9

El libro se ha acabado. Susan lo ha visto consumirse ante sus ojos a través de hojas, párrafos, líneas, palabras, hasta el capítulo final. No queda nada, se ha extinguido. Ahora ella es libre de releer o revisar fragmentos, pero la novela está muerta y nunca volverá a ser la misma. En su lugar, por la grieta que ha dejado silba una ráfaga de viento semejante a la libertad. La vida real, que vuelve para poseerla.

Antes de regresar a sí misma necesita silencio. Una quietud absoluta, ningún pensamiento, ninguna interpretación o crítica, sólo silencio en memoria de la vida leída y ya acabada. Más tarde pensará en ella. Hará un resumen, conseguirá comprender lo leído y decidirá qué decirle a Edward. Pero todavía no.

El regreso a la vida real contiene un estremecedor elemento de terror que, oculto por la lectura, aguarda para abalanzarse sobre ella como un ave de presa desde un árbol. Susan lo elude: tampoco se siente preparada para eso todavía. Arriba están los chicos, que regresaron a mitad del último capítulo: ahora es la hora de ellos. Los oye reír y gritar. Coloca la tapa a la caja y pone ésta en el estante, echa un vistazo a las habitaciones, la puerta principal y la trasera, apaga las luces, sube las escaleras.

Los tres están en el suelo del cuarto de Rosie. Ésta ya se ha puesto el pijama. Dorothy y Henry tienen el rostro insólitamente encendido.

—Hola, mamá —la saluda Dorothy—. ¿Sabes una cosa?

—Henry está enamorado —interviene Rosie.

Él sonríe; la sensación de triunfo es superior a la turbación.

—Qué estupendo. ¿De quién?

—De Elaine Fowler —informa Dorothy.

—Valiente novedad. Henry lleva un año enamorado de Elaine Fowler.

Rosie parece decepcionada. Henry murmura:

—Esto es distinto.

—Ha entrado en una nueva fase —diagnostica Dorothy.

—Una nueva fase. Magnífico.

—¿Qué has hecho esta noche, mamá? —pregunta Dorothy.

Susan Morrow se sorprende.

—¿Yo? Pues nada. He terminado una novela.

—¿Cómo era? ¿Buena?

Susan no está preparada para esa pregunta. Pero se encuentra de nuevo en el mundo real, donde es hora de discriminar y ser responsable.

—Sí —responde—, bastante buena.

Más tarde, su mente se relaja y la novela se disuelve. Es imposible decir cuándo. Puede que cuando ya está en la cama, con la casa a oscuras. Posiblemente antes aún, de manera subliminal, mientras cerraba las puertas o hablaba con los chicos. Es imposible asignar un momento a su pensamiento o desplegarlo en una secuencia. Aunque es consciente de que una ominosa realidad se ha instalado en su mente, la posterga todavía para habitar más tiempo en el libro. Recuerda su congoja por el Tony de las últimas frases como una puñalada de aflicción personal. La intensidad se mitiga cuando piensa en ello, como suele ocurrir con esas cosas. La escena del agua, al final, le recuerda algo. Pero ¿comprende por qué Tony tiene que morir? Rememora los hechos, ve el itinerario que conduce a la muerte, su forma atravesando el bosque. Él iba camino de Maine, adonde finalmente llega. A Susan le gusta el final más de lo que esperaba, pero ignora si es correcto o si resuelve los interrogantes planteados. Eso requiere una evocación y unos pensamientos para los que no está preparada, si es que llega a estarlo alguna vez, pues ahora ni siquiera está segura de que importe. Si se lo pregunta a Edward, él la tomará por tonta.

El olvido va siguiendo el rastro de su lectura como los pájaros que se comen las migas de Hansel y Gretel. El sendero que arranca del principio está borrado por las malas hierbas. Han sepultado los cadáveres de la mujer y la hija de Tony Hastings y sepultarán también a Tony. Susan intenta recordar escenas. Helen sentada en la piedra al borde de la autopista, pobre chica. Helen como Dorothy, también como Henry. Ray, el comadreja, ¿de dónde salió? Recuerda al Tony acongojado mirando la casa de Husserl (¿qué te hizo darle ese nombre al vecino?). Tony, hombre de buena posición. La turba su superioridad, verlo pasar súbitamente de una postura a otra, buscando cubrir un cuerpo ardiente cuando lo que necesitaba era el agua helada. Susan en la piel de Tony.

Ella conoce esa carretera montañosa como si hubiera estado allí. La ve con la misma claridad con que el ciego Tony veía el árbol al que disparó. El claro, los maniquíes, la caravana en la curva junto a la carretera. Y Tony tropezando con el cadáver de Ray. Pero en torno a sitios como ésos el ácido quema, las páginas se arrugan y contraen.

Existe una sensación de que quedan cabos sueltos, pero a ella le cuesta recordar. Querría saber qué ocurrió aparte de lo narrado. Allá en el refugio: ¿qué historia les contó finalmente Bobby a sus colegas? ¿Le creyeron? ¿Importaba? Louise Germane, excluida y olvidada, le da lo mismo.

La casa en Maine con su galería y sus persianas tiene el aspecto de su propia casa, que Edward visitó a los quince años y nuevamente después de casarse. Todas aquellas persianas. Ve a Tony mirando la casa con su modélica protección lumínica, y percibe significados indefinidos que la rondan. Se pregunta si son reales o es sólo su imaginación, y cuánto tiempo le llevará averiguarlo, si es que alguna vez lo averigua.

Quiere hablar, no quiere hablar. ¿Qué puede decir? Le da vergüenza admitir ante Edward cuán ciega se siente. Si los lectores pudieran limitarse a aplaudir y los escritores a agradecerlo con una inclinación de cabeza… Ella puede hacerlo. Puede aplaudir, decirle sinceramente a Edward que la novela le ha gustado, y eso constituye un alivio. Postergar la crítica. Le ha resultado entretenida y ha sentido pesar cuando ha terminado. Eso lo complacerá. ¿Se la recomendarías a tus amigos? Depende del amigo. ¿Se la recomendarías a Arnold? Seguro que sí. Se lo tendría merecido.

El oculto miedo que continúa soslayando en algún rincón de su mente: ése es su problema personal. No tiene nada que ver con el libro.