2
Es el final del capítulo, y Susan hace una pausa para reflexionar. Parece más serio de lo que esperaba, y se siente aliviada y hasta feliz de comprobar la consistencia de aquella prosa, lo bien que Edward ha aprendido su oficio. Sabe que algo va a suceder y está preocupada por Tony y su familia en esa carretera solitaria, ante semejante amenaza. ¿Estará a salvo si permanece dentro del coche? La cuestión, comprende Susan, no es lo que él pueda hacer para proteger a su familia, sino lo que la historia le haya reservado. O sea, lo que ha pensado Edward, que tiene el poder en este caso.
Susan aprecia la ironía con que Edward ha retratado al personaje de Tony, lo que sugiere madurez, capacidad para burlarse de sí mismo. Se pregunta si será la Stephanie de las tarjetas de Navidad quien posa afectuosamente su mano en la nuca de Tony, y si Helen procede de la vida doméstica del propio Edward. Se dice que no debe confundir a Tony con Edward —la ficción es la ficción—, pero al reparar en el apellido de Tony se pregunta si Edward le ha dado deliberadamente el nombre de la ciudad natal de ellos dos.
Le gustaría saber qué sentimientos le inspira Edward el Escritor a Stephanie. Recuerda que, cuando él le dijo que quería dejar los estudios para dedicarse a escribir, ella se lo tomó como una traición, aunque le diera vergüenza admitirlo. Tras el divorcio supo, a través de los informes de la madre de él, que había renunciado a ese sueño. Sacó sus propias conclusiones sobre la transformación gradual de Edward el Poeta en Edward el Capitalista, y decidió que ello justificaba sus dudas de entonces. De escribir poesía a escribir sobre deportes. De escribir sobre deportes a dedicarse al periodismo. De enseñar periodismo a negocio de los seguros. Él era quien era, y nadie más. El dinero lo compensaría por los sueños perdidos. Presumiblemente con Stephanie respaldándolo siempre. Así lo suponía Susan, aunque al parecer estaba equivocada.
Hace una pausa para acomodarse un poco antes de continuar. Coloca la caja a su lado sobre el sofá, observa los dos cuadros, intenta verlos como si fuera la primera vez: la playa abstracta, la geometría marrón. Toma y daca de Monopoly en el suelo del estudio, la risa maliciosa de Mike, el amigo de Henry. Sobre la alfombra gris del salón, Jeffrey, dormido, se sacude espasmódicamente. Martha se acerca, olfatea y sube de un salto a la mesita baja, poniendo en peligro la cámara de Dorothy.
Piensa en el ignoto monstruo que la amenazaba momentos antes, al empezar a leer. ¿La novela lo ha adormecido? Mejor seguir leyendo. Párrafos y capítulos en una carretera solitaria en medio de la noche. Piensa en Tony, en su rostro delgado, su nariz picuda, sus gafas, las bolsas bajo sus ojos tristes. No, ése es Edward. Tony lleva un bigote negro. Tiene que acordarse del bigote negro.
Animales nocturnos 2
La portezuela del conductor del viejo Buick se abrió y un hombre se apeó del vehículo. Tony Hastings sintió en el brazo la mano de Laura, que así pretendía retenerlo o infundirle valor. Esperó. Los demás ocupantes del coche lo observaban a través de las ventanillas. No consiguió ver qué aspecto tenían.
El hombre se acercó con paso lento y relajado. Vestía una cazadora de béisbol con la cremallera abierta hasta la cintura, e iba con las manos en los bolsillos. Tenía una frente amplia y grandes entradas. Examinó la parte delantera del coche de Tony y se acercó a la ventanilla.
—Buenas noches —dijo.
Tony sintió una rabia creciente por lo que había tenido que soportar, pero estaba más asustado que furioso.
—Se supone que es obligatorio detenerse cuando se produce un accidente.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué no se ha detenido?
Tony no supo qué responder. El motivo era que tenía miedo, pero le daba miedo admitirlo.
El hombre se inclinó y miró a Laura y a Helen a través de la ventanilla.
—¿Y…?
—¿Y qué?
—¿Por qué no se ha detenido?
Visto más de cerca, el hombre tenía un mentón huidizo, dientes enormes y una boca demasiado pequeña. Ojos saltones, mejillas hundidas y una especie de tupé en mitad de la cabeza medio calva. Movía el mentón, pero al parecer no podía cerrar la boca. La cazadora lucía en el lado izquierdo de la pechera una rebuscada y griega. Tony era delgado, sin músculos; sólo contaba con un bigote negro en un rostro suave y sensible. Mantenía la mano en la llave del contacto. La ventanilla estaba abierta a medias; la portezuela, con el seguro echado.
—Íbamos a dar parte a la policía —intervino Laura con tono enérgico.
—¿La policía? No se abandona el lugar de un accidente. Va contra la ley. Es un delito.
—Tenemos motivos para desconfiar de ustedes —dijo Laura.
Su tono era más alto que de costumbre y poseía el matiz cortante que Tony detectaba cuando pronunciaba una frase drástica o revolucionaria, o cuando se sentía asustada.
—¿Cómo dice?
—Su comportamiento en la autopista…
—¡Turco! —llamó el hombre.
Las puertas de la derecha del otro coche se abrieron y dos individuos se apearon. No tenían ninguna prisa.
—Vaya con cuidado —dijo Laura. Y a Tony, en un susurro—: Prepárate.
El hombre puso las manos en la ventanilla medio abierta, introdujo la cabeza y dijo con una sonrisa:
—¿Cómo ha dicho? ¿Me está amenazando?
—No se meta con nosotros.
—Tenemos pendiente informar a la policía del accidente, señora.
Los otros dos hombres tenían una linterna y estaban inspeccionando la parte delantera del coche de Tony; ponían las manos sobre el capó y se inclinaban perdiéndose de vista.
—De acuerdo —dijo Tony, mientras pensaba: «Muy bien, si queréis un parte de accidente…»—. Intercambiemos datos.
—¿Qué tipo de datos?
—Nombres, direcciones, compañías de seguros…
Tony sintió que Laura le daba un codazo. Debía de estar pensando que darles el nombre a aquellos facinerosos no era una buena idea, pero el procedimiento es el procedimiento, él no conocía otro camino.
—Conque compañías de seguros, ¿eh? —dijo el hombre, entre risas.
—¿No tiene usted seguro?
—¡Ja, ja!
—Voy a informar de esto a la policía —dijo Tony, consciente de lo débil que sonaba su voz.
—Bien, informemos a la pasma, vale.
—Estoy de acuerdo.
—Buena idea, tío. ¿Vamos juntos? ¿Y cómo sé que no te escaparás? Ha sido culpa tuya, ¿vale?
—¡Eso lo veremos! —terció Laura.
—Eh, Ray —dijo uno de los compañeros del hombre—, este tipo tiene un neumático deshinchado.
—Maldición —murmuró Tony.
Ray fue a ver. Los hombres se echaron a reír.
—¿Qué te parece? Deshinchado del todo. —Uno pateó el neumático y los de dentro sintieron la vibración en el coche.
—No les creas —dijo Helen desde el asiento trasero.
Los tres hombres se acercaron a la ventanilla del conductor. Uno de ellos tenía barba y aspecto de bandolero de película; el otro, cara redonda y gafas con montura metálica.
—Pues sí —dijo Ray—. Tienes deshinchado el neumático derecho.
—Aplastado como una tortilla —comentó el barbudo.
—Más deshinchado imposible —dijo Ray.
—Debe de haberse reventado cuando nos empujaba fuera de la autopista —dijo otro en tono burlón.
—No he sido yo sino ustedes los que…
—Cállate —lo interrumpió Laura.
—No les creas, papá: es mentira, es una trampa.
—¿No me crees? —dijo Ray, más cortante que antes—. ¿Me estás llamando mentiroso? Joder. —Hizo señas a los otros para que se apartaran del coche—. Muy bien, no tienes un neumático deshinchado, así que arranca. Arranca, maldita sea, y márchate. Nadie te lo impide.
Tony vaciló. De pronto comprendió cuál había sido la causa de la vibración y la sacudida del volante cuando se vio obligado a detenerse tras la segunda colisión. Se echó hacia atrás en el asiento y masculló:
—¡Mierda!
—¿Sabes? —dijo Ray—, te lo cambiaremos. —Miró a sus compinches—. ¿Qué os parece, tíos?
—Claro que sí —respondió uno.
—Para demostraros que somos buena gente, te lo cambiaremos —repitió Ray—. Tú no tendrás que hacer nada. Luego iremos juntos a la policía, tú y yo, a dar parte del accidente.
—No les creas —dijo Helen en voz baja.
—¿Tienes herramientas?
—No salgas del coche —le advirtió Laura.
—No hace falta —dijo Ray—. Usaremos las nuestras. Venga, tíos, manos a la obra.
Los tres fueron hacia el maletero del Buick. Tony, su mujer y su hija permanecieron dentro del coche, con las puertas atrancadas, observando a los hombres sacar las herramientas: el gato, una palanca de hierro.
—¿Tienes rueda de recambio? —preguntó el de gafas.
Todos se echaron a reír, excepto Ray.
—No puedes cambiar un neumático si no tienes otro de recambio. —Ray ni siquiera sonreía. Miró por la ventanilla sin pronunciar palabra. Por fin, dijo—: ¿Quieres darme las llaves del maletero?
—¡No lo hagas! —exclamó Helen.
El hombre la miró fijamente.
—¿Quién coño te crees que eres? —le espetó.
Tony suspiró y abrió la portezuela.
—Yo se lo abriré —dijo.
—Papá… —gimió Helen en el asiento trasero.
—Está bien, no te pongas nerviosa —susurró Laura.
Tony salió del coche, abrió el maletero y empezó a sacar maletas y cajas a la luz de la linterna de Ray, hasta que accedió a la rueda de recambio. Observó a los otros dos sacarla de su anclaje mientras Ray permanecía a la espera. Colocaron el gato junto a la rueda delantera y el de la barba le dijo a Tony:
—Haz salir a las mujeres.
—Vamos —intervino Ray—, haz que salgan.
—Pero si no hace falta… —objetó Tony.
—Que salgan —repitió Ray—. Os estamos cambiando el neumático, así que diles que se apeen.
Tony asomó la cabeza por la ventanilla y miró a su mujer y su hija.
—Está bien —dijo—. Sólo quieren que salgáis mientras cambian el neumático.
Salieron y permanecieron junto a Tony sin apartarse de la portezuela. Los hombres levantaron el coche con el gato y aflojaron las tuercas de la rueda pinchada.
—Eh, tú —dijo Ray—. Ven aquí. —Al ver que Tony no se movía, fue hacia él—. Te crees un tío cojonudo, ¿eh?
—¿A qué viene eso?
—¿Que a qué viene eso, dices? Os pensáis que podéis comeros el mundo, ¿verdad?
—¿Quiénes?
—Las putas de tus mujeres. Y tú también. Te crees muy especial, ¿eh?, que puedes embestir el coche de un tío y huir llevándote la ley por delante…
—Oiga, era usted el que hacía cosas raras en la autopista.
—Ah, sí, claro.
Cada tanto pasaban un camión o un coche a toda velocidad. Tony hubiera deseado que alguno se detuviera, que alguien civilizado se interpusiera entre él y aquellos brutos de comportamiento imprevisible. En algún momento, un coche aminoró la marcha y Tony dio un paso adelante, creyendo que iba a detenerse, pero alguien lo agarró del brazo y lo obligó a retroceder. Ray se puso delante de él y el coche continuó su marcha. Poco después, vio los destellos azulados de un coche patrulla que se aproximaba. «Vienen a rescatarnos», pensó, y salió corriendo hacia la calzada. Pero el coche no aminoró la marcha y Tony comprendió que no iba a detenerse. Le hizo señas e intentó gritar cuando pasó a todo gas por delante de él. Oyó que las mujeres gritaban a su vez, pero el coche patrulla ya se alejaba rápidamente por la autopista, con las luces de emergencia encendidas.
—Ahí van tus polis —dijo Ray—. Deberías haber hecho que se detuvieran.
—Lo he intentado —dijo Tony.
Se sentía derrotado, y se preguntó qué otro problema más serio que el suyo podía requerir la presencia de la policía para que ésta hiciera caso omiso de él.
Los hombres parecían disfrutar con la tarea. Reían. Saltaba a la vista que uno de ellos había trabajado en un taller mecánico. Sólo Ray permanecía serio. A Tony no le gustó la expresión expectante de aquel rostro de mentón huidizo. «Está irritado», se dijo, y notó que su propia irritación se había ido desvaneciendo ante lo extraño de las circunstancias. «Tratan de demostrarme que no son lo que parecían —pensó—. Tratan de demostrarme que en el fondo son personas decentes». Confiaba en que así fuera.