Capítulo 10

–No puedo hablar del tema.

—¿No puedes, o no quieres?

—Las dos cosas.

—¿Por qué?

—Me lo advirtieron claramente.

—¿Quién?

—Tampoco pienso decírtelo.

—¿Fawcett?

—¡Deja de presionarme!

—Es mi obligación, y te he hecho demasiados favores para que ahora te niegues a proporcionarme una información que sospecho que puede convertirse en un auténtico notición. La prueba se ha interrumpido nadie sabe exactamente por qué, y la nariz me dice que tú tienes algunas respuestas. ¿Qué pasó aquel día? ¿Por qué regresaste y qué se discutió en la reunión que mantuviste con los miembros de la organización…?

—¡Escúchame con atención, Hans…! —replicó en tono impaciente Gunther Meyer, en el tono de quien quiere dar por concluida una conversación que a nada conduce—. Yo soy un corredor profesional que trabaja para un equipo oficial que subvenciona con grandes sumas a la organización. Si mi patrocinador me ordena que guarde silencio sobre algo, debo guardarlo, porque de lo contrario es muy posible que me quede sin trabajo. Y vivo de esto.

Hans Scholt tardó en responder, como si se tomara todo el tiempo del mundo para meditar sobre lo que acababa de oír y lo que pensaba replicar, y por último su tono de voz cobró un deje levemente amenazador al señalar:

—¡Ahora escúchame tú, Gunther! Ese mismo día, y en esa misma ruta, desaparecieron tres coches de los que no se ha vuelto a saber nada. Cada vez que pregunto me responden con evasivas, y ahora, de improviso, el rally se detiene alegando no se sabe qué extrañas amenazas terroristas. Puede que yo no sea el mejor periodista del mundo, pero no soy estúpido, y por lo tanto barrunto que existe alguna relación entre ambos casos. Siempre te he ayudado, pero si en este caso no me echas una mano, te garantizo que iré a por ti, y si por alguna extraña razón los que iban en esos coches sufren algún daño, te acusaré públicamente de complicidad en un hecho delictivo.

—¡No intentes joderme, Hans!

—Pues no intentes joderme tú, cuéntame lo que sepas, y te garantizo que tu nombre no aparecerá. Nadie me puede obligar a revelar mis fuentes de información y lo sabes. Dame una pista y yo la seguiré sin que tengas que verte involucrado.

El austriaco Gunther Meyer lanzó un hondo suspiro que sonaba a lamento, se metió el dedo índice en la oreja ahondando en ella como si estuviera intentando que le destupiera el cerebro, dejó escapar un malsonante reniego, y por último señaló casi mordiendo las palabras:

—¡Es lo más absurdo que me ha ocurrido nunca!

Cuando quince minutos más tarde dio por concluido el pormenorizado relato de cómo había sido capturado por una familia de tuaregs en un perdido pozo del desierto, y de cómo le habían dejado en libertad a condición de que fuera a poner sobre aviso a los organizadores de la prueba, su interlocutor dejó escapar un largo silbido de admiración:

—¡La madre que me parió! —exclamó—. ¡Eso es una auténtica bomba!

—Que nos puede estallar en las manos…

—No, si la manejamos con cuidado, porque tú quedarás al margen y a mí no me preocupan las represalias que puedan tomar, puesto que ya había decidido que éste sería mi último rally africano. Demasiado polvo y demasiado jaleo para mi gusto… ¿Tienes una idea de quién es Marc Milosevic?

El otro negó con un gesto.

—Me han prohibido que me acerque a él, y por lo que he podido advertir lo vigilaban de cerca, aunque creo que no le han dicho nada para evitar que se largue. Al parecer prefieren tenerle controlado.

—¿Supones que tienen intención de hacer un intercambio? —se sorprendió el periodista.

—No, pero imagino que les conviene tener a mano a alguien a quien echar las culpas de lo que pueda ocurrir en caso de que esos tuaregs decidan cargarse a los rehenes.

—¿Realmente crees que los matarán?

—Parecían hablar en serio, y con gente tan fanática de su religión, sus leyes y sus costumbres nunca se sabe…

—Lo que no entiendo es qué tiene esto que ver con la interrupción de la prueba… —puntualizó Hans Scholt mordiéndose pensativo el labio inferior—. ¿Existe alguna relación?

—¿Y a mí qué me preguntas? —se lamentó su interlocutor—. Tan sólo soy un mecánico que aprendió a correr, y hasta ahora no había visto a los beduinos más que de refilón, cuando pasaba junto a sus campamentos a cien por hora… —Agitó la cabeza de un lado a otro como si con ello quisiera dejar bien claro que nada de aquello tenía que ver con él—. Termino el día agotado, reviso la moto, ceno poco y mal, duermo inquieto, me levanto con el alba, y vuelvo a trepar a la máquina confiando en no romperme la crisma. Si llego a El Cairo entre los cinco primeros, me pagarán por seguir corriendo, pero en caso contrario tendré que volver a currar al taller. —Lanzó un bufido—. El resto me tiene sin cuidado y lo único que te suplico es que no me compliques en todo esto.

—No te complicaré. Tienes mi palabra.

Hans Scholt aún rumiaba la mejor forma de abordar al jefe de relaciones públicas de la organización con el fin de sonsacarle alguna información adicional sin necesidad de mencionar su charla con Gunther Meyer, cuando por todo el campamento se corrió la voz de que se había encontrado una solución al grave problema que significaba la amenaza terrorista:

—¡Parte del viaje se hará en avión!

Más de uno no pudo evitar su desconcierto y casi su estupefacción:

—¿En avión?

—¡Exactamente!

—¿Realmente existe la posibilidad de transportar ciento cuarenta motos, ciento treinta coches, sesenta camiones, ocho helicópteros y mil cuatrocientas personas en avión…?

—Eso han dicho.

—¿Y hasta dónde?

—Hasta la frontera con Libia, donde al parecer no alcanza ya el poder de los grupos terroristas.

—¡Están locos!

—Siempre lo han estado.

—¿Y cuánto va a costar?

—Menos de la mitad de lo que reportará en publicidad extra en todos los medios de comunicación del mundo una operación aérea de tan tremendas características.

En un principio la respuesta dejó un tanto desconcertado a Hans Scholt, pero en el momento de escribir su crónica advirtió que resultaba doblemente larga que las transmitidas cualquiera de los días anteriores, así como muchísimo más interesante desde el punto de vista periodístico.

Eso significaba, en buena lógica, que los diarios le dedicarían de igual modo mucho más espacio y un gran despliegue fotográfico, probablemente con titular en la primera página, y lo mismo harían la mayoría de los periódicos, estaciones de radio y televisiones del mundo.

Si la base económica de una prueba deportiva de semejantes características se centraba casi exclusivamente en la amplitud de la cobertura informativa que consiguiera alcanzar, no cabía duda de que a partir de aquel momento el rally africano se convertía, gracias a unos supuestos terroristas, en una sensacional noticia de cabecera.

Un despliegue informativo semejante tan sólo lo conseguía el estallido de una guerra o el asesinato de un líder político de primera magnitud, lo cual significaba que por muchos millones que costase el alquiler de los aviones, lo que los organizadores iban a obtener a cambio les compensaba con creces, puesto que nadie sería capaz de precisar el incalculable valor de los espacios que se les iba a conceder en los próximos días.

El padre de la idea de contratar los gigantescos Antonov 124 que se encargarían del traslado, Yves Clos, no podía evitar sentirse francamente eufórico por su espectacular hallazgo, aunque al propio tiempo se sentía en cierto modo culpable al reconocer que el despliegue táctico en hombres y medios previsto superaría en mucho a cuanto solía hacerse cuando se trataba de remediar los catastróficos efectos de un huracán centroamericano, un terremoto en Turquía, o las terribles hambrunas africanas que se llevaban por delante miles de vidas.

Con los veinte vuelos programados para cada uno de los tres aviones capaces de transportar más de cien mil kilos de alimentos, la mitad de los desgraciados que habían muerto de hambre últimamente en Somalia, Etiopía y Sudán aún seguirían con vida, pero resultaba evidente que aquéllas eran misiones humanitarias que no interesaban en absoluto a las firmas comerciales que patrocinaban tan «trascendental acontecimiento deportivo».

—El mundo es así… —reconoció esa misma noche ante el desconcertado Nené Dupré, que se había convertido en su mejor confidente—. Admito que lo que estamos a punto de hacer es un descarado despliegue de riqueza y poderío en el corazón mismo de un paupérrimo continente que ni siquiera consigue sobrevivir con lo más imprescindible, pero yo no soy quién para cambiar las reglas del juego.

—Y según tú, ¿quién debería cambiarlas?

—Los políticos.

—¿Los mismos que se fotografían contigo en el momento en que empieza la prueba, o los mismos que se fotografían con los ganadores a la hora de entregar los trofeos?

—Los mismos que se sienten muy orgullosos a la hora de promulgar leyes que prohíben la publicidad de tabaco y licores, pero miran hacia otro lado cuando uno de nuestros coches aparece en pantalla.

—¿Los hipócritas?

—Llámalos como quieras, pero recuerda el dicho: «Hecha la ley, hecha la trampa…». Nosotros nos aprovechamos de un vacío en las leyes, y por lo tanto nadie puede culparnos. El día que en cada saco de arroz que se envíe al Tercer Mundo se permita colocar el logotipo de una marca de cigarrillos, el número de muertos por hambre disminuirá al tiempo que aumentará el de víctimas del cáncer. De momento esa publicidad está prohibida, pero no lo está que se coloque en nuestros vehículos. —Se encogió de hombros como dando por concluido el tema, para añadir—: Y ahora dime: ¿cómo van tus relaciones con nuestro buen amigo Gacel?

—¿Y cómo quieres que vayan? —se sorprendió el piloto—. Igual. Ese tuareg no es de los que cambian de idea, y si no le llevamos a Milosevic cumplirá su palabra y se cargará a esos desgraciados.

—Pues de ti depende que no lo haga.

El tono de voz de su amigo, más que sus propias palabras, consiguieron que Nené Dupré se alarmara, por lo que inquirió atemorizado:

—¿Qué pretendes decir?

—Que Fawcett ha decidido que seas tú quien se ocupe del asunto. Si consigues salvarlos, bien. Si no lo consigues, peor para ellos.

—¡No me jodas!

—Últimamente todos creemos que los demás están intentando jodernos, pero te garantizo que no es así. Las cosas vienen como vienen, y en estos momentos «la prioridad» se concreta en el traslado en avión hasta la frontera libia, desde donde tendremos el tiempo justo para llegar a El Cairo en la fecha prevista. Los temas secundarios quedan en otras manos. En este caso las tuyas.

—¿Consideras esas vidas humanas «un tema secundario»?

—Como asegura Fawcett, en toda guerra hay muertos.

—Pero es que no se trata de una guerra.

—¡Desde luego que no! Pero existen centenares de pequeñas guerras a las que no se dedica ni la décima parte de la cobertura informativa de la que nos dedican a nosotros, y hoy por hoy las cosas son tanto más importantes cuanto más se hable de ellas. Te lo dice un experto en relaciones públicas.

—¡Pues yo me cago en «las relaciones públicas»!

—Querido mío, «las relaciones públicas» suelen ser una montaña de mierda tan grande, que la que tú puedas aportar ni siquiera la hará aumentar un milímetro.

—Me niego a tomar parte en esto.

—Pues lo siento por esos infelices, ya que eres su única esperanza de salvación, y si renuncias los van a convertir en paté de oca. —Yves Clos extendió la mano para colocarla con afecto sobre el antebrazo del piloto al añadir—: No te estamos pidiendo milagros; tan sólo pedimos que hagas lo que esté en tu mano, y personalmente creo que eres el más capacitado para intentarlo.

—¡Pero es que no tengo la más mínima experiencia como mediador! —protestó el otro—. Lo único que sé hacer es manejar un helicóptero.

—La experiencia no siempre es buena, querido amigo —fue la tranquila respuesta—. La experiencia es algo que va llenando tu equipaje a medida que avanzas por la vida, y que resulta de gran utilidad cuando te enfrentas a problemas conocidos. —El rubio sonrió casi con ironía—. Pero cuando, como en este caso, se trata de enfrentarse a situaciones que nada tienen que ver con lo vivido anteriormente, la experiencia estorba tanto como un par de pesadas maletas cuando tienes que abrirte paso por la selva virgen. En tales circunstancias, lo mejor es actuar según tu propio instinto, olvidándote de cuanto te hayan enseñado.

—¡Hermoso consejo!

—Y gratuito. Actúa libremente y sin prejuicios. Mira las cosas desde un ángulo distinto, nada a contracorriente, y si fracasas no te preocupes, puesto que a mi modo de ver ésa es una batalla perdida de antemano.

—¿Cómo puedes hablar con tanta frialdad? —quiso saber Nené Dupré, al que se le advertía francamente dolido.

—Sacando lo peor que tengo dentro, y construyéndome con ello una coraza… —replicó su amigo en tono de profunda fatiga—. Al fin y al cabo, ¿qué significan actualmente esas vidas? Hace un rato, cuando terminé de hacer números sobre el costo de esta maldita operación aérea caí en la cuenta de un detalle muy curioso: en apenas tres días vamos a transportar casi ocho millones de kilos de carga útil a dos mil kilómetros de distancia. ¿Qué te parece…? Ocho millones de kilos de alimentos proporcionarían comida a doscientos mil niños famélicos durante tres meses, pero en lugar de salvar niños, empleamos nuestro ingenio, nuestra capacidad organizativa y millones de francos en procurar que unos cuantos estúpidos vayan a matarse a Libia en lugar de permitir que los maten en Níger. —Hizo un leve gesto de despedida con la mano mientras se alejaba y añadió—: Medita sobre ello y no me toques los huevos con la suerte que puedan correr esos cretinos… —No obstante, cuando ya se encontraba a unos metros de distancia se volvió alzando la mano—. ¡Me olvidaba! —exclamó—. Puedes emplear hasta un millón de francos en conseguir su libertad.

—¿Un millón de francos…? —se escandalizó el otro—. ¿En tan poco valoran a esos desgraciados?

—Es más de lo que paga el seguro, querido. ¡Mucho más!

El piloto quedó tan confundido como si uno de los patines de su propio helicóptero le hubiese aplastado un pie, y acabó por ir a tomar asiento a su lugar predilecto, el estribo del aparato, desde donde contempló las idas y venidas de corredores, mecánicos y personal auxiliar, que se afanaban en prepararlo todo ante el anuncio de la llegada del primer avión, prevista para el amanecer.

A partir de ese instante todo se convertiría en un alocado trasiego de hombres y máquinas, por lo que Nené Dupré no necesitó mucho tiempo para llegar a la conclusión de que efectivamente se estaba quedando solo frente a un problema que no sabía cómo encarar.

Intentó hacerse una idea acerca de los amargos pensamientos que cruzarían por las mentes de los infelices cautivos si llegasen a tener conocimiento de que —contra lo que probablemente imaginaban— el mundo no estaba pendiente de su liberación, sino que su destino dependía de las decisiones de alguien cuya mente parecía haberse quedado completamente en blanco.

La responsabilidad que de improviso habían descargado sobre sus hombros le agobiaba hasta el punto de impedirle pensar, puesto que en lo más íntimo de su ser estaba convencido de que por mucho que lo intentara no se le ocurriría nada merecedor de ser tenido en cuenta.

De un lado un tuareg intransigente… —musitó para sus adentros—. Del otro, unos hijos de puta que se desentienden del asunto… Y en el centro, yo. ¡Menuda papeleta!

Y tal como el mismísimo Yves Clos acababa de advertirle, ningún tipo de experiencia le serviría de nada en semejantes circunstancias, puesto que resultaba evidente que aquélla era una novedosa situación a la que ni el más avezado de los pilotos de helicóptero se había enfrentado anteriormente.

A su modo de ver, Yves Clos había cambiado mucho durante los últimos días.

Después de casi veinte años de colaborar entusiásticamente en las más difíciles circunstancias, compartiendo buenos y malos momentos e incluso alguna que otra mujer, por primera vez advertía desganado y escéptico a su compañero de fatigas, como si de pronto el vaso de su reconocida paciencia hubiera rebosado, y empezara a tenerle sin cuidado cuanto pudiera ocurrir de allí en adelante con la carrera y con cuantos tomaban parte en ella.

Y es que tenía mucha razón en sus lamentaciones.

Nené Dupré recordaba con notable nitidez, puesto que se trataba de su propio trabajo, las terribles escenas en las que un pequeño grupo de tripulantes de viejos helicópteros se esforzaban desesperadamente por salvar a cientos de miles de personas que habían quedado atrapadas por las aguas durante las terribles inundaciones que habían convertido la mayor parte de Mozambique en un auténtico mar, y aún guardaba en la retina las escenas de niños y mujeres cayendo al agua como fruta madura tras pasar días enteros refugiados en la copa de un árbol.

Durante casi dos semanas seis únicos helicópteros alquilados a compañías privadas de la vecina Sudáfrica al escandaloso precio de tres mil dólares por hora de vuelo habían intentado salvar el mayor número posible de vidas, e incluso las Hermanas de la Caridad se habían visto obligadas a abonar veinticinco mil dólares, con el fin de que sus pilotos accediesen a rescatar a los enfermos de sus hospitales.

Seis helicópteros a tres mil dólares la hora de vuelo cuando los organizadores del rally contaban con el mismo número de aparatos, pero mucho más modernos y eficaces, con el casi exclusivo fin de buscar vehículos perdidos o ponerlos al servicio de la prensa durante todo el tiempo que les apeteciese.

Más tarde, mucho más tarde, cuando ya las víctimas de Mozambique se contaban por miles, las autoridades de diferentes países del mundo habían comenzado a reaccionar enviando una ayuda que tardó diez días en llegar pese a que resultaba evidente que aquellos mismos Antonov 124 podrían haber transportado medio centenar de nuevos helicópteros en menos de cuarenta y ocho horas desde el mismísimo corazón de Europa al centro de la catástrofe.

El problema que Yves Clos había resuelto en un abrir y cerrar de ojos con un poco de talento y unas cuantas llamadas telefónicas había costado la vida a miles de infelices porque nadie puso en salvarlas idéntico empeño que el francés había puesto en salvar el prestigio de una simple prueba deportiva.

Nené Dupré entendía por tanto que para su amigo aquel increíble éxito de organización no constituyera en absoluto un motivo de orgullo, sino más bien de profunda reflexión y casi de amargura.

Yves Clos parecía haber caído de improviso en la cuenta de que había malgastado los mejores años de su vida en un empeño sin sentido, inmerso hasta el cuello en un mundo que trastocaba todos los valores, y donde lo superfluo pasaba a convertirse en esencial, mientras que lo esencial quedaba siempre en un segundo plano.

Así era la vida, en efecto, y así era aceptada por la mayoría de la gente, pero no resultaba extraño que cuando alguien de la sensibilidad del francés descubría una mañana que se había convertido en actor protagonista de tan despreciable forma de entenderla, acabara por sumirse en una profunda depresión.

Yves Clos debió de contemplar en la televisión las mismas escenas que contempló Nené Dupré y no hizo nada. La necesidad de salvar aquellas vidas no aguzó su ingenio ni le impulsó a mover a sus incontables amistades con el fin de organizar un «puente aéreo» idéntico al que ahora estaba organizando, y cuando a solas en su cama meditara sobre la magnitud de su desidia los fantasmas de muchos de aquellos desgraciados acudirían a preguntarle por qué razón no se había preocupado por ellos, del mismo modo que se había preocupado por un puñado de estúpidos motoristas.

—No me gustaría estar en su pellejo… —musitó antes de apoyar la cabeza en el asiento de cuero y quedarse traspuesto—. Pero tampoco me gusta estar en el mío…

Cuando el sol giró lo suficiente como para darle de lleno en el rostro obligándole a sudar a chorros, abrió los ojos, lanzó un gruñido, y extendió la mano tanteando hasta conseguir abrir la tapa de la pequeña nevera y extraer una cerveza.

—¿Me invitas?

Abrió los ojos, parpadeó bajo la intensa luz, y por último clavó la vista en el desconocido que se encontraba sentado en una ridícula silla de tijera, protegiéndose del sol con una aún más ridícula sombrilla multicolor.

Le alargó su lata, buscó otra y tras echar un largo y reconfortante trago inquirió:

—¿Quién eres y qué haces aquí? Recuerdas a uno de esos absurdos personajes de Fellini.

—Me llamo Hans Scholt, trabajo para una agencia de noticias alemana y me gustaría hacerte un par de preguntas.

El piloto se irguió, se adentró un poco más en su aparato buscando la sombra, y por último clavó la vista en su interlocutor.

—¿Qué clase de preguntas? —quiso saber un tanto inquieto.

El otro mostró una serie de papeles que llevaba en la mano al replicar:

—En primer lugar, ¿por qué razón tu helicóptero y tu camión de apoyo son los únicos que no figuran en las listas de embarque?

—¿Seguro que no figuran?

—Seguro. He preguntado, y me han confirmado que no vuelas a Libia porque te quedas aquí en «Misión de Recogida». ¿«Recogida» de qué?

—Supongo que de lo que se hayan olvidado… —aventuró Nené Dupré intentando no comprometerse.

—¿Y piensas llevarlo en helicóptero hasta Libia? —inquirió el otro con manifiesta ironía—. Un vuelo demasiado largo para este tipo de aparatos, ¿no te parece?

—Un poco largo sí que es, en efecto, pero lo cierto es que yo sólo hago lo que me ordenan.

El periodista sonrió levemente, hizo un repetido gesto de asentimiento con la cabeza y por último señaló:

Y ayer te ordenaron cargar este trasto con agua, víveres, ropa y medicinas y despegar antes del alba.

—Así es.

—¿Y adónde lo llevaste, porque me consta que regresaste de vacío?

—A gente que anda tirada por ahí.

—¿Gente tirada en mitad del desierto? —fingió sorprenderse el otro, que evidentemente parecía estar jugando al ratón y al gato con su interlocutor—. ¿Y no sería más lógico y más práctico traer a esos pobres infelices de regreso al campamento en lugar de permitir que se deshidraten al sol?

—Es que no querían abandonar sus vehículos.

—¿Pese a que existe una amenaza terrorista que obliga a suspender varias etapas de la carrera? —El austriaco negó una y otra vez sin perder ni por un instante su burlona sonrisa—. ¿Supongo que no me consideras tan estúpido como para aceptar que la organización pone en evidente riesgo seis vidas humanas, sin tan siquiera enviarles uno de esos mágicos «camiones-taller» que en un abrir y cerrar de ojos solucionan todos los problemas mecánicos?

—¿Y qué quieres que yo te diga?

—La verdad.

—No sé de qué verdad me hablas.

—De la verdad simple y llana… —puntualizó el otro apuntándole casi acusadoramente con el dedo índice—. Una verdad que me obliga a pensar que esos vehículos se encuentran en perfecto estado de funcionamiento, pero que quienes deben andar bastante fastidiados son sus ocupantes.

Nené Dupré se tomó un tiempo para responder, aprovechó para concluir su cerveza, tiró la lata a la vieja caja de cartón que le servía de papelera y al rato masculló de mala gana esforzándose por mantener la calma:

—Como te he dicho, yo sólo hago lo que me mandan, y ese tipo de preguntas se las tienes que plantear a Yves Clos, o mejor aún al jefe de seguridad, Alex Fawcett.

—No han querido recibirme alegando que están muy atareados con todo este lío del puente aéreo.

—Pues lo siento por ti, puesto que oficialmente ellos son los únicos autorizados a dar esa clase de respuestas.

—Pero es que yo no busco respuestas «autorizadas», sino auténticas… —argumentó en tono de infinita paciencia o comprensión el insistente Hans Scholt—. He comprobado que faltan tres coches sobre los que parece haber caído un manto de silencio, ya que ni mecánicos, ni amigos, ni familiares tienen la menor idea de dónde se encuentran. —Le apuntó una vez más con el dedo—. Y por lo visto tú eres el único que les ha llevado agua y comida sin traer ni a un solo ocupante en busca de piezas de recambio…

—Ya te he dicho que no quisieron venir.

—Perdona el atrevimiento, pero tengo la impresión de que me ocultas algo… —El austriaco chasqueó la lengua al tiempo que ladeaba la cabeza como si con ello pretendiera dejar claro que se trataba de un asunto en verdad espinoso—. Y por si fuera poco, ahora te dejan «en retaguardia»… ¿Por qué? ¿Qué misterio se esconde tras todo esto?

Nené Dupré hacía tiempo que se había dado cuenta del tipo de juego que su interlocutor se traía entre manos, pareció cansarse de tanto rodeo y decidió por tanto ir directamente al grano.

—¡Dejémonos de bobadas! —admitió en tono desabrido—. Si me cuentas lo que sabes te contaré lo que sé…

—¡De acuerdo! —admitió su oponente—. He oído rumores de que a esos seis pilotos los han raptado los tuaregs… ¿Cierto?

—Cierto.

Y que por lo visto el rescate que piden es muy peculiar… ¿Cierto?

—Cierto.

—¿Cuál es?

—Una mano.

—¡Bien…! Empezamos a entendernos. ¿Qué pintas tú en este asunto?

—Tengo que intentar rescatarlos a cualquier precio… Menos el de pagar con esa mano, claro está.

Se diría que al austriaco le costaba dar crédito a lo que estaba oyendo puesto que hizo un gesto a su alrededor señalando el inmenso campamento con sus cientos de vehículos y más de mil personas que parecían estar siempre atareadas, para inquirir visiblemente escandalizado.

—¿Tú solo?

—Completamente solo.

—¿Y toda esa gente?

—Tienen otras cosas que hacer.

—Entiendo…

El periodista se tomó un tiempo para reflexionar, observó con atención al hombre que permanecía sentado en el interior del helicóptero, pareció estar calibrando su catadura moral, y por último inquirió:

—¿Piensas volver el año que viene?

—Creo que no —fue la respuesta, que sonaba absolutamente sincera—. Creo que ocurra lo que ocurra para mí se acabaron los rallies africanos. He visto demasiadas cosas que no me gustan.

—Te voy a enseñar algo más.

Hans Scholt introdujo la mano en una cartera de cuero que descansaba a sus pies, extrajo un grueso sobre y se lo alargó a su interlocutor.

—¡Mira esas fotos! —dijo—. Las tomé en un campamento que está a unos treinta kilómetros de aquí. Como verás son docenas de niños a los que les faltan las piernas, los brazos, e incluso en algunos casos, ambas cosas. Te garantizo que al verlos se me cayó el alma a los pies.

Nené Dupré observó con atención las impactantes fotografías y no pudo por menos que arrugar el ceño horrorizado.

—¡No me extraña! —reconoció—. Son terribles.

—¡Espeluznante, diría yo! —puntualizó el austriaco—. Y más espeluznante aún resulta el hecho de ir hasta allí y advertir cómo a la mutilación se añaden el hambre y el abandono. Si no fuera por un puñado de misioneros que las pasan putas para sacarlos adelante, la mayoría estarían muertos.

—¿Y qué tiene esto que ver con los tuaregs o los rehenes?

—Que tres de las marcas de automóviles que más contribuyen al presupuesto de esta «prueba deportiva» se dedican también a fabricar armas, y una de ellas está especializada en el tipo de minas que mata o mutila cada año a miles de niños, no sólo de África, sino de todo el mundo… ¿Entiendes a lo que me refiero?

—Intento hacerme una idea.

—Pues te lo aclararé más aún. En unos momentos en que a los austriacos se nos acusa de racistas, alegando que fuimos la cuna del nazismo y el primer país de la moderna Europa que ha permitido que la ultraderecha acceda al poder, existen otros países europeos, supuestamente liberales, que están dando pruebas de ser mucho más racistas que nosotros.

—Esa es una afirmación muy dura.

—Pero que refleja la verdad. Los franceses de la libertad, igualdad y fraternidad, que tanto os enorgullecéis de un gobierno de izquierdas de lo más progresista, no deberíais permitir que muchos de vuestros conciudadanos se estén haciendo asquerosamente ricos a base de organizar eventos tan fascistas como éste.

—Admito que en eso tienes toda la razón.

—Semejante despliegue de medios económicos ante los ojos de unos niños que no disponen ni de una miserable silla de ruedas con la que compensar la pérdida de sus piernas arrancadas por una mina o un obús que han fabricado esas mismas empresas no significa tan sólo una muestra de pésimo gusto, sino la prueba más evidente del desprecio que se siente por quienes han nacido más allá de nuestras fronteras.

—Nunca se me había ocurrido verlo de ese modo.

—Pues ya va siendo hora de que alguien lo vea como es en realidad. Se suele bromear asegurando que este rally es como un circo, pero a decir verdad no es un inocente circo de payasos y funambulistas, sino un auténtico «circo romano» en el que los emperadores han sido sustituidos por cámaras de la televisión, los rugientes leones por rugientes vehículos lanzados a toda velocidad, los gladiadores por pilotos que se juegan la vida compitiendo por ver quién es más irresponsable, y los «cristianos» por pobres nativos a los que de tanto en tanto aplasta un coche. El espectáculo es inhumano, pero colorido y brillante, por lo que consigue cada año una tasa de millones de telespectadores que ni siquiera se detienen a pensar en que al contemplarlo están permitiendo que salga al exterior ese pequeño fascista que todos llevamos dentro.

—Supongo que exageras… —replicó con una leve sonrisa amarga Nené Dupré—. Pero después de tantos años en la brecha debo admitir que algo hay de cierto en cuanto has dicho… —Se abanicó con la sucia y desteñida gorra de capitán de barco con que solía cubrirse cuando volaba—. Lo que empezó como romántica aventura de unos cuantos chiflados ansiosos de nuevas emociones se ha ido convirtiendo con el paso del tiempo en un turbio negocio que cada día exige más y más sin que nadie sea capaz de predecir cuál es su límite…