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Capítulo 1

 

AHORA

 

Madame Isobel Lambert estaba agotada después de un largo fin de semana en Lake District. Había jugado con los revoltosos hijos de sus anfitriones, había dado largos paseos, había comido hasta saciarse, había bebido demasiado vino tinto, había luchado con su conciencia y había matado a dos hombres. Todo sin fumarse un cigarrillo. No era para estar precisamente animada.

Los hombres se habían merecido morir, de eso no había duda. Manuel Kupersmith y Jorge Sullivan, traficantes de droga con un gusto especial por la tortura y el terrorismo, eran lo peor de su calaña, y con ellos no servía la justicia tradicional. Si hubiera tenido que hacerlo, les habría metido una bala a cada uno en sus retorcidos cerebros. Pero le bastó con sabotear su coche. Mientras ella pasaba el fin de semana con un miembro del parlamento y su joven familia, le resultó bastante fácil colarse en el garaje de la pensión mientras los dos hombres estaban en la cama. Sabía mucho de coches, y si sus cálculos eran correctos, los frenos fallarían en la empinada curva sobre el acantilado Lohan. Si los frenos fallaban demasiado pronto, el coche podría atropellar a un peatón; si fallaban demasiado tarde, podrían chocar contra un coche en el pueblo vecino. Isobel no quería provocar daños colaterales, pero valía la pena correr el riesgo.

Al final, todo salió a la perfección. Cuando sus anfitriones la llevaban a la estación de tren en Lohan Downs, pasaron junto a los coches de policía y el tramo acordonado de carretera. Su anfitrión hizo algunos comentarios sobre la seguridad vial e Isobel se permitió un silencioso suspiro de alivio.

Se había llevado el Sunday Times para el viaje en tren de vuelta a Londres, y acabó el crucigrama en un tiempo récord. Su piso en Bloomsbury la recibió con un silencio sepulcral. Se despojó de la ropa y se fue directamente hacia la ducha, tan serena e impasible como siempre, ignorando el temblor de sus manos.

Esperó a que el agua se hubiera calentado antes de colocarse bajo el chorro. Y sólo entonces se echó a llorar. Un llanto silencioso y sosegado, no por los hombres muertos, sino por su propia alma perdida.

 

 

Peter Madsen levantó la mirada cuando madame Lambert entró en la oficina a la mañana siguiente con un vaso de café en una mano y un periódico bajo el brazo. El mismo periódico que Peter estaba leyendo en ese momento.

—Es una lástima lo de ese accidente cerca del acantilado Lohan —dijo, mirándola con sus penetrantes ojos azules.

— Y tanto que sí —repuso ella con la misma tranquilidad. Peter hubiera podido encargarse de ello, pero se había retirado de esa clase de trabajo. Todo el mundo tenía sus límites con el trabajo sucio; o acababan quemados o empezaban a cometer demasiados fallos. Peter era carne de oficina, no por culpa de su pierna lesionada, sino porque había visto y hecho demasiado. Su única ambición ahora era llevar lo más parecido a una vida normal junto a su esposa americana, e Isobel no haría nada por intentar cambiarlo.

Pero se estaba quedando sin gente en la que poder confiar. En los tres años transcurridos desde que ocupara el lugar de Harry Thomason como jefa del Comité había perdido a tres hombres muy eficientes. Bastien había desaparecido en las montañas de Carolina del Norte con su mujer y sus hijos, Peter se había retirado del servicio activo, y Takashi O'Brien alternaba su tiempo entre Tokio y Los Angeles. Aún se podía contar con él para hacer lo que fuera necesario, pero Isobel no era la clase de mujer que les encargara a otras personas las cosas que ella nunca haría. Y Takashi también había iniciado una nueva vida; no necesitaba mancharse las manos de sangre.

Morrison en Alemania y MacGowan en Centroamérica seguían en activo, y la misión tailandesa estaba casi completada. El primo de Takashi, Hiromasa Shinoda, llegaría a la ciudad en cualquier momento, y si era la mitad de bueno de lo que decía Takashi sería una ayuda muy valiosa. Pero pasaría un tiempo hasta que se le pudieran asignar misiones en solitario, e Isobel no sabía a quién podía encomendarle su entrenamiento.

Odiaba no tener las cosas claras.

—Pareces nerviosa —observó Peter con voz fría y desprovista de toda simpatía; justo lo que ella necesitaba.

—Estoy bien. ¿Alguna noticia del primo de Taka?

— Aún no. Has recibido varias llamadas.

Algo en su tono de voz hizo que a Isobel se le formara un nudo de aprensión en el estómago.

—Harry Thomason, supongo —dijo, mirándolo con el rostro imperturbable.

—Entre otros.

Sólo estaban ellos dos en las oficinas de SpencePierce Financial Consultants, Ltd, la tapadera del Comité en Kensington. Cualquiera que consiguiera contactar con ellos debía tener una buena razón para hacerlo. Los asuntos más triviales se llevaban a cabo desde lejos.

Isobel se sentó en el sillón de cuero frente al escritorio de Peter y cruzó las piernas. Tenía unas buenas piernas para una mujer de sesenta años. Incluso para una mujer de cuarenta. Y no estaba mal para alguien de su edad real.

—Puedes contármelo —dijo, tomando un sorbo de café—. Que yo sepa, nunca te has mostrado especialmente sensible a mis cambios de humor.

Peter se echó a reír, algo a lo que Isobel empezaba a acostumbrarse lentamente. Habían pasado más de diez años desde que lo conociera hasta que lo oyó reírse por primera vez.

— La sensibilidad nunca ha sido mi fuerte — dijo—. Thomason quiere saber lo que vas a hacer con Serafín.

—Thomason puede irse al infierno —respondió ella dulcemente—. ¿A quién tenemos para liquidarlo?

—A nadie. Bastien hizo algo del trabajo preliminar y yo también. La situación se ha estabilizado y hay cosas más importantes de las que ocuparse.

— Serafín el Carnicero —dijo ella. Parecía que las cosas iban de mal en peor—. Creía que se había desvanecido al igual que Qaddafi.

—Ya ves que no. Sólo los buenos mueren jóvenes, y Josef Serafín no entra en esa categoría.

Isobel miró hacia su despacho, deseando encerrarse allí y apoyar la cabeza en su inmenso escritorio de teca. Y quizá aporrearlo unas cuantas veces. Pero Peter la estaba observando, leyéndole el pensamiento. Era lo malo de trabajar con alguien como él... Era lo bastante listo e intuitivo para saber lo que pensaba en todo momento.

—Ponme al corriente —le pidió ella—. Dime que vamos a conseguir acabar con él. Por favor.

—Me temo que no puedo hacerlo. Vamos a tener que salvar a ese hijo de perra.

—Odio este trabajo —dijo Isobel, recostándose en el sillón y cerrando los ojos un momento mientras aferraba con fuerza el vaso. Peter podría ver el menor temblor de su mano—. Detalles. Quiero saberlo todo sobre Serafín y por qué tenemos que mantenerlo con vida. Encontraré la manera de liquidarlo.

—Lo dudo. Ni siquiera Bastien logró hacerlo cuando se le ordenó.

—Lo había olvidado... Dame los detalles —volvió a pedirle con voz cansina.

—Josef Serafín, cuarenta y pocos años. Nadie sabe dónde nació... posiblemente en alguna chabola de Sudamérica. Su primera aparición fue a finales de los ochenta, en una operación de contrabando de armas en el Congo. A partir de ahí se dedicó a ampliar horizontes. Tomó parte en un cartel de Colombia, se libró por los pelos de la gran redada en Cartagena y empezó a contratar sus servicios como asesino. Trabajó para Sendero Luminoso en Perú, para las Brigadas Rojas en Italia y estuvo también en Croacia, Somalia y Corea del Norte. No ha habido un solo lugar conflictivo en el mundo que no haya pisado. Más tarde cambió el crimen por la política y se convirtió en la mano derecha de tres de los más despiadados dictadores de la historia moderna. Consiguió escapar ileso justo antes de que fueran derrocados, y durante los últimos cinco años ha estado trabajando en África, llevando a cabo limpiezas étnicas y purgas políticas.

—Un encanto de hombre —murmuró Isobel—. ¿Y se supone que tenemos que salvarlo?

Peter no se molestó en responder a la pregunta.

—Actualmente se encuentra escondido en alguna parte de Marruecos, pero no sabemos hasta cuándo podrá durar. Se ha ganado más enemigos que Bin Laden. La última persona para la que trabajó fue Fouad Assawi, pero éste fue asesinado. El mayor peligro es Vladimir Busanovich. La última vez que Serafín trabajó para él la fastidió. Por lo visto, algo salió mal en la última ronda de ejecuciones y trescientos enemigos de Busanovich escaparon en las mismas narices de Serafín. Busanovich no es un hombre muy tolerante.

—¿Y tenemos que salvar a Serafín porque...?

—Porque sabe todo lo que hay que saber sobre los mayores terroristas del mundo y está dispuesto a canjear esa información por un billete que lo saque de Marruecos. Ahí es donde entramos nosotros.

Isobel titubeó un momento. Siempre podría negarse. Al fin y al cabo era la jefa del Comité y tenía la última palabra. Las órdenes eran dictadas por un misterioso grupo de ancianos en la sombra, el verdadero «comité», al que se había unido Harry Thomason, el azote y antiguo jefe de Isobel. A ella le gustaría culparlo de aquella situación, pero Thomason siempre había estado dispuesto a eliminar a cualquiera con el menor pretexto, y hacía tiempo que alguien tendría que haber liquidado a Serafín. El mismo Thomason había ordenado que se eliminara a Serafín media docena de veces, pero nadie, ni siquiera Sebastián ni Peter, había podido acercarse a él.

Hasta ahora. Todo el mundo cometía errores, y Serafín no estaría pidiendo asilo si no hubiera jorobado sus órdenes letales.

—¿Cuál es el plan? —preguntó, apartándose su perfecto cabello rubio del rostro—. Y no me digas que no tienes ningún plan... Te conozco demasiado bien. ¿A quién vamos a enviar? Estamos faltos de personal, y Genevieve me cortaría la cabeza si se me ocurriera mandarte a ti.

Peter volvió a sorprenderla con otra de sus escasas e inesperadas sonrisas.

—Y después cortaría la mía. He pensado en Taka, pero aún está ocupándose de ese asunto de los cultos en Japón. Además, no nos han dado elección.

Isobel arqueó una ceja, expectante.

— Quieren que vayas tú —dijo Peter—. Es una orden directa. Tienes que ir a Marruecos, contactar con Serafín, sacarlo de allí y traerlo a Londres.

—¿Y después?

Peter se encogió de hombros.

—Tiene un montón de millones ahorrados en alguna cuenta internacional. Se ha pasado los últimos veinte años ofreciendo sus servicios al mejor postor... Una vez que nos haya facilitado la información, podrá desaparecer sin problemas. Con nuestra ayuda —añadió, sin que pareciera hacerle mucha gracia. Isobel se sentía igual.

—Quizá podría sufrir un pequeño accidente una vez que nos haya dado la información —dijo ella—. Los accidentes ocurren...

— Sí, ocurren muy a menudo —corroboró Peter—. Puedo encargarme de ello, si quieres.

Isobel evitó su mirada. «Nunca hagas hacer a los demás lo que no estés dispuesta a hacer tú misma».

—Primero vamos a ver si podemos traerlo vivo. ¿Sabemos qué aspecto tiene?

—Tenemos algunas fotos de su estancia en Bosnia, hace ocho años, pero no muestran mucho. Tan sólo a un hombre alto con barba y gafas de sol. También contamos con un par de descripciones recientes de gente que escapó a la carnicería. Lo reuniré todo y veremos qué podemos sacar.

—Tú y tus malditos ordenadores —dijo Isobel. Desde que se retirara del servicio activo, Peter se pasaba el tiempo jugando con los últimos adelantos tecnológicos—. A ver qué puedes conseguir.

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos?

La inesperada pregunta de Peter casi hizo que Isobel bajara la guardia.

—Casi diez años. ¿Por qué?

—Pareces cansada.

—¿Insinúas que aparento la edad que tengo? — preguntó ella.

—No sé cuál es tu edad —respondió él—. Podrías tener cuarenta o sesenta años.

—O veinte u ochenta —repuso ella—. Me cuido muy bien, y he tenido a los mejores cirujanos plásticos. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque tarde o temprano se hace demasiado difícil seguir. Los dos lo sabemos. Y me gustaría que me avisaras con tiempo si vas a quemarte.

—¿Crees que soy demasiado mayor para este trabajo? Si tan impaciente estás porque me retire, te lo haré saber con antelación cuando considere esa posibilidad. De momento, aún me quedan muchos años en esto.

—Bastien se retiró antes de llegar a los cuarenta.

—Cierto. Y supongo que si no fuera por mí tú también te habrías retirado hace tiempo, ¿verdad?

—He visto lo que ese trabajo les hace a las personas. Las convierte en monstruos como Thomason, o las consume como...

—Como a mí.

—Como a Bastien. Como a mí. Como a ti.

Isobel se levantó con su elegancia habitual.

—Te diré lo que puedes hacer, Peter. Encuéntrame un sustituto que tenga conciencia, búscate otro para ti, y entonces me retiraré.

—No se puede hacer este trabajo y tener conciencia.

—Es difícil. Pero la conciencia es nuestra única tabla de salvación. Sin ella nos convertiríamos en otro Thomason, vengándonos de nuestros amigos tanto como de nuestros enemigos —se dirigió hacia su despacho—. Encuéntrame al mejor hombre que puedas para Serafín.

—Ya he descargado los archivos en tu ordenador —dijo él, y guardó un breve silencio—. Podría ir yo.

—No —rechazó ella tajantemente.

—¿Y el primo de Taka, si alguna vez aparece?

—Taka nos mataría. Enviar a alguien al norte de África en busca de Serafín no es precisamente un juego de niños. Sería como meter a un cordero en la guarida del lobo. Aunque no creo que ningún pariente de Taka se asemeje a un cordero...

—Bastien...

—No metas a Bastien en esto. ¿Crees que no puedo ocuparme yo? —lo preguntó en tono ligeramente burlón, pero no consiguió arrancarle una sonrisa a Peter.

—Puedes ocuparte de cualquier cosa, Isobel. Pero no sé si quieres hacerlo. Has cambiado.

Ella parpadeó un par de veces.

—Lo dudo. Sigo siendo la misma profesional con la misma sangre fría de siempre. Eres tú el que ve las cosas de otro modo desde que te sedujo el amor verdadero.

Peter no se molestó en responder. Se limitó a arquear una ceja e Isobel no quiso discutir. ¿Para qué malgastar el aliento con mentiras? En algún momento de los últimos cinco años, su coraza había empezado a resquebrajarse. Su fortaleza se había reducido a una tenue apariencia bajo la que empezaban a agitarse un cúmulo de aciagas emociones. La Reina de Hielo comenzaba a mostrar signos de flaqueza.

Pero no iba a discutir. Iba a hacer lo que tenía que hacer.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—No mucho —respondió él—. Mucha gente quiere la cabeza de Serafín. Cuando antes lo tengamos, mejor.

Ella asintió con firmeza.

—Saldré mañana.

—Puedes esperar unos días...

—Unos días no supondrán la menor diferencia dijo ella. Ni siquiera unos cuantos años. Tenía que mantenerse activa. Si permanecía quieta durante mucho tiempo empezaría a pensar, a sentir, y entonces más le valdría estar muerta—. Mañana.

Peter la miró por un largo rato, y finalmente asintió.

—Me encargaré de prepararlo todo.

Isobel cerró la puerta de su despacho, se derrumbó en el sillón de piel y cerró los ojos. Necesitaba un cigarrillo más que el aire que respiraba, lo que le pareció irónico. No iba a dejar el tabaco para prolongar su vida... En su profesión no tenía que preocuparse por la longevidad.

No le gustaba la sensación de debilidad ni necesidad. Se inclinó hacia delante y consultó los archivos que Peter le había descargado en el ordenador. Una foto granulada de Josef Serafín apareció en el monitor. Peter se había empleado a fondo para limpiar la imagen y hacerla más nítida, y de repente Isobel entornó la mirada. Se acercó a la pantalla y sintió cómo el corazón le daba un vuelco.

—Killian —susurró, y la oscuridad se cernió sobre ella.

 

 

 

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Capítulo 2

 

ANTES

 

Había sido una chica salvaje, con una melena desgreñada de rizos rojizos, un carácter obstinado, un corazón apasionado y un alma inocente. A los diecinueve años había metido sus pertenencias en una mochila, había tomado un vuelo barato hasta Londres y allí se dispuso a hacer autostop para llegar al Cordon Bleu, la famosa escuela de cocina de París.

En Vermont no dejaba a nadie por quien preocuparse. Su madre había muerto muy joven y su padre tenía una nueva familia. Mary Isobel Curwen no era más que el recuerdo de otra vida. No pertenecía a ellos.

No era una chica imprudente, tan sólo una ignorante. Si no hubiera decidido recorrer Inglaterra haciendo autostop antes de que empezaran las clases, si hubiera esperado para irse con sus amigas, si hubiera tenido el suficiente sentido común para no meterse en los barrios bajos de Plymouth en mitad de la noche... Si, si, si. Sólo ahora que era más vieja y sabia podía verlo en perspectiva.

Aquella noche no se había percatado de que alguien la estaba siguiendo. Un grupo de silenciosos depredadores, moviéndose en la oscuridad como una manada de lobos hambrientos. Cuando finalmente se dio cuenta de que no estaba sola ya era demasiado tarde. Había arrastrado a la escoria al salir del pub, y se había alejado demasiado del albergue juvenil donde había dejado sus cosas. Oyó el roce de una bota contra el suelo, una risa ahogada, y un terror glacial se apoderó de ella. Llegó al final de la calle y torció a la izquierda con la intención de ocultarse en las sombras. Pero entonces descubrió que era un callejón sin salida, iluminado por la luna llena de agosto.

Y allí la atraparon. Un puñado de jóvenes, algunos de ellos incluso más jóvenes que ella, pero en absoluto inofensivos. Le cortaron la salida y un millar de pensamientos escalofriantes le pasaron por la cabeza. Si desaparecía, nadie la echaría en falta. Su padre ya la había olvidado, y aunque sus amigas en Vermont podrían preocuparse, sería demasiado tarde para recibir cualquier tipo de ayuda.

Nadie iba a salvarla. Nadie la echaría de menos. Estaba sola e iba a morir o a quedar gravemente herida.

—No tengo dinero —dijo, intentando mostrar una tranquilidad que no sentía.

— No queremos tu dinero —respondió uno de ellos mientras avanzaban hacia ella—. ¿Quién quiere ser el primero?

—Yo —dijo uno de los más jóvenes, un chaval flacucho con dientes picados y una expresión feroz en los ojos, llevándose las manos al cinturón.

Isobel abrió la boca para gritar, pero al segundo siguiente todos estaban sobre ella, tirándola al suelo lleno de porquería, clavándole sus manazas, aprisionándola con sus cuerpos. Por mucho que intentó debatirse, patear y golpear, nada pudo hacer para liberarse. Sintió algo cortante en el cuello y el joven le sonrió con lascivia.

—No me importaría rajarte el cuello. Si quieres desangrarte mientras te penetro, a mí me da igual.

—Por favor —susurró ella con voz agónica, sintiendo la hoja contra la piel. Unas manos le tiraron de los vaqueros y pateó con fuerza. Su pie impactó con algo, y a juzgar por el grito de dolor, debió de resultar muy doloroso.

El chico que estaba sentado a horcajadas sobre ella se dio la vuelta y gruñó como un perro rabioso, y por un momento la presión del cuchillo se aligeró. Isobel le golpeó la cabeza con la suya, se lo quitó de encima e intentó levantarse. Pero eran demasiadas manos, demasiados cuerpos, y sabía que no tenía escapatoria.

—Apartaos de ella.

La voz era fría y con acento americano, y tan amenazadora que el grupo de adolescentes se detuvo al instante.

El chico que la aprisionaba se apartó de ella y escudriñó las sombras.

—No seas idiota... Somos siete contra uno. Lárgate si no quieres recibir tú también.

—Apartaos de ella —volvió a decir la voz—. O será peor para todos vosotros.

—¿Y qué vas a hacer tú?

La escena que siguió fue frenética y difusa, como si transcurriera en un sueño. Hubo un destello de luz y el chico salió volando hacia atrás, como si lo hubieran levantado unas manos invisibles. Un momento después se oyó un disparo y todos salieron corriendo, desapareciendo en las sombras, y todo quedó en silencio.

—¿Estás bien? —le preguntó el hombre, surgiendo de la oscuridad. A la luz de la luna parecía muy normal. Alto, con vaqueros y camiseta, unos cinco años mayor que ella. No era el tipo para asustar a una panda de violadores. Pero los había hecho huir a todos. La había salvado... Era uno de los buenos.

Le tendió una mano, pero por un momento Isobel quiso apartarse de él. Estaba siendo una estúpida y aceptó su mano para permitir que tirara de ella y la pusiera en pie.

—¿Estás bien? —volvió a preguntarle.

— Sí —mintió — . ¿Cómo has podido hacerlos huir?

Era más alto que ella, delgado y de aspecto inofensivo.

—El petardeo de un coche —respondió él tranquilamente—. Debieron de pensar que tenía una pistola.

Aún la tenía sujeta por la mano y ella la retiró de un tirón, repentinamente nerviosa.

—No voy a hacerte daño —le aseguró él, ladeando la cabeza para mirarla. Llevaba unas gafas que le daban un aire intelectual—. ¿Seguro que estás bien? Creo que debería llevarte a un hospital.

—Estoy bien —respondió ella con más firmeza—. Sólo necesito volver al albergue.

—¿El albergue de Market Street? Te llevaré en mi coche.

Ella lo miró fijamente.

—¿De verdad piensas que voy a subirme al coche de un extraño por inofensivo que parezca, justo después de haber estado a punto de ser violada y asesinada? ¿Tan tonta crees que soy?

—¿Parezco inofensivo? —preguntó él en tono ligeramente divertido—. Supongo que lo soy. Pero al menos he conseguido hacerlos huir. Y no sé si serás tonta o no, pero es una completa estupidez pasear sola de noche por esta parte de la ciudad. Te guste o no, no voy a dejarte hasta que estés a salvo en tu albergue, con las puertas cerradas con llave.

—No echan la llave en el albergue.

Él la miró en silencio. A la débil luz de la luna Isobel no podía distinguir sus rasgos. Tan sólo veía a una figura alta y delgada, casi raquítica, con el pelo largo y gafas con montura de alambre. Inofensivo. Isobel conocía bien a las personas y sabía que no corría ningún peligro con él, de modo que consiguió esbozar una sonrisa forzada.

—Está bien —accedió—. Puedes llevarme al albergue de Market Street y ahuyentar a los maleantes. O podemos ir andando. No está lejos.

— Si eso es lo que quieres... Y podrías contarme algo de ti. Por ejemplo, por qué no estás sufriendo un ataque de histeria, al haber estado a punto de ser violada y asesinada.

— Soy una persona práctica, y los ataques de histeria no me ayudarán en nada. Esperaré hasta que esté sola.

—No hay mucha intimidad en un albergue juvenil.

Ella volvió a levantar la mirada hacia él. —Parece que te preocupan mucho mis reacciones.

—Eh, no todos los días se salva a una damisela en apuros. Es normal que me preocupe —su voz sonaba natural y despreocupada, y las luces de la calle se reflejaban en los delgados cristales de sus gafas cuando salieron del callejón.

Isobel se apartó un mechón del rostro.

—No soy una damisela en apuros. Soy una estudiante de camino a Cordon Bleu en París, y puedo cuidar de mí misma.

—Ya veo. Las clases no empiezan hasta dentro de tres semanas. ¿Qué haces viajando sola por Inglaterra?

La inquietud que casi la había abandonado volvió a invadirla.

— ¿Cómo sabes cuándo empiezan las clases en Cordon Bleu?

—He vivido varios años en Francia, y estoy a punto de regresar. Estudio en una pequeña academia de arte en París, y quería recorrer un poco el país antes de volver. ¿Cuál es tu excusa?

El miedo se desvaneció por completo.

—Pensaba hacer lo mismo. Me dijeron que era seguro hacer autostop en Europa.

—No cuando se tiene tu aspecto.

Era un simple comentario que no se acercaba ni de lejos a un cumplido, por lo que Isobel no supo cómo responderle. Comprobó asombrada que ya habían llegado al albergue, donde una luz amarilla iluminaba la puerta principal.

—Gracias por tu ayuda —le dijo, tendiéndole la mano.

Él la miró por un momento con una sonrisa sarcástica. A la luz de la puerta Isobel pudo verlo mejor. Llevaba el pelo atado con una cinta de cuero y tenía un rostro alargado y austero cuyo único rasgo destacable eran sus labios, bonitos y carnosos.

La tomó de la mano e hizo una exagerada reverencia.

—A tu servicio. Mi nombre es Killian, por cierto.

—¿Es tu nombre o tu apellido?

—Elige tú misma. Me llamo Thomas Henry Killian St. Claire, pero el resto no me interesa mucho. ¿Y el tuyo es...?

—Mary.

Él esperó pacientemente, sosteniéndole la mano.

—Mary Isobel Curwen —dijo ella finalmente, retirando la mano.

—Bien, Mary Isobel Curwen. Ha sido un honor poder servirte. Y si quieres que te lleve a Francia, avísame.

—No lo creo. Me las puedo arreglar yo sola.

—Desde luego. Estaré en el ferry mañana por la mañana. Tengo un Citroen abollado de color naranja. Si quieres que te lleve, sólo tienes que aparecer. No habrá ningún compromiso. Tengo una novia en Francia que me mataría si se me atreviera a mirar a otra mujer. Sólo le estoy ofreciendo ayuda a una compatriota.

—No la necesito.

—Como tú digas. Tomaré el ferry de las diez en punto. Mientras tanto, aléjate de los callejones a oscuras, ¿de acuerdo? En Francia también hay muchos.

—Lo haré.

Casi había esperado que siguiera discutiendo, pero él se alejó por la calle desierta, con las manos en los bolsillos y una actitud de despreocupación total.

Isobel observó cómo se marchaba. Todo le parecía tan irreal, que cuanto antes se metiera en la ducha y se acostara, antes podría olvidarlo. A las diez de la mañana él estaría de camino a Francia y ella no volvería a verlo.

A las diez en punto del día siguiente estaba sentada a su lado en el viejo Citroen naranja, entrando en el ferry y preguntándose si había perdido el juicio.

 

 

Era una debilidad que Killian no podía permitirse. Había estado de paso en Plymouth, intentando buscar una buena tapadera para llegar hasta Francia y completar su misión, y el ruido que oyó en el callejón no era asunto suyo. Hacía tiempo que había aceptado que no podía salvar al mundo.

Pero algo, posiblemente la maldita suerte que siempre lo acompañaba, lo había hecho girarse y volver al callejón, a tiempo para impedir que unas ratas de cloaca violaran a alguna estúpida turista.

Había abierto fuego una vez. Podría haberse deshecho de ellos sin necesidad de usar el arma, pero la odiosa imagen de aquellos niñatos le irritó tanto que disparó un tiro al aire. Todos habían salido corriendo, incluido el que le había plantado cara, y se irritó aún más por no haberlo matado. Luego, centró su atención en la mujer.

Adoptando su mejor cortesía americana, le había tendido una mano para levantarla. Era muy ligera y parecía un poco trastornada. Tan sólo una mujer idiota que se había equivocado de lugar y de hora.

También era muy bonita, aunque él no estaba de humor para fijarse en esos detalles. Tenía una melena rojiza de rizos alborotados, y a él nunca le habían gustado las pelirrojas. A la luz de la luna pudo ver que tenía unos ojos increíblemente azules, casi turquesas, y la clase de boca que haría perder la cabeza a la mayoría de los hombres.

Pero a él no. Tal vez interpretar el papel de sir Galahad no había sido una tontería, después de todo. Ella podía ofrecerle la tapadera perfecta. Nadie estaría buscando a una pareja de estudiantes americanos de camino a Francia.

Había dicho todo lo necesario, y ella se lo había creído a pies juntillas. No podía culparla por ser tan ingenua; casi nadie podía ver al lobo que acechaba bajo su aspecto de cordero.

No iba a ser capaz de seguir el camino fácil y acostarse con ella. La mejor manera de conseguir que una mujer hiciera lo que uno quería era mediante el sexo, pero Mary Isobel Curwen había estado a punto de ser violada. Pasaría un tiempo hasta que quisiera intimar con un hombre. Además, el sexo volvía posesivas a las mujeres, o al menos, curiosas. Y la curiosidad era un estorbo indeseable en su trabajo.

Pero una amistad platónica y segura era otro asunto, y ella lo aceptó sin dudarlo. Fue coser y cantar. Sólo necesitó mostrarle la dosis adecuada de encanto asexual y de promesas reconfortantes para tenerla sentada a su lado, en un coche abollado que ocultaba un motor capaz de superar al mejor Ferrari.

El mar estaba encrespado y el viento soplaba con fuerza, pero su compañera demostró tener un estómago a prueba de marejadas y permaneció en cubierta, con sus cabellos de fuego azotados por el aire y un brillo de vitalidad en sus ojos azules. Otro punto a su favor... No se asustaba fácilmente, ni por  travesías borrascosas ni por pandas de violadores. Siempre que se mantuviera dócil, todo iría bien.

Pero no era la compañera perfecta, ni mucho menos. Si Killian hubiera podido elegir, habría escogido a alguien más discreta; alguien con el pelo oscuro, menos complicada, que aceptara una relación sexual sin más compromiso. A Killian le gustaba el sexo, pero nunca permitiría que se inmiscuyera en su trabajo, y alguien como Mary Curwen exigiría algo más que una rápida aventura. Se involucraría emocionalmente y pondría en riesgo toda la misión.

Habría sido mucho mejor si no fuera tan lista. Aquél fue el primer error... pensar que una estudiante de cocina sería una amenaza menor que alguien que estudiara en la Sorbona. Sólo porque hubiera cometido la imprudencia de pasear sola de noche no significaba que no tuviera una mente aguda. Killian tendría que andarse con cuidado.

Pensar que sería fácil resistirse a la tentación fue el segundo error. Y no estaba seguro de cuál de los dos era peor.

Pero Killian era un hombre que aceptaba todo lo que se le ofrecía y le sacaba el mayor partido. Mary Isobel Curwen, estudiante americana, había caído inesperadamente en sus brazos y él estaba dispuesto a aprovecharse todo lo que pudiera.

Faltaban dos semanas hasta su cita en Marsella. Dos semanas para recorrer Francia y ofrecer una imagen inocente ante cualquiera que lo estuviese buscando. Sin duda eran muchos los que querían eliminarlo antes de que pudiera llevar a cabo su misión.

Siempre trabajaba solo... nadie sospecharía que lo acompañaba una mujer.

Dos semanas para mantener su identidad y su misión en secreto ante una mujer desafortunadamente

sagaz, y sin poder recurrir al sexo para distraerla. Dos semanas que iban a ser muy, muy largas.

Pero al final merecería la pena. Acudiría a su cita, completaría su misión y luego desaparecería, y ella nunca sabría que su encantador amigo americano acababa de asesinar al general Etienne Matanga, la mayor esperanza para alcanzar la paz en una pequeña nación africana.

 

 

Isobel nunca pudo explicarse por qué se levantó temprano aquella mañana, metió sus ropas y libros en la mochila y se dirigió rápidamente hacia el ferry. No le costó encontrar el Citroen y a Killian apoyado en el coche, esperando algo. Esperándola a ella. Levantó la mirada cuando ella se acercó y se limitó a abrir la puerta trasera para que metiera la mochila.

—Tengo un termo de café —dijo como único saludo—. Café solo, caliente, puro como los ángeles y dulce como el amor.

—No me gusta el azúcar —respondió ella.

Él se encogió de hombros.

—Bueno, si vamos a viajar juntos tendremos que llegar a un acuerdo. Aunque en realidad no tiene mucha azúcar.

—¿No habías dicho «dulce como el amor»?

—El amor puede ser agridulce, ¿no crees?

Ella abrió el termo y se sirvió un poco en el tapón para probarlo.

—No creo en el amor de ninguna manera —dijo. El café era bueno, y sólo estaba ligeramente azucarado—. ¿Y quién ha dicho que vayamos a viajar juntos?

—Eso depende de ti. Tengo dos semanas hasta que empiecen las clases. Mi novia está en Berlín en una sesión de fotos y yo voy a recorrer en coche el sur de Francia. A ti también te quedan algunas semanas de vacaciones, y podrías venir conmigo sin que hubiera ningún compromiso. Hasta puede que renuncie al azúcar en mi café si pagamos la gasolina a medias.

—¿Tu novia es fotógrafa?

—Modelo.

No había respuesta más convincente. Ningún hombre que tuviera a una modelo por novia podría tener motivos ocultos con una pelirroja como Mary Curwen. Y lo que decía era cierto. Ella tenía tres semanas más hasta ocupar el apartamento económico que la estaba esperando, y la diversión de viajar sola se había desvanecido la noche anterior en el callejón.

—Qué suerte tienes —murmuró.

Él se echó a reír.

—Eh, ¿y ella no tiene suerte?

Tenía razón, pensó ella. Ahora que podía verlo a la luz del día tenía que reconocer que era muy atractivo. Más que atractivo. Medía más de metro ochenta, con unas piernas largas enfundadas en unos vaqueros desgastados, un rostro alargado con ojos verdes y brillantes... Y estaba comprometido.

—Qué suerte para ella también —corroboró con una sonrisa—. Le darás hijos muy guapos.

— Eso si alguna vez consigo convencerla para que eche a perder su figura —dijo él con un gruñido—. ¿Tienes tu pasaporte a mano?

—Pues claro.

—Dámelo a mí. Será más rápido si ven que estamos viajando juntos.

No había ninguna razón para que aquella petición le disgustara, pero aun así le resultó molesta. Sin embargo, le tendió el pasaporte azul marino y él le respondió con una cálida sonrisa.

No había nada que temer, se dijo a sí misma. Era un americano que buscaba compañía y alguien que compartiera los gastos de la gasolina, y ella no tenía nada más que hacer para las próximas semanas.

Así que le devolvió la sonrisa.

—Muy práctico —dijo mientras él se guardaba su pasaporte en el bolsillo, y tomó otro sorbo del café, acallando sus dudas.

Acababa de cometer el peor error de su vida.

 

 

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Capítulo 3

 

AHORA

 

El sol de Marruecos era un cambio abrasador tras abandonar los cielos oscuros y lluviosos del invierno londinense. Isobel conducía velozmente por la carretera llena de baches. Tenía un buen sentido de la orientación, algo que le había salvado la vida en numerosas ocasiones, y sabía que llegaría a su destino al anochecer. Intentaba ignorar el hecho de que no quería llegar; no estaba lista para enfrentarse a lo que la aguardaba en una diminuta aldea norteafricana a la entrada del desierto.

Al menos él no tenía la menor idea de quién era Isobel Lambert. Isobel no sabía cómo había sobrevivido Killian aquella noche, pero así había sido, por lo que él también debía de pensar que ella había muerto. Habría olvidado todo sobre la joven ingenua a la que había usado e intentado matar, a pesar de que hubiera sido ella la que acabara disparándole. Y nunca podría relacionar a Isobel Lambert con la chica alocada con la que había pasado dos semanas. Se había convertido en una mujer fría, elegante y desalmada, después de haber sofocado sus deseos y emociones a lo largo de los años. Tras la conmoción inicial que le supuso reconocerlo, podía contemplar su misión con ecuanimidad. Josef Serafín quedaría fuera de juego y el mundo sería un lugar más seguro sin él.

El sol la azotaba sin piedad en el vehículo descubierto, pero aquel Jeep era el medio más rápido que había podido encontrar, y ni siquiera un carro blindado podría protegerlos a ella y Serafín si alguien conseguía seguir su rastro.

Los neumáticos levantaban una nube de polvo a su paso, pero en el trayecto de siete horas desde Agadir sólo había visto a unos cuantos pastores de ovejas y algunos campamentos nómadas. Existía la posibilidad de que la estuvieran siguiendo por satélite, pero no podía hacer nada para evitarlo. Killian... Serafín... estaba escondido en una aldea desierta en la frontera con Argelia, y había tantos problemas en la región que Isobel confiaba en que pudieran escabullirse sin llamar la atención. Nunca se lanzaba a una misión sin estar convencida de su viabilidad. Sacaría a Josef Serafín de Marruecos y lo llevaría a Londres sano y salvo, sin importar cuántas personas quisieran volarle la cabeza... incluida ella.

El sol empezaba a ocultarse cuando llegó a los arrabales de la aldea de Nazir. Un escalofrío le recorrió la piel. El tórrido calor del día dejaba paso al gélido frío nocturno.

Por el aspecto de la aldea, parecía que llevaba deshabitada durante décadas. Las puertas estaban cerradas, con desconchones en la pintura azul; las calles polvorientas y desiertas... Por un momento se preguntó si se había equivocado de lugar. ¿Habrían fallado sus informadores? ¿Sería una trampa?

No, no era una trampa. Su instinto le decía que Killian era lo peor que la esperaba en la aldea abandonada. Aunque no estaba segura de que pudiera haber una amenaza mayor.

Apartó el Jeep junto a las ruinas de una vieja mezquita y se bajó para estirar las piernas, dando la imagen de una turista extraviada por si acaso se tropezaba con alguien nativo desconfiado.

Pensó que debería haber ido disfrazada, de alguien más joven o atolondrada, de modo que la historia de haberse perdido de camino a Mauritania resultara más creíble. Pero una joven excéntrica y alocada se parecía demasiado a la mujer que Killian había conocido. Él no podría reconocerla, pero ella lo sabría y se sentiría vulnerable.

Echó a andar por la calle desierta. Llevaba un cuchillo en el tobillo, una pistola en el trasero y contaba además con su habilidad para matar rápida y silenciosamente con sus propias manos. Nadie la tocaría ni...

— ¡Eh, señora!

La voz infantil surgió de ninguna parte, e Isobel dio un respingo como un gato asustado. Se quedó tan asombrada por la repentina aparición del niño que ni siquiera sacó su pistola. Afortunadamente... ya que para cualquier observador oculto ella no era más que una turista ingenua que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

— Señora —dijo el niño. Iba vestido con harapos y no debía de tener más de seis años, pero sus ojos eran los de un anciano—. Venga, señora.

—¿Adonde? —preguntó ella, viendo el arma que portaba el chiquillo. Un viejo AK-47 ruso. No era la primera vez que se encontraba con niños soldados, pero siempre le desconcertaba ver un arma tan pesada en unas manos tan pequeñas.

— Venga, señora —volvió a ordenarle el niño, haciendo uso de todo el inglés que parecía saber.

Ella se tocó la pistola que llevaba oculta en la cintura, sólo para recordase a sí misma que la seguía teniendo, y siguió a la minúscula figura por las calles desiertas. Killian debería pagar mejor a sus mercenarios, pensó. Aquel chiquillo sólo era piel y huesos, y si se mantenía en pie era por la porquería que lo cubría de pies a cabeza.

Pasaron junto a varias construcciones derruidas, algunas sin tejado y con la pintura azul de las puertas resecada por el ardiente sol del desierto. Isobel había oído en alguna parte que el azul repelía a los mosquitos. Por suerte, no parecía haber mosquitos por allí. Odiaba a los bichos de todas clases. Era una de las muchas razones por las que vivía en Inglaterra.

El sol era un disco anaranjado en el horizonte, y al este empezaban a verse las estrellas. Había dejado su linterna en el coche... Seguramente no había sido buena idea, pero había querido tener las dos manos libres, aunque aún no sabía para qué.

El niño se detuvo junto a una de las casas mayores. No tenía ventanas en las paredes exteriores, por lo que seguramente contaba con un patio interior. La puerta colgaba de una bisagra y todo estaba en silencio.

—Entre, señora —dijo el chico, apuntándola con el arma.

Isobel lo miró unos momentos e hizo lo único que podía hacer. Entró en la casa.

Un hombre estaba de pie en el extremo opuesto del patio. Una silueta recortada contra el cielo oscuro. Isobel avanzó, manteniéndose en las sombras. Desde que lo reconociera en la foto, no había sentido nada. Nada en absoluto.

—¿Dónde está Bastien Toussaint? —preguntó la figura.

Su voz era la de un desconocido, una mezcla de acentos australiano, sudafricano y español. No se parecía en nada a la voz profunda y suave de Killian.

— Se ha retirado —dijo ella, saliendo al patio—. He venido yo en su lugar.

—¿Y quién te ha enviado?

—Yo misma. Soy Isobel Lambert, jefa del Comité.

—¿Madame Lambert en persona? Debes de estar muy interesada en mí... —dijo él en tono burlón.

Isobel vaciló. ¿Se habría equivocado? La foto que había visto era poco fiable. Tal vez hubiera sufrido una alucinación. Peter le había dicho que trabajaba demasiado y que se estaba consumiendo como todo el mundo en aquel trabajo. O acababan quemados o muertos.

¿Estaba viendo a un hombre muerto? ¿O el estrés se había apoderado finalmente de ella y le hacía ver cosas que no eran reales?

—Tiene usted una información muy valiosa, señor Serafín —dijo, sin que su voz delatara nada—. Le ofrecemos la posibilidad de entregárnosla a cambio de su vida. Si no mereciera la pena, no dudaría en acabar con usted.

— Qué carácter tan despiadado —dijo él en el mismo tono burlón. Nada que ver con Killian —. Creía que los días de Harry Thomason y sus ejecuciones indiscriminadas habían pasado a la historia.

—Casi todas las sentencias a muerte son el resultado de un análisis exhaustivo. Es usted un descerebrado, señor Serafín. Atrévase a pestañear y le pegaré un tiro.

—Le prometo no pestañear. ¿Me está apuntando con un arma, madame Lambert? Quizá haya decidido ya que la información que tengo no vale tanto como para permitirme vivir.

—Estoy abierta a la negociación. ¿Por qué no se muestra primero?

—Por supuesto —respondió él, apartándose de la pared. Había oscurecido tanto que resultaba imposible verlo con claridad, e Isobel sintió cómo su coraza de hielo empezaba a resquebrajarse.

—¿Tiene un mechero? —le preguntó.

—¿Por qué? ¿Quiere un cigarrillo?

Ella habría matado por un cigarrillo en aquel momento. Sin dudarlo.

—Me gustaría verlo antes de acercarme.

— Sabia precaución —dijo él—. Al fin y al cabo, se me considera el hombre más peligroso del mundo. ¿No me definió así el Times?

—No debería creerse los recortes de prensa.

— ¡Mahmoud! —gritó él, y el niño apareció al instante con una linterna. El hombre la tomó y la levantó con una mano mientras tenía la otra—. ¿Satisfecha, madame? Como ve, estoy desarmado. Soy completamente inofensivo.

Ela miró su rostro iluminado, y el alivio fue tan inmenso que casi se mareó. ¿Cómo podía haberse equivocado de aquella manera? Aquel hombre no se parecía en nada a Killian. Killian estaba muerto, y llevaba muerto dieciocho años. Lo único que aquel hombre tenía en común con él era su estatura. Y el hecho de que también fuera un terrorista.

Sus ojos eran oscuros, casi negros, y los ojos de Killian habían sido verdes. Su pelo era negro y fino, con algunas canas. Una barba canosa cubría la mitad de su rostro, enmarcando una boca de dientes ennegrecidos. Tenía una prominente barriga, y la carne que sobresalía por su cinturón sugería años de buena vida.

—¿Le parezco lo bastante inofensivo? —preguntó él cuando ella hubo completado su escrutinio.

—No soy una estúpida, señor Serafín —respondió. No podía permitir que el alivio le hiciera bajar la guardia—. Las apariencias engañan.

—Desde luego. ¿Y usted? ¿No piensa mostrarse?

Ella avanzó hacia la luz, aferrando con fuerza su semiautomática de 9 mm, apuntándole al pecho. Si tenía que disparar, podía hacerlo más abajo o arriba. La garganta y la ingle eran puntos igualmente dolorosos, y causaban mucho más sufrimiento que una bala en la cabeza. Y si alguien merecía sufrir, era aquel hombre.

Él la miró con expresión impasible.

—¿Va a matarme?

Si aquel hombre hubiera sido realmente Killian, se habría sentido tentada. Pero se había equivocado... y estaba cansada y confundida.

—No hasta que me dé una razón para hacerlo.

—¿Quiere decir que aún no la tiene? No hay más que ver lo que he hecho en los últimos veinte años.

La estaba provocando. Isobel odiaba matar a alguien, pero iba a disfrutar enormemente metiéndole una bala en la cabeza a aquella escoria cuando hubieran conseguido lo que querían de él.

—De momento, tiene vía libre —dijo, manteniendo un tono ligero—. ¿Está listo para marcharse? Tengo el Jeep ahí fuera, y será mejor que viajemos de noche. Tomaremos la carretera de la costa hacia Mauritania y allí cambiaremos de transporte.

—No lo creo. Me estarán buscando en el Sahara Occidental, y no confío en las mujeres conductoras por estos caminos. Nos dirigiremos hacia el este y atravesaremos Argelia.

—La frontera está cerrada.

—¿Y eso es un problema?

Isobel se esforzó por mantener la calma.

—Nos pidió que lo sacáramos de aquí y lo devolviéramos sano y salvo a Inglaterra. Si ya ha hecho otros planes, ¿por qué se ha molestado en pedirnos ayuda?

—Necesito protección, alguien que me cubra las espaldas. Y necesito los recursos del Comité para iniciar una nueva vía. Ustedes han accedido a ayudarme a cambio de la información que puedo ofrecerles. Atravesaremos Argelia por las montañas. Yo conduciré, y me llevaré a Mahmoud conmigo.

—El trato era para usted solo, no para sus juguetes sexuales. No va a pervertir a niños en mis narices.

—Es usted muy cínica, madame. No me gustan los chicos jóvenes. Odio desmentir un ejemplo más de mi infamia, pero no me dedico a violar niños.

—¿Y a quién le gusta violar, entonces? ¿O eso sólo lo hacen los soldados a quienes manda a torturar y asesinar?

Hubo un largo silencio.

—Usted sabía quién era yo cuando aceptó el trato. Es un poco tarde para cambiar de opinión.

— El hombre más peligroso del mundo —dijo ella, adoptando el mismo tono burlón que él había empleado antes.

— Pero no el hombre más malvado del mundo. Hay una diferencia.

—Me trae sin cuidado. Usted no tiene que gustarme. Tengo que llevarlo a Inglaterra. A usted solo.

Entonces sintió un arma apuntándole a la nuca. Su instinto nunca la engañaba, y sabía que alguien le estaba apuntando. Alguien que no dudaría en disparar.

Intentó mantenerse impasible, pero Serafín debió de notar su expresión.

—Mahmoud le está apuntando con su AK-47, y está dispuesto a matarla para mantenerme a mí con vida.

—¿Y eso no afectaría sus planes? —preguntó ella tranquilamente.

— Sí, pero por desgracia es Mahmoud quien tiene el arma.

Ella levantó las dos manos, mostrando la pistola.

—El Jeep es lo bastante grande para tres —dijo—. Siempre que no se entrometa en mi trabajo.

No tuvo que mirar para saber que la ametralladora dejaba de apuntar a su cabeza. Apartó su propia arma y se giró para mirar al chico que estaba detrás de ella. Una víctima de la guerra y la pobreza. No debía de tener más de diez años, pero era como si no tuviese edad. En realidad, ya estaba muerto.

—Me sorprende, madame Lambert —dijo Serafín—. Creía que siendo una mujer mostraría más compasión. No querrá dejar al niño solo aquí, ¿verdad?

—Teniendo en cuenta que está dispuesto a matarme, no dudaría en abandonarlo aquí. Y no presuponga nada por mi género, Serafín. Soy más vieja y sabia que usted, y puedo ser igualmente despiadada.

—¿En serio? Lo dudo...

Ella no dijo nada. Podía pasar por una mujer de cincuenta años, y él no tenía modo de probar lo contrario.

— ¿Estamos de acuerdo entonces? —preguntó él—. Tomaremos la ruta de las montañas en dirección a Bechar. Yo conduciré, Mahmoud vendrá con nosotros y seremos como una familia feliz.

—No me deja otra elección.

— Le gustaría mandarme al infierno, ¿verdad? Pero me temo que no podrá permitirse ese lujo. La guerra hace extraños compañeros de cama, madame Lambert. Ya debería saberlo, dada su edad y experiencia.

Lo dijo sin el menor atisbo de burla, pero ella se sintió incómoda.

—No vamos a ser compañeros de cama, señor Serafín —dijo—. Compañeros de crímenes, quizá.

Él esbozó una sonrisa, mostrando sus dientes ennegrecidos.

—Tendremos que acordar estar en desacuerdo — dijo, mirando por encima de ella—. ¿Mahmoud?

Los conocimientos de idiomas de Isobel sólo incluían unas cuantas palabras en árabe, por lo que apenas pudo entender sus órdenes. Pero el significado estaba claro. Mahmoud pasó junto a ella, se colgó el arma al hombro y agarró la bolsa de Serafín.

Isobel tuvo la oportunidad de quitarle el arma y neutralizarlo. La misión ya iba a ser bastante difícil con Serafín, y un niño soldado era sólo un niño, al fin y al cabo.

Pero no lo hizo. Aún no había llegado el día en que no pudiera ocuparse de un mercenario y un niño pequeño. Y ese día estaba muy lejano.

—¿Está listo? —preguntó.

—Igual que tú, princesa.

Estaba demasiado oscuro para que él pudiera ver la reacción fugaz que le provocó. Y el tropiezo fue comprensible, ya que el suelo estaba lleno de escombros. A menos que lo hubiera hecho a propósito, no podía saber que la palabra «princesa» se le había clavado como una daga en el estómago.

Pero había sido algo casual, inconsciente. Había oido a Killian llamar «princesa» a muchas mujeres, desde una prostituta desdentada de Marsella a una condesa rusa en Niza, y todas se habían estremecido igual que ella cuando se lo susurraba contra su piel empapada de sudor mientras le hacía el amor.

—Detrás de usted —dijo con voz serena, y siguió al primer hombre que había matado en su vida al crepúsculo de Marruecos.

 

 

 

 

 

 

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Capítulo 4

 

Peter Madsen miró al hombre que tenía enfrente, sabiendo que sus fríos ojos azules no delatarían absolutamente nada. Sir Harry Thomason nunca había podido leerle el pensamiento, y nunca podría hacerlo. Aquella incapacidad para adivinar las intenciones de sus hombres, incluidos Bastien Toussaint y Peter Madsen, había sido una de las razones que llevaron a su caída. Como también lo había sido la despiadada destrucción de todo lo que se cruzara en su camino. Por suerte, Peter había sido un alumno aventajado, e incluso Isobel Lambert podía cumplir sus órdenes letales sin pestañear.

Había una diferencia crucial entre Thomason y el resto del Comité. Thomason sacrificaba a sus propios hombres y a sus enemigos por igual con tal de conseguir su objetivo. Su carácter despiadado, irreverente y desleal lo había llevado a un retiro forzoso y un asiento en el Comité, el grupo de hombres en la sombra que controlaba el destino del mundo.

Thomason no era tan bueno en ocultar su resentimiento. Se había presentado en las oficinas de Kensington la misma mañana que Isobel se había marchado, y Peter no había conseguido echarlo.

—Me opuse a esto desde el principio —estaba diciendo Thomason, y Peter volvió a dedicarle su atención de mala gana—. En situaciones como ésta no se puede confiar en una mujer. Todos sabemos que Isobel es más una máquina que un ser humano, pero no carece de hormonas, y enviarla en busca de Serafín podría ser desastroso. La información con la que cuento hace pensar que la situación es insostenible.

—¿Una información que yo no tengo? —preguntó Peter con escepticismo. Mientras Thomason se dedicaba a escalar posiciones había perdido la mayoría de sus contactos. Era muy improbable que tuviera acceso a una información privilegiada.

Thomason no se inmutó. Era la personificación del perfecto funcionario inglés de clase alta: piel enrojecida, venas sobre la nariz, ojos apagados y pelo blanco.

—Te olvidas que llevo en este negocio desde antes de que tú nacieras. Tengo fuentes que ni siquiera imaginas.

— ¿Y nunca has estimado oportuno compartir esas fuentes tan importantes?

—Mis fuentes no hablarán con nadie más que conmigo. ¿Tienes prisa? No haces más que mirar el reloj. Si te estoy aburriendo, dímelo y me marcharé. Isobel está acostumbrada a estas cosas. Incluso es probable que sobreviva.

En otro tiempo, Harry Thomason habría muerto a los pocos minutos de entrar por la puerta. A Peter no le gustaba. No le inspiraba confianza, y eso habría bastado en el pasado para que se mereciera morir. Y que deseara la muerte de Isobel justificaría aún más que alguien lo liquidara.

Pero Peter no lo haría. Por el bien de su esposa, que lo estaba esperando. Por el bien de sus viejos amigos, que lo necesitaban en la oficina. Por el bien del nuevo recluta que Peter recogería aquella noche en Heathrow. Por todos ellos, sir Harry Thomason seguiría vivo.

De modo que apartó la mano del cajón que guardaba su Glock y se recostó en el sillón. Su pierna le fastidiaba por culpa de la humedad. Su cojera sería aún más pronunciada aquella noche, y a Genny no le haría ninguna gracia.

—No quiero parecer grosero, pero tengo una cita.

—No dejes que yo te distraiga. Me quedaré aquí viendo unas cosas. Y no pienses ni por un momento que puedes echarme. Soy tu jefe, y siempre lo he sido. Estoy un escalón por encima de ti, y eso significa que tengo acceso a toda la información siempre que quiera.

—Entonces ¿qué haces aquí? ¿Por qué no te vuelves a tu casa de campo y te tomas un brandy mientras husmeas a gusto en nuestra información?

Thomason esbozó una lenta e irritante sonrisa.

— Sé que no te gusto, Madsen. Nunca te he gustado, y supongo que la orden que te di para acabar con Bastien Toussaint fue la gota que colmó el vaso. No sabía que el placer fuera tan importante para ti como el deber. Y no creo que a tu mujer o a la pequeña ama de casa de Bastien les gustase saberlo.

Peter lo miró fijamente.

—¿De verdad crees que puedes provocarme con algo tan pobre? Tu retiro te ha hecho mella.

Los rosados carrillos de Thomason se enrojecieron aún más.

—No es un retiro total, querido. Y tus aventuras sexuales no me interesan.

—Me alegra oírlo. He dejado de hacerlo para el Comité, así que me temo que tendría que rechazarte.

Las últimas palabras fueron posiblemente un error. Thomason era un hombre vengativo y cruel, y no toleraría que se pusiera en entredicho su virilidad, sobre todo desde que vivía prácticamente recluido. Pero era un viejo zorro en aquel juego, un digno rival que no se dejaba intimidar fácilmente.

—Vamos a mantener las formas, ¿de acuerdo? Sé que no has recibido mucha educación en tu vida, pero no esperaba que perdieras los nervios tan rápido. No te diferencias mucho de ese condenado que casi mató a otro chico a golpes. Tienes un talento innato para la violencia... mucho más profundo que tus pretensiones caballerescas. Sólo porque tu imprudencia te haya confinado a esta oficina no significa que hayas perdido tu instinto asesino.

—Y harías bien en no olvidarlo —le aconsejó Peter, impertérrito ante las provocaciones de Thomason—. Mientras tanto, no pienso dejar la oficina abierta, y me da igual que seas mi jefe o no. Si tienes permiso para acceder a nuestros archivos, puedes descargarlos en tu propio ordenador —añadió con cierta malicia. Thomason siempre había odiado los ordenadores, pero no confiaba en nadie para que lo ayudara. La esperanza de su vida para sus secretarias y ayudantes personales había sido escalofriantemente corta.

Thomason emitió un sonido a medias entre un gruñido y un resoplido.

—Entonces ¿no te interesa saber dónde se ha metido Isobel?

—En los años que llevo conociendo a Isobel nunca la he visto fracasar en su trabajo —dijo Peter. No estaba seguro de cuánto sabía Thomason sobre la misión actual de Isobel, pero no iba a ofrecerle ninguna información al respecto.

—Josef Serafín no es sólo el hombre más peligroso del mundo —dijo Thomason—. También forma parte del pasado de Isobel.

Peter no ofreció ninguna muestra de asombro.

—¿Y crees que ella no lo sabía?

—¿Lo sabía?

—No se debe subestimar al enemigo —repuso Peter con exagerada cortesía.

— ¿Y no crees que Isobel cometió ese mismo error con Serafín?

— Creo que eres tú el que está cometiendo ese error con ella.

—Ella no es mi enemiga. Es mi empleada.

—Es tu sustituía —lo corrigió Peter descaradamente—. Y tú no eres el tipo de hombre que acepte de buen grado el retiro.

—No, no lo soy. Pero no creo que tenga que preocuparme por ello. Isobel se ha pasado de la raya, y cuando fracase en su misión no habrá nadie más que yo para arreglar el caos que habéis montado.

— Hasta entonces tengo mucho trabajo —dijo Peter—. La oficina se ha ampliado desde que te fuiste, pero estoy seguro de que podrás encontrar la salida.

Se levantó sin perder la cortesía. Estaba muy lejos de aquella rata callejera que Thomason había reclutado, y sus modales eran mejores que muchos que presumían de tener buena educación. Las pullas de Harry Thomason caían en saco roto. Si dependiera de Peter, quizá habría elegido su vieja vida. Pero entonces no se habría comprometido con Genevieve Spenser, quien lo amaba a pesar de todo lo que había hecho.

Esperó hasta que Thomason se hubo marchado y volvió a dejarse caer en el sillón. Isobel era la mejor en aquel trabajo. Si Josef Serafín pertenecía realmente a su pasado, ella debía de saberlo, y tendría sus buenas razones para no decírselo a nadie. No se podía negar que el trabajo le estaba afectando. A todo el mundo le afectaba, tarde o temprano. Y por buena que fuese ocultando sus secretos, Peter sospechaba que estaba pagando un precio muy alto por su fría profesionalidad.

Pero no tenía por qué preocuparse. Aquella noche lo aguardaban tareas bastante más agradables. Recoger en el aeropuerto a Hiromasa Shinoda, uno de los primos de Takashi reclutado por el Comité. Y luego hacer un hijo con Genevieve Spenser Madsen.

Al menos podía estar seguro de una cosa. Isobel no perdería el control en ningún momento. Era incapaz de sentir la menor debilidad o emoción. Estaba hecha de hielo, como todos en aquella profesión.

 

 

Isobel Lambert no estaba segura de si quería vomitar, llorar o reír. Killian había sido la personificación de sus sueños románticos. A pesar del talento de su marido francés, a pesar de los años que habían pasado, seguía pensando en Killian como el único hombre que le había llegado al corazón. Pero su héroe alto y apuesto se había convertido en un mercenario barrigón, calvo y con los dientes picados. Y el recuerdo de aquella noche en Marsella y de su alma ensangrentada colmaba su mente.

Avanzaban a gran velocidad por las carreteras montañosas. El crío se había quedado dormido en la parte trasera del Jeep, abrazado al arma que era casi tan grande como él. Isobel podía alargar un brazo y quitarle la ametralladora de sus mugrientas manos, pero podría haberlo hecho en cualquier momento. No quería matarlo.

—Yo no lo intentaría si fuera tú —le dijo el hombre que viajaba a su lado.

Isobel volvió a notar que su acento era muy diferente al de Killian. Una mezcolanza de continentes y culturas, resultado de haber vendido sus servicios por todo el mundo y de haber asesinado y masacrado en cada franja horaria.

—No creo que tuviera muchos problemas para desarmar a un niño de seis años —dijo ella, girándose para mirarlo. En la oscuridad de la noche las diferencias no eran tan notables. Tenía la misma nariz recia y la misma boca. Su rostro estaba más hinchado, pero en aquellos momentos era muy fácil recordar otro tiempo, otro coche, otro hombre y otra mujer... Killian y Mary habían muerto. Sólo permanecían sus fantasmas cubiertos de sangre.

—Tiene doce años —dijo él. Su voz tenía el mismo timbre que la de Killian, aunque más áspera por la edad y seguramente por el tabaco—. No deberías subestimar el poder de un fanático. Tiene una misión que cumplir antes de reunirse con Alá, y no dejará que nadie ni nada se interponga en su camino.

—¿Y esa misión implica mantenerte con vida?

— De momento sí.

Estaba cansada, aunque normalmente no le afectaba la falta de comida, sueño o cobijo. Hacía más de treinta y seis horas que no dormía, la noche era fría y el Jeep era descubierto, sin ofrecer la menor protección ante los elementos o francotiradores. Tenía que estar alerta, y sin embargo su mente empezaba a divagar.

—¿Y cuál es su tarea divina? —preguntó. Tenía que intentar sonsacarle toda la información posible, por si acaso no conseguía salvarlos. Con un informe parcial la misión no habría fracasado del todo.

Pero el éxito de la misión se veía en peligro por el atajo de harapos que dormía en el asiento trasero. Una carta salvaje con la que no había contado.

El hombre sentado a su lado le echó una mirada fugaz. Sólo podía pensar en él como Serafín.... Era mejor así.

—Matarme.

La noche se hacía más y más fría.

— Claro —dijo ella—. No puedo decir que me sorprenda. Cualquiera que te conozca o haya oído hablar de ti querrá matarte. ¿Por qué este crío iba a ser diferente? Lo que me extraña es que seas tan indulgente con él. No sabía que tuvieras escrúpulos para romperle el cuello a un niño de doce años.

—Quizá me haya vuelto más blando con la edad —respondió él.

— ¿Ese niño quiere matarte y tú te vuelves tan sentimental como para permitírselo?

—Nada de eso. Tiene las ideas muy claras, y fue lo bastante amable para confesármelas. Quiere esperar hasta que sea mayor y así poder torturarme lentamente. Aún es demasiado pequeño para eso.

—Entiendo y aplaudo sus planes, igual que el resto del mundo, pero ¿por qué lo mantienes a tu lado si piensa matarte?

—Porque de lo contrario me mataría ahora, y prefiero esperar unos cuantos años.

—La gente lleva intentando matarte durante décadas... Mi propia organización lo intentó en dos ocasiones. Incluso Bastien Toussaint fracasó, y él nunca fallaba. ¿Por qué no te deshaces del crío y ya está?

—Muy bien —dijo él, pisando el freno—. No creo que nos demoremos mucho.

Isobel no jugaba al póquer; la vida real estaba llena de faroles, mentiras y apuestas arriesgadas. Respiró lentamente mientras Serafín aparcaba a un lado de la carretera desierta y dejaba el motor en marcha.

—Enseguida habremos acabado —dijo él, sacando un cuchillo de la camisa.

La luz de la luna se reflejó en la hoja. Acero alemán, el mejor del mundo, y por un momento los recuerdos le traspasaron el cerebro a Isobel, igual que el cuchillo que una vez le clavaron en el rostro y en el cuerpo. Su antiguo rostro...

—No creo que tengamos tiempo para esto —dijo ella tranquilamente — . Cuanto antes salgamos de Marruecos, más seguros estaremos.

A la luz de la luna apenas podía ver su rostro y el atisbo de su antigua sonrisa.

—Tienes razón. Tenemos que encontrarnos con mi contacto a una hora determinada y no podemos retrasarnos. Mahmoud tendrá que esperar.

El niño se removió en sueños al oír su nombre. O quizá no estuviera dormido. No importaba.

Serafín volvió a la estrecha carretera e Isobel cerró los ojos por un breve instante. Iba a ser una noche muy larga. Y no había modo alguno de impedir lo que más se esforzaba por evitar. Recordar.

 

ANTES

 

Había pasado casi una semana desde que Mary Isobel Curwen se enamorara del hombre que se hacía llamar Killian. Había intentado evitarlo, naturalmente. Después de todo, aquel hombre tenía novia; una modelo francesa, nada menos, y aunque Mary Isobel hubiera sido el tipo de mujer que les robara los novios a otras mujeres, en aquel duelo tenía todas las de perder. Su melena pelirroja y sus pronunciadas curvas no podían competir con una modelo. Su último novio le había dicho que tenía mejor aspecto desnuda que vestida, pero ésa era la clase de cosas que diría un novio.

Además, Killian era un buen tipo que jamás le sería infiel a su novia. A Mary le ofrecía su amistad, compartir su coche y nada más.

No era culpa de Killian que ella se hubiera enamorado de él en alguna parte entre Bretaña y el Loira. Tal vez había sido por su voz, profunda y melosa, que se deslizaba por los huesos de Mary como una corriente de seda líquida. Tal vez porque era arrebatadoramente guapo. Ella no estaba acostumbrada a los hombres atractivos, y hasta que no lo vio a plena luz del día en la cubierta del ferry rumbo a Francia no se dio cuenta de lo apuesto que era. Los hombres guapos la ponían nerviosa, pero con Killian era diferente. A pesar de sus ojos verdes y su bonita boca, a pesar de su cuerpo alto y esbelto de elegantes movimientos, era más fácil estar con él que con muchos hombres más normales y ordinarios, pero Isobel tenía que reprimirse para no contemplarlo cuando él no la estaba mirando. ¿Por qué una modelo francesa no iba a tener un amante tan guapo?

Trataba a Mary como a una hermana pequeña, haciéndola sentirse segura, cómoda... y desdichada. Lo único bueno era que no sospechaba lo que ella sentía. Era un buen hombre, y nunca podría imaginarse el sufrimiento que invadía a Isobel por culpa de un amor adolescente. Al menos su dignidad estaba a salvo.

Estaba convencido de que lo harían cuando llegaran a Marsella. Ella estaba más que dispuesta. Él había jugado bien sus cartas y en poco tiempo la tendría a sus pies, suplicante y completamente vulnerable. Y así tenía que ser, si iba a proporcionarle la tapadera que él necesitaba.

Todo había sido demasiado fácil. Sólo había tenido que entrar en aquel callejón de Plymouth. Normalmente no se entrometía en los problemas ajenos. La gente que se metía en apuros lo tenía merecido por ser tan estúpida.

Era una lástima. Si hubiera sido un hombre distinto, en un mundo distinto, tal vez se habría sentido atraído por ella. Era muy lista y divertida, y tenía el rostro y el escote lleno de pecas. Sería divertido seguir el rastro de aquellas pecas...

Ya la tenía completamente enamorada. Sabía que bajo sus ropas de gitana y su espíritu alocado empezaba a imaginarse una vida tranquila y segura, con niños y con un hombre que volviera a casa cada noche. Un hombre como él... No tenía ni idea de con quién estaba tratando.

En el fondo, quizá le estuviera haciendo un favor a esa chica al alejarla de un mundo de muerte, violencia y peligro que la gente normal no alcanzaba a imaginar. Si jugaba bien sus cartas, ella tendría una aventura pasional con un hombre que luego la abandonaría para volver con su supuesta novia francesa, y seguiría su camino hasta París sin sospechar que el asesinato del general Matanga, jefe de la coalición militar que intentaba liberar un pequeño país del África occidental, había sido perpetrado bajo sus narices. Y que las manos que él le pondría encima estarían manchadas de sangre.

La muerte de Matanga también sería una lástima. Era un hombre honesto y decente. Los ejércitos de la coalición estaban constituidos por civiles, no mercenarios, y la limpieza étnica se castigaba duramente. Pero los jefes de Killian tenían otros planes para aquella región de África asolada por la guerra, y Matanga se interponía en sus objetivos. Por tanto tenía que morir. Y era Killian quien debía matarlo, atribuyendo el crimen a un grupo de traficantes de heroína en Marsella, y destruir así la reputación del general al igual que su vida.

Killian lo tenía todo planeado. Siempre dejaba un margen razonable para el error, pues era un nombre preparado para cualquier clase de imprevisto. Y Mary Isobel Curven era un imprevisto del que se estaba aprovechando lo más posible. Se había propagado el rumor de que iba a entrar en Francia, pero nadie sabía qué aspecto tenía, con qué nombre viajaba o cuál era su misión. Y si además viajaba en compañía de una joven desventurada, sería prácticamente imposible reconocerlo. Todos esperaban que entrara en Francia por el sur, pero él había cruzado el Canal en un ferry y luego había seguido hasta el valle del Loira en un Citroen abollado.

Llegarían a Marsella en unos días, su última parada antes de dirigirse hacia París. Tal vez Killian no esperase tanto tiempo. Había dormido con ella en sus brazos una noche en la playa, pues los albergues juveniles, tan propicios para pasar inadvertido, estaban todos completos. Se había comportado como el perfecto caballero, casi como un hermano, ofreciéndole el calor de su cuerpo para descansar. Y aunque había mantenido la concentración en los detalles de su misión, había permitido que una pequeña parte de él se deleitara con el olor de su nuca. Usaba jabón con fragancia de rosas, dulce y exótico, salvajemente erótico...

No, no esperaría hasta Marsella. Cuanto antes le hiciera el amor, más ciega estaría y él podría desaparecer inadvertidamente en mitad de la noche. Se había creído todas sus respuestas. Lo único que tenía que hacer era llevarla al orgasmo para que dejara de pensar por completo. Y él era muy bueno en eso.

La miró de arriba abajo. Habían dejado atrás las afueras de Montpellier y se dirigían hacia el Camargue, la región de Francia que se asemejaba una Texas en miniatura, llena de caballos, vaqueros y paisajes áridos. Había un albergue juvenil en el pequeño pueblo de Les Armes, donde podrían pasar otra noche. O podría hacerla suya ahora mismo, y acabar en un pequeño y acogedor motel, abrazados bajo las sábanas.

Estaba acurrucada en el asiento, junto a él, con la cabeza apoyada en la ventanilla, contemplando el paisaje. Había sido una buena compañera de viaje, con una mente abierta y siempre dispuesta a probarlo todo. Si llevaba esa misma disposición a la cama, sería difícil abandonarla...

No, esa posibilidad era ridicula. Nada podía distraerlo cuando cumplía una misión, ni siquiera la mujer más sensual del mundo. Y ella no sería gran cosa, pues su experiencia sexual era muy limitada. Habían hablado mucho de todo, y Killian sabía tanto de Mary Isobel Curwen como ella misma. Despreciada por la nueva familia de su padre, había ido a Europa para descubrir el mundo y a sí misma, y durante las dos semanas que habían pasado juntos no había llamado ni escrito a nadie. Era el tipo de mujer que más le convenía... Sola y vulnerable.

Y ella lo sabía todo sobre Killian, el graduado de Indiana, con tres hermanas, una madre viuda, un médico rural como padrastro, una novia francesa y un interés por la botánica. No sabía nada del Killian que había crecido en las calles de Los Angeles, de madre drogadicta y sin padre.

No, la dulce e inocente Mary Isobel no sospechaba con qué clase de monstruo iba a acostarse. Y con suerte, nunca lo averiguaría.

Habían llegado a una aldea a cuarenta kilómetros de la costa, y Killian se detuvo junto a una cabina telefónica.

—Maldición —farfulló.

Ella se giró para mirarlo con sus grandes ojos azules.

—¿Qué pasa?

— Se me olvidó llamar a Marie-Claire —dijo él. Había sido un toque de humor negro por su parte; su contacto era un mercenario que respondía al nombre de Clarence—. La última vez que hablé con ella la noté un poco rara.

—¿Rara?

Killian dejó escapar un pequeño suspiro controlado. Algo más exagerado no sería creíble.

—Creo que ha conocido a otra persona —dijo seriamente—. Se ha pasado las tres últimas semanas en una sesión de fotos en Alemania e iba a encontrarse conmigo en Marsella. Pero cuando hablé con ella anoche me dijo que no podía venir. Yo me llevé un disgusto y le colgué el teléfono sin despedirme, algo que nunca se debe hacer con una francesa. Cuando se enfadan, son peores que yo.

—Lo siento. Pero seguro que no tiene importancia —dijo Mary Isobel. Parecía sinceramente preocupada por él, cuando tendría que estar contenta de tener el camino libre.

—Tal vez —murmuró él, saliendo del coche para dirigirse a la cabina. Aquella noche. Dos días antes de su cita en Marsella. Dos días para disfrutar de ella y consolidar su tapadera... antes de abandonarla para siempre.

 

AHORA

 

Peter metió el Saab en el aparcamiento subterráneo de Heathrow y aparcó en el sitio reservado para Spence-Pierce Financial Consultas, Ltd. Le echó una mirada a su esposa, Genevieve, que parecía acalorada, ligeramente desarreglada y muy feliz. Ella le sonrió y él le devolvió la sonrisa contra su voluntad. Era estupendo volver a verla feliz, al menos por el momento. Tal vez si pudiera mantenerla en la cama las veinticuatro horas del día no la haría llorar. Tal vez así pudiera dejarla embarazada y ella no recibiría cada nuevo mes con lágrimas silenciosas. ¿Por qué había tenido que enamorarse de una mujer con un reloj biológico tan condenadamente exacto?

Al menos ahora estaba de buen humor, y él, criatura simple donde las hubiera, estaba tan complacido sexualmente que nada podía deprimirle. Ni siquiera la idea de entrenar a uno de los primos empollones de Takashi O'Brien. Peter nunca se hubiera imaginado que Taka estuviera emparentado con empollones y académicos, viendo su pasado en la Yakuza y su imponente aspecto. Pero había leído el informe sobre Hiromasa Shinoda hasta que se le secaron los ojos. Primero de su promoción en la Universidad Kansei, experto en software e ingeniería y con un expediente impoluto. No era precisamente la clase de recluta que buscara el Comité.

Pero Peter confiaba en Taka, y si Taka pensaba que era buena idea reclutar a uno de sus primos, él estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda. Al menos no se trataba de su primo Reno, un caso perdido por su carácter gamberro y pendenciero.

Genevieve entrelazó su mano con la suya mientras se dirigían hacia la terminal. Peter podría haber concertado un encuentro en privado, pero no había razón para tomarse tantas molestias. De cara a los demás, Hiromasa Shinoda sólo era otro estudiante japonés que llegaba a Londres para adquirir un poco de cultura occidental. Salvo que su aprendizaje nada tendría que ver con los bancos y el comercio.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer con el primo de Taka? —preguntó Genny—. No tendremos que llevárnoslo a casa, ¿verdad?

—Tengo un apartamento preparado en la oficina. Taka dice que es muy estudioso... Le daré el material suficiente para mantenerlo ocupado un par de semanas y no le veremos el pelo.

Ella lo besó en la mandíbula.

—Eso estaría bien. Cuando esté... cuando las cosas se hayan asentado un poco más, no me importará que se quede con nosotros una temporada. Pero ahora no.

—Ahora no —corroboró Peter, sintiendo cómo su buen humor se desvanecía. Con «asentarse un poco más» Genny quería decir «cuando estuviera embarazada». Y aunque él sería capaz de matar por ella, no podía garantizarle que se quedara embarazada... a pesar del empeño que estaba poniendo en la tarea.

La terminal estaba abarrotada con las oleadas de pasajeros procedentes del Lejano Oriente. Hiromasa era alto, como Taka, pero aquél era el único rasgo que tenían para identificarlo. Taka había dicho que lo reconocerían nada más verlo, pero a Peter le resultaba imposible distinguirlo entre tantos asiáticos semejantes.

—¿Se supone que tenemos que ponernos una rosa en los dientes? —le susurró Genevieve.

—Creo que ya lo veo —respondió él, fijándose en un hombre alto y delgado, impecablemente vestido con un traje oscuro. Miraba a su alrededor como si esperase a alguien.

A Isobel le causaría buena impresión. A los miembros del Comité les gustaba vestir bien, y normalmente no prestaban atención a la gente común. Aquel joven encajaría perfectamente.

Peter se dirigió hacia él, sin soltar la mano de Genny.

—¿Hiromasa Shinoda?

El joven parpadeó al verlo.

—Lo siento, mi nombre es Weng Shui Lau.

Peter sintió el codazo de Genevieve en las costillas.

—No es él.

—Disculpe —dijo Peter cortésmente, y se volvió hacia su mujer—. Ya sé que no es él, pero ¿por qué...? —dejó la pregunta sin terminar. Alguien estaba justo detrás de Genevieve. Su mujer era muy alta, pero aquel hombre la superaba en estatura—. Maldita sea...

Hiromasa Shinoda esbozó una sonrisa sarcástica y se apartó un largo mechón pelirrojo de su rostro tatuado.

—Yo también me alegro de verte.

—Reno.

—En persona. Ese hombre ni siquiera es japonés. Es chino. Créeme, no todos nos parecemos.

—¿Taka te ha enviado? —le preguntó Peter, ignorando su sarcasmo.

Una expresión de disgusto cruzó el rostro de Reno y se puso las gafas de sol, ocultando sus ojos verdes y brillantes y las gotas de sangre tatuadas en sus pómulos marcados.

—Me dijeron que sería conveniente dejar Japón por un tiempo, y Taka pensó que debería hacer algo bueno para variar —explicó, mirando despectivamente a su alrededor.

—Será toda una novedad para ti —comentó Peter.

Genevieve le dio un manotazo en el brazo.

—Ya está bien, Peter. Él te ayudó el año pasado en Japón. Tan sólo le gusta fingir que es un tipo temible.

Reno gruñó, ofendido.

—No me interesa tu estúpida organización ni tu pinta de santo. Le prometí a Taka que vendría, y me quedaré aquí y haré lo que quieras hasta que sea seguro volver a casa.

—¿Y cuánto tiempo será eso?

—Eso depende de lo furiosa que esté la policía, de lo compasivo que sea mi abuelo y de lo dispuesto que esté Taka para permitirme volver.

—¿Qué has hecho esta vez? —le preguntó Genny.

—No es asunto tuyo.

—Cuidado —le advirtió Peter—. No te conviene llevarte mal con Genevieve... Podría hacerte picadillo si la irritas.

Ella se echó a reír.

—Nadie puede ocultarme ningún secreto —declaró, y Peter recordó que su mujer siempre había sentido aprecio por el primo rebelde de Taka. Incluso había intentado emparejar a Reno con la futura cuñada de Taka, la amazona de diecisiete años Jilly Lovitz, antes de que Taka se lo llevara bruscamente a Japón.

Y ahora volvía a estar en Inglaterra, y al parecer para quedarse por una temporada. Primero Thomason y ahora Reno... Si no fuera por Genevieve, todo sería un desastre.

—Vendrás a casa con nosotros, ¿verdad? —le preguntó Genny, sin hacer caso de la expresión horrorizada de Peter—. Sabes que siempre eres bienvenido, y Peter puede llevarte a Londres cada mañana. Ha preparado un apartamento para ti en Kensington, pero sé que preferirías estar con nosotros.

—Me gustan las ciudades —dijo Reno, como si le espantara la idea de quedarse con ellos.

—Pero deberías... —empezó a protestar Genevieve, hasta que Peter la interrumpió.

—Te gustará el apartamento. Y además, no creo que te divirtieras mucho en Wiltshire. Genny y yo nos pasamos casi todo el tiempo en la cama.

Su mujer le dio un puntapié, evitando su pierna mala. Sería bastante difícil quedarse embarazada con un invitado merodeando por la casa.

Reno se levantó las gafas de sol y escrutó a Genevieve con una mirada tan fría y calculadora que Peter sintió ganas de darle un puñetazo.

—Taka me prometió un apartamento si accedía a venir. ¿O crees que necesito una niñera?

—No sabía que eras tú —dijo Peter—. Esperaba a un empollón llamado Hiromasa Shinoda.

—Yo soy un empollón llamado Hiromasa Shinoda. Pero nadie me conoce por ese nombre. Bueno, ¿vais a llevarme a comer a alguna parte o qué? He pasado trece horas metido en un avión.

Peter conocía bien a su esposa, y sabía que estaba a punto de abrir la boca para ofrecerle una comida casera.

—Te llevaremos a Londres. Hay varios locales de sushi cerca de tu apartamento.

—Al diablo con el sushi —espetó Reno—. Quiero pescado y patatas fritas. Y cerveza.

—Genial —dijo Peter—. Al menos nos vas a salir barato.

—No te hagas ilusiones —replicó Reno.

Peter empezó a pensar en la clase de muerte dolorosa que iba a prepararle a su viejo amigo Taka.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Capítulo 5

 

Parecía que hubiera estado en un coche con Killian casi toda su vida. Después de haberle disparado su imagen la había atormentado en sueños, y ahora, de repente, volvía a estar con él, casi veinte años más tarde. Todo era igual, y al mismo tiempo todo era diferente. El no sabía quién era ella. Y por primera vez, ella sabía exactamente quién era él... y lo que era.

La carretera ascendía por las montañas, el aire era frío y ella no tenía ropa cálida. Pero no podía permitir que él la viera temblar. Se concentró, dejando que el frío le traspasara los huesos y se irradiara hacia el exterior. Le costaría mucho volver a entrar en calor, suponiendo que tuviera la oportunidad, pero al menos no daría ninguna muestra de debilidad.

El niño seguía durmiendo, sin que pareciera afectarle el frío. El hombre sentado junto a ella llevaba una gruesa chaqueta y se concentraba en la peligrosa carretera. Isobel se fijó brevemente en sus manos, aferradas al volante, y enseguida se lamentó de haberlo hecho.

Sus manos eran las mismas. Siempre había tenido unas manos preciosas, de dedos largos y elegantes. De joven, Isobel había pensado estúpidamente que tenía las manos de un artista, de un amante... Pero eran las manos de un asesino, manchadas con sangre invisible.

Bajó la mirada a sus propias manos, posadas en su regazo, y miró hacia otro lado.

—¿Tienes alguna razón en particular para llevarnos a una frontera cerrada cuando yo lo había preparado todo para que nos recogieran en Mauritania? — le preguntó en tono distraído.

—Tengo mis motivos.

—Entonces, ¿por qué pediste que viniera alguien a rescatarte? Pareces capaz de conseguir por ti solo tus objetivos.

—No necesito ayuda para salir de aquí. Necesito ayuda para entrar en Inglaterra y empezar de nuevo. No tengo acceso a mi dinero, y la mitad del mundo quiere mi cabeza. Tú y tu organización vais a procurarme una vida larga y segura, lejos de todos aquéllos que quieren matarme.

—Dudo que eso sea posible —murmuró ella.

Él esbozó una sonrisa irónica. A la luz de la luna su boca parecía la misma. Isobel apartó la mirada.

—¿Crees que siempre habrá alguien que quiera matarme?

—Es muy probable. Aunque te convirtieras en un ejecutivo jubilado en los Países Bajos, siempre te ganarías la antipatía de la gente.

— Sí, pero a los ejecutivos jubilados en los Países Bajos no se los elimina sólo por ser antipáticos. Y no tengo intención de vivir en los Países Bajos. Había pensado en Inglaterra.

—¿Por qué no vuelves a América?

Sintió cómo le clavaba la mirada.

—¿Qué te hace pensar que vengo de Estados Unidos?

—Es difícil investigar tu pasado, pero sí sabemos que naciste en Estados Unidos a finales de los sesenta. Te acercas a una edad ideal para una jubilación anticipada. El perfecto ejecutivo.

— Quizá. Pero no estamos en los Países Bajos. ¿Qué me dices de Irlanda?

—Demasiada violencia.

—¿A quién apoyas tú en el conflicto del Ulster? Supongo que a los ingleses, con ese acento británico tan impecable que tienes.

Lo dijo en tono desinteresado, sin la menor insinuación de que el acento británico no fuera real.

—No apoyo a ningún bando. No me gusta la guerra.

—Entonces te has equivocado de trabajo, madame Lambert. ¿O es ahí donde reside tu talento?

— Soy muy buena en mi trabajo, señor Serafín. No deberías subestimarme.

—Oh, jamás lo haría. En realidad, me siento bastante intimidado. No hay muchas mujeres que se tomen tan en serio sus papeles. Y aun aventurándome a dar una cifra baja, tu historial de ejecuciones resulta impresionante.

—Tú eres responsable de la muerte de miles, de decenas de miles de personas. Me llevará bastante tiempo ponerme a tu nivel.

— Yo de ti ni siquiera lo intentaría. Sólo puede haber un Carnicero.

—Cierto. No tengo interés en ser la mujer más peligrosa del mundo.

—Mi querida Isobel —dijo él, con aquella voz que ella casi podía recordar—, ya lo eres.

No había modo alguno de responderle. Sólo podía esperar que tuviera razón.

—Te sugiero que me avises cuando vayamos a cruzar la frontera. Me gustaría estar preparada.

—Es mucho más sencillo de lo que crees. Los contrabandistas de tabaco y las familias pobres la cruzan continuamente. Sólo hay que conocer bien la ruta.

—¿Y tú la conoces?

—Hace más de una hora que estamos en Argelia, mi querida Isobel. No hay de qué preocuparse.

—No tientes la suerte. Siempre hay algo de lo         

que preocuparse.                                                             

—Ésa es la diferencia entre tú y yo. La preocupación es una pérdida de tiempo. Hay que aceptar lo          que venga cuando venga.                                                     

—¿Y cómo vamos a explicar nuestra entrada en         

Argelia? Tengo pasaportes para ambos, pero no para         

el Jack el Destripador en miniatura que viaja con nosotros. Y los pasaportes tienen el sello de entrada de Marruecos, no de Argelia.

—Mi contacto se ha ocupado de todo el papeleo necesario. Puedo hacer que nos saquen del país, y doy por hecho que tú puedes llevarnos a Inglaterra. De lo contrario no habría contactado con tu gente.

—Puedo hacerlo. Pero estás dando por sentadas muchas cosas. ¿Y si he venido a matarte en lugar de a rescatarte?

—Entonces uno de los dos ya estaría muerto — replicó él—. Soy una mercancía muy valiosa, y a pesar de tu desagrado, vas a tener que cumplir tus órde nes. No sólo voy a salir impune de mis crímenes, sino que voy a ser recompensado por ello.

Se equivocaba en una cosa. El cumplimiento de las órdenes nunca había sido una prioridad para ella, quien ahora se veía en la incómoda posición de tener que dictar sus propias órdenes y decidir entre la vida y la muerte. El Comité quería a aquel hombre con vida, y no se podía negar que su información era muy valiosa. Pero ella ya lo había matado una vez, No dudaría en volver a hacerlo.

El cielo empezaba a clarear y una hermosa tonalidad azulada cubría el paisaje montañoso. Habían estado descendiendo durante la última hora, y a la creciente luz del amanecer Isobel pudo ver los primeros signos de vida a lo lejos. Un pequeño pueblo, no mucho más grande que las ruinas de Nazir.

Él no esperó a su pregunta.

—Vamos a encontrarnos con mi contacto en las afueras de esa aldea. Tiene los papeles y un lugar para cambiarnos de ropa antes de tomar nuestro vuelo.

—No tengo ropa limpia, y...

— Lo siento, princesa —la interrumpió, provocándole un vuelco en el estómago—. Vas a tener que ponerte un burka. Es el mejor disfraz posible. Menos mal que no eres una de esas americanas larguiruchas, o lo tendrías muy difícil para hacerte pasar por una nativa. Lo único que tienes que hacer es bajar la mirada, mantener la boca cerrada y seguirme en todo momento.

—¿Y tú también te vas a poner un burka? —le preguntó ella dulcemente.

— Yo seré un oficial retirado del Ejército Británico, y tú serás mi esposa argelina. No es el escenario más recomendable... A muchas culturas no les gusta que los extranjeros les roben a sus mujeres.

—Lo que supongo que a ti te resultará familiar — murmuró ella.

— Soy un hombre con un apetito voraz —dijo él ligeramente—. En cualquier caso, el coronel Blimp y su esposa no llamarán mucho la atención en esa aldea. .. Están acostumbrados a los extranjeros, ya que es un centro de contrabando.

—¿Y cuál se supone que es nuestra mercancía?

—Mahmoud. El comercio sexual infantil es muy lucrativo, y a pesar de su porquería Mahmoud es un niño bastante guapo. Podemos sacar cien libras por él.

—¿Sólo cien libras? —preguntó ella, intentando no mostrar su repugnancia—. Me parece demasiado poco, aunque sea un buen modo para deshacernos de él.

—No te molestes. Sé que no me dejarías venderlo, y no tengo ninguna intención de dejarlo en manos de un pederasta. Mahmoud lo haría trizas.

—Casi me has convencido. Pero no. Espero que tu contacto tenga un plan para ponerlo a salvo, porque no va a venir a Inglaterra.

— Samuel hará todo lo posible. Creo que ha pensado en algún colegio cristiano. Pero créeme, tarde o temprano Mahmoud arrastraría su raquítico trasero hasta Inglaterra y me encontraría, por muy bien que me hubierais escondido. No se debe subestimar a un fanático.

—¿Y qué pasaría entonces? —Lo mataría —respondió él con firmeza. No tenía sentido. Un hombre como Serafín... como Killian, no tendría el menor problema para matar a un crío, por muy fanático que fuera. ¿Por qué no acababa de una vez por todas con aquella amenaza?

Ella no le permitiría matarlo, pero la situación le parecía tan anómala que la ponía nerviosa.

—¿Dónde y cuándo nos espera el avión?

—¿No vas a discutir?

—¿Sobre qué? ¿Sobre matar a Mahmoud o sobre el burka?

—Matar a Mahmoud no está en la agenda. Me refería a lo segundo.

—Los burkas son excelentes para ocultar armas. No tengo ningún problema.

—Una mujer sensata —murmuró él en tono jocoso—. ¡Mahmoud!

La reacción del chico fue instantánea. Obviamente llevaba un rato despierto.

Las órdenes de Serafín fueron breves y concisas, e Isobel volvió a lamentarse por no entender más de un par de palabras. Aunque tampoco la habría ayudado dominar el árabe clásico, ya que se trataba de un dialecto incomprensible.

—¿Entiende el inglés? —preguntó. Habían llegado al valle y se acercaban a la aldea. El sol se elevaba lentamente y el frío empezaba a abandonar sus huesos.

—No. No se imagina que dentro de doce horas estará desarmado, lavado y rezándole a Jesús.

—Si aún no ha decidido matarte, ése será el momento.

—Y yo no podría culparlo por ello —repuso él.

Mahmoud murmuró algo con voz aguda y Serafín le respondió.

—Mentí. Hay una palabra inglesa que sí entiende perfectamente... Matar. Quiere saber si debería matarte él o si lo haré yo.

Ella miró los ojos vacíos del niño.

—¿Y qué le has dicho?

—Que eres asunto mío. Si hay que matarte, yo me encargaré de hacerlo. Pero de momento eres mucho más valiosa si estás con vida.

—Me alegra saberlo.

— Seguro que sí — aparcó el Jeep tras un almacén abandonado y apagó el motor—. Hemos llegado.

Isobel tenía el cuerpo rígido y entumecido por el largo viaje, pero no hizo ningún intento de bajarse del coche.

—¿Cuándo llega nuestro avión?

—Esta noche, si tenemos suerte. Mañana por la noche como muy tarde. Te aseguro que estoy deseando volver a tener agua caliente y whisky de malta.

—¿Y dónde nos quedaremos hasta entonces? — preguntó ella. La luz del día ofrecía un bendito respiro después de la oscuridad, y ahora podía verlo claramente. El rostro hinchado, la cabeza calva, los dientes ennegrecidos y la prominente barriga.

— La casa de Samuel está relativamente bien equipada, y cuenta con habitaciones para invitados. Allí podremos asearnos un poco, y si la situación se vuelve peligrosa, siempre podremos encontrar un hotel.

Isobel reprimió el impulso de decir «encantador». No debería importarle ser tan arisca. Se había ganado su reputación como la Reina de Hielo. Una criatura fría y desprovista de sentimientos a la que nada ni nadie podía afectar. Pero cada vez que lo miraba ponía en peligro la imagen que tanto le había costado labrar.

No importaba. Conocía bien a aquel hombre. Había sido un bastardo años atrás y ahora era mucho peor. Lo único que debía preocuparla era hacer su trabajo. Y estaba dispuesta a hacerlo, costara lo que costara.

Un árabe alto y delgado surgió de las sombras.

—Amigo mío, no te había reconocido —dijo a modo de saludo.

— Samuel —respondió Serafín, bajándose del   Jeep para abrazarlo

Isobel miró tras ella y vio a Mahmoud observando a los dos hombres con cautela y con una mano sobre el arma. Iba a ser difícil arrebatársela, e Isobel estaba deseando ver cómo lo hacían. Ella se quedaría         al margen, por supuesto.

—¿Ella es la mujer? —preguntó Samuel, mirándola—. Se parece a la foto de su pasaporte. No como tú, amigo mío. Vamos a tener que hacer algo al respecto.

—¿Cómo has conseguido una foto mía? —preguntó Isobel. Había muy pocas fotos de ella... Era casi tan difícil de retratar como el Carnicero.

—Samuel tiene buenos recursos —dijo Serafín—. Vamos, princesa. Tenemos que caminar un poco para llegar a su casa.

—Por favor, no me llames así — le pidió ella. Admitir que le molestaba era una muestra de debilidad, pero si volvía a llamarla «princesa» una vez más se pondría a gritar.

—¿No te gusta? ¿Cómo debo llamarte entonces?

—Madame Lambert. O incluso «eh, tú». Nunca he sido una princesa.

Él ladeó la cabeza, observándola fijamente.

—Oh, no creo que eso sea cierto. Seguro que de joven fuiste una florecilla frágil y delicada.

Aquello le dolió, aunque no tenía sentido. Isobel se esforzaba por ocultar su edad, y para ella era un triunfo cuando la gente pensaba que había dejado atrás su juventud. Pero que él se lo dijera era distinto. No era tan inmune a sus palabras como había creído. Si seguía así, iba a tener que dispararle para preservar su propia seguridad.

—Tienes mucha imaginación —dijo con voz tensa. Mahmoud ya había bajado del Jeep y se mantenía pegado a Serafín, abrazando el arma.

—Tenemos que ponernos a cobijo enseguida — dijo Samuel, impaciente—. Podréis discutir todo lo que queráis cuando estéis en casa.

—No estamos discutiendo —protestó Isobel.

— Sólo es una pelea de amantes —dijo Serafín despreocupadamente.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Iba a matarlo. En cuanto fuera posible. Tal vez pudiera tirarlo del avión mientras sobrevolaban el Mediterráneo. O esperar hasta que volvieran a Inglaterra, sacarle toda la información, y dejar que Peter se encargara de él.

Pero jamás le daría esa orden a Peter.

Tal vez Serafín fuera el primer encargo del misterioso primo de Taka. O tal vez le permitieran seguir con vida. Un rico gordo, satisfecho e intocable.

Mientras tanto, no podía hacer otra cosa salvo seguir a los dos hombres, como una buena esposa musulmana, a diez metros por detrás de ellos y con el pequeño fanático pisándole los talones. Suponiendo que Serafín no le tuviera más sorpresas reservadas, llegarían a Inglaterra a la mañana siguiente. Entonces podría dejarlo en manos de Peter y no tendría que volver a verlo nunca más.

Veinticuatro horas, se dijo a sí misma. Y entonces podría respirar tranquila.