Ya había amanecido por completo cuando entraron en casa de Samuel. La casa era grande y laberíntica, con un patio interior, una fuente y una mujer con burka que los recibió sin decir palabra.
—Llévate al chico —dijo Serafín—. Cuando antes esté encerrado, mejor.
Mahmoud no tenía ni idea de lo que se avecinaba. La mujer de Samuel se colocó tras él y le puso una mano en el hombro. El crío se dio la vuelta e intentó apuntarle con el arma, pero cayó desplomado al suelo antes de poder decir nada, y la mujer retiró la jeringa hipodérmica.
Serafín se acercó al cuerpo inconsciente y apartó el arma con un puntapié.
—Qué inocente parece, ¿verdad? —dijo, mirando a Isobel —. Se nota que sientes lástima por él.
—No digas tonterías —espetó ella—. Llevo horas diciéndote que te deshagas de él.
Serafín se agachó y levantó a la pequeña figura en sus brazos.
—¿Dónde lo quieres, Samuel?
—Mi mujer puede llevarlo. Es muy fuerte.
La mujer se acercó con los brazos extendidos, pero Serafín no se lo entregó.
—No hay problema —dijo—. Enséñame tan sólo dónde lo quieres. Puedes ducharte tú primero, princesa.
Isobel apretó los dientes, pero esbozó una dulce sonrisa.
—Qué atento... Pero supongo que Samuel y su esposa tendrán más de una ducha en esta casa tan bonita.
—Nos quedaremos en una habitación al fondo — dijo Serafín—. No tengas miedo, madame Lambert. Tu honor está a salvo conmigo.
Isobel reprimió un bufido instintivo.
—Es un alivio saberlo.
— Samuel, ¿por qué no le enseñas la habitación mientras yo sigo a tu esposa? — sugirió Serafín.
—Porque, por mucho que confíe en ti, viejo amigo, un árabe jamás permitiría que su mujer se quedara a solas con otro hombre. Y menos con alguien como tú.
-Creo que tu mujer podrá resistirse a mis encantos —dijo Serafín, pero le tendió el cuerpo de Mahmoud a su amigo—. Yo le enseñaré nuestras habitaciones a madame Lambert.
¿Habitaciones? Isobel sintió un gran alivio al oír el plural. Necesitaba un lugar tranquilo para estar sola y pensar con calma. Su encuentro con el hombre muerto no había salido como esperaba, y necesitaba tiempo para ver las cosas en perspectiva.
Él la estaba mirando fijamente. Grande, grueso y sin el menor atractivo... Samuel exageraba un poco al desconfiar de él. Y sin embargo lo rodeaba un aura especial. Algo intangible, innato, que nada tenía que ver con la belleza física. Cualquier belleza que pudiera haber tenido la había perdido mucho tiempo atrás, gracias a Dios...
—¿Qué le ha puesto a Mahmoud? —preguntó.
—Un simple calmante. Se quedará dormido durante horas y cuando despierte estará en la escuela cristiana para empezar su nueva vida.
—Pobre chico —dijo ella pensativamente.
—Al menos vivirá. Ninguno de sus amigos ni familiares ha sobrevivido, y si lo hubiera dejado en Líbano no habría durado mucho tiempo.
—¿Viene de Líbano? ¿Qué estabas haciendo allí? Creía que tú último jefe era Fouad Assawi.
—He estado viajando —respondió él, sin revelarle absolutamente nada—. Tenemos que ir a nuestras habitaciones. No es conveniente que nos vean los criados de Samuel. En su casa rige una disciplina muy estricta, pero hay quien pagaría mucho dinero por descubrir mi paradero.
—Y con razón —murmuró ella, siguiéndolo. No sabía si estaba aliviada o no de que finalmente fueran a librarse de Mahmoud. Serafín aún tenía que explicarle por qué había mantenido al chico a su lado y por qué era tan indulgente con alguien que estaba tan decidido a matarlo.
Las habitaciones al fondo de la casa eran oscuras y frías. Los postigos estaban cerrados y los ventiladores giraban lentamente en el techo. Había una especie de salón con un banco almohadillado y poco más, y un dormitorio con una pequeña cama sobre la que había ropa limpia, incluyendo un burka azul oscuro. También había ropa de hombre, e Isobel agarró la suya rápidamente. No quería que su ropa entrara en contacto con la de Serafín.
Él no dijo nada, pero ella pudo sentir su regocijo.
—El cuarto de baño está ahí. Tómate tu tiempo. Tenemos todo el día.
Ella se dirigió hacia la puerta del baño.
— Será mejor que le preguntes a Samuel si tiene otra ropa para ti —dijo antes de entrar—. No creo que ésa te quede bien.
La risa de Serafín la acompañó al cuarto de baño.
Isobel se despojó de sus ropas y se metió bajo la ducha, dejando que el agua caliente se deslizara sobre su cuerpo polvoriento y exhausto. Apenas había dormido, y aunque podía resistir varios días sin descanso, unas horas de sueño le sentarían de maravilla. En aquellos momentos no tenía que detenerse a evaluar la situación en la que se había metido, pues sus acciones serían las mismas en cualquier circunstancia. Su misión era llevar a Serafín a Inglaterra sano y salvo, y no estaba dispuesta a fracasar. Tenía que proceder paso a paso. Él tenía el mismo interés que ella en escapar ileso de aquel país, por lo que se podía confiar en cualquier vía de escape que hubiera elegido.
A veces lo más sensato era dejar que otra persona se hiciera cargo de la situación. Le había costado mucho aprender aquella lección, pero la había aprendido. Aunque eso no significaba que tuviera que gustarle.
Había ropa interior limpia, vaqueros y una camiseta para vestir debajo del burka. Isobel tenía lentillas de color avellana para los ojos, pero el color podría llamar una atención indeseada. Se ató el cabello rubio plateado en una cola de caballo. Estaría mejor bajo la túnica... Nadie prestaba atención a las mujeres árabes, y con un poco de suerte no tendría que usar la potencia de fuego escondida en su cintura. Se limitaría a seguir a Serafín a una distancia discreta, como una buena esposa musulmana.
No quería salir del cuarto de baño y volver a verlo. Pero no podía sucumbir a las emociones, de modo que abrió la puerta y regresó al dormitorio. Serafín estaba sentado en un rincón a oscuras, y había café en la mesa.
—El baño está libre —anunció ella, intentando no mirar el café. Nunca comía ni bebía nada que procediera de una fuente desconocida cuando estaba en una misión, y no tenía ningún motivo para confiar en los amigos de Serafín. La mujer de Samuel era experta en el uso de drogas, como demostraba el cuerpo inconsciente de Mahmoud, y ella no estaba dispuesta a correr riesgos.
No tenían razón para querer drogaría. Ni había ninguna razón para atraer a un agente del Comité hasta allí sólo para neutralizarlo. Ni siquiera la esperaba a ella. Serafín había estado esperando a Bastien. La llegada de Isobel había supuesto una sorpresa.
Y además, el café tenía un olor delicioso... Casi merecía la pena correr un riesgo mortal y tomar un sorbo. Casi.
— Shiraz nos ha traído café —dijo él.
—No, gracias —había otra silla junto a la mesa. Podría sentarse allí y oler el café, o podría sentarse en la cama. Optó por quedarse de pie.
—No está drogado ni envenenado. Necesito que estés alerta si vamos a salir de aquí de una pieza.
Tomó un sorbo de su propio café e Isobel sintió ganas de echarse a llorar.
—No, gracias —volvió a decir con voz inexpresiva.
—Para que estés tranquila, probaré el tuyo también. Si está drogado, seré yo quien muestre los síntomas en primer lugar. Samuel no tiene ningún motivo para drogamos a ninguno de los dos. Está aquí para ayudarnos.
—Pero ¿y tú? Quizá me veas como a un estorbo y quieras hacer esto tú solo. Así es como has actuado siempre.
—¿Qué puedo decir? Soy un hombre al que le gusta tener el control de la situación. En cuanto dejemos el espacio aéreo de Argelia estaré en tus manos. Mientras tanto, éstos son mis contactos y mi gente. Harías bien en confiar en mí.
¿Cuántas personas habían confiado en él y habían sobrevivido? Si pensara en ello se sentiría tentada de dispararle ahora mismo. No confiaría en él, como tampoco confiaría en Killian. Aunque en realidad confiaba en muy pocas personas, y no estaba dispuesta a ampliar ese selecto círculo.
Él se sirvió una segunda taza de café, tomó un largo trago y dejó la taza antes de levantarse. Los años habían hecho mella en su aspecto, y lo único que permanecía invariable era su estatura. Isobel dio un paso atrás. No le gustaba la imagen. Ni la sensación que se cernía sobre ella. Le recordaba un tiempo en el que le había gustado.
—¿Te pongo nerviosa, madame Lambert?
—No, pero prefiero mantener las distancias.
—El mal no se contagia.
—¿No habías dicho que no eras el hombre más malvado del mundo?
— No lo soy. Pero eso no significa que sea un buen hombre.
—No creo que nadie pudiera rebatir eso.
—Ni siquiera mi madre —dijo él con ironía—. Qué triste, ¿verdad?
—¿El qué, que tu madre no te quisiera? No me parece especialmente triste. Ve a ducharte.
— Sí, señora —respondió él en tono burlón — . Las pastas también son deliciosas. Shiraz es una excelente cocinera.
Isobel ni siquiera había visto las pastas empapadas en miel junto a las tazas de café.
—No me apetecen.
Esperó hasta que él hubo cerrado la puerta del baño y a oír el sonido del agua. Siempre cabía la posibilidad de que el café estuviera drogado o envenenado y que él hubiera tomado un antídoto, pero en aquellos momentos su necesidad era más fuerte que sus paranoias. Agarró la taza, la olió y tomó un sorbo. El café era fuerte y cremoso, como a ella siempre le había gustado. En los últimos años había intentado acostumbrarse al café solo, pero aquello era un lujo inesperado. Con abundante crema y una pizca de azúcar. Habían pasado años desde que lo tomara así. Años desde que...
Volvió a dejar la taza medio llena en la mesa. Sólo era una coincidencia. El café de los países árabes era muy fuerte. No había nada extraño en aquel modo de servirlo. Y sin embargo sentía náuseas.
Estaba tardando una eternidad en el cuarto de baño. Hacía bastante rato que la ducha había cesado, pero el agua del lavabo seguía corriendo, e Isobel se preguntó qué demonios estaría haciendo. No importaba. Tendría que pasar horas confinada en aquella habitación con su peor pesadilla. Cuando más tiempo pasara encerrado en el cuarto de baño, mejor.
Estaba muy cansada, pero el último lugar al que iría era la cama. Se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared, y apoyó los brazos en las rodillas. ¿Cómo decía la canción? «Dormiré cuando muera». Ya se sentía medio muerta. Pero eso significaba que seguía estando medio viva.
Cerró los ojos, escuchando el sonido del agua y saboreando los restos del café cremoso en su lengua. Y recordando cosas que ojalá hubiese olvidado para siempre.
—No quedan habitaciones libres —dijo Killian saliendo de la pensión—. Está todo ocupado. Debe de haber una especie de festividad religiosa o algo así. Tenemos dos opciones. Seguir hasta que encontremos alojamiento o pasar la noche en la playa. El problema es que quizá llueva, y parece ser que no queda ninguna habitación libre en varios kilómetros a la redonda.
Mary Isobel estaba exhausta. Parecía que llevaban siglos en el viejo Citroen, sin comer otra cosa que pan, queso y fruta. Estaba irritada, hambrienta y enamorada.
—¿Dónde podríamos encontrar un hotel? —preguntó. Ya eran más de las diez y había empezado a caer una ligera llovizna, empañando las ventanillas del pequeño vehículo.
Killian se encogió de hombros. Había estado muy callado durante todo el día. Isobel sabía que era por culpa de Marie-Claire, y sintió una punzada de culpa y deseo a la vez. Killian había hecho una llamada en una cabina después de almorzar, y aunque no había dicho nada ella podía intuir que había problemas.
—Quizá tengamos que seguir durante dos o tres horas más. Y sólo si tenemos suerte.
—¿Quieres ir directamente a París?
El giró la cabeza y la miró con asombro.
—¿Por qué íbamos a hacerlo? Ninguno de los dos empieza las clases hasta la semana que viene, y ambos queríamos ver Marsella.
—Pensaba que tal vez quisieras volver con Marie-Claire para arreglar las cosas. Llevas muy callado todo el día, y sé que estás pensando en ella. Podrías dejarme aquí, y me iría a París haciendo autostop. Seguro que puedo encontrar algún hotel barato hasta que consiga alojamiento, y tú ya has pasado demasiado tiempo...
—No está en París —la interrumpió él tranquilamente.
—¿Dónde está?
—En Austria, con alguien llamado Wolfgang. Parece que se ha enamorado.
— ¡Oh, Killian! Lo siento mucho —exclamó Mary Isobel.
El perdió la vista en la noche lluviosa. Habían aparcado en una calle lateral del pequeño pueblo, con el motor en marcha, y ella contempló su perfil en la penumbra.
—No estoy seguro de que yo lo sienta —dijo él—. Llevábamos muchos meses separados.
— ¡ Pero tú la querías!
—Tal vez. O tal vez sólo fue sexo. No importa... ya se ha acabado. Y siempre se puede encontrar sexo en otra parte.
Ella no iba a discutirle aquella opinión. Tal vez para él fuera fácil. Era alto, fuerte y guapo, sin kilos de más y sin una melena pelirroja de rizos salvajes. Nunca había tenido suerte con los hombres y el sexo.
Pero hablar de sexo con Killian era algo que debía evitar. Sobre todo porque cada vez que la tocaba o se rozaba contra ella el estómago le daba un vuelco y quería gritar o arrojarse en sus brazos.
—Y supongo que no tienes prisa —dijo, intentando aparentar serenidad.
—Ninguna —respondió él — . Ya que yo también me he enamorado de otra persona. Así me resultará más fácil.
Ella había podido soportar relativamente bien la existencia de Marie-Claire... Después de todo, era su novia cuando Mary Isobel conoció a Killian, antes de enamorarse desesperadamente de él. Pero que hubiera otra persona, alguien nueva, le resultaba demasiado duro.
Había conocido a muchos chicos que estaban locamente enamorados de otras mujeres, y había escuchado sus lamentos y suspiros de amor, ajenos a ella. Killian no era ningún crío y no iba a hacer eso. Pero eran amigos. Habían hablado de todo en las dos últimas semanas mientras recorrían Francia en coche. Era lógico que quisiera hablarle de la nueva mujer de su vida.
Era curioso que hasta entonces no le hubiera mencionado a esa persona. Le había hablado de Marie-Claire lo suficiente para hacerla enfermar de celos. No quería saber nada de aquella otra. Sabía que para él no era más que una buena amiga, pero eso no significaba que le apeteciera escucharlo.
—Oh —dijo. Era consciente de que parecía estúpida, pero no le importó—. Entonces no vamos a París. ¿Dónde vamos a pasar la noche?
—Vamos hacia el Camargue. Los dos queríamos verlo... ¿Cuántas veces podrás ver vaqueros franceses? Si no encontramos ningún sitio para alojarnos, siempre podemos dormir en el coche.
La lluvia arreciaba con fuerza mientras avanzaban por la serpenteante carretera. Las dimensiones del Citroen eran muy reducidas. Ella podría acurrucarse en el asiento trasero, pero él lo tendría muy difícil para encontrar una postura cómoda. Mary Isobel se quedó dormida, arrullada por el golpeteo de la lluvia en el techo del vehículo, el constante vaivén de los limpiaparabrisas y la sensación de paz y seguridad que sentía junto a Killian. Nada malo podría pasarle mientras estuviera con él. La había salvado una vez y había cuidado de ella. Superaría el doloroso anhelo a cambio de su amistad, tan sólida y verdadera como la vida misma.
Al despertar, el coche se había detenido. La noche los rodeaba con su manto de oscuridad y la lluvia seguía golpeando los cristales y la capota. Las luces del salpicadero iluminaban débilmente el interior del vehículo, y todo quedó oscuro cuando él apagó el motor.
—¿Qué pasa? —preguntó ella soñolientamente.
—Lo creas o no, me he perdido. Supongo que podríamos pasar el resto de la noche aquí y esperar a que amanezca o a que deje de llover — su voz era profunda y suave en la oscuridad.
—Lo siento.
—¿Por qué? No es culpa tuya que haya estado conduciendo sin saber adonde demonios me dirigía. Sigue durmiendo.
Podría fingir que dormía. La noche era cada vez más fría y ella sólo llevaba una camiseta y una falda ligera. Los dedos de los pies se le habían congelado, pero estaba demasiado oscuro para que él la viera tiritar.
—Tienes frío —dijo él. Evidentemente su visión nocturna era mejor que la suya—. No te muevas. Te traeré uno de los sacos de dormir.
Se dispuso a abrir la puerta, pero ella alargó una mano para detenerlo.
—Te vas a empapar —protestó.
—No me importa.
— Sólo conseguirás que tenga más frío.
Él se echó a reír.
—Entendido. A ver si puedo encontrar una manta ahí detrás.
—De acuerdo —dijo ella, pero enseguida se lamentó de haber aceptado. Porque cuando él se giró en el asiento y la rozó, dejó de sentir frío por completo. Al cabo de un momento él volvió a girarse, sin tocarla, y ella no supo qué era peor.
—¿Por qué no te tumbas en el asiento trasero? — le preguntó él—. No hay espacio para mí, pero tú podrías estar cómoda.
—No es justo...
—Claro que lo es. Así tendré toda la parte delantera para estirarme.
El asiento delantero de un Citroen 2 CV apenas era mayor que una madriguera de conejo, pero sin duda tendría más espacio sin ella.
—Está bien —dijo, y se dispuso a abrir la puerta para salir.
Él la agarró inmediatamente. No era la primera vez que la tocaba, ni mucho menos, pero en la oscu ridad del pequeño coche el tacto parecía mucho más íntimo.
—Si yo no puedo salir con esta lluvia, tú tampoco —dijo él—. Pasa por encima del asiento.
— Sería mucho más fácil si...
Sus grandes manos la agarraron por la cintura y al segundo siguiente estaba sobre el asiento trasero.
— Ya está —dijo él, moviéndose al asiento del copiloto—. Y ahora a dormir.
—¿Ocurre algo? —preguntó ella. No estaba acostumbrada a verlo tan serio.
—Nada.
Nunca había visto a Killian tan malhumorado, pero no tenía que resultarle extraño. Después de todo, había perdido a su novia, había pasado las últimas horas conduciendo bajo la lluvia y seguramente tendría hambre y frío. Y a ningún hombre le gustaba admitir que se había perdido.
—Bueno —dijo ella, acomodándose en el pequeño asiento. Metió las manos bajo la cabeza, cerró los ojos e intentó ignorar el frío. Al momento siguiente él le pasó una manta sobre el asiento.
—Tápate —le dijo—. Tienes frío.
—Quédatela. Yo tengo más espacio aquí detrás, y tú también tienes frío.
—Yo llevo más ropa que tú, que vas medio desnuda.
—¿Medio desnuda? —repitió ella, ofendida—. Hoy hacía mucho calor.
—Ahora hace frío. Y si vas a hacer autostop por Francia deberías ponerte un sujetador, al menos. No voy a estar siempre a tu lado para salvarte.
Ella se incorporó, enfadada y avergonzada al mismo tiempo.
—No necesito un sujetador —dijo—. Sólo es una prenda más para hacer la colada, y no estoy tan bien dotada como para necesitar cubrirme...
—Sería mucho más fácil para mí si lo hicieras — gruñó él.
—¿Qué?
—No importa.
Ella se inclinó hacia delante y puso las manos en el respaldo del asiento.
—¿Qué te pasa? Somos amigos. Para ti ni siquiera tengo pechos.
— Soy un hombre, princesa. Siempre me fijo en los pechos de una mujer.
—Muy bien. Mañana me compraré un sujetador sin falta en la primera tienda que encontremos. ¿Satisfecho?
—No.
—Killian...
—Duérmete —dijo él—. Voy a salir a dar un paseo.
El viento y la lluvia ahogaron las protestas de Mary Isobel, y luego la puerta se cerró y se quedó sola en el coche.
Un momento después estaba corriendo tras él. Apenas lo distinguía en la oscuridad, y la lluvia le golpeaba la piel como un torrente de diminutos perdigones.
— ¡Killian, vuelve aquí enseguida!
—Vuelve al coche —respondió su voz en la oscuridad.
—No hasta que tú lo hagas también.
—Vuelve al maldito coche, Mary —ordenó él, alejándose más aún. La lluvia era helada, cegadora. Pero ella podía ser tan testaruda como él.
—No voy a entrar hasta que vuelvas —declaró. Se dirigió hacia la voz, pero entonces chocó con él y sintió sus brazos alrededor de ella.
— ¡Idiota! —espetó él—. Un paso más y te hubieras despeñado por el acantilado.
— ¿Por qué demonios has aparcado junto a un acantilado? ¿Es que no podías encontrar otro lugar más seguro?
Él la empujó contra el coche y llevó la mano tras ella, buscando el abridor.
—Por favor —dijo con un gruñido—, métete en el coche y quédate ahí. Si no lo haces, no me hago responsable de las consecuencias.
—¿Consecuencias? ¿De qué estás hablando?
—De esto —dijo él, antes de besarla.
No fue el dulce beso de amor con el que ella había soñado despierta. Ni un roce tierno y suave de sus labios contra los suyos. Fue un beso tan salvaje, apasionado y exigente que por un momento se quedó paralizada de espanto.
Sus brazos quedaron atrapados entre los dos cuerpos y tiró de ellos para liberarse. Tenía que apartarlo de un empujón, pero lo que hizo fue rodearle el cuello con los brazos y tirar de él hacia ella para devolverle el beso.
Él abrió la puerta y la empujó al asiento delantero, pero ella se aferró con fuerza y lo arrastró al interior en un enredo de piernas, brazos y lenguas. Ella le tiró de la camisa vaquera, haciendo saltar los botones para revelar su torso desnudo, y él le quitó la camiseta sobre la cabeza y la arrojó al asiento trasero. Sus manos se posaron en sus diminutos pechos, seguidas por su boca, y el interior del coche se convirtió en un horno a oscuras. Él la empujó contra el asiento del conductor y metió la mano bajo su falda. Encontró las braguitas de algodón y se las quitó de un tirón para deslizar la mano entre las piernas, donde estaba mojada y palpitante.
Sin decir una palabra, tiró de ella hacia él, rodeado por sus muslos. Ella oyó la cremallera y un suave gemido. Y entonces la penetró con una poderosa acometida y ella perdió la noción de todo cuando la rodeaba. Quería más, y él le dio más. Le clavó las manos en los hombros, estremeciéndose de placer, perdida en un torbellino de sensaciones febriles, frenéticas, desatadas. Las convulsiones recorrían su cuerpo, recibiendo por entero el endurecido miembro que la colmaba, hasta que la explosión del climax la sacudió con fuerza. Se arqueó hacia atrás, el pelo le cayó sobre la espalda desnuda y ahogó la respiración en un grito silencioso.
Él puso las manos entre ellos, tocándola, prolongando el éxtasis, y una oleada tras otra de indescriptible placer la invadió, junto a un millar de pequeñas punzadas por toda la piel.
Cuando finalmente recuperó el aliento, él empezó a moverse de nuevo, embistiendo con fuerza una y otra y otra vez, hasta que todos los músculos se le estremecieron. Ella también temblaba. Necesitaba más, ansiaba más, y de repente él se apartó y ella sintió el torrente de humedad sobre sus muslos. Cayó exhausta, vencida, mientras él derramaba su orgasmo sobre sus lánguidos cuerpos.
Sintió ganas de llorar. Porque lo quería todo. Porque en el último momento él la había protegido. Porque lo amaba y sabía que su amor nunca sería correspondido.
Entonces sintió sus labios en la oreja.
—Estás enamorada de mí, princesa. Por suerte, yo también estoy enamorado de ti. Y ahora duérmete. En cuanto amanezca buscaremos un hotel y lo haremos otra vez.
—¿Otra vez? —susurró ella medio dormida. Él la amaba... Era increíble, asombroso, pero cierto. La amaba.
—Y otra y otra y otra... —dijo él.
Y antes de que ella pudiera decir nada más, cayó dormida en sus brazos, en el asiento delantero del Citroen.
Había estado a punto de jorobarlo todo, pensó Killian mientras se removía ligeramente bajo la suave carga que tenía encima. Había olvidado ponerse un preservativo, y lo último que necesitaba era una mujer embarazada. Su intención era abandonarla en cuanto hubiera completado su misión, pero esperaba hacerlo con delicadeza, sin despertar sospechas. Tal vez le rompería el corazón, pero al menos le salvaría la vida.
Si se quedaba embarazada, tendría que matarla. No podía permitir que nada lo hiciera parecer vulnerable. Pero eso no iba a suceder. Tenía preservativos en su mochila. Por desgracia, todo había sucedido tan deprisa que se había olvidado de ellos... Había estado esperando hasta que llegaran a un hotel, pero, quisiera admitirlo o no, llevaba esperando ese momento desde que la vio en aquel callejón de Plymouth, acosada por una panda de violadores.
Sólo había sido un breve anticipo. Sería aún mejor cuando encontraran un hotel. Aún tenía tres días antes de encontrarse con su hombre en Marsella, y tenía muy claro en qué iba a emplearlos con Mary Isobel Curwen.
Tenía unos pechos perfectos. Sabía que ella se sentía avergonzada por ellos, aún más que por su melena pelirroja y su generoso trasero. Tal vez si usara sujetador él podría haber esperado hasta que llegaran a una habitación de hotel. Pero al final había sucumbido a su apetito sexual. Y ahora ella reposaba sobre su pecho, exhausta y satisfecha, pensando que había encontrado a su amor verdadero.
Aún no estaba seguro de cuál sería la forma menos dolorosa de abandonarla. ¿Debería desaparecer simplemente? ¿Decirle que iba a volver con la imaginaria Marie-Claire? ¿Provocar una pelea con ella? Le había costado meterse entre sus piernas, pero no era una mujer irritable. Lo amaba desesperadamente, lo que la convertía en una persona tolerante y estúpida. Él era un hombre muy peligroso, aunque se esforzaba por ocultarlo, y ella podría intuirlo si hubiera usado su cerebro.
Pero él había hecho todo lo posible para impedirle pensar. La había mantenido interesada, excitada y frustrada, y al fin había sellado el trato. Era suya, en cuerpo y alma, y lo sería el tiempo que fuera necesario. Cuando lo superara, ella sería más vieja y sabia. Y él habría desaparecido.
Volvía a desearla. Retirarse en el último segundo había sido lo más prudente, aunque casi lo había matado. Cuando volviera a penetrarla se quedaría dentro un buen rato. Hasta que se hubiera saciado de ella.
Ojalá tres días fueran suficientes.
Se había marchado. Mary no podía creérselo. Se había levantado de la cama deshecha unas horas antes, envuelta en una sábana, y estaba acurrucada junto a la ventana, observando las calles de Marsella mojadas por la lluvia. Había estado lloviendo durante tres días, pero el clima no importaba. Habían pasado esos tres días en la cama; la primera noche en una pequeña pensión, y las otras dos en aquel hotel barato en uno de los peores barrios de la ciudad. Ni siquiera se había fijado en la zona cuando él la llevó allí. Lo había seguido a la habitación y a la cama, pegando su cuerpo al suyo en la oscuridad, y no fue hasta que despertó, aquella misma tarde, cuando se percató de lo sucio y cochambroso que era aquel lugar.
Miró hacia la cama, pequeña y desvencijada, donde quedaba una sábana de color gris, mal lavada. Se estremeció y se arrebujó con la otra sábana. Se diri gió hacia el minúsculo cuarto de baño, sorprendida de que hubiera un baño en aquel cuchitril. Las toallas no estaban en mejor estado que las mugrientas sábanas. Se frotó a conciencia con la rugosa pastilla de jabón y se secó con su ropa limpia en vez de usar las toallas. Una vez vestida, volvió junto a la ventana para observar las calles y esperar a un hombre que no iba a regresar.
Había sido el amante perfecto. Tierno, dulce, encantador, tan dispuesto a complacerla que apenas le había permitido tocarlo. Todo había sido maravilloso, embriagador, extraño, y se sentía como si estuviera drogada por el placer experimentado.
Drogada... Se sacudió mentalmente. ¿Dónde estaba Killian? La invadía un aluvión de sensaciones paranoicas y pensamientos absurdos. No podía recordar nada de los últimos días, tan sólo destellos de emociones difusas. ¿Había comido? ¿Había usado el baño? ¿Habían hablado?
Se arremangó la camisa, casi esperando ver marcas de pinchazos en los brazos. La cabeza le daba vueltas y abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco y húmedo. ¿Dónde estaba Killian? ¿Y qué había ocurrido?
En la habitación no quedaba ni rastro de él, aunque las posesiones de Mary permanecían intactas, incluido el poco dinero que tenía, las tarjetas de crédito y los cheques de viaje. ¿Por qué había desaparecido sin decirle nada? Él la amaba. Lo había creído cuando se lo dijo, pero ahora la asaltaban un millar de dudas. ¿Por qué había pasado de ser amigo a amante y luego había desaparecido? Habían pasado más de dos semanas juntos, viajando por las carreteras secundarias de Francia. Lo sabía todo sobre él, igual que él sobre ella. Y de repente se había esfumado.
No podía permanecer allí sentada. Metió la ropa en su mochila, se puso un jersey y se dirigió hacia el vestíbulo. Su francés había mejorado mucho en el tiempo que llevaba en el país, por lo que no tuvo ningún problema en entenderse con la vieja recepcionista.
—Ha pagado por dos noches más —le explicó la mujer—. Y me dijo que usted tenía que volver a París. Lo lamentaba mucho.
Mary la miró, aturdida.
—¿Dijo por qué? ¿Dejó alguna dirección o número de teléfono?
La recepcionista negó con la cabeza.
—Monsieur Brown sólo dejó el dinero en metálico para pagar la habitación —se fijó en la mochila de Mary—. ¿Se marcha? No puedo devolverle el importe.
—¿Monsieur Brown? —preguntó. Había dado un nombre falso. ¿También se lo habría dado a ella?
— No queremos problemas aquí —dijo la mujer—. Usted decide si se queda o se marcha, pero su novio se marchó con un grupo de hombres. Tal vez debería regresar a América y olvidarlo.
Nada de eso. Al menos necesitaba algunas respuestas.
—¿Qué clase de hombres? ¿Tiene idea de adonde iban?
La recepcionista se rascó la cara, no mucho más limpia que las habitaciones.
—Mala gente —dijo finalmente—. Contrabandistas, terroristas.... Los he visto por aquí otras veces, y es mejor no acercarse mucho a ellos. La policía los deja en paz, y usted debería hacer lo mismo. Si su novio se relaciona con gente así, lo mejor que puede hacer es olvidarlo.
—¿Terroristas?
—No quiero problemas aquí. Creo que debería marcharse.
—El señor Brown ha pagado dos noches más y usted no quiere devolverme el importe.
La mujer dejó algo de dinero en el mostrador.
—Vayase.
Mary Isobel Curwen miró los billetes. Aún sentía drogada. Su mundo se había vuelto del revés y estaba perdida. Si no podía conseguir otra cosa, al menos necesitaba respuestas.
—¿Vio adonde se lo llevaron?
—No lo se llevaron, mademoiselle. Se los llevó él —empujó el dinero hacia ella—. Vayase.
Dinero de un asesino... Por alguna extraña razón fue aquello lo que pensó. ¿Qué estaba haciendo Killian con contrabandistas y terroristas? Era un graduado universitario, con una ex novia modelo y una familia en Estados Unidos. Aquella mujer tenía que estar loca.
— ¿Vio qué dirección tomaban? Si me lo dice puede quedarse el dinero —nada más decirlo se arrepintió. Aquella mujer tan avariciosa seguramente se inventaría algo.
— Se dirigieron hacia los muelles. Les oí decir algo sobre el puerto. Hay muchos almacenes allí. No podrá encontrarlo. Olvídese de él, chérie —la mujer ya se había quedado con el dinero — . Es un mal hombre, y usted fue demasiado ciega para darse cuenta.
¿Tendría razón? ¿Podría haberse equivocado con él? Por primera vez en su vida, Mary Isobel se había enamorado. ¿Habría sido tan estúpida de enamorarse de un embustero? ¿O quizá de algo peor?
—No sé nada más —siguió la recepcionista—. Si es usted lista, tomará el próximo tren a París y se irá a casa. Parece una buena joven... esas personas no se parecen a nadie que haya conocido, y cuanto antes se aleje de ellos mejor para usted.
Iría a París. Pero no se marcharía a casa. Iba a seguir con sus planes y a iniciar el semestre en Cordon Bleu, donde aprendería a picar carne y a pensar en un americano mentiroso mientras lo hacía. Pero antes necesitaba más respuestas.
—¿Por dónde se va a los muelles?
La vieja sacudió la cabeza.
—Es usted una imprudente. No debe mezclarse con esa gente.
—¿Dónde están los muelles?
—Gire a la derecha y siga recto —dijo la mujer, apartándose del mostrador—. Buena suerte.
Mary se colgó la mochila al hombro y salió a la noche lluviosa. No tenía ni idea de dónde estaba. No recordaba cuándo habían llegado a Marsella y no conocía aquella parte de la ciudad. Alguna especie de barrio marginal, con calles estrechas y empinadas que bajaban hacia lo que debían de ser los muelles. Killian la había encontrado en una ciudad portuaria; parecía lógico que su amistad acabara en un lugar semejante.
Al cabo de media hora dejó de llorar. Tenía el pecho hecho un desastre por culpa del jabón que había usado, pero la lluvia lo había empapado y lo dejó suelto alrededor del rostro, ocultando su desgracia de los curiosos. No había turistas en aquella parte de la ciudad, y las pocas personas con las que se cruzó no tenían el menor interés en una joven desaliñada. Siguió caminando, a pesar de que las sandalias apenas la protegían y tenía los pies helados.
Al filo de la medianoche encontró finalmente el coche de Killian, escondido tras un almacén en una zona relativamente vacía de los muelles. Había estado caminando durante horas y la mochila le pesaba una tonelada. Estaba tan hambrienta que había tenido que pararse en una cafetería a tomar un cuenco de bullabesa con pan crujiente. En cualquier otro momento había saboreado la comida, intentando distinguir las clases de pescado y especias, pero aquella noche sólo se preocupó de recobrar fuerzas para buscar a Killian, arrinconarlo contra la pared y exigirle respuestas.
El viejo almacén parecía desierto, con montones de basura alrededor y un candado aherrumbrado en las puertas. No habría visto el Citroen si no hubiera estado buscándolo, ya que estaba cubierto con una lona, oculto en un patio lleno de chatarra y maquinaria oxidada. Pero el viento levantó un extremo de la lona y el familiar color naranja le saltó a la vista. Se abrió camino entre los escombros, que parecían llevar apilados allí durante décadas, diciéndose a sí misma que estaba loca. Retiró el resto de la lona y vio el arañazo en el costado. Un arañazo que, según Killian, lo había provocado una roca, pero que al mirarlo de cerca parecía más bien la marca de una bala.
—Esto es de locos —murmuró, de pie bajo la lluvia, mirando el coche abandonado. Se estaba imaginando toda clase de desastres, cuando la respuesta seguramente fuera mucho más simple. Él se había cansado de ella y se había ido con otra persona. Pero ¿por qué se había molestado en ocultar el coche? ¿Y qué estaba haciendo con una gente que según la recepcionista eran contrabandistas peligrosos?
Cuando oyó voces creyó que las estaba imaginando. Por un momento permaneció inmóvil bajo la lluvia, aturdida, pero el instinto la hizo ocultarse bajo la lona del coche a medida que las voces se acercaban. Y entonces su pesadilla se hizo realidad.
—He enviado a Ahmad a que se ocupe de la chica —dijo un hombre—. No sé por qué demonios no la mataste cuando tuviste ocasión. Ya cumplió con su propósito.
—Me ofreció la tapadera perfecta —era la voz de Killian, pero sonaba fría y desprovista de toda emoción —, y la dejé tan drogada que no se acordará de nada. Otro cadáver llamaría demasiado la atención, sobre todo el de una joven americana.
—No creo que sólo la dejaras drogada —dijo otro hombre, riendo—. No se deben dejar cabos sueltos.
—Tampoco se debe matar indiscriminadamente —repuso tranquilamente Killian.
—Tendremos que vivir con las consecuencias. A estas alturas ya debe de estar muerta y Ahmad habrá hecho desaparecer el cuerpo. En esta parte de la ciudad nadie se preocupa por los asuntos ajenos. ¿Estás seguro de que su familia no tiene ni idea de su paradero?
—No ha contactado con nadie en las dos últimas semanas. Conozco bien mi trabajo. Era la candidata ideal... sin familia ni lazos pendientes. Nadie la echará en falta.
—Entonces ¿por qué no acabaste tú mismo con ella? Tienes fama de ser muy meticuloso.
—Me pareció más importante acabar el trabajo y matar al general Matanga. La chica no sabía nada. No nos habría causado ningún problema.
—¿Y si lo hubiera hecho?
—Habría tenido que matarla —respondió Killian con frialdad—. Pero no me pareció que el esfuerzo mereciera la pena...
Las voces se alejaron. Mary no se atrevía a moverse ni a mirar en la dirección que habían tomado, pero el ruido de una puerta metálica al abrirse y cerrarse le dijo que habían entrado en el almacén. Se sentó lentamente en el suelo embarrado, protegida por la lona. Sus piernas no podían seguir sosteniéndola.
Cerró los ojos y se obligó a respirar hondo, ahogando los gritos que pugnaban por escapar de su garganta. Si quería salir viva de allí iba a tener que correr lo más rápido que pudiera, antes de que alguien la viera.
Pero Etienne Matanga... A Mary no le interesaba la política, pero hasta ella había oído hablar del jefe de fuerzas revolucionarias de su pequeña nación africana. Era un hombre decente, un líder justo, a pesar de que el resto del mundo lo viera como una amenaza. Y era la única esperanza para lograr la paz en un país rico en diamantes desgarrado por las luchas tribales, el genocidio y el caos.
Y Killian lo había matado.
No podía creerlo. Aquella pesadilla tenía que acabar... Había sido una estúpida. Encontraría una gendarmería, llevaría a los agentes hasta el almacén y lo contaría todo. No sabía lo que Matanga estaba haciendo en Francia ni la relación que tenía Killian con él. Lo más sensato sería huir, tan rápido y tan lejos como pudiera, y olvidarse de todo. Olvidarse de Killian... No, no podría hacerlo. Durante las largas y frías horas que había pasado registrando los muelles, la ira se había transformado en un doloroso nudo de emociones, mezclado con una innegable sed de venganza. No iba a permitir que Killian saliera impune.
Pero quizá aún hubiera tiempo. Quizá Killian no había matado a Matanga todavía. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que la abandonara, drogada en el hotel, pero era posible que aún no hubiese cometido el asesinato.
Apartó la lona y se puso en pie. Si se movía deprisa, tal vez pudiera...
—Ahí estás, chérie —dijo una voz áspera—. Te he estado buscando.
Se volvió, lentamente, y se encontró con un hombre alto y amenazador, apuntándole con una pistola.
Killian aún tenía las manos manchadas de sangre. Habían tenido que trabajar deprisa, colocando los cuerpos y esparciendo la heroína en la escena del crimen. Era un despilfarro de medio millón de dólares, pero formaba parte del montaje. La policía francesa confiscaría la droga, y en algún lugar de la cadena de la mando alguien que no se la merecía acabaría quedándose con ella. Su trabajo casi había terminado.
Etienne Matanga, el salvador de Sierra Leona Occidental, había muerto en un tiroteo con traficantes de droga del que nadie había escapado con vida. La reputación del antiguo sacerdote quedaría irremediablemente dañada cuando se demostrara que había financiado su resistencia con la venta de droga. Había conducido a sus ejércitos en un intento de alcanzar la paz, y era tan popular que casi lo había conseguido. Pero sus planes para el país africano representaban un escollo para los jefes de Killian, por lo que tenía que morir, difamado y deshonrado.
Y Killian se había ocupado de ello con su eficacia habitual. Lo sentía por Mary Isobel. Había intentado mantenerla al margen. Había experimentado un gran placer con su cuerpo semidrogado durante los últimos días, logrando abstraerse de la misión que lo aguardaba. Y en las semanas anteriores había disfrutado de su compañía como nunca había disfrutado con nadie.
Tal vez si hubiera llevado una vida distinta podría haberle ofrecido amor y cariño, en vez de la muerte. Lamentaba que hubieran enviado a Ahmad. El africano occidental no habría tenido tiempo para deleitarse en su trabajo, pero la habría hecho sufrir como sólo un maestro de la tortura podía hacerlo. Mary Isobel no se merecía aquel final. No se merecía nada de lo que había pasado. Pero así era la vida. Injusticia, dolor y muerte.
La muerte de Mary Isobel había sido un poco prematura, nada más.
Se miró en el espejo del baño. En cuanto llegara al sureste asiático, su próximo destino, se teñiría el pelo y se dejaría crecer la barba. Se quitó las lentillas verdes y miró fijamente el reflejo de sus ojos grises azulados. Su aspecto mostraba fielmente lo que era. Un bastardo implacable y desalmado que siempre acababa lo que empezaba.
Oyó ruido en el almacén... voces, aunque no deberían estar hablando. Sin duda los hombres del presidente Okawe pensaban que Killian era prescindible. Después de todo, le debían un montón de dinero por aquella operación, y a los dictadores no siempre les gustaba pagar. Killian suspiró. No estaba de humor para aquello. Había sido una noche muy dura.
Pero no le importaría meterle una bala a Ahmad entre los ojos. Sólo por...
Alguien llamó a la puerta del baño.
—Entrez —espetó.
—Tenemos un problema —era Jules, un esbirro medio francés, medio africano.
—No, yo no —dijo Killian—. He cumplido con mi parte. Quiero mi dinero para largarme de aquí. El resto es cosa vuestra.
—Tu novia ha aparecido.
Killian estaba metiendo su ropa en la bolsa y se detuvo por un momento.
—¿Y?
—Que no sabemos con quién habrá hablado. Dijiste que la habías tenido drogada, pero parece saber demasiado. ¿Qué demonios está pasando?
—El efecto de las drogas ya se le debe de haber pasado. Y lo que ha ocurrido es que Ahmad lo ha fastidiado todo. Cuando la dejé estaba grogui, y no es probable que recuerde nada.
—Entonces, ¿cómo ha llegado hasta aquí? No creo que sea tan inocente como a ti te parece.
—Créeme, es inocente. Tan ignorante que llega a ser imprudente. Si ha llegado hasta aquí sólo ha sido cuestión de suerte.
—Pues ella no va a tener tanta suerte. Ahmad la ha metido en el almacén y está enfadado. Cree que le debe una compensación por las molestias que se ha tomado al ir a buscarla en vano.
Killian había visto cómo trabajaba Ahmad. No quedaría mucho de Mary Isobel Curwen cuando hubiera acabado con ella. Y aquello sería probablemente lo mejor que podría ocurrir.
—Entonces Ahmad estará contento, tú estás con tento y todo el mundo está contento. Salvo la chica, pero ella no cuenta. ¿Qué tiene que ver conmigo?
Jules lo miró en silencio, buscando algún atisbo de debilidad o emoción. No lo encontraría.
—Está bien —dijo finalmente—. Puedes irte por la puerta trasera si no quieres verla. Gira a la izquierda al salir.
Era un desafío, pero Killian estaba decidido a ignorarlo. No necesitaba volver a verla. No necesitaba saber, lo que iba a sufrir antes de morir. Lo más sensato era salir por la puerta trasera y dirigirse al pequeño avión de carga que lo estaba esperando. Aquellas cosas pasaban, y lo más prudente era seguir con su vida.
—Me trae sin cuidado —dijo, colgándose la bolsa al hombro.
Se dirigió hacia las voces. La voz de Ahmad, baja y amenazadora. Y la voz de Mary, la misma que le había hablado en susurros mientras él la penetraba, la voz que había gritado su nombre al llegar al orgasmo. La voz que le había hecho compañía durante las dos últimas semanas.
Giró a la derecha y abrió la puerta metálica del gran almacén vacío. Allí estaba ella, recortada contra la puerta abierta y la noche lluviosa a sus espaldas, sosteniendo una pistola en la mano.
Se quedó momentáneamente aturdido. ¿Cómo había sido tan inepto para no reconocer a una agente con la que había pasado dos semanas? Pero entonces vio cómo sostenía la pistola, y supo que nunca había tocado un arma en su vida.
No había ni rastro de Ahmad. Killian bajó el cuchillo. Tenía un arma en el cinturón, pero no necesitó sacarla. Ella podía verla claramente y él podía mo verse mucho más rápido. Estaría muerta antes de que pudiera apretar el gatillo.
—¿Dónde está Ahmad?
Ella no pareció inmutarse, y él se preguntó si las drogas habrían abandonado su sistema por completo. Lo estaba mirando como si lo viera por primera vez, y en realidad así era.
—Se ha marchado. Me preguntó si quería matarte y le dije que sí. De modo que me dio su arma y se fue.
Killian no pudo evitarlo y se echó a reír. Si aquélla era la manera que tenía Jules para desembarazarse de él, era especialmente estúpido. Aunque Mary Isobel hubiera sido una profesional, no habría sido rival para él. Estaba condenada.
—No vas a matarme, princesa —le dijo—. Ni siquiera sabes agarrar un arma. Suéltala y quizá puedas salir de aquí sin armar más escándalo.
La pistola temblaba en las manos de Mary Isobel. Killian no pudo ver si tenía puesto el seguro. Ahmad era muy concienzudo; seguramente le habría dejado el arma preparada antes de desaparecer.
—¿Mataste a Etienne Matanga?
-Sí.
—¿Me drogaste?
-Sí.
—¿Por qué me salvaste en Plymouth y me llevaste contigo?
—Porque eras una buena tapadera. Alguien le dio el chivatazo a las autoridades de que un hombre planeaba un golpe en solitario, pero no sabían quién ni dónde. No quería levantar sospechas, y tú bastaste para confundirlos.
—¿Y Marie-Claire?
—No existe.
Mary Isobel no tuvo que preguntarle qué más se había inventado. Sabía que se lo había inventado todo. Killian pensó que si hubiera sido otro hombre habría sentido lástima por ella.
Pero era el hombre que era, y no sentía nada en absoluto... aparte de una pequeña inquietud por el arma que ella tenía en las manos.
— Si me disparas, Ahmad y Jules acabarán contigo. Lo mejor que puedes hacer es dejar el arma y marcharte de aquí.
—¿Y dejar libre a un asesino?
—Eso no es asunto tuyo.
—Tú has hecho que lo sea.
Él suspiró. Iba a tener que matarla. Era demasiado histérica para dejarla marchar, y el arma temblaba peligrosamente en sus manos. Estaba muy enfadado con Jules y Ahmad por obligarlo a hacerlo... Era lo último que quería hacer.
—Me temo que... —empezó a decir, llevándose la mano a su propia pistola.
Salió despedido hacia atrás, girándose sobre sí mismo antes de caer al suelo. Aquella zorra le había disparado. Había apretado el gatillo. En otras circunstancias se habría echado a reír. Parecía que era una superviviente, después de todo.
Estaba sangrando como un cerdo, pero no se movió. Tenía la mano en la pistola. Si ella se aproximaba para rematarlo, se daría la vuelta y le dispararía antes de que ella pudiera reaccionar.
Debería hacerlo, de todos modos. Ella estaba de pie, inmóvil, y él podía oírla jadear, como si hubiera estado corriendo. La esperó, sintiendo cómo se formaba un charco de sangre bajo él. Un paso. Dos. Se estaba acercando. Debería darse la vuelta y dispararle entre ceja y ceja. Todo sería tan rápido que no tendría tiempo para darse cuenta de nada.
Pero no se movió.
Un momento después, ella había desaparecido. Se había esfumado en la noche lluviosa de Marsella. Entonces se levantó del suelo de cemento y salió tras ella.
La habitación estaba a oscuras cuando Isobel abrió los ojos. Se había quedado dormida en el suelo. Se puso en pie y se palpó la cintura para cerciorarse de que el arma seguía allí.
No había ni rastro de Serafín. La puerta del baño estaba abierta, pero hacía rato que había acabado de ducharse, pues no había olor a jabón en el aire. Sus ropas estaban apiladas en una silla, junto a lo que parecían vendajes y otros utensilios. Examinó el cuarto de baño, que estaba completamente seco, y la puerta, cerrada con llave, naturalmente.
Si no estuviera tan enojada se habría echado a reír. ¿Con quién se creía Serafín que estaba tratando? Sí, se había quedado dormida en un momento muy inoportuno, gracias al café drogado de Shiraz. Había sido una estúpida al bebérselo, pero la necesidad de cafeína había sido demasiado fuerte. Se había arries gado y ahora lo estaba pagando. Serafín debía de haber tenido cuidado de no beber lo suficiente para que no le afectara. A menos que él también hubiera sido drogado y se lo hubieran llevado mientras ella dormía. Era una posibilidad, pero muy remota. Si sus enemigos lo hubieran encontrado, no la habrían dejado a ella con vida. Los dos estarían muertos. La explicación más probable era que se había marchado solo por alguna razón desconocida.
No estaba nada contenta. Había recorrido un camino muy largo para rescatar a un hombre deleznable. Un mercenario, un terrorista, un señor de la guerra, responsable de miles de muertes. Un hombre que la había utilizado, traicionado y que había intentado matarla. El primer hombre al que ella había matado... o al que había creído matar. Ojalá hubiera sido el último.
No tenía elección. Nunca dejaba que las emociones se interpusieran en su trabajo, y no iba a empezar ahora. Tenía un trabajo que hacer, un monstruo al que encontrar y proteger.
Le llevó menos de un minuto forzar la cerradura, pero una cadena atrancaba la puerta, por lo que sólo pudo abrirla unos cuantos centímetros. Pensó en golpearla hasta que acudiera alguien, pero enseguida rechazó la idea. Sería una actitud infantil, y aunque se sentía como una niña abandonada, no iba a comportarse como tal.
Había una gran ventana con vistas al patio interior. Apartó la cortina y se encontró con un enrejado. No había salida. Tendría que esperar a que Serafín o cualquier otro volviera.
Agarró las rejas y tiró con frustración. Para su sorpresa, comprobó que se movían. Levantó la mira da. La casa era nueva, y el enrejado estaba sujeto con tornillos Phillips. Y faltaban dos de ellos.
Que Dios bendijera a MacGyver... La navaja del ejército suizo seguía en su bolsa, y en cuestión de minutos había retirado la pesada estructura metálica.
El patio estaba en silencio y a oscuras. ¿Cuánto tiempo habría dormido? Aún se sentía un poco aturdida por la droga, lo que le irritó tanto que acabó de despejarse por completo. No le gustaba que jugaran con ella. Alguien iba a pagarlo.
Salió por la ventana y aterrizó en el suelo de baldosas. La casa estaba construida al estilo árabe, con todas las puertas y ventanas orientadas al patio central. Lo único que se oía era el apacible chapoteo de la fuente.
Las dependencias que habían ocupado Serafín y ella estaban en la planta baja, y desde fuera parecía una especie de almacén. Quizá Samuel se dedicara a esconder personas. Un refugio seguro sería todo un lujo en cualquier parte de África del norte.
Avanzó por la galería que discurría alrededor del patio y que lo separaba del resto de la casa. Aún tenía la pistola oculta en el trasero, y estaba más que dispuesta a usarla. Preferiblemente con Serafín.
No se oía nada en toda la casa ni había ninguna luz encendida, a pesar de que casi era la hora de la cena. Tan sólo el constante sonido de la fuente, tranquilo pero siniestro. Algo no iba bien. Sentía la presencia de alguien más. El ruido era tan débil que le habría pasado desapercibido a cualquier otra persona... Un ligero soplo de viento, un crujido de ropa.
Entonces oyó voces. No hablaban en árabe, sino en una lengua europea, eslava tal vez. Serafín había
trabajado en Bosnia... ¿No había ningún conflicto en el mundo en el que no hubiera intervenido?
Y al fin lo habían encontrado. O al menos creían saber dónde se ocultaba. Por el tono de sus voces podía intuir que estaban frustrados y que lo seguían buscando. Samuel debía de haberlo puesto a salvo, dejándola a ella como cabeza de turco. No importaba. Podía defenderse sola. Tendría que neutralizar a los hombres que estaban buscando a Serafín. Tres, a juzgar por las voces. Una vez que se hubiera librado de ellos, encontraría a ese hijo de perra y lo llevaría a rastras a Inglaterra. No había llegado hasta tan lejos para fracasar.
Avanzó en silencio hacia los intrusos, cuando volvió a oírla. Una respiración casi inaudible. Al momento siguiente, estaba aprisionada entre la pared y un cuerpo grande y robusto.
Su atacante no se molestó en ponerle una mano sobre la boca. Sabía que no gritaría para alertar a los serbios, y ella le permitió que la empujara a un rincón de la galería, odiándolo con todas sus fuerzas.
— Samuel nos ha vendido —le susurró él al oído. En la oscuridad era Killian, dieciocho años antes... Sintió ganas de llorar.
— Yo habría hecho lo mismo —respondió con una voz fría como el hielo.
—Estoy seguro. Conozco una salida. Alégrate de que haya decidido llevarte conmigo.
Las luces del patio se encendieron de repente, y una música estridente llenó el aire. O bien el equipo estéreo estaba conectado a las luces, o alguien quería disimular sus movimientos con un ruido ensordecedor.
Pero aquello también podía ser una ventaja para ellos. Levantó la mirada hacia el hombre que la apri sionaba contra la pared... y la sangre se le heló en las venas.
Era Killian. Killian, tal y como ella lo recordaba. La barba y la dentadura sucia habían desaparecido, al igual que la prominente barriga. Debía de haber usado rellenos de algodón para las mejillas y la papada. Era Killian, dieciocho años más viejo, y aún más atractivo que entonces, cuando ella era una joven estúpida.
No podía sacar su arma, pero tenía a mano la navaja del ejército suizo, y con un simple corte podía causar mucho daño. Se retorció con fuerza, y el muy idiota le dio espacio suficiente para abrir la navaja y llevarla hasta su garganta. Ni siquiera reaccionó.
—Debería degollarte ahora mismo y hacerte un favor —dijo ella, presionando la hoja contra la base del cuello.
—Tal vez —dijo él—. Pero no vas a hacerlo. Me necesitas. Y míralo de esta manera... He vuelto a por ti.
—No necesitaba tu ayuda. No sabes con quién estás tratando.
—Claro que lo sé... Hola, Mary Isobel. Ha pasado mucho tiempo.
Tenía la piel pálida, sin pecas, y ni siquiera pestañeó. Sus reacciones eran tan controladas que incluso él se quedó impresionado. Por muy desconcertada que estuviera, no lo aparentaba.
Pero a pesar de todo, notó un ligero temblor en su respiración, imperceptible para la mayoría de los hombres, pero no para él.
—Te maté una vez —dijo ella tranquilamente—. No dudaría en matarte de nuevo.
—Supongo que no. Sin embargo, soy tu única posibilidad para salir de aquí. Y tú no eres la clase de mujer que echaría a perder una misión por culpa de un enfado inútil.
—¿Crees que me conoces?
Él sintió un hilillo de sangre deslizándose por su cuello.
—Mejor de lo que crees. ¿Vamos a quedarnos aquí a recordar los viejos tiempos, o nos ponemos en marcha?
Ella pareció pensarlo por un momento. Sería capaz de rajarle el cuello... él había seguido muy de cerca sus actividades durante los últimos dieciocho años, por razones que no quería admitir, y sabía de lo que era capaz. Pero estaba igualmente capacitado para detenerla. No había exagerado al decirle que la conocía muy bien. En realidad, la verdad sería demasiado horrible para ella.
Pero podía dejar las noticias para más tarde. En aquel momento lo más urgente era escapar de allí, antes de que los tres serbios se les echaran encima.
La navaja se retiró de su cuello y oyó el débil clic al cerrarse. Una simple navaja de bolsillo... insuficiente para asustarle.
—Vamos —dijo ella—. Pero si haces cualquier tontería no dudaré en dispararte por la espalda —se metió la mano en el bolsillo y le tendió un trozo de tela blanca.
—¿Qué es esto?
—Un pañuelo. Estás sangrando. No quiero que vayas dejando un reguero de sangre.
—Estás en todo —murmuró él—. Pero no tienes que seguirme como una esposa musulmana. Prefiero tenerte donde pueda verte.
Ella no dijo nada. Se oían las voces en el patio. Los tres hombres estaban discutiendo, y él no se había equivocado al suponer que estaban armados hasta los dientes. Si había disparos, él e Isobel serían carne muerta.
Pero aún no había llegado el día en que no fuera más listo y más rápido que una panda de matones sin cerebro. Miró a Isobel y todo el cuerpo se le puso en alerta, preparado para actuar.
—En marcha, princesa —dijo, y se regodeó con el destello de odio que ardió en su mirada.
No intentó tomarla de la mano, pues sabía que sólo conseguiría un corte más profundo con la navaja del ejército suizo. Podría impedírselo, naturalmente, pero no quería perder más tiempo. Se movió hacia la parte trasera de la casa, manteniéndose en las sombras, sabiendo que ella lo seguiría de cerca.
Se detuvo junto a un tramo abierto de la galería, casi esperando que ella chocara con él. Pero no fue así.
—Huele a explosivos —murmuró ella.
A Killian no debería sorprenderle. Sabía que Isobel era una de las mejores en su oficio.
—Los he puesto yo. Sólo me llevó un momento.
—¿Vas a volar la casa?
—Con los serbios dentro.
—Pero ¿y Samuel y Shiraz?
—¿Quién sabe? Aunque me importa un bledo que ellos también vuelen por los aires. No me gusta que me traicionen.
—¿Y la explosión no llamará la atención en los alrededores?
—Una distracción muy oportuna. Habremos desaparecido antes de que nadie se dé cuenta de lo que ha pasado.
Sorprendentemente, ella no discutió.
—Está bien. Pero...
Su voz se apagó al oír un ruido sordo. Había sonado muy cerca, detrás de una puerta cerrada. Los tres serbios seguían en el extremo opuesto del patio, y el agua de la fuente había ahogado el ruido. Por ahora.
—Maldición —masculló él.
—¿Qué?
—Adelántate tú. Retira la cama de nuestra habitación y encontrarás una mampara rota que conduce al exterior, detrás de la casa. Sal y echa a correr. Hay una cresta a medio kilómetro, la verás si no está demasiado oscuro. Yo te alcanzaré.
—¿No crees que Samuel conoce la existencia de esa salida?
—No. Nunca voy a ningún sitio sin tener un medio de escape. ¡Vete!
—¿Y qué vas a hacer tú?
— Sólo voy a comprobar el ruido. No me digas que estás preocupada por mí...
—Eres mi misión —espetó ella, irritada.
—Eso es. No lo olvides. Nos encontraremos detrás de la cresta.
Esperó verla dudar, o alguna muestra de ira o rencor. Pero ella se limitó a mirarlo, completamente inexpresiva.
—No tardes —le dijo—. No me gusta fracasar en mi trabajo.
Sólo tenía unos pocos minutos para llorar. Era un medio de desahogo, donde nadie podía verla, y derramó las lágrimas en silencio mientras apartaba la cama, salía por la mampara rota y echaba a correr por el desierto. Era una buena corredora... Siempre se había asegurado de dejar el tabaco cuando empezaba a afectarle los pulmones. Pero en aquel momento quería un cigarrillo más de lo que quería llegar a la cresta. Cuando llegó a la cima, las lágrimas se le habían secado y volvía a estar tranquila y serena, y muy, muy enfadada.
No debería haberlo dejado atrás. Había sido una lamentable debilidad por su parte, pero temía que si se hubiera quedado lo habría matado.
Él la conocía.
El anonimato había sido arma más poderosa contra las emociones que se arremolinaban en su interior. Había fantaseado brevemente con la idea de decírselo justo antes de clavarle un cuchillo en el corazón. En sus sueños siempre había sido un cuchillo. No quería dispararle. Quería una muerte íntima y cercana. Quería ver su dolor, su sangre manchándole las manos, quería...
Al demonio. Si no conseguía salir de la casa, ella seguiría con su vida. Y si lo lograba, ella lo protegería el tiempo que fuera necesario. Ni siquiera lo seguiría odiando. Le permitiría vivir en el lujo y la opulencia que su repugnante vida le había conseguido.
Había un Jeep esperando en la cresta. No era el suyo, sino otro distinto, y se imaginó la reacción de Thomason ante el informe de sus gastos. Sir Harry era un hombre mezquino al que la pérdida de poder le había afectado severamente, e intentaba compensarlo con un control exhaustivo de cada penique desembolsado en las operaciones del Comité. La perdida del vehículo no iba a hacerle mucha gracia. A Isobel no le importaba lo más mínimo, pero despre ciaba profundamente a aquel miserable hombrecillo, y cualquier cosa que lo hiciera sufrir serviría para animarla.
Se acercó al Jeep y lo examinó rápidamente. No había ningún dispositivo incendiario, el coche no explotaría cuando girara la llave en el contacto. Y eso sería lo que hiciera si Killian no se presentaba en los próximos minutos. En algunos casos, el fracaso de una misión era preferible al éxito.
Un momento después apareció él, acercándose rápidamente con una diminuta y andrajosa figura en los brazos.
— Sube —ordenó—. Yo conduzco.
Ella no se molestó en discutir. Él dejó el bulto en el asiento trasero y se sentó al volante, e Isobel no tuvo ninguna duda de que se habría ido sin ella si se hubiera quedado dudando. Se sentó a su lado y miró al crío.
—¿Está muerto?
—Sólo está drogado. Se me ocurrió que si Samuel iba a venderme, querría borrar cualquier rastro. Es una lástima. La escuela cristiana habría hecho maravillas con el crío —arrancó el motor, y en aquel momento se oyó una explosión y una columna de llamas y humo se elevó en el cielo. La lujosa casa de Samuel había desaparecido en un instante.
—¿Ha sido obra tuya? —le preguntó ella.
—Naturalmente.
—Bueno, esperemos que a tu buen amigo le hayan pagado bien por venderte.
Killian aceleró para adentrarse en la noche, sin molestarle en mirarla.
—Esperemos que mi buen amigo siguiera dentro y haya volado por los aires junto a los serbios.
—¿Eran serbios? No reconocí el idioma que hablaban.
—Serbios. Me gané unos cuantos enemigos allí.
Isobel recordó la ejecución fallida de miles de bosnios. El propio Serafín había sido el responsable de aquel fracaso y de la consecuente huida de los prisioneros. Sí, era lógico que los serbios también quisieran su cabeza.
El Jeep pisó un bache y el cuerpo inconsciente de Mahmoud se cayó del asiento.
—No te preocupes por él —dijo Killian —. Al menos aquí está a salvo.
Avanzaban a gran velocidad sobre el abrupto terreno, y todo lo que Isobel podía hacer era agarrarse a la puerta.
—De modo que sabías que era Mahmoud quien hacía aquellos ruidos. ¿Por qué te quedaste atrás para rescatarlo?
La noche era implacablemente oscura. Los faros sólo alumbraban una estrecha franja de desierto, por lo que Isobel no podía verlo claramente. Tarde o temprano la luna saldría y entonces no le quedaría más remedio que mirarlo, para buscar en su rostro al fantasma del hombre al que había amado. Pero de momento agradecía el anonimato que proporcionaba la oscuridad.
Él no respondió, y los sentidos de Isobel se pusieron en alerta.
—Creía que habías dicho que no era tu esclavo sexual.
—Es demasiado joven para mí —dijo él, imperturbable—. Y deja de obsesionarte por mi vida sexual. Si mantengo a Mahmoud con vida es porque... — se detuvo.
—¿Por qué?
—Maté a su hermana —respondió él finalmente en tono despreocupado, desmintiendo su vacilación anterior.
—Has matado a las hermanas de muchas personas. ¿Qué tiene este chico de especial?
Él no intentó negarlo.
— Mahmoud era un chico de la calle, reclutado como niño soldado. Seguramente ha matado a más gente que tú, princesa. Creo que su madre era árabe, aunque no podría asegurarlo. Ni tampoco sé quién era su padre. No tenía a nadie que lo acogiera.
— Salvo los que le pusieron un arma en las manos. Si no tenía padres, ¿cómo es que tenía una hermana?
—No era su hermana biológica, pero cuidaba dé él y era lo más parecido a una familia que tenía.
—¿Cuántos años tenía?
—Quince.
Isobel sintió un escalofrío.
—¿Y tú la mataste?
—Le disparé en la cabeza —respondió él con indiferencia—. Estaba embarazada de siete meses.
Por unos segundos sólo se oyó el motor y el viento aullando alrededor del coche.
—Así que ya ves —siguió él—. Tiene una buena razón para querer torturarme hasta la muerte.
Isabel se quedó momentáneamente sin habla.
—Podrías decirle que lo sientes. Aunque no creo que sirviera de mucho.
Sintió cómo la mirada de Killian se posaba en ella, pero no quiso girar la cabeza para encararlo.
—No lamento haberla matado. Y Mahmoud lo sabe. Para él, debo pagarlo con una muerte lenta y dolorosa.
—¿Y tú lo estás animando?
—Digamos que estoy dispuesto a aceptarlo como un justo castigo si es eso lo que la Divina Providencia me tiene reservado. Mahmoud tiene tan buenos motivos para matarme como cualquiera.
Isobel volvió a mirar a la pequeña figura que yacía en el suelo del Jeep. No era la primera víctima de un mundo salvaje, y tampoco sería la última. Ella había aprendido hacía tiempo que no podía salvar el alma de nadie, y había desistido de intentarlo.
—¿Adonde nos dirigimos?
—Samuel dijo que había preparado un avión junto a las montañas, al oeste. Supongo que para cubrirse las espaldas tendría al avión allí y se haría el inocente cuando aparecieran los serbios.
—¿No crees que el avión puede ser una trampa?
—Todo es posible. Pero Samuel no tiene ningún motivo especial para verme muerto, aparte de las ganancias económicas, y seguramente ya había cobrado una buena suma. No me vendería por menos de dos veces lo que vale su casa, así que debería mostrarse magnánimo. Consigue el dinero y una casa nueva y su buen amigo sobrevive.
—¿No te importa que te haya traicionado?
En aquel momento la luna se elevó sobre el paisaje desértico y Killian pareció el mismo joven de dieciocho años atrás, apuesto y decente.
—Yo habría hecho lo mismo, y él lo sabe. No le guardo rencor.
Ella lo miró fijamente.
—Yo sí.
—Lo sé. Por eso tendré que andarme con ojo. Ya me mataste una vez... Y supongo que has mejorado mucho desde entonces.
— Puedes estar seguro —corroboró ella con voz fría y letal.
El le sonrió.
—Estoy impaciente por verlo —dijo.
Isobel se preguntó si podría tirarlo del avión en algún lugar del Mediterráneo. No, lo mejor era usar el cuchillo. Infligirle una muerte sangrienta con sus propias manos...
Se recostó en el asiento, aferrándose fuertemente a la puerta para soportar las sacudidas. Por primera vez en su vida, iba a disfrutar matando a alguien.
Lo último que Peter Madsen necesitaba era a sir Harry Thomason sentado en su oficina, fumándose un puro y acosándolo sin descanso. Genevieve olería el tabaco impregnando su ropa y protestaría, y él tenía cosas más importantes que hacer que mantener a Thomason alejado de sus asuntos... como el rebelde japonés que estaba viviendo en el piso de arriba, supuestamente perfeccionando su inglés, pero a juzgar por los recibos de la tarjeta de crédito, divirtiéndose con los videojuegos, comprando CDs de hip-hop y acostándose con toda mujer atractiva que pudiera encontrar. Peter maldijo en más de una ocasión a su viejo amigo Takashi, quien se había mostrado totalmente inútil cuando Peter lo llamó.
—Teníamos que sacarlo del país —se había excusado Taka con su voz lenta y profunda—. Se lió con la hija de un oyabun rival, su abuelo quería rebanarle la mitad de los dedos y la policía de Tokio lo está buscan do. Además, la hermana pequeña de Summer va a venir a pasar unos meses y no quiero a Reno cerca de ella. Es más astuto de lo que aparenta. Recuerda aquella noche en las montañas de White Crane... no lo habríamos conseguido sin su ayuda. El chico tiene potencial.
—Como una chabola de Brighton —murmuró Peter—. ¿Cuándo podré enviarlo a casa?
—No puedes. Al menos no hasta que las cosas se hayan calmado por aquí y Jilly haya vuelto a Estados Unidos. Además, estáis escasos de personal, yo estoy confinado aquí y madame Lambert está en una misión. Necesitas la ayuda.
Peter se limitó a gruñir. Taka tenía razón. Reno era listo, despiadado y podría ser de utilidad... pero había que pensar cómo.
Mientras tanto, su mayor preocupación era Isobel. No había llamado, no había tomado su transporte en Marruecos y no había noticias de Serafín. Peter había estado buscando algún indicio, pero la región estaba tan sumida en el caos que resultaba imposible relacionar a Isobel con un secuestro, un coche bomba o la explosión de una casa.
Thomason era la última persona con quien compartiría sus preocupaciones. Se había encontrado a su antiguo jefe sentado en el despacho de Isobel, como si aquél fuera su sitio. No era extraño que quisiera regresar... a sir Harry Thomason le gustaba el poder. Lo único sorprendente era el descaro que demostraba.
— ¿Dónde está? —preguntó Harry — . Supongo que se la ha tragado la tierra y que tú no pensabas decírmelo. ¿No tienes ni idea del lío en que se ha metido?
—Nada que no pueda resolver por sí misma — respondió Peter. El único modo de echar a Thomason del sillón de Isobel era empleando la fuerza física, y por mucho que deseara hacerlo, Thomason aún tenía poder dentro del Comité.
—Esto no es un simple trato entre camellos de poca monta. Tienes que informar a alguien.
—Lo hago. Informo a Isobel. Si considero necesario informar al Comité de cualquier cambio, lo haré.
Thomason no dijo nada y le dio una furiosa calada al cigarro. El efecto fue patético. Quería ser Winston Churchill y había acabado asemejándose a Stalin. La comparación habría divertido a Peter si no estuviera tan preocupado por Isobel.
—¿Qué hay del nuevo recluta? —preguntó Thomason, cambiando de táctica—. ¿Cuánto dinero le estás dando?
— No conoce el país. Lo hemos instalado en un apartamento y le hemos dado dinero para sus gastos y una tarjeta de crédito. Trasladar a alguien es muy caro.
— Y supongo que comprará su ropa en Saville Row para intentar adaptarse —espetó Thomason—. No estoy seguro de que debamos reclutar al primo de Taka. Un asiático siempre puede ser útil, pero dos son demasiado, por bien que vistan.
La expresión de Peter permaneció inmutable.
—Ya le he sugerido un nuevo vestuario, pero de momento se resiste a cambiar de ropa. Se está concentrando en las clases de inglés y en adaptarse a su nuevo ambiente. Estoy convencido de que hará un buen trabajo —en realidad, se estremecía al pensar en el extravagante Reno campando a sus anchas por el mundo, pero no iba a compartir ese temor con Harry Thomason.
—Estoy dispuesto a conocerlo. Si puede adaptarse igual que vosotros, quizá se convierta en el nuevo Bastien. Las cosas no van tan bien desde que se marchó. Fue una equivocación permitirle que se retirara.
— Ordenaste que se lo ejecutara. Si la orden se hubiera cumplido, habrías perdido a uno de tus mejores hombres, de todos modos.
—Me precipité. Los agentes como Bastien Toussaint no aparecen muy a menudo —Thomason miró la pierna mala de Peter—. Él nunca cometía errores.
Hacía mucho tiempo que Peter quería matar a Harry Thomason, y las razones se multiplicaban cada vez que lo veía. Pero a Isobel no le gustaría que se derramara sangre en su oficina, por lo que decidió poner a prueba su frialdad y ver hasta dónde podía provocarlo Thomason. Además, el viejo no estaba en buena forma, bebía demasiado y en cualquier momento podía sufrir un ataque al corazón.
—Avisaré a Reno —dijo en tono suave.
—¿Reno? Creía que tenía un nombre japonés... el cual deberíamos cambiar. Y quizá un poco de cirugía plástica para los ojos.
El ánimo de Peter mejoró bastante. Al menos iba a disfrutar con aquello. Volvió a su despacho y mandó un mensaje con su teléfono móvil. Reno era un adicto a los móviles y podía teclear más rápido que muchos taquígrafos, incluso en un idioma extranjero. Acudiría enseguida, y Peter se divertiría mucho a costa de Thomason.
Mientras tanto, Thomason podía quedarse en el despacho de Isobel o seguir a Peter para continuar acosándolo. En cualquier caso, Peter ganaría aquella mano.
Thomason entró en el despacho justo cuando Pe ter oyó las puntiagudas botas de Reno en la escalera. Su antiguo jefe pareció contrariarse un poco.
—¿Es ése nuestro nuevo agente? Va a tener que aprender a ser más discreto. No puede ir por ahí armando ruido y anunciando su presencia. Hay que desaparecer, fundirse con el entorno, convertirse en un fantasma... igual que tú, Peter.
—No todo el mundo tiene que trabajar así. Bastien nunca se hizo invisible.
—No, pero sabía cómo meterse en su papel. Tendría que haber sido actor —gruñó—. No tenía agallas para este trabajo.
Peter se limitó a mirarlo. Los dos sabían muy bien lo eficaz que podía ser Bastien Toussaint cuando lo requería la situación.
Reno marcó el código de seguridad en el teclado numérico y abrió la puerta sin dudar. Peter se recostó en el sillón, preparado para pasar un buen rato.
Por una vez en su vida Harry Thomason se quedó de piedra, y Peter se compadeció repentinamente de su nuevo recluta. Reno iba vestido de cuero negro, con una camiseta verde lima bajo su mata de pelo rojo. Llevaba gafas de sol, como siempre, pero al ver a Thomason se las levantó para mostrar sus ojos aguamarina y las gotas de sangre tatuadas en las mejillas.
—¿Quién es este viejo? —preguntó en tono aburrido.
Había una razón en particular por la que Thomason nunca había sido un agente. Era incapaz de ocultar sus reacciones, y la imagen de Reno fue suficiente para dejarlo completamente aturdido. Se dejó caer en una silla y miró horrorizado al primo de Taka.
—Harry Thomason, te presento a nuestro nuevo recluta, conocido como Reno. Reno, éste es un miembro del Comité. Hace tiempo era el responsable de todo esto.
Reno miró de arriba abajo a Thomason sin disimular su desprecio.
— Sé quién es. Taka me habló de él —se volvió hacia Peter, ignorando a sir Harry Thomason—. ¿Qué quieres?
—¿Cómo va tu inglés? Bastante mejor, por lo que veo.
—Al cuerno con el inglés. ¿Dónde está Isobel?
—Madame Lambert — corrigió Peter.
—Al cuerno —volvió a decir Reno—. ¿Este carroza sabe dónde está?
Thomason no salía de su asombro.
—No tengo la menor idea de dónde está, joven, y debo decirle que...
—Después —lo cortó Reno, y salió del despacho, sus botas resonando en las escaleras metálicas una vez más.
Thomason se había puesto colorado, pero no había sufrido un ataque al corazón, por desgracia.
—Es Hiromasa Shinoda, el primo de Taka —dijo Peter—. Es muy listo, a pesar de su aspecto.
—Deshazte de él —dijo Thomason con voz ahogada—. Mándalo de vuelta a Japón o al garito de donde haya salido. No podemos emplear a un adefesio semejante.
—Oh, creo que podría sernos muy útil —dijo Peter—. Y la decisión dependerá de Isobel, cuando regrese.
—¿Y si no regresa?
¿Qué sabía Thomason que él ignoraba?, se preguntó Peter. Las frecuentes visitas de Thomason a las oficinas de Kensington empezaban a resultar sospechosas. Pero ¿cómo tener una información de la que Peter carecía?
Estaba siendo paranoico. No podía picar el anzuelo que Thomason le estaba tendiendo.
—Volverá —dijo—. Sólo hace dos días que no da señales de vida. A veces tenemos que permanecer ocultos durante varias semanas. Pero tú nunca has sido agente y no puedes saberlo, ¿verdad? Lo tuyo es matar a distancia.
El cigarro que tenía Harry entre los dedos se partió por la mitad. El crujido resonó en la habitación insonorizada.
—Te avisaré cuando reciba noticias suyas —siguió Peter—. Pero te sugiero que tengas paciencia. Estas misiones son muy impredecibles... Si algo le ocurre a Serafín, el mundo entero lo sabrá y nosotros sabremos que Isobel está en peligro. Mientras tanto, yo no me preocuparía. Es la Reina de Hielo, el ser humano más frío y capacitado que he conocido. Puede manejar cualquier situación.
«Puedo manejar esto», pensó Isobel, aferrándose con los dedos entumecidos a la puerta del Jeep. Sólo la luna y los faros cubiertos de arena iluminaban el desierto, y por primera vez en más de diez años sentía que perdía el control de la situación. Su mundo se había vuelto del revés unos días antes, con la repentina aparición de Killian, y desde entonces nada había salido bien. Ahora se dirigía a un destino desconocido, con un niño inconsciente en el suelo del Jeep, un despiadado asesino al volante y armada tan sólo con una pequeña pistola, su navaja del ejército suizo y su ingenio. En circunstancias normales le habrían bastado para defenderse, pero ahora estaba con Serafín el Carnicero, el hombre más peligroso del mundo.
¿Cuándo la había reconocido? Ni siquiera su propio padre había sido capaz, a pesar de haberla conocido durante los diecinueve primeros años de su vida. Isobel se había encontrado con él a propósito ocho años antes, tan sólo para poner a prueba su nueva identidad. Su padre había mantenido una conversación informal con la elegante mujer sentada a su lado en el avión, sin sospechar en ningún momento que estaba hablando con su hija desaparecida.
Killian apenas la había conocido más de dos semanas, y en todo ese tiempo había estado fingiendo. Seguramente ni siquiera se había interesado por ella, usándola únicamente como un escudo mientras completaba su sangrienta misión. Durante aquellas largas noches en el Citroen en las que hablaban de todo, sólo le había estado contando mentiras. Y seguramente no había prestado atención a nada de lo que ella decía.
No era tan ingenua para creer que el sexo había sido especial. Los hombres podían tener sexo en cualquier momento, lugar y circunstancia. Acostarse con ella había sido su manera de mantenerla dócil y obediente. No había significado nada para él. Isobel recordaba con toda claridad el comienzo de la última noche en los muelles, aunque el recuerdo de lo que pasó después era muy vago y difuso. Killian no se había inmutado al oír que un asesino había sido enviado para liquidarla.
—¿No quieres saber lo que fue de mí? — pregun tó bruscamente—. La última vez que me viste intenté matarte. No era lo que se podría esperar de la chica estúpida con la que recorriste Francia.
Él la miró brevemente.
—Muy bien. ¿Qué fue de ti?
—Te disparé y huí del almacén.
—Eso lo recuerdo —dijo él sin mostrar mucho interés, e Isobel se dio cuenta de que para él no había sido más que un pequeño incidente.
—Mataste a Etienne Matanga, ¿verdad?
—Era mi trabajo.
— Y también me habrías matado a mí si yo no te hubiera disparado.
— Si tú lo dices... Pero conseguiste escapar sana y salva.
—No del todo. Tus amigos me encontraron. —¿En serio?
— Sí. Eran expertos en cuchillos y estaban furiosos. Recuerdo que pensé que iba a morir, pero no me importaba.
—Una historia muy triste. Espero que aprendieras la lección y no volvieras a enamorarte de un desconocido.
— ¡Yo no me enamoré! —espetó ella—. Me utilizaste.
—Te gustó que te utilizara.
—Me drogaste.
Él se encogió de hombros.
—Cuando llegamos a Marsella no quise correr el menor riesgo. No podía permitir que aparecieras en mitad de la misión. Créeme, habrías hecho cualquier cosa que te hubiese pedido. Pero pensé que todo sería más fácil si te drogaba.
Ella tuvo un destello de memoria. Sus manos so bre la piel ardiente, su boca susurrándole palabras prohibidas en la oscuridad...
—Tus amigos me dejaron tirada en un charco de sangre, dándome por muerta. Si no hubiera sido por un buen samaritano, habría sido mi fin.
— Qué conmovedor. Me alegro de que siga habiendo buenas personas en el mundo. ¿Quién fue ese buen samaritano que te salvó la vida?
—No lo sé. Cuando desperté estaba en una cama, cubierta con vendajes. El dolor era tan insoportable que me mantuvo inconsciente todo lo que pudo.
—¿Tu salvador?
—Mi médico. Mi marido. Era cirujano plástico y trabajaba para una clientela bastante sospechosa. Me mantuvo escondida, me rehizo el rostro y mi vida. Y se casó conmigo.
—Encantador —dijo Killian—. Así que las historias románticas son ciertas... Deberías estarme agradecida por haberte ayudado a encontrar el amor verdadero.
—Le estaría agradecida a aquella persona que conocía lo bastante los bajos fondos de Francia para dejarme en su puerta —dijo ella—. Por desgracia, Stephan no tenía ni idea de quién me dejó allí.
— Quel dommage —murmuró Killian.
—Creía que habías muerto —dijo ella sin pensarlo, arrepintiéndose al instante de sus palabras.
—Por desgracia para ti, no sabías lo que estabas haciendo. Me heriste y decidí permanecer inmóvil. Seguro que ahora no fallarías... Para matar hace falta tener experiencia y habilidad.
—Tengo ambas cosas.
—Sí.
—Tus amigos murieron aquella noche. Semanas más tarde, cuando empecé a sanar, Stephan me trajo los periódicos con las noticias sobre el asesinato del general Matanga y las cinco personas que habían sido encontradas muertas junto a él en el almacén.
—A diferencia de ti, yo ya contaba con experiencia y habilidad.
—Pero ¿cómo es posible que los hombres que intentaron matarme acabaran muertos en el almacén? ¿Y cómo lograste escapar?
— Secreto profesional, princesa —respondió él, aferrando con fuerza el volante mientras descendían por una ladera—. Necesito toda la ventaja que pueda conseguir. Eres una enemiga formidable.
Ella no se sentía formidable. Se sentía exhausta y dolorida. Se miró en el espejo retrovisor. Sus elegantes e inexpresivos rasgos estaban cubiertos de polvo, y las lentes de contacto oscurecían sus ojos azules. ¿Cómo era posible que la hubiera reconocido?
Necesitaba saberlo. Si había cometido un error, si le había dado una pista sin pretenderlo, tenía que ser consciente de ello para que no volviera a suceder... Suponiendo que saliera viva de aquello. La muerte siempre la acechaba, y había aprendido a aceptar la amenaza con calma y sangre fría. Pero no por ello tenía que correr riesgos innecesarios.
—¿Cómo me reconociste? ¿Y cuándo?
Él ni siquiera la miró. La noche volvía a engullirlos. Isobel observó sus manos sobre el volante, esbeltas y elegantes... Manos manchadas de sangre.
—No creo que quieras saberlo.
— Te lo he preguntado porque quiero saberlo. ¿Cuándo supiste que era yo? ¿Fue por mi voz?
—Tu voz es muy diferente ahora. Más profunda y con un acento británico bastante creíble. Precioso... Ella apretó los dientes.
—¿Cómo me reconociste?
Él no dijo nada. Entonces ella vio una forma a lo lejos y reconoció la silueta de un avión. Quizá pudieran salir vivos de aquel infierno, después de todo.
—¿Cuándo supiste que era yo? —insistió.
Él frenó bruscamente y ella levantó una mano para protegerse. Mahmoud emitió un sonido lastimero desde el suelo del asiento trasero y Killian apagó el motor.
—Digamos que soy muy bueno en mi trabajo. No me sorprendo fácilmente.
Salió del Jeep, agarró algo de la parte de atrás y se lo arrojó a Isobel. Era el burka azul oscuro que ella había dado por desaparecido en la explosión.
—Será mejor que te lo pongas. No es conveniente que llames la atención —agarró el frágil cuerpo de Mahmoud y se lo cargó al hombro como si fuera un saco de patatas. Ella permaneció sentada, sosteniendo el burka en sus manos—. ¿Vas a venir con nosotros o prefieres arriesgarte tú sola?
Su bolsa de viaje había desaparecido, al igual que todo lo que Killian había llevado consigo. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso el burka antes de bajar del coche.
—Aún tengo asuntos pendientes —dijo, sin especificar si se refería a la misión actual o a su propósito de matarlo.
En realidad, se refería a ambas cosas.
Hiromasa Shinoda estaba empapado de sudor, ataviado únicamente con un fundoshi, la tira de tela que los japoneses habían usado como ropa interior durante miles de años. El suyo era de color rojo brillante, adornado con estampados de Helio Kitty en uniforme militar. A su abuelo le habría dado un ataque si lo viera.
Pero su abuelo no estaba allí. Reno había sido desterrado a aquel lugar frío y gris, y aunque tenía a todas las mujeres que quería, ya se estaba cansando de todo.
Su inglés mejoraba a un ritmo impresionante, gracias a los CDs interactivos y a las películas policíacas americanas. Había empezado a ver películas de samurais y de la vieja Yakuza dobladas en inglés, sólo para entretenerse, pero estaba harto de la inactividad. Tenía a Dragón Ash sonando a todo volumen en el equipo estéreo. Su intención era provocar al hombre del piso inferior, pero hasta el momento Peter Madsen no había mordido el anzuelo.
Se giró velozmente sobre sí mismo, azotando su cuerpo con sus largos cabellos. Sus reflejos eran impecables. Era un arma letal, esperando para entrar en acción, y lo único que podía hacer era entrenarse en el salón escasamente amueblado del viejo apartamento.
Había llevado el sofá y los sillones a la habitación del fondo, dejando sólo el televisor de pantalla panorámica y el equipo de música, la mesita baja y unos felpudos. Había dejado la cama que ocupaba el dormitorio principal. Se había acostumbrado al lujo de dormir en un colchón mullido en vez de un simple futón, pero con gusto renunciaría a ello con tal de regresar a Tokio.
Su familia le había dicho que pasaría tiempo hasta que pudiera volver. La policía iba a tardar mucho en olvidar su última aventura, y el lugarteniente de su abuelo le había dado a elegir entre perder dos dedos o salir del país.
Reno les tenía mucho aprecio a sus dedos. No estaba dispuesto a renunciar a un instrumento que le servía para dar un gran placer, y por tanto para recibirlo. Seguramente no lo verían como a un verdadero miembro de la Yakuza hasta que perdiera al menos parte de uno de ellos, pero no le importaba. Podía ser tan amenazador como cualquiera cuando era necesario. Casi todo el mundo lo temía.
No el hombre de la oficina. Ni su primo Taka, con su esposa americana y su preciosa hermana pequeña con aquella boca tan...
Ni su abuelo. Reno había sido desterrado hasta que le permitieran volver a casa. Mientras tanto, iba a revolucionar aquella maldita ciudad.
Se detuvo, respirando profundamente, y se soltó la coleta. Se despojó del fundoshi y se metió bajo la ducha. Estaba harto de las mujeres inglesas. Pero podría encontrar a una americana, una mujer alta, y cerrar los ojos mientras la escuchaba para fingir que...
Abrió los ojos. No tenía que fingir nada. Necesitaba sexo, necesitaba golpear algo, necesitaba provocar el caos en Londres...
Una vez más se preguntó cuánto duraría su exilio.
Isobel se abrochó el cinturón de seguridad alrededor del abultado burka azul mientras Killian sujetaba el cuerpo inconsciente de Mahmoud en el asiento de atrás frente a ella. El crío era tan pequeño que podía acurrucarse en el asiento, y ella vio cómo Killian ajustaba el cinturón y lo cubría con una manta. Killian sabía que ella lo estaba observando a través de la rejilla del burka, pero no le prestó la menor atención.
Dos hombres los habían estado esperando. El piloto y un mercenario. Isobel entendió las palabras suficientes en árabe para comprender que le estaban preguntando por sus compañeros. Por lo visto esperaban que acudiera solo, no con una esposa árabe y un crío.
La mera idea de hacerse pasar por su mujer le provocaba náuseas. Ella no era la mujer de ningún hombre. Su relación con Stephan había sido placen tera, pero sin ningún sentimiento. Era treinta años mayor que ella, y cuando murió de cáncer seis años después de casarse, lo único que ella sintió fue alivio. El Comité era su única familia. Su trabajo era el único marido que necesitaba.
—Quédate aquí —dijo Killian—. Voy a la cabina. No confío en nuestro piloto. Si Mahmoud se despierta y empieza a dar problemas, ponle otra inyección de esto —le arrojó una jeringa al regazo—. Aterrizaremos en España... A partir de ahí, dependerá de ti llevarnos hasta Londres.
—Había hecho planes para salir de Marruecos. ¿Por qué narices nos hiciste cruzar ilegalmente la frontera para meternos en la misma boca del lobo?
—¿Alguna vez te di la impresión de que quería confiar en ti, princesa? Lo estamos haciendo a mi manera, y no tengo por qué darte explicaciones. Tenía que ocuparme de un asunto en Argelia. Mientras dormías plácidamente, me puse en contacto con unos antiguos jefes, de los pocos que no quieren verme muerto. Todo quedó solucionado, vamos a salir del país y vuelves a tener el control de la situación, como estabas deseando. Pero Mahmoud viene con nosotros, drogado o no.
Ella resistió el impulso de quitarse la jeringa de encima.
—¿Cómo sabes que es la dosis adecuada? Y por cierto, ¿por qué él sigue dormido y yo estoy despierta?
—Recibiste una dosis para estar durmiendo durante muchas horas más. Debes de ser una mujer extraordinaria.
—¿Y si hubiera seguido inconsciente? ¿Me habrías dejado en la casa? —no sabía por qué lo pre guntaba, aunque al menos podía ocultar su expresión y su voz no delataba más que una simple curiosidad.
—Ya había preparado los explosivos y sólo tenía tiempo para sacaros a uno de los dos. O tú o Mahmoud. ¿Qué crees?
Ella se quitó el burka de la cabeza. Quería mirarlo a los ojos sin ninguna rejilla por medio.
—Creo que eres un hombre que elegiría a alguien que quiere matarte en vez de alguien que quiere salvarte.
—Has aprendido mucho, princesa. Quizá no tanto como crees, pero eres muy observadora. Sin embargo, te olvidas que tanto Mahmoud como tú tenéis las mismas ganas de matarme. La diferencia es que tú no vas a hacerlo.
—Por ahora.
—Por ahora —repitió él pensativamente—. Llámame si necesitas algo —un momento más tarde había desaparecido tras la puerta de la cabina.
El despegue fue suave y seguro. Al menos el piloto sabía lo que estaba haciendo. Una vez que el aparato ganó altura, Isobel se desabrochó el cinturón y se quitó el burka, metiéndolo bajo el asiento. Le habría gustado tirarlo por la ventana o prenderle fuego, pero no era tan estúpida. España tenía una considerable población musulmana, por lo que una mujer que acatara el férreo tradicionalismo árabe no llamaría la atención. Haría falta que su vida estuviera en peligro para que volviera a ponerse aquella prenda, pero por desgracia, los riesgos mortales no escaseaban en su vida diaria.
Miró a Mahmoud. Había visto a muchos niños soldados. Los había visto matar y morir, y Mahmoud no era más que uno de tantos rostros anónimos. Iso bel no creía en la redención ni en las segundas oportunidades. Llevaba demasiado en aquel trabajo para albergar ilusiones ingenuas. Pero también sabía que todo era posible. Si Killian moría, Mahmoud perdería el único propósito que lo mantenía con vida, y tal vez entonces pudiera tener un futuro.
Se recostó en el asiento, contemplando la noche por la ventanilla, y metió la mano en el sujetador para tocar el pequeño artilugio que contenía toda su vida. Era una especie de Blackberry, PDA y teléfono móvil, tan avanzando que nadie podía interceptar su señal. Era una suerte que nadie la hubiera tocado ni registrado desde que saliera de Inglaterra. Abrió el aparato y empezó a teclear, rezándole a Dios para que Peter respondiera a la llamada.
Naturalmente, así fue. Lo único que podía distraer a Peter era Genevieve, y a aquella hora seguramente estaría durmiendo junto a él. Unos minutos después, Isobel cerró el aparato y volvió a esconderlo en su sujetador. El señor y la señora Smith volvían al Reino Unido con su hijo adoptivo, viajando en ferry desde Bilbao hasta Portsmouth. Un trayecto agradable y seguro donde a nadie se les ocurriría buscarlos. Alguien los recibiría en la terminal del ferry con los documentos necesarios. Isobel no podía imaginarse de dónde sacaría Peter una foto actualizada de Killian, pero estaba segura de que la conseguiría. Peter podía conseguir cualquier cosa. Mientras tanto, ella debía llevarlos a la ciudad portuaria al norte de España, pero aún no sabía dónde iban a aterrizar exactamente.
Se levantó del asiento y se dirigió hacia la cabina del piloto. La puerta estaba cerrada.
—Condenado bastardo —masculló—. Abre esta maldita puerta.
Se oyó un murmullo en árabe, seguido por la voz de Killian, alta y clara.
—¿Qué quieres?
—Quiero que abras la puerta.
—No seas pesada —respondió él. A Isobel le pareció que sonaba irritado, pero no podría jurarlo—. Vuelve a tu asiento. Aterrizaremos dentro de poco.
—¿Aterrizar dónde? Tengo que arreglar unas cosas —volvió a golpear la puerta.
—Lo arreglaremos todo cuando aterricemos, Sarah. Hasta entonces ocúpate del pequeño Benjamín.
Isobel se quedó helada. El mensaje cifrado no era ni mucho menos sofisticado, pero no podía ser más claro. Algo iba mal, y parecía que Killian no podía hacer nada. Todo dependía de ella. Aún tenía la navaja del ejército suizo, y el ruido del motor era lo bastante fuerte para actuar con discreción. En menos de un minuto había forzado la cerradura. Sacó la pistola de la cintura y empujó la puerta.
Killian estaba sentado en el asiento del copiloto con las manos esposadas, y el piloto le apuntaba a la cabeza con una pistola.
—Un paso más y mato a tu amigo —amenazó el hombre.
—Parece que ibas a dispararle de todas maneras —dijo ella, sin moverse. Killian no parecía asustado en absoluto, lo cual irritó bastante a Isobel.
—Vale más vivo que muerto. No como tú —dijo el hombre. El avión debía de contar con un sistema de piloto automático, porque el piloto se apartó de los mandos y le apuntó con el arma.
Fue un error. Killian le golpeó la cabeza con la suya, tan fuerte que el hombre cayó en su asiento. Al segundo siguiente los dos estaban en el suelo de la cabina. Killian seguía teniendo las manos esposadas. Isobel retrocedió. Si se acercaba demasiado quedaría atrapada en la lucha, y si le disparaba al piloto podría provocar una despresurización de la cabina. O errar el tiro y alcanzar a Killian. Permaneció inmóvil, viendo cómo el piloto propinaba un codazo en el estómago desprotegido de Killian. Había presenciado la violencia muchas veces, incluso había participado de ella. El extraño silencio que reinaba en aquella lucha a muerte le confería una espeluznante sensación de irrealidad, mientras el avión sin piloto atravesaba la noche del desierto. Debería hacer algo. Debería detenerlos. Pero una pequeña parte de ella estaba experimentando un placer salvaje al ver a Killian en apuros.
Pero Killian estaba ganando. Había conseguido inmovilizar al piloto y tenía una rodilla sobre su cuello. Se oyó un crujido y el piloto quedó inmóvil en el estrecho pasillo.
Killian se levantó y se dejó caer en el asiento, sin apenas jadear por el esfuerzo.
—Busca las llaves de las esposas, ¿quieres, princesa?
Ella no se movió.
—Creo que me gustas más cuando estás esposado.
Él ni siquiera se inmutó.
—Las esposas no me han impedido matarlo, y tampoco me impedirían matarte a ti. ¿Sabes pilotar un avión?
—No. ¿Y tú?
—Por supuesto. Pensaba esperar hasta que estuviéramos a punto de aterrizar para matarlo, pero tuviste que aparecer de improviso y precipitarlo todo —parecía ligeramente disgustado—. La próxima vez recuerda que no necesito ser rescatado.
—La próxima vez dejaré que te maten —dijo ella, arrodillándose para registrar los bolsillos del muerto. Encontró las llaves y se las arrojó a Killian. También encontró un paquete arrugado de cigarrillos, que se guardó en el bolsillo de sus pantalones.
—Cúbrelo con una manta o con lo que sea —dijo él, después de haberse quitado las esposas y haberlas arrojado sobre el cadáver—. No quiero que Mahmoud se despierte y lo vea. Otro árabe muerto no ayudaría a ganarme su confianza.
—¿Esperas ganarte su confianza?
—No exactamente. Pero prefiero no tensar mucho la cuerda. Por ahora se conforma con esperar para matarme, pero siempre podría cambiar de idea, y no me apetece romperle el cuello —se sentó en el asiento del piloto y empezó a comprobar los instrumentos con su seguridad habitual—. Cierra la puerta y vuelve a tu asiento. Te avisaré cuando vayamos a aterrizar.
—¿Aterrizar dónde? Lo he arreglado todo para que nos lleven desde España a Inglaterra, pero necesito saber el punto de partida.
—Nuestro piloto se dirigía a Málaga, donde supongo que nos estaría esperando un comité de bienvenida. Voy a seguir la costa hasta el aeropuerto de Almería o el de Murcia. No creo que tengamos combustible para seguir mucho más.
—De acuerdo. Alquilaremos un coche para llegar hasta Bilbao.
—¿Vamos a salir de España por Bilbao? Es un aeropuerto con mucho tráfico.
—No vamos a volar —dijo ella, y cerró la puerta antes de que él pudiera hacerle más preguntas.
Al menos ella también podía ser misteriosa. No era un arma muy eficaz contra Killian, pero siempre sería mejor que la transparencia. Bajó la mirada al cuerpo que yacía en el suelo. Alguien había vuelto a traicionarlos. Tal vez Samuel, o alguien más. Fuera quien fuera, sabía demasiado sobre los movimientos de Killian, y el plan de Isobel sólo les daba veinticuatro horas más. A aquellas alturas, la única persona en quien podía confiar era Peter Madsen, quien estaba a miles de kilómetros. Sólo podía depender de ella misma. Llevaría a Killian hasta el Reino Unido, aunque no le importaría si no llegaba del todo ileso.
Mahmoud seguía inconsciente y ella le puso una mano en la frente. Estaba frío al tacto. Abrió los ojos por un segundo fugaz y volvió a cerrarlo. Tenía las pupilas dilatadas. No les daría problemas durante un rato. Se recostó en el asiento y rezó porque Killian fuera la mitad de habilidoso de lo que él creía. De lo contrario acabarían estrellándose en el norte de Argelia o en el mar Mediterráneo.
Peter Madsen borró rápidamente la memoria de su PDA, eliminando todo rastro del mensaje de Isobel, e intentó ignorar la oleada de alivio que lo invadía. Aún no se sentía cómodo con aquellas nuevas emociones. Había aceptado que amaba a Genevieve, pero estaba decidido a permanecer frío e insensible en todo lo relacionado con su trabajo. Salvo con Bastien, quien había renunciado a lo más preciado que tenía para salvar la vida de Peter. Y con Taka, quien también había estado a punto de morir por él. Aunque había saldado esa deuda tiempo atrás, había lazos que nunca podían romperse.
Pero sus lazos más fuertes, después de Genevieve, los tenía con Isobel. Podía verla claramente; era como un espejo de sí mismo, tal y como era años atrás. El rígido autocontrol, el dolor que podría volverla loca o matarla si no encontraba la manera de superarlo... No se podía permanecer mucho tiempo en aquel trabajo. E Isobel estaba al límite de su resistencia.
Pero estaba viva, tenía a Serafín y se dirigía a España. Peter lo había arreglado todo para que tomaran el ferry desde Bilbao hasta Portsmouth, lo que les daría veinticuatro horas de respiro mientras atravesaban el Atlántico. Aún no sabía por qué había un niño con ellos que también necesitaba papeles, pero Peter era extremadamente eficaz. Los papeles los estarían esperando en una cafetería a las afueras de la ciudad, y al día siguiente por la noche habrían zarpado rumbo a Inglaterra.
Isobel no le había pedido que le preparara un medio de transporte hasta Bilbao, ni tampoco le había dicho nada sobre la misión. Peter sólo podía suponer que la misión seguía su curso, aunque ella tuviera que permanecer oculta durante un tiempo. Sabía que Thomason no mentía al decir que Isobel había conocido a Josef Serafín en otra vida... Harry Thomason no cometía esa clase de errores.
Y también sabía que Isobel había sido consciente de dónde se estaba metiendo. Ella tampoco cometía esa clase de errores. Serafín podía ser el hombre más peligroso del mundo, según muchos periódicos sensacionalistas, pero Peter siempre apostaba por Isobel.
Apagó la luz y activó la alarma. Podía oír a Reno en el piso de arriba... Tenía la música puesta, una especie de hip-hop japonés, y se oían ruidos y golpes.
O tenía a media docena de chicas en el apartamento o estaba dando saltos en el suelo. La imagen de Reno bailando le provocó un escalofrío. Casi prefería que estuviera celebrando una orgía. En los pocos días que Reno llevaba en Londres había hecho estragos entre la población femenina. Era sorprendente que le quedara tiempo para estudiar inglés.
Bajó las escaleras y salió a la calle a oscuras. Genevieve estaría esperándolo levantada, y él estaba impaciente por perderse en su voluptuoso cuerpo. Ya habían pasado sus días fértiles, según le había dicho ella tristemente. Así que podían dedicarse a hacerlo tan sólo por placer, algo para lo que Peter siempre estaba dispuesto. No le importaba servirle de semental a Genevieve... había cosas peores, pero deseaba que pudieran estar en la cama a su antojo, sin preocuparse por fechas ni calendarios. Y que tal vez pudieran hacer algunas cosas, que si bien no servían para concebir hijos, sí proporcionaban un placer inmenso.
No, iba a pasar un buen rato y luego dormiría plácidamente. Le había puesto tantos obstáculos a Thomason que su antiguo jefe no sabría que Isobel había completado con éxito su misión hasta que ella volviera sana y salva a Londres.
Si Peter fuera un ser humano decente, sentiría compasión por el viejo. Thomason había sido apartado del trabajo y del mundo que había controlado durante casi veinte años, siendo sustituido por una mujer, nada menos. Haría lo que fuera por volver al poder, y la única manera que tenía para conseguirlo era pasando sobre el cadáver de Isobel.
Pero no era probable que Thomason llegara a tal extremo. No por escrúpulos morales... al fin y al cabo, había sido su carácter despiadado a la hora de ordenar ejecuciones lo que había provocado su caída, sino porque había demasiada gente vigilándolo. Sin embargo, era muy capaz de sabotear la misión de Isobel para conseguir su objetivo.
Peter se había asegurado de que Thomason no supiera que Isobel estaba en España, ni siquiera si estaba viva, hasta que ella pudiera presentarse en persona y con la misión completada. Mientras tanto, Reno había sido una distracción muy oportuna. Thomason se había quedado tan espantado al verlo que se había marchado a toda prisa, presumiblemente a intentar que echaran a Reno y a su primo Taka del Comité. Aquello no iba a pasar, pero al menos Thomason se mantendría ocupado hasta que Isobel volviera a casa.
Y entonces las cosas se pondrían muy interesantes. Hasta entonces, Peter tenía a una mujer esperándolo, y ya había pasado demasiado tiempo en la oficina. Miró hacia las ventanas del tercer piso y sacudió la cabeza. A Isobel le iba a encantar encontrarse allí a Reno.
Killian podía creer que sabía pilotar un avión, pero horas después Isobel no estaba tan convencida. Aún era de noche cuando aterrizaron... o más bien se estrellaron en medio de ninguna parte. Debían de estar en España, pero no había modo de saberlo. Mahmoud se había despertado, el tiempo suficiente para intentar atacarla con un cuchillo que había llevado escondido todo el tiempo, pero volvió a quedarse dormido cuando ella lo desarmó. Ni siquiera le molestó el accidentado aterrizaje, pero al menos su cara tenía mejor aspecto, a pesar de la suciedad.
Killian salió de la cabina y pasó por encima del cadáver del piloto, cubierto con una manta.
—No ha estado mal —dijo.
—Ni tampoco bien —repuso Isobel—. ¿Dónde demonios estamos?
—En España.
—Genial. ¿Dónde exactamente?
—¿Sabes que empiezas a perder tu acento inglés, princesa? Será mejor que tengas cuidado, si no quieres que gente como Peter Madsen o Harry Thomason descubran todos tus secretos.
—¿Cómo sabes que trabajo para el Comité? — preguntó ella sin delatar el menor asombro—. Creía que estarías demasiado ocupado derrocando gobiernos y llevando a cabo limpiezas étnicas. Aunque parece que estás perdiendo facultades, ¿no? Tus últimas masacres han sido una chapuza. No me extraña que tengas que recurrir a tus enemigos para mantenerte con vida.
—Pensaba que no quedaba nadie en este mundo que no fuera mi enemigo —dijo él—. Y si he sobrevivido hasta ahora es porque siempre averiguo lo que necesito saber. ¿Quieres saber dónde vive Bastien Toussaint y su familia? Puedo darte las coordenadas exactas. ¿Y qué me dices de Takashi O'Brien y su esposa americana? No creo que ella esté muy contenta en ese distrito de Roppongi en Tokio... seguramente estaría mejor en el campo, pero O'Brien tiene trabajo que hacer. Y luego están Madsen y su esposa, en su pequeña casita de Wiltshire, donde ella se dedica a maquillarse y a intentar quedarse embarazada. .. Lo sé todo.
Isobel mantuvo el rostro inexpresivo.
—Parece que hay un topo en el Comité —dijo—. Tendré que ocuparme de ello cuando vuelva.
—¿Van a rodar cabezas? —murmuró él — . Lo que más me interesa, sin embargo, es por qué no tienes vida sexual. No me digas que sigues sintiendo algo por mí, a pesar de haberte traicionado...
— Todo el mundo te acaba traicionando —dijo ella fríamente—. No fuiste el primero ni el último.
Admito que matarte habría sido un trauma para la cría estúpida que era entonces, pero ahora puedo hacerlo sin problema.
—Mientes —replicó él—. Creo que sufres la agonía de los condenados cuando tienes que liquidar a alguien. No has nacido para matar.
—¿Eso crees? Quizá tengas razón... Por lo general no me gusta quitarle la vida a nadie, por malvado que sea mi objetivo. Pero debo darte las gracias por el cambio que se ha producido en mí. Por primera vez en mi vida, estoy deseando matar a alguien.
Killian respondió a su amenaza echándose a reír, el muy cerdo.
—Puedes intentarlo cuando quieras, princesa. Ya deberías saber que soy duro de pelar.
—Puedo estar a la altura de cualquier desafío.
—Salgamos de aquí —dijo él—. Podrás contarme cómo piensas acabar conmigo cuando estemos en Inglaterra.
—No vamos a ir a Inglaterra a menos que me digas dónde estamos exactamente.
—A las afueras de Zaragoza. El avión tenía más combustible del que pensaba, por lo que intenté acercarnos lo más posible a Bilbao. No al aeropuerto, claro. No quería tratar con los controladores aéreos ni con las aduanas. Además, la fuerza aérea española tiene una base allí, y prefiero evitarla si es posible.
—Desde luego... ¿Vamos a alquilar un coche?
—¿Por qué alquilar uno cuando se puede robar?
—¿Porque llama más la atención? —sugirió ella con una tranquilidad engañosa.
—No si se hace bien. El Citroen era robado, ¿no lo sabías?
Ella no se molestó en preguntar a qué Citroen se refería.
—Hasta ahora has tenido suerte.
—Hasta ahora sigo vivo... ¿Cómo está Mahmoud?
— Se despertó, intentó apuñalarme y volvió a quedarse dormido.
—Ése es mi chico —dijo él afectuosamente — . ¿Le quitaste el cuchillo?
—A pesar de lo que te pueda parecer, no soy estúpida.
—Nunca pensé que lo fueras. Y la buena noticia es que puedes olvidarte del burka. Llamaría más la atención que tu espectacular figura.
Isobel se quedó momentáneamente desconcertada. Estaba tan acostumbrada a pasar desapercibida que no había oído un cumplido en años.
— No tan espectacular —dijo irónicamente — . Hago lo que puedo por parecer ordinaria.
—Pues déjame que te diga, Mary Isobel —dijo él, inclinándose hacia ella—, que te falta mucho por hacer para parecer ordinaria.
Pasó a su lado antes de que ella pudiera replicar, abrió la puerta del avión y levantó a Mahmoud en brazos, esperando que ella lo siguiera. Isobel casi agarró el burka para desafiarlo, pero no podía sucumbir a reacciones infantiles. Era una persona fría y calculadora a la que no le afectaban las emociones... o así había sido hasta ahora.
El sol se elevaba sobre el paisaje llano y cubierto de rastrojos. Parecían haber escapado de un desierto para acabar en otro. No había edificios ni construcciones a la vista, ni ningún vehículo para robar.
Pero Killian ya se había puesto en movimiento y caminaba a grandes zancadas por el campo. Marcha ba tan deprisa que Isobel tuvo que correr para alcanzarlo. Él se detuvo junto a unos árboles, dejó al niño en el suelo con sorprendente delicadeza y se volvió para mirarla.
—Vigílalo, y vuelve a dragarlo si intenta matarte. Volveré enseguida. Estamos en medio de unos cultivos.. . no podemos estar lejos de la civilización.
—Estás loco si piensas que me voy a quedar aquí.
—No puedo robar un coche contigo y el niño a rastras —dijo él razonablemente.
—¿Qué impedirá que te marches con el coche tú solo?
—El hecho de que necesito tu ayuda para entrar en Inglaterra y comenzar una nueva vida. Recuerda que fui yo quien contactó con vosotros, y hasta ahora no me has ayudado en nada. Más bien al contrario, has sido un estorbo añadido. Pero no te preocupes, dentro de poco tendrás la oportunidad de ganarte el sueldo.
—Quizá pienses que lo tendrías más fácil sin mí.
—¿Abandonarte, princesa? —preguntó él en tono ligero—. Nunca.
Ella le dio la espalda y se acercó a Mahmoud. Una palabra más y no dudaría en golpearlo. No era una persona violenta, únicamente cumplía con su deber, pero Killian la sacaba de sus casillas. De repente se sintió seis años más vieja.
Una cosa estaba clara... Si Killian se atrevía a regresar con un Citroen le dispararía allí mismo.
sufrido tanto en su corta vida que para él no había ninguna posibilidad de volver a la normalidad.
Se arrodilló junto a él y le apartó inconscientemente la maraña de cabellos de la cara. Parecía tan joven e inocente... Si ella tuviera corazón podría compadecerse de él, pero había renunciado a los sentimientos años antes. Se quitó la chaqueta e hizo un bulto con ella para colocarla bajo la cabeza del chico. Y luego se sentó a esperar.
No era un Citroen. Era un Opel ridiculamente pequeño y de un horrible color verde que seguramente había salido de una fábrica española cercana. Estar junto a Killian en un vehículo tan minúsculo iba a desenterrar toda clase de peligrosos recuerdos... si ella lo permitía.
Esperó a que hubiese metido a Mahmoud en el diminuto asiento trasero. Killian recogió la chaqueta del suelo, y tras mirar brevemente a Isobel, volvió a colocarla bajo la cabeza del crío. Isobel se sentó delante, con las rodillas prácticamente pegadas a la barbilla, y miró furiosa a Killian.
—¿No podrías haber robado algo más espacioso?
—El truco para robar coches, angelito, es elegir aquéllos que nadie esté buscando. Si robas un Jaguar tendrás a la mitad del país detrás de ti. Pero la policía tiene cosas mejores que hacer que perseguir un utilitario viejo y modesto. Deja de quejarte. Pronto volverás a tu Saab.
Un escalofrío recorrió la espalda de Isobel.
—No me sorprende que sepas tanto sobre mí — dijo mientras él ponía el coche en marcha—. Pero me pregunto por qué te molestas en recordar detalles tan mundanos.
—Nada sobre ti es mundano. Tengo memoria fotográfica y puedo recordar cada palabra, cada roce, cada saber...
—Basta —dijo ella en voz baja y amenazante.
— Sí, madame —obedeció él—.Nos dirigimos a Bilbao, ¿no?
— Sí.
—¿Y a qué hora zarpa nuestro ferry?
Ella no le había dicho que era el ferry de Bilbao a Portsmouth, pero no hacía falta ser muy listo para suponerlo, una vez que le dijo cuál era su destino.
—A última hora de la tarde. Tenemos que recoger nuestros documentos a las dos.
—Bien. Eso nos dejará un poco de tiempo libre. Si alargas el brazo detrás del asiento encontrarás comida y café.
—No confío en tu café.
—No fui yo quien te drogó la última vez. Fue la mujer de Samuel, y aunque no hice nada por impedírselo, tampoco le ordené que lo hiciera. Si me prometieras que vas a dejar de incordiarme, no tendría ninguna razón para drogarte.
Isobel no iba a recordarle la otra vez que la había drogado. Ella también recordaba cada susurro y caricia. Buscó detrás del asiento y encontró una bolsa con termos de café, pan, queso y aceitunas. No había vasos... Iba a tener que posar los labios donde él había puesto los suyos. Quizá sería mejor estar drogada.
Tomó un trago de café, cremoso y con una pizca de azúcar, y le tendió el termo a Killian. Si él percibió su disgusto no dijo nada, y se limitó a sorber el café antes de devolverle el termo. Isobel podría haber hecho un esfuerzo de voluntad y cerrarlo, pero en aquel momento la necesidad de café era más fuerte que su orgullo. De modo que apuró el termo, esperando a sentir los efectos de la droga o del veneno.
La única reacción fue un rugido feroz en su estómago.
—Como ves, no está drogado —dijo Killian sin apartar la vista de la carretera—. Y ahora come algo y déjame el resto.
Ella cortó el pan a regañadientes, ya que con gusto lo habría devorado entero. Dejó un trozo en la bolsa para Mahmoud, cuando despertara, y le tendió a Killian el más pequeño de los trozos restantes. El queso era fuerte y oloroso y las aceitunas, dulces y suaves. Isobel comió lentamente mientras contemplaba el paisaje, ignorando al hombre que estaba sentado a su lado.
—Tienes un topo en tu oficina.
Ella giró bruscamente la cabeza.
—No digas tonterías. Si alguien no fuera digno de confianza, yo lo sabría.
— Quienquiera que sobornó a Samuel hizo lo mismo con el piloto. Estás conduciendo a alguien hacia mí.
—Esa gente te encontró por sí misma. ¿Qué te hace pensar que yo tengo algo que ver?
—El piloto no dejaba de hablar mientras creía tenerme en sus manos. Por lo visto, no conocía las reglas básicas de la guerra. Nunca se debe presumir ante el héroe, porque acabará escapando y su furia será terrible.
—Tú no eres un héroe.
—No, supongo que no. Pero el piloto sabía dema siado de ti y de mí, aunque no se esperaban encontrar a Mahmoud con nosotros. El mismo que pagó a Samuel sobornó al piloto, hace cinco días. Justo después de que yo contactara con tu oficina.
—Pura coincidencia. Recuerda que, de haber sido por mí, no habríamos entrado en Argelia. Habríamos seguido hasta Mauritania y allí habríamos tomado el avión de regreso a Londres. Alguien debe de haber estado vigilándote.
— Si hubiéramos seguido tu plan, seguramente habríamos muerto hace días. Aún dispongo de recursos, y tú tienes a alguien en tu equipo que sabe demasiado.
—No me culpes a mí por tus fallos. Le confiaría la vida a cualquiera de mis socios.
—Estupendo —dijo él—. Pero yo no pienso confiarles la mía. Por eso vamos a tomar el ferry en Santander, no en Bilbao. Y me temo que nos llevará a Plymouth, no a Portsmouth.
Isobel se quedó helada.
—No quiero ir a Plymouth contigo.
—Ya lo sé. Mala suerte.
—¿Y cómo esperas conseguir los papeles necesarios?
—Ya me he ocupado de ello, princesa. No voy a correr más riesgos hasta que llegue a Londres, donde espero que me proporciones la protección adecuada. ¿Dónde piensas alojarme? Estaba pensando que el Ritz-Carlton estaría bien.
—Demasiado ostentoso, ¿no te parece? Tenemos varias casas seguras por toda la ciudad, y también en el campo. Quizá no se adapten a tus exigencias, pero no se puede pedir más.
—Hicimos un trato. Mi información a cambio de una nueva vida. Espero ser generosamente recompensado.
— Y lo serás —corroboró ella, aunque le costó pronunciar aquellas palabras. Harry Thomason se ocuparía de que Serafín fuera recompensado por una vida de muertes y masacres. Al menos su antiguo jefe no tendría ningún escrúpulo para asegurar el futuro del famoso asesino. Trataría a Killian como lo que era: un asunto de negocios, y toda la sangre derramada no significaría nada.
— Suponiendo que la información que nos ofrezcas sea de utilidad. Si nos mientes lo sabremos, y no quedaremos nada contentos.
— Y yo quiero que estés contenta, naturalmente —dijo él en voz baja y sensual. Una voz familiar y al mismo tiempo extraña. La voz con la que le había hablado en susurros cuando estaban juntos en la cama, estando ella aturdida por las drogas y el deseo. Se obligó a mirarlo, para recordarse que estaba con una persona diferente.
Pero a la luz del amanecer se parecía demasiado al hombre del que se había enamorado. Su pelo era más oscuro y algo más corto, y su boca y sus ojos estaban rodeados de arrugas. Su piel estaba curtida y bronceada por todos los desiertos que había pisado, y la barba incipiente tenía algunas canas. Pero era el mismo hombre. Los mismos ojos oscuros y penetrantes. La misma boca sensual y llena de mentiras. Las mismas manos elegantes y letales...
Apartó la mirada y cerró los ojos. Era Serafín el Carnicero. Era Killian, el asesino que le había mentido, que la había traicionado y que había intentado matarla.
Era el único hombre de quien había creído estar enamorada. Su peor pesadilla, su primera víctima, su némesis más allá de la tumba. Ojalá tuviera razón y hubiera un topo en el Comité. Porque en ese caso Killian moriría y ella sólo tendría que preocuparse por
la seguridad de su organización. Un detalle insignificante, comparado con la herida que le había abierto en su vida.
Bastien había sido enviado a matarlo cinco años atrás, y aquél había sido uno de sus pocos fracasos. Habían seguido la pista de Serafín hasta un pequeño país de Sudamérica, enriquecido por el tráfico de drogas y las reservas de petróleo. El poder estaba en manos de un sanguinario dictador llamado Ideo Llosa, y Serafín, mercenario y asesino a sueldo, era su mano derecha.
La tapadera de Bastien había sido excelente, haciéndose pasar por traficante de armas sofisticadas, y aprovechando que Llosa había tenido problemas con los rebeldes. El plan era encontrarse con él y con Serafín para ofrecerles un cargamento de armas biológicas, eliminarlos a ambos y desaparecer.
Pero Bastien no había logrado su objetivo, fallando por primera vez en su vida, y Serafín había seguido cometiendo sus matanzas. Llosa había muerto, abatido por un sicario desconocido.
Al mirar atrás, Isobel se preguntaba si habría sido aquélla la primera muestra de debilidad de Bastien. El primer indicio de que no podía seguir al cien por cien de sus capacidades. En el pasado, los agentes caían en acto de servicio o eran eliminados por las órdenes brutales de Thomason. Ninguno era lo bastante bueno para durar el tiempo necesario para quemarse.
Primero Bastien y después Peter. Taka se acerca ba a su techo... No pasaría mucho tiempo hasta que decidiera retirarse del servicio activo. Pero al menos había enviado a uno de sus primos para que lo entrenaran.
En cuanto a ella... Llevaba más tiempo al borde del desastre de lo que podía recordar, y aún seguía en pie. Y seguiría en la brecha hasta que algo la detuviera.
Pero ¿por qué Bastien había fallado aquella única vez? No había dado ninguna explicación, pero Isobel lo conocía bien y sabía que el fracaso no se había debido a dificultades imprevistas. La especialidad de Bastien eran las misiones imposibles.
No, había algo más en aquella historia... Algo relacionado con la implacable criatura, mentirosa y desalmada que viajaba a su lado por las carreteras españolas. Si no lo averiguaba pronto, podría ser su fin. Y aún no estaba preparada para morir.
Mahmoud se despertó cuando llevaban una hora conduciendo, e Isobel se sintió tentada de clavarle la jeringa de Killian. El niño se incorporó y empezó a protestar en un árabe incomprensible mientras devoraba la comida que quedaba en el coche, incluida una lata de cola que había aparecido entre las provisiones.
Si Isobel no lo conociera mejor, pensaría que no era más que un niño enfurruñado, sentado en el asiento trasero de un coche y preguntando cuánto faltaba para llegar. Pero Mahmoud no se parecía en nada a un crío quejica e insolente, e Isobel mantuvo la vista al frente mientras Killian hablaba con él. ¿Acaso no sabía que no era conveniente relacionarse con un ser irascible e irracional?
Fuera como fuera, Mahmoud se quedó en completo silencio.
—¿Has estado casado alguna vez? —le preguntó ella a Killian.
Él la miró de reojo.
—¿Por qué quieres saberlo? ¿Esperabas que siguiera enamorado de ti todos estos años?
—La verdad es que no. Si hubiera pensado en mí, habría sido para desearme la muerte. Sólo siento curiosidad. No se sabe mucho sobre el ilustre Serafín. Considéralo parte de la información que tienes que darnos.
—Tres veces.
Ella se negó a reaccionar.
—Interesante —dijo—. ¿Al mismo tiempo o fueron matrimonios sucesivos? ¿Qué les pasó a tus mujeres? ¿Te cansaste de ellas y las mataste a todas?
—Intento no matar a las mujeres con las que me acuesto. Aprendí hace tiempo que deja un regusto bastante desagradable.
—¿Qué les pasó, entonces?
—La primera María murió por un coche bomba en Sarajevo. La segunda María decidió que le iría mejor con el hombre para el que yo trabajaba. La tercera María fue asesinada. Pero no fui yo.
—¿Las tres se llamaban María? ¿No podrías haber sido más selectivo?
—María es un nombre muy común en los países del Tercer Mundo. Creo que la segunda María sigue en Sudamérica, pero puesto que yo aún estaba casado con la primera María en aquel tiempo, el segundo matrimonio no fue legal. Así que, por si acaso te lo estás preguntando, creo que estoy disponible.
Ella misma se había buscado aquella provocación por sacar aquel tema tan estúpido. Pero el Comité necesitaba saber todo lo posible acerca de Killian-Serafin.
—No, gracias —dijo, bajando la ventanilla para que entrara un poco de aire fresco en el coche. Hacía un día frío y húmedo de invierno, pero en el interior del diminuto vehículo reinaba un calor sofocante—. No parece que sea muy sano casarse contigo. Al menos no has traído niños al mundo.
—¿Qué te hace pensar eso?
La pregunta la pilló desprevenida. Hasta ese momento había conseguido mantenerse tranquila e imperturbable, sin mostrar más que una simple curiosidad y enojo. Sus defensas eran infranqueables y sus armas, poderosas. La vida le había enseñado a no dejar que nada le afectara. La vulnerabilidad era un lujo que no podía permitirse.
Ojalá Killian no hubiera oído cómo ahogaba un doloroso gemido.
—¿Dónde están?
— Sólo uno —respondió él con una voz desprovista de todo sentimiento—. La tercera María estaba embarazada de cinco meses cuando la mataron. Era a mí a quien intentaban matarme, pero ella estuvo en el lugar y el momento equivocados.
Isobel no tuvo más remedio que mirarlo para comprobar si realmente era tan frío como parecía. Su rostro no delataba la menor emoción.
—Lo...
—Si vas a decir que lo sientes, puedes ahorrártelo —la interrumpió él—. Fue hace mucho tiempo, y no tiene la menor importancia. Estuve un poco molesto durante una semana, más o menos, pero se me pasó pronto.
—¿Molesto? —repitió ella con escepticismo. El legendario Serafín afectado por una pérdida... No, aquél no era el monstruo despiadado al que todo el mundo temía. Era Killian. Y se había pasado de listo al intentar convencerla de lo cruel que era.
—Ése pudo haber sido tu primer error —dijo ella finalmente.
— Yo no cometo errores —repuso él tranquilamente.
—¿Lo dices en serio? Si no hubiera sido por ti, trescientos albaneses habrían sido masacrados e Ideo Llosa habría arrasado ciudades enteras. Tus errores echaron a perder los planes de los dictadores más sanguinarios de los últimos veinticinco años. Y ninguno de ellos, ni siquiera el mismísimo Hitler, se mostraría indiferente por la pérdida de un hijo, aunque sólo fuera por una cuestión de orgullo.
—Oh, yo carezco por completo de orgullo. Es un estorbo en mi trabajo. Puedes idealizarme cuanto quieras, princesa. Puedes pensar que soy un desgraciado que se lamenta por la pérdida de su amor y de su hijo si eso te hace feliz. Aunque creía que me preferías desprovisto de cualquier sentimiento.
—Prefiero la sinceridad.
Él se volvió a mirarla con una sonrisa.
Llegaron a Santander a media tarde y dejaron el coche en un callejón para seguir a pie. Mahmoud podía caminar, pero no pareció hacerle mucha gracia ir desarmado y se mantuvo en silencio y con el ceño fruncido.
Isobel también se mantuvo en silencio. Se había metido en un aseo público para enviarle a Peter un mensaje con su cambio de planes, pero no se atrevió a esperar el tiempo suficiente para recibir una respuesta. Tendría que confiar en que las cosas seguían funcionando con la misma eficacia de siempre en las oficinas de Londres. Thomason había estado haciendo lo posible por entrometerse en la misión, pero no conseguiría distraer a Peter.
La terminal del ferry tenía una cafetería y un quiosco de prensa. Isobel se tuvo que obligar a comer mientras Killian compraba los periódicos, pero Mahmoud no tuvo ninguna clase de reparo y devoró todo cuanto había a la vista. Isobel se preguntó dónde se metería todo lo que comía en un cuerpo tan canijo, pero no era su problema. Se tomó su té y mordisqueó una pieza de fruta mientras esperaba a Killian.
Algo no iba bien. Había demasiados policías con perros por los alrededores, además de muchas cámaras de televisión. Isobel agachó la cabeza cuando un ávido reportero se colocó frente a ellos y empezó a retransmitir una noticia. Demasiado rápido para ella; realmente necesitaba mejorar sus idiomas. El reportero siguió hablando, e Isobel agachó aún más la cabeza cuando sintió la curiosa mirada de los policías. Un momento después, un periódico cayó frente a ella y Killian se sentó a su lado.
—Problemas —dijo él.
Ella miró el periódico. En primera plana aparecía una fotografía de su avión, presumiblemente con el piloto muerto en su interior, y otra de lo que parecían los escombros de un edificio. ¡Terroristas!, rezaba el dramático titular.
—¿Qué ocurre? —preguntó, devolviéndole el periódico a Killian.
— Alguien puso una bomba en la terminal del ferry en Bilbao. Supongo que nos estaban buscando. Todo el país está en alerta, y se atribuye el atentado a los separatistas vascos. Nunca pequeña familia no debería tener ningún problema... Tengo nuestros papeles y billetes. Mahmoud es un huérfano de guerra al que nos llevamos a Inglaterra para su rehabilitación y para buscarle una familia adoptiva. Tú y yo somos trabajadores sociales.
Isobel respiró hondo.
—La bomba en Bilbao no podía tener ninguna relación con nosotros. Nadie sabía que nos dirigíamos allí.
—Nadie, salvo tu equipo.
—Te dije que Peter es digno de confianza.
—Nadie es digno de confianza —dijo Killian. Agarró la taza de té de Isobel y la vació de un trago—. Es posible que Madsen no sea el topo y que la seguridad no sea tan total como crees. ¿Tienes a alguien nuevo en tu equipo?
— Sólo el primo de Taka —respondió ella a regañadientes—. Aún no lo conozco, pero Taka es uno de los mejores. Confío plenamente en cualquier persona a la que él haya recomendado.
—Pero no conoces a su primo.
—No.
—Así que no puedes estar segura.
—Le preguntaré a Peter...
—No vas a preguntarle nada a nadie. No vamos a tener ningún problema en el ferry, y una vez que estemos en alta mar nadie podrá molestarnos. Mientras tanto, ¿por qué no me das tu PDA?
—¿Qué PDA?
—El que llevas escondido en tu sujetador. Puede que nadie se haya dado cuenta, pero yo tengo un especial interés en tus pechos. Dámelo.
—No.
Él suspiró.
—No me hagas hacer esto.
—¿Hacer qué?
Killian se movió tan rápido que ella no tuvo tiempo de reaccionar. Se levantó, la levantó de la silla y la estrechó entre sus brazos para besarla salvajemente. Le metió la mano bajo la camisa, le alcanzó el pecho y le quitó el PDA mientras la cafetería prorrumpía en aplausos.
Isobel intentó resistirse, pero él era más grande y fuerte y conocía todos los movimientos de autodefensa, por lo que en vez de una lucha parecía un arrebato de pasión desenfrenada entre dos amantes.
Entonces la soltó bruscamente y ella se dejó caer en la silla, pálida, temblorosa y con la camisa medio abierta, mientras los silbidos y vítores continuaban a su alrededor. Killian saludó con una reverencia burlona a la multitud y se sentó junto a ella. El PDA había desaparecido.
—Hijo de perra... —masculló.
—Te ha gustado, princesa —repuso él—. No finjas lo contrario.
Ella no iba a complacerlo con una respuesta. Sentía todo el cuerpo electrificado, frágil, a punto de estallar.
—¿Qué has hecho con él?
—Lo tengo en mis pantalones. Puedes buscarlo con total libertad.
Ella se apartó, intentando controlar su respiración acelerada. No iba a hacerlo. No iba a caer en la provocación. Era una mujer de hielo, muy lejos de aquella chica ingenua que se había enamorado estúpidamente de un asesino.
Pero cuanto más tiempo pasaba a su lado, más se parecía a aquella joven. Podía sentir el sabor de sus labios. Y era un sabor deliciosamente evocador.
De todos modos, él no parecía esperar ninguna respuesta.
—Podemos subir a bordo. No zarparemos hasta dentro de una hora, pero cuanto antes crucemos la aduana, mejor. ¿Estás lista?
Mahmoud los había estado ignorando, ocupado en llenarse la boca y el rostro de comida. Aunque sus conocimientos de inglés eran prácticamente nulos, comprendía perfectamente el tono de voz de Killian. Se levantó y se metió entre la ropa el último bollo que quedaba en el plato de Isobel.
Ella no pudo hacer otra cosa que obedecer. Y cuando Killian se dio la vuelta, cuando el público entusiasta dejó de prestarles atención, se frotó la boca con la mano para borrar la sensación.
En vano.
No debería haberla besado. Lo sabía, en todo momento había sabido que no debía ponerle las manos encima hasta que hubiera completado su misión. Luego podría haberla tenido... suponiendo que ella no hubiera conseguido matarlo, con lo que sin duda fantaseaba.
Podía mentirle a todo el mundo, pero nunca a sí mismo. Estaba firmemente decidido a acostarse con ella. Dieciocho años después, aún seguía pensando en ella. Pero no podía precipitarse.
El PDA le había dado la excusa para besarla. Ella no se imaginaba que había estado buscando esa excusa desde que entró a buscarlo en la ruinosa vivienda de Nazir.
No le había costado mucho tiempo acostumbrarse a su nuevo rostro. Había visto muchas fotos de ella durante los últimos años. Stephan Lambert había hecho un buen trabajo. La elegancia de sus rasgos clásicos disimulaba perfectamente su edad, lo que resultaba muy conveniente en su trabajo. Casi nadie podría adivinar que tenía treinta y siete años, aunque nadie podría relacionarla con su vida anterior. Estaba oficialmente muerta. Su familia en Estados Unidos había llorado brevemente su pérdida y habían seguido con su vida. Nadie había hecho preguntas.
Por ello la había elegido a ella como tapadera. Su vida social era casi inexistente. No tenía familia ni amigos íntimos. Nadie sabía que había pasado las dos últimas semanas de su vida anterior viajando por Francia con un estudiante francés aparentemente inofensivo. No había modo de seguirle el rastro. Ni a él tampoco.
Ella no estaba nada contenta con el camarote que él había reservado en el ferry. Tenía una cama de matrimonio y un banco tapizado que se abría en una cama individual, pero Killian no iba a decirle nada de ésa última, sobre todo porque estaba seguro de que ella le haría compartir cama con Mahmoud, quien seguramente tenía liendres, y ella se quedaría con la otra.
Lástima. Habían embarcado sin ningún problema, y había varias tiendas en una de las cubiertas. Killian podría buscarles ropa limpia, al menos, aunque para lavar a Mahmoud haría falta otra dosis de sedantes. Isobel se ocuparía de ello cuando llegaran a Inglaterra. Mientras tanto, sólo tenían que ocuparse de sobrevivir.
El ferry empezaba a alejarse del muelle. El día soleado se había vuelto oscuro y ventoso, presagiando una tormenta. Llegarían a Plymouth al día si guiente por la tarde, y de momento se podía bajar la guardia. Aunque no del todo.
Killian estaba acostumbrado a los imprevistos. Había mucha gente que lo quería muerto, pero no tenía ni idea de quién había sobornado a Samuel y al piloto. Alguien que había tenido acceso a sus planes.
Isabel podría estar tendiéndole una trampa, pero no era probable. Si el propósito fuera acabar con él, lo habría matado tiempo atrás. Según le había dicho, aún le quedaba trabajo por hacer.
Algunos de sus enemigos contaban con recursos ilimitados. Habían sabido que iría a España, pero había muchas maneras para salir de allí. Era imposible controlar todos los aeropuertos, ferrys o las carreteras que atravesaban los Pirineos en dirección a Francia.
La terminal del ferry en Bilbao había sido destruida por una bomba, señal de que los estaban esperando. Pero sus enemigos, fueran quienes fueran, no sabían que él había modificado sus planes en el último momento. Sólo podían saber que no había llegado a Bilbao, y el ferry ya había zarpado del puerto de Santander.
—Voy a echar un vistazo —dijo—. Creo que estamos a salvo, pero conviene ser precavido. Quédate aquí con Mahmoud. Enseguida vuelvo.
—¿Y por qué no te quedas tú con Mahmoud y voy yo a dar una vuelta de reconocimiento?
—Porque no confío en ti. Además, Mahmoud no se encuentra bien. Necesita un poco de atención maternal.
—No me gusta jugar a las madres —declaró ella con vehemencia, mirando al chico. Mahmoud estaba acurrucado sobre el banco, y bajo la mugre podía verse que se estaba poniendo verde.
— Sigue convenciéndote a ti misma, princesa. Creo que buscaré un poco de dramamina para el mareo. ¿Necesitas tú también?
—Yo no me mareo.
—Cierto. Olvidaba que éste no es el primer ferry que compartimos...
—Vete al infierno —espetó ella, apartando la mirada.
Él cerró la puerta sin hacer ruido. Sabía que Isobel se ocuparía de Mahmoud. Hacía lo posible por parecer fría y desalmada, pero era una causa perdida. A pesar de los años y los cambios, la conocía demasiado bien.
Y mientras lo siguiera odiando a muerte, todo iría bien. No había conseguido superarlo. Nunca lo había superado.
No si él podía evitarlo.
Bastien Toussaint se sentó sobre sus talones y miró el trozo de madera que tenía delante. Había un dicho americano... «Medir dos veces, cortar una». Él había medido diecisiete veces y cortado doce, y la maldita pieza seguía siendo demasiado grande. Abrió la boca para proferir una retahila de maldiciones y volvió a cerrarla. El bebé estaba dormido en su cuna, y ni las sierras, los martillazos o la música a todo volumen podían despertarlo. Toda una bendición, después de que Sylvia, su primera hija, hubiera renunciado al sueño en el primer año de vida. A sus cuatro meses, el bebé no podía notar la diferencia entre una simple maldición y el resto de exabruptos mucho más explícitos con los que Bastien se desahogaba.
Pero no podía acostumbrarse a maldecir delante de sus hijos. Se levantó, llevó la pieza a la sierra y cortó unos centímetros más. Finalmente consiguió que encajara, aunque hicieron falta unos cuantos martillazos para asegurarla.
Swede se removió cuando todo quedó finalmente en silencio. Era un nombre ridículo para un Toussaint, pero Bastien había transigido porque había sido el deseo de Chloe. En honor del síndrome de Estocolmo, había dicho. La relación que había surgido entre una rehén y su secuestrador. Y él no pudo negarse a los deseos de una mujer en avanzado estado de gestación y un carácter irritable.
Levantó delicadamente al bebé, pero entonces Swede abrió sus ojos azules y lo miró con aquella expresión solemne. El parecido entre ambos siempre desarmaba a Bastien.
Chloe estaba en la cocina a medio terminar de su caótica casa, y arqueó una ceja cuando él entró.
—¿Cómo va la Guerra de los Cien Años?
— La carpintería lleva su tiempo —respondió él—. No puedes hacerlo con prisas.
Ella se limitó a sacudir la cabeza. Lo conocía demasiado bien y sabía que Bastien acabaría el trabajo a su propio ritmo. Hasta entonces tendría que arreglarse con sólo dos puertas interiores, en su dormitorio y en el cuarto de baño en obras, más una puerta en cada armario. No había puertas en las habitaciones, pero los roperos estaban listos. Por suerte nadie preguntó por qué no había armarios en la cocina y sólo contrachapado en los suelos y revestimientos Sheetrock en las paredes. Bastien quería hacerlo todo por sí mismo. La familia de Chloe había ido a ayudarlo los fines de semana, pero al final dependía de él hacer que la casa fuera segura. Sólo así podría hacer las paces consigo mismo.
Chloe se acercó, le quitó al bebé de los brazos y le dio a Bastien un beso fugaz.
—Lo sé, cariño —dijo.
Casi había oscurecido. Era hora de dejar el trabajo. Alargó los brazos hacia su mujer, pero de repente se fue la luz, dejándolos en la penumbra del crepúsculo.
La luz se iba con mucha frecuencia en las montañas de Carolina del Norte, pero en aquellos momentos no soplaba viento y el día estaba tranquilo. Sólo había dos explicaciones posibles: un coche podía hacer chocado con uno de los postes de la luz.
O alguien sabía que los sistemas de seguridad de Bastien dependían de la corriente eléctrica.
Se quedó inmóvil, esperando el reconfortante sonido del generador. No se oyó nada. Todo estaba a oscuras, salvo un pequeño foco de emergencia que proyectaba una débil luz en la habitación.
Estaba apretando la mano de Chloe, pero ella no emitió el menor sonido de protesta.
—¿Dónde está Sylvia? —gesticuló con los labios.
— Durmiendo la siesta —respondió ella en voz casi inaudible.
—Llévate a Swede a su habitación y encerraos los tres en el armario. Y no salgáis hasta que yo os lo diga.
—Pero...
—El armario está blindado, ¿recuerdas? Estaréis a salvo.
—Pero tú...
Él la miró fijamente y fue como si los tres últimos años no hubieran existido. Bastien volvía a ser una máquina de matar. El hombre al que había creído que nunca volvería a ver.
Asintió y desapareció silenciosamente en las sombras. Dejando a Bastien de caza.
No tenía ningún arma... A Chloe no le gustaban, y había confiado en su avanzado sistema de seguridad. No contaba con que también inutilizaran el generador.
Se había vuelto peligrosamente blando. Pero Bastien no tenía ninguna duda de que podría salvar a su familia. Había salido de situaciones mucho peores, tan sólo para salvarse a sí mismo. Nadie tocaría a su mujer y a sus hijos. No iba armado, pero podía improvisar. Podía matar con una simple cuchara de madera si era necesario, aunque había muchos cuchillos en la cocina y una variedad de herramientas en la biblioteca inacabada. Se preguntó si los sicarios que habían ido a por él sabían a quién se enfrentaban.
Casi se sintió ofendido de que sólo fueran tres. El primero merodeaba por la puerta trasera, buscando una entrada. Bastien le cortó el cuello y se quedó con su arma. Una pistola grande y pesada, propia de Harry el Sucio. Preferiría no tener que usarla... el ruido podría asustar a los bebés, y aunque Chloe tenía los nervios de acero no quería ponerlos a prueba.
El segundo intruso se dirigía hacia las escaleras. Era bueno, mejor que el primero. La lucha fue encarnizada, pero breve, y Bastien logró romperle el cuello con un rápido y despiadado crujido.
Quedaba uno más. Se movía por la biblioteca, donde Bastien había estado trabajando minutos antes con los paneles de nogal, encajando las piezas con aquella enervante precisión que volvía loca a Chloe.
Si el hombre se movía lo bastante rápido podría subir las escaleras antes de que Bastien pudiera detenerlo. Su familia estaba a salvo en el armario blindado, pero la mera idea de que un asesino se acercara a ellos lo ponía furioso.
Emergió de las sombras y el hombre se dio la vuelta para abrir fuego con una semiautomática, enviando una lluvia de balas a los paneles de nogal.
Fue la gota que colmó el vaso. Un solo disparo con la mastodóntica pistola bastó para volarle los sesos al hombre.
Chloe iba a enfadarse. No sabía cuánto habría oído, pero no podía permitir que bajara y se encontrara con aquella carnicería.
Rápidamente limpió la sangre y los trozos de carne y huesos, y esparció serrín sobre las huellas una vez que retiró los cuerpos. No había manera de ocultar los agujeros de bala en la pared, pero al menos podría ahorrarle lo peor a su amada familia. Odiaba hacerlos esperar, en la oscuridad del armario, sin saber qué estaba pasando.
Arrojó los cuerpos al borde del bosque tras asegurarse de que no había nadie por los alrededores. Sólo tres hombres para eliminarlo... Quienquiera que los hubiese enviado había cometido un grave error.
Encendió el generador y subió corriendo las escaleras. Chloe salió del armario y cayó en sus brazos. Estaba muy pálida, pero serena. Sylvia, su alborotadora hija, estaba tranquila y callada por una vez en su vida. Y Swede estaba dormido, como siempre.
Bastien tenía la ropa manchada de sangre, pero al menos se había lavado las manos y su mujer no se estremeció cuando se las puso encima.
—Me he ocupado de él —dijo. No quería preocuparle con un número mayor de asaltantes.
—¿Él? —repitió ella con escepticismo.
—De ellos —admitió él, lamentándose por no haberlos interrogado antes de matarlos. No había encontrado ninguna pista en sus cuerpos — . ¿Cuánto tiempo necesitas para hacer las maletas?
—Con tu ayuda, media hora. ¿Adonde vamos?
—A buscar ayuda. De la única gente en quien confío.
Chloe bajó la mirada a su hija, quien los miraba muy seria.
—Vamos a visitar al tío Peter y a la tía Genevieve, cariño. Ve a por tus juguetes favoritos.
Sylvia se dirigió a la estantería de los juguetes haciendo gala de una calma desconcertante. Chloe miró fijamente a su marido.
—Lo siento —murmuró él, sintiéndose impotente por primera vez en la última hora.
Ella lo besó en los labios, ignorando las lágrimas que afluían a sus ojos.
—Yo no. Has hecho lo que tenías que hacer.
Él la abrazó con tanta fuerza que el bebé se despertó con un berrido. Bastien apoyó la frente contra la de Chloe y respiró profundamente antes de apartarse.
—Vamos —dijo—. Podemos comprar lo necesario de camino al aeropuerto.
Ella asintió, y diez minutos después estaban bajando rápidamente por la carretera de las montañas.
Después de que Mahmoud se pasara dos horas vomitando, primero en el retrete y luego en una papelera, en una toalla y en el frutero vacío del camarote, Isobel decidió que no podía esperar más. La tormenta arreciaba, el ferry se balanceaba vertiginosamente con el oleaje y la noche era cerrada. No había ni rastro de Killian... Con un poco de suerte se habría caído por la borda, dejándola a ella sola con Mahmoud. Hasta un niño soldado y psicópata era preferible a su peor enemigo, pero no un crío mareado y enfermo.
Estaba demasiado débil para resistirse cuando ella lo levantó en brazos. No era más que piel y huesos, e Isobel maldijo a Killian en voz baja. Si iba a quedarse con aquel condenado crío para cumplir alguna clase de penitencia, al menos debería preocuparse de que estuviera bien alimentado.
Mahmoud intentó golpearla. No debía de pesar más de treinta y cinco kilos. Demasiado poco para un ser humano, pero condenadamente pesado si no se estaba acostumbrada. Isobel hacía pesas, practicaba yoga y hacía footing, y aun así le suponía un gran esfuerzo cargar con el chico.
La enfermería estaba en la cubierta inferior. Las pocas personas que se cruzaron en su camino no parecían muy contentas con el mal tiempo, pero no le prestaron ninguna atención mientras Isobel llevaba a Mahmoud hacia el ascensor.
Cuando las puertas se abrieron, se encontró con Killian. Salió del ascensor y le puso al niño en brazos.
—Necesita un médico.
Killian miró el pequeño bulto.
—¿No le gustan los barcos?
—Podría decirse así.
Mahmoud empezó a vomitar de nuevo, y las pocas personas que esperaban el ascensor se apresuraron a entrar, apartándose de ellos.
La enfermería estaba vacía, lo que resultaba sorprendente con aquel temporal. Una mujer con un uniforme blanco estaba de guardia, sentada tras un escritorio.
—¿Mareos? —preguntó en inglés cuando Killian entró con el niño en brazos.
—Lleva tres horas vomitando sin parar —explicó Isobel.
—Deberían haberlo traído antes. Puede estar deshidratado —la mujer los miró a ambos—. ¿Es su hijo?
—Claro que no —respondió Killian con un fuerte acento británico—. Somos Mary y Jack Curwen, trabajadores sociales en Inglaterra, y llevamos a este pobre chico a su nueva familia.
—Déjelo en la camilla.
Mahmoud estaba demasiado enfermo para protestar, y permaneció inmóvil en la camilla mientras la mujer lo examinaba. Intentó apartar la mano de la enfermera cuando la sintió en su frente, pero una severa palabra de Killian en árabe bastó para que estuviera quieto.
—Tendré que quedármelo esta noche —dijo la mujer—. Tal y como me temía, está deshidratado. Necesita un suero intravenoso y un cuidado exhaustivo. Rellenen los formularios y vuelvan a por él mañana por la mañana.
Isobel miró a Killian. Esperaba alguna protesta por su parte, pero no fue así.
—Muy bien —aceptó él—. ¿Nos llamará si hay algún problema?
—Por supuesto —le aseguró la enfermera, mirándolos con una expresión desaprobatoria—. Al menos deberían haberlo lavado y alimentado antes de subirlo al barco.
Una inesperada punzada de culpa atravesó a Isobel. Afortunadamente, fue Killian quien respondió, en un tono tranquilo y razonable.
—Le hemos dado de comer. Y bastante, por cierto. Por eso está tan enfermo. Haga lo que crea necesario... y considérese afortunada de encontrárselo en este estado. De otro modo no habría podido ni acercarse a él — se acercó a la mesa para rellenar con mentiras los formularios—. ¿Prefieres quedarte con el chico, cariño? —le preguntó a Isobel.
Ella se sintió tentada. No quería volver al camarote con la cama de matrimonio, donde estaría a solas con él.
—Lo siento, no se admiten visitas —dijo la enfer mera—. Los avisaré si hay algún problema. Llegaremos mañana al mediodía... vengan sobre las diez y se lo encontrarán limpio y preparado para marcharse.
—Que Dios la bendiga —dijo Killian con expresión angelical — . Vamos, cariño. Dejemos que esta enfermera tan amable se ocupe del pequeño.
Sacó a Isobel de la enfermería antes de que ella pudiera protestar, aferrándola fuertemente bajo el brazo. Por suerte tenía varias prendas de ropa y no sintió la piel contra la suya.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó—. Uno de los restaurantes está abierto.
—No, no tengo hambre. Pasar tres horas bregando con los vómitos de un niño no es lo más indicado para abrir el apetito.
—Entonces tomemos una copa, mientras mandamos a alguien a que limpie la habitación —propuso él, metiéndola en el ascensor.
Podría haber esgrimido miles de protestas. El ferry estaba casi vacío, al estar fuera de temporada; de otro modo no habría sido posible encontrar una cabina tan fácilmente. Quedaban muchas disponibles, así como asientos reclinables para aquellos pasajeros que no querían gastar dinero en una habitación. Lo último que quería era volver al diminuto camarote con él.
Pero no podía dejarlo solo. Seguramente estaban a salvo en aquel ferry que atravesaba las tempestuosas aguas del Atlántico, pero ya habían cometido demasiados errores. No podía perderlo de vista hasta que pudiera entregarlo al Comité. Para ello aún tendría que esperar un poco, seguramente hasta el día siguiente por la noche, pero mientras tanto tendría que soportar su presencia.
—De acuerdo —accedió—. Una copa.
Sólo uno de los bares estaba abierto, pero tan sólo había unas pocas personas, fumando. Isobel ocupó el asiento que Killian le ofreció y esperó hasta que él volvió con las bebidas.
Siete meses era el tiempo máximo que había pasado sin fumar. Aquella vez había ido a por todas. Nada de inhaladores ni parches de nicotina. Y por supuesto, jamás se atrevería con la hipnosis... Tenía demasiados secretos que podían salir a la luz.
No, pensó apretando los dientes. Aquella última vez sólo había ganado tres kilos, y se había asegurado de que fueran a base de fibra y músculo, sustituyendo su adicción por la nicotina por una adicción por las pesas. Y había creído que nunca más necesitaría un cigarrillo.
Pero al oler el humo que impregnaba el bar tuvo que admitir que se había equivocado. El problema en Europa era que se podía fumar en todas partes. En Estados Unidos había tantas dificultades para hacerlo que casi era mejor no molestarse. Aunque, como era natural, su vena rebelde siempre se acababa imponiendo, haciéndole desear un cigarrillo con una ansiedad cada vez mayor.
Pero esa vez se había jurado que sería para siempre, y durante siete meses había cumplido su palabra. El tabaco hacía la vida muy desagradable. Sus pulmones habían empezado a verse afectados, y el olor a humo impregnaba su ropa y sus cabellos. Entonces, ¿por qué el simple olor a tabaco le resultaba tan tentador, como un fantasma juguetón danzando a su alrededor? ¿Y por qué se había quedado con el paquete de cigarrillos que encontró en el bolsillo del piloto?
Killian volvió con dos bebidas. Puso una de ellas delante de Isobel, quien la miró con recelo. Era un gin-tonic con un cubito de hielo y una rodaja de lima. El gin-tonic había sido su bebida favorita durante los diez últimos años.... Mucho después de la aventura en Francia. ¿Cómo lo había sabido?
Killian se había pedido un whisky seco. Escocés, posiblemente. A diferencia de ella, él no había cambiado nada en esos años.
—Han llamado al servicio de habitaciones desde el bar. Nuestra habitación estará lista para cuando volvamos.
«Nuestra habitación». A Isobel no le gustó cómo sonó aquello. Levantó su copa y tomó un sorbo. Ginebra Tanqueray... Su favorita.
—¿Cómo sabes tanto de mí?
Él esbozó una sonrisa perezosa.
—Gajes del oficio, princesa. Me sorprende que no estés tan bien informada sobre mí. Para que lo sepas, me gusta el whisky escocés por la noche y la cerveza negra por la tarde. No bebo ginebra, odio el vodka y aborrezco los martinis. Si bebiera demasiado me volvería huraño y lascivo, pero voy a limitar la ingesta de alcohol en tu honor.
—Muchas gracias por el detalle, pero no has respondido a mi pregunta.
— Sabes muy bien que puedes averiguar lo que sea de una persona si sabes dónde buscar. Mi vida ha dependido de la información adecuada obtenida en el momento adecuado.
—¿Y cómo influye en tu vida saber lo que bebo?
—Digamos que sentía curiosidad.
—¿Cuándo descubriste que estaba viva? Creías que había muerto, ¿verdad?
—¿Cuándo descubriste tú que yo estaba vivo? — replicó él.
—Yo te lo he preguntado primero.
—Mala suerte.
Ella tomó otro sorbo de su gin-tonic. Era fuerte, y aunque no le afectaría el juicio, necesitaba prestar toda su atención.
—Hace cinco días —respondió—. Cuando Peter me dijo que querías hacer un trato. Examiné los archivos y vi una foto tuya... De Serafín, en realidad. Pero sabía que eras tú. Tuvo que causarte una fuerte impresión volver a verme después de tantos años.
Él no dijo nada y se limitó a juguetear con su copa. La mirada de Isobel se posó en sus dedos. Largos, esbeltos, hábiles... Los dedos que la habían tocado para colmarla de un placer exquisito. Los dedos que habían matado a miles de inocentes.
—¿Cuándo descubriste que estaba viva? —volvió a preguntarle, irritada.
Él la miró fijamente a los ojos.
— Siempre lo he sabido.
Isobel derramó su bebida. No era una persona torpe, pero las simples palabras de Killian le impactaron de tal modo que dio un respingo y volcó la copa, derramando el gin-tonic y el hielo sobre el mantel.
—Mientes.
— Y no me causó ninguna impresión verte en Marruecos. Sabía que serías tú quien viniera en mi busca. Bastien Toussaint está retirado. Peter Madsen aún está recuperándose de aquel tiroteo en California. Taka O'Brien está en Japón, y los demás agentes están en misiones tan secretas que ni siquiera yo pude localizarlos.
—Gracias a Dios —murmuró ella—. Pero no te creo.
—James Reddy.
Demasiado para permanecer impasible. Isobel supo que se estaba poniendo pálida y que la conmoción se reflejaba en su rostro, pero no le importaba lo más mínimo. ¿Cómo podía Killian saber algo de James? ¿Qué derecho tenía?
Se levantó, empujando la mesa con tanta fuerza que también la copa de Killian se habría derramado si él no la hubiera agarrado a tiempo. Ignorando las miradas curiosas que recibió, Isobel se marchó corriendo del bar y salió a cubierta, azotada por la lluvia torrencial y el viento huracanado.
El suelo estaba húmedo y resbaladizo bajo sus pies, y el ferry se balanceaba como un viejo borracho, pero las barandillas eran seguras, y tampoco le importaría si se caía al condenado océano. Mascullaba una retahila de maldiciones mientras corría, empapándose, sabiendo que la lluvia borraría todo rastro de las lágrimas y que Killian nunca podría verlas. Por un breve instante se podía permitir llorar.
Se refugió en un hueco para protegerse del viento y sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo. Las manos le temblaban cuando sacó un cigarrillo, pero estaba partido por la mitad. Sacó otros dos, aplastados, y los arrojó al suelo. Finalmente encontró uno en buen estado.
No tenía cerillas ni mechero ni nada. Necesitaba desesperadamente aquel cigarrillo y no había nadie a quien pedirle fuego.
Se sentó sobre sus talones y volvió el rostro hacia la amurada. Tenía el pelo chorreando, la ropa empa pada y tiritaba de frío, pero no le importaba. Sólo necesitaba unos minutos para recuperarse antes de volver al bar, conseguir una caja de cerillas y encarar a Killian con la fría dignidad de siempre. Sólo necesitaba unos minutos...
Un segundo después una sombra se cernió sobre ella y unas fuertes manos la levantaron del suelo.
—Vamos, princesa —dijo Killian con voz áspera—. Vas a pillar una pulmonía.
Ella podía arrojarlo por la borda, aprovechándose del elemento sorpresa. El era mucho más fuerte, pero no se lo esperaba, y en cuestión de segundos desaparecía en las frías aguas del Atlántico. Era lo único que podría aliviar el dolor abrasivo que le recorría el cuerpo.
—Ni se te ocurra —dijo él, leyéndole el pensamiento—. Si caigo por la borda tu vendrás conmigo. Vamos, te estás congelando.
Ella no se movió. Él la había puesto en pie, pero no podía arrastrarla hasta su cabina sin que alguien lo notara. Empezó a luchar con todas sus fuerzas, empleando todas las técnicas y golpes bajos de autodefensa.
Él conocía todos sus trucos. La rodeó fuertemente con sus brazos y echó a andar por la cubierta. Ella no podía luchar ni resistirse. Sólo podía seguir los movimientos de Killian. Sus pies lo obedecían a él, no a ella. Habría gritado pidiendo auxilio, pero el sentido común se apoderó finalmente de ella. No podía llamar la atención. Tendría que defenderse ella sola.
Él la metió en el ascensor y las puertas se cerraron. Entonces él la soltó y ella intentó golpearlo, pero él le agarró las muñecas con una sola mano, tan dolorosamente que Isobel necesitó toda su fuerza de voluntad para no gritar de dolor. Las puertas del ascensor volvieron a abrirse y Killian la llevó, medio a rastras medio en volandas, por el pasillo desierto hasta su cabina. Abrió la puerta y la empujó al interior, antes de entrar él y cerrar con un portazo.
—Compórtate, Isobel —le dijo en voz fría y despiadada—. Lo sabía todo sobre ti, y no eres el tipo de mujer que se ponga histérica por una tontería.
—Quiero una habitación para mí sola —declaró ella—. No puedo quedarme aquí.
—Estás aquí. Aceptaste la misión, y no es propio de ti dejarte vencer por unos detalles sin importancia. Eres la Dama de Hierro, insensible al miedo o al dolor. Así que cálmate.
Lo odiaba. Lo odiaba con una ira salvaje que no había sentido en años. Su armadura se resquebrajaba, y aunque podía disimular sus lágrimas, él sabía que la había trastornado lo suficiente para hacerla huir.
Se secó la humedad del rostro con el dorso de la mano.
—Necesito un cigarro.
—¿Éstos? —de alguna manera había conseguido quitarle el arrugado paquete de cigarrillos que ella había atesorado como si fuera el Santo Grial—. Olvídalo —dijo, y los aplastó con una mano.
Fue el colmo. Isobel soltó un grito de furia y se abalanzó sobre él, intentando recuperar lo que quedaba del paquete. Fue un gran error. Al segundo siguiente él la había aprisionado contra la pared, inmovilizándola con su cuerpo.
—Vamos a sentar unas reglas básicas, ¿de acuerdo? Si intentas agredirme tendré que ponerte las manos encima, y sé que eso es lo último que quieres. Lo sé todo sobre ti, así que más te vale superarlo. Si he llegado tan lejos ha sido gracias a la información. Te seguí la pista desde que te dejaron en la puerta de Stephan Lambert. Sé que fuiste reclutada por el Comité poco después de la muerte de Stephan y que él no quería que trabajaras para ellos. Sé que eres inteligente, fuerte, dura y despiadada.
—Todo lo que no era hace dieciocho años —dijo ella.
La estaba tocando en demasiadas partes. Sus labios contra los suyos, su pecho oprimiéndola hasta casi cortarle la respiración, sus fuertes manos sujetándole las muñecas... Había olvidado lo grande que era. No tan alto como Peter, pero sí lo suficiente para intimidarla a una distancia tan próxima. De repente fue consciente de su proximidad, cuando hasta ese momento había sido capaz de abstraerse.
—Eras muy lista —dijo él, y ella pudo oler el whisky en su aliento—. Pero no lo suficiente para ser mi rival.
—Ahora sí lo soy.
Él esbozó una débil sonrisa.
—Estoy de acuerdo. Ahora eres una rival perfecta para mí.
Ella intentó darle una patada o un puñetazo, pero no podía mover los brazos ni las piernas. Intentó golpearlo con la cabeza, pero él la vio venir. Lo único que pudo hacer fue hincarle sus blancos dientes en el cuello. Era posible matar a alguien de esa manera. Sólo hacía falta tener la fuerza y el estómago necesarios para desgarrarle la carótida, y en cuestión de minutos habría muerto desangrado.
Sintió el sabor de la sangre, pero un momento después él la apartó, sujetándola a la distancia del brazo, y con sus ojos destellando en la penumbra.
—Te advierto que los mordiscos me resultan extremadamente eróticos.
Ella se quedó quieta al instante. Killian se interponía entre ella y la puerta de la cabina. No había manera de evitarlo, así que respiró hondo y él se apartó para permitir que recuperase el aliento. Poco a poco fue entrando en calor.
— Siéntate, Mary Isobel. Te serviré una copa y podrás contármelo todo sobre ti.
Había un banco frente a la cama... El menor de los dos males posibles.
—No quiero otra copa, gracias —dijo mientras se sentaba en el banco, muy rígida—. Seguramente intentarías drogarme.
—La idea es tentadora, pero creo que ahora te prefiero despierta —respondió él mientras se tumbaba en la cama a sus anchas.
Con cualquier otra persona habría podido huir, pero sabía que los reflejos de Killian eran iguales o incluso superiores a los suyos. No podría ir a ninguna parte a menos que él se lo permitiera.
Se recostó en el banco, obligándose a relajar los músculos. Si seguía en tensión acabaría agarrotándose, y no podía permitírselo. Tenía que estar preparada para echar a correr en cualquier momento.
—De acuerdo —dijo, mostrando una calma engañosa—. ¿Qué quieres saber exactamente?
El brillo en los ojos de Killian fue tan fugaz que podría haberlo imaginado, si no fuera por la punzada de pánico que la traspasó.
—Es hora de recordar los viejos tiempos. Quiero saber lo que ha sido de ti en los últimos dieciocho años. ¿Fuiste feliz con Stephan?
—¿Y eso qué demonios tiene que ver?
—Compláceme. Me sorprendió enterarme de que te habías casado con él. Nunca hubiera imaginado que Stephan se casara.
— Si ésa es tu manera de decir que era gay, sí, lo era. Pero se enamoró del excelente trabajo que hizo conmigo. Me consideraba su obra maestra.
—Eso explica que se casara contigo. Pero no por qué te casaste tú con él. ¿Por qué lo hiciste?
—En aquel momento no tenía nada mejor que hacer.
Él ignoró el sarcástico comentario.
— Supongo que le estabas muy agradecida. Después de todo, te salvó la vida. Debías de estar hecha un cuadro cuando te trabajó.
—Sí.
—¿Sí qué?
—Sí, le estaba agradecida. Fue la única razón por la que me acosté con él.
—Así que te casaste con Stephan, te convertiste en un ama de casa francesa por un tiempo, y luego te uniste a un grupo secreto empeñado en salvar al mundo de la escoria como yo. Supongo que puedo enorgullecerme de haberte motivado.
—Por aquel tiempo ya te había olvidado. No recuerdo mucho de aquella noche, pero creía que habías muerto. Caso cerrado. Conocí a muchas personas gracias al trabajo de mi marido, y así acabé uniéndome al Comité. Cuando Stephan murió, me convertí en una profesional.
—En toda una profesional —recalcó él—. ¿Y qué me dices de James Reddy?
—Cállate —su reacción fue tan instantánea que no tuvo tiempo de ocultarla.
Killian se recostó tranquilamente en la cama.
— Sé que no te costó mucho olvidarme, pero James fue otra cuestión. Tu único amor verdadero... Lástima que muriese de aquella manera.
—Cierra tu maldita boca —espetó ella, sintiendo que perdía el control. Nadie, ni siquiera Peter, había pronunciado aquel nombre en voz alta.
Killian se incorporó.
—¿Cuál es el problema, princesa? ¿Es la culpa? Tú no lo mataste... Murió en un accidente de helicóptero en Somalia.
No iba a dejarla en paz. Podía cerrar los ojos, taparse los oídos y empezar a gritar. O podía intentar serenarse y mantener la compostura. En realidad no tenía elección. Las preocupaciones de Peter no habían sido infundadas. Si estuviera al cien por cien de sus capacidades, Killian no podría provocarla, pero en aquellos momentos sentía que estaba a punto de estallar. Nunca había tenido un problema semejante, por difícil o delicada que fuera una misión. No tenía sentido que aquel fantasma del pasado la estuviera volviendo loca... a menos que ella ya estuviera un poco desequilibrada.
Y lo estaba. El problema no era Killian, sino ella. Llevaba demasiado tiempo bajo un estrés horrible. Todo lo que tenía que hacer era sobrevivir un día más y entonces podría desahogarse en la intimidad de su apartamento. Pero hasta entonces tenía que mantener la calma y no demostrarle a Killian lo frágil que era en realidad.
—Yo lo envié a Somalia —dijo, maravillándose por la voz tan tranquila que empleó. Un cigarro habría hecho maravillas con la imagen que quería proyectar, pero no podía iniciar otra pelea para conseguirlo—. Cometió una imprudencia y murió. Fin de la historia.
—Entonces, ¿por qué sigues cargando con la culpa? Él no fue el único hombre al que enviaste a la muerte. Ni siquiera fue el primero.
—Lo amaba.
Killian esbozó una sonrisa tan odiosa que Isobel quiso abofetearlo.
—Qué trágico. Pero no te casaste con él.
—No necesitábamos hacerlo.
—Tampoco viviste con él.
¿Cómo demonios lo sabía?
—Eso tampoco era necesario. Teníamos un acuerdo. Y sigo sin entender por qué te interesa tanto mi vida pasada.
—Me interesa todo sobre ti, princesa. Incluido por qué un agente mediocre como James Reddy cometió la clase de error que le costó la vida. En primer lugar, no deberías haberlo enviado a Somalia... No estaba bien entrenado.
—Maldita sea, ¿cómo sabes que...?
—Lo sé —la cortó él—. ¿Por qué lo enviaste a una muerte segura?
Era inútil ocultar la verdad. Lo único que podía hacer para salir de aquella trampa era confesarlo todo.
—James y yo estábamos muy... unidos. Por desgracia, yo no podía darle la clase de relación que él quería, y pensó que podría hacerme cambiar de opinión si demostraba su valía. Pero lo único que consiguió fue morir. No murió en el accidente de helicóptero... Aún estaba vivo cuando lo sacaron. Tardó dos días en morir... —se apartó el pelo mojado del rostro. Empezaba a recuperar la calma y pudo mirar a Killian a los ojos —. Fue una desgracia, y yo me sentí responsable. Todos tenemos nuestras debilidades, y todos cometemos errores.
—Yo no.
—Tonterías —replicó ella—. Has fastidiado casi todas las misiones en las que has participado. Es normal que la mitad del mundo quiera matarte por tus fallos. Y que la otra mitad quiera matarte por tus logros.
—No voy a discutir contigo —dijo él perezosamente—. Tú los ves como fallos. Yo los veo como alternativas. Y no tengo ninguna debilidad.
—¿Ni siquiera yo?
—¿Estás segura de que quieres seguir por ahí?
No, no estaba segura. No quería profundizar en aquel tema, ni quería saber por qué Killian le había seguido el rastro a lo largo de los años.
— Supongo que tu intención es vengarte de mí. De una chica estúpida e inocente que casi acabó contigo. Debió de ser muy duro para tu orgullo, y aún más cuando descubriste que había sobrevivido y que me dedicaba a frustrar los planes de monstruos como tú. Creo que quieres humillarme, torturarme y por último matarme.
Él pareció pensativo por un momento.
—No parece que te afecten ninguna de esas posibilidades.
—He dicho que eso es lo que quieres hacer, no lo que vas a hacer. Me necesitas, a mí y a mis recursos, y cuando deje de ser necesaria para ti ya habré desaparecido.
— Siempre podría contratar a alguien. —Podrías haberlo hecho en cualquier momento
de los últimos dieciocho años.
—Quizá quería ver la cara que ponías al descubrir que yo seguía vivo.
—Me temo que te perdiste ese gusto. Estaba sola en mi oficina cuando descubrí que el criminal de guerra era alguien a quien creía haber matado hace tiempo.
—¿Y cómo te sentiste, Mary Isobel? —le preguntó él con voz suave y sensual.
—Redimida. Justificada. Apenada por no haberlo hecho mejor. Eras alguien que merecía morir... Pero por aquel entonces yo no era lo bastante buena.
— Ahora lo eres. Y no puedes matarme, porque me necesitas tanto como yo a ti. Debe de ser terriblemente frustrante.
—Lo es.
—¿Por qué no podías tener la clase de relación que deseaba James Reddy?
Isobel creía haberlo desviado de aquel tema. Pero cuanto más se resistía, más hurgaba él en la llaga.
—Estaba enamorado de mí. Flores, corazones... toda esa tontería. Y yo no creo en el amor.
—Entonces, ¿por qué no te limitaste a darle sexo para mantenerlo feliz? Casi todos los hombres lo preferirían así.
—James era un romántico. Un idealista. Entró en el Comité con la idea de salvar el mundo, y murió por ese ideal.
—Y porque quería demostrarte lo mucho que valía, también. ¿Qué habría tenido que hacer para conseguir que lo amaras?
Isobel decidió responderle, porque sabía que Killian no dejaría de atosigarla hasta que le dijera la verdad.
— Yo lo amaba —admitió—. Pero no como él quería.
—No sexualmente —dijo él. —No voy a hablar de mi vida sexual contigo — declaró ella.
Killian sonrió fríamente.
—No tenemos que hablar de tu vida sexual, ya que parece haber sido inexistente después de James Reddy. Incluso antes, tal vez.
Isobel no dijo nada, intentando ignorar aquella voz suave e insinuante que otras mujeres habrían encontrado tan seductora. Ella no, naturalmente. Otras mujeres.
Él se levantó de la cama y ella se preparó para Dios sabía qué. Killian se elevó sobre ella, demasiado cerca, e Isobel se obligó a mirarlo y examinarlo fríamente. Dieciocho años antes había sido muy apuesto, pero ahora era guapísimo; Isobel podía admitirlo sin la menor emoción. Sus largas piernas estaban enfundadas en unos vaqueros desgastados, la camisa caqui estaba arrugada pero limpia, y su rostro parecía mejorar con los años. Sus ojos eran de un color gris azulado, no verdes como ella había pensado, y eran más cálidos y brillantes de lo que deberían ser los ojos de un carnicero.
Cuando él era un joven veinteañero, ella se había enamorado apasionada y locamente de él, pensando que era tan inalcanzablemente atractivo que nunca le prestaría la menor atención. Y aunque se la había prestado, había sido por sus propias razones.
Y ahora, por imposible que pareciera, era aún más atractivo. Su aspecto curtido y esbelto habría fundido un corazón de piedra.
Pero el suyo estaba hecho de hielo, y todo aquel encanto masculino le resultaba indiferente. Sólo era un hombre. Un hombre malvado, desde luego. Pero sólo un hombre.
Se inclinó sobre ella y apoyó las manos contra la mampara, atrapándola entre sus brazos.
—¿De qué tienes miedo, Mary Isobel? —le susurró al oído—. Eres la Dama de Hierro, la Reina de Hielo que no se asusta de nada ni de nadie. Y sin embargo aquí estás, temblando de miedo como si fuera a violarte.
Ella se negó a mirarlo. Estaba demasiado cerca, invadiendo su espacio tan descaradamente que casi estaba dentro de ella. E Isobel no quería pensar en ello.
Tampoco estaba dispuesta a luchar con él, como habría hecho con cualquier otra persona fuera del Comité. Porque si lo hacía, le daría a Killian la excusa perfecta para ponerle las manos encima, y no creía que pudiera soportarlo.
—Dime... —insistió él, susurrándole con su voz suave—. ¿De qué tienes miedo?
—Absolutamente de nada.
Él sonrió.
—Te creería si no te conociera tan bien —le rozó la oreja con la boca, provocándole un estremecimiento por todo el cuerpo—. ¿Por qué no amaste a James Reddy como él quería? ¿Por qué sintió que tenía que demostrarte su valor, arriesgando estúpidamente su vida? No era un hombre estúpido, pero murió sin una buena causa... sólo por ti.
—Cállate —le ordenó ella con fiereza.
—Responde a la pregunta, princesa —su aliento le calentaba el oído y le provocaba un intenso hormigueo por toda la piel. Estaba fría y húmeda por la lluvia, y ni siquiera se había dado cuenta—. Respóndeme y te dejaré en paz. ¿Qué problema había entre tú y James? ¿Qué clase de disfunción sexual te diagnosticó el doctor Kellogg?
No había nada que pudiera esconder, ningún se creto que pudiera ocultar. Pero el hecho de que Killian hubiera llegado a lo más profundo de su intimidad la hizo aún más fuerte.
—Usando el término clásico, soy frígida. Si pudiste meter las narices en mis informes, seguro que averiguaste ese dato también.
El la escrutó con su fría mirada, como si aún no la hubiera expuesto lo suficiente.
—Mis fuentes consultaron los informes del seguro, no las notas del médico. ¿Tienes problemas para llegar al orgasmo, princesa? Algunos hombres no saben cómo hacerlo. Conmigo no tuviste ningún problema, aunque estuviste drogada casi todo el tiempo. Tal vez eres demasiado mojigata para tener sexo a menos que otra persona tenga el control.
A Isobel ya no podían afectarle sus comentarios.
—Una falta total de interés y deseo, Killian —era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y el sonido reverberó íntimamente en la pequeña cabina—. Posiblemente debido al trauma que sufrí la noche en que creí matarte. Me sugirieron que tomara testosterona para avivar la libido, pero pensé que ya era lo bastante agresiva y peligrosa sin necesidad de hormonas. Soy exactamente lo que has dicho... una mujer de hielo, una doncella de hierro, desprovista de todo sentimiento y emoción sexual. Ni siquiera un buen hombre como James Reddy me atraía sexualmente. Y lo prefiero así, aunque siga lamentando su muerte. Es una debilidad menos de la que tengo que preocuparme.
Killian se echó hacia atrás y esbozó otra enervante sonrisa. Afortunadamente, Isobel había llegado a un punto en el que nada podía crisparla.
—Tienes otras debilidades —dijo él—. Por ejem plo, te engañas a ti misma. Lo llevas haciendo durante años.
—Oh, tienes razón. Todo este tiempo te estaba esperando a ti, llorando tu pérdida, incapaz de amar a nadie más... Nunca me había dado cuenta de que era la heroína de un drama. Me alegra que al fin me lo hayas hecho ver. Ahora debería ser capaz de sanar mis heridas y disfrutar de una vida larga y fructífera — sonrió dulcemente—. Matando a personas como tú.
Él se movió hacia la puerta, y por un breve instante ella pensó esperanzada que se marcharía y la dejaría sola. Pero él se limitó a echar el pestillo, de modo que le costaría más tiempo escapar, y alguien de fuera le costaría más entrar para salvarla.
¿A salvarla de qué?
—Así que tu cuerpo no responde a la ternura y al cariño, ¿no es así, Isobel? —era la primera vez que la llamaba por su nuevo nombre, y el aire de la cabina se cargó repentinamente con una vibración imposible de ignorar—. Vamos a ver si responde a la violencia.
Isobel no vaciló. Era demasiado buena en lo que había estado haciendo durante años, y la motivación no podía ser mayor. La última vez que había tenido sexo fue la noche que James se marchó... la noche anterior a su muerte. Se había obligado a hacerlo y había llevado a cabo su mejor actuación, pero no consiguió engañar a James. Desde entonces no había vuelto a intentarlo.
No iba a permitir que aquel hombre la tocara.
Se levantó de un salto, se liberó de su agarre y lo empujó de espaldas contra la pared. Al segundo siguiente tenía la navaja de bolsillo contra su garganta, justo en la marca sangrienta que sus dientes le habían dejado.
No podía permitirse el menor titubeo. Un solo tajo y Killian moriría desangrado.
Él la miraba con los ojos medio cerrados y con aquella maldita sonrisa en los labios.
—¿Qué te detiene? Sabes que sería rápido y fácil. No voy a tratar de impedírtelo.
Ella permaneció inmóvil. Él la agarró de la mano y le hizo soltar la navaja.
— Demuéstrame cuánto me odias —le susurró contra su boca—. Demuéstramelo.
Ella lo golpeó con los puños mientras él la aprisionaba entre sus brazos. Lo atacó con todas sus fuerzas, aporreándolo, arañándolo, desgarrándole la ropa en un arrebato de furia silenciosa y mortal, y sintió la ardiente piel de su torso bajo las manos. El la levantó, se rodeó la cintura con sus piernas y cayó de espaldas contra la puerta, presionando el interruptor de la luz. La habitación quedó completamente a oscuras.
Y entonces Isobel sucumbió a la furia, a la oscuridad y al calor, y fue ella quien le hizo bajar la cabeza para besarlo salvajemente.
Él le dio la vuelta y los dos cayeron en la cama. Le arrancó la ropa a tirones, haciéndole daño. Y ella quería que le doliera. Se odiaba a sí misma, y lo odiaba a él.
Oyó la cremallera en la oscuridad y la maldición ahogada de Killian. Se bajó los vaqueros de un tirón y los arrojó al suelo de una patada. Él se arqueó sobre ella y le hizo separar las piernas para colocarse entre sus muslos.
—Te odio —susurró ella.
—Lo sé —respondió él, y la penetró con una embestida tan fulminante que Isobel ahogó un gemido y esperó a sentir el dolor desgarrador.
Pero estaba húmeda y su cuerpo lo recibió aunque su mente lo rechazara. Le rodeó los muslos con las piernas, intentando que la penetrara hasta el fon do, clavándole las uñas y apretándolo contra ella. Él la agarró por las muñecas y las presionó contra la cama, manteniéndola inmovilizada mientras se movía a su propio ritmo. Empujó hasta el fondo, tan profundamente que ella gritó de agonía, desesperada por recibir más, incapaz de respirar, temblando, estremeciéndose, resistiéndose con todas sus fuerzas.
Pero no era lo bastante fuerte. Todo a su alrededor se había desvanecido. Sólo permanecían la oscuridad y sus cuerpos sudorosos. Y ella no lo deseaba. No deseaba lo que...
La primera oleada de placer la golpeó con tanta fuerza que dejó escapar un grito. Él le soltó las muñecas y le tapó la boca con la mano para ahogar el sonido. Ella volvió a morderlo, sintió el sabor de la sangre, y todo su cuerpo se convulsionó en una silenciosa e interminable explosión. No había enemigos, ni barco, ni cama en mitad del océano. Tan sólo el sexo, ardiente, sudoroso, primario... y un orgasmo incontenible estallando en mil colores.
Él se apartó y ella pudo oír su respiración entrecortada.
Abrió los ojos y sólo vio oscuridad. Era mejor así, porque el dolor podía ser mayor si cerraba los ojos.
Tenía el rostro mojado y sabía que estaba llorando, pero por alguna razón no le importaba. Yacía junto al hombre al que más odiaba en el mundo. Un carnicero, un monstruo, el hombre que la había destruido. Intentó controlar la respiración. Tenía que encontrar la navaja. Ahora tenía una razón para matarlo. Nada la detendría aquella vez. Podría matarlo sin que ninguna debilidad desconocida se lo impidiera, y cuanto más lo pospusiera, más difícil sería.
Un último estremecimiento le sacudió el cuerpo Apretó las piernas con fuerza y arqueó las caderas mientras una ola de vergüenza la invadía. «La navaja», pensó, cerrando los ojos una vez más. Necesitaba su navaja...
No había eyaculado. Yacía junto a ella, escuchando cómo su alma atormentada se relajaba en un sueño exhausto, y reflexionando sobre la reacción de su propio cuerpo rebelde. La habitación estaba completamente a oscuras... ella no había podido ver que seguía erecto, vibrando de deseo insatisfecho. Pero algo lo había hecho retirarse en el último momento. Algo lo había detenido, y no estaba seguro de lo que era.
Pensó en acabar allí mismo, junto a ella, aspirando la fragancia de su excitación femenina. Posiblemente podría hacerlo sin necesidad de tocarse, pero no iba a hacerlo. Podría ir al cuarto de baño y meterse en la ducha, pero tampoco lo haría. Iba a quedarse tumbado en la cama deshecha junto a su peor enemigo y a intentar averiguar por qué quería volver a penetrarla. Una y otra y otra vez.
Debería haberse librado de Mahmoud días antes. Cualquier otro hombre, el hombre que él había sido en el pasado, ya lo habría hecho. El hombre que había sido se habría acostado con madame Lambert hasta conseguir su propio orgasmo o no la habría tocado siquiera. Pero Killian ya no era ese hombre. Ni siquiera sabía quién era.
Quería darse la vuelta y rodearla con sus brazos para estrecharla contra él. Estaba dormida y no se resistiría, al menos no por mucho tiempo. Y él podría acercar la cabeza a su cuello, saborear su piel y borrar todos los años de muerte y horror que los habían separado.
Pero no iba a hacerlo. Iba a pasar el resto de su condenada vida con una erección, pero no la tocaría de nuevo. No era buena para él, y nunca lo había sido. Le hacía pensar cosas que no se podía permitir. Killian la había estado vigilando desde lejos durante los últimos dieciocho años, sabiendo en todo momento dónde estaba y qué hacía. Había empleado el dinero de sus jefes y todos los recursos a su alcance para seguirle el rastro. Sus jefes tenían dinero de sobra, pero él no iba a acabar tan rico como merecía por su duro trabajo.
Esperaba sacar algún dinero de su misión actual. Hundir al Comité era un trabajo complicado, pero hasta ahora lo estaba consiguiendo. Ya había neutralizado a la directora, y después de que Toussaint se retirara y Madsen quedara incapacitado, estaban muy escasos de personal. No haría falta mucho tiempo para acabar con todos.
Frígida... Dejó escapar una carcajada silenciosa. ¿Qué había estado haciendo para convencerse a sí misma de una estupidez semejante? Sin duda había sido entrenada en técnicas sexuales como parte de su adiestramiento para entrar en el Comité. Ningún agente secreto podía permitirse tener escrúpulos con un arma tan eficaz. Y Stephan Lambert se lo habría hecho pasar muy bien. A pesar de su homosexualidad era de mente abierta, y entre sus amantes se contaban un buen número de mujeres hermosas.
¿Qué había pasado para que Isobel se cerrara al deseo físico? La respuesta más lógica, aunque absurda, era que lo había estado esperando a él.
No estaba seguro de cómo iba a usar esa certeza. Era un arma muy útil, pero por el momento la mantendría en reserva. Había hecho lo que tenía que hacer, desequilibrando a Isobel de modo que su eficacia se viera gravemente afectada. El primer paso para derribar el Comité. Suficiente por el momento.
Se levantó de la cama y se dirigió a la ducha. Ella se removió en sueños y emitió un suave sonido de protesta, y a Killian le costó toda su fuerza de voluntad no acabar lo que había empezado. Su tacto, su sabor... nada había cambiado. Ni tampoco el deseo que sentía por ella.
Pero tampoco había cambiado su autocontrol. Isobel seguía siendo un medio para alcanzar un fin. Y no podía olvidarlo.
Isobel se despertó y se encontró sola en la cama. Se incorporó y se miró la mano. Estaba temblando. Todo el cuerpo le temblaba.
Tensó los músculos para detener los temblores. La mañana estaba muy avanzada, y tenían previsto atracar poco después del mediodía. Era hora de continuar con su vida.
Estaba cansada y dolorida, como si hubiera corrido una larga distancia. La única parte que no le dolía era la entrepierna, aunque estaba especialmente sensible. No había ningún rastro de él. No podía haber usado un preservativo, ya que todo había sido demasiado rápido. Y ella no recordaba que hubiese eyaculado. Las sensaciones habían sido tan abrumadoras que le habían impedido pensar en el hombre que se las provocaba. No quería pensar en él. La había barrido, y él ni siquiera había eyaculado.
Se lavó a conciencia, incluido el pelo. Las raíces rojizas empezaban a aparecer bajo el tinte rubio. Tendría que visitar a su peluquero en cuanto volviera a casa. Y comprobar la evolución de Hiromasa, el nuevo recluta. Dejaría a Killian en manos de Peter o de cualquier otro que ofreciera el Comité. Harry Thomason nunca había sido un interrogador especialmente hábil, por culpa de la violencia innata que le hacía perder la cabeza. Y la violencia no serviría con un hombre como Killian.
No, no iba a pensar en ello. Había un montón de ropa limpia sobre el banco, obviamente para ella, y aunque le hubiera gustado desecharla, su propia ropa, desgarrada y manchada, le recordaba aún más lo que estaba decidida a olvidar. No podía cambiar lo que había ocurrido. Pero por nada del mundo permitiría que volviera a suceder.
Estaba sentada en el banco con las piernas cruzadas, haciendo una lista en el bloc que había encontrado en el pequeño escritorio, cuando Killian entró en la habitación.
—Necesito mi PDA —dijo ella enérgicamente.
Él la miró por unos segundos desde la puerta abierta, y por un momento ella temió que fuera a hablar de lo sucedido en aquella habitación, en la cama que volvía a estar cuidadosamente hecha.
Pero no lo hizo.
— Cuando lleguemos a Londres —dijo — . No confío en tu gente.
—Yo sí.
—Pero yo tengo el PDA. Tenemos que recoger a nuestro pequeño huerfanito o la enfermera nos denunciará por abandono.
Al menos Mahmoud supondría una distracción.
Isobel se levantó del banco, casi esperando que Killian la tocara o le dijera algo. Pero él podría haber sido un desconocido cortés, porque en todo momento se mantuvo a una distancia discreta.
La tormenta había amainado por completo y el mar estaba en calma. Los pasajeros paseaban por las cubiertas, los niños jugaban al sol, los amantes se besaban. .. Todos vivían en una realidad paralela, pensó Isobel tristemente. Una realidad a la que ella nunca podría volver.
Mahmoud estaba sentado en la camilla, con un aspecto sorprendentemente sano y aseado. Llevaba unos pantalones coitos, una camiseta de manga larga y unas sandalias, y su pelo estaba limpio y peinado. Parecía un niño, no la criatura salvaje que en realidad era.
—Ha conseguido lavarlo... —empezó a decir Isobel en tono de agradecimiento, pero se detuvo al ver a la enfermera. Estaba sucia, magullada, despeinada y con los brazos llenos de arañazos. No habría salido peor parada si se hubiera encontrado con Mahmoud en un campo de batalla.
—Es más fuerte de lo que parece —dijo, mirando furiosa a Isobel.
—Se lo advertimos —dijo Killian con un perfecto acento de Oxford—. Vamos, chaval. Llegaremos dentro de unas horas, y supongo que antes querrás llenarte la barriga.
—Que sólo tome líquido y un poco de pan tostado —recomendó la enfermera.
—No voy a pelearme con él en público —replicó Killian—. Que coma lo que quiera y que su nueva familia se ocupe de su salud. Si empieza a vomitar de nuevo será problema de otra persona.
—Se lo tiene merecido —murmuró la enfermera, desprovista de toda compasión aquella mañana.
Killian dijo algo en árabe, y Mahmoud se bajó de la camilla para seguirlo hacia la puerta. Antes de salir se giró y le soltó una retahila de palabras a la enfermera que no sonaron precisamente halagüeñas.
—Le está dando las gracias por sus amables cuidados — tradujo Killian. Era evidente que estaba mintiendo.
—Hummpf...
Para asombro de Isobel, Mahmoud esbozó una picara sonrisa, como cualquier niño normal. Pero al ver la expresión de sorpresa de Isobel, la sonrisa se esfumó de su rostro y volvió a ser la criatura hosca y huraña a la que ella estaba acostumbrada. Aunque al menos estaba limpio.
Killian no se equivocaba... Mahmoud comió por los tres, devorando hasta la última migaja de los otros dos platos. Isobel rezó porque no se mareara en el largo trayecto en coche desde Plymouth hasta Londres. Quienquiera que fuera a esperarlos al puerto llevaría seguramente el Bentley, el elegante y majestuoso vehículo plateado del Comité. Decidió que si el crío empezaba a vomitar lo pondría en el asiento delantero con Peter. Ella ya había sufrido demasiado en aquella misión.
Afortunadamente, la misión estaba a punto de acabarse. Los sucesos de la noche anterior no habían tenido lugar; estaban encerrados en una pequeña caja, arrojada por la borda a las gélidas aguas del Atlántico. Le entregaría a Killian a Peter, se iría a casa y rompería cualquier cosa.
Killian parecía sentirse muy cómodo, recostado en la silla mientras tomaba su café y observaba cómo atracaban en el puerto de Plymouth.
— Seremos de los primeros en desembarcar — dijo—. Tenemos que pasar por la aduana y ponernos en marcha. Tengo un par de ideas para llegar hasta Londres, pero antes debo examinar el terreno.
Ella no tenía ningún deseo de hablarle. Pero sabía que se estaba comportando como una estúpida. Cualquier cosa que hubiera sucedido entre ellos era irreal, imaginaria.
—Ya lo he organizado todo para que alguien venga a recogernos.
— ¿Qué? —espetó él, mostrando una furia que ella nunca le había visto. Normalmente ocultaba sus reacciones con un encanto natural que la volvía loca—. Imposible. Yo tengo tu PDA.
—Llamé antes de que me metieras mano en la cafetería —dijo ella, aun sabiendo que aquel tema podía llevarlos a un terreno peligroso.
Él maldijo en una docena de lenguas.
—Llevas demasiado tiempo en este trabajo como para cometer un error tan estúpido. A menos que tu intención sea matarme... Pero en ese caso podrías haberlo intentado desde lejos.
—Tal vez quiera estar en la matanza —dijo ella con voz suave—. No seas paranoico.
—Es la paranoia lo que me mantiene con vida. Creía que eras más inteligente.
Ella se mantuvo impertérrita a su ira y sus insultos.
—Peter Madsen es el único que sabe adonde y cuándo llegamos, y aunque no lo creas hay gente en esta vida en la que puedes confiar plenamente. El Comité ha sobrevivido a muchísimos intentos de in filtración. Somos invulnerables. Y aunque consiguiera infiltrarse, Peter lo sabría.
—Aunque no lo creas tú, no hay nadie así en esta vida —replicó él. Se apartó de la mesa y Mahmoud masculló una protesta. La respuesta de Killian fue brusca y breve, e Isobel decidió no discutir.
—¿Por qué no me devuelves mi PDA y averiguo los arreglos que se han hecho?
Él se metió la mano en el bolsillo y le entregó el pequeño aparato.
—En cualquier caso, estamos perdidos. Lo mejor sería averiguar a lo que vamos a tener que enfrentarnos.
Ella se dispuso a retirarse, pero él la detuvo.
—¿Adónde te crees que vas?
—En el exterior habrá mejor cobertura...
—Puedes llamarlo mientras yo escucho. Nada de mensajes escritos.
Ella volvió a sentarse y pulsó algunos botones. Peter respondió al instante.
—Llegamos a Plymouth —dijo—. Mi amigo cree que tenemos un problema en la oficina.
—No lo creo —respondió Peter tranquilamente—. En cualquier caso, he enviado a Morrison a recogerte con el Bentley. Yo tengo que quedarme aquí, pero con él estarás bastante segura.
—¿Qué está haciendo Morrison aquí? ¿No tenía que estar en Alemania?
—Ha habido problemas. Hablaremos cuando traigas a tu amigo.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó Isobel, pero Peter cortó la conexión y ella levantó la mirada hacia Killian—. Puede que tengas razón. Algo está pasando, pero Peter no me ha dado detalles. Charlie Morrison es quien vendrá a buscarnos. Es tan bueno como cualquier otro, y el Bentley está blindado. Haría falta un misil de crucero para deternos.
Killian no dijo nada, e Isobel lo contempló por un momento, viéndolo claramente a la luz del día. Otras mujeres también lo estaban mirando. Era la clase de hombre al que las mujeres miraban y deseaba. Sus ojos grises azulados la observaban con frialdad, su cuerpo fuerte y esbelto parecía engañosamente relajado, su boca...
No iba a pensar en su boca. No había sucedido. Podia modificar la realidad para que fuera soportable.
No había sucedido.
Él no podía imaginarse lo que estaba pasando por su cabeza; era muy buena disimulando. Y de todos modos no parecía muy interesado en ella. Miraba a su alrededor con un aire despreocupado que ocultaba su estado de alerta. Ella estaba igual de atenta. Si alguien hacía el menor movimiento sospechoso, sacaría a Killian de la línea de fuego. Había llegado muy lejos como para dejar que alguien lo eliminara.
Pero los pasajeros del ferry parecían más interesados en desembarcar que en observar a la extraña familia. Killian consiguió colocarlos al principio de la fila, y a pesar de que no llevaban equipaje los oficiales de aduanas apenas echaron un vistazo a sus pasaportes falsos. Aquella brecha en el sistema de seguridad podría causar problemas en el futuro. Haría que Peter se ocupara de ello. Al menos mantendría ocupado a Thomason.
El edificio de la terminal era nuevo y reluciente, y hubo que reprimir severamente a Mahmoud para apartarlo de la espléndida cafetería. Killian los hizo avanzar a través de la multitud. Había aparcamientos de corta y larga estancia rodeando las instalaciones, pero él siguió caminando, esperando que ella lo siguiera con Mahmoud pisándole los talones.
Isobel reconoció el Bentley a lo lejos, y junto al vehículo la robusta figura de Morrison. Iba vestido con un uniforme de chófer, lo que no debía de hacerle ninguna gracia. Su padre había sido chófer, y Morrison parecía elegir los momentos más inapropiados para exhibir sus ideas particulares sobre las diferencias sociales. Pero ella sabía cómo tratar a sus agentes, y una vez que estuvieran de camino a Londres por la A38 se ocuparía de aliviar su malhumor.
—Ahí está —dijo.
Morrison la vio y asintió casi imperceptiblemente. Se sentó al volante y arrancó el motor.
La explosión los golpeó con una terrible ola de calor, e Isobel apenas tuvo tiempo para tirar a Mahmoud al suelo y cubrirlo con su cuerpo mientras una lluvia de escombros caía sobre ellos.
La pequeña bestia no le estuvo muy agradecida. Estaba empleando toda su fuerza para intentar librarse, pero a pesar de su peso ligero Isobel podría derribar a un hombre si era necesario. Un niño de doce años no era el menor problema.
El ruido y el humo lo cubrían todo. Por doquier se oían los gritos, los llantos y el crepitar de las llamas. Isobel intentaba poner al crío a salvo cuando unas fuertes manos la agarraron por los hombros y la pusieron de pie.
Le dolía la espalda, pero no podía prestar atención a su dolor y ocuparse de Mahmoud al mismo tiempo.
—Estoy bien, gracias —dijo Killian en tono burlón. Tenía un corte sobre el ojo que sangraba abundantemente, pero aparte de eso parecía estar ileso—. Salgamos de aquí antes de que llegue la policía.
—Morrison... —intentó mirar, pero Killian se colocó delante.
—No mires —le dijo.
—Olvidas con quién estás hablando —espetó. Lo aparto de un empujón y entonces se detuvo.
El espectáculo era dantesco. El Bentley había explotado y la metralla había alcanzado a varias personas. Isobel contó siete víctimas, y dio gracias al Cielo porque no estuvieran en temporada alta, o la matanza habría sido mucho mayor.
Reconoció lo que quedaba de Morrison por el uniforme. Había sido un buen hombre, valiente y leal. No le habría gustado morir vestido de chófer...
Killian la agarró fuertemente del brazo, y el dolor la hizo volver a la realidad. Aferró la mano de Mahmoud y tiró de él. El caos reinaba en el aparcamiento, pero las ambulancias y la policía ya estaban de camino. Tenían que salir de allí cuanto antes.
Echaron a correr en dirección al centro de la ciudad, mientras todo el mundo corría en sentido contrario.
—Espera un momento —dijo Killian. Los empujó hacia una cafetería y se quitó la chaqueta vaquera—. Ponte esto.
Ella no pensaba ponerse nada suyo, y menos una prenda que albergara su calor corporal.
— Olvídalo.
—Póntela —ordenó él—, o la gente verá la sangre en tu espalda.
No había tiempo para discutir. Agarró la chaqueta y se la puso rápidamente, sin inmutarse por el dolor de la espalda. Se protegió con la maldita prenda, intentando no pensar que era como tener sus brazos alrededor de ella.
Mahmoud dijo algo y ella lo miró.
—Dice que eres una mujer guerrera —tradujo Killian—. Digna de ser una bomba suicida.
— Encantador —respondió ella—. Dile que me siento halagada.
—Después —dijo Killian—. Agacha la cabeza.
En aquel momento, ella dejó de pensar. El sol se había ocultado y había empezado a llover. Lo único que podía hacer era seguir a Killian, con el niño trotando junto a ella, y confiar en que no la estuviera conduciendo a una trampa.