Capítulo 4
Con la primera claridad del nuevo día el rojo vehículo había desaparecido tras las oscuras rocas, y Gacel Sayah observaba la soledad de la llanura sentado a la puerta de su jaima.
Meditaba.
Antes de que el alba hiciera intención de anunciarse en el horizonte, estaba ya en pie despidiendo a sus huéspedes, y ahora no podía menos que permanecer allí inmóvil, preguntándose qué extraña vida era la de aquellos seres que se lanzaban a una aventura tan disparatada, y qué extraña vida era la suya, que permanecía allí, anclado en el pasado cuando el mundo se movía con tan sorprendente rapidez.
Gacel no tenía demasiados estudios, pero había heredado la aguda inteligencia de su padre, y la vida le había enseñado muchas cosas que no habían caído en saco roto.
El muchacho que llegó hasta allí huyendo y que dedicó todos sus esfuerzos a construir un pozo se había convertido en un hombre que empezaba a preguntarse por el difícil futuro que aguardaba a su exigua familia.
Los esclavos habían sido liberados, los siervos se habían ido marchando uno tras otro, y no quedaban en el campamento más que su madre y sus hermanos, que escasas posibilidades tenían de constituir un clan digno de tal nombre.
Aisha estaba ya en edad de casarse, y tanto él mismo como Suleiman echaban de menos una mujer que compartiera cada noche su lecho, pero sabía a ciencia cierta qué pocas posibilidades tenían de conseguir pareja cuando todo lo que podían ofrecer se limitaba a un triste pozo, un huerto, tres palmeras y una docena de cabras y camellos.
La miseria suele ser tanto más miserable cuando se compara con la riqueza, y aquella noche, viendo cómo los franceses extraían de su sorprendente automóvil latas y más latas de exóticos productos, admirando el lujo de sus ropajes y sus botas, y asombrándose ante el derroche de medios materiales de que disponían, llegó a la conclusión de que su forma de vivir era en verdad auténticamente miserable.
Pero ¿qué podía hacer?
¿Adónde ir, aun en el caso de que el mundo se hubiera olvidado de la familia Sayah y de cuanto su padre había hecho tantos años atrás?
Fueran donde fueran seguirían siendo unos parias sin oficio ni beneficio, buenos tan sólo para cuidar ganado o cargar ladrillos, sin la más mínima preparación para abrirse camino allí donde las gentes sabían pilotar aviones, conducir vehículos que parecían volar sobre el desierto, o manejar sofisticados aparatos.
Su raza había quedado demasiado atrás en el tiempo, y ese tiempo cada día se aceleraba más y más.
El abismo que separaba al «Pueblo del Velo» de los restantes pueblos del planeta se ensanchaba por momentos, y estaba convencido de que intentar dar el salto que le condujera al otro lado significaría tanto como lanzarse de cabeza al vacío.
A la nación tuareg no le quedaba otro remedio que permanecer para siempre en la vieja orilla hasta que acabara por desaparecer como forma de entender la existencia, pero a Gacel Sayah le dolía admitir que pertenecía a una generación que se veía obligada reconocer que aquélla era una verdad incuestionable.
Gigantescos camiones malolientes atravesaban el Sáhara de norte a sur y de este a oeste, y cada uno de ellos transportaba la carga de treinta camellos, por lo que las lentas caravanas comenzaban a desaparecer del horizonte de dunas.
Sorprendentes instrumentos conectados con satélites artificiales que giraban por encima de las nubes determinaban en qué punto se encontraba un vehículo con una precisión imposible de determinar ni aún para el más experimentado de los guías beduinos.
Frágiles avionetas recorrían en una hora lo que él mismo tardaría una semana en recorrer, y todo cuanto había aprendido de la experiencia de generaciones de sus antepasados cabía en cuatro páginas de cualquiera de los miles de libros que se encontraban al alcance de cualquier muchacho europeo.
En el zoco de Al-Raia conseguía de vez en cuando viejos libros que leía y releía con avidez, y cuantos más leía más se descorazonaba puesto que comprendía que no existía forma alguna de integrarse al nuevo mundo que se abría más allá de aquellas oscuras rocas y aquella interminable llanura pedregosa.
Y el simple hecho de aceptar que se había convertido en una especie de fósil viviente, tan inútil como los moluscos petrificados que de tanto en tanto encontraba en las montañas, le sumía en la más profunda depresión.
Veinte años atrás su padre aún era un inmouchar orgulloso de su estirpe y de la sangre que corría por sus venas.
En el transcurso de una única generación los Sayah se habían convertido en una diminuta familia de vagabundos andrajosos.
Al menos su padre había sabido morir en plena gloria y en el mejor momento, dejando en la memoria de todos una de las páginas más brillantes de la historia de su pueblo.
A él no le aguardaba más que un amargo silencio. Prestó atención.
Su instinto de hombre de las llanuras se mantenía por fortuna intacto.
Aguzó la vista, y allí, en el horizonte, en el punto exacto por el que había hecho su aparición la tarde anterior el coche de Marcel Charriere, pudo distinguir una diminuta columna de polvo.
El vehículo, azul y blanco, avanzaba como si quisiera comerse el mundo, siguiendo exactamente las nítidas rodadas de quienes les habían precedido.
Minutos después el rugir de su potente motor fue ya claramente audible, y cuando se aproximó al campamento, todos sus miembros aguardaban expectantes.
Se detuvo casi en el punto exacto en que lo había hecho Marcel Charriere, y el hombre que lo conducía abrió la puerta para inquirir en tono apremiante:
—¿Cuánto tiempo hace que se fueron? —masculló en un pésimo francés.
Gacel Sayah lo observó un tanto desconcertado, se volvió a sus hermanos como si alguno de ellos pudiera aclararle las razones por las que un recién llegado ni siquiera se tomaba la molestia de saludar, y por último replicó de mala gana:
—Partieron al amanecer.
El hombre salió del vehículo, se despojó del casco y lo arrojó al suelo con mal contenida rabia al tiempo que exclamaba:
—¡La puta que los parió! Nos llevan dos horas de ventaja. ¿Qué número tenía?
El targui le observó sin comprender.
—¿Cómo ha dicho? —quiso saber.
—¿Que qué número tenía el coche? ¡Como éste! ¡Aquí! ¿Qué número tenía?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? ¿Cómo que no lo sabes?
—Nunca me han importado los números.
—Entiendo… ¿Y los colores? ¿Te importan los colores?
—A veces.
—¿Y qué color tenía?
—No me acuerdo.
El copiloto, que había descendido a su vez y lo observaba todo con atención, se volvió a su compañero para indicar también en francés, pero con un marcadísimo acento extranjero:
—No te esfuerces. Sea quien sea ya está lejos, y lo mejor que podemos hacer es salir arreando. ¡Ayúdame a sacar agua!
Se pusieron a la tarea de tirar del cabo, pero de inmediato Gacel avanzó un paso para inquirir con naturalidad aunque resultaba evidente que se esforzaba por mantener la calma:
—¿Es para beber?
El conductor le observó de reojo al tiempo que replicaba con manifiesta acritud:
—¿Para beber? ¿Esta agua? ¿Es que crees que quiero ir cagándome patas abajo el resto del viaje? No. No es para beber. Es para el radiador al que una piedra ha producido una pequeña grieta y tenemos que ir reponiéndola continuamente.
—En ese caso, es mejor que la deje donde está.
—¿Por qué?
—Porque este agua es únicamente para beber. Si pretenden echársela al coche tendrán que buscar otro pozo.
—¿Quién lo ha dicho?
—Yo.
—¿Y a mí qué me importa lo que digas? Este pozo es público.
—Se equivoca. Este pozo es privado. Lo perforamos nosotros, y por lo tanto es nuestro. El pozo público está muy lejos de aquí.
—¡Pero esto es Sidi-Kaufa!
—No. Esto no es Sidi-Kaufa.
—¡No es posible!
—Lo es. El otro coche cometió el mismo error. Al parecer mapas que les proporcionaron están equivocados.
—¡Mierda! ¡Hatajo de inútiles!
Los recién llegados se observaron y sin mediar palabra pacieron llegar a la conclusión de que se habían colocado en una situación harto delicada, por lo que el copiloto se esforzó por mostrarse conciliador.
—¡Bien! —musitó—. Supongo que tienen razón y en efecto no es Sidi-Kaufa, ya que según el «Libro de Rutas» allí existe un oasis con más de cincuenta palmeras… ¿Cuánto quieres por el agua?
—Para beber, nada.
—¿Y si no es para beber?
—No está en venta.
—¿Cómo que no está en venta? —se asombró el conductor. ¿Algún precio tendrá?
—Aquí el agua es la diferencia entre la vida y la muerte, y por lo tanto no tiene precio.
—¿Quinientos francos por diez litros?
—¿Realmente cree que podemos bebernos quinientos francos?
—¿Y mil?
—Tampoco quitan la sed.
—¡Pero bueno! —estalló el otro—. ¿Qué es lo que pretende? Le estoy ofreciendo una fortuna por un poco de agua.
—Yo no pretendo nada —le hizo notar Gacel—. Ni mil, ni diez mil, ni un millón de francos sirven de mucho si falta el agua. Si quieren beber, beban. En caso contrario es mejor que sigan su camino, porque ni tan siquiera han tenido la delicadeza de solicitar nuestra hospitalidad y ya es demasiado tarde para hacerlo.
—Pero es que si no le echamos agua al radiador el motor reventará en mitad del desierto —protestó su oponente.
—Ése es su problema, no el nuestro. Cuando decidieron tomar parte en una carrera tan estúpida debieron imaginar que algo así podía suceder. —El targui hizo un significativo gesto con la mano al añadir—: Y ahora es mejor que se vayan.
El conductor meditó unos instantes, asintió con la cabeza, recogió su casco y penetró en el vehículo, pero de inmediato surgió de nuevo empuñando un pesado revólver con el que apuntó directamente a la cabeza de Gacel Sayah.
—¿Y ahora qué dices, moro piojoso? —exclamó—. ¿Me vas a dar ese agua, o no me vas a dar ese agua?
—¡Pero qué coño haces! —se horrorizó su acompañante—. ¿Es que te has vuelto loco? ¡Guarda esa arma!
—¡Y una mierda! —fue la airada respuesta—. Sin ella nos quedaremos tirados en mitad del desierto.
—¡Pero eso no son maneras…! Avisaremos por radio y vendrán a buscarnos.
—¿Cuándo? ¿Dentro de seis horas, o quizá dentro de un día? Seguro que quienquiera que sea el que va por delante, les ha pagado a estos cerdos para que nos impidan alcanzarles, y no estoy dispuesto a consentirlo. ¡Saca esa agua!
—¡Pero Marc…!
—¡Calla y haz lo que te digo! Cada minuto cuenta.
—Nos pueden descalificar por esto.
—¿Y cómo van a saberlo? ¿Acaso piensas contárselo?
—No, pero…
—¡No hay peros que valgan…! —El llamado Marc era en verdad un hombre irascible al que se le advertía cada vez más nervioso puesto que agitaba el arma de tal modo que su cañón pasaba alternativamente de uno a otro de los presentes—. Son esos inútiles los que se han equivocado en los mapas, y ya nos aclararon que cuando surgiera un contratiempo nos las apañáramos como pudiéramos. Así que acabemos con esto de una vez.
El otro dudó y resultaba evidente que no deseaba involucrarse en tan desagradable incidente, pero pareció llegar a la conclusión de que no se le ofrecían demasiadas opciones, por lo que acabó por sacar agua del pozo y llenar con ella primero el radiador del automóvil y luego un pequeño bidón.
—¡Lo siento! —murmuró al concluir.
—¿Qué es lo que sientes? —le espetó ásperamente su compañero que se iba enfureciendo más a cada minuto que pasaba—. ¿Suponías que esto iba a ser un paseo por los Campos Elíseos? Te advertí que probablemente tropezaríamos con bandidos y salteadores de caminos y aceptaste, así que no me vengas con puñetas.
—Pero es que no son bandidos.
—Quien pretende cobrar más de mil francos por diez litros de agua es un bandido aquí y en la China… ¡Sube al coche de una puta vez o te dejo en tierra!
Aguardó a que lo hubiera hecho y a continuación fue hasta la parte posterior del pesado todoterreno, abrió la puerta, extrajo una lata de aceite, y con ella en la mano se aproximó al brocal del pozo.
Sin apartar la vista del rostro de Gacel y con el arma ahora amartillada, desenroscó el tapón y comenzó a dejar caer un chorro de aceite que resonó sordamente treinta metros más abajo.
—¡Mira lo que hago con tu mierda de agua! —dijo—. Vas a estar un mes cagando aceite.
Abrió la mano para que la lata que aún se encontraba más que mediada se fuera al fondo, dedicó a los presentes un sonoro, barriobajero y expresivo «corte de mangas» y subiendo al vehículo lo puso en marcha al tiempo que gritaba:
—¡Que te jodan!
—¡Estás loco…! —musitó amargamente su copiloto, al que se le diría que estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Y más loco estoy yo por aceptar meterme en esto conociéndote como te conozco…
—¡Que te jodan a ti también!
La familia Sayah se había quedado como petrificada, asombrada e incrédula, a todas luces incapaz de aceptar que lo que acababa de ocurrir pudiera ser algo más que una amarga pesadilla, y en cuanto el coche que se había alejado siguiendo las rodadas de su predecesor desapareció de su vista, Gacel se aproximó a una de las palmeras, apoyó en ella la frente y permaneció muy quieto, esforzándose por dominar la ira que se había adueñado de su ánimo.
Invocó a Alá pidiendo templanza, consciente de que se sentía incapaz de ordenar sus pensamientos, o tal vez exigiendo que le aclarara por qué extraño capricho había permitido que algo así sucediese.
Él era un hombre justo, y su familia una familia honrada que había respetado escrupulosamente los mandatos divinos, y por lo tanto no concebía la razón por la que el destino se esforzaba en perseguirles hasta en el mismísimo corazón del desierto.
Si su padre había cometido algún pecado, bastante había hecho al pagarlo con la vida, y ellos, sus hijos, inocentes de toda culpa, habían sido acosados y escarnecidos como si de auténticos criminales se tratase.
Habían luchado con uñas y dientes para sobrevivir, habían dejado incluso parte de su sangre en aquel triste pozo que apenas les permitía subsistir, y ahora, además, les enviaba aquella nueva y desconcertante maldición en forma de hombres llegados de muy lejanos países y que nada respetaban.
—¿Qué vamos a hacer? Se volvió a observar el desencajado rostro de su hermana en cuyos enormes ojos oscuros podía leerse claramente el temor.
—No lo sé.
—¿Cómo sobreviviremos sin agua?
—Tampoco lo sé.
—Van a ser cuatro días muy duros hasta llegar a Sidi-Kaufa.
—¿Queda algo en las girbas?
—Ni una gota.
—¡Señor, Señor…! Aunque consiguiéramos llegar hasta allí la mayor parte del ganado moriría por el camino.
—¿Qué crees que pasaría si bebiéramos de ese agua?
—No tengo ni idea. Es aceite de máquina y siempre he oído decir que enferma a la gente y la deja ciega.
—¿Ciega? —repitió la muchacha horrorizada.
—Ciega o paralítica, ¿qué más da?
—Pero el aceite flota en el agua. ¡Tal vez si…!
—No podemos arriesgarnos… —le interrumpió su hermano—. No tenemos forma de saber qué cantidad de ese aceite basta para enfermar a una persona, ni qué clase de remedios existen para ese tipo de enfermedades. Quizá sea un veneno que mata en el acto, o quizá se te quede dentro para ir debilitándote poco a poco…
Laila y Suleiman, que se habían aproximado, permanecían en silencio, escuchando a Gacel y dando por sentado que debía ser él, como cabeza de familia, quien tomara una decisión de la que sin duda dependía la vida de todos.
Por su parte éste se volvió a observarlos, como si estuviera intentando leer sus pensamientos, aunque de igual modo consciente de que el peso de la responsabilidad descansaba únicamente sobre sus hombros.
Cualquiera que fuese su parecer sería aceptado, puesto que para eso se había convertido en el inmouchar del exiguo clan y para eso le había sido impuesto el glorioso nombre de su padre.
Tomó asiento a la sombra de la palmera, jugueteó con la arena, contempló largamente el pozo, los corrales y las jaimas, lanzó un hondo suspiro y por último señaló:
—Debemos apresurarnos a cargarlo todo. Cuanto antes nos vayamos, antes llegaremos a Sidi-Kaufa.
—¿Cargarlo todo? —repitió su madre con marcada intención—. ¿Significa que levantamos el campamento? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Nos vamos para siempre?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —fue la amarga respuesta—. El agua de ese pozo estará envenenada durante meses, y quizá haya llegado el momento de que abandonemos definitivamente este destierro. Con un poco de suerte es posible que a estas alturas ya se hayan olvidado de nosotros.
—Hace años que la suerte no se digna cruzar frente al umbral de nuestra jaima —le hizo notar Suleiman—. Desde el aciago día en que Abdul-el-Kebir nos pidió asilo, la suerte parece haberse convertido en nuestra peor enemiga.
—Sabido es que la suerte no suele ser amiga de los honrados y los justos —le replicó su hermano—. Pero sabido es, también, que los honrados y los justos acaban por tener al Señor como aliado. Y un auténtico creyente debe preferir siempre la mano de Alá, que la de una suerte que al igual que te persigue, te abandona. ¡Ve a buscar los camellos!
Se pusieron de inmediato a la tarea de desmontar el mísero campamento y empaquetar sus parcas pertenencias, pero no habían cargado aún a la primera de las bestias, cuando Aisha alzó de improviso el rostro para anunciar con sorprendente calma:
—¡Ahí viene otro!
En el mismo punto, siguiendo fielmente las rodadas de quienes les habían precedido, un nuevo vehículo seguido como siempre de su inevitable nube de polvo, había hecho su aparición en la distancia.
—Al parecer todos disponen del mismo mapa, y por lo tanto todos están cometiendo idéntico error… —comentó un meditabundo Gacel al tiempo que se rascaba la negra barba—. Eso quiere decir que podemos conseguir que las cosas se arreglen.
—¿Cómo?
—Aceptando que quien nos ha causado el daño no es solamente ese hijo de puta, sino todos cuantos participan en la carrera. Si están juntos en esto, tienen que responder juntos por esto.
—Pero los otros, los que llegaron ayer, se comportaron correctamente y parecían incapaces de hacer daño a nadie —le hizo notar su madre.
—¡Es posible…! —admitió Gacel—. Pero cuando nos hemos enfrentado a otras tribus, nunca nos hemos detenido a pensar en que entre los miembros de esa tribu podía haber buenas personas. Eran el enemigo, y como tal debíamos combatirlos.
—¡Eso es muy cierto! —admitió su hermano—. Según las antiguas costumbres, si un guerrero del «Pueblo de la Lanza» nos hubiera ofendido y humillado hasta el punto en que ese hombre lo ha hecho, el «Pueblo de la Lanza» tendría la obligación de entregárnoslo con el fin de evitar una guerra.
—¿Estás de acuerdo con eso, madre?
—Son leyes muy viejas, hijo, ¡muy, muy viejas!, pero por eso mismo considero que deben seguir vigentes mientras el desierto continúe siendo el desierto, y los tuaregs continuemos siendo tuaregs… Quien comete un delito debe pagar por ello.
—¡Que así sea!
Los dos hombres detuvieron su vehículo junto al pozo, descendieron sudorosos y agotados, se despojaron de los pesados cascos, y ni siquiera se sintieron con fuerzas para reaccionar cuando se enfrentaron a las oscuras bocas de sendos fusiles que les apuntaban directamente a los ojos.
—¿Qué significa esto? —acertó a balbucear uno de ellos.
—Significa que se han convertido en nuestros prisioneros —replicó con absoluta calma Gacel Sayah.
—¿Prisioneros? ¿Qué quiere decir con eso de «prisioneros»? ¿A qué clase de prisioneros se refiere?
—A prisioneros de guerra.
—¿Es que se ha vuelto loco? No estamos en guerra con nadie.
—Pero nosotros sí.
—¿Con quién?
—Con todos los que recorren el desierto creyendo que es suyo… —Gacel se volvió a su hermano para ordenar secamente—: ¡Átalos!
Veinte minutos más tarde, y acomodados en el interior de la única jaima que aún no había sido desmontada, los dos desconcertados «prisioneros» contemplaban a sus captores como si en verdad se tratara de seres de otra galaxia.
—¿Y nosotros qué tenemos que ver con todo eso? —inquirió al fin el que parecía llevar la voz cantante—. Ni siquiera conocemos a ese tal Marc, y no nos pueden culpar de haber envenenado su pozo cuando aún nos encontrábamos a cincuenta kilómetros de aquí.
Y no les culpo —le hizo notar con toda naturalidad Gacel, que había tomado asiento frente a ellos—. Si les culpara ya estarían muertos.
—¿Entonces?
—Comprenderán que con nuestros pobres camellos jamás conseguiríamos atrapar al auténtico culpable, que a esas horas ya debe estar cerca de Sidi-Kaufa… Pero hasta que ese malnacido regrese, pida perdón y reciba el castigo que merece, ustedes se quedarán aquí.
—¿Cómo ha dicho?
—Que serán nuestros huéspedes, hasta que el culpable regrese.
—¿Huéspedes o rehenes?
—Llámelo como quiera.
—¡Pero esto es una locura! —protestó el copiloto que al parecer no entendía demasiado bien el francés y hacía un notable esfuerzo con el fin de captar el sentido de cuanto se estaba diciendo—. ¡Una auténtica locura!
—La auténtica locura estriba en correr como posesos a través de los pedregales y las dunas, sin respetar la propia vida ni la de cuantos encuentran en su camino. Locura es robar y envenenar un agua sin la que estamos condenados a morir, o amenazar con un arma a quien te ha recibido con los brazos abiertos. Y si ha aceptado tomar parte en semejante estupidez, debe aceptar que en un momento determinado su estupidez les arrastre.
—Pero ¿qué piensa conseguir secuestrándonos? —quiso saber el otro—. Dudo que un cabrón capaz de hacer lo que ha hecho reconozca su error y acepte volver a pedir perdón.
—Ere ese caso la sentiré por ustedes.
—¿Quiere decir que está dispuesto a matarnos?
—Ése es el fin que aguarda a los rehenes cuando no se cumplen las exigencias de quienes les retienen, y…
—Viene otro coche.
Gacel se volvió a su hermano que era quien le había interrumpido, y que permanecía en pie junto a la entrada, limitándose a hacer un leve gesto de asentimiento al señalar:
—Esto parece haberse convertido en un zoco… ¿Cuántos crees que necesitaremos?
—Cuantos más mejor.
—Con cinco o seis bastará. Demasiados nos causarían problemas.
A media tarde, cuando los termómetros se aproximaban a los cincuenta grados y el aire se volvía casi irrespirable, siete sudorosos cautivos, uno de los cuales había llegado a bordo de una motocicleta, se apretujaban en el fondo de la enorme tienda de pelo de camello.
Las dos mujeres se habían preocupado de recoger el agua que quedaba en los vehículos, así como todas las provisiones disponibles, y comenzaba a atardecer cuando ya los animales aparecían cargados y listos para ponerse en marcha.
Gacel se acuclilló frente al motorista, un austriaco taciturno que hablaba un francés deleznable pero que parecía entenderlo a la perfección, para apuntarle directamente con el dedo:
—Vas a regresar por donde has venido —le dijo—. Y te ocuparás de detener a todos los que intenten aproximarse. Explícales la situación; que entiendan que a tus compañeros los voy a enviar a un lugar en el que jamás podrán encontrarlos. Yo me quedaré aquí esperando, y hasta que ése al que llaman Marc no se presente ante mí, estos seis permanecerán en poder de mi familia… ¿Has comprendido?
—Perfectamente.
—¿Alguna duda?
—Sólo una. ¿Piensa matarlos?
—Si no queda otro remedio, sí.
—¿Por un poco de agua?
—¿Tienes sed?
—Mucha.
—Pues si te dejara aquí y nadie viniera a buscarte, mañana matarías a tu madre por un poco de agua… —Extrajo de la funda la afilada gumía que siempre llevaba a la cintura y cortó con ella las gruesas correas que le maniataban—. ¡Y ahora vete! —dijo.
—¿Puedo beber algo?
—No.
—¡Pero es que estoy casi deshidratado!
—Eso te permitirá comprender mejor nuestra situación, y hasta qué punto tu amigo ha cometido un delito imperdonable.
—¡No es mi amigo! —protestó ruidosamente el otro—. Jamás lo he visto.
—Un grave error por tu parte… —sentenció el imohag. Lanzarte a la aventura de atravesar un continente sin saber qué clase de gente viaja contigo te puede conducir a situaciones como ésta… ¿Te vas ya o mando a otro?
—¡Me voy, me voy…! —se apresuró a replicar el austriaco, pero casi de inmediato se volvió al resto de los cautivos—. ¡Tranquilos! —dijo—. En un par de días todo se habrá solucionado.
—Procura que así sea. Y por favor, que avisen a nuestras familias.
—Me ocuparé de ello… —Lanzó un reniego—. ¡La puta que parió a ese cabrón! ¡Mira que la que ha organizado!
Trepó a su frágil máquina aún maldiciendo, la puso en marcha y a los pocos instantes volaba por la llanura siguiendo lo que comenzaba ya a ser un camino casi perfectamente delimitado.
Gacel y Suleiman le estuvieron observando largo rato, y al fin el segundo señaló:
—Será mejor que nos pongamos en marcha. Quiero estar en la cueva antes de que amanezca porque si aparece uno de esos aviones nos localizará fácilmente.
—Ten cuidado en las montañas.
—Sabes que lo tendré.
Media hora más tarde, una pequeña caravana se disponía a abandonar el pozo Ajamuk en dirección al norte.
La componían tres camellos montados por Laila, Aisha y Suleiman, otros cuatro cargados con la mayor parte de las pertenencias de la familia, y una cuerda de cautivos cuyos rostros mostraban a las claras el horror que les producía la sola idea de tener que avanzar a pie a través del desierto.
—¿Adónde nos llevan? —inquirió uno de ellos con apenas un hilo de voz.
A un lugar seguro… —fue la respuesta—. Pero no se preocupe, no somos bandidos. En cuanto se repare el daño que nos han causado volverán a sus casas sanos y salvos.
—Pero es que podemos repararlo aquí y ahora —replicó el pobre hombre—. En el coche guardo cien mil francos para casos de emergencia. Y estoy seguro de que en los otros dos había casi otro tanto. ¡Son suyos, pero no nos obligue a caminar con semejante calor!
—Puede estar seguro de que cuando vuelvan su dinero continuará en el mismo sitio —le hizo notar el targui—. Aquí no sirve más que para encender fuego. Lo que tiene que hacer es rezar para que quien causó tanto quebranto se presente ante mí.
—¿Y si no lo hace?
—Mi hermano los matará.
—¡Que Dios nos ayude! —sollozó el otro.
—Él es siempre el último consuelo…
Cuando el grupo de hombres y bestias hubo desaparecido más allá de las rocas que protegían el campamento del temido harmattan que a menudo soplaba durante varias semanas, Gacel Sayah tomó asiento al pie de su palmera predilecta y se dispuso a esperar con la paciencia que tan sólo los hombres habituados a la caza en las arenas y las llanuras pedregosas son capaces de desarrollar.
De niño, su padre, el gran inmouchar al que todos llamaban el Cazador, le había enseñado a permanecer enterrado durante todo un día sin dejar al descubierto más que la nariz y los ojos, oculto bajo un matojo, a la espera de una gacela, un antílope o un avestruz que tal vez jamás haría su aparición.
El tiempo que tuviera que permanecer bajo un sol abrasador carecía de importancia.
El calor, la sed, los alacranes y las serpientes también.
Lo único que importaba en aquellos momentos era convertirse en piedra, no mover un músculo y evitar que la aguda vista o el fino oído de los habitantes de la llanura les pusieran sobre aviso.
Se hacía necesario permitir que la pieza se fuera aproximando paso a paso y que ramoneara aquí y allá moviéndose a su antojo, puesto que en semejantes soledades una bala era un preciado tesoro que jamás se debía desaprovechar, y un buen cazador nunca apretaba el gatillo hasta estar absolutamente seguro de que no iba a fallar el tiro.
La paciencia era como una segunda piel en la que los tuaregs se embutían en cuanto tenían uso de razón.
La paciencia era el arma con la que habían logrado sobrevivir allí donde tantos otros pueblos habían perecido, y la paciencia era como un gen añadido a los genes de su raza, tan distinta a otras razas como si en verdad el color de su piel fuera de un azul-añil intenso.
Ahora, sentado allí, contemplando lo poco que quedaba de lo que había sido su hogar, Gacel Sayah demostraba una vez más que para los de su estirpe el tiempo carecía de importancia, ya que pese a que permaneciera muy quieto y como ausente, su mente se agitaba como las ramas de una acacia bajo un violento vendaval.
Tenía conciencia de que el camino que había elegido resultaría a la larga absolutamente intransitable.
Tenía conciencia de que no podía enfrentarse, sin más armas que su cochambroso fusil y su fuerza de voluntad, a las sorprendentes máquinas que los temidos europeos eran capaces de desarrollar, pero tenía conciencia, también, de que si no se comportaba tal como lo estaba haciendo, los huesos de su padre se removerían en la tumba y generaciones de sus antepasados le maldecirían por no haber sabido defender el honor del más glorioso de los pueblos: el del Kel-Talgimus.
—Haber nacido en el seno del «Pueblo del Velo» nos hace diferentes del resto del mundo, en lo bueno y en lo malo —le había dicho muchos años atrás su madre cuando le preguntó la razón por la que su padre se había lanzado a la imposible aventura de enfrentarse a un ejército—. Se nos otorga un gran honor, pero en compensación se nos penaliza con una pesada carga: la de tener que ofrecer incluso la vida por mantener aquellos principios que nos diferencian del resto de los mortales. Morir por defender a quienes hemos ofrecido nuestra amistad o nuestra protección es tan importante como morir por exterminar a quienes nos ofenden o desprecian. Cuentan que en las verdes llanuras del paraíso tan sólo existe una montaña y que está reservada a los tuaregs. Por eso los tuaregs tienen que hacer más méritos que los demás para conseguir sentarse en la cima.
—¿Quién la ha visto?
—Cierra los ojos y la verás.
A menudo, cuando la soledad o la tristeza le invadían, Gacel cerraba los ojos para que su mente volara una vez más a la cima de aquella montaña, en cuya cúspide, sentado junto a su fiel camello R’Orab, su padre disfrutaba, más que ningún otro, de la proximidad de aquel que había sido capaz de crear al mismo tiempo la aridez del desierto y el esplendor del paraíso.
Nacido en el seno de una nación de héroes, su padre se había hecho famoso por sus heroicidades, y por lo tanto, quien llevara su sangre tenía que dar claras muestras de que esa sangre seguía conservando toda su fuerza.
Llegaron las sombras, cerró la noche, aullaron las hienas y una luna inmensa hizo su aparición en el horizonte.
La luna llena en el desierto nace de un rojo intenso y tan enorme que se diría que está a punto de abrasar la tierra como si en realidad se tratara de un nuevo sol que se ha aproximado en exceso.
Luego, a medida que se eleva disminuye de tamaño y cambia de color pasando en cuestión de minutos del amarillo al azul metálico y más tarde a un blanco luminoso.
A qué se debían dichos cambios de color y por qué extraña razón se empequeñecía cuando estaba en lo más alto para volver a crecer cuando se aproximaba de nuevo al horizonte era un misterio para el que los beduinos jamás habían tenido explicación.
—Sube mucho y se aleja… —aseguraban algunos—. Luego vuelve a descender y se aproxima.
—Es como un inmenso buche de cabra que allá arriba se deshincha porque no encuentra suficiente aire… —aventuraban otros—. Al descender vuelve a encontrarlo.
—Se trata simplemente de un fenómeno óptico —aseguraban los franceses—. Su tamaño y su distancia nunca varían; es el hecho de tener o no la referencia de la línea del horizonte lo que lleva a nuestra mente la falsa impresión de que aumenta o disminuye.
Fuera como fuera, allí estaba, trocando las tétricas tinieblas en hermosa claridad, obligando a las hojas de las palmeras a dar sombra una vez más, y permitiéndole incluso distinguir la dentada silueta de las montañas en las que los miembros de su corta familia debía haber encontrado ya refugio.
Allí, en aquel complejo laberinto de picachos y barrancas que tantas veces habían recorrido siguiendo el rastro de una cabra salvaje, su difunto hermano Ajamuk había descubierto, por pura casualidad, la diminuta entrada de una enorme gruta cuyo interior aparecía adornado con infinidad de delicadas pinturas de antílopes y gacelas, y que al parecer llevaban allí miles de años.
Tan alta y espaciosa como la mayor de las mezquitas en que hubieran rezado nunca, oscura y fresca, debió servir de seguro refugio a una numerosa tribu en los lejanos tiempos en los que por aquellos parajes aún corría un caudaloso río que por alguna desconocida razón se cansó de lamer las faldas de las montañas.
Se fue el agua, murió la tierra, se alejó la caza, emigraron los hombres, y como recuerdo de los hermosos tiempos tan sólo permanecieron la cueva, las pinturas y algunos restos de huesos y cornamentas.
Disimulada tras dos rocas, ni aun los sofisticados instrumentos que tan capaces eran de inventar los europeos conseguirían localizar su entrada, y debido a ello Gacel Sayah alimentaba la remota esperanza de que tal vez tenía una oportunidad de vencer en la desequilibrada guerra que acababa de declarar a unos enemigos a los que reconocía infinitamente superiores.
Le vino a la mente una frase que en dos ocasiones muy diferentes le había repetido su padre:
«Un tuareg nunca debe luchar contra un enemigo más débil puesto que eso es a todas luces indigno. Tampoco debe luchar contra un igual, a no ser que también sea tuareg, pero en ese caso únicamente la suerte decidirá el resultado, por lo que la victoria carece de mérito. Eso quiere decir que un auténtico inmouchar tuareg tan sólo debe enfrentarse a quien sea más fuerte que él con el fin de que pueda sentirse justamente orgulloso de su triunfo».
Pese a que aquella simple frase mostrara a las claras hasta qué punto los imohag se sentían superiores al resto de los hombres, Gacel Sayah había vivido durante suficiente tiempo en una gran ciudad como para saber que cuanto le dijera su padre podría aplicarse a una época en la que se luchaba en el desierto y espada en mano, pero no cuando gigantescos misiles surcaban el cielo y veloces tanques atravesaban los campos.
Durante su estancia en aquella horrenda ciudad había vagabundeado por muy diversas calles, y había pasado largas horas plantado frente a muy diversos escaparates en los que infinidad de pantallas de televisión mostraban sorprendentes imágenes de lugares y gentes de los que jamás sospechó siquiera la existencia.
Había asistido incluso a la retransmisión en directo de una feroz guerra en el desierto, y había podido asombrarse ante la eficacia con que los proyectiles destruían sus objetivos en plena noche.
¿Qué se podía hacer frente a eso cuando no se contaba más que con un herrumbroso Mauser heredado de su abuelo y para el que no le quedaban más que un puñado de balas?
¿Qué se podía hacer cuando el más veloz y resistente de sus camellos tan sólo podía recorrer en un día la centésima parte de camino que recorría sin fatigarse uno de aquellos pestilentes vehículos?
Giró el rostro hacia los tres pesados todoterrenos cubiertos de polvo pero cuyos cristales devolvían multiplicado el reflejo de la luna, para detenerse a comparar el grosor de sus gigantescas ruedas con la fragilidad de las patas de su «mehari» predilecto.
No pudo evitar que se le escapara una leve sonrisa, como si en realidad estuviera riéndose de sí mismo, ya que se le antojaba que la suya era la tragicómica historia de la hormiga que intentaba violar a un elefante.
¿Adónde pretendía llegar?
¿En qué demonios estaba pensando cuando se le ocurrió la peregrina idea de desafiar a quienes podían permitirse el lujo de despilfarrar tanto dinero y tanto esfuerzo en un empeño tan ridículo como atravesar África de lado a lado por el simple capricho de llegar en primer lugar a El Cairo?
La luna estaba en lo alto, justo sobre su cabeza y más pequeña que nunca cuando cerró los ojos, pero rozaba ya de nuevo el horizonte, ahora más grande, cuando la risa de una hiena le despertó.
Calculó el tiempo que faltaba para el amanecer, y calculó también el tiempo que faltaría a los suyos para alcanzar la entrada de la que tiempo atrás habían bautizado como «La Cueva de las Gacelas».
El nuevo día sería sin duda un día muy duro.
El alba comenzaba a anunciar su presencia por levante cuando se puso pesadamente en pie, se encaminó a un grupo de matojos que crecían en el borde mismo de la vieja sekia, y súbitamente desapareció.
Fue como si se lo hubiera tragado la tierra, y de hecho así era.
Allí, perfectamente disimulado entre los arbustos, sus hermanos y él habían cavado un seguro refugio capaz para una docena de personas en el que en caso de peligro podían ocultarse las mujeres y los niños.
Era ésa una vieja costumbre beduina nacida de la necesidad de proteger a los más débiles en una época en la que los enfrentamientos tribales y los asaltos de los bandidos solían estar a la orden del día.
«La Madriguera del Fenec» se le llamaba, puesto que su configuración copiaba punto por punto el escondite de los pequeños zorros del desierto, con una entrada muy angosta, un amplio espacio interior a gran profundidad, y una salida de emergencia que tan sólo podía terminarse desde dentro y siempre en el último momento.
Una vez cerrada resultaba imposible localizarla, pero una angosta mirilla permitía atisbar cuanto ocurría en el exterior.
El calor resultaba agobiante y el aire casi irrespirable, pero eso era algo a lo que un saharaui estaba acostumbrado desde niño.
Se sentó a esperar.
Una vez más la paciencia se adueñó de su ánimo. El sol alumbró la inquietante desolación del campamento.
Pasaron, sin prisas, largas horas. El calor iba en aumento.
Al fin percibió un lejano zumbido.
Llegaba del sudeste, pero por más que aguzó la vista no advirtió la presencia de vehículos ni de nubes de polvo.
Por último comprendió que lo que se aproximaba era un helicóptero de mediano tamaño que se mantuvo durante unos cuantos minutos justo sobre la vertical del pozo.
Al poco fue a posarse a unos cien metros de distancia y de él descendieron dos hombres, mientras que un tercero permanecía sentado ante los mandos.
Los que se habían apeado no eran militares.
Ni policías, ni militares, y al menos uno de ellos, rubio y delgado, no podía ocultar su procedencia europea.
El otro, cetrino y de cabello rezado, podía muy bien ser norteafricano.
Estudió atentamente sus gestos, observó cómo se aproximaban a comprobar que no había nadie en los coches, cómo se asomaban más tarde al pozo, y cómo acababan por extraer agua para olerla y probarla mojando la punta de un dedo al tiempo que hacían un gesto de desagrado.
El moreno lanzó un reniego y comenzó a hablar agitadamente.
Luego se dirigieron a la mayor de las jaimas para desaparecer en su interior.
Gacel se cercioró de que el piloto no estaba mirando hacia donde él se encontraba, se deslizó fuera de su escondite y corrió para buscar un ángulo desde el que tampoco pudiera verle.
Trazó un amplio rodeo por detrás de la tumba de Ajamuk, se aproximó por la cola del helicóptero y tras cubrirse el rostro con el velo abrió la portezuela y ordenó secamente:
—¡Baja!
El pobre hombre dio un respingo, pero obedeció sin rechistar y sin demostrar temor alguno:
—¡Aselam aleikum! —saludó.
—¡Metulem metulem! —replicó Gacel prefiriendo utilizar como siempre el saludo targui al tiempo que indicaba hacia la jaima—. ¿Quiénes son?
—Miembros de la organización del rally. Yo me limito a pilotar este trasto.
—¿Van armados?
—¿Armados? —repitió el otro con sincera sorpresa—. ¡En absoluto! ¿A quién se le ocurriría entrar armado en un campamento tuareg?
—A uno de los suyos se le ocurrió.
—Imbéciles hay en todas partes. Y en esta carrera más que en ninguna otra.
Avanzaron en dirección al pozo y cuando se encontraban a menos de diez metros de la entrada los dos recién llegados hicieron su aparición en la puerta de la tienda de pelo de camello, e inmediatamente abrieron las manos como para dejar muy claro que venían en son de paz.
—¡Aselam aleikum! —exclamó en árabe el más moreno—. Respetuosamente solicitamos tu hospitalidad.
—Concedida está si habéis acudido en son de paz.
—En son de paz acudimos —aseguró el rubio en un exquisito francés—. Me llamo Yves Clos, y éstos son los señores Amed Habaja y Nené Dupré. Lo único que pretendemos es solucionar cuanto antes este desagradable incidente.
—En ese caso será mejor que nos sentemos dentro, ¿tienen agua?
—¡Naturalmente!
—¡Tráiganla!
El rubio, que demostraba ser desde el primer momento el jefe del grupo, hizo un leve gesto al piloto que corrió hacia al helicóptero, pero que una vez en la puerta se volvió para gritar:
¿Llevo también café?
Gacel asintió y al poco el hombre regresó con una cantimplora, un termo y varios vasos de plástico.
Tomaron asiento en el interior de la jaima, los extranjeros en el fondo y el targui frente a ellos con el arma sobre las rodillas, y se observaron como si cada uno de ellos esperara que fuera el otro quien iniciara la conversación.
—¿Y bien? —se decidió al fin Yves Clos—. ¿Qué es lo que pretende reteniendo a esos hombres?
—Que se haga justicia.
—Lo entiendo y me parece lógico, aunque no me parezca correcta la forma de conseguirlo. El secuestro es un delito muy grave.
—¿Tan grave como amenazar con un arma a gente de paz en su propia casa y envenenar el único pozo que existe en la región?
—No lo sé, pero quiero suponer que igual de grave.
—¿Qué le hubiera ocurrido a mi familia si esos coches no aparecen? Nuestras posibilidades de llegar con vida al pozo más cercano eran muy escasas.
—Lo imagino, y me congratulo de que no les haya sucedido nada, pero esos a los que han retenido no tienen culpa de lo ocurrido.
—Lo sé, y por ello tienen mi palabra que si se cumplen mis condiciones no sufrirán el más mínimo daño.
—¿Y cuáles son esas condiciones?
—Únicamente tres.
—¿A saber…?
—La primera que vacíen el pozo, lo limpien y lo llenen de agua hasta los bordes.
—No hay problema. ¿La segunda?
—Que ni coches ni motos vuelvan a pasar nunca por aquí.
—Tampoco veo problemas a eso. ¿Y la tercera?
—Que me traigan a los culpables para que pueda aplicarles la ley tuareg.
—¿Y qué dicta esa ley?
—Que a uno de ellos, el que no quería tomar parte; pero se comportó como un cobarde, se le propinen treinta latigazos.
—¡Dios bendito! ¡Qué barbaridad!
—Es la ley.
—¿Y qué le harán al otro?
—Recibirá cincuenta latigazos por envenenar el agua y se le cortará la mano derecha por haber amenazado con un arma a quienes les habían recibido pacíficamente.
—¡Cortarle la mano derecha! —se escandalizó el rubio que no pudo evitar volverse a sus compañeros que mostraban idéntico horror—. ¿Se da cuenta de lo que está pidiendo?
—Tan sólo estoy pidiendo que se cumpla la ley.
—Pero ésa es una ley de salvajes.
—Salvaje es quien no respeta el hogar ajeno y quien antepone una estúpida prueba deportiva a cuatro vidas humanas. ¡«Ése» es un salvaje! Yo tan sólo soy un pacífico tuareg que no se había metido con nadie hasta que ustedes aparecieron por aquí.
Se hizo un largo silencio.
Se diría que una pesada losa había caído de improviso sobre las espaldas de los recién llegados, que probablemente no se esperaban, ni por lo más remoto, semejante demanda.
Por fin, tras rascarse nerviosamente la rubia cabellera que le caía casi hasta los ojos, el llamado Yves Clos señaló:
—Entienda que va a resultar prácticamente imposible convencer a ese individuo para que venga hasta aquí con el fin de que le propinen cincuenta latigazos y le corten una mano.
—Me lo imagino.
—¿Entonces?
—Son ustedes los que tienen que resolver este asunto, no yo. Pero de lo que pueden estar seguros es que si no lo traen jamás volverán a ver a los otros.
—No creo que sea capaz de matar inocentes… —intervino el egipcio Amed Habaja que hasta ese momento apenas había abierto la boca más que para saludar—. Es algo que va contra nuestras creencias. El Corán ordena que…
—Sé muy bien lo que ordena el Corán… —replicó Gacel con acritud—. Aquí no hay mucho que hacer y por lo tanto lo he leído una docena de veces. Pero los tuaregs tenemos leyes muy anteriores a la aparición del Corán, y a ellas me atengo.
—No me parece justo.
—La justicia varía con los lugares, con los tiempos, e incluso con las personas —sentenció su interlocutor—. Ese canalla no dudó a la hora de abandonar a cuatro seres humanos para que murieran de sed en el desierto, y si no está dispuesto a pagar por ello abandonaré a otros cuatro para que mueran de sed en el desierto. Y pueden estar seguros de que esas muertes caerán sobre su cabeza, no sobre la mía.
—¡Santo Cielo! —se lamentó Yves Clos—. ¿Es que no sabe lo que significa la compasión?
El inmouchar hizo un amplio gesto con la mano indicando el exterior de su mísero campamento:
—¡Mire a su alrededor! —pidió—. Observe hasta qué extremos nos ha llevado la falta de compasión del mundo que nos rodea, y explíqueme por qué razón debo ser yo, que apenas consigo alimentar a mi familia, el que debe mostrarse compasivo con alguien que antepone el capricho de llegar el primero en una carrera sin sentido, a la vida de cuatro seres humanos.
—Quiero creer que en esos momentos no tomó conciencia de lo que estaba haciendo.
—Sabía muy bien lo que hacía… —le contradijo el targui—. Lo que ocurre es que para él, nosotros, pobres parias del desierto, apenas éramos algo más que los perros que suelen atropellar a su paso.
—Pero ¿cómo puede decir eso? —se escandalizó Amed Habaja.
—¡Diciéndolo…! ¿Cuánta gente ha muerto desde que iniciaron esos rallies africanos? ¿Conoce la cifra?
—Entre participantes y no participantes unos cuarenta.
—¿Y heridos?
—Lo ignoro. Cientos… Tal vez miles. Eso sí que resulta imposible de calcular.
—¿Entiende lo que le digo? Cuarenta muertos y cientos, o tal vez miles de heridos, para nada… —Gacel agitó negativamente la cabeza al añadir—: Ya va siendo hora de acabar con esto y creo que ha llegado el momento de que alguien les haga comprender que no se puede ir por el mundo atropellando impunemente a tanto desgraciado.
—La mayoría de los que participan lo hacen de buena fe… —se atrevió a intervenir con cierta timidez el piloto del helicóptero—. Suelen ser gente joven que tan sólo buscan un poco de emoción y aventura.
—¿Emoción y aventura? —repitió el tuareg con un leve gesto de socarronería—. ¡De acuerdo! Ahora esos seis van a saber lo que son auténticas emociones y aventuras. Van a saber lo que es la sed, el hambre, el miedo, la fatiga y la incertidumbre sobre si van a morir, cuántos van a morir, cómo van a morir y cuándo van a morir.
De nuevo se hizo un largo silencio, porque de nuevo los tres «negociadores» parecían necesitar un tiempo para asimilar el hecho de que dicha negociación parecía abocada al más absoluto de los fracasos, visto que una de las partes se mostraba a todas luces inflexible.
Por último Yves Clos extrajo del bolsillo superior de su sahariana una corta cachimba y la mostró a su huésped:
—¿Le importa que fume? —inquirió—. Me ayuda a pensar.
Gacel Sayah se limitó a encogerse de hombros y el rubio se concentró en la tarea de cargar la pipa al tiempo que mascullaba como si estuviera hablando para sus adentros:
—La cosa está jodida… —comenzó—. Muy jodida, porque a mi modo de ver tanto unos como otros tienen parte de razón. Incluso ese gilipollas que alega que quiso pagar el agua y únicamente se enfureció cuando comprendió que le estaban discriminando, ya que a los que habían llegado en primer lugar sí que les permitieron utilizarla…
—En esos momentos no podíamos imaginar que por nuestro campamento iban a pasar todos los locos de medio mundo. El agua de un pozo como éste no puede malgastarse estúpidamente.
—Me parece lógico, y por eso entiendo que también tiene razón, del mismo modo que la tienen los que ahora se encuentran retenidos sin haber tomado parte en el incidente…
—Todo eso ya lo ha dicho… —le hizo notar con cierta impaciencia Gacel—. La situación ha estado muy clara desde el primer momento, y lo único que necesito saber es si le cortaré la mano a uno o mataré a cuatro. ¡Decídase de una vez!
Su interlocutor le miró como si no pudiera dar crédito —y en realidad no podía— a lo que estaba oyendo.
—¡Pero cómo pretende que tome una decisión sobre un tema tan delicado! —explotó—. No soy juez, fiscal, político ni nada por el estilo. No soy más que el encargado de las relaciones públicas de una organización deportiva, y lo que pretendo es hacerme una idea sobre la auténtica dimensión del problema. Mi obligación es informar de cuál es la situación exacta a mis superiores y a las autoridades locales.
—¿Y cuánto tiempo le va a llevar?
—Informar muy poco tiempo, pero me temo que tomar decisiones exigirá por lo menos una semana.
—¿Una semana…? —repitió el nómada con una mezcla de burla e incredulidad—. ¿Me está acusando de salvaje cuando piensa tener a esa gente una semana sin beber? —Hizo un significativo gesto encogiéndose de hombros como si para él aquello careciese de importancia—. Usted verá lo que hace, pero le garantizo que mi familia no va a compartir la poca agua de que disponemos con alguien que probablemente vivirá muy poco tiempo.
—¿No tienen agua? —se escandalizó el piloto visiblemente impresionado.
—Ya le he dicho que envenenaron el pozo, y la que encontramos en los coches no da para mucho. ¿Tanto les cuesta entender el problema?
—¡Mañana mismo puedo traer el agua que necesiten! —se apresuró a señalar el pobre hombre al que se le advertía más que preocupado—. Incluso esta misma noche si fuese necesario.
Gacel le observó a través de la estrecha rendija que le dejaba el velo que cubría su rostro, se diría que sus ojos sonreían levemente, y por último hizo un leve gesto de asentimiento:
—¡De acuerdo! —admitió—. Me fío de usted. Mañana traiga todo lo que sus amigos puedan necesitar para una semana de cautiverio. ¡Pero venga solo…! —Luego se volvió a Yves Clos—. ¡Una semana! —repitió—. Ése es mi plazo.
—¿Y qué hará luego? —intervino Amed Habaja que daba claras muestras de ser el menos paciente y comprensivo de los tres—. ¿Qué hará una vez que los haya matado? Estamos dispuestos a ofrecerle cuanto quiera para que pueda iniciar una nueva vida con toda su familia en el lugar que elija, y sin embargo se está arriesgando a ir a parar a la cárcel o algo peor.
—Para un auténtico imohag, aceptar una ofensa semejante sería como ir a la cárcel «o algo peor».
—¡Pero bueno…! —fingió escandalizarse el egipcio—. ¡Estamos en el tercer milenio y aún pretende aplicar leyes y costumbres que pertenecen al pasado! Recuerdo que una vez un tuareg puso en jaque al ejército, depuso a un presidente y mató a otro, pero eso ocurrió hace ya mucho tiempo, y por fortuna el modo de ver las cosas ha cambiado incluso para los de su pueblo.
—Era mi padre.
—¿Cómo ha dicho?
—Que el tuareg al que se refiere, el que derrotó al ejército, liberó al presidente Abdul-el-Kebir y más tarde lo mató por error, era mi padre.
Se hizo un largo silencio, tan helado, que por unos instantes podría creerse que en lugar de en una calurosa jaima del desierto se encontraban en una frágil tienda de campaña plantada en mitad de la Antártida.
—¿Su padre…? —acertó a balbucear al fin un estupefacto Amed Habaja.
—Eso he dicho.
—¿Gacel Sayah, el mítico Gacel Sayah, el Cazador, era su padre?
—¿Cuántas veces quiere que se lo repita? —se impacientó el targui—. Era mi padre y yo llevo su mismo nombre: Gacel Sayah. ¿Por qué cree que nos hemos visto obligados a escondernos en el confín del universo…?
—¡Bendito sea Dios! —se lamentó el otro—. ¡Su padre…! ¡Ahora sí que la hemos jodido!