Capítulo 17
Al amanecer la paz se había apropiado una vez más del islote de negras rocas desperdigado sobre un mar de rojizas arenas.
Bruno Serafian hizo un recuento de bajas y le sorprendió constatar que pese a cuanto había sucedido y que sus dos grupos habían conseguido establecer contacto cerrando la tenaza, nadie había muerto pese a que cuatro de sus hombres se encontraban heridos de más o menos consideración.
En un principio le sorprendió que sus enemigos, que habían demostrado poseer una magnífica puntería, hubiesen fallado en esta ocasión blancos supuestamente fáciles, pero no tardó en lanzar un reniego al comprender que cada herido que se desangraba o tenía fiebre consumía muchísima más agua que un hombre muerto.
—¡Cabrones!
La primera claridad del día le había permitido descubrir, además, que los cadáveres que habían atraído la atención de buitres, hienas y chacales no pertenecían, tal como habían imaginado, a los cautivos que venía buscando, sino tan sólo a cuatro tristes cabras hábilmente colocadas en puntos de difícil acceso, y ello le obligó a reconsiderar una vez más la idea de que estaba siendo víctima de un diabólico plan perfectamente estructurado.
Los beduinos les habían permitido conquistar su fortaleza pero el precio que había tenido que pagar se le antojaba excesivo, sobre todo teniendo en cuenta que dicha «fortaleza» no era más que un desolado montón de piedras calcinadas por el sol e infestada por una apestosa legión de bestias carroñeras que no paraban de pulular de un lado para otro.
—¡La madre que los parió!
—¿Qué ocurre ahora?
—Que empiezo a sospechar que lo que esos piojosos pretenden es que nos pasemos el día subiendo y bajando por las quebradas, rebuscando paso a paso por entre tanto vericueto, acojonados, sudando a mares y gastando energías, mientras se dedican a dormir plácidamente convencidos de que ni en un mes seríamos capaces de descubrir dónde coño se esconden.
Yo haría lo mismo —reconoció con absoluta honestidad Sam Muller—. ¿Para qué diablos necesitan liarse a tiros sabiendo que les superamos en número y nos sobran balas, cuando lo que tienen que hacer es obligarnos a consumir un agua de la que carecemos?
—¿Y es por eso por lo que se han limitado a herirnos evitando matarnos?
—Evidente.
—¡Si serán malnacidos…! —Al armenio casi le rechinaban los dientes a causa de la mal contenida furia—. Prefieren acabar con todos a la vez matándonos de sed, que uno por uno a base de balazos.
—¡Son listos! —se vio en la necesidad de reconocer el sudafricano que continuaba mostrándose tan flemático como siempre—. ¡Tan puñeteramente listos que han sido capaces de llevarnos a un callejón sin salida!
—¿Realmente crees que no hay salida? —quiso saber el mayor de los hermanos Mendoza que había sido atento testigo de la conversación sentado en el fondo de una alta cueva de ancha entrada en la que el grueso del grupo había buscado momentáneo refugio.
—Me temo que sí —fue la inequívoca respuesta—. Un hombre puede enfrentarse al hambre, la fatiga, el miedo e incluso a un enemigo infinitamente superior en número y armamento. Con un par de huevos y mucha suerte, quizá consiga salir adelante en las circunstancias más jodidas, pero hay algo contra lo que ningún ser viviente ha sido nunca capaz de luchar: la sed. Las bestias más resistentes y las civilizaciones más poderosas desaparecieron de la faz de la tierra en cuanto les faltó el agua. O mucho me equivoco, o eso es lo que está a punto de sucedernos, aquí y ahora.
—Si racionamos la que nos queda aún estamos en condiciones de resistir —masculló puntilloso el Mecánico, que continuaba sintiéndose responsable del previsible desastre que les amenazaba—. Éste es el momento de echarle cojones al asunto.
—Yo sé muy bien cuándo tengo que echarle cojones a algo —replicó su interlocutor al tiempo que hacía un amplio gesto indicando al grupo de heridos que aparecía desperdigado por el suelo de la caverna—. Presumo de tenerlos bien puestos, porque de lo contrario no estaría en este negocio, pero me consta que unos hombres que están perdiendo sangre y que dentro de un par de horas sudarán a mares se deshidratarán a marchas forzadas.
—Aquí no hace demasiado calor —le hizo notar Julio Mendoza.
—¡De momento…! —admitió el otro—. Pero fíjate en la entrada; se encuentra orientada al sur, lo cual quiere decir que muy pronto el sol se colará hasta tus mismos pies y seguirá así hasta convertir este lugar en un horno. ¿Qué pasará entonces?
—Con amigos así, ¿quién necesita enemigos? —intervino en tono quejumbroso el menor de los Mendoza al que se le advertía absolutamente agotado—. A tu lado hasta los buitres parecen cachondos. ¿Te han dicho alguna vez que más que un mercenario pareces un ave de mal agüero?
El número «Uno» asintió con un leve ademán de cabeza:
—Siempre que advierto con antelación de algún tipo de peligro que otros se empeñan en no querer ver cuando aún se está a tiempo de solucionarlo.
—Y según eso, ¿qué deberíamos hacer? —quiso saber el armenio—. ¿Bajarnos los pantalones y permitir que nos den por el culo de una vez por todas?
Sam Muller negó con un gesto.
—Intentar negociar de igual a igual antes de que sea demasiado tarde. Una cosa es estar derrotado, y otra muy distinta saber que no se puede ganar, que es lo que nos está ocurriendo a nosotros. Y una cosa es haber vencido, y otra saber que no se puede perder, que es lo que les sucede a ellos. En ajedrez eso se considera el momento justo de ofrecer tablas. A mi modo de ver éste es ese momento justo de llegar a un acuerdo beneficioso para todos.
—Yo nunca me he dado por vencido.
—Yo sí, especialmente cuando lo que están en juego son vidas humanas frente a intereses económicos que la mayor parte de las veces ni nos van ni nos vienen. No está en juego nuestra patria, ni nuestra familia, ni tan siquiera nuestro honor. Lo que está en juego es la posibilidad de que el año que viene unos cuantos tipos muy listos se forren de nuevo a base de convencer a unos cuantos tipos muy tontos para que se sientan héroes correteando como ladillas locas por el desierto.
—¡No son «ladillas locas»! —protestó de inmediato el Mecánico—. Son muchachos sanos, fuertes y valientes con ganas de vivir aventuras y conocer el mundo.
—¿Conocer el mundo a más de cien por hora y rodeados de nubes de polvo…? —se asombró su oponente—. A mi modo de ver, ésa no es forma de conocer nada. Quien quiera conocer África, o cualquier otro lugar, tiene que tomárselo con calma, paso a paso, y dejando transcurrir las horas fijándose en cada detalle o hablando con sus gentes. El mundo no es tan sólo un paisaje; es cultura y seres humanos.
—Nunca imaginé que tuvieras alma de filósofo —ironizó Julio Mendoza.
—Los de nuestro oficio no podemos tener alma de filósofos. Incluso se supone que ni siquiera podemos tener alma, pero eso no significa que seamos estúpidos. —El sudafricano encendió sin prisas un cigarrillo al tiempo que dedicaba una nueva mirada al grupo de heridos que le escuchaba en silencio para concluir en su parsimonioso tono de siempre—: Y sigo convencido de que morir por esta «noble causa» es una de las mayores estupideces que nadie podría cometer.
—¡En eso estoy de acuerdo!
—¡Y yo!
—¡Y yo!
Bruno Serafian pareció escandalizarse al inquirir:
—¿Realmente me estáis pidiendo que negociemos?
—Y ¿por qué no? ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¡Pero es que si negociamos vamos a quedar como una mierda! —protestó el armenio—. ¡Como una auténtica mierda!
—Y eso es lo que somos —replicó el hombre del torniquete en la pierna—. Mierdas que matan por dinero, y que únicamente en las malas películas se regeneran a base de realizar un acto heroico… —Se golpeó levemente la ensangrentada venda al añadir—: Este operativo estuvo pésimamente planteado desde el primer momento, y éste es el resultado. Más vale admitir un fracaso que lamentar un desastre.
—¿Alguien más está de acuerdo…?
—Aquí empieza a hacer calor y tengo sed —señaló una voz anónima.
—Y a mí me jodería cantidad servirle de merienda a los buitres.
El Mecánico observó con atención a la desmoralizada tropa, pareció llegar a la conclusión de que ninguno de aquellos rudos hombres de armas se mostraba en absoluto dispuesto a realizar un acto heroico más propio de las malas películas que de la auténtica catadura moral lógica en una pandilla de aventureros a sueldo, y concluyó por encogerse de hombros evidenciando su desinterés por el asunto.
—¡De acuerdo! —dijo—. Intentaré parlamentar.
El herido en la pierna señaló con un gesto hacia Sam Muller al comentar seguro de lo que decía:
—Será mejor que sea él quien lo intente.
—¿Y eso por qué?
—Lo que ahora necesitamos es un buen negociador que sepa regatear. Él es más dialogante que tú, y a los árabes les encanta regatear.
—Éstos no son árabes. Son tuaregs.
—Aún no he aprendido a diferenciarlos, aunque tampoco creo que existan grandes diferencias. —El tono de voz cambió intentando volverse persuasivo—. ¡Hazme caso! —pidió—. ¡Deja que vaya Sam!
El armenio recorrió con la vista los rostros de los presentes y lo que vio en sus ojos le llevó al convencimiento de que la mayor parte estaba de acuerdo con la propuesta, por lo que optó por encogerse de hombros por segunda vez en muy corto espacio de tiempo:
—¡No se hable más! —dijo—. Lo dejo en sus manos.
—Pero es que yo no he solicitado tal honor —protestó el sudafricano—. Y de hecho no tengo el menor interés en convertirme en negociador.
—Eres el más capacitado.
—¿Quién lo ha dicho?
—¡Oh, vamos…! —estalló fuera de sí Julio Mendoza—. ¡No es momento de discutir bobadas! Te pedimos, y si lo prefieres, «te suplicamos», que intentes convencer a esos «miserables piojosos» a los que pensábamos aniquilar sin despeinarnos, de que estamos dispuestos a bajarnos los pantalones a cambio de un poco de agua.
—¿Por qué será que todo el que va a la guerra lo hace convencido de que la va a ganar sin despeinarse, pero acaba siempre bajándose los pantalones? —masculló Sam Muller como si hablara para sus adentros—. Haré lo que pueda —añadió—. ¿Alguien ha tenido la precaución de traer una bandera blanca?
—El sarcasmo no sirve de ayuda… —le hizo notar Bruno Serafian—. Y te recuerdo que al fin y al cabo la idea es tuya.
—Y como mía la defenderé… —El sudafricano extrajo del bolsillo posterior de su pantalón un sucio y arrugado pañuelo para anudarlo cuidadosamente al cañón de su arma y encaminarse con paso decidido a la salida al tiempo que comentaba con un cierto tono humorístico—: Al menos confío en que tengan una idea de lo que significa una bandera blanca y no me vuelen la cabeza antes de haber abierto el pico…
Salió al violento sol de la mañana agitando al aire su improvisada bandera, y de inmediato uno de los heridos inquirió dirigiéndose al armenio:
—¿Crees que le escucharán?
—No lo sé —replicó el aludido—. Lo único que sé es que ahora deberíamos quedarnos quietos y callados con el fin de no malgastar energías, porque al fin y al cabo, aquí la energía es siempre agua.
Se sumieron por tanto en una especie de pesado abotargamiento al que contribuía en gran medida un bochorno que se hacía más y más intenso a medida que avanzaba la mañana, hasta el punto de que llegó un momento en que hubiera sido difícil imaginar que en el interior de aquella silenciosa caverna intentaban sobrevivir una docena de desesperados seres humanos que sudaban a mares.
Sam Muller sabía muy bien que ese sudor se convertiría a partir de aquel momento en su peor enemigo, y por ello a la hora de adentrarse en el laberinto de piedra y roca lo hizo muy lentamente y buscando siempre las sombras, con la blanca bandera alzada y la mirada atenta a las alturas, temiendo por igual que el enemigo decidiera no dar la cara, o que lo hiciera de pronto disparándole a quemarropa.
Recorrió más de un kilómetro sin distinguir ni a un solo ser viviente, rechazó la idea de encender un cigarrillo convencido de que contribuiría a secarle aún más la garganta, y empezaba a perder toda esperanza de obtener algún resultado positivo en su penoso deambular, cuando una autoritaria voz resonó a sus espaldas.
—¡Deja el arma en el suelo!
Obedeció para volverse muy despacio y observar al hombre alto, vestido con un largo jaique de color azul y que se cubría el rostro con un velo, que le apuntaba con un moderno rifle de mira telescópica.
De dónde había salido y cómo era posible que se encontrara allí sin que un profesional tan experimentado como él lo hubiera advertido era algo que jamás lograría comprender, pero en aquellos momentos de lo único que se preocupó fue de alzar los brazos mostrando a las claras que se encontraba indefenso.
—¡Vengo en son de paz! —se apresuró a indicar.
—¡Ya me he dado cuenta! ¿Qué quieres?
—Parlamentar.
Gacel Sayah meditó apenas un instante para hacer un gesto indicando que se encaminara al punto en que un saliente de rocas ofrecía una pequeña sombra bajo la que tomar asiento.
—¿Tú dirás? —indicó.
—Queremos poner fin a este insensato enfrentamiento… —comenzó con su calma de siempre el sudafricano—. Con un poco de buena voluntad se puede conseguir que nadie más continúe sufriendo.
—¿Cuál es tu propuesta?
—Paz a cambio de agua.
—No tenemos mucha agua.
—Nos conformamos con la suficiente para sobrevivir hasta que llegue el avión que debe recogernos.
—¿Y quién me garantiza que a partir de ese momento no se reanudarán las hostilidades? —quiso saber el tuareg.
—Es lo que he venido a discutir. Si alcanzamos un acuerdo sobre las garantías, todos saldremos ganando.
—¿Cuándo tiene que llegar ese avión?
—Pasado mañana.
—¿Y cómo sé que no os trae refuerzos?
—No puedes saberlo, porque ni siquiera yo lo sé —admitió con total honestidad Sam Muller—. Pero me consta que no resulta fácil reclutar con rapidez gente dispuesta a venir a un lugar como éste. —Alzó las manos con las palmas hacia arriba en lo que cabría interpretar como un ademán de fatiga o impotencia—. Lo único que queremos es largarnos de aquí cuanto antes —dijo—. Ésta no es una misión por la que merezca la pena continuar derramando sangre.
Gacel Sayah meditó unos instantes, clavó los ojos en los de su interlocutor, y por último inquirió secamente:
—¿Por qué matasteis al muchacho?
—Yo no lo maté y puedes creerme que de haber sabido lo que iba a ocurrir, lo hubiera impedido, pero me cogió por sorpresa.
—Ya me di cuenta. ¿Fue tu jefe el que lo hizo?
Ante el mudo gesto de asentimiento el imohag insistió:
—¿Es ese al que llaman el Mecánico?
—¿Cómo lo sabes?
—Sé muchas más cosas de las que imaginas… —sonrió bajo el velo por lo cual el otro no pudo advertirlo—. Gracias a eso, estás intentando concertar «una paz honrosa» un día antes de verte obligado a aceptar una rendición incondicional.
—Nunca nos rendiríamos sin luchar.
Gacel Sayah tardó de nuevo en responder, se apoyó en el muro de piedra, observó largamente a su interlocutor y por último puntualizó remarcando mucho las palabras:
—Os rendiríais y tú lo sabes. Sin agua, mañana, a estas horas ni siquiera podríais ordenar a vuestras propias manos que empuñaran un arma.
—Es muy posible.
—Es seguro. Los tuaregs sabemos mucho sobre los efectos de la sed, y por eso no nos gusta que ni aún el peor de nuestros enemigos sufra lo que es sin duda la más terrible de las muertes. —Apuntó a su oponente con el dedo—. Ten por seguro que en cualquier otra circunstancia jamás accedería a parlamentar. Os pasaríamos a cuchillo sin contemplaciones, pero las leyes de mi pueblo son muy estrictas a ese respecto. Se debe usar la sed como arma, pero no se debe llevar al extremo de matar con ella.
—Se me antoja muy justo —admitió el sudafricano—. Nadie merece sufrir de esa manera.
—Cientos de tuaregs han muerto de sed desde el ya muy lejano día en que decidimos establecernos en el desierto. Mucho hemos padecido por su causa y debido a ello la mayor parte de nuestras más antiguas normas de conducta se rigen sobre la base de que nadie debe pasar por eso si está en nuestras manos evitarlo.
—Es una noble forma de ver la vida.
—¡No intentes darme coba! No es necesario. La tradición me exige que me muestre benévolo e intente llegar a un acuerdo. Si me ofreces suficientes garantías os ayudaré a sobrevivir.
—¿Qué clase de garantías?
—En primer lugar, necesito un documento por el que se reconozca que fuisteis vosotros los que matasteis a ese muchacho cuando lo habíamos dejado en libertad.
—¿Podemos decir que se trató de un error?
—Podéis decir lo que os apetezca, siempre que admitáis que la responsabilidad es únicamente vuestra.
—De acuerdo.
—¿Lo aceptará el Mecánico?
—Si no lo acepta lo firmaremos otro compañero y yo como testigos. ¿Qué más?
—Entregad las armas.
—¿Todas las armas? —se escandalizó Sam Muller—. ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo?
—Naturalmente.
El otro negó convencido.
—Eso nunca lo haremos. Quedaríamos a vuestra merced. Lo que podemos hacer es entregar parte de las armas, pero conservando las suficientes como para defendernos en caso de ataque.
—¿De verdad imaginas que estaríamos tan locos como para intentar atacaros?
—Después de lo que he visto, me lo creo todo. Si no estuvierais locos nunca se os hubiera ocurrido empezar todo este asunto.
—Nosotros no lo empezamos.
—¡Cierto! Pero también es cierto que podríais haber evitado que se enconase aceptando una compensación. Nadie me quita de la cabeza que quien le da más valor a una mano muerta que a un millón de francos está más loco que una cabra.
—El dinero no lo es todo.
—Pero una mano muerta es mucho menos.
—Depende de cómo se mire.
Yo no puedo verlo más que de una forma; cortar esa mano no es más que un vano intento de acallar tu orgullo, y me parecería muy bien si no arrastrase tras sí tantos problemas como ha arrastrado, ni provocase tantas muertes como ha provocado.
—En eso estoy de acuerdo —admitió el imohag provocando la perplejidad de su oponente—. No hay nada en todo este estúpido asunto que justifique la muerte de un ser humano.
—Me alegra oírlo, ya que eso es lo que he venido diciendo desde el primer momento. —El sudafricano hizo un leve gesto hacia la girba que el beduino había dejado a la sombra—. ¿Puedo…? Tengo la boca llena de arena.
El otro hizo un leve gesto de asentimiento y, cuando al fin se sintió satisfecho, Sam Muller lanzó un sonoro suspiro de alivio al exclamar:
—¡Dios bendito! ¡Personalmente nunca me había dado cuenta de la increíble importancia que tiene el agua! Quizá resultaría interesante que los gobiernos de los países ricos obligasen a sus ciudadanos a pasar sed un par de días al año para que aprendieran a valorar lo que tienen. Pero continuemos… —añadió—. Supongamos que estamos de acuerdo en entregar la mitad de nuestras armas y municiones. ¿Qué más quieres?
—Un rehén.
Sam Muller le observó horrorizado.
—¿Otro?
—Uno muy especial, que sirva para eliminar todas nuestras dudas sobre la eventualidad de un nuevo ataque.
—¿No estarás pensando en…?
—… el Mecánico. —La respuesta vino acompañada con un asentimiento de cabeza—. ¡Exactamente!
—¡No jodas!
—Es una propuesta justa.
—Es nuestro jefe.
—Razón de más… —le hizo notar el beduino—. Si es el jefe parece lógico que tenga un especial interés en salvar a sus hombres, y por lo tanto no creo que dude a la hora de sacrificarse.
—Creo que no estás viendo las cosas desde el ángulo apropiado —le hizo notar Sam Muller con un cierto tono irónico en la voz—. Tal vez un heroico capitán del ejército se sacrificaría por sus pobres soldados de reemplazo, pero dudo que un jodido jefe de jodidos «soldados de fortuna» esté dispuesto a hacerlo.
—Pues míralo tú desde este otro ángulo… —le hizo notar a su vez Gacel Sayah—. Tal vez unos pobres soldados de reemplazo nunca sacrificarían a su heroico capitán, pero unos jodidos «soldados de fortuna» es muy posible que estén dispuestos a sacrificar a su jodido jefe.
El sudafricano no pudo evitar lanzar una corta carcajada pese a encontrarse en peligro de muerte y en pleno corazón del Teneré.
—¡Qué condenadamente listo eres! —exclamó—. ¿Me estás proponiendo que traicionemos a Bruno Serafian…?
—Te estoy proponiendo que le ofrezcas una alternativa justa y, que si no la acepta, le empujéis a aceptarla. —Abrió los brazos en un ademán en verdad expresivo—. De no hacerlo, mañana a estas horas os estaréis matando los unos a los otros por un sorbo de agua.
—¿Y qué le pasará si te lo entregamos?
—En cuanto todo esto acabe y mi familia se encuentre a salvo, lo dejaré marchar.
—¡La leche…! —no pudo por menos que lamentarse casi cómicamente el otro—. ¡Hay que ver cómo se están complicando las cosas!
—«Para el estúpido el todo le nace de la nada, y para el inteligente, el todo se convierte en nada…» —señaló Gacel—. Es un dicho nuestro que viene a significar que los problemas crecen o desaparecen según quién los encare.
—Pues a mí me están creciendo más de la cuenta… —Sam Muller hizo una corta pausa para inquirir como si tuviera interés en desviar el curso de la conversación—. Por cierto, ¿cómo se encuentran los rehenes?
—Supongo que bien.
—¿Cómo que lo supones? —se sorprendió el otro—. ¿Es que no estás seguro?
—Hace dos días que no los veo, pero las mujeres los cuidan y tienen agua y comida.
—¿Pensabas matarlos?
—Sí.
—¿Continúas pensándolo?
El nómada negó y su voz sonaba sincera:
—La muerte de Mauricio Belli me ha hecho cambiar de idea.
—¿Y qué pasará con la famosa mano?
—Nada. La vida de Milosevic no vale lo que un dedo del muerto. Ahora lo sé, y también sé que esa muerte es una losa sobre mi conciencia, pero no puedo hacer que las cosas vuelvan atrás.
—Ha habido más muertes… —le recordó su interlocutor—. Y todas partieron de la misma causa.
—Pero de esas otras no me siento responsable —fue la respuesta—. Luchar contra los imohag en el desierto siempre constituyó un suicidio, y mucha suerte habéis tenido al salir tan bien librados.
—¿Suerte? —se escandalizó su acompañante—. ¿De qué coño hablas? Hemos tenido toda la mala suerte del mundo.
—Te equivocas… —replicó Gacel con absoluta naturalidad—. Habéis tenido toda la suerte del mundo, puesto que aún no os habéis enfrentado al peor de los enemigos.
—¿Peor que el calor y la sed? ¡Bromeas…!
—No bromeo. El peor enemigo en el desierto no es el calor ni la sed. En el desierto, el peor enemigo ha sido siempre el viento. En esta zona, abierta al norte y fuera de la protección de las montañas, el harmattan suele soplar con fuerza y con demasiada frecuencia se transforma en tormenta. —La afirmación no dejaba sombra a la duda—: ¡Ninguno de vosotros hubiera sobrevivido a una auténtica tormenta de arena!
—He oído hablar de ellas y tengo entendido que son realmente terribles —se vio obligado a admitir el sudafricano.
—No puedes imaginar hasta qué punto… El tiempo ha sido excepcionalmente bueno este último mes, pero ruega para que el harmattan no se presente antes de que regrese vuestro avión, porque de ser así le resultará imposible aterrizar, y en ese caso podéis daros por muertos.
—¡Bien! —exclamó Sam Muller lanzando un hondo suspiro al tiempo que se ponía cansinamente en pie—. Rezaré para que el harmattan no se despierte. Dentro de una hora tendrás aquí a Bruno Serafian y la mitad de nuestras armas.
—En ese caso, dentro de una hora tendréis agua suficiente para sobrevivir un día. ¡Pero ni una gota más! —Alzó el dedo amenazante—. ¡Y si se os ocurre volver por aquí ya no habrá compasión!