Capítulo 14
Los sofisticados «parapentes», oscuros y rectangulares, capaces de depositar a un paracaidista experto sobre una simple moneda que brillara en mitad de un campo en barbecho, se deslizaron atravesando la noche en el momento mismo en que la luna dejó de prestar su fría y tímida luz a la extensa llanura.
El tiempo había sido calculado con precisión cronométrica, por lo que el panzudo Hércules alcanzó el macizo rocoso en el momento en que las tinieblas eran más densas, y tan sólo la perfección de su GPS y de un sofisticado radar de última generación habían permitido al piloto determinar, sin la menor sombra de duda, que se encontraban sobrevolando el punto elegido para el lanzamiento.
Al abrir por completo la compuerta trasera el aparato comenzó a trazar un círculo de unos veinte kilómetros de diámetro, momento que se aprovechó en primer lugar para arrojar al vacío tres grandes bidones de agua.
Casi de inmediato dieciséis hombres les siguieron sin la menor vacilación y a intervalos de no más de quince segundos, de tal modo que ya en el aire conformaban un anillo que tenía como epicentro la cumbre de mayor altura de la zona.
Se trataba de magníficos profesionales, de eso no cabía la más mínima duda, excelentes no sólo en el manejo de las armas y la táctica de guerrillas, sino también de los dóciles paracaídas bajo los que se diría que quedaban como suspendidos en el aire, disponiendo de tiempo más que suficiente como para consultar sus brújulas y elegir el punto exacto en el que se les había ordenado que tomaran tierra.
Pocos minutos más tarde, y al ocupar cada cual la posición predeterminada, doce de ellos marcaban con notable exactitud las doce horas de un imaginario reloj de enormes dimensiones.
Así, el «Número Tres» quedaba al este, el «Seis» al sur, el «Nueve» al oeste y el «Doce» marcaba sin lugar a dudas el norte exacto.
Los ocho restantes se intercalaban en las horas restantes.
Por su parte el Mecánico avanzaba ligeramente por delante del resto de sus compañeros y los hermanos Mendoza lo hacían de igual modo por el extremo opuesto.
Años de perseguir enemigos a todo lo ancho de las praderas y las selvas africanas habían impulsado al armenio a decidirse por una táctica que sabía por experiencia que solía darle magníficos resultados a la hora de obligar a salir de su escondite a los francotiradores mejor apostados.
Avanzando siempre a la vista los unos de los otros confiaba en ir estrechando el círculo a base de prudencia, paciencia y una perfecta coordinación, sin dejar atrás un solo metro cuadrado que no hubiera sido exhaustivamente examinado.
Todo parecía meticulosamente previsto, pero pese a la exactitud del lanzamiento, un rumano al que la mala suerte parecía perseguir con especial perseverancia casi desde la misma cuna se encontró con la desagradable sorpresa de que un pequeño monolito de oscura piedra sobresalía de la arena en el punto exacto en que estaba a punto de aterrizar, y contra él fue a estrellarse su pierna izquierda, que de inmediato se quebró por un incontable número de partes.
Perdió el conocimiento, y el harmattan que soplaba cada vez con más fuerza a medida que avanzaba la noche tomó en sus manos la oscura seda para divertirse arrastrándole como un pelele llanura adelante hasta acabar por golpearle la cabeza contra una enorme roca.
El resto de sus compañeros no había tenido sin embargo ningún tipo de inconveniente a la hora de tomar posiciones, por lo que pocos minutos más tarde todos y cada uno de ellos se apresuraron a establecer contacto por radio con el fin de notificar que ocupaban sus puestos.
Bruno Serafian aguardó unos minutos y por último llamó a su vez:
—¡«Siete»! —musitó—. ¡«Siete», contesta! ¿Dónde te encuentras?
Pero el número «Siete» parecía encontrarse en esos momentos en el limbo, por lo que el armenio optó por impartir una corta orden:
—¡«Seis y Ocho», buscad a «Siete»! El resto dedicaos a estudiar el terreno sin avanzar por el momento.
Transcurrió casi media hora hasta que una voz anunció secamente:
—¡Aquí «Seis»! «Siete» ha quedado fuera de combate:
—¿Recuperable…?
—No sabría qué decir… —replicó una voz totalmente carente de emociones—. Tiene una enorme brecha en la cabeza y una pierna hecha polvo… ¿Qué quieres que haga?
—Déjalo donde está. Cuando todo acabe volveremos a buscarle.
—Entendido…
—César y Julio juntaos un poco. Ahora cada uno de nosotros tendrá a su cargo cuatro hombres… ¿Algún movimiento sospechoso?
Esperó respuesta y cuando se cercioró de que nadie tenía nada que notificar, añadió:
—¡Adelante entonces! Despacio y ojo avizor…
Se iniciaba la cacería.
Paso a paso, con el oído atento y echando mano a cada instante de los visores nocturnos, los quince veteranos de innumerables contiendas africanas avanzaron al unísono, conscientes de que la precipitación se convertiría en su peor enemigo, mientras que el tiempo y una cuidada coordinación serían siempre las mejores armas con las que contaran en tan delicados momentos.
Al cabo de unos veinte minutos, a través de la radio se escuchó una voz seca y segura de sí misma:
—Aquí número «Dos». Tengo algo a la vista.
—¿De qué se trata?
—Parece un camello tumbado, y yo diría que un hombre duerme muy cerca.
—¿Distancia?
—Unos trescientos metros.
—¿El hombre se mueve?
—De momento no.
—Obsérvale con mucha atención. En cuanto se mueva dispara, pero procura no matarle. Quiero interrogarle.
De nuevo la paciencia. Una larga espera hasta que súbitamente retumbó un estampido que recorrió la llanura y fue a golpear las paredes de roca repitiéndose en incontables ecos que se alejaron hacia el sur.
—Le he dado. Está gritando.
—Avanza con cuidado. Al menor gesto sospechoso cárgatelo.
De nuevo la espera y el silencio, hasta que al fin la voz del número «Dos» resonó, en este caso notablemente excitada:
—Ese hijo de puta está pidiendo socorro en italiano. Es posible que le haya atizado a uno de los rehenes.
—¡No jodas!
—Aúlla como un cerdo.
—Pregúntale su nombre.
Al poco llegó, desconcertante, la respuesta:
—Mauricio Belli.
—¡La puta que lo parió! ¿Qué coño hace ahí ese gilipollas?
—Asegura que ayer los tuaregs le dejaron marchar.
—¿Y el resto?
—Continúan retenidos aunque parece ser que ya han matado a uno.
—¡Mierda…! —Bruno Serafian meditó unos instantes calibrando las posibles consecuencias de la nueva situación, y por último señaló—: Cerciórate de que no hay enemigos cerca e intenta tomar contacto, pero no uses la linterna. «Uno» y «Tres», cubridle…
—¡De acuerdo!
El llamado número «Dos» era un hombre prudente y acostumbrado a obedecer órdenes, por lo que permaneció varios minutos muy quieto hasta que se cercioró de que no se distinguía a nadie y que sus compañeros de izquierda y derecha se aproximaban cubriéndole las espaldas.
Tan sólo entonces se decidió a recorrer sin prisas la corta distancia que le separaba de un herido que no cesaba de lamentarse y sollozar.
Cuando se encontraba casi a tiro de piedra, el número «Dos» gritó:
—¡Tranquilo! Hemos venido a rescatarle pero le advierto que puedo verle y al menor movimiento sospechoso me lo cargo.
—Estoy desarmado… —fue la inmediata respuesta—. Y me estoy desangrando.
La noche seguía siendo muy oscura, el número «Dos» se cercioró por enésima vez que no corría peligro ya que resultaba imposible distinguir nada a menos de diez metros de distancia, y tras aspirar profundamente se decidió a continuar su lenta marcha siempre con el arma lista y amartillada.
Apenas una docena de metros le separaban de su objetivo cuando de detrás de una roca que se encontraba a unos cuatrocientos metros frente a él, surgió un fogonazo y antes de que tuviera tiempo de reaccionar una pesada bala le destrozó el corazón.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió de inmediato el Mecánico—. ¡«Dos», qué ha ocurrido! ¡«Dos», responde!
Pero lógicamente en esta ocasión tampoco recibió respuesta.
Lo que sí llegó poco después fue una voz que denotaba nerviosismo y frustración:
—¡Aquí «Tres»! «Dos» ha caído y el hijo de puta que le disparó se ha perdido de vista entre las rocas… Todo ha sido muy rápido y se encontraba demasiado lejos para dispararle.
—Pero ¿cómo puede haberle alcanzado en plena noche?
—¡Ni puñetera idea! Pero que le ha dado, le ha dado.
—¡Bien! Todos quietos. En cuanto amanezca iré hacia allá.
La primera luz se hizo esperar.
Cuando al fin el sol hizo su aparición en el horizonte, y el armenio se convenció de que no se advertía presencia humana alguna en todo cuanto alcanzaba la vista, se encaminó dando un rodeo al punto en el que le esperaba el número «Uno» y juntos se aproximaron al grupo que formaban el rígido cadáver de «Dos», el ahora inconsciente Mauricio Belli y el eternamente indiferente dromedario.
Apenas dedicaron una corta mirada al difunto, convencidos de que nada podían hacer por él, limitándose a intentar reanimar al italiano que a los pocos minutos abrió los ojos y les observó perplejo:
—¿Qué ha ocurrido? —fue lo primero que dijo.
—Eso es lo que yo querría saber… —masculló el malhumorado Serafian—. ¿Mi compañero encendió la linterna?
El herido negó convencido:
—Ni siquiera llegué a verle —dijo.
—¿Cómo se explica entonces que pudieran acertarle a esa distancia? El disparo tuvo que venir de aquellas rocas.
—No puedo saberlo. Advertí cómo se aproximaba, escuché el estampido y al instante lanzó un estertor. Luego, nada.
—¿Cómo te encuentras?
—Creo que he perdido mucha sangre.
El Mecánico sacó un afilado cuchillo, le rajó la pernera del pantalón y observó la herida con aire experto.
—Saldrás de ésta pero me temo que andarás renqueando el resto de tu vida… —Hizo un significativo gesto a su alrededor al añadir con una leve sonrisa burlona—: Vistas cómo están las cosas, puedes darte por contento porque tus compañeros lo tienen más difícil.
—Ya han matado a uno.
—Eso parece… ¿Por qué te dejaron marchar a ti?
—Tan sólo pensaban ejecutar a cuatro y Pino Ferrara, que ya va camino de Italia, ha pagado por mi libertad.
—¿Que Pino Ferrara va camino de Italia? —Se sorprendió su interlocutor—. ¿Quién lo ha dicho?
—El tuareg.
El Mecánico meditó la respuesta pero al fin se encogió de hombros al señalar:
—Me temo que te han engañado y que Pino Ferrara está muerto, aunque eso ahora carece de importancia. Más bien me inclino a pensar que te han utilizado como cebo y les ha dado resultado… ¡Esos piojosos se las saben todas! ¿Cuántos son?
—Dos hombres y dos mujeres.
—¿Seguro que no han recibido refuerzos?
—No, que yo sepa.
—¿Dónde se esconden?
—En una cueva muy grande con una entrada muy angosta.
—¿Serías capaz de localizarla?
El muchacho negó con un decidido ademán de la cabeza al replicar seguro de sí mismo:
—La única vez que me dejaron salir sin tener los ojos vendados era de noche.
—¡Lástima! ¿Tienes por lo menos una idea de dónde se encuentra?
—En una zona escarpada y de muy difícil acceso, en pleno corazón de la zona más rocosa.
—Era de suponer, pero no te preocupes. Con un poco de paciencia la encontraremos. —El Mecánico sonrió de nuevo al musitar—: Y ahora procura descansar. Lo necesitas.
Se irguió y dio unos pasos sin aparente rumbo fijo, pero a los pocos instantes extrajo de la funda una gruesa pistola, y girando apenas sobre sí mismo disparó una sola vez.
Alcanzado en la nuca Mauricio Belli cayó hacia adelante, sin ni siquiera darse cuenta de que le habían matado El número «Uno», un flemático sudafricano llamado Sam Muller, que había asistido a la escena sin pronunciar palabra, se volvió a dirigirle una fría mirada al ejecutor:
—¿Y eso? —quiso saber.
—¿Qué querías que hiciera? —fue la calmada respuesta—. ¿Dejarle aquí achicharrándose a pleno sol del mediodía? De todos modos iba a morir y le he ahorrado sufrimientos.
—Pero se supone que hemos venido a salvar gente, no a rematarla.
—No podíamos llevarle con nosotros y desde luego tampoco podíamos quedarnos aquí cuidándole. Si esos hijos de puta ya han empezado a cargarse rehenes, ¿por qué razón no pudo haber sido éste el primero?
—Porque está claro que no lo ha sido —replicó con acritud el sudafricano—. Y no me gusta matar tontamente a alguien que no me ha hecho nada y además está herido.
—¡Escucha…! —puntualizó el Mecánico en un tono de voz que no admitía réplica y en el que incluso podría advertirse un leve deje de amenaza—: No tengo intención de regresar llevando a cuestas a alguien que el día de mañana vaya contando a todo el que quiera escucharle que le pegamos un tiro por error. Mis órdenes son concretas: o vivos, o muertos, pero sanos. —Apuntó con un dedo los cadáveres para puntualizar con absoluta calma—: A estos dos se los cepillaron los tuaregs y no hay más que hablar. ¿Ha quedado claro?
—Muy claro —admitió Sam Muller con desconcertante parsimonia.
—Me alegra que lo hayas entendido, puesto que se te paga mucho dinero, tanto por hacer tu trabajo, como para mantener la boca cerrada. Así es nuestro oficio y ésas suelen ser las normas… ¿Alguna pregunta?
—Sólo una: ¿qué hacemos ahora?
—Continuar con el plan previsto.
—Por mí de acuerdo, pero te hago notar que apenas hemos avanzado unos cuatro kilómetros, ni siquiera nos hemos aproximado aún a la zona que podemos considerar de auténtico peligro, pero ya hemos perdido dos hombres. A ese ritmo mañana por la tarde nos habrán frito a todos.
—¿Alguna idea mejor?
El otro se limitó a negar con un gesto.
—Tú eres quien manda —murmuró.
—¡Sí! —refunfuñó el armenio al que se le advertía molesto y desconcertado—. Yo soy quien manda y el plan es bueno. Es una táctica que siempre me ha dado magníficos resultados aunque continúo sin explicarme cómo diablos pudieron acertarle a ése en mitad de la noche y a tanta distancia.
—Hay quien asegura que los beduinos ven en la oscuridad, como los gatos.
—¿A casi cuatrocientos metros…? ¡No digas bobadas! Me considero buen tirador, pero no lo conseguiría ni con la ayuda de una mira telescópica nocturna.
—Tal vez la tengan.
—¿Cómo has dicho? —se sorprendió el Mecánico.
—Que tal vez esos a los que tú llamas «piojosos» no lo sean tanto y nos estén combatiendo con nuestras propias armas.
—Pero ¿de qué coño hablas…? —le espetó impaciente su interlocutor—. Se trata de una miserable familia de nómadas que lleva años viviendo en el culo del mundo… ¿De dónde crees que pueden haber sacado esas armas?
—¿Y a mí qué me preguntas? —replicó el siempre hierático Sam Muller—. Hace tres días me encontraba en Angola y no tenía ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo aquí. ¡Y tampoco me importa demasiado! A mí me contratan, acudo y hago mi trabajo sin meterme con nadie… —Con un significativo gesto señaló de arriba abajo a su acompañante—. Pero lo que sí te digo, es que estos uniformes de camuflaje puede que sean muy prácticos en la selva, pero aquí el verde nos delata a kilómetros porque no se distingue un solo matorral en cuanto alcanza la vista y nos convierte en un blanco perfecto para unos tipos que tienen fama de que donde ponen el ojo ponen la bala.
—En eso tienes razón.
—¡Naturalmente que la tengo! Y es más…: cuando veo cómo a un compañero lo dejan frito en plena noche a casi cuatrocientos metros de distancia el asunto empieza a no gustarme.
—Tampoco a mí me gusta, pero me niego a aceptar que esos cerdos nos puedan ver en la oscuridad.
—Ése es tu problema, pero te aconsejo que, por si acaso, esta noche procures que nos movamos lo menos posible. En un asedio, y este operativo empieza a parecerlo, el que se ve obligado a avanzar lleva siempre la peor parte frente al que únicamente tiene que limitarse a esperar.
—Lo tendré en cuenta.
Bruno Serafian echó una vez mano a su diminuta radio, carraspeó por dos veces, y al fin ordenó procurando que su voz sonara firme y autoritaria:
—¡Reanudamos la marcha! Despacio y atentos. Puede que estos cabrones tengan armas de largo alcance. A la menor señal de peligro cuerpo a tierra… ¿Alguna duda? —Esperó unos instantes y como no le llegó respuesta añadió—: ¡Adelante entonces!
Los catorce supervivientes reanudaron la tarea de estrechar el cerco, pero apenas una hora más tarde la mayor parte de ellos empezaron a tomar plena conciencia de dónde se encontraban.
El sol, ya casi en su cenit, parecía pretender aplastarles contra el suelo, no se distinguía ni la más diminuta sombra en todo cuanto alcanzaba la vista, y la temperatura superaba ampliamente los cincuenta grados centígrados.
Allí no había más que negra roca y rojiza arena.
Absolutamente nada más.
Arena y roca, roca y arena.
Un aire ardiente y un sol de fuego.
Y buitres. Docenas de buitres que volaban muy alto en amplios círculos, sin tan siquiera molestarse en agitar las alas, limitándose a dejarse llevar por las corrientes de aire, como si incluso para ellos aquélla fuera una hora en la que la tierra se convertía en un lugar demasiado caluroso como para arriesgarse a descender hasta su superficie.
«Cuando el buitre come, el beduino acecha. Cuando el buitre vuela, el beduino descansa».
Para los tuaregs del Sáhara más profundo los buitres se convertían en una especie de termómetro viviente que indicaban con notable precisión cuándo la temperatura superficial había superado los límites soportables, momento en el que se hacía necesario que los seres humanos permanecieran a la sombra y absolutamente inmóviles, visto que no poseían la facultad de elevarse en busca del frescor de las alturas.
Pese a la extendida opinión de cuantos habían sufrido la violencia de sus métodos, los mercenarios también eran seres humanos y tampoco podían elevarse en busca de temperaturas más soportables, debido a lo cual Bruno Serafian llegó muy pronto a la conclusión de que resultaba de todo punto imposible continuar caminando bajo tan infernales circunstancias.
—¡Alto! —ordenó—. Descansaremos hasta las cuatro. Los números pares que duerman dos horas. Luego lo harán los impares.
Los hombres se dejaron caer, empapados en sudor y destrozados, pero casi de inmediato llegaron a la desagradable conclusión de que sus metralletas eran demasiado cortas y sus camisas demasiado pequeñas. Y por si todo ello fuera poco tampoco disponían de espadas.
Una de las principales razones por las que un beduino prefiere los rifles largos y las largas espadas se debe al hecho de que con su ayuda y la de un amplio jaique es capaz de montar en un instante una minúscula jaima que le proporciona sombra, le protege del viento y mantiene la temperatura ambiente a un nivel constante.
Sentado en un pequeño hueco de arena bajo su improvisada pero resistente «tienda de campaña», es capaz de dejar pasar las más ardientes horas del mediodía en mitad de la más inhóspita de las llanuras sin que el fuego que está cayendo en el exterior le afecte en exceso.
Sin embargo, la más moderna y mortífera de las metralletas había sido diseñada con el fin de que ocupara el menor espacio posible, y el tamaño de una camisa de uniforme jamás podría compararse con el de un jaique beduino. El resultado lógico era que los catorce hombres se vieron obligados a tomar asiento sobre la arena o las piedras sin contar con el más mínimo asomo de sombra.
Pronto descubrieron que la sensación debía parecerse mucho a la que experimentarían en caso de que les estuvieran aplicando hierros candentes en la espalda.
Pese a tratarse de un irlandés extraordinariamente; fuerte, el número «Nueve» fue el primero en caer y las razones de su inesperado colapso había que buscarlas en la inexperiencia sobre el medio en que se desenvolvían por parte de quien le había colocado en aquel puesto.
En efecto, su número correspondía a las nueve de un reloj, es decir, al oeste exacto, lo cual significaba que durante toda la mañana había tenido que caminar en dirección al este, punto por el que se había levantado un sol que durante horas le estuvo golpeando directamente en el rostro.
Por si ello no fuera castigo suficiente, los rayos de ese sol se reflejaban en millones de granos de arena, transformando el paisaje por el que se veía obligado a avanzar en una especie de gigantesco espejo, lo cual provocó que muy pronto su rojiza piel se hubiera achicharrado, y, pese a llevar gafas oscuras, sus azules ojos fueran incapaces de distinguir más que sombras.
«El que se carga el sol a la espalda puede sobrevivir al desierto. El que lo carga en brazos siempre acaba pereciendo».
Aquel que hiciera oídos sordos a una vieja máxima que resumía en pocas palabras cientos de años de experiencia de incontables viajeros de «la tierra que sólo sirve para cruzarla» estaba condenado de antemano a morir en el intento.
Por lo general, una cabeza, una nuca y una espalda bien protegidas resisten al sol, al calor y a la reverberación de la arena cinco veces más que un pecho, un rostro o unos ojos, y si estos últimos no son lo suficientemente oscuros, su indefensión acaba siendo patética.
Al número «Nueve» nadie le había advertido que en el Teneré nunca se debe caminar de cara al sol, por lo que a media mañana apenas alcanzaba a distinguir los objetos a cien metros de distancia, y a media tarde el mundo se había convertido para él en una especie de glauca nebulosa.
—¡Aquí «Nueve»! —musitó roncamente a través de la radio—. Necesito ayuda.
—¿Qué clase de ayuda? —quiso saber de inmediato el armenio.
—Cualquier clase de ayuda… —fue la amarga petición impropia de un hombre de la reconocida entereza del irlandés—. Este maldito sol me ha abrasado los ojos.
Bruno Serafian podía ser cualquier cosa menos estúpido, y las horas que había pasado bajo lo que le había dado la impresión de constituir una impalpable lluvia de plomo derretido le habían permitido reflexionar sobre el incontable número de errores que había cometido a la hora de plantear lo que en un principio pareció constituir una rutinaria operación de búsqueda y captura.
Resultaba evidente que su reconocida experiencia en la larga y agotadora guerra del Chad de nada le había valido, puesto que los durísimos desiertos chadianos en los que con tantas penurias había combatido podían considerarse casi como un vergel comparados con la pétrea fortaleza natural a la que se enfrentaba en aquellos momentos.
Ni la temperatura era la misma, ni era el mismo el paisaje, ni nada de cuanto pudiera recordar se semejaba en lo más mínimo a un infierno del que incluso los propios demonios se diría que habían renegado en su momento.
No más de seis kilómetros en línea recta le debían separar de su objetivo, al parecer tan sólo dos «piojosos beduinos» se oponían a su avance, pero en la reseca boca había hecho ya su aparición el conocido sabor metálico de la derrota, puesto que comenzaba a invadirle la desagradable sensación de que no se estaba encarando ni a la naturaleza ni a los hombres, sino a una fuerza infinitamente superior cuyo poder estaba muy por encima de cualquier ejército.
No se trataba ya del sol, el calor, la sed, la arena, el viento o incluso de las emboscadas o las balas…
Se trataba quizá de que el supremo creador había decidido que aquél era un lugar inviolable; un último refugio o la definitiva demostración de su inconmensurable poder, y que por lo tanto el Mecánico como sus hombres no eran apenas algo más que míseras hormigas que hubieran osado desafiar a un gigantesco «tiranosaurio».
—Todos necesitamos ayuda… —musitó al fin para sus adentros—. Cualquier tipo de ayuda.