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El espacio que aparece en el texto no indica el final de un capítulo, pero Susan Morrow hace una pausa, bloqueada a causa de algo que ignora. Ve venir la escena de sexo. Piensa en la posibilidad de saltársela, a menos que consiga sacarse a Edward de la cabeza. El aprensivo Edward, cuya imaginación sexual en la vida real distaba de ser notable. Susan está irritada con él. Su afectado retrato de la fiesta de los profesores… A ella le gustan las fiestas de sus colegas, considera a los profesores universitarios más inteligentes y cultivados que la mayoría de la gente. También está molesta con Tony, sorprendida por su relato de la tragedia ante los estudiantes, irritada por su masculina preferencia por la joven Louise sobre Eleanor. Por no mencionar el problema ético que plantea que un profesor y una estudiante echen un polvo. ¿Han pensado en eso Tony o Edward?

¿Qué es lo que le molesta, qué obstaculiza su lectura? Rosie está pegada al teléfono, hablando con Carol. Si en este momento Arnold intentase llamar desde Nueva York… No importa, deja que hable. Además, Susan espera que él no llame. La idea la sorprende: ¿por qué habría de esperar eso? No tiene ningún motivo para temer su llamada, y de pronto cae en la cuenta de que también teme su regreso, mañana —¿mañana?—, y de que desearía disponer de otro día para prepararse. Lo imagina trayéndole un regalo que no sea tal, abominable. ¿De qué regalo podía tratarse? No lo sabe, sus pensamientos son una masa informe y opaca como el carbón.

Detecta un cambio en el sonido de la ciudad a causa de la nieve que cae. Oye cómo cubre el coche, que mañana tendrá que limpiar con un raspador, y la acera, que tendrá que despejar con la pala; ella o Henry. La cautiva la rareza de lo que está haciendo: leer una historia inventada. Sentir que se apodera de ella un estado anímico especial, una suerte de trance, mientras otra persona (Edward) finge que determinadas invenciones son la realidad. Preguntas para después: ¿Qué estoy haciendo realmente? ¿Me estoy enterando de algo? Esta cooperación entre tú y yo, Edward, ¿hace el mundo mejor?

El mundo de Tony se parece al de Susan, excepto por la violencia, que paradójicamente lo hace muy diferente. ¿Qué obtengo a cambio de que me hagan ser testigo de semejante mala suerte?, se pregunta. ¿Magnifica esta novela la diferencia entre la vida de Tony y la mía, o nos aproxima? ¿Me amenaza o me apacigua?

Tales son las preguntas que pasan sin respuesta por su mente durante una pausa en la lectura.

Animales nocturnos 20 (continuación)

La esperaba al pie de la escalera, donde dos estudiantes fumaban. Louise Germane tardaba. Imaginó a Nora Jensen diciendo: «Vamos, te llevo», y se preguntó si Louise respondería: «Prefiero que me lleve el señor Hastings».

Entretanto, bajaban otros. Gabriel Dalton, que continuaba hablando con dos individuos que lo seguían. La propia Nora Jensen, con Myra Slue, pero sin Louise. ¿Se habría escabullido? ¿Por la escalera de incendios? ¿Por la puerta trasera? Empezaba a desesperar cuando vio en lo alto de la escalera las delgadas piernas de alguien que bajaba hablando con una persona que venía detrás, los vaqueros y las botas con cordones, la camiseta roja y azul. Sí, Louise Germane. Lo miró anhelante. Tony pensó que iba a cogerle la mano.

—Complicaciones —dijo ella.

Caminaron juntos hasta el coche; los otros estudiantes los observaban, sacando conclusiones. Ella andaba a grandes zancadas.

—¿Qué complicaciones?

—Nada importante. Agradezco su amabilidad.

—Al contrario.

Tony advirtió su expresión complacida. Le abrió la puerta, ella subió y se inclinó hacia el otro lado para quitar el seguro de la portezuela de él. Luego se enderezó con las manos sobre el regazo y suspiró. Un suspiro fingido, pensó Tony.

—¿De qué se trata?

—Jack Billings también quería llevarme a casa. He tenido que decirle que me iba con usted.

—¿Prefería irse con él? —Tony se sintió alarmado.

—Ya es demasiado tarde.

—Mi intención no era apartarla de sus amigos.

—No se preocupe —dijo ella, y Tony se preguntó si Jack Billings sería su amante—. Quería irme con usted —añadió, y de inmediato—: si no es molestia.

«Ésta es Louise Germane, una desconocida, y la estoy llevando a su casa», pensó él, pero nada se lo impedía. ¿O sí? Ella iba sentada a su lado como un miembro cercano de la familia. ¿Piensa Tony que se trata de Laura? No hay ninguna ley que le prohíba llevarla: es un gesto de cortesía, un favor. «Pero ¿cree ella que sencillamente la estoy llevando a su casa? Los estudiantes que nos han observado partir imaginarán que somos amantes. Sin embargo, no lo somos… A menos que ella piense lo contrario».

«¿Qué he estado queriendo decirle imperiosamente? —se preguntó—. ¿Sé lo que hago? ¿Y si me invita a entrar?». Otra vez la prohibición. «¿Acaso doy la impresión de estar intentando seducirla? ¿Lo creerá ella?». De ser así, estaría más preocupada, inventaría excusas, se zafaría. De modo que quizá sea lo que espera. ¿Es posible que ella esté intentando seducirlo?

—Hemos llegado —anunció Louise.

La pregunta era crucial, pero ¿qué pregunta? Era un gran edificio blanco que se extendía hacia el fondo, con seis buzones en la entrada principal.

—¿Quiere pasar?

Él buscó a tientas la razón por la que no debía hacerlo.

—¿No es demasiado tarde?

Ella, con el rostro en la sombra:

—Me sentiría honrada si aceptase.

—Tendré que encontrar dónde aparcar.

Tal vez ella no se propusiera seducirlo, sino simplemente ofrecerle un café, en cuyo caso Tony no necesitaba preocuparse por la prohibición. Aparcaron media manzana más allá y bajaron por la pendiente que conducía al edificio de Louise. La acera era desigual, sus hombros se tocaban. Las ventanas del edificio estaban a oscuras; la entrada, iluminada. Ella comprobó el buzón: GERMANE. Él la siguió por las escaleras, se detuvo a su lado, con el corazón desbocado, delante de la desgastada puerta de pino, mientras ella buscaba la llave en el bolso.

No era que estuviese cometiendo adulterio, puesto que Laura había muerto. No era el luto, puesto que habían transcurrido once meses y la vida exigía, cruelmente, ser vivida. No era que ella fuese una niña, pues se trataba de una mujer adulta que a sus veintiocho o treinta años seguramente había tenido más amantes que él a sus cuarenta y cinco. No era ninguna clase de inhibición, ya que la herida que la mujer soltera y sin amor no había conseguido sanar ya había cicatrizado. No era que fuese una estudiante de posgrado, pues el curso había terminado y él acababa de decirse, precisamente esa noche, que jamás volvería a tener autoridad oficial sobre ella.

Entraron. La sala era austera: una mesa, un sofá. Ella encendió una luz junto al sofá y puso un disco de jazz en el que alguien tocaba el piano. En la pared había un cartel de Montmartre. Él se sentó en el sofá; estaba tan desvencijado que casi golpeó el suelo con el trasero.

—¿Un poco de vino?

Ella se sentó a su lado en el sofá. Las rodillas de ambos apuntaban hacia arriba, como picos. Era el momento de que Tony le dijera lo que tuviese que decirle, fuera lo que fuese. Probablemente guardara relación con los acontecimientos en Grant Center, pues aunque él ya había contado su historia en la fiesta, no estaba todo dicho. Como si la historia tuviese un anexo, un secreto comentario reservado para ella. Tan secreto que hasta él ignoraba la clave. Aparte de eso, lo único que se le ocurrió decir fue que se había transformado de una cosa en otra diferente. La noticia era tremenda, pero imprecisa.

Ojalá pudiese transmitirle la fuerza emocional, el significado múltiple que estaba implícito en el acto de golpear a Ray.

—Realmente le di fuerte —dijo.

—Usted no sabe lo que significa para mí tenerlo sentado aquí, en mi propia casa, señor Hastings.

Ojos bajo la luz tenue, un rostro que desea besar y ser besado. Estudiante enamorada del profesor, estaba claro; era una suerte que ya no fuese alumna suya. Louise se quitó el pañuelo azul de la cabeza y se sacudió la indómita cabellera.

—He pensado a menudo en invitarlo. Desde su desgracia, quiero decir.

—Es usted una buena amiga.

—Precisamente es lo que deseo. No quiero ser sólo una alumna. ¿Le molesta?

—En absoluto. Yo no pienso en usted como una alumna, sino como…

«Vamos, completa tú la frase —pensó—; esto no puedo hacerlo solo».

—¿Como qué, Tony?

—Como una amiga.

Cosa que ella ya ha dicho. («Te ha llamado Tony»).

—Pensaba que iba a decir «mujer».

—Es lo que iba a decir.

Ella lo miraba muy seria, hablando lentamente. A pesar de la tensión, ambos se sentían como actuando en una obra de teatro. Louise apartó la mirada, después volvió a fijarla en él y dijo:

—¿Significa eso que deseas que me acueste contigo?

«Fantástico, muchacho, esto va más rápido de lo esperado».

—¿Es eso lo que doy a entender que quiero?

—¿No es eso lo que quieres?

Tony, con los ojos como platos:

—Quizá lo sea.

—¿Quizá?

—Bueno, sí. Es lo que quiero decir.

—¿Lo deseas?

—Sí.

Louise, quedamente:

—Yo también. —Y al cabo de un instante—: Hay un problema.

—¿No tienes ningún…?

—No es eso. Es que quizá Jack Billings venga dentro de un rato. No estoy segura de no volver a verlo esta noche.

—¿Pretende acostarse contigo?

Ella asintió.

—¿Sois amantes?

—El cree que lo somos. —Se encogió de hombros—. Lo siento. Nunca imaginé que tendría una oportunidad contigo.

De modo que ése era el impedimento.

—No debería interponerme…

—Quiero que te interpongas —dijo ella—. Hagamos la prueba. Si viene, no dejaré que entre. Le diré que me encuentro mal.

Él tuvo una idea. ¿Por qué no?

—¿Querrías venir a mi casa?

—Eh, buena idea.

«Rápido, antes de que llegue Jack Billings». Ella corrió al dormitorio, sacó una bata blanca, echó una rápida mirada alrededor tratando de decidir qué coger, sólo se le ocurrió un cepillo de dientes.

—Deprisa —dijo, como si Jack Billings ya estuviese en la puerta.

Cuando salieron del edificio, un coche pasaba lentamente.

—¡Oh, Dios! Aquí está. —El coche pasó de largo—. ¿Por qué no se ha detenido?

Tony se acordó del incidente en el bosque.

—Me ha mirado directamente.

—No quiero representar un problema para ti.

—Por favor, no te preocupes. No es problema tuyo.

Ya en el coche, ella dijo:

—Mañana se lo explicaré. Ya se me ocurrirá algo.

«¿Voy a meterme en problemas? —se preguntó Tony—. ¿Quiero ser responsable de una ruptura entre Louise Germane y su amante? ¿Sé qué voy a decirle a todo el mundo?».

Louise Germane entró en la casa en mitad de la noche. Él encendió las luces. Ella miró alrededor con expresión feliz.

—Siempre he querido venir aquí. Incluso antes de que muriese tu esposa.

Estaba de pie en medio del salón de Laura, mirando los cuadros de Laura, el piano, las librerías, el sofá, el sillón, la mesita baja. Violando a Laura por no ser ella. Louise no era su esposa, ni su hija, Tony apenas la conocía, pero quería apoderarse de ella como si mantuviesen una relación íntima, como si fuese miembro de su familia. La paradoja le dio vértigo.

—Quiero que me lo enseñes todo.

—¿Ahora?

Ella rió, se acercó a él, lo miró a los ojos y dijo:

—Puede ser mañana.

A continuación, el beso, el primero, exploratorio. Esa joven persona a quien Tony una vez consideró tímida, pero que lo sabía todo acerca de esa forma de besar, mejor que él, probablemente. Apretada contra Tony de cintura para abajo, se inclinó hacia atrás para mirarlo y dijo:

—¿Dónde va a ser la fiesta?

—¿Arriba?

—¿En el dormitorio principal? Estupendo. Vamos.

Él experimentó cierto malestar. Subieron. Ya en la puerta de la habitación, Tony encendió la luz y se detuvo. El espectro de Laura. Se sorprendió, pues creía que ella había levantado la prohibición, pero allí estaba, dispuesta a no abandonar la estancia todavía. Echó un vistazo al dormitorio de Helen, igualmente prohibido, y después a la fría y neutra habitación de huéspedes.

—Mejor aquí.

La fiesta. Ella se quitó la camiseta y luego se desvistieron mirándose todo el rato, Louise sin disimular una sonrisa de triunfo. Era delgada; sus caderas proyectaban sombras sobre el hueco entre los muslos. Aquella muchacha que había sido su alumna le tocó la polla.

Risitas ahogadas, murmullos, caricias torpes, cosquillas. A Tony el cuerpo de Louise le resultó tan familiar como si la hubiera conocido desde siempre. «Ahí, vale. Nunca imaginé que haría esto contigo». No había que precipitarse, pero la tenía cada vez más dura y no podía postergar el momento. Se echó sobre Louise Germane, maniobró para encontrarla, y acabó encontrándola. Pensó en lo maravilloso que era estar de regreso.

En su propia habitación de huéspedes, mientras la penetraba y ella lo abrazaba con fuerza, Tony fue consciente de que alguien miraba desde la puerta. Jack Billings, el excluido. La sesión entraba en una etapa imparable, la presión iba en ascenso. No era Jack Billings, sino alguien en la otra cama, al tiempo que el color cambiaba, el ocaso resplandecía sobre la nieve, el solitario esquiador bajaba a toda velocidad por la pendiente sobre la nieve ígnea y se precipitaba en la última sombra gris. En la otra cama alguien estaba siendo violada por un hombre del que sólo veía la espalda, sobre la que Bobby Andes descargaba porrazos. A continuación, Tony Hastings, en el momento mismo en que agotaba el postrer filón áureo de Louise Germane, sintió que se disociaba, que se alzaba como un espectro desde su propio cuerpo en pleno espasmo para apartar de un empujón al violador en la otra cama, aunque sin llegar a tocarlo, como un espectro.

Ahora, en la habitación reinaba un silencio semejante al del funeral. Ella le acariciaba la nuca. Los demás permanecían callados, tal vez se hubieran ido. Tony miró y descubrió que no había ninguna otra cama. Quien sí estaba era Louise Germane, dulce y vulnerable, sonriendo vagamente como una niña que acabase de despertar, y el alivio de que siguiera viva lo enterneció. Se sentía aturdido por la violencia por la que acababan de pasar y la sorpresa de comprobar que sólo había una cama. Eso parecía significar que las dos camas eran una sola, en cuyo caso el hombre que violaba a la mujer y a quien ellos habían tratado de detener era él mismo, y el espectro surgido de él que trataba de intervenir no era más que un fantasma.

Se sintió decepcionado, pues aunque supiese que el tiempo pasado con Louise Germane había sido bueno en sí mismo, distaba de ser un tiempo real, ya que el caso no estaba cerrado.

—¿Pasarás la noche aquí? —preguntó.

—Eso lo daba por supuesto.

En mitad de la noche, Tony deseó despertarla y decirle: «Oye, ¿te acuerdas de cuando ella lo sedujo en el campo de arándanos, detrás de la casa, en Maine?». Cuando Helen se fue a pasear en bicicleta con su amiga, Laura y él salieron con un par de cestas para los arándanos. Ella en shorts y con una blusa ligera. Era un día caluroso y soleado y todo estaba en calma. Él la oyó reír a sus espaldas, se volvió y la vio con la blusa desabrochada, bajándose los shorts. «Venga, hombre, ¿qué me dices?». Y luego los susurros en medio del silencio, sobre el suelo espinoso. «Relájate —le dijo ella al oído—, aquí nunca viene nadie». Después, corriendo tras ella hacia las rocas de abajo, el agua donde se zambulló desnuda, y él detrás, el frío intenso, entrar y salir rápidamente, y «Mierda, hemos olvidado las toallas», la carrera hasta la casa con un picor tremendo en la piel. Laura la atleta, su modo de andar balanceando los brazos. En invierno, patinaje en la pista a la que a veces iban a contemplar las piruetas y figuras, y donde ella lo instruía, aunque sus tobillos eran débiles y carecía de toda aptitud. Una vez, ella tomó parte en una excursión de patinadores y tardó en regresar. Tony permaneció despierto, tendido en la cama, hasta las cinco de la mañana, y ella aún no había vuelto, por lo que imaginó que el coche en que iba había sufrido un accidente en la carretera helada. No fue culpa de ella; tuvo alguna buena razón —ahora olvidada— para no llamar. Noches en medio de la oscuridad de las que hablarle a Louise Germane. Generalmente la preocupación era Helen. Tony y Laura fingían estar dormidos, aunque ambos sabían que el otro permanecía despierto, hasta que Laura se sentaba en la cama y decía: «¿Todavía no ha vuelto esta niña?». Matrimonio y preocupación, Louise. Cuando en un examen de rutina el médico descubrió el tejido anormal, tuvieron que esperar el desarrollo del lento proceso de eliminación para poder celebrar, con una cena china, el futuro por fin nuevamente despejado para ellos.

Miró a Louise y le dijo mentalmente: «Si te casas, tendrás preocupaciones». Pero cuando ella muriese, las preocupaciones cesarían, lo cual podría considerarse un alivio. Miró a Louise Germane, un bulto considerable entre las sábanas, y pensó: «Vale, me casaré contigo cuando todo esté en orden».