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Susan Morrow continúa leyendo, sin pausa alguna, excitada y contenta de que hayan capturado a Ray, expectante frente a lo que vendrá. Se siente bien y le gustaría disfrutar de una buena explosión de ira literaria.

Animales nocturnos 19

Penetrar en la mente de Ray. El hombre hosco e irascible, encerrado en una celda al otro lado de la calle. Tony Hastings en el frío motel, insomne, sumergido en las palabras que había detrás de la infame sonrisita de Ray. Sacándolas de allí: «Me acuerdo de ti, tío. Tú eres el que dejó que nos lleváramos a tus mujeres. Si no eras capaz de cuidarlas mejor…».

Por la mañana fue de nuevo a la comisaría, desayunó con Bobby Andes en la cafetería. El teniente tenía los ojos inyectados en sangre y unos profundos surcos en la cara que parecían tirar de la piel hacia atrás dejando la dentadura expuesta. Había marcas visibles alrededor de sus ojos y su nariz, producto de la frustración y la furia. Llevaba la bandeja como un anciano, con una cojera que Tony no había advertido hasta entonces. Se lo veía muy pálido.

—Joder —masculló.

—¿Qué?

—He dicho «joder».

—Eso me ha parecido.

El detective se inclinó sobre los huevos revueltos, metiéndose con la mano lo que se le caía de la boca. Cuando iba por la tercera taza de café, se reclinó en la silla de plástico.

—Bien —dijo—. Ahora quiero llevar a su amigo Ray a una pequeña excursión para refrescarle la memoria. Quiero que nos acompañe.

—¿Adónde?

—A echar un vistazo a Bear Valley.

Tony experimentó cierto desasosiego.

—¿Es necesario?

—Sí.

—¿Para qué?

—A él podría venirle bien.

Tony supuso que Andes tenía algún otro propósito, pero no se le ocurrió cuál.

Un guardia con pistola, silbato y llaves abrió la puerta exterior de acero y luego la de la celda y sacó a Ray Marcus, que llevaba ropa de faena color verde militar, con la cabeza descubierta, despojado de su uniforme de béisbol. Tony Hastings recordaba aquella calva.

—Usted otra vez —dijo Ray Marcus.

—Vamos a dar un pequeño paseo.

Se dirigieron al coche patrulla tricolor, con luces en el techo y un escudo pintado en la portezuela. El policía llamado George se puso al volante, Tony ocupó el asiento del acompañante y Bobby y Ray se sentaron atrás.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ray.

—De paseo.

Ray miró a Tony.

—¿Por qué viene él?

—Es parte interesada en este caso.

—No quiero que venga. Usted no puede traerlo.

—¿Qué pasa, Ray? Puedo traer a quien quiera.

—A él no. Es parcial. Dice mentiras.

—Lo siento, Ray, pero no puedes hacer nada al respecto.

—Así va a perder el caso.

—Tanto mejor para ti, ¿no?

Salieron a la carretera principal del valle y tomaron la dirección opuesta a aquélla desde la cual habían llegado el día anterior.

—Hablando de derechos, Ray —dijo Andes—. Quiero que sepas que tengo un magnetófono en este coche. Está grabando cuanto digo.

—Qué bien.

—Vamos a regresar a algunos lugares que tal vez recuerdes. Puedes ayudar hablándonos de ellos. Si tú no recuerdas, Tony lo hará por ti.

Tony se puso de costado en el asiento y observó a Ray y al teniente. Ray chasqueó la lengua como haría un maestro de escuela, negando con la cabeza como si todo aquello le pareciese inmoral.

—Si cree que puedo decirle algo acerca de quién mató a la mujer y al hermano de este tío, está perdiendo el tiempo.

—¿Hermano, Ray?

—Lo que fuese.

—Era la hija, Ray, la hija. ¿Cómo puedes confundir una hija con un hermano?

—¿Cómo demonios voy a saber qué era?

—Eso no ha sido tan inteligente de tu parte como piensas, Ray. En realidad ha sido una estupidez, y me has defraudado. Vamos, que equivale a una confesión.

Ray miró alrededor, intentando controlarse.

—¿Qué es eso de una confesión? ¿De qué me está hablando?

—Fingir que eres más tonto de lo que en realidad eres es una estupidez, Ray.

Ray desvió la mirada hacia la ventanilla con expresión de malhumor.

—Sabes perfectamente que se trata de su esposa y su hija —añadió Andes—. No es necesario que hubieras estado allí para saberlo.

—No me enteré —repuso Ray, sin dejar de mirar por la ventanilla—. Nunca presto mucha atención a los periódicos.

—No hacía falta leer los periódicos, Ray. Tony te lo dijo ayer.

—Tampoco le presté mucha atención.

—Y en nuestra entrevista de anoche debí de mencionar a la hija unas veinte veces.

—Está bien, está bien, la hija. ¿Me toma por idiota o qué?

—Cálmate, Ray. No pretendemos joderte.

—Y una mierda.

—Será más fácil para los dos si nos dices la verdad.

—Estoy diciendo la verdad.

—Para los dos, Ray. Eso te incluye. Tú cooperas y nosotros te conseguimos un trato mejor.

—¿Mejor que qué?

—Mejor que el que tendrás si no cooperas.

—Ya le expliqué por qué no pude ser yo. ¿Qué más quiere?

—De modo que insistes en esa historia, ¿eh?

—¿Cómo no voy a insistir, si es la verdad?

—Díselo a Tony. ¿Esperas que él se la crea?

—Me importa un carajo lo que él crea.

—A mí sí me importa, Ray. Él cree que tú asesinaste a su esposa y a su hija. Cuéntale lo que según tú estabas haciendo esa noche.

—Cuénteselo usted.

—Lo he olvidado. He olvidado lo que dijiste.

—Cabrón.

—Dímelo otra vez, Ray. Tengo la cinta. Puede que me ayude a recordarlo.

—Ya se lo dije. Lo tiene en la otra cinta. Estuve con Leila. Toda la noche, ya me entiende. Viendo la tele, los Braves contra los Dodgers, seis a cuatro. Compruébelo, maldita sea. Un par de cervezas, después a la cama, a echar un polvo. Pregúnteselo a Leila. ¿La ha interrogado?

—No te preocupes por eso.

—Será mejor que la interrogue. Es tarea suya. Si no lo hiciera no estaría siendo justo conmigo.

—He dicho que no te preocupes, Ray.

Doblaron a la derecha, por un oscuro camino que se internaba en el bosque y describía sucesivas curvas mientras ascendía por la montaña. Tony recordó el camino, las curvas, su respiración agitada.

—Tengo una pregunta a propósito de tu coartada, Ray. ¿Qué noche dices que fue aquélla?

—El diecinueve de julio, ya se lo dije. Si no me cree, compruebe el resultado del partido.

—¿Estás seguro de que no fue el veinte o el veintiuno?

—Sé muy bien cuándo fue.

—Déjame preguntarte una cosa. ¿Dónde estabas la noche del veintiséis? El veintiséis de julio del año pasado.

Ray lo miró desconcertado.

—¿Qué pregunta es ésa? No fue esa noche.

—No. Sólo quiero saber si recuerdas dónde estabas esa noche.

—De eso hace un año, joder.

—Entonces, ¿cómo es que recuerdas la noche del diecinueve pero no la del veintiséis?

Ray pareció inquietarse; una expresión de susto apareció en su mirada.

—Tal vez fuese el cumpleaños de mi madre —improvisó.

—¿De verdad era el cumpleaños de tu madre, Ray? Sabes que eso también podemos comprobarlo.

—He dicho que tal vez lo fuese —dijo Ray, vacilando—. O sea, puede que lo fuese. ¿Por qué no? Pero no lo era. —Se le ocurrió otra cosa—. Salió en los diarios. Por eso me acuerdo.

—Eso vas a tener que explicármelo.

—Me refiero a que a la mañana siguiente lo vimos en el periódico. Leila y yo leímos que habían matado a la familia de este hombre. Dijimos qué interesante, y recordamos lo que estábamos haciendo cuando sucedió eso, mirando el partido de béisbol y después en la cama. —De pronto, Ray miró a Tony—. Lamento la pérdida de su familia, es una pena. Pero yo no tuve nada que ver, créame.

—¿El diario de la mañana siguiente, Ray?

Ray reflexionó.

—La mañana siguiente a ésa.

Dejaron atrás la iglesia blanca y un momento después tomaron velozmente la curva donde arriba, en el bosque, subiendo desde la cuneta, seguía la caravana. La visión de ésta provocó una conmoción en Tony, que observó a Ray. Advirtió la mirada que dirigía al lugar, el intento de simular que no reconocía nada de aquello y de inmediato la apariencia de impavidez. Ray seguramente estaba pensando: «Sois unos tíos tan listos que ni siquiera sabéis dónde ocurrió». Tony miró a Bobby Andes, que no apartaba la vista de los ojos de su detenido.

Llegaron al cruce donde el camino se encontraba con la carretera que bajaba por la colina, la misma por la que habían descendido aquella noche, y un momento después al camino que se internaba en el bosque. A Tony le pareció más ancho en un primer momento, y luego más estrecho y agreste de lo que recordaba. Vio la hierba alta en el centro y las ramas de los arbustos que se inclinaban sobre el camino hasta arañar el coche, y las cerradas curvas bordeando peñascos, y árboles y barrancos. Hacía casi un año que aquel lugar se había instalado en su mente y ahora le resultaba difícil creer que sólo había estado allí dos veces. Desde entonces, las hojas habían caído sobre la hierba, las ramas habían quedado desnudas, la nieve lo había cubierto en invierno y después todo se había vuelto verde otra vez: los matorrales, la maleza y las ramas. Todo ese verdor era nuevo: una vegetación distinta de aquélla a través de la cual había avanzado a trompicones y a la que había vuelto después; le recordó la verde y sangrante agonía de su duelo, olvidada, relegada por el tiempo que había pasado desde entonces; ahora, la vergüenza convertía todo ese tiempo en una mascarada: la pretendida negligencia, o en una larga y estúpida hibernación en la cerrada casa de su vida.

Oyó la fingida estupidez de la voz en el asiento trasero: «¿Qué lugar es éste?». Recordó el sadismo en aquella misma voz en el bosque: «Tío, tu mujer te llama». Volvió a observar el rostro, que miraba los árboles por la ventanilla, como si tratara de obligarlo a desviar los ojos hacia él. Advirtió que Bobby Andes no miraba a Ray, sino a él, a Tony, con una leve sonrisa en los labios.

Fue Tony, no Andes, quien dijo:

—Usted conoce este sitio.

Ray le dirigió una larga mirada antes de decir:

—Le juro por Dios que no.

Pero esta vez la voz era inequívocamente irónica y la mirada no reflejaba estupidez ni confusión. Tony Hastings contemplaba a su enemigo como si el tiempo no hubiese transcurrido, y no tuvo necesidad de penetrar en la mente de Ray, porque las palabras hablaban por sí mismas: «¿Qué es esto, tío, te crees que me has pillado? Pero, colega, tú y tus polis os estáis cavando la fosa, porque no tenéis caso, sólo tu palabra, y si no la respaldas con algo ante un tribunal no servirá de nada».

Llegaron al final. La hierba nueva cubría el terreno donde habían estado los coches de la policía. Tony percibió en el matorral la profunda ausencia de aquello que ahora mismo era incapaz de ver.

—¿Quiere bajar, Tony? —preguntó Andes.

De acuerdo, sí. Se encaminó hacia el matorral donde recordaba haber visto los dos cuerpos. Al aproximarse tomó súbitamente conciencia del riesgo de encontrar alguna pertenencia de ellas que hubiese quedado tirada allí durante todo el invierno, pasada por alto por la policía. La posibilidad le dio miedo, pensó que debía detenerse, pero no podía. Al llegar al matorral se dio cuenta de que no reconocía el emplazamiento exacto. Bobby Andes lo tomó del codo. Le brillaban los ojos.

Tony regresó junto al coche y miró a Ray a través de la ventanilla.

—Quiero saber —dijo—. ¿Ya estaban muertas cuando las trajo en el coche, o las mató aquí?

—Yo no maté a nadie, tío. —Su tono fue suave y burlón.

—No tienes nada que decirnos, ¿eh, Ray? —intervino Andes.

—Se lo estoy diciendo: pierde el tiempo.

A Tony le parecía que no. Era cada vez más consciente del poder que había adquirido para hacer lo que le pareciese. Subieron al coche y se alejaron. Cuando llegaron a la carretera, Tony señaló la cuneta y dijo:

—Ahí es donde intentó atropellarme.

Ahora Ray sonreía todo el tiempo, sin ocultarse de Tony, aunque sí del teniente. «Si no tienes el tino suficiente para apartarte de la carretera… ¿Qué estabas haciendo por allí, de todos modos? Creía que ibas a veranear a tu casa de Maine».

Doblaron en la carretera que ascendía por la ladera y bajaron al otro lado y, al llegar a la curva, George aparcó en la grava, junto a la caravana.

—¿Y ahora qué pasa? —dijo Ray.

—¿Te importa echar un vistazo dentro? —dijo Andes.

—¿Para qué?

—Vamos, echemos un vistazo.

Fueron todos, Tony algo rezagado, inesperadamente sobrecogido. George llevaba de un brazo a Ray; el teniente cogió una llave y abrió la puerta. Tony tenía miedo, estaba a punto de ver aquel lugar y no se sentía preparado para ello, a pesar de haberlo imaginado a menudo. ¿Tenía que entrar ya? Bobby Andes encendió una luz en el interior. La luz arrastró a Tony hacia delante. Los tabiques, que había supuesto forrados con una tela estampada, como la cortina que cubría la ventana, eran lisos y grises. Había un pequeño hornillo junto a la puerta, una cama con barrotes de bronce, de donde debían de haber obtenido las huellas dactilares, y una papelera llena de periódicos.

—Las violaste en la cama, supongo —dijo Andes.

—Yo nunca he violado a nadie.

—Venga ya, Ray, tenemos tu ficha.

—Retiraron la acusación, joder. Le digo que nunca he violado a nadie.

Tony fue a situarse frente a Ray, junto a la cama. Le sorprendió lo pequeña que era, como un camastro con barrotes, y que Ray fuese ligeramente más bajo que él.

—Quiero saber, Ray —dijo—. Quiero una relación exacta de lo que les hizo.

Lo asombró la firme energía de sus palabras, como si algo presionara dentro de él.

—Tendrá que preguntarle a otro.

—Quiero saber qué dijeron. Quiero saber qué dijo Laura y qué dijo Helen. Nadie más que usted puede decírmelo.

Miraba de cerca a Ray, los ojos irritados, la dentadura demasiado grande, la sonrisa irónica. «Pero tío, eso es un secreto entre ellas y yo. Tú estabas fuera, caminando por ahí. Si te da por andar por el bosque no es culpa mía, tío».

—Quiero saber cómo las mató. Quiero saber si sabían lo que les estaba ocurriendo. Quiero saberlo, maldita sea.

«No, tío: no quieres. A alguien como tú, al que le enseñaron a no pelearse y a rechazar la violencia, le revolvería el estómago».

—Quiero saber cuánto sufrieron, Ray. Quiero saber si fue doloroso. Quiero saber qué sintieron.

«No, tío, tú no quieres saber nada de eso».

—Responde, cabrón.

—Tío, estás chalado —dijo Ray Marcus.

La voz que había dicho «tío». «Joder, tío, no hay razón para que te quejes. Yo pensaba que no querías saber nada de ellas».

Los ojos seguían hablando. «Te dije que ella te llamaba. Si hubieses hecho caso… Si no eras capaz de cuidarlas como es debido… Joder, pensé que te estaba haciendo un favor».

Tenía el rostro delante del suyo, el mentón pequeño y duro como una pelota de béisbol, los dientes deformados, la mirada socarrona. Eso y el repentino impulso. ¿Podía o no? Sí, podía, por sorpresa, antes de que atinaran a impedírselo, con todas sus fuerzas. Un rápido puñetazo. Bobby Andes lo sujetó por los brazos.

—Tranquilo, tranquilo.

George sacó su arma y se agachó junto a Ray, que yacía en el suelo, al lado del hornillo. Tenía sangre en la cara, un corte en la boca. Al instante se puso en pie e intentó arrojarse sobre Tony, pero George se lo impidió retorciéndole un brazo a la espalda. Bobby Andes se interpuso. «Las esposas, rápido». Ray con las manos en la boca ensangrentada.

—Te voy a empapelar, tío —farfulló Ray, pero apenas se le entendió.

—¿Qué dice?

—Dice que va a denunciarlo. No se preocupe. Pasará tiempo antes de que denuncie a nadie.

—Os voy a empapelar a todos —masculló Ray.

—Mala idea. Mira lo que sacas por tratar de escapar.

—¿Escapar? Y una mierda.

Andes le dio una palmada en la espalda.

—Está bien, Ray, te conseguiremos un dentista. ¿Tienes el diente, George? —Le dio un pañuelo a Ray.

Regresaron al coche.

—Conduciré yo —dijo Andes.

George y Ray, esposados juntos, se metieron atrás, Tony se sentó delante, como antes. El teniente lo miró, le brillaban los ojos.

—No ha estado mal —dijo—. No pensaba que fuera capaz.

Tony Hastings, que no recordaba haberle pegado antes a nadie, se sentía magníficamente. Excitado y exultante: su justa cólera satisfecha.

Susan Morrow le propina un enérgico y ruidoso puñetazo en el rostro a Ray Marcus, que cae al suelo, junto al hornillo. Ja, ja.

Deja el manuscrito. Es hora de parar por esta noche, aunque parezca un pecado abandonar en este momento. Otra penosa interrupción, semejante al divorcio, impuesta por la discrepancia entre las leyes de la lectura y las leyes de la vida. No puedes leer toda la noche, al menos si tienes responsabilidades, como Susan. Y si has de interrumpir antes del final, bien puede ser aquí.

En algún momento durante la lectura, Dorothy y su amigo Arthur han regresado, respetuosos con el toque de queda.

Desde ese momento han estado viendo la televisión. Arriba, detrás de una puerta cerrada, continúa el sonido wagneriano. Tristán identificando el amor con la muerte.

Va al cuarto de baño, excitada y alegre por haber golpeado a Ray, sea cual fuere la razón, que puede no ser idéntica a la de Tony. ¿Qué ha querido decir hace un rato con lo de disfrutar con un buen estallido de ira? ¿Contra quién, exactamente, se dirige su furia? ¿Contra nadie? Susan, la que quiere a todo el mundo, la que tiene un corazón en el que cabe todo el mundo.

Así que recuerda: nos mudamos a Washington. ¿De verdad? La cuestión ha quedado tapada, enquistada como un insecto en su capullo, envuelta en la seda de su lectura. Volverá a emerger bastante pronto, y entonces tendrá que pensar en ella.

¿Debería decirles a Dorothy y Arthur que hagan algo? Reprime el teatral impulso de recriminarles que desperdicien su juventud delante del televisor. La tele y la mudanza a Washington y el puñetazo que le ha dado a Ray están mezclados en su mente, como si lo que quisiera aplastar fuese el televisor. De ahí que imagine a un visitante alienígena preguntando por la diferencia entre Dorothy embobada frente al televisor y ella embobada ante una novela. A Martha y Jeffrey, sus pequeñas mascotas, les parece extraño verla allí inmóvil, transfigurada. Susan desearía no tener que estar siempre demostrando que es su capacidad de leer lo que la vuelve civilizada.