LA CUEVA DE LOS CIERVOS SALTARINES
Clifford D. Simak
Mejor relato corto, 1980
PREFACIO DEL AUTOR
Mi primer cuento corto, «El mundo del sol rojo», se publicó en Wonder Stories en 1931. «La gruta de los ciervos danzarines» apareció en 1980, en Analog Science Fiction / Science Fact, casi cincuenta años después. El hecho de que haya podido interesar durante medio siglo a un grupo de lectores exigentes es motivo de un profundo orgullo personal. «La gruta…» forma parte de un reducido número de relatos que gozan de mi especial estima, y si bien espero poder escribir algunos más en el futuro, me gratifica ver que mis lectores coinciden con mi propio juicio, hasta el punto de haberlos galardonado con un Nebula.
* * *
1
Luis estaba tocando la flauta cuando Boyd emprendió el ascenso por el escabroso camino que conducía a la caverna. No había necesidad de volver a visitar la cueva: ya habían terminado todo el trabajo de cartografía, medición, fotografía y recopilación de datos. No sólo habían encontrado pinturas, aunque éstas constituían el grueso de la excavación. También habían hallado huesos chamuscados de animales y restos de carbón que señalaban el fogón donde los habían quemado; la pequeña provisión de arcillas naturales de las cuales se habían obtenido los pigmentos empleados por los pintores (una reserva de valiosos elementos, quizás ocultos por un artista que, por razones sobre las que sólo se podía especular, se vio impedido de usarlos); la mano humana atrofiada, cercenada por la muñeca —¿por qué la habrían rebanado y abandonado allí una vez cortada, para que la encontraran otros hombres treinta mil años después?—; la lámpara construida con un terrón de arenisca, ahuecado para insertar una mecha de musgo rodeada por grasa animal, que sirviera para dar luz a quienes pintaban… Todos ésos y muchos otros objetos, pensó Boyd con satisfacción; Gavarnie había resultado ser, posiblemente por los complejos métodos científicos de investigación que habían podido llevar, la cueva de pinturas rupestres más importante que se hubiese explorado jamás. Quizá no tan espectacular como Lascaux, en ciertos sentidos, pero mucho más fructífera en cuanto a los datos obtenidos.
No había necesidad de volver a visitar la caverna otra vez.
Sin embargo, existía una razón: la insistente sensación de que había pasado algo por alto, de que había olvidado algo en el ajetreo y la concentración de las demás tareas. En su momento, no le había preocupado mucho, pero luego, cuando volvió a pensarlo, cada vez se encontró más inclinado a creer que podía tener su importancia. Probablemente todo el asunto fuese producto de su imaginación, se dijo. Cuando volviera a recorrerla (claro, si podía volver a encontrarla, y si su intuición no era producto de las preocupaciones retrospectivas), tal vez comprobaría que no era nada, que sólo se trataba de una impresión fastidiosa.
Conque allí estaba de nuevo, trepando por la senda escarpada, con el martillo de geólogo bamboleándose en el cinturón, la gran linterna en la mano y el oído atento a la flauta de Luis, quien se había encaramado en un pequeño promontorio, bajo la boca de la caverna, una posición de la que se había adueñado durante todo el tiempo que duró la excavación. Luis había acampado allí, en una tienda, bajo todas las condiciones climáticas posibles; había cocinado en un hornillo de acampada, y se había autoproclamado perro guardián, alerta frente a los posibles intrusos, aunque no tuvimos muchos, salvo algún turista ocasional que había oído hablar del proyecto y se había desviado varios kilómetros de su ruta para echar un vistazo. Los aldeanos del valle que había más abajo no causaron problemas: no podrían haber reparado menos en lo que sucedía sobre la ladera.
Luis no era ningún desconocido para Boyd; diez años atrás se había presentado en el proyecto del escudo rocoso, a ochenta kilómetros de allí, y se había quedado durante dos temporadas de excavación. El escudo rocoso no resultó tan productivo como Boyd había pensado al principio, si bien había arrojado nueva luz sobre la cultura azilia, el último de los grandes grupos prehistóricos de Europa Occidental. Luis fue contratado como peón, pero demostró ser un alumno despierto, y a medida que avanzó el trabajo se le fue otorgando mayor responsabilidad. Cuando hacía una semana que estaban trabajando en Gavarnie, apareció otra vez.
—Me he enterado de que estabais por aquí —les dijo entonces—. ¿Tenéis algún trabajo para mí?
Boyd lo vio al tomar una curva abrupta que describía la senda; estaba sentado con las piernas cruzadas, frente a la tienda sometida a las inclemencias del tiempo, sosteniendo su rudimentaria flauta entre los labios, soplando…
Eso hacía, ni más ni menos. La música que brotaba del instrumento era primitiva y elemental. Apenas podía llamarse música, si bien Boyd admitía que sus conocimientos musicales no eran gran cosa. Cuatro notas (¿serían cuatro notas?), aventuró. Era un hueso hueco, con una ranura alargada a modo de boquilla, y dos orificios.
Un día le preguntó a Luis acerca de la flauta. «Nunca había visto nada igual», fue su comentario. Y Luis le respondió: «No son muy frecuentes. Las hay en aldeas remotas, aquí y allá ocultas en las montañas».
Boyd se apartó de la senda y echó a caminar por el promontorio de hierba espesa. Se sentó junto a Luis, y éste posó la flauta sobre el regazo.
—Creía que te habías ido —dijo Luis—. Los demás se marcharon hace un par de días.
—He vuelto para echar un último vistazo —comentó Boyd.
—¿Te resistes a irte?
—Sí. Supongo que sí.
Por debajo, el valle se extendía en ocres y castaños otoñales; el riachuelo era una cinta de plata bajo el resplandor del sol, y los tejados rojos de la aldea formaban una nota de color a la orilla del río.
—Es un sitio agradable —reflexionó Boyd—. A veces me sorprendo tratando de imaginar cómo sería todo en la época en que se hicieron las pinturas. Quizá no muy distinto de lo que es hoy. Las montañas seguirían imperturbables. Tal vez el valle no hubiese tenido sembradíos, pero sí pasturas naturales. Algún que otro árbol, pero no muchos. Buena caza; la vegetación mantendría a los animales herbívoros. Hasta intenté imaginar dónde habrían erigido los asentamientos las poblaciones primitivas. Supongo que donde hoy está el pueblecito…
Se volvió para mirar a Luis. El hombre seguía sentado sobre la hierba, con la flauta en el regazo. Sonreía en silencio, como para sí mismo. Llevaba una pequeña boina negra en la cabeza, sin ladear. El rostro bronceado, redondo y suave, terminaba en una cabellera morena, de mechones cortos. La camisa azul se abría en el cuello. Era un hombre joven, fuerte, sin una sola arruga en la piel.
—Te gusta tu trabajo… —sentenció Luis.
—Me consagro a él. Como tú —respondió Boyd.
—No es mi trabajo.
—En cualquier caso, sabes hacerlo bien. ¿Te gustaría venir conmigo? Voy a realizar una última inspección.
—Tengo que hacer un recado en el pueblo.
—Suponía que te habrías ido —comentó Boyd—. Me he sorprendido al oír tu flauta.
—Me iré pronto —dijo Luis—. Dentro de un par de días. No tengo razón para quedarme, pero, como a ti, me gusta el lugar. No tengo adónde ir. Nadie me necesita. No se perderá nada si me quedo unos días más.
—Como te parezca —continuó Boyd—. El sitio es tuyo. Dentro de un tiempo, el gobierno establecerá un interinato, pero ya sabes lo lentas que son estas cosas.
—Entonces, tal vez no vuelva a verlo —concluyó Luis.
—Me he tomado un par de días para ir en coche hasta Roncesvalles —dijo Boyd—. Es el sitio donde los gascones derrotaron la retaguardia de Carlomagno en 778.
—He oído hablar del lugar… —recordó Luis.
—Siempre he querido conocerlo, pero nunca encontraba el momento. La capilla de Carlomagno está en ruinas, pero me han dicho que en la capilla del pueblo se siguen oficiando misas por los guerreros caídos. Al regresar del viaje, no pude resistir el impulso de volver a visitar la caverna.
—Me alegro —confió Luis—. ¿Puedo ser impertinente?
—Tú nunca eres impertinente —respondió Boyd.
—Antes de que te marches, ¿podríamos comer juntos una vez más? Esta noche, tal vez, prepararé una tortilla.
Boyd vaciló. Sopesó la idea de cenar con Luis. Luego dijo.
—Será un placer, Luis. Traeré una botella de buen vino.
2
Boyd se inclinó para examinar la roca más de cerca, sosteniendo la linterna en el centro de la pared de piedra. No había sido cosa de su imaginación; estaba en lo cierto. Allí, en ese punto concreto, la roca no era sólida. Se encontraba fragmentada en varios pedazos, aunque las piezas quedaban disimuladas en el resto de la pared. La grieta sólo podía detectarse por casualidad. De no haber estado mirándola directamente, buscándola al barrer el muro con la luz, jamás habría dado con ella. Era extraño, pensó, que nadie la hubiera descubierto durante el tiempo que estuvieron trabajando allí. No habían dejado gran cosa por descubrir.
Contuvo el aliento, y se sintió algo tonto al hacerlo; después de todo, tal vez no sería nada importante. Acaso fisuras superficiales hechas por la escarcha, aunque sabía que no podía tratarse de eso. Sería muy raro encontrar grietas de escarcha en un lugar como aquél.
Tomó el martillo de su cinturón, sostuvo en una mano la linterna, tanteó la superficie y presionó la punta del martillo en una de las grietas. El filo entró con facilidad. Siguió hurgando y la fisura se enganchó. Con un poco más de presión, logró que el fragmento de roca se aflojara. Dejó a un lado el martillo y la linterna, cogió la laja y la retiró de la pared. Por debajo de ella había otras dos lajas que salieron tan fácilmente como la primera. Encontró otras, y también las quitó de su sitio. Arrodillado sobre el suelo de la caverna, dirigió la luz hacia el orificio que acababa de descubrir.
Era lo bastante grande para dejar paso a un hombre que entrase reptando, pero no se atrevía a decidirse ante la perspectiva. Estaba solo, y hacerlo tendría sus riesgos. Si le sucedía algo, si se quedaba atascado, si un fragmento de roca se desplazaba y lo dejaba trabado o caía sobre él, no habría quien lo rescatase. O tal vez el rescate no llegase a tiempo para salvarlo. Luis regresaría al campamento y lo esperaría, pero lo más probable sería que, al no verlo aparecer, Luis lo tomase como una reacción ante su impertinencia o como una falta de consideración por parte de un norteamericano. Nunca se le ocurriría que Boyd hubiese quedado atrapado en la cueva.
De todas formas, era su última oportunidad. Al día siguiente tendría que regresar a París para tomar su avión. Y el asunto lo tenía en ascuas; no era algo que pudiera ignorar tan fácilmente. La fisura debía de tener cierto significado; de lo contrario, ¿por qué la habrían ocultado con tanto esmero? ¿Quién habría obstruido la entrada?, se preguntó. Sin duda, nadie en épocas recientes, pues cualquiera que hubiese hallado la entrada de la cueva habría descubierto las pinturas casi de inmediato y difundido la voz. De modo que la entrada a la fisura tuvo que ser obstruida por alguien que ignoraba el mérito de las pinturas, alguien que las considerara habituales.
Por fin se decidió: no podía pasarlo por alto. Tendría que aventurarse. Aseguró el martillo en el cinturón, cogió la lámpara y comenzó a reptar.
El túnel seguía un trayecto recto y llano por unos treinta metros. El lugar apenas bastaba para mover el cuerpo, pero, aparte de eso, no halló mayores dificultades. Entonces, sin previo aviso, el túnel concluyó. Boyd se tendió en la roca, dirigió el haz de luz por encima de su cabeza y observó consternado la suave pared de roca que descendía para ocluir el paso.
No tenía sentido. ¿Para qué iba alguien a tomarse la molestia de ocultar un pasadizo que no conducía a ningún sitio? Tal vez durante el trayecto había pasado algo por alto, pero volvió a pensarlo y descartó la idea. Había avanzado lentamente, sin desviar el haz de luz un solo centímetro del trayecto. De haber existido algo fuera de lo normal, tendría que haberse dado cuenta.
Luego lo asaltó un pensamiento. Lentamente, con cierto esfuerzo, comenzó a volverse hasta que quedó boca arriba, con la espalda posada sobre la roca. Dirigió la luz hacia arriba, y obtuvo la respuesta. En el techo del pasadizo se abría un agujero.
Con cautela, cambió de posición y se sentó. Tendió la mano y encontró orificios para encajar los dedos. Se afirmó en ellos, sobre la roca, y se irguió. Recorrió el sitio con la luz y vio que el hueco no daba a otro pasadizo, sino a una cavidad abovedada, pequeña, de unos dos metros de diámetro. Las paredes y el techo de la cavidad eran suaves, como si en algún momento del distante pasado geológico allí hubiese existido una burbuja de roca plástica, que durante los movimientos tectónicos ascendentes hubiese reventado, dejando un hueco de roca sólida y tersa.
Paseó el haz de luz alrededor y abrió la boca, pasmado de asombro. Por la vasta pared de piedra saltaban coloridos animales. Los bisontes daban cabriolas. Los caballos galopaban como si formaran una coreografía. Los mamuts bailoteaban en volteretas. Y en todo el perímetro, a poca distancia del suelo, una procesión de ciervos danzantes, erguidos sobre las patas traseras, unía las de delante, saltando y meciendo las astas graciosamente.
—¡Santo Dios! —exclamó Boyd.
Era una película de Disney de la Edad de Piedra.
Si se trataba de la Edad de Piedra… ¿Podría ser que algún chistoso se hubiera internado hasta allí en épocas recientes para pintar los animales en esa gruta? Lo pensó bien y descartó la idea. Por lo que él sabía, nadie en el valle ni en la región había tenido conocimiento de la caverna hasta que un pastor la descubrió, un día en que una oveja se metió allí mientras merodeaba. La entrada era pequeña, y por lo visto durante siglos había quedado oculta por una espesa capa de matojos y arbustos.
La ejecución de las pinturas también tenía un toque prehistórico. La perspectiva desempeñaba un papel casi inexistente. Las obras tenían ese curioso aspecto plano que distingue la mayoría del arte prehistórico. No había fondo: ni línea del horizonte, ni árboles, ni hierba, flores, nubes o imagen de cielo. Sin embargo, se recordó, cualquiera que tuviese conocimientos sobre pinturas rupestres podría haber tenido conciencia de estos factores para reproducirlos.
De todas formas, pese al aire bufonesco de los animales pintados, las figuras transmitían la sensación del arte primitivo. ¿Qué hombre cavernícola, se preguntó Boyd, qué clase de ser prehistórico habría pintado bisontes saltimbanquis y mamuts dando cabriolas? Aunque la característica no podía aplicarse a todo el arte rupestre, todas las pinturas de esa caverna concreta poseían una profunda seriedad, eran conservadoras en la representación de la forma y acusaban un intento honesto y evidente por parte del artista de plasmar los animales tal como los veía. No había frivolidad, ni siquiera en la estampa de esas palmas de manos embadurnadas de pintura. Los hombres que trabajaron en ese lugar no habían sido corrompidos por el simbolismo que en épocas posteriores aparentemente había invadido el ciclo pictórico de la prehistoria.
Así las cosas, ¿quién habría sido ese payaso que se introdujo solo en la gruta oculta para pintar animales tan cómicos? No cabía duda de que era un pintor consumado. Las técnicas y la ejecución del artista parecían intachables.
Boyd trepó por el hueco y se posó sobre la cornisa de medio metro que bordeaba el orificio, pues no había lugar donde estar de pie. Comprendió que gran parte de las pinturas debieron de haberse hecho de espaldas, en posición supina, de modo que el artista tuvo que alzar las manos para llegar al techo abovedado.
Paseó el haz de la linterna por la cornisa. Cuando iba por la mitad, detuvo la luz y la hizo retroceder hasta enfocar algo que había sobre la piedra, algo que, indudablemente, había dejado el artista cuando concluyó su obra, antes de marcharse.
Boyd se inclinó hacia delante y entornó los ojos para elucidar de qué se trataba. Parecía el omóplato de un cérvido; al lado del hueso distinguió una roca.
Con cautela, fue deslizándose por la cornisa hacia el objeto. No se había equivocado: era el omóplato de un ciervo. Sobre su superficie plana había una sustancia grumosa. ¿Pintura?, se preguntó. ¿Sería esa mezcla de grasa animal y de arcillas minerales que los artistas prehistóricos empleaban a modo de pintura? Acercó la luz y sus dudas se disiparon. Era pintura esparcida sobre la superficie del hueso que había hecho las veces de paleta. Parte de la pintura formaba grumos más gruesos, lista para usar, aunque se veía que nunca había llegado a utilizarse. Era pintura seca, momificada, con una especie de huellas. Se inclinó más aún, hasta que el rostro quedó a unos pocos centímetros de la pintura, y aproximó la linterna. Vio que las depresiones eran huellas digitales; algunas de ellas, bastante profundas. Eran la firma de aquel hombre de la antigüedad, muerto hacía siglos, que había trabajado allí, acuclillado como Boyd, con los hombros apretujados contra la roca curva. Extendió la mano para tocar la paleta, luego cambió de idea. Sí, su intención de tocar al autor de las pinturas era un gesto simbólico, pero sólo eso; un propósito coartado por los muchos siglos transcurridos.
Movió la luz para ver la piedra que había cerca del hueso. Era una lámpara: arenisca ahuecada, el orificio para contener la grasa y la torunda de musgo que servía de mecha. La grasa y el pabilo habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero todavía se veía una delgada película de tizne alrededor del hueco que alguna vez los contuvo.
Después de terminar su labor, el artista había dejado allí sus instrumentos, e incluso la lámpara, acaso con la llama aún vacilante, con los últimos restos de grasa… La había dejado allí para volver por el pasadizo, reptando en la oscuridad. Quizá no necesitaba la luz. Podía avanzar por el túnel orientado por el tacto y por la costumbre. Debía de haber recorrido el trayecto muchas veces, pues la obra de esas paredes era fruto de largos e incontables días.
Así pues, era probable que se hubiera marchado a tientas por el orificio y, después de ocultar la entrada con los fragmentos de roca, se hubiera alejado por la pendiente rumbo al valle. Allí, los rebaños que pastaban debieron de haber alzado la cabeza para mirarlo apenas, antes de volver a lo suyo.
¿Pero cuándo? Probablemente después de que se pintaron las demás paredes de la cueva, aventuró Boyd; acaso después que las pinturas de la caverna hubiesen perdido buena parte de su trascendencia original. Un hombre solitario que regresó a su escondrijo para pintar sus animales secretos. ¿Lo habría hecho como burla a la importancia mágica y pomposa de las pinturas que había en la caverna? ¿O como protesta ante el rígido formalismo de las obras originales? ¿O sencillamente, como expresión de gozo burbujeante, de exuberancia vital, o como jubilosa rebelión contra la simpleza y la rutina de la magia que envolvía la caza? ¿Había sido un rebelde, un rebelde prehistórico, un rebelde intelectual?, pensó. ¿O tal vez sólo un hombre de concepciones ligeramente distintas de las que imperaban en su época?
Pero ése era el otro hombre, el del pasado. ¿Qué sucedería con él? Ahora que había encontrado la gruta, ¿qué haría? ¿Cuál sería el mejor modo de controlar la situación? Desde luego, no podía volver la espalda y marcharse, como el artista, que se fue dejando atrás lámpara y paleta. Se trataba de un descubrimiento importante. No cabía la menor duda de eso. Estaba ante un enfoque nuevo e insospechado de la mente prehistórica, ante una faceta del pensamiento primitivo que nunca se había concebido.
Dejar todo como estaba; cerrar la abertura y hacer dos llamadas —una a Washington y otra a París—; deshacer las maletas y disponerse a proseguir el trabajo durante un par de semanas más. Hacer que vuelvan los fotógrafos y los demás miembros de la expedición. Sí, lo tomaría como un trabajo más. Eso haría, se dijo.
Algo brilló bajo la luz; algo que había detrás de la lámpara, casi oculto por la piedra. Algo blanco y diminuto.
Aún encogido, Boyd se inclinó para observarlo.
Era un trozo de hueso, tal vez de la pata de algún animal herbívoro. Extendió la mano y lo recogió. Vio lo que era y se quedó inmóvil, agazapado, sin saber qué pensar de todo el asunto.
Era una flauta, un flautín idéntico al que Luis llevaba en el bolsillo de su chaqueta, al que llevaba desde el primer día que se habían conocido, años atrás. Allí estaban la ranura de la boquilla y los dos agujeros redondos. En el lejano pasado, cuando se hicieron las pinturas, el artista estuvo allí mismo, acuclillado, bajo la lumbre parpadeante de la lámpara, tocando mansamente para sí mismo las tonadas simples que Luis interpretaba cada noche, concluida la tarea de la jornada.
—Por todos los cielos… —murmuró Boyd, casi a modo de plegaria—, ¡no puede ser!
Inmóvil, petrificado, encogido. Los pensamientos se ensañaban con su mente mientras él luchaba por dispersarlos. Pero era en vano. En cuanto lograba apartarlos unos segundos, regresaban a la carga para apabullarlo con su contundencia.
Por fin, sombrío, emergió del trance en que lo había sumido el hallazgo. Actuó sin vacilar, obligándose a hacer lo que consideraba su obligación.
Se quitó la cazadora y, con sumo cuidado, envolvió en la tela la paleta de hueso y la flauta. Dejó la lámpara. Descendió por el hueco y reptó a lo largo del túnel, protegiendo celosamente su carga. Ya en la caverna, volvió a encajar las lajas de piedra para que ocultaran la entrada a la gruta. Rascó unos puñados de tierra del suelo y los restregó por la superficie rocosa para disimular las grietas. La abertura sólo sería visible al ojo más perspicaz.
Luis no estaba en el campamento que había montado sobre la cornisa, bajo la boca de la caverna. Aún no había vuelto de sus recados en el pueblo.
Cuando Boyd llegó al hotel, hizo la llamada a Washington. Decidió postergar la comunicación con París.
3
Las últimas hojas de octubre volaban en el viento otoñal. Un sol débil, que las nubes lentas no lograban eclipsar, derramaba su luz sobre Washington.
John Roberts le aguardaba en el banco de la plaza. Se saludaron con un gesto, sin hablarse. Boyd se sentó junto a su amigo.
—Corriste un gran riesgo —advirtió Roberts—. ¿Qué hubiera sucedido si la gente de la Aduana…?
—No era para tanto… —repuso Boyd—. Conocía a ese tipo, en París. Hace años que pasa objetos de contrabando a Estados Unidos. Lo hace bien, y me debía un favor. ¿Qué has averiguado?
—Tal vez más de lo que te gustaría oír…
—Venga.
—Las huellas dactilares coinciden —reveló Roberts.
—¿Conseguiste una lectura de las impresiones que había en la pintura?
—Con toda claridad y nitidez.
—¿A través del FBI?
—Sí, del FBI. No fue fácil, pero tengo un par de amigos allí.
—¿Y la antigüedad?
—No hay problema. Lo peor del asunto fue convencer a mi amigo de que esto era secreto absoluto. No está muy convencido de que lo sea.
—¿Mantendrá la boca cerrada?
—Creo que sí. Nadie le creería sin pruebas. Parecería un cuento de hadas.
—Dime, pues.
—Veintidós mil años de antigüedad. Con un margen de error de trescientos años, más o menos.
—Y las huellas coinciden. Las de la botella y las de…
—Ya te lo he dicho. Ahora tú me dirás cómo diablos un hombre que vivió hace veintidós mil años puede dejar sus impresiones digitales sobre una botella de vino que data del año pasado…
—Es una larga historia —respondió Boyd—. No sé si debo hablar del asunto. Ante todo, ¿dónde tienes el hueso?
—Escondido —respondió Roberts—. A buen recaudo. Cuando quieras, te devolveré el hueso y la botella.
Boyd se encogió de hombros.
—Todavía no. Tal vez dentro de un tiempo. Tal vez nunca.
—¿Nunca?
—Mira, John. Tengo que pensarlo bien.
—Qué follón… —reflexionó Roberts—. Nadie lo querrá tener. Nadie se atrevería a tenerlo. Los del Smithsonian no lo tocarían ni con una varilla de tres metros. No se lo pregunté. Ni siquiera están al corriente del asunto. Pero sé que no lo querrían. Hay ciertos problemas con respecto a sacar objetos arqueológicos de un país de forma ilegal…
—Así es —confirmó Boyd.
—Y ahora tú no lo quieres…
—No he dicho eso. Sólo preferiría que durante un tiempo dejaras las dos cosas donde están. ¿Es un sitio seguro?
—Es seguro. Pero ahora…
—Ya te he dicho que se trata de una larga historia. Trataré de resumir. Este hombre, el vasco, se me presentó hace unos diez años, cuando estábamos con el proyecto del escudo rocoso.
Roberts asintió.
—Lo recuerdo.
—Quería un trabajo, y yo se lo ofrecí. Aprendió rápido, y dominó las técnicas enseguida. Se convirtió en una persona de fiar. Suele ocurrir con los lugareños. Parecen tener cierta sensibilidad con sus propias antigüedades. Cuando esta vez comenzamos las tareas en la caverna, volvió a aparecer. Me alegré de verlo. En realidad, los dos nos llevamos bastante bien. En la última noche que pasé allí, en el campamento, cocinó una tortilla estupenda. De huevos, tomate, pimientos verdes, cebolla, salchicha y jamón casero. Yo llevé una botella de vino.
—¿Esa botella?
—Sí, la misma.
—Continúa…
—Tocaba una flauta. Un flautín de hueso, bastante rudimentario. No permite grandes filigranas musicales…
—Había una flauta…
—Pero no ésa. Era otra flauta. De la misma clase, aunque no la misma que tiene este hombre en cuestión. Pero son dos flautines idénticos. Uno en el bolsillo de un hombre vivo, y el otro junto a un hueso prehistórico. Este hombre del que te hablo tenía ciertas peculiaridades. Nada que saltara a la vista. Cosas… A veces me quedaba pensando en algo que había notado, y a lo mejor un tiempo después observaba otra cosa, sólo que para entonces ya me había olvidado del primer incidente, y no relacionaba los dos episodios. Casi siempre lo que más me llamaba la atención era que sabía demasiado. Pequeñas cosas que un hombre como él en principio no debía saber. Incluso datos que nadie más conocía. De vez en cuando se le escapaban comentarios, tal vez sin darse cuenta. Y los ojos… Eso no me llamó la atención hasta más tarde, cuando encontré la segunda flauta y empecé a recordar todo lo demás. Pero te estaba hablando de los ojos. Si le ves el aspecto, parece un hombre joven, un hombre de esos que no tienen edad. Pero sus ojos son los de un anciano…
—Tom, ¿has dicho que era vasco?
—Sí.
—¿No se dice que los vascos tal vez descienden del Hombre de Cro-Magnon?
—Hay una teoría que así lo sostiene. Ya lo he pensado.
—¿Y este hombre del que hablas, no podría ser un Cro-Magnon?
—Comienzo a creer que sí.
—Pero, piénsalo: ¡veintidós mil años!…
—Lo sé —asintió Boyd.
4
Boyd oyó la flauta cuando llegó al comienzo de la senda que desembocaba en la caverna. El viento desgarraba las notas. Contra el firmamento, alto y azul, se recortaba la silueta de los Pirineos.
Boyd inició el ascenso, aferrando bajo el brazo la botella de vino. Por debajo, se extendían los tejados rojos de la aldea y el castaño marchito del otoño que vestía el valle. La flauta seguía sonando; su melodía se remontaba y se mecía, mientras el viento jugueteaba con ella.
Luis estaba sentado con las piernas cruzadas frente a la tienda raída. Cuando vio a Boyd, posó la flauta sobre el regazo y aguardó, inmóvil.
Boyd se sentó junto a él y le tendió la botella. Luis la cogió y se dispuso a descorcharla.
—Oí que habías vuelto —dijo—. ¿Cómo te fue en tu viaje?
—Bien —respondió Boyd.
—De modo que ahora lo sabes…
Boyd asintió.
—Creo que tú querías que lo supiera. ¿Pero por qué?
—Los años se vuelven largos —explicó Luis—. Es una pesada carga. Uno se siente solo. Muy solo…
—Tú no estás solo.
—Sí. Se está solo cuando nadie te conoce. Ahora, tú eres el primero que realmente sabes de mí…
—Pero durará poco. Dentro de unos años te encontrarás en la misma situación: nadie te conocerá.
—Esto alivia mi suerte por un tiempo. Cuando tú ya no estés, yo podré seguir tirando. Y… una cosa…
—Sí, Luis. ¿De qué se trata?
—Dijiste que cuando ya no esté, nadie más me conocería. ¿Eso significa…?
—Si lo que quieres es saber si haré correr la voz… no. No lo haré. A menos que tú me lo pidas. He pensado qué podría suceder contigo si el mundo lo supiera.
—Tengo mis defensas. No se puede vivir tanto como yo si no se poseen ciertas defensas.
—¿De qué clase?
—Defensas. Eso es todo.
—Disculpa. No quería inmiscuirme. Hay otra cosa más. Si querías que lo supiera, corriste tus riesgos. Si algo hubiera salido mal, si no hubiera encontrado la gruta…
—Al principio creía que la gruta no sería necesaria. Pensé que lo adivinarías por ti mismo.
—Intuía que algo no encajaba. Pero esto es tan insospechado que no habría dado crédito a mis propias conclusiones, aunque lo hubiera descubierto yo solo. Tú sabes que es increíble, Luis. Y si no hubiera encontrado la gruta… La descubrí por pura casualidad, ¿sabes?
—Si no la hubieras encontrado, habría sabido esperar. En otra época, en otro año, tal vez hubiera aparecido algún otro. O habría ideado alguna otra forma de delatarme…
—Podrías habérmelo dicho.
—¿Así, sin más? ¿En frío?
—Sí. Desde luego, al principio no te habría creído…
—¿No lo entiendes? No podría habértelo dicho. El disimulo ya forma parte de mi naturaleza. Es una de las defensas de las que te he hablado. Sencillamente, no me hubiese atrevido a contártelo. Ni a ti ni a nadie.
—¿Por qué a mí? ¿Por qué has esperado todos estos años hasta conocerme a mí?
—Yo no he esperado, Boyd. Hubo otros, en distintas épocas. Pero con ninguno de ellos dio resultado. Tenía que encontrar a alguien que tuviera la fortaleza de enfrentarse con la idea. No a alguien que saliera corriendo a grito pelado. Sabía que tú no echarías a correr como un loco.
—Tardé un tiempo en aceptarlo —dijo Boyd—. Ahora me he hecho a la idea. Acepto la realidad, pero con ciertas dificultades. Dime, Luis, ¿tienes alguna explicación? ¿Cómo es posible que seas tan distinto de nosotros?
—No tengo la menor idea. No sabría qué responder. En una época creía que había otros como yo, y salí a buscarlos. Pero no encontré a ninguno, de forma que dejé de buscar.
El corcho saltó. Pasó la botella de vino a Boyd.
—Tú primero —dijo, resueltamente.
Boyd empinó la botella y bebió. La pasó a Luis. Lo observó mientras paladeaba el vino. Se preguntó cómo podía estar sentado allí, conversando con toda parsimonia con un hombre que había vivido y conservado la juventud durante veintidós mil años. Una vez más, se resistió a aceptar el hecho, pero allí estaba. El hueso, los restos de materia orgánica que persistían en el pigmento, habían permitido calcular la antigüedad en veintidós mil años. Sin la menor sombra de duda, las huellas de la pintura coincidían con las de la botella. En Washington formuló una pregunta, con la esperanza de descubrir evidencia de fraude. ¿Era posible que el pigmento antiguo, que la pintura empleada por el artista prehistórico hubiese sido reconstituida para imprimir las huellas digitales y que luego fuese devuelta a la gruta?, preguntó. Le respondieron que era imposible. Toda reconstitución del pigmento, de ser factible, se habría revelado en el análisis. Sin embargo, no habían encontrado nada de eso. El pigmento databa de veintidós mil años atrás. Era un hecho demostrado.
—Muy bien, Cro-Magnon —dijo Boyd—, dime cómo lo lograste. ¿Cómo es posible subsistir tanto como lo has hecho tú? Desde luego, no envejeces. Tal vez tu cuerpo sea inmune a la enfermedad. Pero no a la violencia o a los accidentes. Has vivido en un mundo agresivo. ¿Cómo conseguiste eludir los accidentes y la violencia durante doscientos siglos?
—Al principio hubo momentos en que estuve a punto de sucumbir —confesó Luis—. Durante largo tiempo, no tuve conciencia de lo que era. Claro, vivía más tiempo y me mantenía más joven que los demás. Sin embargo, sólo comencé a sospecharlo cuando vi que todos los que había conocido en la primera etapa de mi vida llevaban largo tiempo muertos. Entonces comprendí que era distinto del resto. Por esa misma época, también los demás comenzaron a reparar en que yo era diferente. Me miraron con suspicacia. Algunos desconfiaron de mí. Otros me consideraron una especie de espíritu maléfico. Por fin, tuve que marcharme de la tribu. Me convertí en un nómada solitario. Entonces me dediqué a aprender los principios de la supervivencia.
—¿Y cuáles son?
—Pasar inadvertido. No sobresalir. No llamar la atención sobre la propia persona. Cultivar una actitud cobarde. No mostrar valentía. No correr riesgos. Dejar que los demás se encarguen del trabajo sucio. No ofrecerse nunca voluntario. Huir, correr, ocultarse. Forjarse una gruesa coraza. No preocuparse por lo que otros puedan pensar de uno. Reprimir el altruismo y la conciencia social. Desechar la lealtad a la tribu, al pueblo o al país. No ser patriota. Vivir para uno mismo y de uno mismo. Ser observador, no participante. Acercarse a las cosas desde fuera. Al final uno llega a ser tan egocéntrico que termina por creerse libre de toda culpa y de todo reproche. Uno acaba por pensar que vive del único modo lógico para un hombre. Hace poco fuiste a Roncesvalles, ¿verdad?
—Sí. Te conté que había ido y tú dijiste que habías oído hablar del lugar.
—Que había oído hablar… Demonios, estuve allí el día en que sucedió. Fue el 15 de agosto de 778. Como observador, no como participante. Fui un cobarde canalla que prefirió no unirse a la «noble banda de gascones» que luchó contra Carlomagno. Gascones, demonios… Ése es el gracioso nombre que les dieron. Pero eran vascos. Ni más ni menos. Los hombres más ruines que hayan pasado por este mundo. Hay vascos nobles, pero ésos no lo eran. No pertenecían a la clase de guerreros capaces de batirse cara a cara contra los francos. Se escondieron en el desfiladero y, cuando vieron pasar a los caballeros, los acribillaron a pedradas. Pero lo que les interesaba no eran los caballeros, sino los carruajes. No pretendían librar una guerra, ni vengar actos injustos. Sólo querían saquear, aunque de poco les sirvió.
—¿Por qué lo dices?
—Fue así —recordó Luis—. Sabían que el resto del ejército franco volvería al ver que la retaguardia se retrasaba. Pero no tenían valor para esperarlos. Despojaron a los caballeros muertos de sus espuelas de oro, de sus armaduras y de sus ricos atuendos. Les quitaron los sacos con monedas, cargaron todo en los carros y se largaron de allí. Unos kilómetros más allá, en lo profundo de las montañas, abrieron un foso y se escondieron dentro de un hondo cañón donde creyeron estar a resguardo. Si los llegaban a sorprender, de todas formas, el refugio haría las veces de fortaleza. Un kilómetro más abajo del sitio donde acamparon, el cañón se estrechaba y formaba una ruta sinuosa. En ese punto había caído una gran cantidad de rocas sueltas, formando una barricada que podría haber sido defendida por unos pocos hombres contra cualquier atacante. Para entonces, yo ya estaba muy lejos. Olí algo raro. Sabía que algo terrible iba a suceder. Es otro aspecto de la supervivencia: uno acaba por desarrollar ciertos sentidos. Yo huelo el peligro con bastante anticipación. Luego me enteré de lo que ocurrió.
Levantó la botella, tomó otro trago y se la tendió a Boyd.
—No me dejes sobre ascuas —dijo Boyd—. Cuéntame qué sucedió.
—Esa noche estalló una tormenta —prosiguió Luis—. Una de esas tormentas eléctricas de verano, repentinas y brutales. Esta vez hubo aguaceros. Mis valientes gascones murieron hasta el último hombre. Éste es el precio de la osadía.
Boyd bebió un sorbo y bajó la botella. Se la llevó al pecho y la acunó entre los brazos.
—Tú lo sabes, pero eres el único —le dijo—. Quizá nadie se preguntó jamás qué ocurrió con los gascones que pusieron en jaque a Carlomagno. Debes de saber otras cosas. Por todos los cielos, hombre, tú has vivido la historia. No siempre habrás estado en este lugar…
—No. A veces me largaba a otras tierras. Tenía alma de caminante. Había mucho por ver, y a mí me convenía moverme… No podía quedarme en un mismo sitio demasiado tiempo, pues se hubiesen dado cuenta de que yo no envejecía.
—Has conocido la Peste Negra —dijo Boyd—. Has visto a las legiones romanas. Has sido testigo viviente de Atila. Has presenciado las Cruzadas. Has recorrido las calles de la antigua Atenas.
—De Atenas, no —interrumpió Luis—. Nunca me gustó esa ciudad. Sí estuve un tiempo en Esparta. Ah, Esparta… eso sí valía la pena.
—Eres un hombre instruido. ¿Dónde estudiaste?
—En París, durante un tiempo, en el siglo XIV. Luego, en Oxford. Después, en otros lugares. Con distintos nombres. No trates de seguirme el rastro en las escuelas a las que asistí.
—Podrías escribir un libro —propuso Boyd—. Batirías todas las ventas. Serías millonario. Con un solo libro, amasarías una auténtica fortuna…
—No puedo permitirme ser millonario. Los millonarios llaman la atención, y eso no me conviene. No soy codicioso; nunca lo he sido. Al nómada siempre le aguarda algún tesoro. Tengo mis reservas aquí y allá. Me las arreglo bien.
Luis tenía razón, se dijo Boyd. No podía ser millonario. No podía escribir un libro. Tampoco ser famoso, llamar la atención sobre sí de modo alguno. Siempre tendría que mantenerse en el anonimato, inadvertido.
Los principios de la supervivencia. Eso había dicho. Y la prudencia formaba parte de ellos, aunque no lo era todo. Había mencionado el arte de intuir el peligro, y la capacidad de tener presentimientos. También tendría que poseer sabiduría, astucia callejera, ese cinismo que proporcionan los años, destreza, aptitud para juzgar el carácter y las reacciones humanas, conocimientos sobre el uso del poder de toda índole: económico, político, religioso…
¿Sería humano este hombre, o a lo largo de veintidós mil años se habría convertido en algo más?, caviló. ¿Habría dado ese paso clave que lo convertiría en algo más que un hombre? ¿Sería ese individuo que se sitúa más allá de la especie humana?
—Una cosa más —le dijo Boyd—. ¿Por qué esas pinturas de Disney?
—Ésas las pinté un tiempo después que las demás —respondió Luis—. Yo pinté algunas de las imágenes que hay en la caverna. El oso pescador es mío. Conocía la gruta. La encontré y no dije nada. No tenía ninguna razón para mantenerla en secreto, sólo que para mí fue algo a lo que aferrarme para sentirme más importante. Una tontería; quería poder decirme: «Sé algo que tú ignoras». Años después volví a la gruta para pintar. El arte rupestre me parecía fúnebre, demasiado serio, mágico pero tonto… Me dije que la pintura debía ser diversión; por eso regresé, cuando la tribu ya no estaba aquí, y pinté por el mero placer de hacerlo. ¿A ti qué te parece, Boyd?
—Es de lo mejorcito que he visto, caray…
—Temía que no encontrases la gruta, pero no podía ayudarte. Sabía que habías visto las grietas en la pared. Te vi un día cuando estabas mirándolas. Confié en que lo recordases. Y conté con que vieras las huellas digitales y con qué encontraras la flauta. Desde luego, era cuestión de casualidad. Cuando dejé la pintura con las huellas y la flauta, no tenía ningún propósito. Por supuesto, la clave estaría en el flautín, y en ese sentido suponía que al menos tenía que despertar tu curiosidad. Pero no tenía ninguna certeza. Cuando cenamos esa noche en el campamento, no dijiste nada acerca de la gruta, y tuve miedo de que se te hubiera pasado por alto. Pero cuando vi que te marchabas con la botella, a escondidas, comprendí que todo había salido bien. Y ahora la gran pregunta: ¿dejarás que el mundo conozca las pinturas de la gruta?
—No lo sé. Tengo que pensarlo. ¿Tú qué opinas?
—Hum… Preferiría que no lo hicieras.
—De acuerdo —convino Boyd—. Al menos por ahora, no lo haré. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? ¿Deseas algo?
—Has hecho lo más valioso —sonrió Luis—. Saber quién soy, qué soy. No sé por qué esto es tan importante para mí, pero así son las cosas. Supongo que será una cuestión de identidad. Cuando tú mueras, y espero que sea dentro de muchos años, todo será como al principio y no habrá nadie que me conozca. Pero la certeza de que hubo alguien que supo de mí, y que me comprendió, lo cual es mucho más importante, me sostendrá durante siglos. Un momento… Tengo algo para ti.
Se levantó y se dirigió a la tienda. Regresó con una hoja de papel y se la ofreció a Boyd. Era un mapa topográfico.
—Puse una cruz para señalar el lugar —explicó Luis.
—¿Qué lugar?
—El sitio donde encontrarás el tesoro de Carlomagno, en Roncesvalles. La inundación arrastró las carretas y el tesoro aguas abajo, por el cañón. La curva del cañón y la barricada de piedras de las que te he hablado tienen que haberles impedido el paso. Lo encontrarás allí, probablemente bajo una profunda capa de rocas.
Boyd levantó la vista del mapa con aire inquisidor.
—Vale la pena ir por él —insistió Luis—. También te permitirá confirmar la validez de mi relato.
—Te creo —lo detuvo Boyd—. No necesito pruebas.
—Está bien… No me habría ofendido —aseguró Luis—. En fin, ya es hora de marcharme.
—¡De marcharte! Tenemos tanto de qué hablar…
—Más adelante, quizá. Nos encontraremos de vez en cuando. Yo me encargaré de que así sea. Ahora, debo partir.
Inició el descenso por el camino, mientras Boyd lo observaba desde el suelo.
Al cabo de unos pasos, Luis se detuvo y se volvió a medias, en dirección a Boyd.
—Es que para mí siempre es hora de marcharme —explicó a modo de justificación.
Boyd se levantó y lo vio avanzar por la senda rumbo al pueblecito. Sintió la profunda soledad que emanaba de aquella figura. Era el hombre más solitario del mundo.