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Susan cierra el manuscrito. La calma vuelve a su mundo con el rumor de la nevera, las risas y los murmullos de los niños que juegan al Monopoly en la habitación contigua. Aquí, en este arbolado enclave de sinuosas calles residenciales, todo está tranquilo, en paz. Todos están a salvo. Ella se arquea, se despereza. Siente la tentación de ir a la cocina por más café. Se contiene. Toma un caramelo de menta de encima de la mesa, junto a la cola de Martha.
También ella viajó durante toda la noche en una ocasión, con Arnold y los chicos, a Cape Cod. Arnold es más listo que Tony Hastings: ¿habría sabido capear la difícil situación en que se encontraba Tony? Es una eminencia, podría haberles ofrecido a aquellos hombres un bypass a cambio de que sustituyeran el neumático. ¿Habría bastado? Además es un hombre risueño, con el pelo entrecano, que cuenta chistes inadecuados y se queda esperando tu reacción. Esta noche Arnold está en un hotel, en un salón de apariencia tropical —decorado con bambú—, tomándose unas copas a media luz con sus colegas: casi lo había olvidado de tan preocupada que está por el imaginario Tony.
Martha, la gata, la escudriña, intrigada. Todas las noches Susan se sienta de ese modo, acechando una página lisa y blanca bajo la luz de una lámpara, como si viera algo que Martha no puede ver. Martha sabe acechar, pero ¿qué podría acechar Susan en su propio regazo? ¿Y cómo podría hacerlo si se siente completamente relajada? Martha suele acechar durante horas sin mover más que la cola, pero cuando lo hace siempre hay algo que atrapar, un ratón o un pájaro, o la ilusión de atrapar uno u otro.
Animales nocturnos 3
El hombre llamado Ray, el de la boca demasiado pequeña, el mentón huidizo, la frente amplia y el cabello peinado hacia atrás, permanecía de pie con las manos en los bolsillos, mirando trabajar a sus amigos. Golpeaba el suelo con el tacón del zapato, como si bailara. «No debo olvidar que él es quien ha hecho que me saliese de la autopista», se decía Tony Hastings, sin olvidarlo. El hombre murmuraba continuamente «Que te jodan», como si de una canción se tratara. Golpeaba con los pies y murmuraba «Que te jodan», mirando a la mujer y a la hija de Tony, que permanecían muy juntas al lado del coche, como si se lo dijese a ellas, y a continuación miraba a Tony sin dejar de repetir aquella frase, como si se dirigiera a él, lo bastante fuerte para que se oyese: «Que te jodan, que te jodan, que te jodan».
—¿Qué miras? —dijo el hombre.
—¿Qué trataban de hacer, en la autopista? —preguntó Tony.
Un camión se acercó y pasó al lado de ellos con estruendo. Si el hombre contestó, Tony no pudo oírlo. Cada tres o cuatro minutos, tal vez más, pasaba algún vehículo. «Mientras sigan pasando coches, estamos a salvo», pensó Tony, aunque no sabía de qué peligro.
—Vaya personaje.
—¿Qué?
—Todo un conductor respetuoso de la ley.
—¿Qué?
—¿Es lo único que sabes decir?: «¿Qué?».
—Mire…
—Estoy mirando.
Tony no supo qué responder, sorprendido, como si no estuviese preparado para expresar sus emociones.
—¿Qué buscabais que pasara, allí, en la autopista? —preguntó Ray al cabo de un momento.
—Sólo tratábamos de llegar a nuestro destino.
—¿Adónde vais?
Tony vaciló.
—¿Adónde vais? —repitió el otro.
—A Maine.
—¿Qué hay en Maine?
Tony no quería responder.
—¿Qué hay en Maine?
Se sentía como un chico resistiendo ante el abusón de la escuela.
—Te he preguntado qué hay en Maine. —Ray se acercó lo bastante como para que Tony oliese su aliento a cebolla y alcohol.
Tony sabía que aquel hombre podía hacerle daño. Dio un paso atrás, pero Ray no se separó de él. «Es la diferencia de edad», pensó Tony, que no había tomado parte en una pelea desde que era un niño y aun entonces resultaba siempre vencido. «Vivo en un mundo diferente», estuvo a punto de decir.
No quería revelar que en Maine tenían su lugar de veraneo.
El otro se inclinó, obligando a Tony a echarse hacia atrás. «Más vale que no me toque», pensó Tony. Ray lo cogió del jersey y empujó un poco.
—¿Qué has dicho que hay en Maine?
«Suélteme», quiso decir Tony.
—Suélteme —dijo, y su voz le sonó como la de un niño al que están atormentando.
—¡Deje en paz a mi padre! —gritó Helen.
—Vete a tomar por culo —repuso el hombre. Soltó a Tony, rió y echó a andar lentamente hacia las mujeres.
Aterrorizado, temblando, tratando de que su sangre cobarde alcanzara la temperatura necesaria, Tony lo siguió.
—¿Qué hay en Maine? Tu papá no quiere decírmelo, así que dímelo tú. ¿A qué vais a Maine?
—¿A usted qué le importa? —replicó Helen.
—Vamos, cariño, que somos buena gente. Estamos cambiando el neumático de vuestro coche. Anda, dime qué hay en Maine.
—Pasamos los veranos allí —dijo ella—. ¿Satisfecho?
—Tu papá se cree que es mejor que yo. ¿Tú que opinas?
—Claro que lo es.
—Tu papá me tiene miedo. Tiene miedo de que le dé una paliza.
—Usted es un maldito cabrón —le espetó ella en un tono estridente, próximo al alarido.
El hombre dio un paso hacia Helen, furioso.
Laura se interpuso entre ambos, pero él la hizo a un lado, sujetó a la muchacha por los hombros y la empujó contra el coche. Laura se arrojó sobre él y empezó a golpearlo y arañarlo. Por fin, Ray soltó a Helen y se echó hacia atrás. Laura cayó al suelo.
—Hija de puta…
Sin ser muy consciente de lo que hacía, Tony, en un súbito impulso, intentó proteger a su mujer, pero el hombre lo derribó de un puñetazo. Tony sintió un dolor atroz en la nariz, como si lo hubiera golpeado con una barra de hierro. Ray miró a los tres y dijo con furia:
—A mí no me habléis de ese modo, hijoputas.
Los hombres ocupados con el neumático habían interrumpido su tarea para mirar.
Cuando Tony Hastings vio caer a su esposa, cuando oyó su breve grito de sorpresa y dolor en aquel tono íntimo que conocía tan bien y la vio sentada en el suelo con sus pantalones veraniegos y el jersey oscuro, y la observó volverse trabajosamente para ponerse de pie, pensó que algo realmente malo estaba ocurriendo, como cuando se oye la noticia del inicio de una guerra. Como si en toda su afortunada vida nunca hubiese topado con una situación verdaderamente mala. Recordaba haber pensado, en el momento en que su sangre cobarde explotaba en su cabeza y lo hacía abalanzarse sobre aquel hombre y recibir el golpe propinado por un brazo que más parecía una palanca: «Esto no es cosa de chiquillos abusones. Esto les está ocurriendo a personas reales».
Ray lo miró con expresión de reproche.
—Por Dios, te estamos cambiando la puta rueda —dijo, y se acercó a los otros, que casi habían terminado—. Y cuando esté lista daremos cuenta a la poli de este accidente que tú has provocado.
—Habrá que buscar un teléfono —dijo Tony.
—¿Ah, sí? ¿Ves alguno por aquí?
—¿Cuál es la población más cercana?
Los otros colocaron el tapacubos. Llevaron rodando la rueda pinchada hasta el maletero del coche de Tony y la guardaron junto con el gato.
—¿Para qué quieres una puta población?
—Para dar parte a la policía.
—Bien —respondió el hombre—. ¿Y cómo pretendes hacerlo?
—Iremos a la comisaría.
—¿Abandonando el lugar del accidente?
—¿Qué quiere hacer, esperar a que aparezca otro coche patrulla? —«Ya has dejado pasar uno», pensó.
—Papá —dijo Helen—, en la autopista hay teléfonos de emergencia. Yo los he visto.
Sí, él también los recordaba.
—Están estropeados —dijo Ray.
—Sólo sirven para llamar a la grúa en caso de avería —señaló el de las gafas de montura metálica.
El de la barba sonreía.
—Tendremos que ir a Bailey —decidió Ray—. Esos teléfonos no sirven para llamar a la poli.
—Muy bien —asintió Tony con decisión—. Iremos a Bailey y allí daremos parte.
—¿Y cómo piensas ir?
—En nuestros coches.
—¿Ah, sí? ¿Qué coches?
—El de ustedes y el nuestro.
—Ah, no, tío. A mí no intentes jugármela.
—¿A qué viene eso?
—¿Cómo sé que no saldrás pitando?
—¿Usted cree que no iríamos a la policía?
—¿Cómo sé que lo harás?
—No se preocupe. Mi intención es dar parte de esto.
—Ni siquiera tienes idea de dónde queda Bailey.
—Usted vaya delante; nosotros lo seguiremos.
Ray soltó una carcajada. Después pareció reflexionar, con la mirada perdida en los bosques sombríos, como si hubiera tenido una idea. Por un instante pareció olvidarse de todos ellos y estar cavilando algo que sólo le concernía a él. «Está loco», pensó Tony, como si acabase de caer en la cuenta. Entonces Ray salió de su ensoñación y dijo:
—¿Qué te impediría alejarte a toda mecha y coger un cambio de sentido?
—Usted parece bastante bueno en eso de mantenerse pegado a otros coches —dijo Tony.
El hombre volvió a reír.
—De acuerdo, nosotros vamos delante y usted nos sigue —propuso Tony—. Así no tendremos modo de escapar.
Ahora todos sonreían, hasta el propio Tony, como si estuvieran contándose chistes.
—Y una mierda —dijo Ray—. Tú vienes en mi coche.
—¿Cómo?
—Que vienes con nosotros.
—De eso nada.
—Lou puede conducir tu coche. Es un ciudadano respetuoso de la ley. Lo cuidará bien.
—No —gimió Helen.
—No podemos hacer eso.
—¿Por qué?
—Para empezar, no voy a dejarles mi coche.
—¿Ah, no? —dijo Ray con fingida sorpresa—. ¿Qué, crees que vamos a robártelo? —Hizo una pausa y añadió—: Vale. Tú vas en tu coche y la chica viene con nosotros.
Helen soltó un grito y se volvió hacia el coche, pero el hombre le bloqueó el paso.
—No, no irá —dijo Tony.
—Claro que sí —replicó Ray—. ¿Verdad que sí, cariño? —Le puso una mano sobre el pecho y forcejeó con ella un poco.
—¡Tony! —exclamó Laura. El hombre no les quitaba la vista de encima. Laura le gritó—: ¡Déjela en paz!
—Basta —dijo Tony, haciendo un esfuerzo para que no le temblase la voz.
—A ella le gusta —dijo Ray.
—¡Cabrón! —gritó Helen.
—Seguro que te gusta, cariño, lo que pasa es que no lo sabes.
—Tony —repitió Laura, ahora sin alzar la voz.
Tony tensó los músculos, apretó los puños y dio un paso hacia Ray, pero el de la barba lo cogió por un brazo. Tony trató de soltarse. El que se llamaba Ray lo advirtió, soltó a la muchacha y se volvió hacia él. Helen echó a correr por la carretera.
—¡Helen! —La llamó su padre.
—¿Quién manda en tu familia? —dijo Ray.
«A ti qué te importa», quiso decir Tony, pero se contuvo. Estaba mirando a su hija, que se alejaba por el arcén.
—¡Helen, Helen! —El que se llamaba Ray se burlaba con sus dientes enormes y su boca demasiado pequeña.
A unos cincuenta metros de distancia, la muchacha se sentó en una piedra al borde del arcén. Tony vio que lloraba. Se produjo un breve silencio.
Con un gesto de cabeza Ray llamó a sus compañeros y los tres fueron a reunirse junto al coche.
Tony tomó conciencia de la noche, de la brisa fresca y del resplandor de las estrellas sobre las montañas. A su espalda el terreno se precipitaba en un bosque invisible en la oscuridad. Los carriles opuestos quedaban fuera de la vista, en lo alto de una cuesta, ocultos por los árboles. Los coches que pasaban proyectaban sobre éstos una luz blanca que semejaba un fantasma entre las ramas. Los tres hombres gesticulaban y reían, excitados, y Helen seguía sentada en la piedra, sujetándose la cabeza entre las manos.
Apareció un coche. Al verlo, la muchacha se acercó al borde de la calzada y se puso a hacerle señas frenéticamente. El vehículo aceleró y pasó sin detenerse.
—Vamos —le dijo entonces Laura a Tony—, recojámosla allí.
Subió al coche. Pero cuando Tony lo rodeaba para ponerse al volante, vio que Helen regresaba, y que los tres hombres se interponían entre ella y el coche.
La muchacha empuñaba un palo.
Se aproximaba otro vehículo. Helen había llegado prácticamente a la altura del coche de los tres hombres cuando de pronto corrió hacia la autopista agitando los brazos y el palo por encima de la cabeza. El vehículo aminoró la marcha. Era una camioneta, y se detuvo casi junto a ella. El conductor se inclinó sobre el asiento del pasajero y la miró.
—¿Qué haces? ¿Estás intentando que te maten?
Era un hombre mayor con una gorra de béisbol. Todos —a excepción de Laura, que se encontraba en el coche— se acercaron a la camioneta.
—Estos tipos… —dijo Helen.
—No pasa nada —intervino Ray—. Está un poco conmocionada.
—Sí que pasa —dijo Helen—. Pregúntele a mi padre.
—¿Eh? —dijo el hombre.
—Necesitamos ayuda —dijo Tony.
—¿Para?
—Un pinchazo —respondió Ray—. Ya hemos cambiado el neumático. —Sonreía, asintiendo con la cabeza—. Todo está bajo control.
—¿Eh? —repitió el hombre—. ¿La chica quería que la mataran o qué?
—¡No pasa nada! —gritó Ray—. ¡Está todo bajo control!
Tony avanzó un paso.
—Disculpe… —dijo.
Oyó que Helen gritaba: «¡Socorro, por favor!». El anciano miró a Ray, que reía mientras blandía una llave de ruedas.
—¿Qué dice? —preguntó el hombre, llevándose una mano a la oreja a modo de pantalla.
—¡No pasa nada! —repuso Ray alzando la voz.
—¡No, no…! —Articuló Tony, intentando gritar.
Alguien lo había agarrado por el brazo y tiraba de él hacia atrás. El hombre miró al grupo. Su semblante reflejaba confusión y disgusto. Observó dubitativo la palanca de Ray.
—Así que no pasa nada. Muy bien —dijo por fin en tono de fastidio, y se enderezó en el asiento.
Puso la camioneta en marcha y se alejó.
Tony oyó que Helen gritaba:
—¡Por el amor de Dios, señor!
—¿Qué ocurre, nena? —dijo Ray—. No querrás liarte con un vejete sordo, ¿verdad?
Hubo un momento de confusión cuando Helen, como un rayo, rodeó a los hombres y alcanzó el coche, subió al asiento trasero y cerró de un portazo. Siguió un breve silencio. Ray sujetaba a Tony por el codo, sin violencia, mientras Laura y Helen esperaban en el coche.
—De acuerdo —dijo Ray—. Vamos en los dos coches.
La pesadilla terminaba por fin, los tres hombres se habían cansado de un juego que había llegado demasiado lejos, conscientes, tal vez, de que no daba para más. Tony sabía que no irían a la policía, pero no le importaba, se contentaba con librarse de ellos.
Ray, sin embargo, no lo soltaba. Tony intentó dar un paso hacia el coche y sintió aumentar la presión sobre su codo.
—Tú no —dijo Ray.
—¿Qué? —Lo asaltó un miedo auténtico: la sorpresa del primer aviso de un ataque nuclear.
—Vamos a dividirnos —explicó Ray—. Tú vendrás en mi coche.
—De eso nada —replicó Tony, y en ese instante vio que el de las gafas corría hacia la puerta del conductor y la abría antes de que Laura, en el asiento del acompañante, se diera cuenta de lo que ocurría y pudiese echar el seguro. El hombre la mantuvo abierta, con un pie dentro del coche, mientras Ray decía:
—No tienes más remedio.
—No voy a abandonar a mi familia.
—Ya te he dicho que no tienes más remedio, tío.
La coerción era clara ahora. Los otros dos tipos miraban a Ray a la espera de una decisión o una orden.
Éste pensó un momento. Soltó a Tony y dijo:
—Irás con Lou.
Y echó a andar hacia el coche de Tony. Éste se dispuso a seguirlo, pero el de la barba lo tocó y le advirtió:
—Será mejor que no lo hagas.
Tenía algo en la mano. Tony no pudo precisar qué, pero lo hizo a un lado y fue tras Ray. Vio que el que tenía un pie dentro del coche se inclinaba hacia el interior para quitar el seguro a la portezuela trasera. Helen trató de impedírselo. Forcejearon. Aunque la muchacha intentó morderle la mano, el de las gafas consiguió abrir y meterse. Tony echó a correr hacia Ray dispuesto a golpearlo por la espalda, «lo derribaré y montaré en el coche», pero algo pesado le dio en las espinillas. Cayó al suelo sobre las manos y las rodillas, raspándose con el pavimento y golpeándose el mentón. Cuando alzó la cabeza, vio a Ray instalarse en el asiento del conductor.
El coche arrancó con un rugido, seguido de un chirrido de neumáticos al entrar en la calzada y alejarse velozmente. Tony atisbó los rostros horrorizados de su mujer y su hija mirándolo y oyó el motor alejándose mientras las luces traseras menguaban en la distancia hasta desaparecer.
Después, durante unos instantes, sólo percibió el silencio del bosque, roto apenas por el rumor de algún camión distante. Contempló la autopista vacía por donde había desaparecido cuanto amaba, tratando de encontrar un modo de negar lo que su mente le decía que había ocurrido.
El hombre de la barba, cuyo nombre era Lou, lo miraba, empuñando la llave de ruedas.
—Vamos —dijo—. Será mejor que subas al coche.