UN
ENVENENAMIENTO
EN EL SIGLO XXI
CLÁSICO
JEAN RAMEAU
A veces, uno se topa con la sorpresa de hallar, en el más insospechado libro ojeado al azar, un relato que entra de lleno en la más estricta ciencia ficción. Éste es el presente caso: les confesamos honestamente que no sabemos nada de Jean Rameau, y que nuestra sorpresa fue grande al descubrir este relato en un libro suyo publicado en París en el año 1887, bajo el título de «Fantasmagories (histoires rapides)». Es probable que Rameau haya escrito otras historias de tema similar, como parecen señalar los títulos de algunas de sus otras obras como «Poèmes fantastiques» y «La vie et la mort». No obstante, todo esto son suposiciones: agradeceremos cualquier información adicional que pueda sernos suministrada.
1
Fue hacia el año 1934 que los franceses —envenenados lentamente por sus proveedores de comestibles y por los olores nauseabundos que, después de haber infectado París, se expandieron rápidamente sobre toda Francia— se apercibieron de que su naturaleza y sus necesidades habían cambiado completamente y que, como nuevos Mitrídates, estaban no solamente armados contra el veneno sino que tenían necesidad de absorberlo tres veces por día, si no querían morir de inanición.
Este estado de cosas, gracias a los progresos de los falsificadores, no hizo más que acelerarse y, en el año 2056, fue necesario construir villas y cottages en los albañales de París, para uso de los mundanos y mundanas que, abandonando las poblaciones termales y el malsano campo, experimentaban la necesidad de fortalecerse, durante algunas semanas, en los bienhechores efluvios del gran colector.
2
En junio de 2083, época en la cual ocurre esta historia, los extranjeros y los turistas eran muy numerosos en los albañales parisinos. Todas las villas estaba ocupadas, y un simple cottage en los alrededores del depurador de Saint-Denis se alquilaba a precios de locura.
Entremos en una de estas villas —la villa Microbio—, situada en la avenida Lasage, y asistamos a la magnífica cena que dos jóvenes esposos, llegados a los albañales para pasar su luna de miel, ofrecen esa noche al Todo París elegante y mundano.
3
La mesa del espléndido comedor está regiamente dispuesta. Por todas partes hay luces, cristales, flores. Flores raras y distinguidas, flores artificiales que exhalan los perfumes más sanos y recomendados, en los cuales dominan la asafétida y la valeriana.
De pronto, un enorme grito.
El joven esposo rueda bajo la mesa.
—¡Cielos! —claman cien voces.
Se le levanta, se le observa, y se constata que el rostro del joven recién casado presenta acusados tonos violetas, como antiguamente los cadáveres de la gente que habían absorbido algunos jugos venenosos.
—¡Oh! ¡Mi marido ha sido envenenado! —grita la desgraciada esposa.
Y cae desvanecida.
4
En efecto, ha sido envenenado.
¡Una venganza de mujer!
¿Pero envenenado por quién? ¿Con ayuda de cuál terrible sustancia? Esto es lo que la encuesta no pudo establecer desde un principio.
—¡Examinen todos los alimentos, todas las bebidas! —ordenó la inconsolable viuda tan pronto hubo recuperado los sentidos.
Y se hizo tal y como había ordenado.
Se llevó el vino al laboratorio municipal.
El laboratorio municipal respondió:
«Vino de primera calidad.— Composición: 23 partes de agua del Sena, 57 partes de vitriolo, 17 partes de decocción de viejos guantes de piel, 3 partes de esencia de trementina, constituyendo el total un excelente crudo Château-Lèoville, 2046».
—¡Analicen el vinagre, el aceite, la ensalada! —recomendó la viuda, que quería saber cómo había muerto su marido.
Pero todos esos productos fueron hallados irreprochables.
Los guisantes provenían de las mejores fábricas de Grenelle y contenían un cuarenta por ciento de acetato de cobre.
La pimienta había sido proporcionada por una empresa de demoliciones y no contenía más que ladrillo triturado extra.
El vinagre era rico en amoníaco y en agua de Javel. En cuanto al aceite, la compañía de Orleans no había empleado nunca uno mejor para engrasar sus máquinas.
—¿Qué veneno ha abatido pues a mi pobre marido? —se preguntó la desconsolada viuda.
5
—¡Ah! —gritó de pronto—, este vaso lleno aún a medias en el cual bebió el difunto, ¿qué es lo que contiene?
Presentó el vaso a los expertos.
Éstos, apenas hubieron echado el ojo al brebaje, palidecieron de terror.
—¡Atrás, señora! —clamaron, con la mente atravesada por una terrible sospecha.
Y, cubriéndose las manos con guantes impermeables y la cabeza con una máscara dotada de lentes de cristal, analizaron el misterioso brebaje.
Habían adivinado.
—¡Ah, señora! —dijeron a la viuda, que tenía el alma en un hilo y que adelgazaba de día en día—. ¡Qué abominable crimen!
—¿Es un veneno horrible?
—¡Un veneno aterrador!
—¿Cuál?
—Agua pura.
Y los servidores que oyeron aquello empezaron a castañetear sus dientes y huyeron aterrorizados.
6
Pero la infortunada viuda no huyó.
Sublime, se aproximó a los químicos.
—¡Denme el resto del veneno! —dijo.
—¿Por qué, señora?
Y entonces, adorable de gracia y aflicción:
—He jurado morir de la misma muerte que mi marido.
Pero los químicos rehusaron. Hicieron cavar un profundo agujero y arrojaron en él el temible líquido.
—¡Malditos sean todos! —gritó la pobre joven.
Y, alocada, echó a correr por las calles de París, buscando a alguien que quisiera darle la limosna de algunas gotas de agua pura.
7
No encontró.
Fue a casa de un farmacéutico.
—Dos gramos de agua pura, señor —suplicó.
—¿Tiene usted prescripción? —pidió el discípulo de Galeno.
La viuda, desesperada, visitó así todas las farmacias de la capital, ofreciéndoles montones de oro.
Todos fueron insobornables.
Y entonces, alocada, abandonó París y se puso a errar por el campo.
—¡Ah, la lluvia! —se dijo—. ¡Esto es agua pura! ¡Voy a esperar a que llueva!
Pero, después de observar con atención el cielo, vio —cosa de la que había dudado— que, por medidas de seguridad pública, el Estado había hecho instalar una especie de techumbre sobre el campo, a fin de que el agua del cielo no cayera jamás sobre una mucosa humana.
—¡Un río! —dijo entonces—. ¡Un arroyo! ¡Una fuente!
Pero ya no había en Francia ni fuentes, ni arroyos, ni ríos. Sabiamente, el Estado había hecho captar todos los cursos de agua pura, por miedo a que los habitantes del campo fueran a envenenarse, y sólo el Sena se deslizaba a cielo abierto, triunfalmente, a causa de su riqueza en microbios, los cuales eran tan grandes y tan inverosímilmente prósperos que la gente se dedicaba a pescarlos con caña, desde París hasta el Havre.
8
Y, después de ocho días de vanas caminatas, la pobre viuda se desplomó, agotada, en una llanura desierta. Y, desgarrada por no poder morir como su marido, esperó con resignación la muerte.
Pero entonces el Creador sintió piedad por ella.
El cénit se ensombreció de golpe y, en el momento en que la inconsolada viuda balbuceaba el nombre de su esposo, expiró gloriosamente, envenenada de igual modo que su bienamado.
El cielo, con un enorme pedrisco, había roto la campana bajo la cual se resguardaban los franceses y, misericordiosamente, habiéndose percibido de que la viuda poseía una nariz respingona, se había dignado llover dentro.
Título original:
UN EMPOISONNEMENT AU XXIe SIÈCLE
Traducción de P. Domingo