Capítulo 15

Gacel Sayah abrió los ojos, calculó la altura a la que volaban los buitres y decidió que había llegado el momento de abandonar su tranquilo refugio a la sombra de un saliente de piedra para trepar hasta una pequeña atalaya desde la que dominaba la mayor parte de la vertiente oriental del macizo rocoso.

Tal como imaginaba, sus enemigos también habían comenzado a moverse, pero le intrigó descubrir que no continuaban esforzándose en estrechar el cerco, sino que parecían haber decidido cambiar de táctica.

Ahora una mitad se encaminaba hacia el norte y la otra hacia el sur con la evidente intención de reagruparse y constituir dos únicos frentes.

Los observó a través de la mira telescópica del rifle de Nené Dupré y no pudo evitar una leve sonrisa de satisfacción.

Tal como suponía, el sol y el viento les habían golpeado con dureza.

Con extrema dureza.

Si el imohag hubiera asistido en alguna ocasión a una corrida de toros, tal vez habría podido comparar el estado de ánimo de aquellos sudorosos caminantes con el de una poderosa bestia de agresiva cornamenta que, tras surgir briosamente del toril dispuesta a comerse el mundo, hubiera sufrido inesperadamente y con excesivo ensañamiento el cruel castigo del tercio de varas a manos de un implacable picador.

Incluso desde aquella distancia resultaba perceptible que la firmeza de su andadura y la marcialidad de la noche anterior había dado paso a una evidente desidia y dejadez, ya que las piernas parecían pesarles como si les hubieran sujeto a los tobillos una bola de acero.

El principal aliado que desde los más remotos tiempos habían tenido los tuaregs había ganado ya su primera batalla.

El desierto era un poderosísimo guerrero que raramente bajaba la guardia, y tanto más daño hacía cuanto más tiempo pasaba.

La mejor táctica que podían continuar empleando por tanto los hermanos Sayah era la de evitar cualquier tipo de confrontación, golpear corto y rápido, y permitir que la inclemencia de los elementos continuara su devastadora labor de desgaste.

Gacel tenía muy claro que aquélla era una guerra, aún no estaba en absoluto ganada y cualquier sorpresa desagradable cabía esperar de la siempre imprevisible tecnología «francesa», pero también tenía de igual modo muy claro que sus enemigos se encontraban lo suficientemente desmoralizados como para verse obligados a cambiar de forma muy sustancial su planteamiento inicial.

A partir de aquel momento el cerco original pasaría a convertirse en una especie de enorme «tenaza», pero a su modo de ver ello no impediría que la arena continuase siendo arena, la roca, roca, el sol, sol y el calor, calor.

Y a la arena, las rocas, el calor y el sol, lo mismo le daban los «cercos» que las «tenazas».

Cada vez que uno de aquellos hombres diera un paso tendría que darlo por sí solo, cada vez que tuviera la impresión de que el cerebro estaba a punto de estallarle no podría recibir ayuda alguna, y cada vez que el terror a morir deshidratado se le asentara en la boca del estómago de nada le servirían las palabras de consuelo.

La mayoría había nacido en climas templados, por mucho que lo intentaran el desierto nunca podría ser su hábitat, y debido a ello el hecho de moverse, incluso tan despacio como lo estaban haciendo, provocaba que cada poro de su piel rezumara ininterrumpidamente una diminuta gota de sudor.

Y allí, en el corazón del Teneré, cada gota de sudor tenía casi el mismo valor que una gota de sangre.

Quietos perderían unos ocho litros de sudor al día, más del doble si se veían obligados a caminar, y como no consiguieran reponer de inmediato al menos la mitad de ese líquido comenzarían a sentir mareos, fatiga, fiebre e irritabilidad. Las capas superiores de la piel se ennegrecerían, tensándose y apergaminándose, y descubrirlo les provocaría un súbito ataque de pánico, puesto que los mercenarios sabían por experiencia que ése constituía siempre el paso previo a un inevitable colapso renal.

En semejantes circunstancias ningún europeo sería capaz de controlar su ritmo cardíaco, por lo que entraría rápidamente en coma.

Al poco, una llamada larga y sostenida atravesó las quebradas, y al instante Suleiman hizo su aparición sobre una lejana colina.

Gacel se despojó del turbante, lo lanzó al aire y permitió que cayera al suelo sin hacer la menor intención de recogerlo, lo cual constituía una clara indicación de que deseaba que se reuniesen a mitad de camino. Media hora después tomaban el té sentados el uno frente al otro como si la más absoluta paz reinara en cientos de kilómetros a la redonda.

—Hay algo que no entiendo… —puntualizó un desconcertado Suleiman cuando hubieron concluido de cambiar impresiones sobre los acontecimientos del día—. ¿Por qué razón han asesinado a ese muchacho?

—Tampoco yo me lo explico. —Se vio obligado a responder su hermano—. Admito que pudieran dispararle por error en la oscuridad, pero no me cabe en la cabeza que lo ejecutaran de ese modo a plena luz del día.

—¿Crees que podía estar gravemente herido?

—No daba esa impresión. Hablaba con naturalidad cuando de pronto, el que parece el jefe, le descerrajó un tiro en la nuca…

—Puede que lo haya hecho para acusarnos… —sentenció Suleiman.

—Lo he pensado, pero no es eso lo que ahora me preocupa… —le hizo notar Gacel—. Me preocupa que esa «ejecución» sea una prueba de que vienen dispuestos a acabar con todo y por las malas. ¿Qué se puede esperar de alguien que remata a sangre fría a un herido?

—No creo que tengamos nada que esperar… —musitó en un tono apenas perceptible el menor de los Sayah—. Que yo recuerde siempre nos hemos tenido que valer por nosotros mismos y ése parece seguir siendo nuestro destino: una vez más se trata de ellos o de nosotros.

—Nunca quise llegar a estos extremos, pero me temo que no nos dejan demasiadas opciones. —Gacel hizo un gesto a su hermano para que le siguiera hasta un pequeño altozano desde el que se dominaba la rojiza llanura arenosa, apoyó el rifle de mira telescópica en un saliente, enfocó con sumo cuidado y por último señaló hacia el Sudeste.

—¿Qué ves en la ladera de aquella duna? —inquirió.

El otro tardó en replicar puesto que resultaba evidente que no estaba acostumbrado a mirar a través de una lente por lo que se veía obligado a guiñar cómicamente los ojos una y otra vez, pero al cabo de un rato alzó el rostro para señalar no demasiado seguro de sí mismo:

—Parece un barril.

—Eso es lo que yo creo… —admitió su hermano—. Un barril unido a un paracaídas.

—¿Agua?

El beduino asintió convencido al tiempo que puntualizaba:

—Probablemente contiene una buena parte de sus reservas de agua.

Y ¿qué hace ahí?

—Está claro que lo lanzaron sobre las dunas con el fin de evitar que se rompiera al golpear contra las rocas, y que de momento lo han dejado donde cayó porque aún no lo han necesitado.

Aunque aún no lo hayan necesitado, nadie es tan estúpido como para abandonar tanta agua en mitad del desierto.

Y ¿quién podría quitársela? —quiso saber su hermano—. No la han abandonado porque saben que ningún animal conseguiría abrir nunca uno de esos barriles metálicos, y nosotros ni siquiera podemos aproximarnos. Tal vez incluso hayan pensado que ése es el lugar más seguro para guardarlo: en mitad de una duna y a la vista de todos.

—Una tentación demasiado grande.

—O quizá una trampa. Si se nos ocurriera la estúpida idea de intentar acercarnos aprovechando la oscuridad, nos volarían la cabeza puesto que pueden vernos de noche.

—Por fortuna no saben que lo sabemos.

—Eso es algo que tendremos que agradecer a Nené Dupré.

—Y tampoco saben que tú puedes verles.

—Me temo que eso es algo que empiezan a sospechar porque el tiro me salió demasiado preciso… —Gacel hizo una corta pausa antes de inquirir—: ¿Cuánta agua puede contener uno de esos barriles?

—No creo que llegue a los doscientos litros. ¿Imaginas lo que ocurriría si consiguiéramos arrebatársela? —Suleiman no pudo evitar una leve sonrisa—. Un puñado de europeos escasos de agua en mitad del desierto se cagaría patas abajo.

—¿A qué distancia puede estar?

—¿El barril…? Calculo que a unos tres kilómetros. Demasiado lejos como para intentar nada.

—Demasiado lejos, en efecto. Sin embargo, se me ha ocurrido una idea.

—¿Y es…?

—Hacer aquello que nunca esperarían que hiciera un tuareg…

—¿Como qué…?

Dos horas más tarde, cuando ya el sol comenzaba a declinar y las primeras sombras se alargaban por la llanura preludiando el fin del insoportable bochorno, un veloz dromedario montado por un hábil jinete hizo de improviso su aparición surgiendo de entre las rocas, para echar a correr directamente hacia el este.

Los siete hombres que habían reiniciado tiempo atrás su lento avance desde el sur tardaron un par de minutos en advertir su presencia, y quizá otro tanto en discutir sobre si se trataba o no de un acobardado fugitivo que intentaba escapar del asedio.

Tan sólo cuando advirtieron que el jinete variaba bruscamente su rumbo enfilando hacia las dunas del sudeste, parecieron comprender cuáles eran sus auténticas intenciones.

—¡El agua! —aulló fuera de sí Julio Mendoza—. ¡Ese hijo de puta va a por el agua! De inmediato iniciaron una loca estampida tratando de cortarle el paso, pero Gacel Sayah se había desviado lo suficiente como para estar en condiciones de dar un gran rodeo buscando aproximarse a su objetivo llegando desde el nordeste.

Unos hombres corrían y otros disparaban alocadamente, pero muy pronto la mayoría llegó a la conclusión de que se encontraban demasiado lejos como para tener la más mínima posibilidad de abatir a un brioso animal que daba la impresión de volar sobre la arena.

El tuareg parecía haber calculado al detalle la velocidad y resistencia de su montura, exigiéndole el máximo a base de golpearla en el cuello y los lomos con una larga fusta, hasta el punto de que cabría asegurar que era aquélla una carrera en la que el animal estaba condenado a morir reventado.

Metro a metro, zancada a zancada, el bravo «mehari» continuó su marcha ante la desesperación de quienes comprobaban, horrorizados, que no existía forma humana de detenerlo, y cuando al fin la noble bestia dio el primer traspié y resultó evidente que había llegado al límite de sus fuerzas, menos de setecientos metros le separaban del nacimiento de las dunas.

En esos momentos Gacel Sayah saltó de la montura, rodó sobre la arena, giró sobre sí mismo como un gato, e inició a su vez una veloz carrera de poco más de doscientos metros con el arma en la mano para tumbarse cuan largo era sobre un montículo de arena.

Aguardó unos instantes con el fin de tomar aire y serenar el pulso, se encaró el rifle, ajustó la mira telescópica y rápidamente efectuó una docena de disparos.

Al menos cinco balas impactaron en el blanco perforando la dura chapa de acero y permitiendo que de inmediato gruesos chorros de agua escaparan en todas direcciones.

Los siete hombres gritaban, maldecían, corrían y disparaban.

Dudaban entre intentar acabar con su atacante o procurar llegar al barril con intención de contener la sangría del precioso líquido, pero Gacel Sayah ni siquiera reparaba en su presencia, atento únicamente a continuar con su destructiva labor, hasta que al fin pareció darse por satisfecho convencido de que había causado un daño.

Tan sólo entonces se puso en pie para iniciar una rítmica carrera en dirección opuesta a la que había traído.

Cuatro de los mercenarios se lanzaron tras él.

Eran hombres recios y bien entrenados a los que la ira y la frustración parecían haber dado alas, ya que sacando fuerzas de flaqueza consiguieron cortarle el paso al fugitivo, obligándole a desviarse de su natural ruta de escape y empujándole cada vez más hacia el interior de una llanura en la que confiaban en poder abatirle fácilmente.

Fueron unos largos y casi angustiosos momentos de tensión, en los que un espectador neutral no hubiera sabido decidir sobre quién tenía que apostar.

Al beduino se le advertía más ágil y menos cansado, acostumbrado desde que nació a correr sobre la arena, pero sus perseguidores se encontraban muy bien situados y mejor armados, por lo que resultaba evidente que nunca le permitirían regresar a la protección de las rocas.

No obstante, a los pocos minutos, de entre esas mismas rocas surgió un nuevo dromedario montado en esta ocasión por Suleiman Sayah, que se dirigió hacia el este buscando reunirse con su hermano en un lejano punto de la llanura previamente determinado.

Al descubrirlo los cuatro hombres parecieron llegar a la conclusión de que todos sus esfuerzos estaban condenados al fracaso, por lo que se dejaron caer sudorosos, frustrados, sedientos y agotados, para observar cómo el fornido jinete llegaba a la altura del hombre que corría, le aferraba del brazo y lo alzaba como una pluma para permitir que cabalgara a sus espaldas regresando, sin prisas, al seguro refugio del macizo montañoso.

Cuando Julio Mendoza transmitió a Bruno Serafian la mala nueva de que en el fondo del barril tan sólo habían quedado unos cuantos litros de agua y cinco balas, el armenio se vio obligado a echar mano de toda su reconocida capacidad de autocontrol con el fin de evitar que sus hombres se contagiaran del terror que súbitamente se había apoderado de su ánimo.

En cuestión de minutos, y por culpa de un audaz golpe de mano en verdad imprevisible, había pasado de una posición dominante, a una situación verdaderamente angustiosa.

Confiaba en sus hombres, convencido como estaba de que eran sin duda los mejores profesionales con los que se podía contar en aquellos momentos, pero también tenía plena conciencia de que si bien estaban acostumbrados a soportar todo tipo de penalidades, la sed constituía un implacable enemigo contra el que ni el más avezado de los mercenarios había aprendido a enfrentarse.

En semejante lugar y con los escasos recursos de agua que los tuaregs les habían dejado, perdían toda posibilidad, no ya de salir triunfantes, sino incluso de sobrevivir.

A más de cincuenta grados de temperatura ese agua se convertía en un elemento absolutamente imprescindible y tomó plena conciencia de que a partir de aquel momento nadie pensaría ya en la misión que les había llevado hasta allí, sino en la forma de conseguir continuar respirando.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Se volvió al número «Once» que era el primero que se había atrevido a musitar apenas la escabrosa pregunta que se había adueñado del ánimo de la mayoría de sus hombres.

—¿Tú qué crees? —replicó con evidente acritud.

—Prefiero no creer nada, pero cuando acepté este trabajo lo último que pude imaginar era que fallara la logística.

—Lo que ha fallado no es la logística, sino la lógica… —fue la áspera respuesta—. Que siete profesionales no sean capaces de defender sus reservas de agua frente a un piojoso beduino carece de toda lógica. —El Mecánico hubiera deseado lanzar un escupitajo, pero no disponía de suficiente saliva—. Por fortuna aún nos queda otro barril, pero me temo que con eso no basta para todos.

—¡Resulta increíble! —protestó alguien—. Un solo tipo ha sido capaz de darnos por el culo. ¡Sencillamente increíble!

—Admito que en parte la culpa es mía… —reconoció honradamente el armenio—. Había previsto cualquier tipo de estratagema, menos el hecho de que se decidieran a luchar a campo abierto.

—Los tuaregs tienen fama de ser magníficos guerreros en campo abierto —le hizo notar otro de los presentes—. Tenías que haberlo previsto.

—Pues lo cierto es que no lo había previsto y lo siento. ¿Qué más puedo decir?

—Nada, porque de nada sirven ahora las palabras ni las lamentaciones.

—Hay algo que tampoco entiendo… —se decidió a intervenir el sudafricano Sam Mullen que seguía evidenciando ser un hombre incapaz de perder los nervios bajo ninguna circunstancia—. O yo he entendido mal, o nos habías asegurado que éste era un lugar desolado en el que cualquier cosa que se moviera no podía ser más que un enemigo.

—Eso dije.

—Pues lo cierto es que me he pasado el día viendo buitres, hienas y chacales. Más que el último rincón del Teneré, esto parece un zoológico.

Ya me había dado cuenta, y está claro que acuden al olor de la carroña.

—¿Qué clase de carroña? —Supongo que la de los cadáveres de los rehenes.

—Pues si los rehenes se han convertido en carroña…

—A mi modo de ver no debe quedar ninguno puesto que esos buitres vuelan sobre cuatro puntos diferentes. —Sam Muller chasqueó la lengua en un claro ademán de fastidio al añadir—: Ahora, cinco, ya se están dando un auténtico banquete con los cuerpos del muchacho y del número «Dos». —Observó de medio lado a su jefe al inquirir—: ¿De verdad crees que eso significa que ya han matado a los rehenes que quedaban?

—No sabría qué decirte.

El sudafricano meditó unos instantes para acabar señalando el cielo y negar con un gesto de la mano:

—A mí no me cabe en la cabeza que nadie se dedique a ejecutar a cuatro personas en cuatro puntos diferentes y muy separados entre sí. ¡Eso sí que no me lo trago!

—¡Tampoco yo…! —admitió el armenio—. Pero no encuentro ninguna otra explicación… ¿Y en realidad qué importa ahora sobre quién vuelan los buitres? Como no reaccionemos, muy pronto estarán volando sobre nuestras cabezas.

—¿Cuándo está previsto que regrese el avión?

—Dentro de tres días.

—¡Tres días! —se horrorizó otro de los presentes que se había limitado a escuchar en silencio sentado sobre una roca—. ¿Y no hay forma de comunicarse con los pilotos para que vuelvan? ¿Qué coño pintamos aquí?

—Su base está en Angola y tienen que volar siempre de noche y dando grandes rodeos. No vale la pena intentar ponernos en contacto con ellos, porque no creo que pudieran ganar ni siquiera una hora ya que tenían previsto aterrizar al amanecer, y a oscuras no pueden hacerlo.

—¿Y cómo se supone que vamos a sobrevivir durante tres días si andamos escasos de agua?

—Tenemos dos opciones.

—¿La primera?

—Improvisar tiendas de campaña con los paracaídas, meternos dentro y resistir consumiendo lo menos posible.

—¿Y la segunda?

—Avanzar todo lo aprisa que podamos, encontrar la cueva, y apoderarnos del agua que trajo el helicóptero. Si han matado a los rehenes a esos hijos de puta debe quedarles más que suficiente.

—Nos estarán esperando en cada recodo del camino.

—Es de suponer.

—Y han demostrado ser unos magníficos tiradores que según Mendoza cuentan con rifles de mira telescópica.

—Eso parece.

—¿Cuántas cuevas puede haber ahí dentro?

—Eso nadie lo sabe, pero si las montañas se levantaron a causa de una antiquísima erupción volcánica, pueden ser muchas. Cuando se enfría la lava tiende a dejar grandes cavidades de difícil acceso.

—¿Y aun así crees que sería una buena idea atacar a pecho descubierto sabiendo que en cada una de esas cuevas nos puede estar acechando un tipo armado hasta los dientes?

—Yo no he dicho que sea una buena idea… —puntualizó quisquilloso el Mecánico—. He dicho que es una de las dos que se me ocurren.

—Un par de cagadas.

—Admito que son malas, pero la cuestión es decidir cuál de las dos sería la menos mala.

—¿Tú por cuál te inclinas?

La sorprendente respuesta de Bruno Serafian evidenció sin ningún género de dudas hasta qué punto se sentía desmoralizado.

—Creo que dadas las circunstancias no tengo derecho a opinar —dijo—. Aceptaré lo que decida la mayoría.

—Puede que exista una tercera… —intervino el número «Tres», un norteamericano alto y flaco, veterano de la guerra del Golfo.

—¿Y es?

—Caminar toda la noche hasta el pozo, sacar el agua y dejarla que repose para que el aceite se quede arriba. Tal vez podamos utilizar la que quede debajo.

—El problema no es el aceite… —le hizo notar Sam Muller—. El problema está en que no sabemos de qué clase de aceite se trata, ni qué tipo de productos químicos utiliza. Son esos productos los que se disuelven en el agua y nos pueden matar, dejarnos ciegos o paralíticos. Por lo que a mí respecta no estoy dispuesto a correr ese riesgo.

La mayor parte de sus compañeros expresaron de una u otra forma que compartían su opinión, por lo que llegó un momento en que el Mecánico se vio obligado a alzar los brazos pidiendo calma.

—¡Está bien! —exclamó—. Sometámoslo a votación. ¿Atacamos o esperamos?