DELTA

CHRISTINE RENARD
y
CLAUDE F. CHEINISSE

Excepto algunos intentos aislados, como el famoso The Lovers (Los Amantes) de Philip José Farmer, el tema sexual parece estar olvidado por los autores de SF, siendo usado a lo más tan sólo como complemento. Algunos autores han querido ver en ello un cierto desinterés del público hacia estos temas, lo cual —dicen— ha motivado que los autores tampoco lo tocaran con demasiada profundidad. Pero el hecho de que el relato que les presentamos aquí, obra conjunta de dos de los autores jóvenes franceses más cotizados del momento, haya merecido el primer puesto dentro de una antología que recogía a diecinueve obras de otros tantos autores de esta nacionalidad, da que pensar. Porque, por supuesto, el tema de este relato es precisamente las posibles relaciones sexuales de los habitantes de la Tierra con visitantes extraterrestres, cuya conformación sexual es probable que sea muy distinta a la nuestra.

Si yo leyera los periódicos, tal vez nada de todo esto hubiera ocurrido. Pero no leo los periódicos, no estoy al corriente de nada. De muy pocas cosas en todo caso. Y la etnología, terrestre o no, apenas me interesa. De acuerdo, sé reconocer vagamente de qué rincón de la galaxia viene este que tiene los ojos color púrpura, o aquel otro cuyos brazos tienen cuatro articulaciones… algunas veces sé también quienes son apreciados, poco apreciados, odiados o temidos por nosotros, los terrestres. Pero esto no va más lejos: desconozco los detalles. Quizá nada de todo esto me hubiera ocurrido si yo hubiera sabido…


¿Pero para qué buscarme excusas? Sabía bien que no puede nacer un niño de la unión de dos especies distintas, sabía también que, por esta razón, se prohíben los matrimonios interraciales. Sin embargo, prescindí de ello. Así que… si yo hubiera sabido también el resto, tal vez todo hubiera ocurrido igual. No buscaré pues vanas excusas: he aquí lo que hice.


La superiora del colegio de huérfanos de Dijon, que es también mi tía y quien me ha educado, había decidido enviarme a cuidar de los niños más pequeños de la señora N***, la cual tenía una villa en La Ciotat; así podría disfrutar de unas vacaciones al borde del mar. Las calas eran hermosas, llevaba en mi maleta los libros para el examen que estaba preparando, hacía buen tiempo, y los niños eran encantadores. Pero no me sentía feliz. Mis veinte años pesaban sobre mí, la soledad me angustiaba. Y me despreciaba por sentirme emocionada al oír las canciones tontas de la radio. Quería hacer grandes cosas, pero también era joven, era hermosa y, sí, me sentía desgraciada. Desgraciada de no tener a nadie, ni un amor al que llorar, ni nada que lamentar. Nada interesante por hacer, nadie interesante a quien ver durante el día. Y me despreciaba por ser así, y cuando por la noche me miraba ante el espejo, viendo mis cabellos rubios que descendían hasta casi las rodillas, me decía: «Tengo veinte años, la edad de amar, la edad de tener un amante». Pero el hijo de la señora N***, que tenía veinte años, y sus amigos, me parecían vulgares y estúpidos.

Fue entonces que llegó Irveille.

Aquel día estaba en los pinares, por encima de una cala. Buscaba guijarros curiosos; él también, o esto al menos es lo que dijo. Supe por su acento que era Extranjero. Supe que era un Arturiano cuando se quitó sus gafas negras. Puesto que los Arturianos tienen ojos distintos a los nuestros; unos ojos magníficos, triangulares, donde el iris ocupa todo el espacio, unos ojos que se oscurecen o palidecen al ritmo de sus emociones. Esto lo sabía. Para mí, ésta era la única diferencia entre ellos y nosotros.

Me dijo que se llamaba Irveille. A decir verdad no es exactamente así, pero transcribo como puedo este sonido para el cual no poseemos letras; así es como lo haré a todo lo largo del relato.

Andamos lentamente entre los pinos, recogiendo de tanto en tanto un guijarro, y hablamos de todo y de nada. Sí… él me habló de Arturo. Yo no me cansaba de oírle hablar de los peces de ojos bordeados de pestañas (como aquellos de los primeros dibujos animados, que se pasan aún en algunos clubs de aficionados al cinema plano del siglo XX), de las flores minerales, de la noche que llega bruscamente, de los niños que crecen más rápidamente que en la Tierra. Pero no me habló de esta diferencia esencial entre nuestros dos mundos: ¿por qué no lo hizo? Intentaba hacerme conocer su planeta por los minúsculos detalles que no pueden saber aquellos que jamás han abandonado la Tierra y que no citan los libros de viajes. ¿Qué libro podrá describir jamás el aroma de los vergeles inundados de sol y el vuelo de las golondrinas en otoño? Irveille me hablaba de lo que no puede hallarse en las enciclopedias. Él no sabía que mis conocimientos sobre su mundo se reducían a casi nada: Arturo (en realidad se debería decir Arturo IV, pero siendo el único planeta habitado de su sistema le damos el nombre del sol) gira alrededor de una enorme estrella anaranjada. Nuestros gobiernos se hallan en buenas relaciones, nuestros niveles técnicos y científicos son más o menos comparables (con un ligero avance por parte de los arturianos en algunos campos). Es un mundo rico, que exporta objetos raros y preciosos a toda la galaxia. Ávidos de viajes, los arturianos nos visitan a menudo, y existen colonias permanentes de ellos en los lugares de la Tierra privilegiados por su clima. Creo que esto es todo lo que yo podía decir de este mundo y de sus habitantes; esto, y los ojos triangulares. ¿Sabía yo entonces que en la Tierra se les consideraba una raza de señores enormemente refinados y altaneros? No sé. A decir verdad, me es difícil ahora concretar entre mis recuerdos.

—Vamos a bañarnos —dijo Irveille. Y descendimos hacia el mar. Recuerdo que pensaba con alivio en que llevaba mi traje de baño bajo mi vestido y que éste, abotonado de arriba a abajo, sería fácil de quitar, y que lamentaba al mismo tiempo que este traje de baño barato estuviera tan mal cortado. Hasta entonces no se me había ocurrido pensar en aquello. Mientras tanto, Irveille hablaba de las aguas de Arturo:

—Elisabeth, no puedes imaginarte lo cálida que es el agua ahí abajo. He creído sofocarme del sobresalto en el primer baño que he tomado aquí, y algunos de entre nosotros no han podido acostumbrarse nunca.

Llegamos a la playa. Una silueta que, a contraluz, se destacaba sobre el cielo y el agua, nos hizo un gesto. Irveille dijo simplemente:

—Aquí está Imonea.

Su imagen, en aquel instante, ha quedado grabada en mi recuerdo, indeleble sobre el fondo vibrante de luz. Iba vestida aproximadamente como Irveille, un pantalón de tela clara y una túnica oscura, pero el corte era diferente: unos pliegues en el talle hacían resaltar la línea aguda de los senos, altos y menudos, sobre la delgadez del talle que apenas se ensanchaba en las caderas.

Vino hacia nosotros. Su andar era flexible y armonioso, y llevaba su cabeza, coronada por cortos cabellos negros, levantada. Pensé en Tristán: «ancho de espaldas y delgado de caderas…». Tristán… hermoso, trágico, vibrante de juventud y de fuerza, y de orgullo también. ¿Sabía entonces que se odiaba un poco a los Arturianos por toda esta belleza y esta gracia desdeñosa propia de los hijos de grandes familias que desde hace siglos tienen la vida fácil? Me vino a la memoria una expresión inglesa: «Nacido con una cuchara de plata en la boca».

Irveille nos presentó la una a la otra sin dar detalles: «He aquí a Imonea, he aquí a Elisabeth». Nada más; así es como actúan los arturianos. Ella me sonrió y me tendió la mano. Me miró de una manera que me desconcertó. Recuerdo haber experimentado, una sola vez, una turbación semejante. Tenía entonces dieciséis años, un grupo de chicas mayores que yo estaba contando historias escabrosas y, para hacer coro, dije algo que después he olvidado pero que de hecho era, sin que yo me diera exactamente cuenta, una obscenidad enorme. Hubo un silencio, todas me miraron, y enrojecí ante mi ignorancia y ante todo lo que presentía. Cuando Imonea me miró, experimenté lo mismo y enrojecí. Sin embargo, aún no había adivinado nada.

—Vamos a beber algo en alguna parte —dijo Imonea.

Renunciamos al baño, y nos instalamos en la terraza de un pequeño café enclavado entre las rocas, desde donde se veían los pinos y la cala. Imonea me ofreció un cigarrillo, que rehusé: aún no había fumado nunca. Ella me rozó la mano, y ahora me digo que esto debió de impresionarme, porque lo recuerdo muy claramente. Hablamos de Arturo y de la Tierra, de música y de pintura. Su cultura terrestre era sorprendente. Estaban extremadamente obsequiosos conmigo: mis menores deseos eran satisfechos inmediatamente. Apenas iniciaba un gesto, ya me tendían lo que deseaba.

Después cenamos juntos. Era mi día libre, y había creído que iba a arrastrarlo miserablemente en la soledad; esta velada me parecía un cuento de hadas. Bebí un poco y me puse a hablar, demasiado sin duda. Expliqué la muerte de mis padres cuando era aún muy pequeña, y mi triste infancia en el colegio del que mi tía era superiora. Conté cómo me sentía diferente de las chicas de mi edad, cuán desamparada me sentía ahora que estaba sola y, por primera vez en mi vida, un poco independiente. Les dije que tenía veinte años y que quería hacer grandes cosas.

No había recogido mis cabellos, y los sentía colgar pesados y cálidos en mi nuca. Imonea tomó un mechón y lo enrolló en su dedo. «Tienes un pelo espléndido, es tan raro entre nosotros ver algo así. Una sobre diez mil, tal vez».

Al salir, quise ponerme la chaqueta. Una mano me la colocó con solicitud sobre los hombros, era Imonea, alguien me abrió la puerta, era Irveille. En un espejo sorprendí una mirada de entendimiento entre ellos.

Regresamos. Quiero decir que me acompañaron hasta la casa de la señora N***. También recuerdo esto. Estaban allá, ante mí, en el momento de despedirnos ante la puerta de la casa. Lo recuerdo. Jamás me he sentido tan pequeña, tan frágil, demasiado rubia y demasiado infantil. Jamás tampoco me he sentido tan mujer. Es ahora que me doy cuenta de ello, pero creo que entonces ya lo sentía. La atmósfera, entre nosotros, era turbadora; de pronto sentí miedo. Estaban allá, tan altos, tan extranjeros, tan diferentes, enigmáticos… Me pareció de pronto evidente que esperaban algo de mí, y que sus ojos extraños me miraban en una especie de interrogación. Me sentí como cogida en una trampa, y subí los escalones de la entrada sin decirles hasta la vista.

No sabía que en Arturo nunca se dice hasta la vista.


A la mañana siguiente, cuando salí de mi habitación para levantar a los niños, la señora N*** me dijo que lo haría ella misma y que quería hablarme. Las palabras que me dijo no llegaron hasta mí. No las recuerdo. Sólo recuerdo su significado. Quedaba despedida desde aquel mismo momento, sin certificado, por conducta inmoral, ya que se me había visto cenando con dos arturianos. Quizá, si hubiera exigido explicaciones… Pero sentí aquella escena como una manifestación de odio racial por parte de aquella gran burguesa mezquina y segura de sí misma. Respondí que los arturianos valían tanto como los terrestres. Me repuso que, puesto que consideraba las cosas así, era evidente que la decisión tomada a mi respecto estaba justificada. No dije nada, ni una palabra más. Hice mi maleta y salí por la puerta de servicio, como si hubiera cometido algo vergonzoso. La cocinera y la criada se cruzaron de brazos y rieron irónicamente cuando pasé. No sabía entonces que, pese a los salarios excepcionalmente elevados que ofrecían, los arturianos no conseguían hacerse servir por terrestres. Pese a que esto les costaba verdaderas fortunas, tenían que hacer venir criados de otros mundos.

Mi maleta era pesada: muchos libros, un poco de ropa interior, mi chaqueta y otro traje. La señora N*** había sido generosa, en su deseo de verme partir: un mes de adelanto y una indemnización. Pero yo no quería regresar a casa de mi tía y ¿cómo hacer para tomar una habitación en el hotel, cómo hacer para encontrar trabajo? El mundo entero me parecía hostil y cerrado.

Por segunda vez dejé mi maleta. Las lágrimas enturbiaban mi vista, y los pañuelos estaban en el fondo de la maleta. Mi peinado se deshacía, y una correa de mi sandalia acababa de romperse. Comenzaba a hacer terriblemente calor. Dos manos se posaron en mis hombros. Era Irveille. Me tendió un pañuelo. Tomó mi maleta. No sé si fue en este momento que comencé a quererle. Prefiero pensar que fue más tarde, pensar que lo quise porque era tal como era que decirme que lo quise porque llegó en el momento preciso.

Cuando mis lágrimas cesaron de correr, le dije que había sido despedida, que no tenía ni techo ni trabajo y que no sabía cómo encontrar ni lo uno ni lo otro. Pero no le dije el motivo de mi despido, sentía vergüenza por este insulto de una mujer de mi raza hacia esos extranjeros que eran nuestros huéspedes. Dije: «… a causa de algunas divergencias de opinión sobre la educación de los niños». Pareció creerme. Dijo: «Ven a nuestra casa: Imonea se sentirá feliz de acogerte».

¿Imonea era su mujer, su amante o su hermana? Los arturianos eran tremendamente irritantes no dando jamás explicaciones sobre la situación de la gente y su relación entre ellos. Pero había algo sobre todo que no olvidaba: Imonea iba a acogerme, se sentiría feliz de hacerlo; me daba cuenta de que esto no era una fórmula de cortesía, y me sentía tan lamentablemente sola y desesperada.

Apenas recuerdo nuestra llegada a la villa, el vestíbulo, las vastas habitaciones, toda aquella claridad, todo aquel lujo. Yo seguía a Irveille: fue en el momento en que entramos en el salón que sentí llamear mi alegría a causa de una frase, de una simple frase: Imonea se hallaba hablando ante el visiofono, en la pantalla había la imagen de un oficial del Servicio de Inmigración.

—Sí —decía Imonea—, se han equivocado ustedes. Irveille es soltero: he aquí su número…

No escuché la continuación. Sentía mi corazón que latía fuertemente. Irveille era soltero, no era el marido de Imonea. Así, para mí, estaba libre, yo estaba libre para amarle, libre para esperar su amor. Irveille no estaba casado, mi corazón repicaba.

El resto fue algo como un cuento de hadas. La villa que tenían alquilada era magnífica. Mi habitación era deliciosa, con una gran terraza sobre el mar. Imonea e Irveille tenían todas las atenciones conmigo. Un cuento de hadas. Jamás había tenido una vida tan dulce, ni en el colegio ni en casa de la señora N***, donde tenía la habitación más inconfortable y bastante trabajo. Durante algunos días no opuse resistencia; me dejé halagar, mimar, me dejé amar. Sí, así es; ahora puedo decirlo, y entonces ya lo pensaba aunque fuera sin expresarlo: me dejé amar. Y no intentaba comprender. Sí, les debía todo y yo no podía hacer nada por ellos, pero aceptaba los hechos. Creo ahora que rehusaba con todo mi ser el comprender.

Y ellos creían que yo había comprendido.


Una noche, recibimos la visita de Maereille e Isloa. Llegaron después de cenar.

—Hola —dijo Imonea—. ¿Siempre solteros?

—Bueno, sí… —dijo Maereille.

—A mí me conviene esto —dijo Isloa.

Hablaban en francés por cortesía hacia mí, pero esto no me ayudaba demasiado a comprender. Ya que todo me daba a entender que vivían juntos. Hablaban de su habitación común, e incluso incidentalmente de su lecho común. Saqué de ello la conclusión de que Isloa prefería una situación irregular y rehusaba casarse con Maereille oficialmente, pero esto encajaba mal con el resto de la conversación.

Después de su partida, Irveille e Imonea hablaron de ello.

—La lástima —dijo Irveille— es que creo que Isloa no se preocupa porque la situación le gusta así. No lleva nunca a nadie, y despide sin cumplidos a todas aquellas personas a las que trae Maereille.

—¡Cómo se ve que no les has mirado! Me pregunto si, en un cierto modo, esta situación no le gusta también a él, y entonces la sabotea a conciencia presentándose con personas inverosímiles. Isloa se pone a gritar, discuten, se reconcilian, y de nuevo vuelve a comenzar todo…

—Los arturianos somos enormemente complicados —me dijo Irveille acariciando mis cabellos—. ¿Esto no te da miedo?

Dije que no. Es insensato, pero dije que no, mirándole fijamente a los ojos. No, Irveille, esto no me da miedo.

Aquella tarde empecé a reflexionar; bruscamente, me di cuenta de que Irveille e Imonea me habían aceptado sin pedirme nada, y que nunca se planteaba el problema de mi partida. Había pasado cinco días de ensueño, y guardaba de ello un recuerdo confuso y delicioso: paseos por el mar, exposiciones, excursiones por la costa… había dejado colmarme de atenciones. Pero bruscamente la curiosidad que había despertado en mí la visita de Maereille e Isloa me empujaban a interrogarme, tanto sobre mis anfitriones como sobre mí misma.

Era algo como en el colegio, el examen de conciencia de todas las noches. ¿Por qué permaneces aquí, Elisabeth? ¿Por qué? Porque estoy bien aquí, Padre mío, porque la vida se me hace fácil y suave y son atentos conmigo, cosa que no había tenido nunca. ¿Pero aún, Elisabeth? Sí, aquella noche daba vueltas y vueltas en la cama, intentaba comprender lo que me retenía en la villa, daba vueltas y vueltas en la cama sin poder apartar de mi mente la imagen de Irveille.

Hacía mucho calor, y decidí ir a tomar una ducha fría. Irveille se había ido a acompañar a Maereille e Isloa a los Bajos de Provenza: no había pues nadie más que Imonea en la casa, y es por eso por lo que salí desnuda de mi habitación. Sentía un placer infinito en realizar cosas así, que me daban la impresión de liberarme de la cárcel del colegio. Llegué al cuarto de baño en el momento en que Imonea salía de él.

Retrocedió al verme.

—Perdona, Elisabeth, lo siento.

Sonreí, un poco sorprendida por su reacción, y creo que respondí algo tan banal como:

—Pero si no tiene importancia.

—Estás hermosa, así —dijo ella, con una voz baja y como ronca.

Esto no me sorprendió demasiado: Imonea era pintora, y en efecto yo debía de estar hermosa en aquel corredor bañado por la luna, con mis cabellos sueltos a la espalda. Y me sentí muy feliz, ya que si Imonea me encontraba hermosa Irveille, que tenía sus mismas normas, debería encontrarme igualmente hermosa.

—Si no tienes sueño —continuó Imonea con la misma voz baja—, ven a la terraza. Se está bien allí esta noche.

Iba a seguirla cuando llegó Irveille. Cuando oí el coche me precipité en el cuarto de baño: mi deseo de luchar contra las ideas recibidas no llegaba hasta el punto de dejarme ver desnuda por un hombre. Les oí hablar en arturiano. Permanecí mucho tiempo bajo la ducha, después froté mis rodillas y mis talones con piedra pómez, después me limé y pulí las uñas de los pies. No terminaba de ocuparme de mi cuerpo, yo que durante tanto tiempo no me había preocupado más que de mantenerlo en buena salud. Finalmente, a disgusto, me envolví en una toalla para franquear el corredor y regresé a mi habitación para acostarme. Un poco más tarde oí la puerta del cuarto de baño, y bruscamente me hirió mi egoísmo: durante más de una hora había permanecido allí, en el momento en que Irveille regresaba polvoriento del camino, y naturalmente él no se había permitido ni el llamar a la puerta. Como si se hubieran abierto todas las compuertas, los recuerdos surgían como oleadas: incidentes mínimos, pequeños hechos insignificantes, pero que de pronto se presentaban bajo una nueva luz. Irveille e Imonea me mimaban, me lo daban todo, no me pedían nada. Habían comprendido rápidamente todos mis gustos. Hablaba yo de Fray Angélico, y por la noche encontraba un álbum de reproducciones en mi habitación. Decía que me gustaban las cortinas azules, y por la noche las hallaba en mi ventana. Y yo aceptaba todo esto como si fuera normal.

Hubiera querido decírselo, explicarles en seguida cómo me emocionaba su bondad, lo feliz que era en su casa. Y hubiera querido decirle a Irveille que lo amaba, cuánto lo amaba. Pero enrojecía ante este solo pensamiento. Irveille. Creo que, si me hubiera tomado en sus brazos, me hubiera desvanecido de felicidad. Imonea. ¿Qué sentimientos me inspiraba ella? La admiro, me decía; pero sabía que ésta no era la verdad, no toda la verdad.

Tenía la vaga impresión de estar equivocada, de ser culpable, de haber hecho algo malo. Me parecía confusamente que mi deber era irme. De todos modos, era preciso abordar el tema. Sería más fácil con Imonea, quizá ella estuviera aún en la terraza. Esta vez, me puse una bata de baño antes de abandonar mi habitación.

Ella estaba allá, acodada en la barandilla. Con la garganta anudada por la timidez, me detuve, lista para retroceder. Pero ella me había oído. Dijo:

—Elisabeth, sabía que vendrías. ¿No tienes frío?

Sacudí la cabeza, sacudiendo al mismo tiempo mi largo cabello bajo la luz de la luna. Lo hice a conciencia: sabía que a ella le gustaba este gesto.

Irveille llegó. Tenía consciencia de que estaba desnuda bajo una simple bata de baño, pero no me moví. Me sabía hermosa así, al menos sabía que ellos me encontraban hermosa.

Y después sentí bruscamente la misma impresión que el día en que los había encontrado. Una sensación de ser dominada, de estar maniatada. Eran mayores que yo, poseían sorprendentes situaciones a escala galáctica, y yo no era más que una pobre pequeña estudiante, pobre y sin ningún futuro, incluso en la Tierra, incluso en Francia. No era nada, no tenía nada. No tengo más que mis cabellos y mis veinte años, pensé desesperadamente. ¿Es que esto puede ser suficiente? ¿Ser suficiente para quién?

Hubiera querido decirles que les daba las gracias por su acogida y que había apreciado todas sus atenciones, que hubiera querido poder hacer algo por ellos. Hubiera querido hablar también de mi partida, ya que finalmente era preciso pensar en ello. Hubiera sido preciso sobre todo decirle o hacerle comprender a Irveille que lo amaba. Pero esto me era imposible. Toda una educación de reservas pesaba sobre mis hombros con un peso mayor que el de mis cabellos.

Torpemente, dije:

—Es preciso que piense en irme.

—Elisabeth —dijo Irveille—. ¿Quieres realmente dejarnos?

Irveille, pensé desgarradamente, si supieras cómo desearía no separarme nunca de ti…

Miré la punta de mis pies.

—No es esto, sino que me hallo en vuestra casa, tal vez os molesto, y después… ¡soy tan pobre! No podría nunca recibiros en casa, yo… no tengo nada…

Irveille tomó mis manos, y esto me produjo una emoción tal que las lágrimas asomaron a mis ojos.

—Elisabeth, somos tan felices con tu presencia. Nuestro mayor deseo sería el de llevarte a nuestro mundo con nosotros.

No respondí una palabra. Irveille había dicho: «… con nosotros».


Fue a la mañana siguiente que recibí una carta de mi tía. No había tenido el valor suficiente para ponerla al corriente de mi despido, pero la señora N*** se había encargado de ello. Quemé aquella carta, que me producía demasiado daño. Mi tía apelaba a todos mis buenos sentimientos y sobre todo al reconocimiento, me hablaba también mucho de Dios y de la Iglesia y de sus decretos, y me hablaba de mi alma inmortal y de «algunos pecados que, ellos sí son mortales». Estas frases provocaban mi indignación y mi cólera, pero lograban su objetivo: jamás me sentí tan indigna, tan culpable como en aquel momento. Al mediodía no pude comer, fui a echarme un rato pretextando un dolor de cabeza.

Cuando Imonea vino a buscarme me halló en un mar de lágrimas. Le dije:

—He recibido una carta de mi tía, y lo que me ha escrito me es insoportable.

Los postigos estaban medio cerrados; en la penumbra, Imonea me atrajo hacia ella y lloré en su hombro. No deseé el hombro de Irveille, no en aquel momento. Imonea hablaba suavemente, con su hermosa voz grave y un poco sorda, con el acento cantarino de los arturianos:

—Tu tía te quiere seguramente mucho, y ella querría para ti lo que cree que es lo mejor. Pero tú, Elisabeth: ¿cuál es tu deseo?

Lo que yo deseaba… Una frase sorprendente, casi incongruente para mí apenas una semana antes: nunca había tomado mis deseos por ley, nunca había pensado que esto fuera posible. Ninguna frase podía trastornarme más, ni siquiera después de cinco días de aquella vida de sueño en la que mis deseos eran enteramente colmados.

Escribí a mi tía una carta corta y seca. Comenzaba así: «Dentro de tres días cumpliré veintidós años…».


Fue en la velada en casa de Irvine que intenté finalmente informarme, saber cuales eran las normas éticas de los arturianos, ya que todo era demasiado incoherente, ya que casi comprendía y esta semiincertidumbre era peor que todo.

Para esta ocasión me había puesto —siguiendo los consejos de Irveille e Imonea— un vestido de arturiana: velos múltiples de colores tornasolados recubiertos de una fina red de metales preciosos. ¿Por qué no se me ocurrió que Imonea hubiera debido ponerse un traje similar? Aceptaba como un hecho que ella fuera vestida casi como Irveille, contentándome con admirar la elegancia, la perfección de su sobrio traje, su pantalón ajustado y su túnica corta, evocando un poco el atuendo de los señores de la Edad Media de la Tierra.

El principio de la velada fue para mí un encanto. Irveille recibía en un jardín de ensueño iluminado por linternas de todos los colores. Había bebido un poco y todo el mundo me miraba, sobre todo a causa de mis cabellos que, a petición de Irveille y de Imonea, había dejado sueltos a mi espalda. La mente se defiende bien cuando no quiere comprender: veía algunas arturianas increíblemente frágiles y como inmateriales en sus múltiples velos, y veía a otras arturianas de aire desenvuelto en sus hábitos masculinos, pasando un brazo protector en torno a los hombros de jóvenes adoradas como las vírgenes de los iconos. Y yo no comprendía pero esto no me sorprendía, como si, en una región oscura lejos de la clara consciencia, la verdad hubiera ya estallado.

Entre la multitud encontré a otras dos terrestres. Una de ellas, una mujer estrepitosa, un poco vulgar y muy encendida, me dijo:

—¡Ah, eres tú! Había oído hablar de que Irveille e Imonea habían encontrado a una terrestre.

—¡Encontrado! —dije fríamente—. ¡Vaya unos términos!

—¿Te sorprende mi modo de decirlo? Pero dime: ¿te gusta su sistema?

No respondí inmediatamente, y ella se alejó para que le llenaran de nuevo su vaso. Pero la palabra «sistema» no se borró de mi mente. Supe poco después que aquella mujer se hacía mantener por unos y otros. ¿Y por qué no los arturianos, si eran ricos? Fue la otra terrestre la que me lo dijo; era etnólogo, y se paseaba con una estilográfica, un block de notas y un magnetófono. Mi caso la interesaba mucho, puesto que, decía, «… ¿quién mejor que usted habrá podido acercarse a su cultura?».

—Hace poco tiempo que vivo en casa de Irveille e Imonea, y no soy etnólogo —dije con reticencia. Pero era necesario más para desanimarla. Continuó:

—Conozco a Irveille e Imonea. Pertenecen muy ciertamente a la élite, son seres notables, pero en lo que concierne a sus costumbres se hallan dentro de la norma, no pueden estar más dentro de la norma. Y son las costumbres de los arturianos lo que me interesa; es sobre ello que preparo mi tesis…

Atrapé la pelota en el aire.

—Yo apenas he leído nada sobre Arturo. ¿Podría indicarme usted algunos títulos?

Encantada, sacó de su bolsillo un pequeño opúsculo, diciéndome:

—Esto no es más que un documento de base, pero al final tiene usted una bibliografía un poco más completa.

Luego, para desembarazarme de ella, me vi obligada a prometerle una entrevista para dentro de dos días.

Después encontré a un terrestre que se había casado con una arturiana, una arturiana de cabellos de plumón dorado, delgada y frágil como una estatua de marfil. Me dijo con un tono amargo:

—Evidentemente, para una mujer, el sistema arturiano es en el fondo el ideal. Pero créame, para un terrestre que se casa con una arturiana, esto no tiene nada de divertido.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿No es usted feliz?

Ciertamente, aquel pobre muchacho no podía encontrar una interlocutora más tonta ni menos informada, pero él huía de la etnólogo para preservar sus secretos de alcoba, y la aventurera tenía demasiadas cosas que hacer para escucharle. Le era necesario confiarse con una mujer de la Tierra, y yo estaba allá.

—Le aseguro —me dijo—, que no soy un bruto, pero las arturianas tienen la costumbre de ser tratadas como ídolos. Yo no lo consigo. Tengo una buena situación, pero mi mujer gastaría fácilmente dos veces lo que gano.

—¿No lo sabía usted antes de casarse?

Pareció reflexionar, pesar sus palabras, antes de responder:

—Lo sabía, por supuesto, pero no quería comprenderlo. Creía que lo superaría, puesto que… biológicamente… en fin, quisiera que comprendiera mi posición. Vea: en ningún plano, una arturiana no puede sentirse satisfecha con un terrestre. Creo que el amor entre nuestras dos razas es imposible, salvo quizá para las terrestres, si es que ellas pueden habituarse…

Me dirigió una extraña mirada, pero no me hizo ninguna pregunta; no sentía deseos de hablar más que de él. Continuó:

—Y, después, hay esa amazona que viene demasiado a menudo para mi gusto. Y éste no es el problema menor de mi hogar…

Yo seguía callada.

—… No, no representa ningún problema, ya que esto termina por convertirse más bien en excitante, incluso experimento una cierta curiosidad. Pero esto es todo: ¡rehúso construir mi vida así, rehúso esta clase de hogar!

Enrojecí, cielos, enrojecí. Esto era para mí peor que todo, tenía la confusa impresión de hallarme mezclada en las peores ignominias. Me sobresalté cuando me presentó a su mujer. Me hallaba tan turbada que no la había visto llegar: una miniatura exquisita, más delgada y frágil que yo; parecía no tocar el suelo, sino dejarse llevar por sus velos.

—Mi mujer Arine —dijo el terrestre—, y una de nuestras amigas, Avia.

Tendí maquinalmente la mano. Avia iba vestida como Imonea, y rodeaba a Arine de atenciones. El terrestre, con el aspecto bruscamente triste y contrariado, declaró que quería irse a casa. La mujer no protestó. Hubo breves despedidas, mundanas, graves. Quedé sola con aquella arturiana que me acababan de presentar, aquella Avia que iba a mezclarse en mi vida de tan estrecha manera. En aquel momento no sabía nada de ella.

Tuvo una sonrisa desengañada al verlos partir.

—¡Y bien! —dijo, como una conclusión.

No respondí nada. ¿Qué podía responder?

—¿Les conoce? —añadió ella, designando a la pareja que se alejaba.

—He hablado con él un momento, ahora mismo. Creo que es muy desgraciado.

—¡Oh, sin duda alguna! Un terrestre no puede pretender hacer él solo la felicidad de una arturiana. Pero tiene sus prejuicios, y no desistirá.

—¿Qué podría hacer pues?

Sí, esto es lo que dije, sin ver lo que tenía de atrevido la pregunta. Y por hablar, por mostrarme documentada, por decir algo, añadí:

—Para una terrestre, evidentemente, es distinto.

Recuerdo el embarazado silencio que siguió. Como siempre, por hacer algo, jugueteé con un mechón de mis cabellos.

Bruscamente, Avia reemprendió la conversación, cambiando deliberadamente de tema. Me dijo que era escultora, me habló de su trabajo, y me invitó a ir a pasar un fin de semana en la villa que había alquilado en Cassis para mostrarme su trabajo. Esto me tentaba mucho. Se lo agradecí, le dije que sí, sí, seguramente iría, y anoté su número de visiofono. Y, en aquel momento, sentí aquella misma impresión de pánico que me sacudía a veces cuando estaba con Imonea o Irveille. Retorciendo entre mis dedos un mechón de cabellos, dije:

—Quisiera irme a casa. Ahora.

Ella tuvo una sonrisa sorprendentemente brillante, y deslizó su brazo bajo el mío para ayudarme a circular a través de la gente.

—¿Me permite que la acompañe? —dijo, con una voz casi baja.

No tuve miedo de hablarle de Irveille y de Imonea, que estaban en alguna parte entre la gente. Ella proseguía ya:

—Si usted quiere, podríamos ir a ver el mar; a esta hora, las calas son maravillosas. —Su mano se apretó más en torno a mi brazo—. Si no soy indiscreta, dígame dónde vive.

—En casa de Irveille e Imonea.

Se paró en seco, dejó mi brazo, y retrocedió un paso. Sus ojos habían palidecido. Me miró de arriba abajo. Cuando volvió a tomar la palabra, era casi un silbido:

—¡Es el colmo! Figúrese: son mis amigos, unos amigos muy queridos. Estoy aquí tan sólo desde ayer. Sabía que tenían una terrestre, pero estaba lejos de suponer que fuera usted, usted, quien aceptara…

Las palabras zumbaban. ¿Qué era lo que quería decir todo esto? Acudían a mi mente historias turbias, pero también una frase de la etnólogo: «Irveille e Imonea son gentes notables, forman parte de la élite de su mundo, y desde el punto de vista de sus costumbres se hallan dentro de la norma…». Dentro de la norma, Señor, la norma de Arturo… «Sabía que tenían una terrestre…». Pero a fin de cuentas, ¿qué era lo que me ocultaban y qué era necesario que yo supiese?

Avia puso sus manos en mis hombros, me hizo retroceder un poco para mirarme mejor.

—Escúcheme bien —dijo—. Se lo repito: Irveille e Imonea son mis amigos de siempre. Les he defendido siempre, ante y contra todos, ya que son los seres más vulnerables del mundo a causa de su bondad. Les he defendido siempre contra las pequeñas intrigantes como usted, que saben que tienen una fortuna enorme y muchas relaciones. Cuando supe que habían recogido a una pequeña huérfana desesperada, no me sorprendió que hubieran hecho un acto más de salvamento, y después supe que se trataba de un asunto serio y me alegré. ¡Por una vez habían encontrado a alguien que les gustaba tanto al uno como al otro!

Temblando, murmuré:

—Que les gustaba tanto al uno como al otro…

Avia me sujetaba aún por los hombros. Me sacudió:

—¡Ya es bastante! Tiene usted la habilidad de hacer creer no importa qué a Irveille e Imonea con su aspecto de ángel. Pero conmigo esto no sirve…

Hubo voces numerosas, un grupo que llegaba. Avia dijo con prisa:

—Hablemos tranquilamente.

Hubo exclamaciones, frases alegres en arturiano: varias personas, al parecer, conocían a Avia, y se alegraron de hallarla allí. Avia me presentó y, cuando supieron que yo era terrestre, pasaron inmediatamente al francés.

—Íbamos precisamente a reunirnos con Irveille e Imonea —dijo Avia tan pronto como pudo—. Discúlpennos.

No los hallamos entre el gentío. Nos abordaron varias veces; gente que la conocían, otros que me conocían. Avia no se separaba ni un paso de mí, como un guardia de corps de la propiedad de Irveille y de Imonea. Para colmo de desgracia tropezamos con la etnólogo, que se arrojó sobre nosotras, demasiado contenta. Farfullé las presentaciones. Alguien acaparó a Avia, que se alejó a disgusto algunos pasos, furiosa de dejarme un instante sin vigilancia.

—Figúrese —dijo la etnólogo— que acabo de entrevistar a una pareja de arturianos que aquí representa una pareja normal, al menos exteriormente, y que entre ellos son considerados como una aberración. Es por eso que se han instalado en la Tierra, donde son aceptados. Es extraordinario, ¿no es verdad? Había una sorprendente carga afectiva en…

Vi a Imonea y planté a mi compatriota, contenta al pensar que Avia no me vería más cuando terminara con el inoportuno.

—¡Al fin! —dijo Imonea—. Habías desaparecido desde hace tanto rato… Irveille estaba tan fatigado que se ha ido: lo he acompañado a casa en el coche y he vuelto a buscarte. ¿Dónde estabas?

—Con una de vuestras amigas —dije, muy cansada.

Imonea pareció feliz de que hubiera conocido a Avia: precisamente quería invitarla para presentarnos mutuamente.

—No vale la pena, ya está hecho.

Llegamos junto al coche. Imonea se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Cómo, no la encuentras simpática?

Su tono era ansioso.

—Sí —dije entrando en el coche—. La he encontrado muy simpática al principio. Es ella la que no siente simpatía por mí. Pretende que permanezco en vuestra casa a causa de vuestro dinero.

Imonea conducía lentamente, como para prolongar la conversación. Después de un largo silencio, preguntó muy suavemente:

—¿Qué le has respondido?

Sentí entonces una inmensa pena y una gran cólera. Imonea hubiera debido irritarse; en cambio; había permanecido calmada. Así pues, creía que…

—No he dicho nada, porque ha venido gente y porque me sentía demasiado sorprendida. Pero te respondo ahora a ti, y mi respuesta es que haré la maleta mañana por la mañana, porque esta noche ya es demasiado tarde.

Imonea frenó, aparcó el coche al lado de la carretera y se volvió hacia mí.

—Mi querida chiquilla, me siento tan apenada… tú no comprendes. Irveille y yo no hemos llegado a saber si nos quieres. Pensamos que tú eres feliz con nosotros, pero no es lo mismo. Es una tortura para nosotros el no saber…

Bruscamente, se inclinó sobre mí y me tomó entre sus brazos.

—Elisabeth, dime: ¿por qué, por quién permaneces entre nosotros?

Fue contra su hombro que dije, con un hilo de voz:

—Estoy con vosotros porque amo a Irveille.

Ella deshizo su abrazo, puso en marcha el coche.

—Bien, esto es ya un avance. —El coche arrancó bruscamente—. Y yo… ¿tienes alguna objeción a mi presencia?

Esta vez, me sentía confundida. No respondí nada. Ella quiso pasar un brazo sobre mis hombros. Creo que retrocedí, balbuciendo algo como: «No, por favor…».

—Bien —dijo Imonea calmadamente—, es todo lo que quería saber. —El coche volvió a partir en una tromba.

—Entra en seguida —dijo Imonea al llegar—. Voy a llevar el coche al garaje. No te preocupes por las puertas, ya lo cerraré yo todo. Buenas noches.

—Buenas noches.

Me sentía confusa, y tan cansada, tan cansada… Sin embargo, no me acosté. Tendida en mi cama, me puse a leer el opúsculo que me había dado la etnólogo.


Era muy sencillo. Lo comprendí inmediatamente, lo cual no me impidió continuar mi lectura, fascinada, hasta la última página.

Mi error había sido, sobre el supuesto de que se parecían tanto a las gentes de la Tierra, el haber tomado a los arturianos por seres humanos, el haberlos juzgado según las normas humanas. ¡No! El gesto de Imonea hacia mí, en el coche, no tenía nada de desplazado, no era en nada anormal.

Irveille no era un hombre. E Imonea no era una mujer.

En Arturo IV (pero ¿cómo podía ignorarlo? Después he sabido que todos los periódicos de la Tierra habían estado llenos de este tema, desde el primer contacto de las dos razas. Es cierto de todos modos que en el colegio no se leen los periódicos)…en Arturo, la especie dominante (en su lenguaje ellos le llaman «los hombres», como en todas partes, por supuesto) comporta tres sexos.

Sólo el sexo femenino es desde todos los ángulos idéntico al de la especie humana. Las mujeres de Arturo son muy hermosas y terriblemente femeninas: son unas pequeñas cosas frágiles y tiernas que apenas abandonan la casa. En la Tierra se les ha encontrado rápidamente un nombre, para distinguirlas de… las otras: se las llama las niñas-niñas. Ya que hay también otras criaturas que, a los ojos de un terrestre, parecen mujeres, aunque se las distingue por su aspecto un poco ambiguo, una silueta casi andrógina, con una gran estatura y su pecho alto y menudo. Tiene un carácter dominador, un comportamiento muy masculino. Y no hay nada de sorprendente en ello, ya que estas amazonas (así se las llama en la Tierra, y jamás hubo un calificativo tan acertado… Imonea, oh, Imonea, la comparación se me había ocurrido ya antes, mucho antes…) estas amazonas son en realidad los machos de la especie. Pese a ello un médico terrestre no prevenido, examinando a una de ellas, podría equivocarse, ya que su aspecto externo es de apariencia femenina: haría falta examinarlas interiormente para descubrir la diferencia. Y sin embargo, desde el nacimiento, es imposible equivocarse sobre el sexo del recién nacido de apariencia femenina, niña-niña o amazona: la amazona pesa más del doble que la otra.

En su lenguaje seco y terriblemente preciso, el opúsculo no me ocultaba nada. Incluso había varios esquemas, muy realistas: Imonea, te veía tendida sobre una mesa de mármol negro, con el vientre abierto, este vientre que no estaba hecho para albergar ningún niño…

Tan grande era entonces mi ignorancia sobre las cuestiones sexuales que ni siquiera me pregunté, antes de proseguir mi lectura, como podía operarse la fecundación. El manual lo indicaba más lejos, en unos términos científicos en donde estaban ausentes todo pudor y todo impudor. El tercer sexo es de apariencia masculina. De apariencia solamente; biológicamente, unos neutros (y, en la Tierra, es precisamente así como se les llama: los neutros). Su única función en la fecundación es un papel de transporte. Irveille, mi Irveille tan viril: cuando Imonea y tú hubierais hallado el tercer elemento, la niña-niña que os faltaba, tu parte hubiera sido, en un vínculo casi simultáneo, el transportar los gérmenes del uno al otro, y nada más. Biológicamente, los niños que pudieran nacer de esta triple unión no te deberían nada, no poseerían ninguno de tus genes; no se te parecerían… y sin embargo, en esta sociedad tan extraña a nuestros ojos, tú serías su padre.

En el manual no había más que un breve recordatorio de nociones anatómicas supuestamente conocidas por el lector; en seguida, la mayor parte de la obra estaba consagrada a las implicaciones etnológicas de esta situación. Protegida, rodeada del afecto de los dos conjuntos viriles, la niña-niña de Arturo no trabaja, se deja adorar. Por otro lado, la frecuencia de los embarazos no le deja apenas el descanso de cualquier actividad: es difícil formar uno de estos extraños hogares, difícil a tres personas el gustar lo suficiente, cada una, a las otras dos, para realizar una unión estable; y por ello los hogares estables son mucho más raros que en la Tierra. Si se tiene en cuenta por otro lado el hecho de que el número de descendientes debe ser al menos la mitad más elevado que en la Tierra, resulta evidente que seis o siete niños no representan, allá, más que una familia mínima. Encantadora flor de invernadero, mimada y no teniendo más trabajo que el de ocuparse de sus numerosos niños, tal es la niña-niña.

Pesado es el conocimiento, pero menos que la incertidumbre. Tuve la impresión de poder respirar más libremente, y me metí inmediatamente bajo una ducha fría. Agua fría en la nuca, en los ojos, por todo el cuerpo. «Ahora ya sé», me repetía. Salí tiritando, envuelta en una bata de baño. Me parecía ahora que sería capaz de todo, capaz sobre todo de ir a decirles a Irveille e Imonea: «Ahora ya sé, sé lo que esperáis de mí». No quería pensar en lo que vendría después, pensar en lo que diría cuando ellos quisieran conocer mi decisión. El problema era demasiado arduo para que yo lo afrontara. Me rehusaba con todas mis fuerzas.

Me vestí. Me sentía ligera y vacía, como ebria. Llamé a la puerta de Irveille. No hubo respuesta. Dormía. Dormía con un sueño de plomo. Sabía que los arturianos toman drogas extremadamente potentes que les aseguran, a voluntad, un sueño sin pesadillas y un despertar tranquilo. Era preciso pues ir a ver a Imonea, y en seguida.

Antes de llegar a su puerta vi las cartas en la mesa del vestíbulo. Una a mi nombre. La abrí y la leí.

«A Elisabeth, a quien he amado. Un adiós antes de morir, y morir contenta, ya que suprimo así el obstáculo entre Irveille y tú. Elisabeth, amor mío: un adiós para pedirte que seas feliz sin remordimientos y que cuides a Irveille».

Había otra carta: a duras penas descifré el nombre de Irveille en caracteres arturianos en el sobre.

No pensé en absoluto: a partir de este instante actué mecánicamente, eficazmente, sin una falsa maniobra. Me veo muy claramente marcando en el cuadrante el número de Avia. Me parece oír aún su voz lenta y baja:

—Léame la carta dirigida a Irveille.

—No puedo, está en arturiano.

—¿No puede descifrarla?

—No, apenas los nombres propios que conozco.

—Ahora vengo. Mientras tanto, despierte a Irveille echándole agua fría sobre el rostro. Hágale beber café muy fuerte. Cuando lo haya bebido, espere algunos minutos, dele la carta y prevéngale de mi llegada.

Hice todo esto calmadamente, rápidamente. Cuando desperté le di la carta, superé mi inmenso deseo de permanecer con él, y descendí a abrir la verja para el coche de Avia, que llegó en tromba al término de algunos minutos, derrapando en la arena del camino.


En seguida, lagunas en mis recuerdos. Lo que me ha quedado grabado es Irveille y Avia hablando en arturiano sin preocuparse de mí. Ambos de la misma estatura en sus vestidos sobrios y oscuros, y yo en ropa de playa azul claro, inútil y estúpida, sabiéndome… no, no despreciada, peor: expuesta a la indiferencia.

Telefonearon a varios sitios, la mayor parte de las veces en arturiano, algunas veces en francés. Después salieron y se dirigieron hacia el coche. Yo les seguía. Avia se deslizó ante el volante, Irveille a su lado. Me acerqué antes de que cerraran las portezuelas.

—Decidme, decidme: yo no se arturiano…

—¡Ah, sí! —dijo Irveille rápidamente—. El coche se ha estrellado en un barranco. Imonea ha sido transportada al hospital arturiano de Cassis, tal vez lleguemos a tiempo.

Supliqué:

—Llevadme también —y, sin esperar respuesta, salté dentro del coche al mismo tiempo que Avia arrancaba.

No recuerdo nada del trayecto. Como en un sueño incierto, recuerdo vagamente la llegada al hospital, los médicos, las enfermeras que atravesaban el vestíbulo… todos arturianos, neutros y amazonas, pero ni una niña-niña.

No sabía el arturiano y sin embargo, en los labios del médico, una amazona de ojos pálidos, vi formarse la palabra «muerta». Ella está muerta, han llegado demasiado tarde. No sabía el arturiano, pero esto es lo que ella dijo: lo supe desde la primera palabra.

Avia entro en la habitación con el médico, aquel que acababa de decir esto. Yo permanecí siempre en el vestíbulo. Vi a Irveille descender la escalera con un paso irregular, y yo descendí tras él. Lo vi descender porque lo amaba; los otros no lo vieron. Y era yo quien estaba allá cuando, con un gesto rápido, sacó una pistola de sus ropas y se disparó una descarga en la sien.

Murió inmediatamente, con el cerebro abrasado, mientras allá arriba salvaban a Imonea.


Cortesía e indiferencia con respecto a mí. Hubiera preferido que me golpearan, que me escupieran al rostro, que me arrojaran en prisión o al espacio: todo, menos esas miradas frías que ignoran mi minúscula presencia, que pasan por encima de mi cabeza. Y, sin cesar, hablan siempre en arturiano, nunca en francés.

Supongo que el cuerpo de Irveille ha sido desintegrado según la costumbre arturiana, e ignoro si ha habido una ceremonia, ignoro si Irveille tenía familia allá, en Arturo. Avia ha debido ocuparse de ello. Para mí, sólo una cosa cuenta ahora: que Imonea vive. Y la partida está lejos de estar ganada: lo presiento, pese a que no se me diga nada.

El personal es abundante, competente y dedicado, y no se me necesita para pasar las noches (por otro lado, no tengo derecho a entrar en la habitación donde ella yace en coma, rodeada de complicados aparatos que la mantienen en vida o que informan a los médicos sobre su estado). Sin embargo, no me iré. Los medios financieros de los arturianos les han permitido construir un hospital suntuoso. Contigua a cada habitación de enfermo se encuentra una inmensa pieza que unos biombos transforman en habitaciones individuales, un cuarto de baño, una terraza, todo esto para la familia o los amigos de los enfermos arturianos que deseen instalarse en el hospital para no abandonar su proximidad. Una pantalla permite ver al yacente a cada instante, se le puede hablar por un altavoz si su estado lo autoriza. Camareras algolianas, estilizadas y eficientes, se hallan a disposición de aquellos que han elegido no abandonar a su enfermo. He dicho «aquellos» ya que he sabido más tarde que, a lo que recuerdan los arturianos, no se ha visto nunca a una niña-niña permanecer en el hospital.

Angustia y tensión mucho más intolerables para mí, a quien no se toman la molestia de dar noticias. El primer día, conseguí obtener una rápida información de cómo estaban las cosas: Imonea se encuentra en coma, un aparato la hace respirar a través de una cánula flexible que se hunde en su garganta. En los frascos de prefusión que dominan su cama, se efectúan delicadas mezclas para restablecer sin cesar un equilibrio químico que su organismo no se halla en estado de asegurar. En sobreimpresión sobre la pantalla donde adivino su forma, protegida por registros y aberturas tubulares, se inscriben permanentemente dos líneas vacilantes. La de arriba refleja el estado de su corazón: si se vuelve recta, si el corazón de Imonea deja de latir, una máquina tomará rápidamente su lugar: será un incidente grave, pero en absoluto definitivo. La de abajo está formada por lentas ondulaciones, que traducen la actividad —muy lenta, muy perturbada, se me dijo— de su cerebro. Si esta línea se hace recta, será el fin: lo que se llama, tanto en la Tierra como en Arturo, un «coma traspasado». Lo más atroz es que el cuerpo, después de esta muerte del cerebro, podrá ser mantenido en vida por todos los aparatos que lo rodean. Ignoro qué decisión será tomada entonces: detener esta maquinaria ya inútil o proseguir una reanimación ya sin objetivo. Ignoro quién deberá tomar esta decisión. Lo ignoro todo: después del primer día, ya no se me tiene al corriente de nada. Paso mis días ante la pantalla, vigilando las blandas ondulaciones de la línea de abajo. Supongo que, si Avia se queda, es porque aún no se ha perdido toda esperanza. Llego a sentir piedad por ella, al ver su rostro arrasado por la inquietud. Imonea es su amiga de la infancia, su muerte sería una amputación. Vela. ¿No es necesario que ella esté allí cuando vuelva a la conciencia, si vuelve? ¿No es necesario que ella esté allí para anunciarle la muerte de Irveille?

Yo también quiero estar allí. ¿No cometerá Imonea un acto irreparable cuando sepa que Irveille se ha matado creyéndola muerta? Un soplo de esperanza, seco y ardiente como el viento que acaricia las flores minerales de Arturo (es Irveille quien me lo dijo, hace ya siglos), un soplo de esperanza seco y ardiente: No se matará porque yo estoy allá, porque yo la necesito y ella me ha amado tanto. Espontáneamente, he hallado las leyes no escritas del pueblo de Arturo.


Fue en este momento, por cansancio, que decidí aprender el arturiano: ¿cómo soportar más tiempo la orgullosa altivez de los arturianos que no me dirigen la palabra, cómo soportar el no saber? Puesto que me ignoran, yo los ignoraré también. No plantearé preguntas. Aprenderé el arturiano, mientras vigilo sobre una pantalla una delgada línea temblorosa.

He comprado en el vestíbulo del hospital varios manuales, gramáticas y libros de vocabulario. Poseo facilidad para las lenguas, a Dios gracias, y memoria. Trabajo todos los días como una condenada. Y he aquí que comienzo a comprender. Ahora sé: aún tres días antes de que estén seguros de salvarla, aún tres días, Imonea, amor mío: si tú murieras ahora, ya no podría vivir más.

Escucho ávidamente las conversaciones, pero nadie lo sabe porque nunca digo nada. Permanezco frente a la pantalla y a la pequeña línea temblorosa, no soy molesta, y puesto que nadie sabe que comprendo no sienten reparos en hablar ante mí. Sé ahora en qué mezquina estima se me tiene, a mí, cuyos brazos no han sido lo suficientemente fuertes como para retener a Irveille, y en qué mezquina estima se tiene a Irveille, que no ha tenido la fuerza suficiente de querer vivir por mí. Oh, tía, usted se cubriría la cara horrorizada, pero sepa que las faltas, allá, no son las misma que aquí. Allá, cuando la muerte golpea una pareja triangular, cada uno de los dos que quedan se debe al otro. Irveille es un cobarde, y yo no soy más que una pequeña terrestre insignificante que no ha sabido retenerlo, mi amor no ha sido lo suficientemente fuerte como para retenerlo, había dado tan poco sentido a su vida que no valía la pena de ser vivida después de la muerte de Imonea.

Cada día aprendo el arturiano con furor. Gracias, tía, al menos me enseñasteis a trabajar. Apenas duermo, apenas como, he debido adelgazar, mis vestidos son demasiado grandes. Avia lee libros sobre arte, sobre nuestro arte, mira reproducciones, dibujos. Nuestras relaciones son educadas y heladas, y sin embargo yo tengo tantas cosas que decirle, tantas preguntas que hacerle. Pero nada me intimida tanto como esta amazona de mirada altiva, de boca despectiva. Enrojezco cada vez que me dirige la palabra, con su voz grave y baja. Y después hay también otra cosa. Desde la noche del drama, considero a Avia como perteneciente a un sexo diferente. Sé que puede desearme, que me ha deseado. Esos minutos turbadores en la recepción de Irvine, antes de que supiera quién era yo, me vuelven a la memoria, y me refugio en mis libros de arturiano frente a la pantalla sobre la que se inscribe el destino de Imonea.

Tía, ¿sabe lo que hago? Durante catorce horas, quince horas al día, estudio palabras y reglas de gramática. No se cubra la cara horrorizada, tía, es para salvar a un ser humano. Un ser humano (incluso si usted no le reconoce como tal) junto al cual deseo, si sobrevive, pasar el resto de mi vida. Llore por mí si lo desea.


Esta mañana he oído en el corredor una conversación que no iba destinada a mí. Sí, yo, Elisabeth, escucho ahora, cada día, conversaciones que no van destinadas a mí. A esto se le llama «indiscreción». Tanto peor. Después de todo, espero el despertar de una amazona para decirle que la amo. Tía, cúbrase el rostro.

Así pues, escucho tras las puertas. En el corredor, Avia y dos médicos. Uno de ellos dice: «Si tiene razones para vivir cuando vuelva a la conciencia, podremos confiar en salvarla». Oh, me faltan palabras, muchas palabras, pero he comprendido claramente el sentido general. Avia ha respondido con una voz plana, descorazonada: «Sí… ella quiso matarse porque esta terrestre no la amaba, así que, ahora que no le queda más que ella, ¿por quién quieren ustedes que viva?».

Se han alejado. Sentía la garganta atenazada por los sollozos. No he pesado lo suficiente en la balanza como para dar a Irveille razones de vivir, ¿por qué debería pesar más para ella? Ella morirá, ya que mis brazos no serán lo suficientemente fuertes como para retenerla, y así les habré matado a los dos, así quedaré más sola que nunca, sola y condenada…

Me he hundido en el diván, con las lágrimas cegándome. Avia ha entrado, me ha tendido un pañuelo, ha dicho secamente:

—Va a recobrar el conocimiento. ¿Es esto lo que la hace llorar?

He conseguido hablar a través de mis lágrimas, hablar en arturiano:

—Sí. Porque la he oído en el corredor con los médicos.

No sé si ha reaccionado inmediatamente al hecho de que me haya expresado en arturiano. Ha puesto sus manos en mis hombros.

—Elisabeth, ¿por qué?

En este arturiano elaborado y demasiado gramatical que he aprendido con tanto trabajo, he respondido:

—Pienso que sabe usted muy bien por qué.

Ha encendido un cigarrillo antes de responder, lentamente, como es su costumbre:

—Si usted fuera arturiana, pensaría que ama a Imonea más que a nada en el mundo. ¿Es esto?

La he mirado directamente a los ojos.

—Es esto.

—Entonces, ¿por qué le ha dicho lo contrario con tal convicción que ella ha querido morir?

Esta vez he enrojecido y he desviado los ojos, ganada por mi timidez. Ella esperaba. He respondido en francés, ya que en arturiano me hubiera sido demasiado difícil:

—No sabía nada sobre Arturo, creía que Imonea era una mujer como yo. Y esto me ha impedido comprender los sentimientos que me unían a ella.

Dije todo esto sin tomar aliento, mientras Avia permanecía silenciosa.

—¡Por las estrellas! —dijo finalmente—. ¡Por las estrellas!


Esta tarde me ha traído flores minerales de Arturo y libros. La atmósfera, a mi alrededor, ha cambiado como bajo los efectos de un golpe de varita mágica. No sé lo que ha dicho Avia, pero a partir de este día, desde las camareras algolianas hasta el médico-jefe, todo el mundo me ha inundado de atenciones. ¿No era yo la que estaría a la cabecera de Imonea cuando volviera en sí? Para ellos era ya una arturiana, una niña-niña, un ídolo.

Avia, por otro lado, se las ha ingeniado para hacerme descubrir su mundo. No duda de la decisión de Imonea. En arturiano —siempre en arturiano, para habituarme a esta lengua que será la mía— me habla de su patria. Lo cuenta bien. Me parece ver las grandes flores minerales, los pájaros de inmensas alas y las nubes iridiscentes que se recuestan en el suelo en grandes capas perseguidas por el viento seco y cálido, y las inmensas casas centradas sobre un patio desbordante de una vegetación fantástica, lujosas mansiones que son el joyero de la acolchada vida de las niñas-niñas.

Me habla de estas extrañas familias, estas parejas triangulares tan difíciles de formar, tan frágiles. El caso más clásico es aquel del neutro que encuentra a una amazona: ellos dos buscarán la niña-niña indispensable que convenga tanto a uno como al otro. Mientras no la han hallado, forman una pareja soltera. Más raras son las parejas solteras compuestas por una amazona y una niña-niña, y aún más raros aquellos que están formados por una niña-niña y un neutro. Como estas parejas no pueden procrear, la sociedad no las admite más que como un estado temporal, yendo en general parejas con la juventud, y la ley no sanciona estas uniones.

Intento representarme una familia completa. El neutro que trabaja, la amazona que trabaja, la niña-niña en su pedestal, servida por una multitud de domésticos algolianos, mimada por sus dos esposos y perpetuamente encinta. Imagino los niños de los tres sexos, los niños que como en la Tierra juegan «al papá y a la mamá». Pero ellos son tres a inclinarse sobre las cunitas de muñecas de los tres sexos…

Y después Avia me cuenta las aventuras que les han ocurrido a aquellos que ella conoce, o hechos diversos de los periódicos.

Está Irvine, que llora lágrimas amargas ya que ama a un neutro que la ama, y ama a una amazona que la ama, pero sin que los otros dos puedan entenderse.

Está Areille, que no sabe hacia donde dirigirse. Su mujer (quiero decir la niña-niña de la pareja triangular) quiere reemplazar a Irmea, con la cual están casados desde hace diez años, por una tal Icelea. Pero él sigue amando a Irmea, e Irmea no quiere oír hablar de divorcio. Es la guerra fría en el seno de este hogar donde hay ya ocho niños.

Está Creille, que ama a Lucine y no querría a nadie entre ellos, pero Lucine, que es sana y normal, busca la amazona que quiera venir a su hogar y le permita tener los niños que desea. Creille no es normal, añade Avia; debería hacerse examinar, o en todo caso venir a la Tierra, donde Lucine y él pasarían por una pareja normal… aunque ella será desgraciada toda su vida.

Escucho contar la trágica historia de Ervine, que ha sido abandonada por Naereille y Alcea a causa de una niña-niña estúpida y mezquina, pero muy hermosa. El caso es raro: en general, es el que se va el que deja una pareja tras él, una pareja célibe unida en la misma desgracia, el mismo furor, y volviendo a encontrar poco a poco el común gusto a la existencia y buscando en común el indispensable tercero.

En un periódico de gran tirada leo un hecho sangriento. Tres actores oficialmente casados, muy conocidos bajo los seudónimos de Louveille, Louvine y Louvea, realizaban una tournée. Louveille y Louvea encontraron a Louvine en los brazos de Estreille y Vertea, y los mataron a los tres.

Avia está preocupada: su joven hermana Hymine, que se casó el año anterior con Floreille y Mirnea, se ha prendado de Arnea, la hermana de Floreille (se debería decir la «hermana-amazona», para que la traducción francesa fuera inteligible; naturalmente, como hay tres géneros, hay en el lenguaje arturiano tantas palabras como situaciones posibles en estas complejas familias). La emoción de Avia muestra claramente que en Arturo los tabús del incesto son tan rígidos, tal vez más, que en la Tierra.

Los tabús de la homosexualidad también. Otro hecho distinto me lo prueba con suficiencia: ¡una amazona es condenada al exilio en un planeta de la periferia por haber intentado arrastrar a una niña-niña a formar una pareja triangular con ella y otra amazona!

Avia desaprueba esta sanción: dice que debería ser derecho de todo arturiano el buscar su felicidad en la infinidad de combinaciones entre dos y tres personas que puedan concebirse, y que por otro lado existen realmente, pese a la reprobación de la sociedad.

A fuerza de oír hablar de las uniones y de las desuniones de las parejas triangulares, llego a hacerme una vaga idea de lo que se hace y de lo que no se hace, de las desgracias clásicas y de aquellas que sorprenden.

Avia dibuja mientras habla. Tiene talento, y sé que es conocida como escultora. Es hermosa y brillante, pero parece solitaria. No me atrevo a preguntarle. Me ha hablado un poco de su infancia. Una familia de cinco niños, lo cual es poco en Arturo: dos amazonas, dos neutros y una niña-niña, la pequeña Hymine, ídolo de toda la familia. El padre-neutro murió muy joven, los otros dos padres no intentaron jamás reemplazarlo. Avia habla amargamente de ello: ha sufrido mucho a causa de este hogar incompleto. Les recrimina a su madre y a su padre-amazona el no haber hecho más concesiones a sus sentimientos en atención a los niños.

Esto me indigna. Me parece que se entierra muy pronto a los muertos en Arturo, y que los inmensos lechos ocupan mucho lugar en la vida de los arturianos.

—Ciertamente —dice con calma Avia—. Somos mucho más sexuados que vosotros, ¿no lo sabías? —Y añade con una fría ironía—: Esto es lo que muchos de los terrestres no nos perdonarán jamás. En cuanto a nuestros muertos, créeme, los amamos en el fondo de nuestro corazón, pero un lugar no debe permanecer vacío en ningún hogar.

Yo escucho. Los hilos tendidos por otra moral se tejen a mi alrededor. Allá, es un pecado no colocar a un vivo en el lugar que un muerto ha dejado vacío.

Así es este mundo, así es esta sociedad en la que voy a integrarme. Intento imaginar mi vida con Imonea, su presencia cálida y luminosa… y la ausencia de Irveille. En la pantalla que me separa de la yacente, una delgada línea de oro describe grandes ondas amplias y regulares que, me han dicho, son el signo de un próximo despertar.

Avia continúa hablando del suntuoso planeta de los señores arturianos a los que los terrestres odian por su belleza, su riqueza, su tranquilo orgullo… y por otra cosa también.

He sentido miedo.

Sí, intento ahora imaginar mi vida de arturiana al lado de Imonea, y los relatos de Avia esculpen una ausencia en este hogar mutilado, una ausencia que me parece intolerable.

Título original:

DELTA

© 1967, Fiction

Traducción de P. Domingo