LAS TRAMPAS DEL TIEMPO

JOHN BAXTER

John Baxter es un autor del otro lado del mundo… exactamente de Sydney, Australia. Nacido en 1940, a los doce años se sintió atraído por la SF, entrando a formar parte del club de aficionados a esta literatura de su ciudad, editando fanzines y poniéndose en contacto con fans del mundo entero. John trabaja como funcionario del Gobierno en Nueva Gales del Sur, y está interesado en la fotografía, la cinematografía y la música de jazz. Sus primeras obras profesionales aparecieron en la revista británica New Worlds.

ilustrado por CARLOS GIMÉNEZ y ADOLFO USERO ABELLÁN

Las rosas de cristal crecían entre el silencio a lo largo de la balaustrada, suspendidas en sus baños de fluido. Azul, verde, ámbar, roja; cada una se alimentaba con su sal particular y extraía su color del agua incolora. Envuelto todavía en su bata, Net San Yada caminó a lo largo de la hilera, contemplando cada una por turno. Algunas eran todavía inertes bolsas de apretado follaje en la extremidad de un tallo desnudo. Otras estaban apenas floreciendo, pero una, de un color verde pálido, estaba temblando en plena explosión de su capullo. Así que, cuidadosamente, introdujo su mano en el tanque y con un pequeño tirón cortó el tallo. Mientras la sacaba, algunas gotitas cayeron de los recovecos más profundos de la flor.

Entonces la mantuvo en su mano, separada de su elemento nativo pero conservando todavía memorias del mar en su verde translucencia. Triunfalmente llevó la flor al interior y la instaló en un nicho. El haber cogido una rosa tan perfecta era una forma excelente de empezar un nuevo día.

Quitándose la bata, Yada comenzó a vestirse. Lo hizo lenta y cuidadosamente, arropando su cuerpo con una reverencia casi religiosa. Para él, la elección del pliegue que daría mejor aspecto a una túnica, o de la faja que haría mejor juego con sus calcetines, eran decisiones tan importantes como cualquiera de las que debería tomar como Primero del Control Temporal. Aunque el aire ya estaba algo fresco hoy, la gente que había visto por las calles iban ataviados con alegres colores blancos o marrones claros. Así que tendría que escoger un traje de verano. Eligió uno fino de lana gris clara y se lo puso. El disco azul de su rango, que llevaba en el pecho, era como un trozo de cielo visto entre nubes. Mientras se colocaba la faja, sonrió satisfecho por el emblema. A su edad, y ya con un círculo azul… y sin ninguna razón por la que no pudiera llegar aún más alto.

Ataviado, perfumado, con el cabello anudado en su nuca y muy corto en la frente para dar aún una mayor longitud a su ya estilizado rostro, Yada inició el trabajo de aquel día. Su oficina consistía simplemente en una habitación sin ningún mueble y con el suelo enteramente acolchado. Tras cruzar las piernas, se sentó en el suelo sobre sus talones, se cruzó de brazos y consideró los asuntos del día. Primeramente había la cuestión del personal necesitado veinticinco años hacia adelante en Katsaido. Había considerado el problema durante la noche y ahora estaba seguro de que deberían ser enviados al menos cuarenta hombres. Iba a ser difícil para ellos. Dentro de veinticinco años Katsaido se convertiría en un intempestivo infierno de aullante viento y nieve, en el que los hombres morirían rápidamente. Pero un alto personaje había ofrecido pagar bien por la eliminación de ciertos elementos irritantes de su comunidad, así que…


Hizo una nota en un rincón de su mente que era su libro de apuntes y pasó al siguiente asunto. Por el momento, los viajes temporales en este sector estaban limitados al paso ocasional de una unidad de vigilancia y, aún más raramente, a algún corto viaje de placer de los dignatarios locales. Yada y su gente se hallaban todavía a prueba y lo estarían por muchos años. Esto significaba que le faltaban muchos datos vitales que le permitieran moverse libremente por el tiempo. ¿Qué soborno debería ofrecer a un correo extratemporal para obtener acceso ilimitado a las coordenadas del sector? Éste era un problema bastante complicado, un problema que requería mucha delicadeza y cuidado.

Por esta razón, se irritó cuando unos discretos rasguños en el exterior de la puerta le indicaron que tenía un visitante. ¿Quién sería a esta hora? Seguramente alguien importante, pues de lo contrario sus sirvientes no lo hubieran molestado. Componiendo su rostro, Yada dio unos golpes para significar su permiso a entrar. Silenciosamente, se abrió la puerta.

Casi en el mismo momento en que vio la imponente figura en la entrada, ya estaba Yada planeando qué hacer. El helado horror que le había producido la túnica negra con su acusador cuadrado blanco fue reprimido y encerrado en las profundidades internas de su mente, allá donde se escondían las pesadillas. Para el Demandante, Net San Yada presentaba un aspecto tan despreocupado como el del ciudadano más inocente.

—Te saludo, Cuadrado Blanco —dijo formalmente Yada.

El otro hizo una reverencia, con sus manos tan apretadas contra sus costados que parecían clavadas allí.

—Yo también te saludo. —Hizo una pausa, y continuó—: Se te demanda, Círculo Azul.

Era una sentencia de muerte, pero Yada dejó que las palabras colgasen en el aire como volutas de humo, visibles pero sin importancia.

—¿Puedo saber por quién?

—Puedes —dijo lentamente el Demandante—. Por los familiares de Sent Sa Knio, por ofensas contra el honor de la familia.


Así que Knio se había ido de la lengua. Naturalmente, debían de haberlo matado, u obligado a suicidarse, y ahora clamaban por su sangre. Había pocas cosas que irritasen más a un clan que el que uno de sus miembros fuese sobornado para traicionar secretos de familia. Todo escape parecía imposible, pero le quedaba un camino.

Yada se alzó del suelo con elegancia.

—Te agradezco el mensaje —dijo—. Si esperas en la habitación contigua, me prepararé.

El Demandante hizo una nueva reverencia y se giró para marcharse. En su mente no cabía duda de que Yada se reuniría con él en unos minutos, pues el escapar habría sido una falta contra el honor imposible de imaginar. Pero Yada no era ningún caballero. Con la agilidad y rapidez de un gato saltó sobre el hombre que se alejaba. La hoja que siempre llevaba oculta en la faja se hundió en la ancha espalda. El hombre de la túnica negra inició un grito parecido a un gorjeo, que tenía más de sorpresa que de dolor, tratando convulsamente de alcanzar el mango que sobresalía entre sus omoplatos. Por un momento permaneció helado en una postura de increíble agonía. Luego, se derrumbó muerto al suelo.

Enfermo de miedo y horror, Yada se apoyó sin fuerzas contra el marco de la puerta, contemplando a su víctima. Haciendo eco a su jadeante respiración oyó un extraño sonido, parecido a un suave gemido de dolor. Miró a su alrededor. En su nicho, la rosa de cristal sonaba débilmente. Algún armónico del grito de agonía había encontrado resonancia en un acorde vital de su estructura.

Mientras la contemplaba, la nota subió de tono, casi llegando hasta el umbral auditivo. Abriendo sus pétalos, la rosa estalló en su total floración final. Luego, el sonido cesó abruptamente y la flor se desmoronó, quedando convertida en polvo. Yada no perdió tiempo en considerar el significado de este signo. Brutalmente abrió de un tirón la puerta corrediza de la habitación contigua y caminó hasta la pared más lejana. Parecía ser de madera, como las otras, pero al empujarla se rasgó como si fuera de papel.

Tras la pared falsa, un pequeño cubículo contenía la jaula de alambres y cristal que era una máquina del tiempo. Había costado muchas vidas el robar el secreto de esta máquina y aún más el construirla y ocultarla en su casa, pero ahora la inversión estaba pagando sus dividendos. Apartando los restos de la pared, Yada se arrellanó en el sillín. Los alambres se curvaban protectoramente sobre él. Conectó el mando principal y, mientras se calentaba el mecanismo, revisó las provisiones, las armas y la vestimenta que había almacenado allí hacía mucho, en previsión de una emergencia similar a ésta.

A través del agujero en la pared le llamaban las silenciosas paredes de su hogar. Pensó que quizá no era realmente necesario el escapar, que tal vez aún pudiera salir de esto con audacia. Pero sabía que era demasiado tarde. Los intersticios entre los alambres se estaban ya desvaneciendo entre neblinas formadas por un nimbo dorado, y la máquina estaba vibrando ansiosa bajo sus pies. Dio una última mirada a su mundo, y pulsó el control.


¡INTRUSIÓN!

El hombre de guardia parpadeó y volvió a contemplar cuidadosamente la luz que se encendía y apagaba. Luego, apretó el botón de alarma y lo siguió apretando.

—¡Intrusión, intrusión, intrusión! —aulló ante el micrófono—. Todo el personal a sus puestos. Alerta roja. ¡Intrusión!

La alarma le llegó a Ley Farrar, Monitor Principal de Ciudad Temporal, mientras estaba entrevistando a un visitante intertemporal. Era un enviado del siglo XXII, dominado por África, un hombre de mayestática figura con la variopinta vestimenta tradicional de los embajadores africanos. En la loggia, que era lo más aproximado que la ciudad tenía a una oficina, se le veía como una brillante mariposa entre polillas. Contra los deslumbrantes colores de su ropaje, el de los monitores parecía desvaído. Divertido, Farrar contempló cómo miraba a lo largo de la Ciudad Temporal. Obviamente, los amplios parques y las desperdigadas y diseminadas viviendas lo asombraban.

—La ciudad temporal —comentó diplomáticamente—, no se parece a lo que yo había imaginado.

Farrar sonrió.

—Supongo que no —dijo, recordando los tremendos pilares de acero y cristal del Jo’burg del siglo XXII cociéndose bajo un ardiente sol—. Aquí no nos gusta demasiado el vivir apiñados. El sistema de transporte…

En aquel instante el aullido de la alarma general rasgó el silencio del atardecer como un grito pidiendo auxilio. Farrar no lo dudó ni un instante. Antes de que el primer sonido de cinco segundos de duración hubiese terminado, ya estaba corriendo hacia el complejo de control.


Sin embargo, la velocidad se convirtió pronto en algo imposible. Los corredores, normalmente silenciosos, de la Ciudad Temporal se habían convertido en aullantes torrentes de humanidad. Los lentos eran empujados, las bandejas de cerámica eran derribadas al suelo y pisoteadas. A lo largo de los pasadizos se abrían puertas que daban a habitaciones en las que repentinamente habían cesado las actividades normales de la vida. Los teléfonos colgaban de sus cordones, los grifos seguían manando sobre bañeras de las que ya se derramaba el líquido y, en una cabina, una afeitadora eléctrica zumbaba suavemente para sí.

Empujando como el mejor, Farrar se abrió camino entre el tumulto como pudo. En el voladizo de observación que rodeaba la habitación de control, la multitud se hacía menos densa a medida que los hombres iban ocupando eficientemente sus puestos. Subiendo por los curvados escalones de dos en dos, corrió hasta la consola del operador más cercano. Arriesgándose a dar una ojeada por encima de su hombro, el hombre inclinó la cabeza en algo que podía ser un deferente saludo, volviendo inmediatamente a su frenética manipulación de los controles.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Farrar, aunque podía deducir la mayor parte por las luces que se encendían y apagaban.

—Intrusión en el Sector 17, señor… siglo XXXIX. Parece haber atravesado el 18, 19 y tal vez el 20. Hemos enviado una sonda para comprobarlo, pero va a ser difícil el hallarlo allí.

—¿Diría usted que es un accidente?

—Probablemente no. Hemos controlado todas nuestras máquinas en el 17. No hay información sobre ningún movimiento durante los dos últimos días. Parece una máquina privada no autorizada.

—Entonces, será incontrolada.

—Probablemente. Sin señalización, sin mecanismo automático de dirección. Un buen problema.

Farrar ya sabía eso. Y la dimensión del problema dependería de lo rápidamente que actuase en las próximas horas.

Se apartó de la consola y recorrió con la vista los brillantes paneles situados a cada lado. En cada uno de ellos, un hombre cuyas manos se movían con la velocidad y la seguridad de un pianista de conciertos estaba calculando las nuevas rutas que los viajeros tendrían que usar, colocando avisos para que evitasen la zona de peligro y tratando de prever lo que iba a suceder luego.

Mientras Farrar los contemplaba, podía ver como los hombres se iban haciendo gradualmente con el control de la situación, dominándola tal cual uno domina a un caballo desbocado. Trabajaban bien, trabajaban como el equipo muy entrenado en que se habían convertido en los pocos años que habían transcurrido desde que la Ciudad Temporal había surgido a la existencia. Y sin embargo, por alguna razón, esto irritaba a Farrar. Era un trabajo inútil. En la sonda temporal y su cámara de televisión, tenían el medio para averiguar por anticipado cualquier acontecimiento y así poder alcanzarlo a través del tiempo, para llegar al instante preciso en que se produjese y así controlarlo. Pero había millares de siglos que examinar y millones de emergencias que solucionar.

Por cada una que era prevista, se pasaban por alto una docena, que permanecían desconocidas hasta que estallaban encima de ellos. Quizá en algunas décadas… pero no tenía utilidad el lamentarse por el hecho de que los días tenían tan sólo veinticuatro horas. El Control del Tiempo tan sólo podía cambiar algunas cosas y ésta no era una de ellas.


Al cabo de unos pocos minutos los paneles se habían calmado. Los senderos de luz que representaban los caminos temporales navegables ya no estaban interrumpidos por los negros puntos de los viajeros. Aquí y allí unas señales indicaban los lugares en los que máquinas detenidas estaban esperando que pasase la emergencia. A través de los senderos 15, 16 y 17, una señal negra separaba el área incomunicada en donde un viajero ilegal había enmarañado irremediablemente el río del tiempo. Dentro de esta área estaba prohibido el viaje temporal: de hecho resultaba peligrosamente imposible. Por los intercomunicadores todavía se oía un rugir continuo mientras se suministraban nuevas coordenadas y los viajeros eran guiados por otros caminos, pero ya no era tan urgente como había sido. Ciudad Temporal estaba llevando a cabo el trabajo para el que había sido construida.

Dando la espalda a la confusión, Farrar regresó de nuevo al voladizo. Pasaría un tiempo antes de que hubieran noticias más concretas, así que no tenía nada que hacer, excepto esperar. Y sin embargo, el esperar era usualmente la cosa más difícil. Paseó su mirada por los alrededores buscando casi con desesperación algún objeto que apartase de su mente la inevitable ansiedad, y halló una figura confusa en pie junto a la barandilla, mirando hacia abajo en una fascinada contemplación de la actividad que se producía a sus pies. Se le acercó, y puso una mano amistosa sobre el hombro del africano.

En el pozo de la habitación de control, parpadeaban y correteaban luces de una multitud de colores, grandes sombras manchaban las paredes con sus imágenes grotescamente distorsionadas. Había incesantes idas y venidas de hombres a la carrera, un rugido de voces y un ruido que era aumentado en una forma tan extraña como las sombras. Parecía la boca del Infierno.


Apretando con mayor firmeza el hombro del embajador, Farrar lo llevó hacia afuera. Ahora no había nadie en la loggia. La brillante luz del atardecer se desparramaba por entre las columnas sin que nadie la apreciase. El único movimiento era el producido por una fuentecilla que murmuraba entre las sombras. Se sentaron a su lado.

—Siento lo que pasó —explicó Farrar—. ¡Hemos sufrido una Intrusión!

El africano, con un esfuerzo visible, bajó de las nubes. Casi dolorosamente, sus ojos volvieron a estar enfocados.

—¿Intrusión? —preguntó, cortésmente asombrado.

—Un salto temporal ilegal —explicó Farrar—. Aparentemente alguien del siglo XXXIX se construyó una máquina del tiempo y saltó al XLVIII… a la parte mala del XLVIII.

Abruptamente, el rostro del enviado perdió los restos de su expresión embobada. Sus ojos se entrecerraron calculadoramente.

—No tenía ni idea de que hubieran áreas prohibidas —dijo con suavidad. Ya podía imaginarse a sí mismo preparando el discurso inquisitorio que pronunciaría en la ONU sobre esta abusiva constricción en la libertad de movimiento.

El significado de este cambio repentino no pasó desapercibido para Farrar. En la forma más casual que pudo lograr, se arrellanó y sonrió.

—¿Áreas prohibidas? Oh, no… yo no las llamaría así. Simplemente hay ciertas secciones del río del Tiempo en las que los viajes deben ser rígidamente supervisados. —Era tedioso el tener que repetirlo de nuevo en lo que debía de ser la milésima vez, aunque tal vez le sirviera para apartar su mente de la crisis.

»Mírelo así —continuó—. La imagen convencional del Tiempo, tal como la imaginamos parte de nosotros, es un río… una especie de corriente, ¿no es así? (Excepto que no fluye, añadió para sí mismo. Y que no se comporta como ningún líquido conocido por el hombre. Y que corre al menos en cinco dimensiones. Y que es un sujeto incalculablemente más complejo de lo que nadie pensó). Bueno, piense en el Tiempo fluyendo como… como esta fuente de aquí.

Satisfecho consigo mismo por haber hallado una comparación válida, se giró hacia el estrecho canal sobre el que caía el agua de la fuente para volver a ser bombeada en un ciclo sin fin. En el ligeramente inclinado canal, una corriente de agua fluía con suavidad, continuamente.

—¿No parece lisa? —preguntó Farrar—. Pues mire a esa superficie. Aún una corriente lisa como ésta tiene sus inconsistencias. El líquido fluye más rápidamente en el centro que en los lados, y va más deprisa en la parte de arriba que en el fondo. Pues bien, comparado con el río del Tiempo, esto es un modelo de predictibilidad. El problema del Tiempo es que contiene gente, y acontecimientos… en una palabra, historia. Y la historia no es rígida. Se halla en el Tiempo como un reguero de color en el agua, como la mancha de un colorante que se disuelve. El más ligero movimiento puede alterarla, modificar su fluir.

El africano parecía interesado.

—Así que las antiguas paradojas: el matar al propio padre, el regresar a la prehistoria y cambiar el devenir del Tiempo aplastando una sola flor, ¿todo eso podría suceder?

Farrar asintió con seriedad.

—En la práctica es aún mucho peor. Aún el mismo hecho de moverse hacia el pasado podría anularlo todo por milenios. Sin querer, uno podría aniquilar no sólo a su padre sino a toda la raza.

Volviéndose de nuevo hacia la fuente introdujo un dedo en el agua que fluía rápida. Inmediatamente comenzó a dividirse y burbujear por los lados de la obstrucción. Aparecieron turbulencias.

—Ya lo ve, aún cuando coloco un pequeño objeto en la corriente se producen alteraciones. Si alguien se zambulle y nada contra la corriente, los resultados son catastróficos. A eso lo llamamos Intrusión.

—Pero en este caso, el hombre logró completar su salto. Eso debe de probar que no ha causado ningún daño grave. ¿No hubiera sido barrido junto con todos los otros acontecimientos en que se hallaba mezclado si es que hubiera alterado mucho el Tiempo?

Farrar negó con la cabeza.

—Me temo que el Tiempo tenga un as en la manga. El que lo use o no es lo importante. Vea, el río…

Se detuvo y miró hacia la escalinata. Un ordenanza corría hacia ellos. De su mano pendía una banda de blanco papel de gráficos. Farrar se lo arrebató ansiosamente.

—¿Bueno o malo? —preguntó.

El hombre hizo una mueca.

—Peor.

Miró a las líneas rojas que zigzagueaban a lo largo del papel y asintió anonadado.

—Supongo que el muy tonto se lo merece —dijo—, pero no puedo dejar de sentir cierta compasión por él.


Yada llevó a la máquina hacia algún tiempo en los siglos muertos tras la última de las guerras atómicas. Había escogido el punto cuidadosamente. Después de haber estado estudiando durante horas los pocos planos de que disponía. Ningún lugar era más seguro que ése. Nadie iba ya allí. La Tierra había sido quemada hasta la aridez. Tan sólo quedaban unas pocas personas y se hallaban escondidas muy por debajo de la superficie, ocultándose del ahora desvanecido trueno de las bombas. Pasarían aún años antes de que reptasen fuera de sus refugios y comenzasen la tarea de reconstruir la civilización. Hasta entonces, Yada estaba seguro. Tenía tiempo para prepararse, tiempo para planear.

Aún antes de que la maraña de cables hubiese comenzado a perder su brillo, pudo notar la helada mordedura del viento. Soplaba incesantemente, ásperamente, arrastrando todo a su paso y convirtiéndolo en polvo. Dedos insistentes tiraron de su traje, tratando de hacer que se uniese a su incesante recorrido sobre el globo. Yada se hundió aún más en el asiento y se arrebujó contra su vestimenta.

A través de la luminosidad que se apagaba contempló un paisaje desprovisto de todo lo que no fuera esencial. Una llanura gris se extendía en todas las direcciones excepto en una. En aquélla, el horizonte estaba formado por una masiva cordillera que soportaba sobre sus picos el plomizo cielo. Todo presentaba un aspecto extraño. Las montañas eran demasiado altas, demasiado agudas. En una de ellas un glaciar de hielo negro serpenteaba como un camino hacia el infierno.

Ignorando deliberadamente su imponente presencia, Yada empezó su trabajo. Primero una pesada chaqueta de piel de carnero sobre su túnica para resguardarlo del frío. Luego, comida. Abrió su paquete de raciones y preparó un refrigerio. Hizo esto con un gran cuidado, atendiendo a la pequeña llama de la lámpara y midiendo las especies y los trozos de carne seca con el cuidado de un tallador pesando gemas. Era todo lo que le quedaba: su habilidad, su cuidado en hacer las cosas meticulosamente y bien. Se complacía en esta pequeña riqueza, considerando inapreciable cada momento en el que podía hacer uso de ella.

Cuando estuvo preparada la comida, colocó los alimentos humeantes en su mejor cuenco y se sentó al refugio de la máquina para comer. Mientras la comida llenaba de combustible el motor de su cuerpo, se sintió mejor. Después de todo la situación no era tan mala como podría haber sido. Había escapado a una muerte cierta y esto solo ya justificaba los riesgos que había corrido. Pero además, se había llevado consigo comida, vestido y armas. Con estas materias primas y con su habilidad innata no debía de serle difícil hallar un tiempo en el que tomar residencia y amasar otra fortuna. Sonrió para sí.

Quizá hasta fuese adecuada una pequeña recompensa. Seleccionó entre sus raciones una lata de fruta en conserva y tragó su contenido, dejando alegremente que el almíbar gotease por su barbilla.


Poco después de haber hecho la limpieza, se dio cuenta de que estaba desapareciendo la luz. Era extraño. Al llegar era muy brillante. Recordaba haber visto el sol como una mancha de fría radiación tras las nubes. El comer le debía de haber llevado más tiempo del que pensaba. Por un momento se preguntó si tenía que echarse a dormir inmediatamente o pasar algo más de tiempo preparándose, pero ya estaba cayendo la oscuridad y el horizonte había desaparecido entre las tinieblas.

Subiendo a la pequeña cabina, se arropó lo mejor que pudo, acurrucándose bien. Cuando logró ponerse confortable, el cielo era de una negrura absoluta. No había ni luna ni estrellas. El mundo había desaparecido, borrado como si nunca hubiera existido. Yada cayó en un sueño inquieto.

Se despertó doliéndole los músculos, con un sentimiento de náusea en el estómago y casi tan fatigado como antes. La brillante luz del sol traspasaba sus semicerrados ojos y agitaba la sugestión de un dolor de cabeza con el que se había despertado. Cuando abrió más los párpados el dolor aumentó en intensidad y recordó con tristeza que sus suministros no incluían ninguna droga lo bastante débil como para curar esto. El sol estaba ya muy alto, contemplando por entre las simas de las montañas el insignificante espécimen de humanidad allá abajo. Su luz no daba calor y el viento soplaba tan fuerte como siempre.

Saliendo de la cabina, Yada se echó el aliento a las manos y golpeó con los pies el suelo para restablecer la circulación. Se sentía como si no hubiese cerrado los ojos. Casualmente miró su cronómetro. Los números de la esfera le hicieron asombrarse. Se lo llevó al oído, pero el tranquilo zumbido de la unidad de energía le indicó que todavía funcionaba. ¡Y sin embargo, según el reloj, había dormido tan sólo dos horas!


¡Dos horas! Eso era ridículo. La noche, en esa latitud de la Tierra, nunca duraba menos de siete horas. ¿Acaso la máquina le había llevado a un mal sector del Tiempo? Se giró para comprobar los controles, pero parecían correctos. Por un momento permaneció quieto, tratando de resolver el problema mentalmente. Fue entonces cuando se dio cuenta que su sombra se estaba moviendo. Estaba girando alrededor de él con la precisión de una manecilla de un reloj.

Casi contra sus deseos, miró hacia arriba al pálido sol que, lenta pero perceptiblemente, se movía a través del cielo. En el espacio de unos pocos minutos había recorrido desde el amanecer hasta el principio de la tarde. Pronto, se fue haciendo oscuro y el sol pareció apresurarse hacia la noche. Cuando caía contra el horizonte, un breve atardecer lució naranja, rojo, índigo y al final se hundió en el negro. La noche envolvió a Yada en una fría sábana de oscuridad. Se quedó inmóvil, petrificado. El único sonido era el latir de su corazón y el suspiro sin fin del viento.

Pasaron menos de cinco minutos hasta que el sol se alzó de nuevo. Mientras subía sobre las montañas, Yada vio que éstas también estaban moviéndose: desde las cimas y por los campos de nieve rodaban avalanchas, que se derrumbaban y arrastraban como brillantes sombras… y el glaciar se estaba moviendo. Ya no era una masa que se deslizaba lentamente, sino que fluía en un oscuro torrente bajando por la montaña y desapareciendo en el interior de la tierra con tanta limpieza como si ésta se lo estuviese tragando.

De nuevo saltó el sol a través del cielo y se zambulló, dejando el mundo en la oscuridad. El viento estaba aumentando en intensidad y bajo sus pies temblaba la tierra. Por primera vez, Yada sintió la necesidad de escapar, pero en la oscuridad no podía leer los instrumentos. El pánico lo inundó como una oleada, pero repentinamente fue reemplazado por una sensación de tranquila resignación.

Deliberadamente salió de la cabina y dio la espalda a la máquina. Ya no importaba, tan sólo quedaban los últimos momentos del largo viaje a lo que, fuera lo que fuera, estuviese más allá. La luz volvía ahora, notó con un interés despreocupado, aunque no era la luz del sol. Un resplandor azul lo iluminaba todo, comunicando aún a la misma árida llanura una apariencia de suavidad. La luz se hizo más brillante y luego aún más. Sintió como su piel le cosquilleaba y sus pulmones comenzaban a arder. Repentinamente el aire era menos denso, más frío. Hizo una última inspiración… y entonces la luz, el trueno y el terremoto estallaron en él. No recordó nada más.


El equipo trajo la máquina y el cadáver. Incrédulamente, Farrar examinó la chatarra cuando la sacaron.

—Es increíble —dijo—. ¿Viajó realmente el muy tonto a través de cuatro sectores en esto?

—Es difícil de creer —dijo el jefe del equipo. Su ordenanza le estaba aún ayudando a despojarse de su respirador, traje de presión y armadura. Tan sólo se veía la parte superior de su cabeza por encima de la protección aislante de su traje. El resto del equipo estaba torpemente esparcido por la habitación como si fueran los crustáceos a los que se asemejaban.

—Es tan sólo una cáscara de nuez —continuó—. No tiene monitor, ni piloto automático, ni la más mínima protección exterior. Cuando lo alcanzó el vórtice no tuvo ni la más mínima oportunidad.

—¿Está muerto? —preguntó Farrar.

—¿Cómo no? Lo que lo mató fue principalmente la descompresión. Esa área había sido tremendamente agitada, especialmente durante las guerras. En una simple estimación, diría que en los últimos segundos la densidad del aire debió de caer desde lo normal hasta el equivalente de unos cinco mil metros. Y además de eso recibió una dosis de radiación que podría matar a un centenar de hombres.

—¿Radiación? No sabía que esa parte del río estuviese todavía caliente.

—No lo está. —Tomando un arrugado trozo de papel de su bolsillo, el hombre lo desplegó sobre la mesa. Lo atravesaban cinco líneas rojas, más o menos paralelas. En cada una de ellas, aproximadamente en el mismo punto, se veía una pequeña oscilación en el lugar donde las plumillas se habían agitado momentáneamente. En cuatro casos, la línea volvía a la normalidad tras la alteración, pero no en el quinto. En vez de esto, el trazo se curvaba en un agitado círculo, se cortaba a sí mismo y continuaba. El hombre señaló con un gran dedo enguantado al círculo.

—Puede ver que es un vórtice grande. Su movimiento a través del río debió de causar un nudo de cuatro siglos. Y dos siglos antes todavía había guerras atómicas. Parece como si el remolino cogió parte de ese período y… bueno, ya puede usted imaginárselo.

Farrar asintió y contempló la destrozada máquina. Podía imaginárselo… pero el pobre diablo que había ido en esto no podía. No habría llegado a saber lo que le había pasado, nunca podría haberse dado cuenta de que el repentino holocausto al que era lanzado era su propia obra. El tiempo fluye, sí… pero cuando es disturbado también forma nuevas corrientes, y ocasionalmente, cuando la alteración es lo bastante grande, gira sobre sí mismo en un titánico remolino. Gira, da vueltas, vuelve a cruzar su camino y, ansioso por continuar, ruge a lo largo de su antiguo cauce. Deprisa, más deprisa, empujándose a sí mismo y arrollando a cualquier cosa y a cualquiera que se halle en su camino.

Había alguna especie de justicia poética en la forma en que este viajero había sido ajusticiado por las leyes que había roto en vez de por cualquier agente externo. Sería una advertencia para cualquiera que tratase de saltar por el Tiempo sin pensar en las consecuencias. Y también un aviso, dijo una débil voz, de que los hombres no debían de entremeterse con las cosas que no entendían. Pero Farrar no escuchó a esto.


En la llanura había ahora silencio, pero no el silencio de la paz. En la oscuridad que se iba haciendo más profunda, trastabillaban sombrías figuras, inexorablemente perdidas. En ocasiones se encontraban y se miraban a los ojos con un horror estupefacto, y luego continuaban. Como trozos de restos abandonados por la inundación, llenaban los años arruinados. En cada rostro se veía la mirada del terror y de la absoluta soledad. Recordaban el sepulcro, y no querían morir de nuevo.

Título original:

THE TRAPS OF TIME

© 1964, Nova Publications Ltd., by arrangement with E. J. Carnell

Traducción de B. Samarbete