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Capítulo 22

 

Killian contaba con una sólida ventaja, y tenía que aprovecharla. Bastien o Peter ya debían de haberle contado a Isobel la verdad que él no podía revelarle. Y ella sabría hasta qué punto le había mentido. En un mundo perfecto se habría sentido aliviada al descubrir que no era el criminal de guerra que fingía ser.

Pero no vivían en un mundo perfecto, y él no le había contado la verdad.

No podía hacerlo. No podía poner en peligro su misión, no podía renunciar sin decírselo antes a sus superiores. Había pasado demasiados años haciendo lo necesario, y había una parte de él que no podía cambiar. La mayoría de la gente jamás creería que tenía moral. Pero la tenía.

El Comité estaba desapareciendo, carcomido desde sus propias entrañas. No hacía falta la ayuda de Killian para hundirlo por completo. Pero Killian no estaba seguro de que fuera necesario hundirlo. Procuraba cumplir las órdenes sin cuestionar el cómo ni el porqué, pero en el fondo siempre lo hacía. La obediencia ciega nunca había sido lo suyo. Si se hubiera limitado a seguir las órdenes, habría muerto mucho tiempo atrás.

No podía permitirse pensar en ella en esos momentos. Isobel le pegaría un tiro en la cabeza si tuviera ocasión, y no le faltaban motivos. Por suerte, Harry Thomason ocupaba un lugar preferente en su lista de objetivos. En realidad, no le importaba lo que pudiera ocurrirle a él mismo. Los finales felices no estaban hechos para un hombre como él, con la clase de vida que había llevado. Pero no iba a consentir que Mahmoud corriera la misma suerte. Había salvado al pequeño asesino en innumerables ocasiones, y el chico tenía una única razón para vivir... Torturar a Killian hasta la muerte. No importaba que no hubiese muerto junto a su hermana adoptiva. Mahmou no lo veía así. Killian era culpable. Killian debía pagar.

Y Killian no podía negarlo.

Si no salía vivo de aquello, y había muchas probabilidades de que no sobreviviera, Mahmoud vería frustrados sus deseos de venganza. Pero quizá Isobel se ocupara de él. Killian podía confiar en ella. A pesar de todas las mentiras que ella le había contado, y con las que trataba de engañarse a sí misma, Killian sabía que protegería al chico con su vida. Mahmoud estaría en buenas manos.

Pero si lograba sobrevivir... Bueno, no era el momento de pensar en ello. Todo a su tiempo.

Sentía la niebla helada en sus huesos mientras recorría las tranquilas calles de Kensington. Ya se había imaginado que estarían cerca de la oficina que servía de tapadera al Comité, lo que hacía más fácil orientarse. En un barrio exclusivo de la ciudad no era difícil encontrar un todoterreno último modelo con ruedas asesinas, y ningún sistema de seguridad podía detenerlo. Tenía que salir de la ciudad y seguir las instrucciones del minúsculo GPS al pie de la letra. Pero antes tenía que hacer una parada importante.

 

 

—Yo también me alegro de verte, Isobel —murmuró Bastien mientras ella pasaba a su lado, subía al asiento trasero del coche y cerraba con un portazo. Reno estaba sentado en un extremo. Tenía la frente vendada, un brazo escayolado, la ropa manchada de sangre y un brillo asesino en la mirada. Se había quitado las lentillas felinas y en sus ojos ardía una furia salvaje, implacable.

Ella no dijo nada y se acomodó en el extremo opuesto, aturdida por la ira y la incredulidad. Todo su mundo se había vuelto del revés, y lo peor de todo era saber que había sido una completa estúpida. ¿Por qué no había visto las signos? Ahora que sabía la verdad todo le parecía dolorosamente obvio. Las masacres frustradas que habían salvado cientos de vidas. El acceso a la información confidencial durante tantos años... Isobel sabía lo que era el trabajo secreto, pero no se podía comparar a lo que había estado haciendo Killian. Veinte años de mentiras y traiciones, codeándose con la muerte mientras fingía estar al servicio de dictadores y asesinos. Matando personas inocentes sólo para proteger su identidad. Sí, ella conocía muy bien aquella forma de vida. Killian era un monstruo. La misma clase de monstruo que era ella.

—No había ni rastro de él —dijo Peter desde el asiento delantero mientras Bastien se internaba en las calles lluviosas—. Tardará bastante tiempo en llegar hasta allí. Primero tiene que robar un coche y luego tiene que orientarse entre la niebla. Además, las carreteras estarán heladas, y no le será fácil encontrar un vehículo adecuado.

—No lo subestimes —dijo Bastien—. Si ha sobrevivido tanto tiempo ha sido por cuidar todos los detalles. Encontrará un todoterreno con clavos en las ruedas.

—Las ruedas con clavos son ilegales —objetó Peter.

—Encontrará uno de todas formas.

—No estoy hablando contigo —le dijo Isobel a Bastien con voz cortante.

—No seas tan grosera. Killian y yo teníamos un acuerdo. No tuvo nada que ver con mi retiro.

—¿Y no te pareció que yo debía conocer esa información?

Bastien se encogió de hombros.

—No me interesaba mucho lo que fuera importante para el Comité.

—Creo que debería conducir Peter. Te has pasado los tres últimos años conduciendo por el otro lado de la calle.

—Tranquila, Isobel. He vivido en lo alto de una montaña. Sé cómo conducir por el hielo y la nieve.

Ella se echó hacia atrás en el asiento, reprimiendo un gruñido. No era el momento para las emociones inútiles. Tenían un trabajo que hacer. No había lugar para nada más.

Miró al silencioso Reno y se fijó en lo que llevaba en la mano. Una sarta de abalorios que deslizaba entre sus dedos ensangrentados. Le resultaron muy familiares.

—¿Ese collar es de Mahmoud? Él levantó la cabeza, sobresaltado.

— Sí —respondió finalmente — . Él me lo dio. Perteneció a su hermana adoptiva.

—¿La misma a la que Killian mató?

—Sí.

Hasta ese momento, Isobel había confiado en que fuera una mentira más de Killian.

—¿Por qué te dio el collar? Era su posesión más valiosa.

—Intercambiamos regalos, y él renunció voluntariamente al collar. Junto a su promesa de matar al hombre responsable.

—¿Por qué la mató? —preguntó Isobel, ignorando a los hombres de los asientos delanteros.

—¿No te lo dijo?

—Killian sólo me ha contado mentiras.

—La hermana de Mahmoud era una bomba suicida. Estaba en medio de un mercado atestado, sujetando a Mahmoud con una mano y el detonador con la otra. Killian le disparó antes de que pudiera inmolarse.

Isobel cerró los ojos un momento y tragó saliva. Afortunadamente, nadie podía ver sus reacciones en la oscuridad.

— Se arriesgó mucho —dijo—. La chica podría haber detonado la bomba al morir.

— Sí. En cualquier caso se habrían producido muchas víctimas. Killian agarró a Mahmoud y salió de allí.

—¿Y la chica? Estaba embarazada. ¿El bebé...?

— Por lo que cuenta Mahmoud, parece que la gente del mercado despedazó su cuerpo. Demasiados suicidas, demasiadas muertes...

No había nada que Isobel pudiera decir. En cual quier otro momento habría pensado en la clase de vida que llevaba, en la que no mostraba la menor reacción a un relato tan terrorífico. Pero ahora no.

Ahora tenía que concentrarse en el presente y nada más.

—Deberías estar en un hospital.

Reno la miró a los ojos.

—No —respondió simplemente.

Ella no se molestó en discutir. Se recostó en el asiento e intentó relajarse, preparándose para la batalla inminente. Aún podía sentir a Killian en su interior, sus manos sobre ella... Las imágenes se reproducían una y otra vez en su cabeza.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar?

—Ni siquiera sabemos con seguridad adonde vamos —respondió Peter—. Las coordenadas del GPS nos acercan a una milla de donde queremos ir, pero no son exactas.

—Iremos directamente a casa de Thomason para matarlo —sugirió Bastien tranquilamente.

—Dudo que sir Harry esté solo en esto —murmuró Isobel—. Lo suyo es la estrategia, no el trabajo de campo. Si lo eliminamos, Mahmoud seguirá en peligro.

Reno emitió un gruñido de protesta, pero Peter se le adelantó.

—Creía que no te importaba el crío —le dijo a Isobel—. ¿No es sólo una víctima colateral?

—Os odio a todos —dijo ella, irritada—. Sabes tan bien como yo que no matamos niños. A veces tienen que morir inocentes. Mahmoud no es inocente, pero es un niño, y no vamos a cargar con su muerte. Ésa es la diferencia entre nosotros y Thomason.

— Lo sé —repuso Peter amablemente — . Sólo quería asegurarme de que tú también lo sabías.

Isobel contó hasta diez. Por suerte para los demás en esos momentos estaba desarmada.

—¿Nadie tiene un cigarrillo en este puñetero coche?

—Lo habías dejado.

—Necesito uno —se volvió hacia Reno—. Seguro que tienes alguno.

Reno negó con la cabeza.

—Ni tampoco marihuana. También la he dejado.

Isobel volvió a recostarse en el asiento, mascullando en voz baja. Aún podía sentir los cortes en la espalda, provocados por los diminutos cristales que Killian le había extraído con tanto cuidado y ternura. Ni siquiera había sentido las heridas durante la interminable noche de placer...

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Peter.

—¿Qué ha sido qué? —espetó ella.

—¿Has gemido?

—Déjame en paz. Y si pasamos por una tienda abierta vamos a comprar cigarrillos.

—Toma —dijo Bastien, pasándole una pistola sobre el asiento—. Puedes entretenerte con esto mientras tanto.

Era un arma sólida y pesada, con la que podría abrirle un buen agujero en la cabeza a cualquiera al que apuntara. En aquellos momentos pensaba que Killian sería un buen blanco. Más tarde podrían explicar su muerte a sus supuestos aliados.

—Sigue conduciendo —murmuró mientras acariciaba el arma.

 

 

Mahmoud estaba sentado con las piernas cruzadas en el catre, apoyado contra la pared de piedra, y la violenta lucha del videojuego reflejándose en sus ojos inexpresivos. Reno estaba muerto. Había visto cómo se desplomaba y había visto la sangre antes de que lo sacaran de la casa. Su amigo. Su hermano. Había perdido a demasiadas personas.

El hombre que lo había llevado hasta allí, el hombre con el pelo rubio... Era ruso. Había visto otros rusos. Bebían mucho, pero sangraban como cualquier otro hombre. El hombre que lo había secuestrado, el hombre que había ordenado la muerte de Reno, debía morir.

Mahmoud sabía lo que estaban esperando. Él era irrelevante. Lo estaban usando para atraer al hombre que había matado a su hermana. Un mes antes él los habría ayudado. Pero ya no.

Reza lo habría matado, junto a otros cientos de personas. Mahmoud no lo había sabido hasta el último momento, pero ni siquiera él habría podido detenerla. Reza lo había querido y cuidado. A él no le hubiera importado morir con ella... Todo habría acabado en un momento.

Pero Killian la había detenido. La había matado. Y a él lo había salvado. Estaban en paz.

Irían a buscarlo. Mahmoud había luchado en demasiadas guerras y sabía cómo funcionaban esas cosas. Le prometerían a Killian que soltarían a Mahmoud, y Killian acudiría porque odiaba lo que había hecho. Una muestra de debilidad, pensó Mahmoud. Killian no había tenido más remedio que matar a Reza. Era una pérdida de tiempo sentirse culpable.

Pero aun así iría a buscarlo, y los hombres matarían a Mahmoud de todas formas. A menos que Killian hiciera algo para detenerlos.

A Mahmoud no le importaba morir. Para él la muerte era una vieja amiga que se había llevado a todos sus seres queridos, desde Reza, la hermana que lo había cuidado durante años, hasta Reno, el hermano al que sólo había conocido por un día. También podría llevárselo a él.

Pero también se llevaría a los rusos. Mientras tanto, miró la pantalla de la videoconsola, la única luz en la fría y oscura habitación, y aumentó al máximo la dificultad del sangriento juego que tenía entre las manos.

Y siguió matando sin piedad.

 

 

Killian sabía que estarían esperándolo. Durante los últimos quince kilómetros la carretera se había convertido en una pista de patinaje. A medida que el sol se elevaba, la niebla lo había cubierto todo con un manto helado. Lo habían llevado por carreteras secundarias por las que no circulaba ningún otro coche con aquel tiempo tan horrible. Casi se le pasó el desvió a Wilders. Un frenazo suave y el coche patinó por la peligrosa carretera.

Maldiciendo, esperó hasta que el coche se detuvo por sí solo y dio marcha atrás con mucho cuidado, girando a la derecha para dirigirse hacia la propiedad de Harry Thomason.

No tenía por qué saberlo. Apenas había tenido tiempo para recoger unas cuantas cosas, incluyendo un poco de información básica. Había unas cuantas casas desiertas en el extremo más alejado de la propiedad, destinadas a ser derribadas y transformadas en un lujoso complejo residencial. Y había un viejo búnker, utilizado durante la Segunda Guerra Mundial para llevar a cabo operaciones secretas.

Sabía que Isobel le estaría pisando los talones, pero sólo disponía de las coordenadas y no podría localizar con exactitud su posición. Lo más probable era que se dirigieran en primer lugar a la casa principal, dándole así más tiempo para llevar a cabo su apresurado plan de acción.

Detuvo el coche robado frente a una de las viejas casas de campo. El techo se había desplomado tiempo atrás y los pájaros emprendieron el vuelo cuando Killian cerró la puerta del vehículo. El suelo estaba helado y resbaladizo bajo sus pies. Debía tener cuidado si no quería...

Supo dónde estaban segundos antes de que surgieran entre la niebla. Tenía uno de los revólveres de Isobel en la mano y disparó al atacante de la derecha, haciendo un barrido con la pierna que derribó a su compañero. El hombre se dio la vuelta mientras se deslizaba por el hielo, se puso de rodillas y apuntó directamente a Killian, pero apenas tuvo tiempo de apretar el gatillo antes de que Killian lo rematara.

La bala alcanzó a Killian, arrojándolo de espaldas contra el coche. Al cabo de un momento agónico se echó a reír. Había recibido el disparo en el hombro, casi en el mismo punto donde Mary Isobel le había disparado dieciocho años antes. No había muerto entonces. Tampoco iba a hacerlo ahora. Pero tenía que detener la hemorragia y encontrar a Mahmoud antes de que enviaran refuerzos.

Vio una puerta robusta y maciza en una colina que sin duda conducía a los búnkeres. Mejor todavía. Un espacio cerrado era mucho más recomendable.

Se estaba congelando, y la sangre manaba abundantemente de su hombro. Hacía mucho que había aprendido a soportar el dolor y sabía cuánto podría durar sin curar sus heridas. El frío ralentizaría la hemorragia. Lo único que necesitaba era cubrirla con algo.

Rápidamente le quitó la chaqueta de cuero y la camiseta al primer hombre que había matado, dejándolo tirado y semidesnudo en el barro congelado. La camiseta ya estaba manchada de sangre, pero aun así se la presionó contra su herida, bajo la camisa, y luego se envolvió con la chaqueta. Era lo suficientemente grande para él y aún conservaba el calor del muerto.

Se dirigió hacia la entrada del búnker mientras la niebla empezaba a disiparse, acompañado del canto de los pájaros y del hedor a muerte que impregnaba el frío aire de la mañana.

 

 

 

 

 

 

 

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Capítulo 23

 

Harry Thomason sacó el reloj de oro de su abuelo por centésima vez y lo abrió cuidadosamente. Eran las cinco y media de la mañana. Había que tener un cuidado especial con el mecanismo de relojería... Si se daba demasiada cuerda se rompería, si se daba demasiado poca el reloj se pararía prematuramente. Su padre lo había llevado consigo desde que Winston Churchill se lo regalara, y Harry lo había escondido cuando su padre murió y toda la herencia pasó a su hermano mayor. Maurice había muerto hacía tiempo, sin hijos, gracias a Dios, y Harry se había puesto manos a la obra.

Nunca tendría hijos, a menos que adoptara alguno. Quizá un hermoso mancebo, lo bastante inocente para ser moldeado. Sería una lástima no legarle todas sus posesiones a nadie, y su vida era muy solitaria.

Cerró el reloj de oro. Stolya ya debería de haberlo llamado. El sol se elevaba sobre la tierra helada... talvez el mal estado de las carreteras hubieran demorado a su presa. Stolya debía llamarlo cuando todo hubiera acabado, y Harry había sido paciente durante tres años, desde que aquella bruja le arrebatara el puesto y el poder. Podía permitirse esperar unos minutos más.

El personal doméstico llegaría en cualquier momento. Tenía un ama de llaves y un ayudante ejecutivo, pero los dos sabían mantener las distancias a menos que su presencia fuese requerida.

Pronto empezó a cansarse de observar el paisaje helado, y pensó que iba a disfrutar mucho colocando aquellas cargas explosivas una vez que Stolya lo hubiera llamado. Si había algo que no podía soportar era la incompetencia en sus subordinados.

El teléfono móvil emitió un débil pitido. Harry odiaba aquellos aparatos, pero era la única manera de preservar su intimidad. Pulsó el botón y respondió con un gruñido.

—Ha habido un problema —se oyó la voz de Stolya al otro lado de la línea, con su marcado acento ruso—. Su presencia es requerida.

—Ni hablar. Ya sabes cuál es tu trabajo. ¡Hazlo!

—Imposible. Su presencia... —la voz se cortó bruscamente, y fue reemplazada por otra. Una voz con acento americano, lenta y amenazadora.

— Sir Harry, le habla Killian. Si quiere a Isobel Lambert, le sugiero que venga enseguida. De lo contrario mataré a los tres hombres que aún están vivos, me llevaré a Mahmoud y dejaré que cargue usted con el muerto.

—Me temo que se equivoca, señor Killian. Me importa un bledo lo que les ocurra a esos hombres... Conocían los riesgos cuando aceptaron trabajar para mí.

—Pero quiere a Isobel Lambert, ¿verdad? Todo lo que tengo que hacer es salir de aquí y avisarla.

—¿Por qué debería creerlo? —preguntó Harry suavemente—. Usted e Isobel tuvieron una aventura, hace mucho, mucho tiempo. Lo más caballeroso sería protegerla.

—Esa zorra intentó matarme. En más de una ocasión. Tiene diez minutos, Thomason. Luego desapareceré, e Isobel no volverá a permitirle que se acerque a ella.

La conexión se cortó y Harry dejó tranquilamente el móvil sobre la mesa. Pero enseguida lo volvió a agarrar y lo estrelló contra la chimenea de piedra.

Al minuto siguiente estaba armado. Le habría gustado utilizar una de las magníficas pistolas de duelo que lord Mountbatten le había regalado a su padre. Eran unas antigüedades valiosísimas, pero necesitaba algo más práctico y letal para volarle los sesos a esa maldita mujer.

No era tan tonto para pensar que no iba directo a una trampa. Killian había conseguido escapar de sus captores, pero los tendría pisándole los talones. Y cuando Isobel descubriera que se dirigían a Wilders, sabrían quién estaba detrás de todo. Lo más probable era que fuesen directamente a la casa, pero sería mejor que los esperase en los búnkeres. Necesitaba atraerlos hasta allí, porque el único modo de eliminarlos a todos era sepultarlos bajo los escombros.

Lamentaba tener que matar a Peter Madsen. Era un hombre muy valioso y pragmático. Aunque supiera que era Harry quien había matado a sus compatriotas, no se dejaría vencer por emociones inútiles. Su única debilidad era su esposa, y Thomason podía llegar fácilmente hasta ella.

Salió de la casa en silencio y echó a andar por la tierra helada con sus botas Wellington, su abrigo Barbour y su bastón... La perfecta imagen de un rico hacendado inglés. Esa clase de caballeros que ya no existían.

No caería en ninguna trampa ni permitiría que nadie avisara a Isobel. Un laberinto de túneles recorrían el subsuelo de sus tierras, incluido uno que comunicaba los viejos establos con la parte trasera del búnker. Podría llegar hasta allí fácilmente, sin que nadie advirtiera su presencia. No sabían con quién estaban jugando. Los muy imbéciles creían que podrían vencerlo.

Vio los faros de un coche a lo lejos, avanzando por el serpenteante camino que conducía a la casa. Debía de ser Isobel. No se detendría hasta que hubiese encontrado a Killian. Su orgullo la llevaba hacia una trampa mortal.

Harry entró en los establos y avanzó hasta la última casilla, donde se escondía la entrada a los túneles. De niño había jugado allí a los piratas con su hermano.

Ahora era un pirata de verdad, y estaba a punto de reclamar su botín.

 

 

—Killian no ha estado aquí —dijo Bastien, deteniéndose al final del camino—. No hay marcas en el hielo.

—Encuéntralo —ordenó Isobel.

Bastien dio marcha atrás, con cuidado de que el coche no derrapara en el hielo.

—No puede estar lejos... Las coordenadas eran bastante precisas, y éste el único lugar que parece lógico.

—La propiedad es muy extensa. Podría estar en cualquier parte —arguyó Peter—. Tal vez aún no haya llegado hasta aquí. Las carreteras son muy pelígrosas.

—Está aquí —dijo Isobel—. Encuéntralo.

Estaban perdiendo demasiado tiempo, pensó, recostándose en el asiento y dejando que el dolor de los cortes le recorriera el cuerpo. Era un modo de reforzar la voluntad. Habían viajado por las carreteras principales hasta donde fue posible, pero al final habían tenido que tomar caminos secundarios y cubiertos de hielo. El sol había salido y pronto el hielo empezaría a fundirse, pero de momento formaba un fantasmagórico desierto de cristal.

Diez minutos después, Bastien volvió a detenerse.

—Ya lo he encontrado.

Isobel vio el coche abandonado y los dos cuerpos en el barro helado, sobre un charco de sangre congelada. Dejó escapar un grito de angustia e intentó abrir la puerta del coche.

— ¡No! —exclamó. A punto estuvo de caer al hielo, pero Reno la sujetó.

—No es uno de ellos —dijo.

Ella se apartó el pelo de la cara y volvió a ponerse su máscara.

—Claro que no lo es —dijo—. Aunque supongo que ha sido él quien los ha matado. El disparo en la cabeza es su especialidad.

— Limpio y rápido —dijo Bastien en tono de aprobación—. ¿Crees que ha dejado a alguien con vida ahí dentro? —asintió hacia la puerta de lo que parecía una vieja bodega.

—No si ha podido evitarlo —respondió Isobel, dirigiéndose hacia la puerta. El hielo crujía bajo sus zapatos de piel, pero no le importó. Nada podría detenerla, ni siquiera la Madre Naturaleza—. Más le vale haber rescatado a Mahmoud y haberse largado de aquí antes de que lo encuentre.

Peter avanzaba delante de ella y Reno la seguía por detrás, dándole la desagradable sensación de estar protegiéndola.

—No necesito protección —dijo con su voz más fría.

—Tú eres el objetivo, Isobel —le recordó Peter—. No estamos siendo caballerosos; estamos siendo prácticos. Reno, necesito que esperes aquí y te asegures de que nadie nos sigue al interior. Cuando encontremos a Mahmoud lo mandaremos para afuera.

Isobel esperaba que discutiera, pero Reno se limitó a asentir y desapareció en la niebla, y ella siguió a Bastien y a Peter al túnel de paredes encaladas. La luz del amanecer entraba débilmente por la boca de la cueva. Una bombilla que colgaba del techo había reventado. Los tres avanzaron en silencio, y pasaron junto a otro cuerpo que yacía en el suelo. No era Thomason.

—¿Qué demonios es este lugar? —susurró Bastien.

—Una especie de viejo búnker —dijo Peter—. Se usaban durante la Segunda Guerra Mundial como hospitales o centros de entrenamiento secretos. El viejo de Thomason era un general del ejército... Se debe de estar revolviendo en su tumba.

—No lo creo —dijo una voz tras ellos, y Bastien se movió rápidamente, colocándose delante de Isobel.

— Sir Harry —dijo con voz profunda y serena—. Qué sorpresa...

El viejo mostró su rechoncha figura vestida de tweed y encendió la linterna que llevaba en la mano. En la otra sostenía una pistola semiautomática.

— La sorpresa es mía, querido —respondió—. Creía que te habías retirado.

— Y retirado estaba, hasta que enviaste a alguien a liquidar a mi familia.

—Lo siento mucho, pero seguro que comprendes la necesidad de atar los cabos sueltos. Si uno de nuestros enemigos te encontrara, te torturarían para que les dijeras todo lo que has aprendido a lo largo de los años. Y aunque pudieras soportar la tortura, no soportarías que tu mujer y tus hijos fueran amenazados. Eras un riesgo innecesario. Lo sabes, ¿verdad?

—Claro que lo sé —respondió Bastien irónicamente.

—Bien, ¿por qué no dejáis las armas... los tres? —preguntó Thomason con voz amable, como si fuera un anciano anfitrión que les estuviera ofreciendo té y galletas—. Mis hombres están esperando en la habitación, junto a vuestro fracaso más reciente. ¿Qué os parece si nos unimos a ellos?

Por el rabillo del ojo debió de ver que Peter se movía, porque dirigió hacia él la cegadora luz de la linterna.

—No creo que quieras recibir otra bala en esa pierna, Peter —le advirtió—. Baja el arma.

Peter dejó su arma en el suelo de piedra, y Bastien hizo lo mismo. Isobel no se dejó invadir por el pánico. Imaginaba que llevarían otras armas, y los dos eran capaces de matar con sus propias manos. Aún tenían una posibilidad.

—Y tú también, querida —le dijo Harry—. Deja el arma o te meteré una bala entre ceja y ceja.

A ella no le quedó más remedio que obedecer.

—De todas formas estás pensando en dispararme, Harry —dijo en tono aburrido.

— Sí, pero mientras hay vida hay esperanza, y no creo que quieras morir hasta que no hayas agotado todas las posibilidades.

—Eres muy listo —dijo ella dulcemente. Aún tenía su navaja del ejército suizo, aunque no le serviría de mucho contra una semiautomática.

—Vosotros primero, amigos míos —dijo Thomason, haciendo un gesto hacia el círculo de luz que se veía al fondo del túnel—.Y tened cuidado. Creo que vuestro amigo Serafín... ¿o debería llamarlo Killian?, ha dejado un reguero de sangre a su paso. No me gustaría que tropezarais con algún cadáver. Las manos en la cabeza, por favor.

Isobel sintió un dolor abrasador en la espalda cuando llevó las manos hasta la nuca.

—¿Por qué haces esto, Harry? ¿Has estado detrás de todo? ¿El coche bomba en Plymouth, el piloto en Argelia, la desaparición de MacGowan?

—Naturalmente. Pero no esperes de mí una larga confesión. Hago lo que se debe hacer. Y lo que había que hacer era quitarte de en medio, madame Lambert. Eres débil. Has puesto en peligro la seguridad del mundo sólo porque te niegas a hacer lo que hay que hacer.

— ¿Por eso haces esto, Harry? —preguntó Peter—. ¿Para salvar al mundo?

— Sir Harry, hijo — corrigió él—. Recuerda que fui tu mentor.

—No lo he olvidado.

—Este lugar está lleno de explosivos, ¿verdad? —preguntó Bastien de repente—. Vas a volarlo.

— Siempre fuiste muy listo, Toussaint, aunque has pasado tanto tiempo rodeado de explosivos que seguramente puedes olerlos. Eso es exactamente lo que pienso hacer. Pero no voy a correr el más mínimo riesgo... Todos vosotros habréis muerto antes de que accione el detonador. Soy un hombre precavido.

— Y que lo digas —corroboró Isobel. Podía sentir sus ojos y su pistola apuntándole a la espalda, y de repente los pequeños cortes en la piel le parecieron la menor de sus preocupaciones—. ¿Killian ya está muerto?

Harry suspiró.

—Me temo que mis hombres no son tan eficaces como me habría gustado. Pero pronto lo descubrirás por ti misma. Habrá tiempo para una romántica despedida, y puede que os permita morir abrazados.

—No me hagas reír, sir Harry —dijo ella—. ¿Alguna vez te he parecido sentimental?

—La verdad es que no. Pero ese hombre es tu debilidad. ¿Quién habría imaginado que la jefa del Comité se acostaría con un terrorista? —la última palabra sonó extrañamente obscena en su voz elegante y refinada.

—Él no es un terrorista, Harry —dijo Peter—. Es un agente de la CIA.

— ¡Eso es ridículo! —exclamó Thomason.

—¿Y estás seguro de que estamos todos? —preguntó Bastien ladinamente. Harry no necesitaba saber que Reno estaba acechando, pero cualquier cosa que minara su seguridad era una ventaja.

—No hay nadie más.

—¿Qué hay de nuestro nuevo recluta? —murmuró Isobel.

Thomason se echó a reír.

— Está muerto. Mis hombres se encargaron de ello. Ese cerdo japonés mató a uno de ellos, y otro tal vez no sobreviva, pero él ha muerto.

— Si tú lo dices... —dijo Isobel. La luz se hacía más intensa, pero no salía ningún ruido de la puerta abierta. ¿Estarían muertos Killian y Mahmoud? Harry no estaría tan seguro de sí mismo si no lo tuviera todo controlado.

Peter se quedó unos pasos por detrás, e Isobel supo que iba a intentar colocarse entre ella y Harry. Estaría dispuesto a recibir una bala en su lugar, si hacía falta, pero ella no podía permitírselo. No podría vivir con la muerte de Peter a sus espaldas.

Se detuvo y se giró para mirar a sir Harry. Siempre le había parecido un hombrecillo bastante cómico, hasta que le miraban sus ojos pálidos e inexpresivos. Había sido una idiota al subestimarlo. Un hombre que había ordenado tantas muertes no aceptaría de buen grado que se lo marginara.

—No te detengas, madame Lambert —le ordenó él, haciendo un gesto con el arma—. Y diles a tus amigos que mantengan las distancias. Veo que Peter está buscando su oportunidad, y tengo tiempo para volarle los sesos y después matarte a ti.

—Pero aún quedaría yo —dijo Bastien con voz suave.

—No estoy solo aquí. Seguid.

Entraron en una gran habitación, iluminada por dos bombillas de bajo voltaje en el techo. En el centro estaba Killian, envuelto en un abrigo. Ligeramente pálido, pero vivo. Estaba desarmado, y sin embargo parecía tener el control de la situación. Había dos cuerpos más en el suelo, y tres hombres armados lo observaban con inquietud, como turistas en un zoo viendo a un oso polar devorando su comida. No había ni rastro de Mahmoud.

Killian no miró a Isobel cuando se detuvieron, sino que fijó su mirada en Thomason.

—¿Qué es esto? —exclamó Harry —. ¿Qué hacéis ahí parados? Está desarmado. ¡Matadlo!

—Me temo que eso no es del todo cierto —dijo Killian con voz lenta y pausada. Isobel bajó la mirada hacia sus manos y vio la sangre que manaba de su mano izquierda. Entonces Killian se abrió el abrigo y mostró el cinturón que llevaba puesto, cargado con explosivos ligeros de última tecnología.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó ella sin darse cuenta.

— ¡Silencio! —espetó Thomason—. ¡O yo haré que te calles!

—No creo que te gustasen las consecuencias — dijo Killian—. Si la tocas, todos volaremos en pedazos.

—Será mejor que lo crea —dijo un hombre con un marcado acento ruso—. Lo dice en serio.

Thomason abrió fuego y el hombre cayó al suelo. La mitad del cráneo había desaparecido.

—¿Alguien más tiene algo que decir? —preguntó en tono amable.

—Has mejorado tu puntería, Harry —dijo Isobel con voz fría—. Eras incapaz de acertar un camión a medio metro.

Él se volvió hacia ella rojo de furia, pero Bastien ya la había tirado al suelo, cubriéndole el cuerpo y la cabeza, cuando la pistola volvió a disparar una y otra y otra vez. Isobel sintió cómo saltaban pedazos de piedra de la pared. Intentó apartar a Bastien, pero era demasiado grande y fuerte y estaba decidido a protegerla. Y entonces, de repente, se hizo el silencio y Bastien se apartó.

Isobel le dio una patada a Bastien, se puso en pie y vio a Peter junto al cuerpo acurrucado de Thomason. Killian no se había movido... Estaba apoyado contra una mesa, aparentemente relajado y tranquilo, a pesar de llevar una bomba atada a la cintura y tener la mano ensangrentada.

—No sabe ser agradecida —le dijo a Bastien.

Isobel no lo miró y se acercó al cuerpo de Thomason.

—¿Está muerto?

El viejo levantó la cabeza y le clavó una mirada llena de odio.

— Sólo ligeramente herido, gracias —dijo con una voz cargada de desprecio.

Ella le respondió con un puntapié.

—¿Dónde está Mahmoud?

—Está encerrado en una de las habitaciones, pero está bien —dijo Killian—. Reno se ocupará de él.

—No estaba hablando contigo —dijo ella en tono gélido.

Peter sostenía el arma que ella le había entregado a Thomason. El arma sólida y pesada que Bastien le había ofrecido en el coche.

—Si no llevaras ese cinturón, te pegaría un tiro ahora mismo.

—Adelante —dijo Killian amablemente, desabrochándose el cinturón y dejándolo en la mesa con cuidado. Su mano no paraba de sangre; obviamente había recibido un disparo. A ella no le importaba. No le importaba nada. Si por ella fuera, dejaría que se desangrara hasta morir y luego bailaría sobre su tumba.

—Yo iré a por él —dijo Peter, pasando junto a la figura inmóvil de Thomason. Un momento después Mahmoud entró corriendo en la habitación, aferrando la videoconsola en su mano, y para asombro de Isobel se arrojó a los brazos de Killian.

Killian gruñó y cayó hacia atrás. El niño pesaba muy poco y él era muy fuerte. ¿Tan gravemente lo habían herido? Puso una mano en el pelo del chico para revolvérselo con afecto e intercambiaron unas palabras en árabe.

— ¿Está Reno aquí? —le preguntó a Isobel —. Mahmoud quiere ir con él.

—Está aquí —respondió Peter—. Vamos, chico. Te llevaré con él.

Mahmoud echó a correr delante de Peter, pero se detuvo un momento para mirar a Isobel. Le dijo algo incomprensible y se marchó, seguido de Peter.

Bastien ahogó una risita, y ella recordó que sabía árabe. No estaba dispuesta a preguntárselo a Killian, quien también parecía divertido a pesar de su palidez.

—¿Qué ha dicho?

—Te desea lo mejor para tu futuro y felicidad — respondió Bastien.

—Paparruchas —murmuró Harry, poniéndose en pie.

—Bastien, ocúpate de estos dos, ¿quieres? —le pidió Isobel, señalando a los dos hombres que Harry había contratado.

—¿Y qué hay de Thomason?

—Yo me encargaré.

—¿Estás segura?

Ella lo miró con una ceja arqueada.

— ¿Crees que no puedo ocuparme de un viejo achacoso, Bastien?

—Pues claro que puedes, chérie. Eres la Reina de Hielo —miró a Killian—. ¿Y qué pasa con él?

A Isobel no le quedó más remedio que mirarlo. Aún tenía una expresión vagamente irónica en el rostro.

—Lárgate —dijo ella en voz baja—. Vuelve a Langley y diles a tus jefes de la CIA que si vuelvo a verte acabaré contigo.

—No sabes lo que es la piedad, ¿verdad?

—Lár...ga... te.

Él echó a andar detrás de Bastien. Se movía lentamente, pero no cojeaba. Tal vez la sangre que lo cubría no era suya. Tal vez era un desgarro muscular. Tal vez se estaba muriendo.

A ella le importaba un cuerno. Lo ignoró y se volvió hacia Harry.

— ¿Qué se supone que voy a hacer contigo? —No puedes hacer nada. No puedes demostrar

nada, a no ser que pongas toda la organización al descubierto, y seguro que no quieres arriesgar a los pocos agentes que aún siguen vivos. Aunque no estoy muy seguro de cuántos quedan... Tengo a alguien en Japón que va a ocuparse de Takasha O'Brien y de su nueva esposa, y la operación en Somalia ha fracasado. Mis hombres también tienen a MacGowan. Van a quitarte tu juguete, Isobel, y no puedes hacer nada por impedirlo. Fuiste demasiado débil para dirigir una organización como el Comité. No pudiste hacer lo que había que hacer, así que al final soy yo quien gana. Puede que no recupere el control, pero no puedes tocarme sin mancharte las manos tú también. El Comité te sustituirá, y no me sorprendería tanto que me volvieran a poner al frente. Nuestros superiores son gente muy pragmática, y el fin siempre justifica los medios. Aceptaré encantado tu dimisión, naturalmente.

—Nuestros superiores no son tan estúpidos.

—No lo son, pero tampoco se preocupan por tonterías como los derechos humanos o el juego limpio. Estamos luchando contra las fuerzas del mal, Isobel, y no tienes lo que hay que tener para librar esta guerra.

— Sí, Harry, lo tengo —dijo ella, y apretó el gatillo.

La última expresión de Thomason fue de puro espanto, casi cómica. Un disparo a la cabeza, rápido y letal, como Bastien le había enseñado. Su cuerpo se desplomó y algo se deslizó fuera de su bolsillo y cayó al suelo de piedra. Un reloj de oro. La cubierta de cristal tallado se soltó y cayó al charco de sangre, haciéndose añicos.

Isobel no se movió. La pistola le pesaba en la mano, temblorosa. Alguien apareció tras ella, y no tuvo que mirar para saber quién era.

—Lo habría matado por ti, princesa —le dijo con voz suave mientras le quitaba el arma.

Ella no lo miró. Y al cabo de un momento él se apartó y se alejó lentamente por el corredor ensangrentado, sin mirar atrás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Capítulo 24

 

Volvieron a Golders Green a las cinco. No había sido fácil limpiar los restos, pero Isobel lo había simplificado todo al ordenarle a Peter que hiciera volar las cargas explosivas. La explosión había sido excesivamente violenta, pero Harry Thomason y los cuerpos de los cinco mercenarios rusos desaparecieron bajo toneladas de tierra y roca. Si alguna vez se realizaban excavaciones, apenas podrían encontrarse restos del ADN. Pero nadie investigaría demasiado... El Comité se encargaría de ello.

Peter estaba exhausto. Necesitaba una ducha, una buena comida y una noche de sueño. Pero sobre todo necesitaba a su esposa. Bastien había permanecido en silencio desde que dejaron a Isobel en su apartamento. Ella se había negado a ir con ellos y él había sido lo bastante prudente para no insistir. Bastien se llevaría a su familia de vuelta a Estados Unidos en cuanto encontraran un vuelo, y Peter tenía intención de volver con Genevieve a Wiltshire en cuanto ella estuviera dispuesta. Y si se negaba, se la cargaría al hombro y la llevaría a la fuerza.

Las últimas veinticuatro horas habían sido muy duras, especialmente cuando tuvo que llevar a Reno al hospital y la enfermera le preguntó si era hijo suyo.

— ¡Cielos, claro que no! —había exclamado él, horrorizado, ganándose una sonrisa sarcástica de Reno. Pero el joven había hecho un buen trabajo, había demostrado tener sangre fría y sería un agente excelente... si conseguían que se cortara el pelo.

Mientras tanto, había que informar a Takashi O'Brien de que todas las estratagemas de Harry Thomason habían muerto con él. Taka era capaz de velar por sí mismo y por su mujer, pero no le vendría mal un aviso.

Mahmoud se había negado a separarse de Reno, y al final Peter los había dejado en Kensington. Eran como hermanos, proscritos, jóvenes y escandalosos. De momento no tenía que preocuparse por ellos. Podían jugar con la videoconsola y beber Red Bull a su antojo. Reno tenía el brazo en un cabestrillo y Mahmoud podría batirlo sin dificultad. No, no tenía que preocuparse por ellos.

Isobel era otra cuestión. Como siempre, se mostraba fría y serena. Ni siquiera había preguntado qué había sido de Killian. Y era mejor así, porque Peter no tenía ni idea. Killian había desaparecido cuando abandonaron el búnker.

 

Genevieve estaba sentada junto al fuego, con la hija de Bastien en su regazo. No parecía muy decidida a matar a Peter... quizá hubiera esperanza, después de todo. Levantó la mirada cuando él entró, y por unos momentos reinó el caos, cuando Bastien lo siguió y fue abordado por su mujer y sus hijos.

Peter pasó junto a ellos y se arrodilló junto a Genevieve. La pierna le dolía horrores, pero pensó que ella le exigiría alguna penitencia por haber desaparecido.

—Te quiero —dijo, esperanzado.

Ella lo miró.

—¿Se ha acabado?

—Sí.

—¿Isobel está bien?

—No lo creo. Pero tampoco creo que yo pueda hacer nada.

—No —murmuró ella pensativamente—. Supongo que no. Por cierto, no tengo gastroenteritis.

—¿No? —tenía que proceder con cuidado, intentando parecer inocente.

Ella se echó a reír.

—¿Cómo es posible que puedas mentirle a todo el mundo excepto a mí? Ya lo sabías. Seguramente lo supiste antes que yo —le tomó la mano y se la puso sobre el vientre—. ¿Vas a dejar de meterte en problemas?

—Lo intentaré.

—Bien... —aceptó ella—. Vámonos a casa.

Todo fue así de fácil.

 

 

Isobel entró en su apartamento, dejó el bolso y se quitó los zapatos. Ya había oscurecido, pero no encendió las luces. Se fue directamente al cuarto de baño y se metió en la bañera sin quitarse los pantalones entallados y el jersey de cachemira. Estaban manchados de sangre, igual que su alma. Se sentó en la bañera y abrió el grifo de la ducha.

El agua estaba helada, pero ella ni siquiera se estremeció. Esperó a que se calentara, inmóvil, dejando que le empapara el pelo, la ropa y la piel. Permaneció sentada hasta que el agua volvió a enfriarse y entonces se levantó, se desnudó y atravesó el apartamento a oscuras hacia el dormitorio. Retiró el edredón y se tumbó en la cama. Tenía el pelo mojado y la habitación estaba fría. Tarde o temprano entraría en calor. Y si no era así, siempre podría morir congelada.

Gracias a Dios, iban a reemplazarla. Tendría que enfrentarse al Comité, y no podía eludir la responsabilidad de lo ocurrido. Había hecho lo correcto y necesario, y lo volvería a hacer si tuviera la ocasión, en memoria de Charles Morrison, de Finn MacGowan, de todos los demás agentes. Las manos de todos ellos habían sostenido el arma que mató a Harry Thomason.

Había matado a su última víctima. La primera vez que apretaba el gatillo sin dudar, disparándole a bocajarro a un hombre desarmado. No podría volver a hacerlo. No podía seguir viviendo en ese mundo.

No sabía adónde podría ir. A algún lugar muy lejos de allí donde nadie pudiera encontrarla, un lugar cálido y frondoso, sin tormentas de hielo ni nieblas glaciales. Tal vez el Pacífico sur, o tal vez el Caribe. ¿Nevaría en Nueva Zelanda? Podría perderse entre las ovejas...

Killian había estado sangrando y había desaparecido. El coche que había robado también había desaparecido. Isobel podía estar agradecida. Al menos no tendría que volver a verlo.

Se dio la vuelta y enterró la cara en la almohada. ¿Santa Lucía? ¿Las Islas Canarias? ¿Hawai? Quería un lugar con mar, con arena ardiente, con flores exóticas y palmeras mecidas por una suave brisa. Casi le pareció que podía oler las flores... Pero era un olor a rosas, y las rosas no eran tropicales.

Él estaba de pie en la puerta, su silenciosa figura recortada en la oscuridad. Isobel tenía una pistola con silenciador bajo la otra almohada. Podía darse la vuelta y dispararle en la cabeza, y podría alegar que había actuado en defensa propia.

Pero había matado a su última víctima. No mataría a nadie más, por mucho que aquel hombre se lo mereciera.

Se incorporó y encendió la luz de la mesilla, cubriéndose con el edredón. Killian tenía un aspecto horrible. Se había cambiado de ropa, pero en su hombro izquierdo se adivinaba el bulto de una venda. El mismo lugar donde ella le había disparado tantos años atrás.

—No podía decírtelo.

Ella se limitó a mirarlo. Él no intentó acercarse... seguramente sabía lo peligrosa que era.

—Voy a dejarlo. Tenía que decírselo a ellos antes de contarte la verdad. No les va a gustar, y tenemos a nuestros Harry Thomason particulares que no van a permitirme dejarlo. Pero lo haré. Si tú también lo dejas.

—¿Por qué iba a hacerlo? —no era su voz fría y con acento británico la que sonó en la oscuridad. Era la voz de Mary Curwen, joven y vulnerable.

—Si tú no lo sabes, no creo que pueda convencerte —dijo él, acercándose. Podía sacar la pistola bajo la almohada y pegarle un tiro. Limpio y rápido.

—¿Por qué? —volvió a preguntar.

—Porque me quieres. No he dejado de pensar en ti durante dieciocho años, y no quiero dejarte escapar otra vez. Así que... dispárame o pídeme que me acueste contigo.

Fuera volvía a llover. Una lluvia fría y desapacible. Pero dentro hacía calor. La chimenea de gas se había encendido finalmente y un cálido resplandor iluminaba la habitación. El frío se había desvanecido e Isobel sintió cómo la invadía una agradable ola de calor.

—Ven a la cama —dijo—. Siempre puedo matarte por la mañana...

—Claro que puedes, princesa —respondió él, y se metió en la cama con ella.