Capítulo 12

Alex Fawcett extendió en abanico las cuatro páginas del documento que descansaba sobre su mesa al señalar:

—¡Muy interesante! Realmente alentador. A la vista de lo que ha escrito, cualquiera llegaría a la conclusión de que no soy el simple jefe de seguridad de una empresa deportiva, sino más bien un loco violento, racista y de tendencias neonazis que lo único que busca es el enriquecimiento a costa de embaucar, mentir, ocultar e incluso asesinar.

—¿Quién le ha dado eso?

—Su director acaba de enviármelo por fax.

El rostro de Hans Scholt, que ya había palidecido, se demudó hasta transformarse en una auténtica máscara antes de acertar a musitar apenas:

—¡No puedo creerlo!

El inglés sonrió con absoluta calma al replicar:

—¿Que no puede creerlo? Pues aquí está, junto a este otro fax en que le comunican que queda despedido.

Aguardó unos instantes a la espera de la reacción del austriaco, pero al comprender que había quedado tan desconcertado como si de pronto le hubiesen propinado un traicionero puñetazo en la frente, inquirió:

—¿Qué es lo que esperaba? ¿Que le felicitaran? Su agencia le envía a cubrir un evento deportivo para una serie de periódicos serie de periódicos y revistas que lo único que pretenden es informar de la forma más objetiva posible, y usted les sale con un sucio panfleto en el que casi nos acusa de ser los culpables de que África esté sembrada de minas antipersonales.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo insinúa, o al menos insinúa que estamos en connivencia con quienes fabrican esas minas.

—Y es verdad.

—Por esa regla de tres, todos los gobiernos, e incluso todas las personas del mundo están en connivencia con ellos, puesto que compran coches, trenes o aviones de empresas que también fabrican esas minas. Señalarnos como únicos culpables de un «delito» universalmente extendido se me antoja una falacia impropia de un auténtico periodista.

—Nunca he dicho que sean los «únicos» —puntualizó Hans Scholt, que hacía ímprobos esfuerzos por recuperar la calma—. Lo que destaco es que hacer un derroche de medios como el que están haciendo ante las narices de quienes se mueren de hambre o han quedado mutilados por culpa de esas minas se me antoja una muestra de inhumanidad y un absoluto desprecio a las más elementales reglas de la solidaridad entre los pueblos.

—Nunca hemos pretendido ser misioneros. Ni una ONG.

—Resulta evidente. Y también resulta evidente que toda la buena imagen que los misioneros y algunas ONG consiguen con mucho esfuerzo, duro trabajo e incontables sacrificios, se destruye en cuanto llegan ustedes mostrando la otra cara de la moneda. ¿Cómo le explica un agotado médico voluntario a un pobre nativo que no puede operar a su hijo porque hace tres semanas que no recibe ni una cápsula de anestesia, cuando le basta con asomarse a la ventana del dispensario para ver cómo aterrizan gigantescos aviones repletos de cervezas y refrescos?

—No creo que nadie tenga derecho a culparnos por haber conseguido ser eficaces donde otros fracasan… —replicó con su imperturbable calma de siempre Alex Fawcett—. Ni tampoco creo que sea éste el momento de ponerse a discutir sobre ello, puesto que nos encontramos en plena operación de transporte y tengo un millón de cosas que hacer. Lo que en verdad importa es que le han despedido, ya no representa a ningún medio de comunicación, y por lo tanto le ruego que abandone nuestras instalaciones o me obligará a ordenar que le expulsen por la fuerza.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—¿Conseguir qué?

—Que me despidan.

—Recordándole a su director que sin nuestra colaboración ningún periodista del mundo podría cubrir esta información. Y recordándole también que la mayor parte de «sus clientes» pueden serlo gracias a la publicidad que les proporcionan «mis clientes». No creo que exista ningún medio de comunicación de ningún país civilizado al que le apetezca enfrentarse al mundo del motor, que es, junto al del tabaco y los refrescos, el que mayor presupuesto publicitario maneja. Y sabido es que hoy por hoy sin publicidad nadie subsiste.

—Entiendo.

—Me agrada que lo entienda, y confío en que le sirva de lección. A su edad no conviene ser demasiado ambicioso haciéndote la ilusión de que sin ayuda de nadie te las vas a arreglar para derribar un edificio que ha costado años de sudor y sangre levantar. —Alex Fawcett abrió su caja de habanos, extrajo uno y lo encendió con todo el absurdo ceremonial que acostumbran a utilizar quienes presumen de entendidos. En aquellos momentos semejante parafernalia parecía hacerle sentirse aún más importante, porque tras lanzar el primer chorro de humo, puntualizó—: Y ni siquiera debe hacerse la ilusión de que ha sido el primero en intentar jodernos. Demasiados periodistas tienen la fea costumbre de querer llamar la atención a base de achacarnos supuestos escándalos de todo tipo, pero le garantizo que la mayoría de los que nos atacaron también están en el paro.

—Sin embargo, los hechos continúan ahí, y pronto o tarde toda esa mierda aflorará por mucho que intenten ocultarla… —le recordó Hans Scholt, que comenzaba a recuperarse de la impresión pese a lo cual aún la voz le temblaba de forma perceptible—. Este año les han obligado a suspender la mitad de la prueba, y con suerte muy pronto se la suspenderán toda.

—Eso está por ver —le hizo notar el inglés al tiempo que se ponía en pie dando por concluida la conversación—. De momento esa «suspensión» nos está produciendo más beneficios que si nosotros mismos la hubiéramos planificado con todo detalle. Y en el futuro surgirá cualquier otra cosa de igual modo aprovechable…

El austriaco se puso en pie a su vez, se encaminó a la salida, pero a mitad de camino se volvió para señalar casi mordiendo las palabras:

—Le advierto que si alguno de esos desgraciados muere me pondré en contacto con sus familiares para contarles lo ocurrido.

Y me ofreceré como testigo si es que deciden presentar una querella por complicidad en un asesinato, ocultación de datos y manifiesta mala fe.

—¡Mira cómo tiemblo! —fue la descarada y casi infantil respuesta.

—Ya sé que la ley no le hace temblar… —Ahora Hans Scholt le apuntó con el dedo en un gesto claramente amenazador—. Pero recuerde que el padre de Pino Ferrara es uno de los hombres más ricos y menos escrupulosos de Italia. Si su hijo muere y yo le convenzo de que usted es el culpable, le aseguro que su vida va a valer menos que ese puro que se está fumando. Jamás volverá a dormir tranquilo porque sabe muy bien que por muy hijo de puta que se considere, siempre existe alguien mucho más hijo de puta. —Le guiñó un ojo al concluir—. Y ahora yo sé quién es, dónde encontrarlo y cómo echárselo encima.

Abandonó la tienda de campaña consciente de que sus últimas palabras habían causado el efecto deseado, para encaminarse directamente al punto en que un Nené Dupré cubierto de grasa se concentraba en la tarea de desmontar los filtros de aire del motor de su helicóptero.

—¡Me marcho! —fue lo primero que dijo a modo de saludo.

—¿Y eso?

—Tu amigo Fawcett ha conseguido que me quede sin trabajo.

—Fawcett no es amigo mío —le hizo notar el piloto—. Ni de nadie… ¿Qué ha pasado exactamente?

Cuando el austriaco concluyó de hacerle un detallado relato de la conversación, el otro le observó con gesto preocupado para inquirir al tiempo que agitaba negativamente la cabeza:

—¿Te has atrevido a amenazarle de muerte en su propia cara? ¿Es que te has vuelto loco? Ese inglés es uno de los tipos más peligrosos que conozco.

—¿Y qué puede hacerme?

—Él nada. Pero el Mecánico mucho.

¿El Mecánico? —se sorprendió el otro—. ¿Quién es el Mecánico?

—Bruno Serafian, un ex mercenario que se ha pasado más de la mitad de su vida en África, y del que se rumorea que ha cometido todas las tropelías que pueda cometer un ser humano.

Y cuenta con un puñado de facinerosos de la misma calaña, que son los encargados de solucionar «los pequeños problemas» que suelen presentarse cuando más de mil muchachos demasiado «inquietos» tienen que atravesar todo un continente. Gente peligrosa. Muy, muy peligrosa.

—¿Supones que Fawcett puede pedirle que me haga daño?

—Bastaría una palabra suya para que sufrieras uno de los muchos «accidentes» que suelen darse en este tipo de competiciones… —admitió el piloto al tiempo que abría su socorrida nevera para alargarle una cerveza, sirviéndose otra—. Tengo la impresión de que no te has dado cuenta de que aquí se mueven demasiados intereses, y que se mueven en un entorno en el que las leyes no cuentan. Casi cada día cambiamos de país, y además son países en los que la única ley que impera es la de la corrupción. No estamos en París o Viena, donde te basta con marcar un número para que al instante acuda la policía a protegerte. Aquí, si la policía acude estás jodido, porque suele ser peor que el peor de los delincuentes.

—¿Intentas acojonarme? —se lamentó Hans Scholt, que no se esforzaba por ocultar su inquietud—. Porque si es lo que pretendes, lo estás consiguiendo.

El francés negó con la cabeza mientras que se esforzaba por colocar uno de los filtros en su lugar para acabar por fijarlo con ayuda de una llave inglesa.

—No —replicó sonriente—. No intento acojonarte. ¡O tal vez sí! Tal vez lo mejor que te puede ocurrir es que te cagues patas abajo para que te largues de aquí cuanto antes.

—¿Y cómo pretendes que me largue? Siempre he dependido de los organizadores y no tengo medio de transporte.

—¡No fastidies!

—¿De qué me serviría un coche en mitad del desierto? Sabes bien que nos trasladan de un lado a otro en avión o en helicóptero. De lo contrario a la segunda etapa ya nos habríamos quedado definitivamente atrás.

—Ésa ha sido siempre la mejor manera de tener controlada a la prensa, pero en este caso particular no me gusta un pelo. Si Serafian está al corriente de lo que ocurre te puede pasar cualquier cosa…

Apuró su cerveza, arrojó como siempre la lata a la vieja caja de cartón que aparecía ya más que mediada, y permaneció en silencio observando cómo uno de los ruidosos y espectaculares Antonov tomaba tierra para encaminarse, muy despacio, al punto en que aguardaba una larga fila de vehículos.

Cuando al fin el gigantesco monstruo mecánico se detuvo apagando los motores, inquirió bajando instintivamente la voz aunque resultaba evidente que no había nadie en las proximidades que pudiera escucharles.

—Creo que lo que debes hacer es salir de aquí cuanto antes. ¿Dónde tienes tus cosas?

—En mi tienda de campaña.

—¿Cuánto tardarás en recogerlas?

—Ni un segundo porque no tengo más que ropa sucia, una vieja máquina de escribir y una sombrilla. Nada por lo que valga la pena ir hasta allí si corro peligro. La cámara, las fotos y la documentación las llevo siempre conmigo.

El piloto lanzó un bufido con el que pretendía manifestar su desconcierto o más bien su malhumor.

—¡Puede que lo corras y puede que no! —replicó—. Tal vez esté exagerando, pero será mejor no arriesgarse. Pensaba ir a ver al tuareg, pero creo que lo mejor será sacarte de aquí… —Hizo un gesto hacia el avión—. Vete hasta allí, mézclate entre la gente, y dentro de media hora da la vuelta por detrás de aquellas dunas, métete en el helicóptero por la puerta trasera y escóndete bajo el asiento posterior. Yo fingiré que regreso de darme una ducha y no me he dado cuenta de nada, pero te advierto que si tengo la más mínima sospecha de que alguien te ha visto, no me arriesgaré. No quiero líos con Fawcett, y mucho menos con ese Mecánico de los cojones.

—Confía en mí.

—Confiaré por la cuenta que te tiene, aunque aún no sé por qué coño hago esto.

—Supongo que porque eres un tipo decente.

—¿Y de qué sirve ser decente? —se lamentó el piloto—. Llevo casi veinte años jugándome la vida subido en estos trastos, expuesto a caerme cualquier día en mitad del desierto para acabar de merienda de las hienas, y aún no tengo ni siquiera una casa propia. ¡Maldita sea mi suerte! Y ahora lárgate antes de que me arrepienta.

Cuando el periodista se alejaba le advirtió roncamente:

—¡Y recuerda…! Arrástrate debajo de los camiones si es necesario, pero procura despistar a quien pueda seguirte…

—¡Descuida! ¡Ve a ducharte…!

Hans Scholt no tuvo necesidad de arrastrarse por debajo de los camiones puesto que nadie demostró el menor interés por su persona, por lo que media hora más tarde se encontraba ya volando sobre la soledad de las arenas, momento en que colocó la mano sobre el antebrazo del piloto para apretárselo con fuerza al tiempo que señalaba:

—Gracias por ayudarme.

—Espero no tener que arrepentirme.

—También yo… ¿Por qué no me haces un último favor?

—¿De qué se trata ahora?

—Llévame a ver al tuareg.

—¡Ni hablar!

—¡Por favor…!

—He dicho que no.

—Pero ¿por qué?

—Porque ha puesto como condición que vaya solo, y no pienso poner en peligro vidas humanas por el simple capricho de que tú consigas una entrevista que ni siquiera puedes publicar.

—Existen otros periódicos.

—Dudo que exista un solo periódico al que un tipo como tú pueda acceder que esté dispuesto a buscarse la enemistad de Alex Fawcett… —Nené Dupré se volvió a observarle antes de añadir—: ¡Créeme! Lo mejor que puedes hacer es largarte lo antes posible y lo más lejos posible para dejar pasar el mayor tiempo posible con el fin de que Fawcett se olvide de ti. Le conozco hace años y me consta que no va a permitir que nadie ponga en peligro un negocio tan lucrativo.

—Pero ayer me aseguraste que no piensas seguir con este asunto.

—Que no piense seguir no significa que tenga intención de enemistarme con nadie. No estoy de acuerdo en cómo se están llevando las cosas, pero eso no afecta a mi lealtad para con quienes han sido mis compañeros durante tanto tiempo. Y no todos son como Alex Fawcett. Yves Clos, sin ir más lejos, es un tipo estupendo.

—¿Y por qué no hace nada?

—¿Y qué quieres que haga? —fue la agria respuesta—. ¿Secuestrar a Marc Milosevic y entregárselo a los tuaregs para que lo azoten y le corten una mano? ¡Por Dios…! Lo peor de todo este maldito embrollo es que no existe una solución que contente a todas las partes, porque se da el asqueroso caso de que todos tienen algo de razón pero ninguno tiene toda la razón. Llevo tres días sin pegar ojo, pero por más vueltas que le doy no encuentro una salida lógica.

—Tal vez si yo, que soy neutral, hablara con ese tuareg podría hacerle recapacitar.

—Ni tú eres neutral, ni él tiene el más mínimo interés en recapacitar —le hizo notar el francés—. Están en juego leyes y tradiciones totalmente obsoletas, pero que por eso mismo resulta imposible combatir. Nosotros vivimos en un mundo que cambia día tras día, pero el de los tuaregs continúa inmutable a través de los siglos.

—¿Y cuál es mejor?

—Ninguno es bueno. El ideal sería un mundo que evolucionase técnicamente al tiempo que valores como la honradez, el honor y la ley de la hospitalidad se mantuvieran inalterables, pero eso es tanto como pretender que exista una libertad absoluta sin que con el tiempo la gente se desmadre. ¡Pura utopía…! —Nené Dupré hizo una pausa, pero al cabo de unos instantes añadió—: Lo único que puedo hacer es dejarte a cierta distancia del pozo y preguntarle al tuareg si quiere hablar contigo.

—Me parece una buena idea.

—Pero corres un grave peligro.

—¿Y es?

—Que si por cualquier razón no vuelvo, o vuelvo y no te encuentro, te habrás quedado solo en mitad del Teneré, lo que significaría una muerte segura.

—Difícil me lo pones.

—La decisión es tuya, y tienes que adoptarla pronto porque ese de ahí es el último lugar habitado en el que puedo dejarte.

El austriaco observó con atención el minúsculo grupo de chozas de barro y la media docena de polvorientas palmeras que habían hecho su aparición en la distancia destacando, casi incongruentes, de la impresionante monotonía de la parda llanura pedregosa, y acabó por lanzar un leve silbido al exclamar:

—No parece gran cosa.

—Nada es gran cosa por aquí.

—¿Y cómo se supone que regresaría a la civilización si me dejases ahí tirado?

El piloto no pudo por menos que observarle de reojo para dedicarle una burlona sonrisa.

—Ése es tu problema, no el mío… —dijo—. Ya he hecho bastante con sacarte del campamento.

—Pero es que eso está en mitad de la nada —protestó su acompañante.

—Lo sé, pero por aquí suelen pasar caravanas de sal que se dirigen al sur. Por unos cuantos francos te llevarán hasta algún lugar más o menos civilizado.

—¡Menudo panorama…!

—Recuerda que eres tú quien se lo ha buscado. ¿Quién te mandó meterte en camisa de once varas?

—Nadie, pero ante todo soy periodista. Y cuando un auténtico periodista se enfrenta a una historia que debe ser contada, su obligación es contarla.

—¡Pues cuéntala, hijo! ¡Cuéntala! Pero no te lamentes si para contarla tienes que pasar tres días en lo alto de un camello rodeado de panes de sal y bajo un sol que raja las piedras. —Se volvió para mirarle una vez más de reojo e insistir con manifiesta mala fe—. Aparte de que no sé qué coño quieres contar si nadie te lo va a publicar…

Alguien lo publicará, puedes estar seguro.

—En ese caso decídete: ¿te quedas aquí, o te dejo más adelante arriesgándote a morir de sed en mitad del desierto?

—Me arriesgo.

Nené Dupré agitó una y otra vez la cabeza con gesto de profundo pesimismo.

—La verdad es que eres mucho más tonto de lo que pareces… —musitó—. ¿No se te ha pasado por la cabeza la idea de que puedo haberme puesto de acuerdo con Fawcett para dejarte abandonado en un lugar en el que no te encontrarían en años?

—Sí que se me ha pasado —reconoció el periodista—. Es lo primero que se me ha pasado…

—¿Entonces?

—No tienes pinta de asesino.

—¿Y qué pinta tienen los asesinos…? —casi se enfureció el francés—. ¿Cuántos asesinos has visto en tu vida, y en qué se les nota que se dedican a matar gente? Los únicos asesinos con cara de asesinos que conoces son actores de cine que siempre hacen de gánsteres, y que en cuanto aparecen en la pantalla ya sabes que intentan estrangular a la chica… —Optó por encogerse de hombros como si reconociera su total impotencia—. Al fin y al cabo se trata de tu vida —sentenció.

El resto del viaje lo hicieron en silencio, limitándose a admirar un paisaje que iba ganando en grandiosidad, puesto que algunas de las doradas dunas casi fosilizadas superaban los doscientos metros de altura con un juego de luces, sombras y curvas tan pronunciado que en ocasiones semejaban un plácido campo de doncellas gigantes totalmente desnudas.

Cuando al fin dejaron atrás el río de dunas para adentrarse en una extensísima llanura pedregosa, hicieron su aparición en el horizonte las negras siluetas dentadas de una minúscula cadena montañosa, por lo que Nené Dupré desvió el rumbo hacia el sudoeste y a los pocos minutos indicó un punto oscuro que destacaba a unos diez kilómetros de distancia.

—Allí está el pozo —dijo—. Y aquí te quedas tú.

En cuanto comenzaron a descender, tanto el pozo y sus palmeras como las lejanas montañas desaparecieron del campo visual, por lo que el austriaco se alarmó al comprender que iba a quedarse absolutamente solo en mitad de una llanura tan plana como una mesa recalentada por el sol, y sin el más mínimo horizonte en cualquiera de las direcciones que mirase.

—¡Jesús! —no pudo por menos que exclamar.

—Siempre he odiado tener que decir eso de «te lo advertí»… —le hizo notar Nené Dupré—. Pero lo cierto es que te lo advertí… —De la parte posterior del aparato extrajo una pequeña mochila a la que se encontraba sujeta una cantimplora llena de agua—. Con esto podrás sobrevivir un par de días, pero si por la mañana no he vuelto dirígete hacia donde se pone el sol y en dos o tres horas habrás llegado al pozo.

—¿Es que piensas dejarme aquí toda la noche?

—Nunca se sabe.

—¿Y las fieras?

—¿Fieras? —Se asombró el piloto—. ¿Qué fieras? ¿Realmente crees que existe alguna fiera tan estúpida como para vivir en este lugar?

Hans Scholt dirigió una larga mirada a su alrededor, se percató una vez más de su abrumadora desolación, y acabó por negar con un gesto.

—¡No! La verdad es que no creo que ni la más misógina de las lagartijas se decidiera a vivir aquí… Pero procura volver esta misma tarde.

—Eso ya no depende de mí… ¡Suerte!

Cuando unos minutos más tarde el helicóptero se alejó de donde se encontraba, el austriaco se vio obligado a realizar un sobrehumano esfuerzo para no echarse a llorar.

En cuestión de horas había pasado del entusiasmo de imaginar que tenía un increíble éxito profesional al alcance de la mano, a encontrarse sin trabajo y expuesto a morir de la forma más aterradora posible.

Nadie nunca se sintió tan solo como se sentía él en mitad de «la Nada». Durante unos minutos permaneció tan inmóvil como una estatua, profundamente abatido y desconcertado, pero al fin recogió del suelo la mochila, se la echó al hombro y casi instintivamente se encaminó hacia el lugar por el que estaba a punto de desaparecer el helicóptero.

Nené Dupré no necesitó mirar atrás con el fin de comprobar que aquello era exactamente lo que el periodista haría, puesto que era lo que sin duda él mismo hubiera hecho en idénticas circunstancias.

Puede que aquel mísero pozo envenenado y sus tres escuálidas palmeras no significasen nada en la inmensidad del Teneré, pero constituían el único punto de referencia, la única sombra y la postrer esperanza de salvación para quien se encontrara en cientos de kilómetros a la redonda.

Lo observó desde lo alto, se reafirmó en la idea de que tan sólo un puñado de tuaregs desesperados serían capaces de sobrevivir en semejante lugar, y experimentó una indescriptible sensación de alivio al distinguir la figura de Gacel Sayah sentado bajo la mayor de las palmeras.

Se posó muy cerca de los tres vehículos que lanzaban metálicos destellos bajo el sol de media tarde para aproximarse al beduino llevando en las manos dos latas de refresco muy frías:

¡Aselam aleikum! —le saludó—. Humildemente solicito tu hospitalidad.

¡Metulem metulem! —fue la conocida respuesta—. Los amigos siempre son bien recibidos. ¿Qué nuevas me traes?

—Pocas y malas.

Se sentó junto a él, bebieron en silencio y cuando hubieron concluido le puso al corriente de los últimos acontecimientos para concluir:

—«Oficialmente» han dejado las negociaciones en mis manos, pero tengo la casi absoluta seguridad de que alguien más va a intervenir.

—¿Por la fuerza?

—¿De qué otro modo si no?

—¿Quién?

—Un grupo de ex mercenarios que suelen realizar trabajos sucios para los organizadores. Tipos duros, peligrosos y sin escrúpulos.

—¿Cuántos?

—Quince o veinte quizá… Normalmente suelen ser siete u ocho, pero como aún no han actuado imagino que están esperando refuerzos, y a que la totalidad de los coches y corredores se encuentren ya en Libia.

—¿Cómo vendrán?

—Por el aire imagino. En helicóptero, o más probablemente dejándose caer de noche en paracaídas.

—¿Se dirigirán directamente aquí?

—Lo dudo. Saben tan bien como yo que los rehenes se encuentran en algún lugar de las montañas y aquí no se les ha perdido nada. O mucho me equivoco o lo más probable es que ataquen allí.

—¿Cuándo?

—Imagino que mañana por la noche.

El imohag permaneció unos instantes, meditabundo, y por último inquirió:

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué te pones de mi parte dándome toda esa información en contra de tus amigos?

—Esos tipos no son mis amigos… —fue la sincera respuesta—. Nunca lo han sido, ni nunca lo serán. Ya te dije que mi intención es resolver este asunto sin derramamiento de sangre, pero tengo la impresión de que a ellos no les importa que corra con tal de acabar con el problema de una vez por todas. Si los rehenes mueren se limitarán a hacer unas cuantas fotografías y entregárselas a la prensa como prueba irrefutable de que «unos desalmados bandidos» asaltaron, robaron y asesinaron a unos inocentes deportistas que ningún daño les habían hecho.

—Pero ésa no es la verdad.

—Será «su verdad» y no creo que dejen con vida a quien pueda ofrecer una versión diferente. Oficialmente los organizadores alegarán que hicieron cuanto estaba en sus manos, contrataron a los mejores profesionales y no escatimaron medios ni dinero con el fin de rescatar a los rehenes, pero que por desgracia llegaron demasiado tarde debido a que una pandilla de salvajes beduinos no estaba interesada más que en robar y asesinar… —Nené Dupré esbozó una leve sonrisa de tristeza—. Ellos manejan la prensa, y a ti nadie te escuchará. El único que estaba dispuesto a hacerlo está allí, solo en mitad del desierto.

—¿Es a ese al que has dejado?

—¿Cómo sabes que he dejado a alguien?

—Tu aparato apareció en el horizonte, luego descendió y tardó varios minutos en volver a emerger nuevamente. La única explicación posible es que aterrizaras para dejar a alguien.

—Está claro que tienes una vista de águila y no se te escapa nada. ¿No has pensado que podría haber traído a algún enemigo?

—No.

—¿Por qué?

Ya te dije que los tuaregs entendemos poco de máquinas pero mucho de hombres.

—Pero aun así ni siquiera has demostrado curiosidad por saber quién era mi pasajero.

—Esperaba que tú me lo dijeras.

—Continúas sorprendiéndome.

Gacel Sayah hizo un gesto hacia la mayor de las jaimas.

—Aún tengo otra sorpresa… ¡Mira allí! El piloto se puso en pie, se encaminó al punto indicado, observó el interior, se inclinó a comprobar el estado del durmiente, y al regresar su rostro mostraba la magnitud de su preocupación.

—Tiene mucha fiebre —dijo—. Y creo que las heridas se le están infectando.

—Yo también lo creo, pero no puedo hacer nada —le hizo notar el beduino—. ¿Le conoces?

El otro asintió con un gesto.

—Es Pino Ferrara. Si mal no recuerdo ha participado en la carrera en dos o tres ocasiones. Un buen muchacho y un excelente piloto.

—Asegura que su padre es muy importante.

—Por lo que tengo entendido, lo es.

—Ha hablado por teléfono con él y está convencido de que puede hacer que me entreguen al que envenenó el pozo… ¿Tú qué opinas?

Nené Dupré meditó largo rato la respuesta, y no hacía falta conocerle a fondo para comprender que cada vez se sentía más inquieto por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

Al fin se encogió de hombros al replicar:

—Poco importa lo que yo opine o deje de opinar. Lo que importa es que este asunto cada vez se está complicando más, y que si ahora intervienen los amigos del comendatore Ferrara las cosas se nos pueden ir de las manos.

—Que yo sepa, en estos momentos no están en manos de nadie… —le hizo notar Gacel—. Te han elegido como interlocutor, pero no traes ni una sola propuesta digna de ser tenida en cuenta.

—Me han autorizado a ofrecerte un millón de francos por olvidarte del asunto.

—Nunca he oído hablar de una memoria en venta. La memoria acompaña a los seres humanos hasta su tumba, y no existe jabón, por costoso que sea, que pueda lavar los recuerdos.

—Es tan sólo una forma de hablar… —aclaró el piloto—. ¿Te das cuenta de lo que puedes hacer con un millón de francos?

—¡Naturalmente…! Vivir el resto de mi vida como un secuestrador que aceptó un rescate. Mi familia ya no será la familia de Gacel Sayah, el mayor héroe de mi raza, sino una familia de bandidos de los que hasta el último tuareg tendría que avergonzarse…

—No me refería a eso.

—¿A qué entonces? —quiso saber el imohag—. ¿A las cosas que podría comprar con todo ese dinero? Los nómadas odiamos las cosas, puesto que cada objeto, por valioso que sea, se convierte un engorro a la hora de viajar. Nos llaman «Los Hijos del Viento», y tal vez sea porque el viento tampoco ama las cosas: las empuja, las destruye o las abandona, pero jamás se queda con ellas.

—¿Cómo puedo en ese caso negociar contigo…? —se lamentó el francés, que a cada minuto que pasaba se sentía más y más abatido—. Dame una pista que me permita averiguar qué es lo que quieres.

—No necesitas pistas… —le recordó Gacel Sayah—. Siempre he dicho muy claro qué es lo que quiero.

—Deberías ofrecerme otras opciones.

—¿«Opciones»? —La pregunta tenía mucho de asombro—. ¿A qué clase de «opciones» te refieres? ¿Acaso imaginas que soy un vendedor de alfombras que regatea el precio de su mercancía? Yo no vendo alfombras. Yo no vendo nada. Yo estoy exigiendo justicia y creo que quedamos de acuerdo en que con la justicia no caben componendas.

—¿Prefieres enfrentarte a los mercenarios?

—Mi padre se enfrentó a todo un ejército.

—¿Y ésa es tu única meta? ¿Emular a tu padre y conseguir que te maten como le mataron?

—¿Y por qué no? ¿Qué futuro les espera a los tuaregs más que el de desaparecer con honor?

—Eso, perdona que te diga, es una de las mayores tonterías que he oído nunca… —puntualizó el piloto con absoluta naturalidad—. Tu pueblo ha sido un pueblo temido, respetado y admirado a través de la historia. Forma incluso parte de la leyenda, y se ha escrito casi tanto sobre sus epopeyas en el desierto, como sobre la de los espartanos de Grecia o los sioux de Norteamérica… Ha bastado con que su «Consejo de Ancianos» decida que los coches no deben pasar por sus territorios, para que la carrera se interrumpa. Y eso significa que aún tiene un peso específico en esta parte del mundo.

—No me habías dicho nada sobre esa decisión del «Consejo de Ancianos».

—Me enteré ayer. Al parecer Turki Al Aidieri se puso abiertamente de tu lado e influyó de un modo decisivo en el acuerdo final.

—¿Turki, el Guepardo? —se sorprendió Gacel Sayah—. Imaginaba que había muerto.

—Está muy viejo, pero tengo la impresión de que aún dará bastante guerra.

—Siempre la dio.

—Pues si él, con casi noventa años, aún demuestra ese coraje, no entiendo por qué razón tú, que debes ser casi cuatro veces más joven, consideras que todo está perdido. ¿Acaso no pertenecéis a la misma raza o es que en el paso de dos generaciones os han debilitado tanto?

—Eres muy astuto… —fue la áspera respuesta—. Astuto y retorcido, pero lo cierto es que me alegra saber que mi actitud ha servido para que parte de mi pueblo reaccione y haga un frente común contra esa estúpida carrera. Tal vez el siguiente paso sea hacer de igual modo un frente común contra esa pandilla de sinvergüenzas que nos gobiernan, y amanezca un día en que los imohag podamos tener nuestro propio país, con nuestras propias leyes y nuestras propias costumbres.

—Aún estáis a tiempo… —le hizo notar el francés sinceramente convencido de lo que decía—. Aún África no ha concluido de asentar sus auténticas fronteras, ni de delimitar dónde y cómo deben habitar sus distintas etnias. Apenas hace cuarenta años que se les concedió la independencia a la mayoría de estos países, y lo cierto es que se hizo siguiendo los criterios de los colonizadores, con fronteras trazadas con tiralíneas y sin el menor respeto hacia quienes tenían que vivir en cada lugar. Si los tuaregs se organizaran, y creo que tú eres de los que pueden contribuir a conseguirlo, estarían en condiciones de reclamar sus legítimos derechos a una tierra propia, libre e independiente.

—¿«La Nación Tuareg»?

—¿Por qué no?

—¿Y de qué viviríamos?

—De lo que siempre habéis vivido: del desierto.

—Poco es.

—Desde luego, pero más vale un desierto propio que un vergel ajeno… ¿O no?

—¡Naturalmente! —Gacel se volvió para observar a su acompañante de reojo con una cierta inquietud en la mirada en el momento de preguntar—: ¿Realmente no eres más que un simple piloto de helicóptero?

—Que yo sepa, sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque a menudo hablas como un político.

—¿Tengo que tomarlo como alabanza o como ofensa?

—Tómatelo como quieras. Aunque creo que esta conversación se está prolongando en exceso y no conduce a nada. ¿Tienes alguna propuesta que ofrecerme?

—Una muy concreta: deja que me lleve a ese muchacho. Si sigue aquí morirá.

El beduino tardó en responder, meditó la oferta, y acabó por hacer un leve gesto negativo:

—Lo sé y lo lamento porque me consta que no tiene culpa alguna, pero no puedo dejarlo marchar así como así.

—Te lo puedo cambiar por algo que ahora mismo necesitas.

—¿Qué?

—Un moderno fusil de repetición con mira telescópica y dos cajas de cartuchos. Ese trasto que usas no te servirá de nada a la hora de enfrentarte a la gente del Mecánico.

—Lo que ofreces tampoco es como para ganar una batalla… ¿No llevarás a bordo un tanque?

—No, pero llevo unos prismáticos.

—¿Unos prismáticos…? —repitió el otro en tono humorístico—. ¿Para qué quiero yo unos prismáticos? El día que un tuareg necesite prismáticos querrá decir que está totalmente acabado.

—Es que no son unos prismáticos cualesquiera.

—¡Ah!, ¿no? ¿Y qué tienen de especial? —quiso saber el beduino.

—Que son unos prismáticos nocturnos.

Ahora sí que Gacel Sayah se volvió a mirarle directamente sin poder contener su desconcierto:

—¿Qué quieres decir con eso de prismáticos nocturnos?

—Que permiten ver de noche.

—¿Bromeas?

—¡En absoluto! —replicó Nené Dupré con absoluta seguridad—. ¿No me has contado cómo, cuando estabas en la ciudad, te asombrabas al descubrir el modo en que los misiles americanos alcanzaban su objetivo incluso a oscuras? ¿Recuerdas cómo en la televisión todo se veía de un color verdoso a causa de los rayos láser…?

—Sí, naturalmente que lo recuerdo.

—Pues yo llevo siempre conmigo uno de esos prismáticos de rayos láser, que me ayudan a encontrar coches perdidos incluso en mitad de las tinieblas. Te los regalaré y te enseñaré cómo funcionan si permites que me lleve al muchacho.

—Empiezas a ser un aceptable negociador.

—Me alegra oírlo.

—Supongo que lo que menos se podrán imaginar unos mercenarios, por buenos que sean en su oficio, es que un «moro piojoso» que vive en mitad del desierto tenga unos prismáticos de rayos de ésos.

—Supones bien.

Y está claro que eso me concedería una ventaja muy considerable a la hora de luchar…

—Evidentemente, aunque te advierto que también ellos los utilizarán puesto que cuentan con los equipos más sofisticados.

—Sí, pero yo lo sé mientras que ellos ni siquiera lo sospechan. Y mi padre me enseñó que la sorpresa suele constituir la mitad de la victoria.

—¿Trato hecho entonces?

—Me encantaría, pero si dejo marchar al muchacho pierdo la oportunidad de que su padre consiga que me traigan al culpable.

—Yo me encargaré de que no sea así.

—¿Cómo?

—En primer lugar, convenciéndole de que el hecho de permitir que su hijo viva es una muestra de buena voluntad, y en compensación él deberá cumplir con lo pactado. Y en segundo lugar, haciéndole ver a Pino, que su copiloto, al que me consta que le une una gran amistad desde hace muchos años, continúa en tu poder y sería uno de los condenados a muerte si no presiona a su padre para que haga cuanto esté en su mano por intentar liberarlo.

—Suena lógico.

—Y es que lo es. Te estoy proporcionando medios materiales con los que luchar, y una excelente cobertura en algo de lo que tú no entiendes, pero que se llama «Relaciones Públicas». Si Pino y ese periodista regresan sanos y salvos a Italia, el comendatore Ferrara cuenta con la influencia necesaria como para organizar un auténtico escándalo y hacer que todo el mundo conozca la verdad. De otro modo, si el chico muere, no tendrás quién te defienda y todas las culpas recaerán sobre ti.

—Cada vez negocias mejor.

—No será porque tenga un buen contrincante.

—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió el otro amoscado.

—Que eres el interlocutor más cabezota con que me he enfrentado nunca.

—No me ofendo porque eres mi huésped y no nos está permitido molestarnos con los huéspedes digan lo que digan.

—Pues en este caso renuncio a ese derecho, porque si no aceptas lo que te estoy proponiendo demostrarás que eres más terco que una acémila.

—¿Qué es una acémila?

—La más testaruda de las mulas de carga. Peor que el peor de los camellos en celo.

—No creo que exista nada más testarudo que un camello en abril.

—Un tuareg intransigente… —insistió el piloto—. ¡Y dejémonos ya de tonterías! Piensa un poco y admite que la propuesta es buena.

—No necesito pensarlo. ¡De acuerdo!

—¡Gracias a Dios! ¿Te interesa conocer al periodista?

—¿Puede servirme de algo?

—No lo sé, pero si llega un momento en que tenga que intervenir, más vale que hable con conocimiento de causa que de oídas. Daño no puede hacerte.

—De acuerdo… Tráelo. Pero nada de fotografías.

—¿Qué diablos importan unas cuantas fotografías si no se te ven más que los ojos, y lo mismo podrías ser tú, que un escocés con turbante? —quiso saber Nené Dupré—. Lo que importa es el pozo, los coches y las jaimas. De ese modo podrá certificar que ha estado aquí, que ha hablado contigo, y que se limita a contar lo que ha ocurrido en un perdido rincón del desierto por culpa de una pandilla de desaprensivos… —Se puso en pie encaminándose al helicóptero—. ¡Vuelvo enseguida! —señaló a modo de despedida.

Gacel Sayah no movió un músculo hasta que quince minutos más tarde Hans Scholt se acuclilló frente a él con el fin de observarle con una extraña mezcla de temor, respeto y admiración.

—¡Gracias por recibirme! —musitó con innegable timidez—. Desde este momento me pongo bajo su protección.

—No se dice así —le recriminó el beduino—. Se dice que solicitas mi hospitalidad.

—¡Bueno! Pues eso… Solicito su hospitalidad.

—Concedida… ¿Qué quieres saber?

—Si realmente está dispuesto a matar a esos hombres.

—Sólo si me obligan…

—¿Por qué?

—¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo? —quiso saber el tuareg visiblemente molesto—. ¿Tan brutos sois los franceses?

—Yo soy austriaco.

—Para mí todos sois «franceses». —Hizo un gesto hacia Nené Dupré que permanecía apoyado en una de las palmeras—. Que él te cuente la historia.

—Ya me la ha contado.

—En ese caso fíjate en esas cabras: se están muriendo. Y en los camellos, que ya apenas se mantienen en pie. Únicamente aquellos tres, a los que no he permitido aproximarse al pozo, sobrevivirán. Y eso era cuanto tenía mi familia. No es mucho, pero nos costó años conseguirlo, y alguien lo destruyó, por capricho, en menos de un minuto… —Observó a su interlocutor con aquellos ojos oscuros y penetrantes que cuando se enfurecían parecían lanzar destellos—. Hasta que el culpable no pague por ello no habrá paz… —Se irguió sin prisas para concluir—. Y ahora te ruego que me disculpes; tengo que regresar a las montañas.

—Yo te llevaré… —se ofreció Nene Dupré.

El imohag dirigió una despectiva mirada al helicóptero al tiempo que exclamaba:

—¿En ese trasto…? ¡Ni loco!

—¡No puedo creer que tengas miedo…! —se burló abiertamente el francés.

—No es miedo… —replicó el beduino con hosquedad—. Es que me molesta el ruido. Aparte de que no podría cargar con tres camellos.

—¿Vas a volver allí con los camellos…? —Se sorprendió Nené Dupré, y ante el mudo gesto de asentimiento inquirió—: ¿Por qué?

—Ahora los necesito.

—¿Para qué?

—Me ayudarán a luchar contra mis enemigos.

—¿Tres camellos famélicos? —se escandalizó el otro incapaz de aceptar lo que estaba escuchando.

—Cuando poco tienes, todo vale. Lo que importa no es el poder de tus armas, sino saber emplearlas.

—¡Como quieras! —admitió el desconcertado piloto—. Al fin y al cabo será mejor no desviarme demasiado porque si tengo que llevar a estos dos a un lugar medianamente civilizado me arriesgo a quedarme sin combustible y no podría volver luego a mi base.

Gacel Sayah penetró en la jaima, despertó al durmiente, que por un momento le observó como si no tuviera idea de quién era o dónde se encontraba, y tras cerciorarse de que efectivamente ardía de fiebre y las heridas presentaban un aspecto preocupante, señaló:

—Te dejaré marchar si me prometes que nuestro acuerdo continúa en pie.

—No quiero marcharme —replicó el italiano convencido—. O nos vamos los seis o ninguno. Ése fue el trato.

—No —le contradijo—. Ése no fue el trato. Te advertí que no haría distinciones por el hecho de que tu padre fuera rico, pero nada mencioné sobre que vivan todos o ninguno, y tú ya has hecho cuanto estaba en tu mano. ¿Cómo se llama tu copiloto?

—Belli, Mauricio Belli.

—¡Bien…! Ahora el trato es el siguiente. Te irás en el helicóptero procurarás regresar a Italia lo más pronto posible, y presionarás a tu padre para que consiga que sus amigos me entreguen al culpable. Si dentro de diez días no están al pie de las montañas, tu amigo será el primero en morir… ¿Lo has entendido?

—¡Perfectamente! Pero te repito que prefiero quedarme. De ese modo mi padre se sentirá mucho más presionado.

—Si te quedas morirás y todos habremos salido perdiendo.

—¡No estoy de acuerdo! Yo creo que…

El beduino le interrumpió con un gesto impaciente.

—No importa lo que tú creas —dijo—. Importa lo que yo crea. Haz lo que te he dicho y confía en Dupré, que ha demostrado ser un hombre honrado, y me ha hecho ver la conveniencia de permitir que te marches. ¿Tienes dinero?

—En el coche.

—Empléalo para intentar regresar a casa cuanto antes… —Le apretó con fuerza la mano en un ademán afectuoso y raro en él—. Eres un buen muchacho —musitó—. Y estoy seguro de que cumplirás tu palabra.

—Puedes jurarlo… ¿Piensas matar a ese cerdo?

—¿Matarle? —se sorprendió su interlocutor—. ¡En absoluto! Si le matara no estaría cumpliendo con lo que marca la ley, y en ese caso sería tan culpable como él, por lo que todo esto carecería de sentido… ¡Suerte!

—Suerte.

En el exterior le aguardaba Nené Dupré que le entregó el rifle, las municiones y los prismáticos nocturnos explicándole detalladamente cómo se utilizaban.

—Sobre todo no los dirijas hacia una fuente de luz intensa —le advirtió—. Son tanto más prácticos cuanto más oscura es la noche.

—Los franceses nunca dejaréis de asombrarme —admitió el imohag agitando la cabeza con gesto de asombro—. ¡Nunca! ¿Estás seguro de que esos mercenarios también los usan?

—Para un profesional estos prismáticos son hoy en día casi tan necesarios como un arma.

—Me alegra saberlo… —Le estrechó la mano con fuerza—. Ahora es mejor que os marchéis —dijo—. ¡Gracias por todo!

A los pocos minutos el helicóptero se había perdido de vista, momento en el que Gacel cargó sobre los tres únicos dromedarios que aún continuaban sanos cuatro de las moribundas cabras, para emprender, con paso vivo, el camino hacia las lejanas montañas.

Sabía que allí tendría que librar una difícil batalla, pero empezaba a tener una clara idea de cómo plantearla.