ESCULTURA LENTA
Theodore Sturgeon
Mejor relato, 1970
PREFACIO DEL EDITOR
Una de las verdades más lamentables es que cuando un género artístico se desarrolla hasta el punto de gozar de amplia estima y difusión, sus principales creadores se acercan al final de sus vidas. Theodore Sturgeon fue uno de los grandes autores que, mediante su obra, fueron configurando la ciencia ficción. Durante cincuenta años de prolífica labor literaria, sus relatos se encargaron de recordar a cuantos cultivamos el género que escribíamos y leíamos acerca de seres humanos, y que lo único que separa a la humanidad del resto del universo es su capacidad de amar.
Ted Sturgeon escribió acerca del amor humano. No sólo sobre el enamoramiento sexual entre el hombre y la mujer, sino sobre todos los aspectos del amor, como ilustra claramente este cuento.
Dicho sea de paso, también debemos a él, la «Ley de Sturgeon», que señala: «El noventa por ciento de la ciencia ficción es basura. Pero, bien mirado, el noventa por ciento de cualquier cosa es basura». Era una persona tan amable que siempre lo decía con una sonrisa. Nadie se ofendía. Todos creemos figurar en ese buen diez por ciento.
Ted, sin duda alguna, forma parte de él.
* * *
Él no sabía bien quién era cuando ella lo conoció. En realidad, casi nadie lo sabía. Estaba en el huerto alto, haciendo algo bajo un peral. La tierra olía a viento y a los últimos días del verano. A bronce; olía a bronce.
Levantó la vista y vio a una jovencita maciza, de veintitantos años. No había temor en su rostro, y los ojos tenían el mismo matiz que su cabello, lo cual era extraordinario, pues éste era de color dorado rojizo. Miró al hombre de tez curtida, de cuarenta años, miró el electroscopio de hojas de oro que llevaba en la mano, y sintió que estaba de más.
—Oh… —exclamó, aparentemente del modo correcto.
Pues él asintió una vez, y le indicó:
—Sostenga esto… —Así, ya no fue posible pensar en ninguna intrusión.
Se arrodilló a su lado, tomó el instrumento y lo sostuvo exactamente donde él le puso las manos. Se apartó unos pasos y golpeó un diapasón contra la rótula.
—¿Qué ve?
Tenía buena voz, una de esas voces que llaman la atención y obligan a escuchar.
La joven miró las delicadas hojas de oro que había en la cámara de cristal del electroscopio.
—Se están separando…
Volvió a golpear el diapasón, y las hojas se apartaron unas de otras.
—¿Mucho?
—Cuando sonó el diapasón, unos cuarenta y cinco grados.
—Bien… No creo que lleguemos mucho más allá. —Extrajo un saco de tiza en polvo del bolsillo de la chaqueta, y dejó caer un puñado sobre el suelo—. Ahora me alejaré. Usted quédese aquí y dígame cuánto se separan las láminas.
Rodeó el peral en zigzag, golpeando el diapasón mientras ella le iba cantando números: diez grados, treinta, cinco, veinte, nada. Cuando las láminas de oro se separaban al máximo —cuarenta grados o más— él dejaba caer polvo de tiza. Cuando terminó, el árbol quedó rodeado por un óvalo irregular de puntos blancos. Cogió un bloc y dibujó un diagrama del árbol y de los puntos. Entonces guardó el cuaderno y le cogió el electroscopio de las manos.
—¿Está buscando algo? —le preguntó el hombre.
—No —respondió—. Bueno, sí.
Él sonrió. El gesto no duró mucho, pero, en un rostro como el suyo, ella lo encontró sorprendente.
—No es precisamente lo que en un tribunal se llama una respuesta categórica.
La joven dirigió la mirada a las colinas, que bajo la última luz parecían adquirir un tinte metálico. No había gran cosa que ver: rocas, malezas que había dejado el verano, algún que otro árbol, el huerto… Para llegar hasta allí había que recorrer una distancia considerable.
—Es que la pregunta no era nada fácil —se justificó. Trató de sonreír, pero rompió a llorar.
Sintió haberlo hecho, y se lo dijo.
—¿Por qué? —le preguntó él.
Ésa sería la primera vez que experimentaría su característico «allí va la próxima pregunta». Era algo perturbador. Siempre lo sería, algunas veces menos, otras, muchísimo más.
—Bueno, una no debe permitirse estallidos emocionales en público…
—Usted lo hace. A esa «una» de la que habla no tengo el gusto de conocerla.
—Mmm… Yo tampoco, ahora que lo dice…
—Entonces, sea sincera. De nada sirve andarse con rodeos, ni decirse «va a pensar tal cosa de mí», ni nada de eso. Yo pensaré lo que quiera, de todas formas. Si no, baje la pendiente y no diga nada más. —Como ella no dio señales de moverse, añadió—: Intente decir la verdad, entonces. Si es algo importante, será sencillo. Y si es sencillo, será fácil de decirlo.
—¡Voy a morirme! —exclamó.
—Yo también.
—Tengo un bulto en el pecho.
—Vayamos hasta la casa y lo sanaré.
Sin decir una palabra más, le dio la espalda y comenzó a atravesar el huerto. Ella permaneció un instante inmóvil, viéndolo alejarse, perpleja hasta el estupor, indignada y llena de locas esperanzas, e incluso con ganas de reír de asombro. Entonces —¿en qué momento lo decidí?— se encontró corriendo detrás de él.
Lo alcanzó allí donde el huerto llegaba a la cima de la huerta.
—¿Es usted médico?
No parecía haberse dado cuenta de que la joven había esperado y luego lo había seguido a la carrera.
—No —respondió, sin dejar de caminar. No dio señales de haber visto que la joven se detenía a mordisquearse el labio inferior, y que volvía a correr para alcanzarlo.
—Debo de estar loca —dijo, tomando por un sendero florido junto a él.
Lo dijo para sus adentros. Él debió de adivinarlo, pues no respondió. El jardín palpitaba de crisantemos desafiantes; en un estanque, vio aletear un par de pececillos —plateados, no dorados—, los más grandes que hubiese visto en su vida. Luego, la casa.
Primero, un sector del jardín y las columnatas de la terraza. Luego, los muros de roca (era demasiado imponente para llamarla «piedra»), que parecían parte de la montaña. Se hallaba sobre la ladera, pero también formaba parte de ella. Los techos corrían paralelos a la línea del cielo, por el frente y por los lados, el alero se recortaba contra un risco que sobresalía. La puerta, sujeta con vigas y tachonada, mostraba dos arqueros tallados. La encontraron abierta (aunque adentro no había nadie). Se cerró silenciosamente, fue como si se produjera una sólida exclusión de lo que había fuera, más que un ruido de cerrojos o pestillos.
Apoyó la espalda contra la puerta y lo vio cruzar lo que le pareció el ala principal de la casa, o al menos de ese sector. Era como un pequeño palacio, en cuyo centro se erigía un atrio pentagonal, de paredes vidriadas, que en lo alto se abría al cielo. En él había un árbol —un ciprés o un enebro— retorcido, sarmentoso, con la apariencia esculpida, modelada como un bonsai.
—¿Va a entrar? —le preguntó el hombre, mientras mantenía abierta una puerta, detrás del atrio.
—Los bonsai no suelen medir veinte metros de alto…
—Éste sí.
Avanzó por un costado, mirándolo.
—¿Cuánto hace que lo tiene?
Por el tono con que él le había hablado, comprendió que estaba inmensamente satisfecho. Era una torpeza preguntar al dueño de un bonsai qué edad tenía el árbol. Habría sido como pedir que le dijera si era fruto de su trabajo, o si lo había comprado para continuar con la creación de otro; en tal caso, lo habría tentado a atribuirse la concepción y el trabajo meticuloso de otra persona. Además, es de mala educación dar a entender a alguien que se le está evaluando. Por todo ello, «¿cuánto hace que lo tiene?» era una pregunta respetuosa, tolerante y sumamente cortés.
—La mitad de mi vida.
Contempló el árbol. A veces, se encuentran árboles algo olvidados, algo descuidados —aunque no del todo—, plantados en latas oxidadas, en jardinerías no muy prósperas, sin vender, acaso por su forma extraña, por tener ramas muertas, o por haber crecido con excesiva lentitud, en parte o en todo. Ésos son los que adquieren troncos interesantes; su persistencia ante el infortunio es tal que florecen ante la menor excusa para seguir viviendo. Éste era mucho más viejo que la mitad de la vida del hombre, o acaso de toda su existencia. Al observarlo, la aterrorizó el repentino pensamiento de que un incendio, una familia de ratones, alguna termita de gusano subterráneo pudiese acabar con semejante belleza. Algo que careciera de todo sentimiento de rectitud, de justicia o de… respeto.
Miró el árbol y al hombre.
—¿Viene?
—Sí —dijo, y lo siguió a su laboratorio.
—Siéntese ahí y relájese. Tal vez tardemos un poco.
«Ahí» era una inmensa silla tapizada de cuero, junto a la biblioteca. Los libros trataban de todos los temas posibles: obras de referencia sobre medicina e ingeniería, física nuclear, química, biología, psiquiatría. También sobre tenis, gimnasia, ajedrez, el juego oriental llamado go, y golf. Y además teatro, técnica narrativa, Uso del inglés moderno, La lengua estadounidense y su suplemento, el Diccionario de rima de Wood y Walker, y un sinfín de otros diccionarios y enciclopedias. Y un estante lleno de biografías.
—Tiene una biblioteca muy completa.
Le respondió con notable parquedad. Era evidente que en ese momento prefería no hablar; parecía ocupado.
Sólo dijo:
—Así es. Tal vez algún día la pueda ver… —Y ahí concluyó, dejándole a ella la tarea de descubrir qué puñetas le habría querido decir con ello.
A lo mejor sólo había querido decir que los libros que había frente a la silla eran material de consulta para su trabajo, y que su auténtica biblioteca estaba en otra parte, pensó ella. Lo miró con cierto respeto temeroso.
Se quedó observándolo. Le gustaba el modo en que se movía: con rapidez, con decisión. Sabía bien lo que hacía. Reconoció algunos de los instrumentos que usaba: un alambique de cristal, un equipo de exploración, una centrifugadora. Había dos neveras, una de las cuales no funcionaba, pues el inmenso indicador que había en la puerta estaba detenido en 21°. Pensó que una nevera moderna era perfectamente adaptable a las necesidades de un ambiente controlado, aunque fuese cálido.
Pero en todo eso —y lo que no lograba identificar— eran meros muebles. Lo más interesante era el hombre, ese hombre que la mantenía en vilo hasta tal punto que ni siquiera una vez, en todo el tiempo que estuvo sentada allí, sintió deseos de curiosear por la biblioteca.
Por fin, terminó una larga secuencia que estaba haciendo en una mesa de trabajo, tocó unos interruptores, cogió un taburete alto y se acercó a ella. Se sentó en el taburete, apoyó los tacones en el travesaño y posó las manos, largas y de piel morena, sobre las rodillas.
—Tiene miedo…
Más que preguntarlo, lo afirmó.
—Supongo que sí.
—No se quede, si no quiere…
—Considerando la alternativa… —comenzó con valentía, pero el matiz de coraje se le escabulló—. No tiene mucha importancia.
—Muy sensato —asintió, casi entusiasmado—. Recuerdo que, cuando era niño, hubo una alerta de incendio en el edificio donde vivía. Salir fue una odisea. Mi hermano de diez años se encontró en la calle con un reloj despertador en la mano. Era muy viejo y no funcionaba, pero de todo lo que había en la casa que pudiese serle de utilidad, a él sólo se le ocurrió coger el reloj. Nunca supo decir por qué.
—¿Usted lo sabe?
—No sé por qué eligió eso en concreto. Pero intuyo la razón de por qué hizo algo abiertamente irracional. Como verá, el pánico es un estado muy peculiar. Como el miedo y la huida, o la furia y el ataque, es una reacción bastante primitiva ante el peligro extremo. Es una de las manifestaciones del instinto de supervivencia. Lo que lo hace tan especial es su carácter irracional. Pero ¿por qué habría de ser un mecanismo de subsistencia el abandono de la razón?
Ella lo consideró seriamente. En aquel hombre había algo que la obligaba a pensar con seriedad.
—No se me ocurre —dijo, por fin—. Salvo que sea porque, en ciertas situaciones, la razón no sirve de nada.
—Muy bien —asintió, otra vez con esa aura de radiante aprobación que la hacía sentir espléndida—. Ha acertado. Si está en peligro y prueba a emplear la razón, y la razón no funciona… la dejará a un lado. No puede decirse que sea torpe abandonar lo que no da resultado, ¿verdad? De modo que entonces sobreviene el pánico. Uno comienza a ejecutar actos al azar. La mayoría de ellos —casi todos— serán inútiles. Algunos hasta resultarán peligrosos. Pero eso no importa, pues uno ya está en peligro. El factor de supervivencia interviene cuando uno está en una situación extrema y sabe que una oportunidad entre un millón es mejor que ninguna. Aquí está usted, sentada, muerta de miedo y con la posibilidad de salir corriendo. Algo le dice que huya, pero usted no lo hará.
La joven asintió.
—Usted se descubrió un bulto —prosiguió el hombre—. Fue al médico, éste le hizo unos análisis y le comunicó la mala noticia. Tal vez consultó con otro doctor, quien confirmó el diagnóstico. Hizo sus averiguaciones y descubrió lo que vendría a continuación: biopsia, cirugía, una recuperación dudosa, el proceso largo y agónico de convertirse en lo que llaman una paciente terminal. Entonces se le produjo un cortocircuito. Hizo algunas cosas que preferirá no revelar. Viajó a alguna parte, a algún lado, y apareció en mi huerto sin ninguna razón aparente. —Abrió las nobles manos y luego las devolvió a aquella especie de letargo—. Pánico. La razón por la cual un niño en pijama sale en plena noche con un despertador estropeado en la mano. Y por la cual existen los curanderos.
Algo lanzó un pitido sobre la mesa. El hombre le dirigió una sonrisa fugaz y regresó a su trabajo, mientras le decía por encima del hombro:
—A propósito, no soy curandero. Para ser un curandero, primero tendría que creerme médico, y no es el caso.
Lo vio conectar y desconectar interruptores, agitar cosas, medir y calcular. Una diminuta orquesta de instrumentos resonaba a su alrededor, mientras él dirigía, toqueteando, murmurando, conectando. Quiso reír, llorar y gritar. No hizo nada de eso, por miedo a no poder parar nunca más.
Cuando él regresó, el conflicto ya no la azotaba con tanta ferocidad; en cambio, ejercía tensiones contradictorias e intensas. El resultado era una inmovilidad terrible. Cuando vio el instrumento que él llevaba en la mano, sólo atinó a abrir los ojos. Por poco olvidó respirar.
—Sí, es una jeringa —dijo, casi tomándole el pelo—. Una aguja larga, punzante y reluciente. No me diga que es una de esas personas que se dejan intimidar por una simple aguja… —Tironeó del largo cable que salía de la envoltura negra que recubría la hipodérmica para que no estuviera tirante y apartó el taburete.
—¿Quiere algo para los nervios?
Ella tuvo miedo de hablar. La membrana que contenía su cordura era muy tenue, y estaba muy tensa.
—Preferiría que no —prosiguió él— porque este medicamento ya es bastante fuerte de por sí. Pero si lo necesita…
La chica logró menear la cabeza y sintió una vez más esa oleada de aprobación que provenía de él. Había mil preguntas que había pensado, que necesitaba hacerle. ¿Qué había en la jeringa? ¿Cuántos tratamientos tendría que hacerse? ¿Cómo serían? ¿Cuánto tiempo tendría que quedarse allí, y dónde estaría? Y más que ninguna otra cosa —¡ay!— ¿viviría, viviría?
A él sólo pareció preocuparle la respuesta a una de ellas.
—En su mayor parte está hecha a base de un isótopo de potasio. Si le dijera todo lo que sé sobre esto, y cómo lo descubrí, tardaría… digamos… más tiempo del que disponemos. Pero la idea general es más o menos la siguiente: en teoría, cada átomo se encuentra eléctricamente equilibrado, dejando al margen las excepciones de rigor. Del mismo modo, todas las cargas eléctricas de una molécula están equilibradas. Tantas positivas, tantas negativas; igual a cero. Reparé en el hecho de que el equilibrio de las cargas en una célula enferma no era igual a cero. En absoluto. Es como si se estuviera produciendo una tormenta eléctrica submicroscópica en el plano molecular, con rayos y relámpagos que cambian las polaridades, que interfieren con la comunicación, como la electricidad estática. De eso se trata, en definitiva —dijo, haciendo gestos con la jeringa en la mano—. Cuando algo interfiere con las comunicaciones, especialmente con el mecanismo del ARN que dice «Lea esta instrucción, actúe en consecuencia, y deténgase cuando haya terminado», cuando ese mensaje se perturba, las órdenes se ejecutan de cualquier modo. Se generan células desequilibradas, que hacen casi lo que deberían, que lo hacen casi bien… Pero son células enfermas, y los mensajes que transmiten son erróneos.
»Muy bien. El hecho de que estas tormentas eléctricas sean causadas por un virus, por agentes químicos, por radiaciones, por traumas físicos o incluso por el estrés —y no creo que el estrés sólo baste para provocarlas— es un factor secundario. Lo importante es corregir la situación, para que las tormentas no se desencadenen. De este modo, las células tienen capacidad suficiente, de por sí, para reparar y sanar el foco enfermo. Los sistemas biológicos no son como pelotas de ping-pong con cargas estáticas, esperando que la carga se vaya, o que se descargue en un cable a tierra. Tienen una especie de resistencia (yo la llamaría capacidad de perdonar) que les permite seguir funcionando bien con un poco más de carga, o con un poco menos. Digamos que hay cierto cúmulo de células enfermas, y digamos que ello provoca un aumento de cien unidades en las cargas positivas. Las células que se encuentran inmediatamente a su alrededor se ven afectadas, pero no las capas siguientes.
»Si pudieran drenar la carga sobrante… digamos que podrían curar las células afectadas. ¿Comprende a qué me refiero? Serían capaces de corregir por sí solas este desequilibrio, o transmitir el mensaje a otras más, que vendrían en su ayuda. En resumen, si introdujera en su cuerpo un medio capaz de hacer fluir y distribuir la concentración de estas cargas desequilibradas, los procesos orgánicos habituales quedarían en libertad para poder actuar y reparar el daño celular. Y eso haremos.
Sostuvo el objeto con la jeringa entre las piernas y tomó una caja de plástico del bolsillo lateral de su bata; la abrió y extrajo un algodón empapado en alcohol. Mientras seguía hablándole alegremente, le cogió el brazo entumecido de terror y frotó el pliegue interior del codo.
—No estoy diciendo que las cargas nucleares del átomo sean lo mismo que la electricidad estática. Pertenecen a dos órdenes totalmente distintos. Pero la analogía es válida. Podría usar otra: equiparar las cargas de la célula enferma a la acumulación de grasa. Y este aparato que tengo aquí sería el detergente capaz de disolverla y dispersarla hasta tal punto que ya no pudiera localizarse. Pero me inclino más por la analogía de la electricidad estática por un curioso fenómeno colateral: los organismos inyectados con este cuerpo acumulan muchísima carga estática. Es un fenómeno derivado, y por razones que sólo me es posible teorizar en estos momentos, parece estar relacionado con el espectro auditivo. Con diapasones y cosas por el estilo. Con eso estaba jugueteando cuando usted llegó. El árbol del huerto está impregnado de esta sustancia. Antes padecía un crecimiento celular descontrolado. Ahora ya no.
Le dirigió una de sus sonrisas repentinas y sorprendentes, que dejó desvanecer mientras sostenía hacia arriba la punta de la aguja y oprimía el émbolo para ver asomar el líquido. Con la otra mano le frotó el bíceps izquierdo con suavidad y firmeza. Posó la aguja sobre la piel y la deslizó en la vena con tal destreza que ella contuvo el aliento, no por el dolor, sino todo lo contrario. Atentamente, el hombre observó el émbolo que salía por detrás del estuche negro a medida que tiraba de él una mínima fracción de segundo. El fluido incoloro que había en la jeringa se tiñó con unas gotas de rojo.
Entonces, procedió a empujar el émbolo hacia dentro.
—Por favor, no se mueva. Lo siento, pero tardaremos un rato. Tengo que inyectarle bastante líquido. Lo cual vendrá bien, ¿sabe?, porque más allá de los efectos colaterales, es coherente —dijo, volviendo al mismo tono con que le había hablado del espectro auditivo—. Los sistemas biológicos sanos desarrollan un poderoso campo electrostático, mientras que los enfermos lo tienen muy débil, o carecen de él. Con un instrumento tan simple y primitivo como ese pequeño electroscopio podemos averiguar si alguna parte del organismo posee colonias de células enfermas y, en tal caso, dónde están y qué gravedad entraña el caso.
Con notable destreza, movió la posición en que sostenía la jeringa sin que la punta de la aguja se deslizase y sin variar la presión sobre el émbolo. Comenzaba a resultar molesto, como cuando aparece un cardenal después de un golpe.
—Y si se está preguntando por qué este mosquito tiene un casco negro alrededor, con un cable (aunque apuesto a que no es así, y a que sabe tan bien como yo que lo digo para mantener su mente distraída), si se está preguntando eso, se lo diré. Es sólo una bobina con una corriente alterna de alta frecuencia. El campo alterno se encarga de que el fluido sea neutro desde el inicio, tanto magnética como electrostáticamente. Observe, siga el paso de la corriente…
Retiró la aguja suavemente y sin previo aviso, le dobló el codo y atrapó en el repliegue una torunda de algodón.
—Nadie me había dicho eso durante ningún tratamiento.
—¿Qué cosa?
—Que le siguiera la corriente… —bromeó ella.
Nuevamente recibió la oleada de aprobación, esta vez con palabras:
—Me agrada su estilo. ¿Cómo se encuentra?
Buscó alguna frase adecuada.
—Como la dueña de una impresionante histeria dormida, que ruega que nadie la despierte.
El hombre rió.
—Dentro de un rato se sentirá tan rara que no tendrá tiempo de pensar en su histeria.
Se levantó y devolvió la jeringa a la mesa, mientras enrollaba el cable. Desconectó la corriente alterna y regresó con un gran recipiente circular de cristal y un cuadrado de madera terciada. Invirtió el recipiente sobre el suelo, cerca de ella, y posó la madera sobre la amplia base.
—Recuerdo algo parecido —comentó ella—. Cuando estaba en… en el bachillerato. Generaba relámpagos artificiales con un… a ver… era un cinturón interminable que corría sobre unas poleas; sobre él subían unos cables y encima de todo había una gran esfera de cobre…
—Un generador Van de Graaf.
—Eso. Con él hacían cualquier cosa. Pero lo que más recuerdo es haberme colocado sobre una madera, encima de un recipiente así. Me cargaron con el generador. No sentí gran cosa, salvo que el cabello se me erizó. Todos se echaron a reír. Parecía uno de esos muñecos grotescos. Me dijeron que me habían puesto cuarenta mil voltios…
—Perfecto. Me alegro de que lo recuerde. Esto será un poco distinto… por una diferencia de otros cuarenta mil voltios…
—¡Eh!
—No se asuste. Mientras esté aislada, y mientras no haya cerca objetos con masa o con masa relativa —como yo, por ejemplo— no se producirán fuegos artificiales.
—¿Va a usar un generador como aquél?
—Como aquél no. Y ya lo hice. El generador es usted.
—¿Que yo soy…? ¿Qué? —Alzó la cabeza sobre el respaldo mullido. Se produjo un chisporroteo y percibió un ligero olor a ozono.
—Ya lo creo que lo es. Más de lo que suponía. Y más deprisa. Póngase de pie.
Se levantó lentamente. Terminó la maniobra con rapidez. Cuando su cuerpo se separó de la silla, por una fracción de segundo quedó sentada en una maraña de hilos eléctricos blanco-azulados. Los hilos la impulsaron, de pie, un metro y medio hacia delante, o tal vez lo hizo su propio movimiento. Fue tal su estupor que casi cayó al suelo.
—Manténgase de pie —le espetó. La joven se recuperó y tomó aliento. El hombre retrocedió un paso—. Súbase a la madera. Rápido.
Obedeció y al avanzar dejó un par de huellas de fuego. Se encaramó sobre la tabla. El cabello comenzó a erizársele.
—¿Qué me está pasando? —preguntó.
—Ahora yo voy a seguirle la corriente a usted —respondió jovialmente, pero a esas alturas la joven no advirtió que el hombre le devolvía su propia agudeza.
Volvió a gritar.
—¿Qué me está pasando?
—Quédese tranquila… —le dijo en son de consuelo.
Regresó a la mesa y conectó un generador de tono. Gruñó grave, en la frecuencia de uno a trescientos ciclos. Aumentó el volumen y accionó el control del tono. Se elevó con un aullido, y simultáneamente el cabello dorado rojizo de la joven se estremeció. Cada pelo parecía luchar frenéticamente por separarse de los demás. Elevó la frecuencia unos diez mil ciclos, y lo volvió a bajar a once. El sonido, inaudible, parecía un tambor. En los tonos extremos, el cabello caía, pero en los mil cien ciclos adquiría el aspecto de un monigote, tal como ella había descrito. La joven lo sintió.
El hombre descendió el control a un nivel más o menos tolerable y cogió el electroscopio. Se acercó a ella, sonriente.
—Usted se ha convertido en un electroscopio, ¿sabe? Y en un generador Van der Graaf viviente. Y en un monigote.
—Déjeme bajar —fue todo lo que atinó a decir.
—Todavía no. Por favor, aguante un poco más. La diferencia de cargas entre usted y todo lo que la rodea es tan alta que si se acerca a cualquier objeto hará descarga en él. No le hará daño, pues no es corriente normal, pero sufrirá alguna quemadura y una crisis nerviosa. —Extendió el electroscopio. A pesar de su perturbación y de la distancia que la separaba, la joven sintió que las hojas se apartaban claramente. El hombre caminó a su alrededor, observando las láminas con atención, mientras desplazaba el instrumento hacia delante, hacia atrás y hacia los lados. Una vez fue hasta el generador y disminuyó el tono un poco más.
—Está emitiendo un campo tan intenso que no recojo las variaciones —explicó y regresó a su lado, esta vez más cerca.
—No puedo… mucho más. No puedo más… —murmuró ella.
Él no la oyó, o no le prestó atención. Acercó el electroscopio a su abdomen y lo movió en sentido vertical y horizontal.
—Vaya… Aquí estás —anunció alegremente, acercando el instrumento a su pecho derecho.
—¿Qué?
—El cáncer. En la mama derecha, abajo, y alrededor de la axila. —Silbó—. Y de la peor clase. Maligno como el demonio.
Ella sintió un vahído y se desplomó hacia delante. La invadió una negrura nauseabunda, que retrocedió explosivamente, en un resplandor agónico de blanco y azul, para abatirse luego sobre ella con la contundencia de una montaña.
Un lugar donde las paredes se unen con el techo. Otra pared, otro techo.
Nunca antes lo había visto. No importa. No te preocupes.
Dormir.
Un lugar donde las paredes se unen con el techo. Algo se interpone en el camino. El rostro de él, cerca, cansado, demacrado. No importa. No te preocupes.
Dormir.
Un lugar donde las paredes se unen con el techo. La luz del crepúsculo entró por abajo. Más arriba, unos crisantemos color té con leche en una cornucopia de cristal verde dorado. Algo vuelve a interponerse: su rostro.
—¿Me oye?
Sí, pero no respondo. No puedo moverme. No puedo hablar.
Dormir…
En una sala, hay una pared, una mesa, un hombre que camina… una ventana de noche, y crisantemos que parecerían vivos, sólo que están muriéndose, tronchados… ¿o no se dan cuenta?
¿No se dan cuenta?
—¿Cómo está?
Siento algo imperioso, imperioso…
—Sed.
Algo frío y ácido que hace doler la articulación de la mandíbula. Zumo de pomelo. Me apoyo en su brazo mientras él sostiene el vaso en la otra mano.
Ay, no. Eso no…
—Gracias. Muchas…
Trato de sentarme… La sábana… ¡Mi ropa!
—Lo siento —dijo él, leyéndole la mente—. Algunas cosas que ocurren no condicen con las medias y los vestidos cortos… Ya está todo lavado, seco y listo para que se lo ponga… cuando se encuentre bien. Allí.
Sobre la silla, el vestido de lanilla marrón, las medias y los zapatos.
Es respetuoso, se mantiene a distancia, apoya el vaso sobre un jarro aislado, en la mesita de noche.
—¿Qué cosas?
—Vomitó. Necesitó el orinal —dijo sin darle importancia.
Ella se protegió con las sábanas, que pueden ocultar el cuerpo, mas —¡ay!— no la vergüenza.
—Ay, lo siento… Debo de haberle…
Él sacude la cabeza y se aleja de mi visión.
—Entró en un estado de conmoción. Le costó mucho salir…
Vaciló. Era la primera vez que ella lo veía dudar. Por un instante, ella también interpretó sus pensamientos.
¿Debo decirle lo que estoy pensando?
Claro que debía. Y eso hizo.
—Usted no quería salir de la conmoción.
—No recuerdo nada.
—El peral, el electroscopio, la inyección, la respuesta electrostática.
—No —dijo ella, sin saber. Luego fue recordándolo todo—. ¡No!
—¡No!
—Espere… —se apresuró a decirle. Entonces lo sintió a su lado, sobre la cama, tomándole las mejillas con las manos, con fuerza—. No vuelva a desmayarse. Está en condiciones de resistir. Puede resistir porque ya está bien, ¿lo comprende? Está bien.
—Usted me dijo que tenía cáncer.
Lo declaró en tono acusador y mohíno.
Él se rió de ella. Se rió mucho.
—Fue usted quien me dijo que estaba enferma…
—Ah, pero no lo sabía con certeza.
—Con razón… Eso lo explica todo —asintió, como si le quitaran un peso de encima—. En lo que le hice no había nada que justificara tres días de conmoción como los que ha sufrido. La causa tenía que estar en usted.
—¡Tres días!
Se limitó a asentir y prosiguió con lo que estaba diciendo.
—De vez en cuando me pongo demasiado petulante —confesó—. Eso me ocurre porque casi siempre tengo razón. Di por sentado más de lo debido, ¿no cree? Supuse que había ido a un médico, y que le habían hecho una biopsia. Me equivoqué, ¿verdad?
—Me dio miedo —reconoció ella. Lo miró—. Mi madre murió de cáncer, y también mi tía. Y mi hermana tuvo que hacerse una mastectomía de raíz. Y cuando usted…
—Cuando yo le dije lo que usted ya sabía pero nunca había querido escuchar… no pudo resistirlo. Sufrió un cortocircuito. Y no tuvo nada que ver con los setenta mil voltios y pico de electricidad estática que llevaba encima. Logré sujetarla… —Le mostró los brazos hasta que ella lo miró y vio las horribles quemaduras rojas sobre los antebrazos y los fuertes bíceps, que se perdían bajo las mangas cortas de la camisa—. Unas nueve décimas partes me sacudieron también a mí. Pero al menos no se le partió la cabeza ni nada por el estilo.
—Gracias —dijo ella, con tono reflexivo, y se echó a llorar—. ¿Qué haré ahora?
—¿Qué hará? Regresar a su casa, allí donde esté. Reanudar su vida, con todo lo que ello pueda significar.
—Pero usted dijo…
—¿Cuándo se meterá en la cabeza que lo que hice no fue un diagnóstico?
—Pero entonces… ¿lo ha curado?
—Lo que he querido decirle es que usted misma se está curando en este momento. Ya se lo expliqué todo. Lo recuerda, ¿verdad?
—No del todo, pero… sí. —Con sigilo (aunque no el suficiente pues él la vio) se tocó el bulto bajo las sábanas—. Aún lo tengo.
—Si le descargara un bate en la cabeza —dijo con simplicidad algo exagerada— se le formaría un bulto en el cráneo. Lo tendría hoy, mañana y pasado mañana. Después disminuiría. Al cabo de una semana seguiría sintiéndolo, aunque estuviera curada. Con esto es lo mismo.
Por fin, dejó que la evidencia la invadiera en toda su intensidad.
—Una cura para el cáncer en una única dosis…
—Ay, Dios —exclamó él con aspereza—. Ya veo que me tocará escuchar otra vez el mismo sermón de siempre. Ni hablar.
—¿Qué sermón? —preguntó ella, sorprendida.
—El de mi deber para con la humanidad. Viene en dos fases y muchas variaciones. La fase uno se relaciona con mi deber para con la humanidad y no suelo escucharlo muy a menudo. La fase dos deja a un lado de la manera más escandalosa la reticencia de la humanidad a aceptar cosas buenas a menos que provengan de fuentes respetables y fiables. La fase uno advierte esta realidad, mas encuentra las formas más ingeniosas de ignorarla.
—No pretendía… —comenzó ella, pero no pudo seguir.
—Las variaciones —la interrumpió— suelen venir aderezadas con la luz de la revelación, con o sin religión o misticismo. O se presentan en un severo molde ético-filosófico e intentan obligarme a rendirme apelando a la culpa, parcial o totalmente mezclada con la compasión.
—Pero yo sólo…
—Usted se privó del ejemplo más cabal de lo que acabo de decir. Si mis suposiciones hubieran sido correctas, si hubiera ido a su simpático médico de barrio y él hubiera diagnosticado cáncer, si la hubiera derivado a un especialista y éste hubiera hecho lo mismo remitiéndola a algún colega para consulta y, si presa del pánico, usted hubiera caído en mis manos, si luego de ser curada usted hubiera regresado a esos diversos médicos para informarles de un milagro, ¿sabe qué le habrían dicho? Que se trataba de un caso de remisión espontánea. Y no sólo los médicos —siguió con súbita pasión, que la hizo encogerse en la cama—; cada uno se adjudicaría el mérito. Su nutricionista habría dicho que había sido el efecto benéfico del germen de trigo, de las galletas macrobióticas de arroz o cualquier otra cosa; su confesor se habría postrado de rodillas para alzar los ojos al cielo; su genetista habría mencionado alguna teoría singular sobre los saltos generacionales, y le habría asegurado que sus abuelos probablemente también tuvieron remisiones espontáneas y que nunca se enteraron.
—¡Por favor! —exclamó ella, pero él la interrumpió vociferando.
—¿Sabe quién soy? Soy ingeniero dos veces: eléctrico y mecánico. También tengo estudios de Derecho. Si usted fuera lo bastante estúpida para contarle a alguien lo que ha sucedido aquí (lo cual espero no suceda, pero si pasa sé cómo protegerme) podría ir a la cárcel por ejercer ilegalmente la Medicina. Tal vez me detendrían por asalto y agresión, ya que le clavé una aguja, y hasta por secuestro, si pudiera demostrar que la traje hasta aquí desde el laboratorio. Nadie diría una palabra acerca de que la he curado de un cáncer. No sabe quién soy, ¿verdad?
—No. Ni siquiera sé su nombre…
—Ni pienso decírselo. Yo tampoco sé su nombre.
—Ah… Me llamo…
—¡No me lo diga! ¡No me lo diga! No quiero saberlo. Lo que me interesaba era su tumor, y me ocupé de él. Quiero que tanto él como usted se larguen de aquí en cuanto les sea posible. ¿Me ha entendido?
—Déjeme vestirme y me marcharé ahora mismo —replicó ella con sequedad.
—¿Sin dar sermones?
—Sin dar sermones. —Al instante su rabia se convirtió en dolor, y añadió—: Iba a decirle que le estaba muy agradecida. ¿Eso le habría parecido bien, señor?
Y también la furia de él sufrió un cambio, pues se acercó a la cama, se acuclilló hasta que los dos rostros quedaron a la misma altura, y le dijo con suavidad:
—Me habría parecido bien, aunque… su agradecimiento no será verdadero hasta dentro de diez días, cuando le entreguen los resultados donde diga «remisión espontánea», y tal vez hasta dentro de seis meses, un año, dos o cinco, cuando los análisis sigan dando negativos.
Detrás de sus palabras le pareció advertir tanta tristeza, que se encontró tomándolo de la mano con que se sostenía del borde de la cama. El hombre no retrocedió, pero tampoco pareció recibir el contacto con agrado.
—¿Por qué no puedo sentirme agradecida en este momento?
—Eso sería un acto de fe —replicó amargamente—, y eso ya no sucede, si es que alguna vez llegó a producirse. —Se incorporó y fue hacia la puerta—. Por favor, no se marche esta noche. Está oscuro y no conoce el camino. La veré por la mañana.
Cuando regresó, al día siguiente, la puerta estaba abierta. La cama deshecha; las sábanas, pulcramente dobladas sobre la silla, junto con las fundas de las almohadas y las toallas que había usado. La joven había desaparecido.
Fue hasta el jardín interior a contemplar su bonsai.
El sol de las primeras horas escarchaba de oro el follaje horizontal que coronaba el añoso árbol, y recortaba en nítido contraste sus ramas sarmentosas, creando pinceladas de rústico castaño gris sobre terciopelo. Sólo puede comprender plenamente esta relación el compañero de un bonsai (hay dueños de bonsai, pero constituyen una categoría inferior). El árbol posee una naturaleza arbórea exclusiva e individual, pues es un ser vivo, y los seres vivos cambian. Existen formas definidas en las que a un árbol le gusta cambiar. Un hombre ve el árbol, y en su mente elabora ciertas extensiones y extrapolaciones de lo que ve, para disponerse a hacer que sucedan. El árbol, a su vez, hará sólo lo que un árbol sabe hacer: ofrecer resistencia de muerte a todo intento de que haga lo imposible, o de que se haga en menos tiempo del necesario. Por lo tanto, la formación de un bonsai siempre es un compromiso y una cooperación. El hombre no puede crear un bonsai, así como no puede crear un árbol. Hacen falta dos, que deben comprenderse mutuamente. Este proceso lleva mucho tiempo. Hay que memorizar el bonsai hasta la última rama, hasta el ángulo de cada rendija y de cada púa. Despierto, por las noches, o haciendo un alto a mil kilómetros de distancia, uno recuerda esta o aquella línea o forma, y va trazando sus planes. Con alambre, agua y luz, inclinando el recipiente, plantando hierbas que capturen la humedad o extendiendo una gruesa capa que oscurezca las raíces, uno va explicando al árbol lo que desea. Y si la explicación ha sido lo bastante clara, y si la comprensión es suficiente, el árbol responderá y obedecerá… casi por completo.
Siempre impondrá su propia variación, individual por demás e impregnada de respeto por sí mismo. Muy bien, haré lo que quieres, pero lo haré a mi manera. Y el árbol siempre estará dispuesto a presentar explicaciones lógicas y coherentes de sus variaciones. La mayoría de las veces (casi sonriendo) hará saber al hombre que sus explicaciones habrían sido innecesarias si éste hubiese sabido comprenderlo mejor.
Es la escultura más lenta del mundo y, a veces, no se sabe bien si el esculpido es el árbol o el hombre.
Se quedó unos diez minutos, observando la corriente de oro sobre las ramas superiores. Luego se dirigió a un armario de madera tallada, lo abrió, y extrajo un corte de lienzo barato. Abrió uno de los cristales laterales del atrio y extendió el lienzo sobre las raíces y la tierra, a un lado del tronco, de forma tal que el resto del suelo quedara expuesto al viento y al agua. Tal vez al cabo de un tiempo —uno o dos meses— cierto retoño en la rama más alta se percatara de la señal, y el flujo irregular de la humedad a lo largo del terreno lo persuadiera de abandonar la dirección hacia arriba y de seguir su curso horizontal. Pero quizá no, y en tal caso necesitaría el lenguaje más brusco de los alambres y las cuerdas. Pero, a su vez, acaso el árbol tuviese algo que decir sobre lo propicio de la dirección vertical, y sus argumentos fueran lo bastante convincentes para persuadir al hombre. Era un diálogo paciente, significativo y pleno de recompensas.
—Buenos días.
—¡Ah, puñetas! —espetó él—. Me hizo morder la lengua. Pensaba que ya se había ido.
—Pues sí. —Se acuclilló en la penumbra, con la espalda contra la pared interior, frente al atrio—. Pero luego cambié de idea, porque deseaba estar un rato con el árbol.
—¿Y luego qué?
—He pensado mucho.
—¿En qué?
—En usted.
—Ah, ¿no me diga?
—Escuche —le dijo con firmeza—, no iré a que ningún médico me confirme el resultado. No quería irme hasta decírselo, y hasta asegurarme de que me creyera.
—Venga. Entremos a comer algo.
Como una tonta, se encontró riendo.
—No puedo. Se me han dormido las piernas.
Sin vacilar, la cogió en brazos y caminó con ella alrededor del atrio.
Ella le rodeó los hombros con un brazo, y con los rostros muy juntos le preguntó:
—¿Me cree?
Él siguió rodeando el atrio hasta que llegaron al armario de madera. Allí se detuvo y la miró a los ojos.
—La creo. No sé por qué ha tomado esta decisión, pero estoy dispuesto a creerla.
La dejó sobre el mueble y se apartó.
—Es el acto de fe que mencionó ayer —declaró con seriedad—. Pensé que debía escucharlo, una vez en su vida, para no volver a repetir las cosas que dijo. —Golpeteó los tacones contra el suelo de baldosas—. ¡Ay! —Sonrió con dolor—. Siento como si me clavaran agujas.
—Debe de haber estado pensando bastante…
—Pues sí. ¿Quiere seguir escuchando?
—Claro.
—Usted es un hombre atemorizado e iracundo.
Pareció complacido.
—¡Hábleme de eso!
—No —dijo ella en voz baja—. Me lo dirá usted. No hablo en broma. ¿Por qué toda esa ira?
—No siento ira…
—¿Por qué tanta ira?
—Le digo que no. Aunque usted me está encaminando en esa dirección —añadió de buen humor.
—¿Por qué?
La miró y a ella le pareció que el tiempo no terminaba nunca.
—¿De verdad lo quiere saber?
La joven asintió.
De pronto, sacudió una mano a su alrededor.
—¿De dónde cree que ha salido todo esto: la casa, las tierras, los equipos?
Ella aguardó.
—De un sistema de escape —dijo, con esa voz más grave que ella comenzaba a conocer—. Una forma de conducir los gases de escape de los motores de combustión interna para que adquieran rotación. Los sólidos sin quemar quedan incrustados en las paredes de un silenciador, en un revestimiento de fibra de vidrio que se desmonta en una sola pieza y que se puede sustituir por otro limpio cada tres mil kilómetros. El resto del escape es encendido por su propia bujía, y lo que se quema, se quema. El calor se utiliza para precalentar el combustible. El resto se vuelve a hacer rotar a través de un cartucho que dura ocho mil kilómetros. Lo que se obtiene al final es, según los parámetros actuales, un producto bastante limpio. Y debido al precalentamiento, el motor rinde un kilometraje mucho mayor.
—De modo que ganó muchísimo dinero…
—Gané muchísimo dinero —admitió—. Pero mi invento no se emplea para reducir la contaminación ambiental. Obtuve el dinero porque una empresa automotriz me lo compró para esconderlo en un sótano. No les gusta, pues instalarlo en los automóviles nuevos saldría caro. A los amigos que tienen en las compañías petrolíferas tampoco les gusta, porque permite obtener altos rendimientos de combustibles crudos. En fin… En ese entonces no imaginé lo que podía pasar, y hoy no volvería a cometer el mismo error. Pero tiene usted razón: soy iracundo. Conocí la ira siendo joven, cuando estaba en un barco de combate y nos mandaron a lavar un escotillón con una pastilla de jabón y lona. Fui a tierra, compré detergente, y resultó mejor, más rápido y más económico, conque fui a ver a mi superior con el hallazgo, y a cambio recibí un puñetazo en los dientes por pretender conocer su trabajo mejor que él. En ese momento el tipo estaba borracho, pero lo peor vino cuando los duros de la tripulación la tomaron conmigo por ser «hombre de la compañía». En un barco, eso es un insulto. No comprendía por qué razón la gente se oponía a hacer mejor las cosas.
»Toda mi vida he tenido que luchar contra eso. Es algo que tengo en la cabeza y que no desaparecerá. Tiene que ver con mi forma de preguntar ¿por qué las cosas son así y asá? ¿Por qué no pueden ser de esta otra forma, en cambio? Siempre hay otra pregunta que plantear sobre cualquier cosa o situación. No hay que darse por vencido, sobre todo cuando nos gusta una respuesta, porque siempre habrá otra detrás de ella. ¡Pero vivimos en un mundo donde nadie quiere hacer la pregunta siguiente!
»Me han pagado todo lo que no alcanzaré a gastar en mi vida por algo que nadie usará, y si estoy furioso es por mi culpa, en serio, lo admito, por no dejar de hacer preguntas y de hallar respuestas. En este laboratorio hay por lo menos seis inventos de poder descomunal que nadie verá jamás, y otros cincuenta más en mi cabeza. Pero ¿qué puede hacerse en un mundo donde la gente prefiere morir en un desierto, aunque se le demuestre que puede convertirse en un vergel; donde los hombres se matan invirtiendo millones para desarrollar un nuevo motor de gasolina cuando se ha demostrado hasta el cansancio que los combustibles fósiles acabarán matándonos a todos? Sí, estoy furioso. ¿Acaso no tengo motivos?
La joven dejó que el eco de su voz reverberara por el jardín y escapara por la abertura que coronaba el atrio. Esperó un rato más, antes de hacerle recordar que estaba allí con ella, y no frente a sí mismo y a su furia. Cuando él lo advirtió, dejó asomar una sonrisa avergonzada.
Entonces, ella le dijo:
—Tal vez usted se adelante a las preguntas, en lugar de hacerlas en el momento adecuado. Creo que la gente que vive citando viejos proverbios lo que hace es no pensar, pero hay uno que sí vale la pena: «Cuando una pregunta se formula correctamente, también se enuncia su respuesta». —Guardó silencio para ver si realmente le estaba prestando atención. Vio que sí, y continuó—. Se lo explicaré de otro modo. Si pone la mano sobre una estufa al rojo y se pregunta: «¿Cómo puedo evitar que se me queme la mano?», la respuesta es muy clara, ¿no cree? Si el mundo se obstina en rechazar lo que usted tiene para ofrecer… habrá alguna forma de plantear la pregunta que encierre la respuesta.
—La respuesta es simple —espetó con sequedad—. La gente es idiota.
—Ésa no es la respuesta, y usted lo sabe.
—¿Y cuál es?
—Ah, no puedo decírselo. Lo único que sé es que la forma en que usted hace las cosas, al menos en lo que respecta a la gente, es más importante que lo que hace. Si quiere resultados… Usted sabe muy bien cómo conseguir lo que quiere con ese árbol, ¿verdad?
—¡Vaya!
—Las personas también son seres vivos, que crecen. No sé ni la centésima parte de lo que usted sabe acerca de bonsais, pero creo comprender una cosa: cuando se desea comenzar uno, no se escogen los árboles fuertes, erguidos y sanos. Los bonsais más hermosos se hacen con los árboles endebles y deformes. Si lo que quiere es dar forma a la humanidad, debería tenerlo presente.