escuchar los susurros de cada piedra.

RAYANDO LA SUPERSTICIÓN

Pero en la música uno también podía emboscarse, hallar en ella no tanto un refugio cuanto una mascarada para entrar en el baile de las apariencias y pasar desapercibido. La música se convertía así en un tráfico lícito de mercancías subjetivas donde era posible ocultar cualquier alijo: la autoafirmación personal, el amor por una mujer, el hallazgo del sexo angelical… Algunos descubrieron que los pentagramas eran un buen zulo donde esconderse, o donde dejar prescribir sus secretos. Robert Schumann fue muy considerado con su Op. 1, ya que, lejos de terminar quemándolo, lo que hizo fue dispararle a quemarropa algo de lenguaje cifrado. Así es como surgieron las famosísimas Variaciones Abegg, cuyo nombre, perteneciente a una familia de Mannheim por él conocida, le sirvió para jugar con la notación alemana e introducir una célula temática que cimentaba toda la pieza: A (la) — B (si) — E (mi) —G (sol) — G (sol). Catorce años después, en 1834, utilizó el mismo procedimiento cifrado aprovechando la temática de su Carnaval Op. 9 e introdujo nuevamente esas posibilidades de ocultación. Así es como la célula ASCH recorre la obra como una sombra protectora en el ensamblaje de notas que predica el nombre de aquella localidad donde vivía su amor juvenil Ernestine von Fricken: A (la) — E (mi bemol) — C (do) — H (si natural). Robert era un enamorado de estas taraceas musicales. Para su Fantasía en La menor para piano y orquesta, de 1841, utilizó el motivo de Chiara, que era como llamaba en la intimidad a su esposa Clara, elaborando la célula C-H-A-A (do-si-la-la), que cruza el único movimiento de esa obra que, con el posterior añadido de otros dos, terminaría en 1845 convirtiéndose en el Concierto para piano en La menor Op. 54, estrenado el 1 de enero de 1846 con Chiara al piano. Ni que decir tiene que aquella declaración de intenciones cifrada era un recurso fantástico para los pretendientes tímidos como Johannes Brahms: a falta de dinero para hacer regalos de comprensión más directa lo mejor era tender una partitura garabateada y de paso obligar a la pretendida a estudiar toda la carrera de música como único medio de conocer las verdaderas pretensiones del galán. En el verano de 1858 Brahms (25 años) conoció en Göttingen a Agathe von Sie , iniciándose algo parecido a un boceto de relación sentimental que no cuajó por el mismo motivo que dejó al músico sin tocar su estado civil: su eterna inseguridad con las mujeres. Para ella forjó el segundo tema del primer movimiento del Sexteto de cuerdas n.º 2, Op. 36, jugando con las letras de su nombre: A-G-A—(T)H-E.

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Couperin hubiera sido un perfecto descifrador de claves en cualquier guerra que le hubiera requerido.

Couperin era todo un bromista. Le encantaba el lado más visible de la existencia, que era también, por suerte, la parte más lúdica. Sólo que no tenía amigos de su cuerda para jugar a su antojo, de ahí que se decidiera por jugar al amigo invisible con el compañero más invisible de todos: la posteridad. Como en la Francia del siglo XVII la moralina ponía palos a las ruedas de la imaginación, Couperin, más contenido que el coprofílico Mozart, hubo de automedicarse con los suficientes antidiarreicos como para evitar la tentación de manchar los títulos de sus obras con otra cosa que no fuera buen humor. Así pues, se dedicó a porticar de la forma más pintoresca más de doscientas obras, optando incluso por algunos títulos en clave, lo que le convierte en pionero del lenguaje bélico cifrado. Por ejemplo, para el título de su obra Les fastes de la grande et ancienne ménestradise (donde ménestradise equivale a ‘Corporación de músicos callejeros’) optó por sustituir cada vocal de la palabra por una X, así que el resultado se convirtió en algo deliberadamente farragoso y… ¡extremadamente complicado para buscar en Youtube!: Mxnxstrxdxsx.

Para Alban Berg sólo podía restablecerse el equilibrio de la naturaleza no repoblando en los bosques las especies protegidas o erradicando la presencia de óxido en los mares, sino ampliando o reduciendo la presencia de cualquier cosa hasta alcanzar la cifra óptima, el punto climático de la numeración: el 23. Allá donde se diera esta cifra Berg se sentía a salvo, como también donde asomaran los propios dígitos que la formaban. En una carta de 1925 escribe a Schönberg cómo el número 3 se erigió en protagonista decisivo para la composición de su Concierto de cámara, no siéndole precisamente incómoda la notoriedad que en detrimento de la música alcanzaría como matemático a poco que se lo tomara un poco más en serio; con este prurito analítico explicaba a su colega que su fama de matemático experimentaría un incremento proporcional «al descenso que sufriría, al cuadrado de la distancia, su imagen de compositor». Pero ese Concierto de cámara dio para mucho más, siendo buen ejemplo de cómo Berg descomponía todo en un caos de posibilidades que recomponía buscando analogías, equivalencias, coincidencias y hechos fortuitos. En carta a su amante Hanna Fuchs le comunica que ha de terminar un concierto (el de cámara) iniciado hace tiempo, refiriéndole cómo por una increíble coincidencia involuntaria su segundo movimiento, «el más bello, el central, empieza (¡qué profecía!) con nuestras iniciales»: H. F. en dos compases de la clave de sol y A. B. justo debajo de ellos en la clave de do. Al supersticioso Berg le perseguían los números do quiera que iba, y ya no digamos si debía tomar el tren; supongo que una vez le era expedido el billete lo miraba espantado, dado que en el número podía ir encapsulado nada menos que su destino. En aquella misma época escribía una carta de 23 de mayo de 1925 a Herbert Fuchs y a su esposa Hanna: «Por lo demás el viaje se desarrolló bajo la influencia de mi número 23. El vagón tenía el número 946. El billete igual». El 16 de noviembre de 1926 Berg seguía dando la tabarra a la señora Fuchs con su número filosofal: «[…] El libro que el otro día casualmente sostuve en mis manos, Las flores del mal, de Baudelaire, en cuya página 46 (2 x 23) se encuentra De profundis clamavi». Nueva carta a Hanna el 4 de diciembre de 1929 con su obsesivo y recurrente emblema: «En febrero cumplo 46 años. 46 son dos veces 23».

Alguien de quien Berg habría huido sin pensárselo dos números era la soprano francesa Lily Pons, quien desafiaba las leyes de la superstición más asentada afirmando que su número fetiche era el 13, al que tenía como hijo de los mayores malentendidos y padre de los mejores augurios. La Pons había nacido un 13 de abril (en otras fuentes figura un 12) y lucía un pendiente con ese número grabado. La extravagancia la llevó a que sólo cuando su marido, el director orquestal Andre Kostelanetz, se le hubo declarado trece veces accedió a casarse con él. Pero si el 13 era una buena puerta para las venidas también lo era por fuerza para las idas: Lily Pons murió en Dallas un 13 de febrero, a los 77 años. Hermano de superstición era el bajo Ezio Pinza, que también sentía amor por las contracorrientes pronosticando en el número 13 todo tipo de salvoconductos para el éxito. En su maleta, además de seguramente trece pañuelos y trece mudas, también llevaba para sus giras una muñequita rota que usaba como talismán y que sentaba en las cómodas de sus habitaciones. Al 13 también se abonó el mismísimo Wagner, abocado como venía a ello fruto de tantas coincidencias como inventaría el musicólogo Adolfo Salazar:

Día 13, número de la suerte para Richard Wagner, que contaba 13 letras en su nombre, que había nacido en un año terminado en 13 y cuyas cifras sumaban 13 (1813); que tenía que escribir una nueva ópera para que el total de sus obras alcanzase la cifra de 13, y que, por la magia misteriosa de los números, iba a morir un día 13.

Otro que murió en olor de santidad un día 13 fue Arnold Schönberg. No podía ser otro día, ya que le tenía auténtico pavor, hasta el punto de que era deber cristiano advertírselo al resto de los mortales, y así es como en la página 12 del manuscrito original de su Concierto para violín hizo una anotación en el compás 169 para recordar que era el producto de 13 x 13. Aquel pavor era tal que el título de su ópera dedicada a Moisés y Aarón lo escribió Moses und Aron prescindiendo de la doble «a» para evitar que las letras sumaran el fatídico número. Estando gravemente enfermo en los días previos a su muerte, tanto él como su mujer encararon la jornada del día 13 de julio con pánico, llegando a contratar a un médico personal para que atajara cualquier golpe de guadaña. Fue inútil. El problema de Schönberg era que la Parca no sabía de supersticiones, y así fue como se cumplieron los tremendos versos de Rilke: «La muerte es grande. / Somos los suyos de riente boca. / Cuando nos creemos en el centro de la vida / se atreve ella a llorar en nuestro centro».

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Schönberg llevaba dos cosas al extremo de la fatalidad: la falta de fama y el número 13.

Doce polonesas, veinticuatro estudios, veinticuatro preludios, veintiún nocturnos, cuatro baladas, cuatro impromptus, cuatro sonatas (incluyo la de chelo), cincuenta y una mazurcas, cuatro scherzi y quince valses. Saben perfectamente de quién hablo, pero no quizá por qué lo inventarío, y es que, efectivamente, no hay rastro del 7 ni de sus peligrosos múltiplos. Vayan a saber por qué razón Chopin llevaba la contraria a un pueblo tan inteligente como el egipcio y aborrecía ese número, hasta el punto de que sólo pensar en él le producía sarpullidos. Los séptimos días de cada mes se los pasaba prácticamente bajo las sábanas, rezando por que se marcharan pronto y a ser posible sin dejar rastro, de manera que ese día no se le ocurría emprender un viaje, alquilar un apartamento, salir a la calle, alquilar un chaqué por si escondía una aguja infectada, firmar un contrato por si le llevaba a la ruina, y así un largo inventario de peligros ocultos, más irreales que reales, pero aventurar a estas alturas su verosimilitud se parecería más a una paradoja de Zenón que a otra cosa, así que nos quedaremos sin saber qué hubiera pasado si un día 7 un incendio declarado en su edificio le hubiera obligado a bajar a la acera. Sin embargo, me brindo a ofrecerles una pista fiable: prueben a escuchar la séptima pieza de cada ciclo y descubran si está escrita con demasiada prisa… ¡o con demasiado miedo!

Shostakovich aprendió, gracias a Stalin, que no había mejor lugar para esconder su música que en la propia música. Dado que se debía devoción al gran padre de la patria el temor reverencial era el sentimiento más sano que podía rendírsele, de manera que todo enaltecimiento de la propia persona que se exteriorizara era merecedor de duros castigos, constituyendo un imperdonable desafío al decreto por el cual la música tenía un solo destinatario y una única razón de existir: el pueblo, en el que quedaba subsumida la individualidad del autor. La tragedia era que Shostakovich podía permitir el castigo a su persona, pero nunca a su música, así que optó por cifrar su sentimiento de afirmación personal para que sólo los entendidos supieran quién era el amo de los sonidos una vez silenciados los ruidos de las armas. Cuando compuso su Concierto para violín n.º 1 en 1948 el paternalismo de Stalin se hallaba en un apogeo que se había iniciado con la famosa purga de 1937 y no había perdido intensidad, de manera que en el segundo movimiento de la obra incrustó soterradamente las notas «Re, Mi bemol, Do, Si», que en la nomenclatura alemana se convierten en D/Es/C/H/, célula semántica que se corresponde a las claras con las iniciales del compositor: «D. Sch.». Esta fórmula sería también utilizada en su Décima Sinfonía, iniciada en julio de 1953, o sea, muerto Stalin tres meses atrás, pero no el estalinismo y los adláteres del muerto, más atentos que nunca a las tentaciones de rebelión artística en una época donde tan sólo se había muerto el perro, pero no su rabia. Aquella célula la hallamos en el segundo tema del tercer movimiento y al final del cuarto movimiento.

La enseñanza de Shostakovich es que hubo una época en la que al músico no le valía con trabajar en lo que le gustaba, ni siquiera en lo que creía, sino en aquello que con más tesón soportaba. Había mucha ciencia inexacta en las decisiones de Stalin y los números le cantaban femeninamente atiplados, de puro emasculados, porque con él nunca se sabía en qué día, en qué hora, en qué instante decidiría castrar un número para impedirle engendrar el siguiente. Veinte millones de muertos es un buen número para pasar a la historia con vergüenza, pero con una vergüenza muy distinta a la que el buen Bruckner sentía cada vez que una muchacha lo sacaba a bailar. En Rusia, entre los años 1937 y 1953 trabajar hasta morirse de agotamiento era un raro privilegio que ponía el complemento circunstancial a aquella frase estampada a la entrada de Auschwitz, la de que el trabajo les haría libres… pero sólo para decidir la forma en que querían morirse.