Capítulo 13
Sus miradas se anudaron durante un instante interminable hasta que Aidan inclinó la cabeza y la besó. Al principio Kaitlyn pensó que quizá no pretendiera con ello más que eso: besarla simplemente. Un beso de consuelo que contribuyera a aplacar su tensión, su inquietud.
Pero en el preciso segundo en que sus labios se fundieron, sintió que algo salvaje se disparaba en su interior. Enterrando los dedos en su pelo, lo acercó hacia sí, frenética. Aidan, por su parte, continuó besándola mientras le desabrochaba la blusa y se la bajaba por los hombros.
Kaitlyn no exhibió la misma paciencia: le desgarró la camisa, haciendo saltar los botones… lo cual no hizo sino excitarlo aún más. Besándola casi con violencia, desesperado, deslizó los labios todo a lo largo de su cuello mientras le acariciaba los senos a través de la tela del sujetador de encaje.
El corazón le atronaba en los oídos mientras Aidan se disponía a desabrocharle los téjanos. No se los quitó del todo, sin embargo, hasta que estuvieron en el dormitorio. Kaitlyn se tumbó en la cama para que él terminara de quitárselos. Luego, arrodillándose, se dedicó a trazar un sendero de besos por sus duros abdominales al tiempo que sus dedos encontraban el cierre de los pantalones.
Un par de segundos después estaban ambos desnudos, y cuando Aidan se cernió sobre ella, Kaitlyn se puso a temblar de nuevo. Por una parte, seguía acusando los efectos de la situación de tensión que acababa de vivir. Pero, sobre todo, era por la conciencia del momento. Por lo que estaban a punto de hacer.
No hubo ternura alguna en la forma en que se unieron sus cuerpos, pero Kaitlyn tampoco la deseaba. No había sido una noche tranquila, sino peligrosa, violenta, incluso salvaje. Lo que ambos necesitaban en aquel momento era un inmediato desahogo de toda la adrenalina que habían acumulado en sus venas, y en el instante en que Aidan empezó a moverse, ella alcanzó el suyo de manera casi automática, refleja. El orgasmo la barrió por dentro oleada tras oleada, más potente que cualquiera que hubiera experimentado antes.
No dejó de abrazarla hasta que cesaron las convulsiones. Con el pulso todavía acelerado, permanecieron tumbados el uno al lado del otro en un completo silencio. Al cabo de un momento, Aidan le tomó una mano y se la apretó.
Kaitlyn no necesitó una señal más elocuente.
Aidan no había querido que la primera vez saliera así. Había querido hacer el amor con Kaitlyn lentamente, saboreando cada centímetro cuadrado de su precioso cuerpo. Pero a partir del instante en que la tocó, ya no fue capaz de controlarse.
Después, cuando fueron a ducharse, intentó decirse que en esa ocasión sería distinto. Pero allí estaba, toda húmeda y desnuda, diciéndole con los ojos que ella tampoco necesitaba algo lento y suave: que lo quería rápido y desesperado, una vez más. Y se lo demostró ella misma, primero con las manos y luego con la boca.
La levantó en vilo, haciéndole apoyar la espalda contra la pared de azulejos, y la amó hasta que ambos volvieron a alcanzar un simultáneo y explosivo clímax.
Regresaron luego a la cama y se echaron a dormir. No fue hasta que se despertaron en algún de momento de la tarde cuando Aidan fue capaz, finalmente, de hacerle el amor tal y como había pretendido desde un principio.
Empezó por los pies, masajeándoselos delicadamente hasta que empezó a relajarse y a suspirar de placer. Luego fue subiendo las manos por sus piernas, separándole los muslos e inclinándose para besar la delicada piel de su cara interior.
Con un suave gemido, Kaitlyn se abrió aún más para él. Aidan se concentró entonces en acariciarla, retirándose cuando la notaba demasiado tensa, dándole tiempo para que se tranquilizara antes de comenzar de nuevo.
Exploró minuciosamente hasta el último rincón de su cuerpo con las manos, los labios y la lengua.
Finalmente Kaitlyn enterró los dedos en su pelo y tiró de él hacia sí, para besarlo con una pasión que puso en peligro su capacidad de control. Y cuando cerró los dedos en torno a su miembro y lo guió hacia su sexo, Aidan ya no fue capaz de detenerse.
El seducido había sido él.
La despertaron los rayos del sol del crepúsculo, filtrándose por la ventana. Abrió lentamente los ojos. Tardó un momento en recordar dónde estaba antes de volverse hacia Aidan, con la intención de contemplarlo mientras dormía. Pero ya estaba despierto, tendido de espaldas y mirando al techo.
—Hola —lo saludó, apoyando la barbilla en su hombro.
—Hola.
—Pareces muy serio —comentó, frunciendo el ceño—. ¿En qué estás pensando?
—En nada en concreto. Sólo estaba dejando vagar la mente.
—¿Puedo preguntarte algo, Aidan?
—Claro —murmuró contra su cabello.
—¿Por qué ingresaste en el ejército? ¿Era militar tu padre?
—No —se sonrió—. No fue por tradición militar. Mi padre era abogado de una importante empresa de Los Angeles.
—¿De veras? ¿Y por qué decidiste ingresar?
—Supongo que no tenía muchas opciones —frunció el ceño, con la mirada clavada en el techo—. Era la clase de chico que se iba metiendo en un lío tras otro. Alcohol, drogas… todo eso. Tenía un coche bueno, dinero para gastar y suficientes contactos familiares para que me sacaran de apuros. Es increíble la cantidad de cosas que puedes conseguir cuando le enseñas a alguien una tarjeta de identificación en la que aparece una dirección de Beverly Hills —lo dijo con ironía, pero había un poso amargo en su voz.
Kaitlyn comprendió que se sentía avergonzado: tanto que, en aquel momento, parecía hasta incapaz de mirarla. Se preguntó qué habría hecho tan malo como para no poder perdonarse a sí mismo después de tantos años.
—No te cansaré con los detalles —añadió, como adelantándose a su siguiente pregunta.
—Entonces dame una versión condensada —insistió ella con tono suave—. No es curiosidad malsana, Aidan. Sólo quiero saber más sobre ti.
—No era ningún niño cuando ingresé en el ejército, Kaitlyn. Ya era mayor y estaba en proceso de convertirme en carne de presidio.
—¿Qué? —exclamó, consternada—. ¿Qué hiciste?
—Cuando tenía diecinueve años, algunos amigos y yo hacíamos carreras de coches. Por divertirnos. En una de ellas sufrimos un accidente. Dos murieron al momento y el tercero poco después, en el hospital.
—Oh, Dios mío… —susurró Kaitlyn.
—Sí, yo tuve suerte, aunque en su momento no me lo pareció. Ir a los funerales y mirar a la cara a sus familias… —se interrumpió.
Kaitlyn comprendió que aquella antigua culpa había condicionado su vida entera. ¿Sería por eso por lo que sentía aquella necesidad de rescatar, de salvar a gente?
—Yo no conducía. Si hubiera sido así, me habrían acusado directamente de homicidio. De todas formas me cayó alguna denuncia, pero mi padre movió algunos contactos para influir sobre el juez que llevó el caso. El juez, sin embargo, se mantuvo firme y me dio un ultimátum. O pagaba con un tiempo de condena en una penitenciaría o servía a mi país. Así que me alisté al día siguiente.
—De modo que pasaste de Beverly Hills a un cuartel militar —murmuró Kaitlyn—. Vaya cambio.
—Y que lo digas —soltó una carcajada irónica—. Pero también fue lo mejor que me habría podido ocurrir. Eso me dio disciplina, sentido del deber, autoestima —se encogió de hombros—. La vieja historia. La habrás oído un millón de veces.
—Sí, eso explica por qué ingresaste. Ahora dime por qué lo dejaste.
—Era hora de cambiar.
—¿Fue realmente tan sencillo?
—¿Qué quieres decir?
—Anoche —Kaitlyn rodó sobre su espalda y quedó mirando al techo—, justo antes de que llamara Murphy, cuando estábamos en el sofá, bueno… —sonrió—. Recogí tu cartera, ¿recuerdas? Cuando se cayó al suelo, vi que llevabas una fotografía de una mujer. No estaba curioseando. Simplemente se abrió por aquella foto. ¿Quién es, Aidan?
—Se llamaba Elena Sánchez.
—¿Se llamaba?
—Está muerta.
Kaitlyn suspiró profundamente.
—Lo siento… ¿era alguien muy… querido?
—Estuvimos comprometidos durante un tiempo.
—Aidan, lo siento… —se incorporó sobre un codo, alarmada—. No tenía ni idea. Si no quieres hablar de ella, lo entiendo perfectamente.
Pero se dio cuenta de que deseaba que le hablara de aquella mujer. Quería que le dijera que la había conocido hacía mucho tiempo. Que había superado su muerte. Que, a esas alturas, para él ya no era más que un recuerdo.
—La conocí hace cinco años —pronunció al fin—. Justo antes de que el coronel Murphy renunciara a su cargo y nuestra unidad se disolviera. Elena y su familia eran colombianos. Su padre trabajaba para uno de los cárteles de la droga, pero también era informante de la CÍA. Cuando su tapadera se vio comprometida, nos enviaron a rescatarlo a él y a su familia.
—¿Lo conseguisteis?
—Sí. Los trajimos a los Estados Unidos y Elena y yo empezamos a salir juntos.
—Te enamoraste.
—Dos años duró nuestra relación. Hasta que todo terminó.
Kaitlyn lo miró sorprendida.
—¿Qué sucedió?
—Se sentía muy sola. Había empezado a estudiar medicina en Bogotá. Tenía un futuro muy brillante por delante, y de repente todo cambió. Le costó adaptarse a la vida en este país y yo me esforcé por ayudarla. Pero finalmente me di cuenta de que nuestro compromiso era un error por parte de ambos, porque yo nunca podría compensarla por todo lo que había dejado atrás. Y porque que ella siempre estaría resentida conmigo por haberla sacado de Colombia.
—¿Seguías enamorado de ella?
—No lo sé. Teníamos una relación complicada. Yo sentía muchas cosas por ella, pero… ¿amor? Ya no estoy seguro.
¿Qué habría sentido por Elena?, se preguntó Kaitlyn. ¿Instinto de protección? ¿Se habría sentido responsable de su persona porque la había salvado?
—Hace cerca de un año, me enteré de que había regresado a Colombia para encontrarse con su hermano. El se había incorporado a un grupo de guerrilleros de las montañas, y Elena se había enterado por alguien de que había resultado gravemente herido.
—Y tú fuiste tras ella, ¿verdad?
—Sí. Su hermano ya había muerto y ella tuvo que esconderse. La localicé en una remota aldea de los Andes. Estaba mal, tanto física como emocionalmente, pero no podía correr el riesgo de dejarla allí. Dispuse que un helicóptero nos sacara de la zona, pero antes tenía que llegar con ella al punto de la cita.
Soltó un profundo suspiro y Kaitlyn no pudo evitar advertir que le temblaban ligeramente las manos. Fuera lo que fuera a decirle, resultaba obvio que no iba a ser fácil.
—Aquella noche estábamos cruzando un barranco por un puente colgante. Elena tenía miedo a las alturas y resbaló. Yo la agarré y pude haberla izado, pero le entró pánico y se puso a forcejear. Intenté tranquilizarla, pero estaba demasiado asustada. Y cada vez que trataba de izarla, se ponía más y más histérica. Pude sentir cómo resbalaba su mano dentro de la mía y no pude hacer nada por evitarlo. Se cayó mientras me suplicaba a gritos que no la dejara morir.
Kaitlyn cerró los ojos, estremecida.
—Lo siento —susurró. No sabía qué otra cosa podía decirle. Fue a tocarle un brazo, pero él se apartó. Parecía tan distante, tan ensimismado en su dolor… Intentó hacer un esfuerzo—. La culpa es algo muy curioso. Cuando le pasa a otro, te das cuenta claramente de lo absurdo que es que una persona se castigue a sí misma una y otra vez con sus remordimientos. Pero cuando te pasa a ti… —se encogió de hombros—… lo racional pasa a un segundo plano. Elena era una mujer adulta. Fue decisión suya regresar a Colombia y exponerse a esa clase de peligro. Tú hiciste todo lo humanamente posible por salvarla, pero…
—No fue suficiente.
—Eso es. No puedes imaginar la cantidad de veces que me he dicho a mí misma que lo que le sucedió a Jenny no fue culpa mía. Yo no la incité a ingresar en la Milicia de Montana. También era una mujer adulta. Ella tomó la decisión bajo su responsabilidad. Pero cuando vino a buscarme en busca de ayuda, ¿qué hice yo? Mandarla de vuelta con ellos.
Aidan se volvió para mirarla:
—Eso también fue decisión suya. Pudo haberse negado.
—Pero no lo hizo. Y yo he tenido que vivir con las consecuencias. Así que… Lo que te quiero decir es que yo también conozco el significado de la culpa. No importa lo que los demás te digan, o lo mucho que te esfuerces por convencerte a ti mismo de lo contrario. Mientras no estés dispuesto a aceptar que realmente no pudiste hacer nada más por salvar a Elena, siempre arrostrarás esa carga. Al final, sin embargo, lo superarás: estoy segura.
—¿Sabes? —le dijo Aidan, sonriendo—. No sólo eres valiente, sino también sabia.
Kaitlyn no se sentía ninguna de las dos cosas en aquel momento. Más bien se sentía un poco estúpida. Quería a Aidan. Lo quería mucho. Si no llevaba cuidado, acabaría enamorándose perdidamente de él… y ése sería un error gravísimo. Porque tanto si quería admitirlo como si no, lo que sentía Aidan por ella no era más que un pálido reflejo de lo que había sentido por Elena Sánchez.
Después de aquella conversación, Kaitlyn empezó a poner freno a su relación con Aidan. Intentó hacerlo con cierta sutileza, pero no podía librarse de la sensación de que él sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
Y sin embargo, no tenía otra opción. Tenía que protegerse a sí misma porque cuanto más tiempo permanecieran juntos, más duro le resultaría a la postre tener que dejarlo. Porque, al final, tendría que dejarlo. En primer lugar, tenía que pensar en su carrera como periodista. Y, sobre todo, porque Aidan albergaba todavía un cúmulo de sentimientos tan profundos como complejos por otra mujer. Una mujer muerta, con la que ella no podría competir de ninguna manera.
Se recordó que tenía una vida propia sin Aidan, a la que necesitaba volver para olvidarse de que había estado a punto de perderse en sus brazos… una vez más.
Se quedaron en la cabaña hasta el lunes por la mañana. Fue entonces cuando Kaitlyn le dijo que quería volver a Ponderosa.
—No puedo permanecer escondida permanentemente —le había insistido—. Tengo trabajo, responsabilidades… Además, tengo que estar allí porque el fin de semana he de cubrir la fiesta que da el gobernador en la mansión Denning. Y después de la fiesta está la gira relámpago que quiere hacer el gobernador por todo el estado.
—¿Una gira relámpago?
—Sí, en tren. Lleva ya algún tiempo planeada. El tren saldrá en algún momento después de la fiesta, y Edén me ha pedido que me incorpore al vagón de la prensa. Luego, por supuesto, están las elecciones. No puedo echarme atrás ahora. Le debo ese favor.
—De acuerdo, lo entiendo —había aceptado Aidan a regañadientes, antes de llamar a Powell para que fueran a recogerlos.
Para cuando llegaron al apartamento de Kaitlyn, todo había cambiado entre ellos. Aquella noche se despidió de Aidan, se encerró en su dormitorio y no volvió a salir hasta la mañana siguiente. El no le preguntó por su decisión. No pronunció una sola palabra sobre el muro que ella había erigido entre ambos, pero su silencio aquiescente le dijo todo lo que necesitaba saber. Incluso más.
—Si no puedo confiar en ti para una tarea tan sencilla, ¿cómo puedo tener fe en que podrás ejecutar la siguiente fase de la operación?
Boone Fowler se encogió de hombros.
—¿Qué remedio te queda?
—Todo tiene remedio, mi querido amigo —su interlocutor esbozó una leve sonrisa—. Dijiste que podías encargarte de Kaitlyn Wilson, y ahora mis fuentes me dicen que ha regresado a su apartamento de Ponderosa, al parecer sin un solo rasguño. ¿Cómo es eso posible?
—Yo te lo explicaré —Fowler se levantó lentamente, crispada la mano en la navaja que había estado escondiendo debajo de la mesa. En ese momento la levantó a la luz para asegurarse de su interlocutor viera el brillo de su hoja—. Tiene un guardaespaldas… uno de los hombres de Cameron Murphy. Y cuenta también con el respaldo de toda la infraestructura de los cazarrecompensas. Yo propongo que nos encarguemos de ellos primero.
—¿Y que toda la operación nos explote en las narices? Ni hablar. Tuviste tu oportunidad, Fowler. Ahora me toca a mí.
—¿Qué vas a hacer?
—Lo que debería haber hecho desde el principio. Encargarme personalmente del problema.
—Así que piensas matarla tú mismo… —murmuró Fowler con tono escéptico, consciente de que aquel hombre nunca se ensuciaba las manos—. Me gustaría verlo.
—Pues lo verás, querido amigo. Todo está preparado. A partir de la noche del sábado… Kaitlyn Wilson no será más que un recuerdo.