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Susan no volvió a ver a Edward hasta ocho años más tarde, en Chicago. Ella entraba en la universidad. Él ya estaba allí, estudiando Derecho. Su madre la animó a buscarlo, pero ella no quería hacerlo.
Se sentía sola y triste en aquella universidad: no tenía amigos, no conocía a nadie. Dejaba atrás a un novio llamado Jake, que se mostró ofendido por su marcha y prometió serle infiel. Vivía en una residencia estudiantil y asistía a clase en un macizo edificio gótico de gruesos muros y vidrieras estrechas al que se entraba por un vestíbulo abovedado, semejante a una alcantarilla, a través del cual soplaba el viento. Ella escuchaba el mensaje de la arquitectura en los recintos de piedra, los susurros de los profesores que nunca alzaban la voz, la cauta urbanidad de sus compañeros, que guardaban las distancias con ella. Con inteligencia, procuraba distinguir la tristeza estacional del otoño (los edificios grises un tanto blanquecinos con la caída de las hojas) de su tristeza personal (Jake, la infancia, la libertad), y ambas de la enclaustrada tristeza intelectual, rodeada de un barrio negro incendiario al que se consideraba peligroso.
En alguna parte de aquel ajetreado monasterio estaba Edward. El antagonismo de Susan se había disipado hasta convertirse en nostalgia, pero no hizo ningún esfuerzo por buscarlo. En vez de eso, él la encontró por accidente. Susan iba por la calle Cincuenta y siete hacia la librería cuando oyó que le gritaban: ¡Espera, Susan! Qué guapo estaba, qué cambiado: tranquilo, alto, magnífico. Edward le tendió la mano y dijo: Sabía que estabas aquí. Iba bien vestido, con chaqueta y corbata, llevaba unas gafas resplandecientes. La cogió del codo y la condujo al interior de Steinway’s. Ven a tomarte una coca-cola conmigo.
Dos antiguos niños que se encuentran, pasada la infancia: la principal preocupación de los dos consiste en demostrar que ya no son niños. Eso hace que se muestren extremadamente corteses y hasta amistosos. Mutuo interés por padres y hermanos. Discretos alardes de un refinamiento reciente, además de una ensayada propaganda para explicar las respectivas decisiones existenciales. Ningún recuerdo sobre lo abominables que habían sido las cosas. Él estaba estudiando Derecho; ella, Literatura Inglesa. Él vivía en un apartamento, ella en la residencia. La gratitud de Edward: No he dejado de agradecer la bondad de tus padres.
Le enseñó los alrededores, se vio con ella en el comedor universitario, la llevó a los otros lugares donde los estudiantes solían ir a comer: Ida Noyes, International House. Le enseñó las librerías de viejo, el Instituto Oriental y el Museo de la Ciencia y la Industria. Le mostró cómo ir al centro en el Intercity, la acompañó al Instituto de Arte y al acuario.
Susan estaba asombrada de cuánto había cambiado Edward: ¿una piel enteramente nueva o un cambio de piel? Él le dijo: Ya no soy el mocoso maleducado de antes. Era cortés, caballeroso. Todo esto tenía lugar antes de que la caballerosidad se volviera obsoleta, y la suya era tan estricta que Susan no podía evitar que la pusiese nerviosa: caminar por la acera del lado de la calle, sostenerle las puertas abiertas, apartarle la silla para que se sentara, antiguallas triviales. Sin embargo, lo encontraba encantador. Cúlpese al antagonismo previo. Susan tenía tan mal recuerdo de los antiguos modales de Edward que la amabilidad que vino a sustituirlos adquirió la condición de auténtico glamour.
El cambio más interesante era que ahora estuviera permanentemente maravillado. Agudo contraste con el Edward de quince años, que lo sabía todo y al que cualquier cosa asombrosa y sorprendente lo aburría de manera ostensible. Ahora, él era todo sorpresa. Lo sorprendían la ciudad, la universidad, el tráfico, el azul del lago, el humo de las siderúrgicas, los peligros del barrio negro, la sensatez y los conocimientos de los profesores, la complejidad de la ley, el esplendor de la literatura. Durante un tiempo, Susan se sintió confusa, pues aquello parecía invertir el orden normal según el cual el asombro inocente precede al aburrimiento por saturación. Sin duda, a los quince años él había preferido ocultar su asombro porque era un modo de parecer más adulto. Con veintitrés, en cambio, la política consistía en mostrarse, de ser necesario, aún más sorprendido de lo que realmente estaba. En términos generales, a ella le gustaba el cambio, aunque más tarde, a medida que percibía lo ensayado que estaba, acabó por hartarse.
Pronto descubrió que, a pesar de sus modales encantadores, Edward había sufrido una herida irreparable: le habían roto el corazón. Se había comprometido con una chica llamada Maria, que lo había plantado para casarse con otro. Plantado: una buena palabra pasada de moda. No parecía desconsolado. Se mostraba vigoroso y entusiasta acerca del futuro. Pero el desconsuelo era un estado de ánimo secreto que Susan podía compartir. Se le ocurrió que también ella tenía el corazón destrozado, debido a Jake, que, para vengarse de que ella hubiera optado por una carrera, había decidido viajar por el mundo y cortejar chicas. Susan y Edward podían compartir su desconsuelo. Eso les daba un tema de conversación y los protegía mutuamente, como hermanos: puesto que sus corazones estaban destrozados, no había necesidad de preocuparse por ellos.
Casta y platónica: ésa fue la engañosa situación que condujo a la seducción de Edward por parte de Susan, o a la de Susan por parte de Edward, tanto da, con el resultado final de su matrimonio y posterior divorcio. Tener el corazón destrozado significa disponer de una historia, y las suyas, con sus repeticiones y ampliaciones, hacían que se sintieran cerca el uno del otro. Más Edward que Susan, puesto que ésta no tenía mucho que decir acerca del Sinvergüenza de Jake. Él hablaba y ella escuchaba, con interrogantes y consejos, sabiendo ambos perfectamente que lo que importaba no era la historia, ni Maria, sino el acto mismo de contarla y escucharla. Aquello continuó durante el invierno. Ella le preparaba la cena en su apartamento, algo propio de una hermana, y hablaban sobre sus heridas hasta las tres. El compromiso matrimonial. La volubilidad de la chica: demasiado joven para tenerla atada. Edward se mostraba de acuerdo con cuanto Susan decía.
Reflexionando sobre el pasado desde la superioridad del presente, Susan se da cuenta de que el desconsuelo de Edward no era más que una puesta en escena de su modo de ser normal tal como él mismo la animaba a verlo. Es decir, la noción de que la vida siempre lo había herido y seguiría hiriéndolo, y de que él no paraba ni por un instante de intentar ser fuerte.
En esa época, Susan nunca le preguntó por qué razón se sentía más herido que nadie. Había suficientes elementos específicos para que aquello sonara plausible: la muerte de su padre, la pérdida de su hogar, que nadie cuidara de él excepto los padres de Susan. Lo de haber sido plantado encajaba de maravilla.
Sin embargo, Susan encontraba una fisura en la historia de Edward: la cuestión del sexo, que él eludió como si careciera de importancia, hasta que sus evasivas la hicieron importante. Susan le preguntó directamente: Edward, ¿tuviste relaciones con ella?
A él le chocó la pregunta, pero el asunto salió a luz: no había tenido relaciones sexuales con Maria porque nunca las había tenido con nadie. Veintitrés años tenía aquel competente y paternalista Edward que, tras quitarse la chaqueta y la corbata, admitía una inexperiencia tan curiosa. En realidad, nada de eso parecía tan extraño entonces como ahora, veinticinco años más tarde, después de la revolución sexual. (Ellos no hablaban de sexo, sino de hacer el amor o acostarse juntos, hubiera o no sueño de por medio. La pregunta de Susan había sido, en realidad: «¿Te acostaste con ella?»).
Había varias explicaciones posibles para el caso de Edward. Cortesía y respeto, sus viejos genes decimonónicos exquisitamente sensibles. A menos que sólo fuera un niño vestido de caballero, temeroso de crecer. O que existiese alguna clase de desviación en su brújula interna, un asunto relacionado con lo que la jerga posterior llamaría orientación sexual.
La virginidad de Edward estimuló la curiosidad de Susan y la hizo hablar. Si él ya no conservaba secretos, ella no tenía derecho a los suyos. Habló sin reservas. Edward volvió a sentirse sorprendido, tan turbado como si ella fuese la heroína de una novela decimonónica: su melancolía cuando dijo: Tendré que acostumbrarme a ello sacó a Susan de sus casillas. O más bien irrita a la memoriosa Susan. No consigue recordar si estaba irritada entonces. En aquel entonces, la inspiraba su adhesión al principio de que el sexo es natural, un principio que quizá no mereciera una cruzada, pero que era suficiente para motivarla; resultado, quizá, de sus recientes batallas con Jake. Lo que veía en Edward era la convicción opuesta: el sexo no es natural. La naturalidad del sexo constituía en Susan un feminismo prefeminista: la volvía contra los senos prominentes, las etiquetas pornográficas de ciertas marcas de cerveza y cigarrillos, el doble rasero para hombres y mujeres, la ecuación romance igual a lujuria y la idea de Jake de que existía una diferencia entre mujeres buenas (morenas) y malas (rubias). (Lo que la creencia de Jake significaba con respecto a Susan era que el amor romántico requería que ella se le entregase, pero, si lo hacía, aquello constituiría un fallo de su carácter que lo relevaría de toda obligación). En cuanto a Edward, la creencia de que el sexo no es natural era la consecuencia —natural— de su asombro ante todo (nada era natural). No podía creer que las personas reales hicieran las cosas sobre las que escribían y que su imaginación embellecía.
De modo que Susan resolvió educar a Edward. Se le metió en la cabeza una tarde lluviosa en la escalinata del museo. Dijo, sin pensar: Edward, consíguete a alguien que te explique de qué va la vida.
Yo ya sé de qué va la vida.
La idea se le quedó en la cabeza, y tuvo graves consecuencias, porque el resultado, que ciertamente la habría disuadido de haberlo previsto, fue que acabó casándose con Edward. En aquel entonces, Susan pensaba que aquello resultaría ilustrativo y saludable para ambos. El sexo es natural, Edward. No significa nada. Hasta tú y yo podemos practicarlo, y nadie tiene por qué enterarse. Era a principios de la primavera, el césped del campus estaba mojado, las ramas jóvenes destellaban con los restos de la lluvia y los edificios grises parecían recién lavados bajo la palidez del cielo. Puedo ir a tu apartamento sin que nadie me vea, y cuando regrese a la residencia ni mis padres, ni Jake, ni Maria, ni tus profesores se enterarán de nada.
Qué idea más absurda. Aquélla debió de ser otra Susan, pues la verdadera se acuerda de que semejantes pensamientos la irritaron. Recuerda haber intentado eliminar, a través del análisis, su fascinación ante aquello en lo que Edward se había convertido: la combinación de una pueril avidez adquirida con su innata formalidad. Se acuerda de haber intentado eliminar, por ridícula, su perversa curiosidad por ver cómo cambiaría interiormente el correcto y prudente Edward si tuviese una experiencia física incontrolablemente intensa.
Según el resumen argumental de su recuerdo, Susan resolvió seducir a Edward y a continuación fue y lo hizo. El texto en sí dice otra cosa. Ella se le insinuó sin saber en realidad qué insinuaba. Cariñosos impulsos. Por las calles, bajo la lluvia, caricias y manoseos. Coqueteos. Le golpeó el pecho cuando él salió de la biblioteca. En el bar universitario se colocó detrás de él y le tapó los ojos con las manos. En otra ocasión, en el comedor, después de un día ajetreado y antes de pasarse la noche escribiendo una monografía, mientras comían en silencio, ella contempló su cabello claro ligeramente despeinado, sus ojos cansados, que miraban distraídos, y experimentó un afecto tan sorprendente como antiguo por aquel extraño joven al que ella extrañamente quería y al que quería cuidar. No sabía que deseara seducirlo.
¿Estaba él interesado o no? Susan creía que sólo estaba buscando señales que le indicaran si Edward se sentía atraído o lo repelía. En el bar, mientras tomaban una cerveza, le dijo: Vivamos juntos, Edward. Él se echó a reír y, a manera de resistencia, lo tomó como una broma. Susan también rió, preguntándose a sí misma qué pretendía.
Ella iniciaba conversaciones sobre la censura y la pornografía, el psicoanálisis y las tres etapas del desarrollo: oral, anal y genital. Debatía sobre la homosexualidad en Platón y la desnudez de los atletas en los Juegos Olímpicos. Le mostró el trabajo que estaba escribiendo sobre el poema «A su amada esquiva» y en mitad de la lectura le soltó: Siempre olvido que eres virgen, y él se ruborizó y fingió un acceso de tos.
Ella no se proponía nada serio, o eso creía: sólo intentaba sacudirlo para que dejase de ser complaciente consigo mismo. Un cálido día de primavera fueron a la reserva forestal a observar las aves migratorias. Mantuvieron una agradable charla nostálgica sobre la familia, la vida en Hastings y el futuro de él. Como abogado, pensaba encargarse de casos de derechos civiles que nadie más aceptara y prestar asesoramiento legal a los pobres. Susan pensó en lo buena persona que era, lo cual le inspiró un sentimiento de orgullo, como si ella hubiese sido su artífice. Después, ya tarde, otra vez a la universidad, donde él la invitó a tomar un café en su habitación antes de llevarla a casa. Cuando iban subiendo por las oscuras escaleras —y mientras él hacía girar la llave en la cerradura, entraban en la habitación y Edward encendía la luz—, ella experimentó la insoportable excitación del tiempo presente, la deslumbrante inmanencia del ahora, y la invadió el deseo de gritar o cantar. Él puso el café, sacó unas galletas, fue en busca de su libro sobre las aves, y se sentaron muy juntos mientras él buscaba las imágenes del petirrojo y los herreruelos que habían visto. Y durante todo el rato el tiempo presente zumbó indicando su presencia, hasta que ella, que apenas podía soportarlo, oyó una voz que decía: Adelante, es el momento, y a continuación su propia voz susurrando al oído de Edward.
Luego, para ambos llegó el momento de las palpitaciones, de los temblores y estremecimientos, mientras él la miraba a los ojos y decía: ¿En serio? Y ella respondía, con cautela y sensatez tardías: Sólo si tú quieres. Y él, con voz ronca: Ay, Dios.
Sobre la mesilla de noche había una lámpara cuyo resplandor iluminaba la habitación. Susan, que por entonces no llevaba gafas, vestía un holgado jersey verde claro, una falda de cuadros plisada y calcetines blancos. Debajo, sostén y bragas, también blancos. Despojada de todo ello apareció flaca y desgarbada, con las mejillas pálidas y el cabello cayéndole sobre la espalda. Por un instante se sintió avergonzada de la pequeñez de sus pechos, hasta que vio la admiración en los ojos de Edward, que era más delgado incluso que ella. Se le notaban las costillas, tenía muslos finos y su miembro era lo más robusto de su anatomía. La habitación estaba helada y no paraban de temblar.
Edward jadeó, gruñó, bufó y rugió. Ella también disfrutó —sé franca, Susan—, mucho más de lo que disfrutaría más tarde, cuando aquello se repitiera. Edward se movía encima de ella acompasadamente y gritaba: Qué maravilla, no me puedo creer lo fantástica que eres. Luego le dio las gracias por su generosidad.
Después hablaron largamente, desnudos, mientras se acariciaban distraídamente. Él le contó un secreto que no le había contado a nadie: había empezado a escribir. Eran poemas, cuentos y apuntes, y ya tenía dos cuadernos llenos.