Killian alargó los brazos para levantarla, pero ella se resistió. Tenía los vaqueros a medio bajar, atrapándole las piernas, y cuando ella se retorció los dos cayeron al frío suelo del apartamento.
Él se quitó los pantalones con un puntapié, se colocó sobre Isobel y le arrancó la ropa en menos de un minuto. Ella siguió luchando y golpeándolo, sin saber lo que quería realmente. Él volvía a estar erecto. La empujó sobre la alfombra y se arrodilló entre sus piernas, deseando que le ordenara parar. Que le prestara o no atención era otro asunto.
Pero ella no se lo ordenó. Yacía entre un montón de ropa, con el pelo suelto y despeinado, y él contempló el cuerpo que tan bien recordaba, a pesar del trabajo de Stephan. Aún tenía el vientre salpicado de pecas doradas. Aún tenía el vello rojo, y él dejó de pensar en su propio sexo y llevó la boca hasta el suyo, ávidamente agradecido de que algo no hubiera cambiado.
Ella lo agarró por el pelo y tiró con fuerza de su cabeza, mirándolo con una mezcla de dolor y confusión en los ojos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó en un ronco susurro.
—Sé lo que estoy haciendo... Estoy devolviéndote el favor.
Casi había esperado que ella siguiera luchando, pero no fue así. Isobel dejó caer las manos al suelo, intentando mantener su cuerpo en el estado de frígida insensibilidad en el que había vivido tantos años. Killian sintió ganar de reír. Aquélla era una batalla perdida. Era un experto en el sexo oral, y nunca lo había hecho con alguien que... le importara. Estaba loco por ella en cuerpo y alma, y sabía cómo utilizar sus labios y su lengua para hacerla explotar en cuestión de segundos.
Pero antes de que llegara al orgasmo la penetró, deslizándose en su húmeda abertura y sintiendo cómo se contraía en torno a su sexo, primero intentando rechazarlo, pero luego tirando de él. Él llevó las manos bajo su trasero y la apretó con fuerza, hundiéndose tan profundamente que ella podría paladear su esencia.
La había saboreado... y aquel pensamiento casi acabó con él. Adoraba su boca y las cosas que decía. Arqueó la espalda y la miró fijamente, traspasándola con la mirada.
Se había olvidado de sus pechos. Pequeños, perfectos, con los pezones endurecidos en la habitación caldeada. Se había olvidado de los sonidos ahogados que emitía cuando estaba a punto de alcanzar el climax.
Y se había olvidado del dolor que reflejaban sus ojos cuando se quedaba indefensa. La había atrapado, la había usado, y no había amor en lo que hacía.
Tenía que apartarse de ella antes de que pudiera destruirla por completo. Tenía que hacerlo. No podía, no debía seguir...
Las manos de Isobel le tocaron el rostro. Sus dedos le rozaron la boca, lentamente, y se deslizaron en una suave caricia por el cuerpo empapado de sudor. Estaba llorando... Una mujer como Isobel Lambert no debería llorar. Pero entonces ella le agarró las caderas y se arqueó para introducirlo aún más en su interior, gritando «sí» en respuesta a su pregunta tácita. Sí, sí, sí...
Él la besó sin poder evitarlo. Intentó moverse con calma, porque no quería hacerle daño y porque quería darle lo mejor que hubiese experimentado en su vida. Pero ella estaba más allá de cualquier ternura, y con sus gritos ahogados lo estaba volviendo loco. No existía más que el calor, la humedad, el olor, la fusión de los cuerpos, y el torrente de deseo era tan imposible de contener como la tormenta que arreciaba en el exterior.
Era un hombre que lo hacía en silencio. Pero cuando llegó al orgasmo, cuando descargó una interminable eyaculación en el interior de su cuerpo contraído, se oyó a sí mismo en la oscuridad. Gritando su nombre.
Reno se estiró en el suelo, con una lata de cerveza en las manos y los ojos medio cerrados mientras escuchaba la tormenta. Las gotas de lluvia helada golpeaban las ventanas, mezclándose con los ruidos del videojuego que mantenía ocupado a Mahmoud.
Había sido un día muy extraño.
Abrió un ojo y miró al crío. Estaba sentado con las piernas cruzadas en el colchón que Reno había arrastrado al salón para él. El segundo dormitorio estaba atestado de muebles, pero había conseguido sacar el colchón. A Mahmoud no le habría importado dormir en el suelo... era evidente que había dormido en sitios peores, pero Reno sentía debilidad por el chico. Además, lo más probable era que se pasara toda la noche jugando con la videoconsola.
Había sido amor a primera vista; una sola partida al Mortal Kombat y el chico se había quedado enganchado. Reno lo había retado durante horas, rival tras rival. A veces lo dejaba ganar, y otras tiraba su personaje al suelo y le partía la espina dorsal. A Reno le costaba asimilar que Mahmoud hubiera vivido en un mundo como aquél. Quizá no hubiera visto muchas espaldas rotas en la vida real, pero la sangre le era muy familiar.
Parecía feliz y relajado, con su nuevo peinado de punta color púrpura, su camiseta y los vaqueros deshilachados que habían costado más de lo que un niño soldado podría ganar en toda su miserable vida. Y habían aprendido a comunicarse en una disparatada mezcla de francés, inglés, árabe, japonés y expresiones del videojuego. Al cabo de dos horas de silencio Mahmoud había empezado a hablar, y desde entonces no había parado, mientras los personajes se destripaban entre ellos en la gran pantalla de televisión.
Reno apenas entendía nada, pero no importaba. Mahmoud necesitaba hablar y él se limitaba a escuchar. Pasaron de juegos de lucha a juegos de acción en primera persona, y Reno se vio superado por un crío quince años más joven que él. No podía tolerar na humillación semejante, por lo que pasaron a las aventuras gráficas y juegos de rol, en los que Mahmoud podía recorrer bosques encantados y matar trolls y otras criaturas mitológicas. El chico estaba en su paraíso particular y Reno pudo retirarse a descansar.
Habían llevado a cabo un solemne intercambio de regalos al estilo japonés. Reno le había entregado su posesión más preciada, su videoconsola de bolsillo. No se podía encontrar en el mercado y era tan sofisticada que a su lado la Playstation 3 parecería un Atari. Y Mahmoud le había dado una sarta de abalorios viejos y sin valor que habían pertenecido a su hermana adoptiva. Lo había tomado de su cadáver y había jurado que mataría al hombre que la había asesinado. Le había entregado el collar a Reno junto a su juramento de sangre y venganza. Y Reno, tan frío e insensible como creía ser, se había atado el collar a la muñeca sabiendo que jamás se desprendería de él.
No se oía ningún ruido procedente del piso inferior. Nunca se había percatado de que hubiera un piso escondido bajo su apartamento, y se alegraba de que Peter Madsen no lo hubiera alojado allí durante su periodo de entrenamiento. Inglaterra ya era bastante horrible; estar encerrado en una prisión sería insoportable.
Madame Lambert le había parecido muy distinta al robot frío y profesional que había visto la primera vez que estuvo en Inglaterra, pero su aspecto era completamente distinto al de aquella mujer de mediana edad, sencilla y seguidora de un culto religioso bajo la que se había disfrazado. Tal vez el robot también fuera un disfraz, y la mujer atribulada que los había estado esperando con un hombre inconsciente y un Mahmoud furioso fuese la verdadera madame Lambert.
Normalmente no le importaría. No era asunto suyo. Pero tenía el presentimiento de que no iba a regresar pronto a Tokio, y que si iba a hacer algo, aunque fuera obligado, debería hacerlo bien. Y para cumplir eficazmente con su tarea tenía que conocer a la gente para la que trabajaba.
¿Qué había estado haciendo aquella mujer con el hombre al que había drogado? Era algo más que un peligroso enemigo... a juzgar por la expresión de madame Lambert cuando creía que nadie la estaba mirando. Habían dejado su cuerpo inconsciente en la cama del apartamento secreto y ella se había quedado con él, mirándolo con una expresión inescrutable.
Tal vez lo había matado ya. Pero entonces Madsen le habría pedido ayuda para deshacerse del cuerpo. Los agentes del Comité se habían esfumado y en aquellos momentos sólo parecían estar ellos tres.
Reno esperaba que Taka estuviese cuidando de sí mismo, el muy hijo de perra. Era su primo quien lo había echado de Japón, y aunque Reno tenía que admitir que había perdido los nervios con la gente equivocada, su destierro también guardaba relación con la visita de la cuñada de Taka. Él y su esposa harían lo posible por alejar a Reno de Jilly Hawthorne, aunque eso significara mandarlo al exilio al otro lado del mundo.
Se levantó del suelo, irritado con su familia, con las mujeres, con el Comité, con Inglaterra y con la vida en general.
—Me voy a la cama —le dijo a Mahmoud.
El chico se limitó a asentir, concentrado en el dragón que dirigía por un cielo rojo.
—No te quedes levantado toda la noche —añadió Reno, y enseguida se odió a sí mismo. Se había convertido en un viejo.
El chico podía quedarse jugando con la videoconsola durante días enteros si quería, y no habría nada malo en ello. El propio Reno lo hacía muy a menudo.
El cubo de basura estaba lleno de latas vacías de Red Bull, y las cajas de cereales, recipientes de comida china y bolsas de patatas se desparramaban por todas partes. El chico no había parado de comer. Reno le había enseñado a usar los palillos en vez de
las manos, pero más difícil había sido convencerlo
de que no los dejara clavados en el arroz.
Mahmoud había argüido con perfecta lógica que sólo daría mala suerte si los dejaba de pie en arroz japonés, no chino. Pero luego los había retirado cuidadosamente.
No, el chico tenía razón. Al día siguiente lo llevaría a una tienda de videojuegos y le dejaría probar el Guitar Hero y el Dance Revolution. O podía robar un coche e ir de excursión al campo, donde tal vez podrían encontrar algún castillo.
Al menos su vida ya no era tan aburrida.
Mahmoud no hizo ningún ruido cuando fueron a buscarlo. La lucha fue silenciosa y ahogada, y Reno no se habría despertado si no hubieran volcado el cubo con las latas de refresco. Se lanzó hacia los hombres a través de las sombras y eliminó a dos de ellos gracias al elemento sorpresa. Pero entonces oyó el crujido de su brazo al romperse, como un ruido casi imperceptible a lo lejos. Sintió un destello de dolor cegador, y luego todo fue oscuridad.
Bastien Toussaint recorrió con la mirada las impecables oficinas de Spence-Pierce, preguntándose qué demonios estaba pasando tras los muros dobles del apartamento secreto. Eran las tres de la mañana y estaba tan ansioso por reunirse con Chloe como Madsen lo estaba por enfrentarse a su enojada esposa. Apenas habían avanzado desde que empezaron aquella mañana, pero no se detendrían hasta que averiguaran lo que estaba ocurriendo.
Bastien se reclinó en la silla y aceptó la taza de café que Madsen le ofrecía, generosamente mezclada con whisky escocés. No temía que el whisky mermara sus facultades; la adrenalina le recorría las venas, como si los tres últimos años de paz y sosiego no hubieran existido. Las viejas costumbres nunca morían del todo, pensó mientras contemplaba el arsenal que Peter había dispuesto en el escritorio de teca.
—¿Quieres explicarme por qué nunca te molestaste en decir que Josef Serafín trabajaba para la CIA? — preguntó Peter, rascándose distraídamente la pierna lesionada.
Bastien se encogió de hombros.
—Teníamos un acuerdo. Thomason me envió a Centroamérica para matar a Serafín y a su jefe, Ideo Llosa, el cabecilla del Terror Rojo. Cuando encontré a Serafín, accedió a ocuparse de la otra parte de la misión. Por eso estaba allí. La cuestión es, ¿por qué la CIA quería que contactase con el Comité? ¿Por qué permanecer en la clandestinidad?
— Sólo se me ocurre una buena razón. A la CIA nunca le ha gustado que discrepemos con su ideología política. Muchos de los poderes fácticos del gobierno americano creen que saben lo que es mejor para el mundo, y el Comité no siempre se muestra de acuerdo.
—Lo mismo pensamos nosotros —dijo Bastien—. No compartimos más información con la CIA de la que ellos comparten con nosotros. Deberíamos aprender a trabajar juntos.
—No en esta vida.
Bastien tomó un sorbo de café.
—Puede que no. Supongo que enviaron a Serafín para intentar debilitarnos —no le gustó incluirse en la frase. Él ya no formaba parte del Comité, y nunca volvería—. Su verdadero nombre es Killian, por cierto.
—Thomason dijo que había habido algo entre él e Isobel.
—¿El viejo aún sigue incordiando? Creía que lo habían jubilado hacía tiempo —agarró una de las armas más pequeñas y la sopesó en la mano.
Se había acostumbrado a empuñar martillos en vez de pistolas, y lo prefería así. Pero alguien pretendía matarlo y no le dejaba elección. Iba a volarle los sesos a ese hijo de perra, fuera quien fuera, cuando le había prometido a Chloe que nunca volvería a matar.
Había roto su promesa días antes, cuando aquellos hombres irrumpieron en su casa y amenazaron a su familia. Y sin embargo no había recibido ni el más ligero reproche de Chloe. Seguramente ella también estaba preparada para matar a aquellas alturas, y lo menos que él podía hacer era eximirla de la tarea.
Chloe no necesitaba que la oscuridad que nunca abandonaría el alma de su marido cubriera también la suya.
— Sigue siendo una espina en el trasero. Dijo que Isobel y Serafín tenían una historia, pero no dijo nada sobre la pertenencia de Serafín a la CIA.
Bastien dejó lentamente la taza.
—Me pregunto por qué tienen que morir tantas buenas personas, y sin embargo un pedazo de escoria como Thomason puede retirarse a vivir en el lujo y la abundancia. ¿Por qué no se elimina a la gente que merece morir?
—¿Es una pregunta filosófica? —repuso Peter—. No creo que el destino ni Dios tengan mucho que ver. No creo en uno ni en otro. La verdad es que no creo en nada, y tú tampoco.
—Pasas mucho tiempo intentando convencerte, ¿verdad? —le preguntó Bastien—. Déjalo. Los dos sabemos que es imposible... Y no estoy hablando del destino — se apresuró a seguir, antes de que Peter pudiera protestar — . Estoy hablando del sentido práctico. Thomason se ha ganado muchísimos enemigos a lo largo de los años, incluidos los que trabajaron para él. Los agentes están siendo eliminados uno a uno, y sin embargo nadie se acerca a Thomason. ¿Por qué?
Peter sacudió lentamente la cabeza.
—¿Crees que Thomason podría estar detrás de todo esto?
—No es la clase de hombre que renuncie fácilmente al poder. Me sorprendió que permitiera a Isobel hacerse cargo del Comité.
—No le quedó otra opción.
Bastien cerró los ojos un momento.
—Creo que deberíamos hacerle una visita al señor Thomason.
— Sir Harry — corrigió Peter—. Fue nombrado caballero por sus servicios a la corona.
—Por todos los santos... —murmuró Bastien—. ¿Estás seguro de que no sabe nada de la habitación secreta?
—Sólo lo sabemos Isobel y yo. Y ahora Reno y tú.
—¿Y nadie se ha dado cuenta de que estas oficinas sólo ocupan la mitad del piso?
—Ni siquiera Harry se ha dado cuenta.
—Entonces vamos a tener que decírselo. Y averiguar qué es lo que ha estado haciendo y con quién ha estado hablando en los últimos años.
—No es Thomason —dijo Peter, sin parecer muy convencido—. No puede ser él.
—Pronto lo sabremos. Mientras tanto, ¿no deberíamos comprobar cómo está Isobel? ¿Asegurarnos de que ella y Killian no se han matado entre ellos?
—¿Por qué iban a hacerlo?
—Dímelo tú. Hace tres años que no la veo.
Peter puso una mueca.
—Admito que lo ha pasado muy mal últimamente. Ya sabes lo que este trabajo les hace a las personas. Estoy preocupado por ella.
Una sonrisa fugaz brilló en el rostro de Bastien.
—Nunca me hubiera imaginado que te preocuparas por algo más que por tu propio trasero.
—Y por el trasero de mi mujer —le recordó Peter.
—Un trasero muy bonito, por cierto.
—Cuidado con lo que dices
—No tanto como el de Chloe —añadió Bastien—. Lo siento, no pude resistirme. Dejaremos a madame Lambert y a Killian en el apartamento secreto y... — de repente se calló—. ¿Qué ha sido eso?
—¿Ese ruido? No puede venir del apartamento... Las paredes están insonorizadas. Y tampoco puede venir de la escalera. Seguramente sean ruidos del piso de arriba. Reno es un inquilino bastante ruidoso. Quizá le esté enseñando karate al chico de Killian.
Se oyó otro golpe sordo, más fuerte, y Bastien se levantó de un salto, seguido de Peter.
La puerta del apartamento de Reno estaba abierta, y la única luz procedía del televisor encendido. Los personajes de un videojuego vibraban en la pantalla, inmóviles, esperando que alguien los moviera.
Bastien encendió la luz y maldijo en voz alta. Había sangre, mucha sangre. El cuerpo de Reno yacía en la alfombra, con el brazo torcido en un ángulo imposible y un charco rojo extendiéndose bajo su cabeza.
Y Mahmoud había desaparecido.
Sir Harry Thomason encendió su puro y aspiró una lenta y majestuosa bocanada. Había sacado de la caja fuerte el reloj de oro de su padre, a quien se lo había entregado Winston Churchill en persona. Harry lo llevaba en el bolsillo de su chaleco y le gustaba la sensación de tenerlo apretado contra el estómago. Eran las cuatro de la mañana, una hora intempestiva para estar levantado, pero la situación se acercaba a un punto crítico y él estaba demasiado excitado para dormir. La venganza se respiraba en el aire, junto a la lluvia y el aguanieve.
Stolya y sus hombres habían vuelto con el chico.
Uno de ellos había muerto y habían tirado su cadáver en la cuneta. Otro estaba inconsciente y era improbable que sobreviviera. La escoria amarilla debía de haber ofrecido más resistencia de la esperada. Pero Stolya dijo que lo habían liquidado, por lo que no habría más complicaciones.
El chico fue encerrado en una de las habitaciones del bunker, aferrado a su videoconsola. Stolya había querido quitársela, pero Thomason no se lo había permitido. Serviría para mantener al mocoso ocupado y que no diera problemas. Si Stolya quería el juguete podía esperar hasta que mataran al crío. No tendría que esperar mucho.
Una vez que Serafín descubriera que se habían llevado al chico iría en su busca, aunque Thomason no lograba imaginarse por qué. A alguien como Josef Serafín debería de importarle un cuerno la vida de un niño, y sin embargo lo había mantenido a su lado como un fiel animal de compañía. No había ninguna duda de que acudiría a rescatarlo.
E Isobel iría detrás de Serafín. Era una perfeccionista que nunca dejaba un trabajo inacabado. Su misión era traer a Serafín a Londres para interrogarlo, y sólo la muerte podría impedir que llevara a cabo su propósito.
Era sorprendente que hubiera sobrevivido tantas veces en los últimos días. Las trampas eran perfectas, y Stolya era uno de los mejores. Procedía de una larga estirpe de militares rusos, y a su lado una autómata como Isobel Lambert parecería una blandengue sentimental.
No habría más errores. Madsen era un hombre muy meticuloso, y cuando descubriera que el chico había desaparecido y que el nuevo recluta había sido asesinado, iría a informar directamente a su jefe. Thomason no necesitaba que Peter los condujera hasta Serafín e Isobel... Serían ellos quienes vinieran hasta él. Así todo sería más elegante.
Miró por las ventanas emplomadas de la biblioteca. La casa de campo había pertenecido a su familia durante generaciones, y aunque Harry había tenido que vender algunas de las granjas, aún conservaba una buena porción de tierra. Incluyendo la red de túneles que habían servido como búnkeres durante la Segunda Guerra Mundial, cuando su padre había sido uno de los más leales partidarios de Churchill. Desde aquellas habitaciones selladas habían dirigido toda clase de operaciones secretas, y a diferencia de los búnkeres de Dover Castle, aquéllos aún seguían siendo secretos. Stolya y sus hombres habían vivido allí durante los últimos tres meses, trazando sus planes y perfeccionando sus entrenamientos. Y en una de las habitaciones de cemento encaladas habían encerrado al mocoso.
Allí sería donde Serafín e Isobel encontrarían la muerte. Harry confiaba en que Stolya los hiciera sufrir, pero en el fondo no le importaba. El ruso era el mejor en su trabajo, pero no se imaginaba que aquellos túneles y búnkeres eran una trampa mortal. La policía pensaría que la explosión se había debido a un escape de gas en una zona abandonada de la propiedad de Harry, por lo que nadie se preocuparía de buscar cadáveres entre los escombros.
Le habría encantado estar presente en la matanza, pero había esperado mucho tiempo para ver culminada su venganza, y no podía echarlo todo a perder en el último momento.
Al día siguiente por la tarde habría una terrible explosión en el campo oeste. Isobel y Serafín desaparecerían para siempre, dejando que Madsen se ocupara del desastre. Harry se estaba replanteando su decisión de eliminar a Madsen... Siempre podría encontrarle utilidad a un hombre como él. Peter era un tipo insensible, frío como el hielo, y se podía confiar en él para hacer lo que fuera necesario.
Era una lástima que Bastien Toussaint hubiera desaparecido, pero ya habría tiempo para ocuparse de él.
De momento, el Comité casi se había quedado sin agentes. Y alguna noche, muy pronto, Harry sacaría a pasear a sus spaniels y escupiría en la tierra hundida.
Era demasiado viejo e importante para bailar sobre la tumba. Pero se ocuparía de que sus perros hicieran allí sus necesidades.
Y luego regresaría como el indiscutible salvador del Comité. Y con un poco de suerte, su nombre sería incluido en la lista de honor de la reina. «Lord Harry» sonaba mucho más elegante que un vulgar «sir Harry».
Hasta entonces, necesitaría toda la paciencia posible. La trampa estaba preparada. Sólo había que esperar.
La cama era demasiado pequeña para albergar dos cuerpos, y Killian era muy grande. Sus largas piernas y brazos la rodeaban mientras dormía, y ella debería sentirse sofocada, oprimida...
Pero no era así.
Le dolía el cuerpo. Él no había pretendido hacerle daño, así que ella era la única culpable. Los dos habían llegado hasta el límite y más allá, haciendo cosas que Isobel nunca se hubiera imaginado.
Y ahora, después de una noche de placer interminable, yacía en sus brazos, entrelazada con su cuerpo, con el alma dolorida y el corazón a punto de explotar. Habían tenido sexo de todas clases: sucio, lujurioso, frenético, divertido, delicioso... Y luego, que Dios la ayudara, habían hecho el amor.
Él había alcanzado las profundidades de su cuerpo mientras la miraba fijamente a los ojos, sujetándole el rostro con una ternura devastadora, y cuando llegó al orgasmo en su interior se había quedado inmóvil y le había dicho: «Te quiero».
El monstruo, el carnicero, el hombre que había disparado en la cabeza a una chica embarazada de quince años, el mercenario que trabajaba para terroristas, sádicos y maniacos genocidas, le había dicho que la amaba.
Y aún más espeluznante era que ella también lo amaba, y que siempre lo había amado. Incluso cuando creía haberlo matado. Incluso si había tenido que matarlo, lo había hecho amándolo.
No podía vivir con aquella horrible verdad.
Podría huir. Ella, quien nunca huía, quien nunca flaqueaba, quien nunca eludía su deber. Podría escabullirse silenciosamente de sus brazos, vestirse sin hacer ruido y abandonar aquel lugar para desvanecerse en la noche.
Podía hacerlo. Tenía habilidades de sobra. Peter no la encontraría. Podría, pero no lo haría. La dejaría marchar, porque sabía que ella no escaparía a menos que tuviera que hacerlo.
Y él se haría cargo del Comité en su lugar. Era mejor que ella manteniendo a raya a Thomason, y sabía todo lo que había que saber. A diferencia de Isobel, quien aún tenía que luchar contra las emociones y sentimientos que amenazaban con resquebrajar su capa de hielo, Peter había sofocado cualquier vestigio emocional mucho tiempo atrás. No tenía sentimientos, salvo los que le brindaba a Genevieve. Podía ocuparse del Comité con una frialdad inquebrantable, descubrir quién y qué estaba detrás de la última sucesión de desastres y asegurarse de que los responsables fueran eliminados. También se ocuparía de que Killian recibiera lo que pedía. Y mientras tanto ella se habría marchado, donde nadie, ni siquiera Killian, podría encontrarla.
Fue como si él estuviera oyendo sus pensamientos mientras dormía, porque se removió en la cama y la apretó con fuerza mientras murmuraba un gruñido de protesta. Como si supiera que se disponía a huir.
Intentaría detenerla, naturalmente. Era lo bastante bueno para salirse con la suya. Casi...
Pero al final la dejaría marchar. Porque él no quería amarla, como ella tampoco quería que lo hiciera. Estaban condenados a vivir en solitario. En sus vidas no había espacio para otra persona.
La habitación olía a sexo, creando una atmósfera espesa y embriagadora. Todo el cuerpo le dolía. Se levantó con cuidado de no despertar a Killian y se dirigió al cuarto de baño, donde se metió en la pequeña y oxidada ducha y abrió el grifo a toda presión. Era imposible modernizar las cañerías sin pedir ayuda profesional, y ella le había dicho a Peter con un humor macabro que luego tendrían que matar a los fontaneros. Pero el agua era caliente y abundante, y ella dejó que le recorriera el cuerpo mientras lloraba en silencio.
Y entonces Killian apareció junto a ella en el pequeño cubículo metálico, abrazándola, presionándole la cabeza contra el hombro, y ella siguió derramando lágrimas en el mismo lugar donde le había disparado.
Pensó que volverían a hacerlo. No pondría ningún reparo, aunque sus piernas estaban tan débiles que apenas podía sostenerse en pie. Pero él se limitó a abrazarla, agarró la esponja y le frotó el cuerpo con una ternura exquisita que nada tenía que ver con el sexo.
La besó con suavidad, apartándole el agua y las lágrimas del rostro.
—Todo saldrá bien —le susurró. Palabras reconfortantes sin sentido.
Ella no lo creyó. Aceptar su consuelo era aún peor que amarlo, y al cabo de un momento lo empujó y salió de la ducha para envolverse con una toalla.
Había esperado que él la siguiera y que la llevara de vuelta a la cama. Y ella habría cedido.
Pero no lo hizo. Permaneció en la ducha, y a través de la mampara ella pudo verlo apoyado en la pared, con los ojos cerrados y el agua deslizándose por su cuerpo. Parecía... derrotado. Igual que ella.
Había ropa interior limpia en el armario. Su ropa aún seguía en el suelo del salón. Los pantalones entallados, el jersey de cachemira, los zapatos de piel.... No quería ponérsela, pero no tenía elección. Se vistió rápidamente y se recogió el pelo húmedo en un severo rodete. No quería mirarse al espejo, pero el orgullo fue más fuerte.
Nadie pensaría que era una mujer sin edad. Parecía exactamente lo que era: una joven estúpida, enamorada de un monstruo.
Oyó la señal que hacía la puerta oculta al abrirse y se puso rápidamente la máscara de Isobel Lambert sobre el rostro perdido de Mary Curwen. Cuando Peter entró en la habitación, no quedaba ni rastro de la pobre chica indefensa.
—Lo siento —dijo él—. ¿Estabas despierta?
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella al ver su ropa manchada de sangre.
—Se han llevado a Mahmoud.
— ¿Quién? —los últimos restos de debilidad se desvanecieron, reemplazados por una furia glacial—. ¿Lo han matado? ¿De quién es esa sangre?
—Que yo sepa, Mahmoud sigue vivo. Se lo han llevado como rehén. Para cambiarlo por Serafín... Y la sangre es de Reno.
Isobel sintió cómo una corriente de hielo punzante se propagaba por sus venas.
—¿Lo han matado?
—No. Tiene un corte en la frente y un brazo roto. Puede que haya sufrido una conmoción, pero no podíamos dejarlo en el hospital. Pensamos que sería más fácil si lo traíamos con nosotros. De lo contrario sólo habría dado problemas.
—¿Nosotros?
—Bastien está aquí. Ha traído a Chloe y los niños.... Están en la casa de Golders Green con Genevieve. Alguien intentó matarlos en Estados Unidos.
—Nadie podría traspasar sus sistemas de seguridad —dijo ella—. Y sólo el Comité conocía su paradero.
—Exacto —corroboró Peter. Sacó un aparato de su bolsillo y lo dejó sobre la mesa—. Los secuestradores dejaron un GPS con instrucciones precisas. Killian tiene que seguirlas, solo, y entonces soltarán a Mahmoud.
—¿Por qué creen que Killian va a hacerlo?
—¿Por qué ha insistido en traer al crío a través de medio mundo? No importa por qué; lo único que importa es que no se ha separado de él en ningún momento y no va a hacerlo ahora.
—¿Has podido descargar la información del GPS?
—Aún no, pero Bastien ha conseguido las coordenadas. Algún lugar de Wilders.
—Maldición —masculló ella. De repente todas las piezas encajaban—. ¿Cómo hemos podido ser tan idiotas? Ahí es donde tiene Harry Thomason su casa de campo. Pero ¿por qué? ¿Ha matado a todas esas personas sólo por su orgullo herido?
— Oh, es más que eso —dijo Peter—. Creo que quiere hacerse otra vez con el Comité, y la mejor manera es demostrar tu incompetencia. Los agentes que murieron bajo tu mando son un perfecto ejemplo.
—¿Cómo? —espetó ella—. ¡Él ordenó que se eliminara a la mitad de las personas que estaban a sus órdenes!
—No creo que esté pensando en darte la ocasión de discutirlo. Los ataques a Serafín... Killian... han sido igual de peligrosos para ti. Creo que tú eras el verdadero objetivo.
—Ya se lo dije yo — Isobel no había oído a Killian entrar en el salón. Estaba completamente vestido, con el pelo húmedo por la ducha y los ojos ensombrecidos. Vio la marca de sus labios en el cuello y apartó la mirada, estremeciéndose—. Pero ella se negaba a creerlo.
Peter miró fijamente a Killian.
—No nos has dado muchos motivos para creer en ti hasta ahora. Soy Peter Madsen, por cierto. Fui uno de los que te subió hasta aquí. Si tienes unos cuantos cardenales puedes darme a mí las gracias.
—Oh, creo que Isobel contribuyó con su parte — dijo él, mirándola de reojo. Ella lo ignoró y mantuvo una expresión pétrea.
—¿Cuánto tiempo llevas escuchando? —le preguntó Peter fríamente.
—Desde que has entrado. Tienen a Mahmoud y quieren cambiarlo por mí. Muy simple.
—No tanto. Quieren a Isobel.
Killian esbozó una tranquila sonrisa.
—Todo sigue siendo muy simple. Él es el chico malo. No le daremos lo que quiere. Iré a por Mahmoud y tú la mantendrás aquí.
—¿Crees que puedes ir hasta allí y llevarte a Mahmoud sin más? —le preguntó Isobel, perdiendo la calma—. No sabía que fueras tan tonto para subestimar al enemigo.
—Parece que es más enemigo tuyo que mío —repuso Killian—. Y yo nunca subestimo a nadie. Salvo a ti, quizá —sus enigmáticas palabras quedaron suspendidas en el aire—. Se me da muy bien congraciarme con las malas personas, Isobel. Le diré que estoy dispuesto a entregarte a ti a cambio de Mahmoud.
—¿En serio? ¿Abandonarías a Isobel por Mahmoud? ¿Por qué? —preguntó Peter, sin molestarse en ocultar su desprecio.
—No he dicho que vaya a hacerlo. No soy digno de confianza —dijo Killian con una irónica sonrisa—. Una vez que Mahmoud esté a salvo, tú y los otros agentes que aún no hayan muerto podéis ir a limpiar los restos.
—Tengo un viejo amigo tuyo en el piso de abajo —dijo Peter—. Bastien Toussaint.
Killian no mostró la menor sorpresa.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Pero Bastien tiene buena memoria.
—Igual que yo.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —exigió saber Isobel—. Hay algo que no me estáis contando.
Peter miró a Killian.
—¿Se lo cuentas tú o lo hago yo?
—Creo que éste no es el mejor momento para complicar más las cosas. Tenemos que sacar a Mahmoud de allí, aunque si el chico sigue armado apostaría por él contra cualquier matón que Thomason haya contratado.
Isobel sintió los ojos de Killian fijos en ella, pero se negó a mirarlo. Había traicionado todo en lo que creía al acostarse con él, y lo peor que podía pasar había pasado. Pero tenía que recuperarse y ocuparse de la situación como ella sabía, tomar decisiones difíciles, hacer lo que era necesario...
—Tú te quedarás aquí —decidió—. Y no hay discusión que valga. Eres demasiado valioso como para arriesgarte por un niño. Te dije que era un estorbo... Tendrías que haberte librado de él hace tiempo.
—¿Por eso te abrasaste la espalda al protegerlo del coche bomba? —preguntó Killian con voz sedosa.
—Fue un impulso equivocado. Lo rescataremos si podemos. Pero esto es un asunto interno... Te están usando, y no voy a permitir que eso suceda. Por eso vas a quedarte aquí.
—¿Y si decido no hacerlo?
—No tienes elección. Es tan difícil salir de este lugar como entrar.
Estaba preparada para enfrentarse a su furia, pero él se limitó a encogerse de hombros.
—Muy bien. Si estoy al margen, estoy al margen. Voy a prepararme algo de comer. Por alguna razón, se me ha abierto el apetito.
Los ojos de Isobel no delataron ninguna expresión ni el menor rubor se asomó a sus mejillas. Volvía a tener el control de sí misma, y era como si las horas de pasión frenética nunca hubieran tenido lugar.
—Dame un minuto, Peter. Había dejado su elegante bolso de piel en el dormitorio, junto a la cama deshecha. Los bolsillos interiores contenían dos revólveres, una jeringuilla, una Tazer aturdidora que podía ser letal y un dispositivo de rastreo de emergencia. Entró en la habitación y encendió la luz del techo.
Se quedó paralizada por unos segundos. Aún olía a sexo. La mitad del colchón se había deslizado fuera de la cama, las sábanas estaban revueltas y las almohadas habían desaparecido.
Vio el bolso bajo una esquina de la cama y se arrodilló para recogerlo. Entonces sintió la presencia de alguien en la puerta, observándola.
Sólo era Peter. Entró en la habitación y la observó con aquellos ojos azules y fríos a los que nada se les pasaba desapercibido.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella hizo ademán de apoyar la mano en la cama para auparse, pero no quiso tocarla. Con cualquier otra persona podría haber fingido, pero aquél era Peter, la única familia que tenía.
—La he fastidiado —admitió con una sonrisa torcida—. Supongo que todo el mundo se acuesta con un monstruo al menos una vez en la vida.
—Hay algo que debo decirte...
— ¿Qué está haciendo Killian? —preguntó ella, sentándose sobre los talones—. Por cierto, ¿cómo sabías que su nombre era Killian? ¿Es su verdadero nombre?
—Lo es. Bastien me lo dijo.
—¿Qué más te dijo?
En ese momento se oyó un débil crujido en el interior de las paredes.
—¿Qué ha sido eso? —¿Ratas?
—No lo creo. No hay manera de salir de aquí, ¿verdad? ¿Es posible que haya abierto una ventana?
— Sabes tan bien como yo lo seguro que es este apartamento. Las ventanas están aseguradas con clavos.
El ruido se hizo más débil, y una expresión de horror cruzó el rostro de Isobel. Se levantó del suelo y corrió al salón. Estaba desierto, igual que la cocina. No había ni rastro de Killian.
—¿Cómo demonios ha escapado? —preguntó Peter.
—El montacargas —dijo ella. Abrió el viejo armario de la cocina para revelar el hueco—. ¿Cómo sabía que estaba ahí? Lo dejamos por si alguien necesitaba una salida de emergencia, ¿recuerdas?
— Supongo que ha resultado útil, después de todo —dijo Peter.
—¿Es lo único que se te ocurre? —espetó ella—. Va a jorobarlo todo. Y luego desaparecerá y seguirá cometiendo toda clase de crímenes atroces contra la humanidad. Y nosotros nos quedaremos sin recibir nada a cambio, aunque siempre me ha parecido que el acuerdo era repugnante...
—Cálmate, Isobel. Olvídate de Killian. Tenemos que concentrarnos en detener a Thomason, y Reno está furioso. Ha dicho que los matará a todos antes de encargarse de Thomason, y no creo que sea una simple rabieta. No era sólo su sangre la que había en el piso.
—Killian no sólo ha huido, Peter —dijo Isobel—. Ha ido en busca de Mahmoud.
—Maldita sea —exclamó Peter—. Se ha llevado el GPS.
—Pues claro. Está decidido a encontrar al chico.
—Bastien lo detendrá.
—Bastien no podrá hacer nada. No consiguió detenerlo hace tres años, y lleva mucho tiempo retirado. Tenemos que ponernos en marcha. Quizá podamos llegar a casa de Thomason antes que Killian. Tendrá que robar un coche y no conoce estas calles, así que le llevamos ventaja. A no ser que sea más salvaje de lo que creo que es y le pegue un tiro a Bastien en su huida.
—Tendría que enfrentarte a Reno. Y que yo sepa no tiene ningún arma.
Isobel abrió el bolso que había recogido del dormitorio. Los dos revólveres habían desaparecido.
—Sí, la tiene. Dos.
—Bien. Pero no va a matar a Bastien.
—¿Por qué no?
Peter titubeó un breve instante.
—Porque Killian trabaja para la CIA. Esto no es más que otra operación encubierta para hundir al Comité, pero esta vez Harry Thomason se ha adelantado.
—¿Qué? —Isobel sintió que todo le daba vueltas y tuvo que agarrarse a la encimera de la cocina—. ¿Killian es...?
— Uno de los buenos. O al menos no es de los malos. Deberíamos haberlo imaginado, ya que cada vez que fracasaba se salvaban cientos de vidas. Es bueno en su trabajo. Muy, muy bueno. Él y Bastien llegaron a un acuerdo hace años.
—Voy a matarlo —dijo ella con voz dura y decidida.
—Creía que te lo habría dicho —dijo Peter—. Teniendo en cuenta... — no acabó la frase, pero ella sabía que se refería al desorden del dormitorio.
— Yo también lo habría creído —murmuró — . Salgamos de aquí. Tenemos que llegar a Thomason antes que él.
—¿Por qué? Thomason lo mantendrá con vida hasta que te tenga a ti.
—Porque quiero estar allí para matarlo yo misma —respondió ella.
—¿A Thomason o a Killian?
—A los dos.