Capítulo 2
Miércoles, cuatro de la tarde
La tormenta había amainado durante la noche, pero para la tarde del día siguiente ya se estaba formando un nuevo frente, con ráfagas de lluvia que sacudían de un lado a otro el helicóptero biplaza, modelo Jet Ranger. Navegando a una altura de trescientos pies bajo un cielo encapotado, el aparato remontaba y descendía tan bruscamente como si se estuviera deslizando por una montaña rusa.
«No hay nada que temer», se dijo Aidan Campbell con la mirada clavada en la ventanilla, buscando a la mujer desaparecida. El helicóptero era de confianza y el piloto, Jacob Powell, tenía cerca de veinte años de experiencia a sus espaldas. Aidan lo había visto navegar en condiciones meteorológicas cercanas a las de un huracán. Para un profesional como él, aquella misión de búsqueda y rescate era pan comido.
La petición de ayuda tramitada por la oficina del sheriff del condado había llegado al cuartel general de los Cazarrecompensas Big Sky a la una de la tarde aproximadamente. De inmediato, Cameron Murphy había ordenado a sus equipos, que ya se encontraban en el terreno tras la pista de los presos fugados, que iniciaran la búsqueda de una mujer de Ponderosa cuyo vehículo inundado había sido localizado en la carretera número nueve. Presuntamente lo había abandonado para salir a un terreno elevado donde pudiera ponerse a salvo de la tormenta, pero llevaba cerca de veinticuatro horas sin dar señales de vida.
Aidan y Powell habían empezado el rastreo a partir de la zona donde habían localizado el todoterreno, ampliando progresivamente su perímetro. Era como buscar una aguja en un pajar. Su única esperanza consistía en que la mujer pudiera señalarles de algún modo su localización cuando escuchara el motor del helicóptero.
Para luchar contra los fuertes vientos, Powell movía de un lado a otro el morro del helicóptero, coleando con el timón. La maniobra ayudaba, pero el altímetro parecía haberse vuelto loco. Resistiendo la sensación de náusea, Aidan continuaba barriendo la zona con los prismáticos. Ya no llovía con tanta fuerza pero estaban perdiendo luz. Apenas podía distinguir poco más que las copas de los árboles.
—¿Ves algo? —inquirió Powell.
—Negativo.
—Maldita sea…
La frustración de la voz de Powell reflejaba la misma preocupación de Aidan. Estaba oscureciendo. Dentro de poco, si continuaban así, no les quedaría suficiente combustible para regresar a la base. Tenían que tomar una decisión. Miró a Powell:
—¿Qué dices tú?
—Daremos una vuelta más antes de regresar —respondió, tenso.
Aidan señaló entonces un profundo barranco abierto en una ladera.
—Yo he hecho escalada en ese cañón. Tiene por lo menos cuarenta metros de caída.
—Si, es el Cañón del Diablo —Powell se encogió de hombros—. ¿Qué pasa con él?
—Si no me falla la memoria, por esa zona hay una vieja cabaña de cazadores… Sí, ahí se distingue entre los árboles, ¿la ves? No es muy probable, pero podría estar escondida ahí dentro, esperando a que el tiempo se aclarase.
—Dudo que haya llegado tan lejos, pero no se pierde nada con probar. Bajaremos a ver si detectamos algún movimiento.
Cuando el helicóptero estaba virando, algo llamó la atención de Aidan. Observó por un momento, pensando que habían sido imaginaciones suyas. Pero no. Era una parpadeo de luz. Y, con aquella lluvia, no podía tratarse de un fuego de campamento.
—¿Has visto eso? —exclamó, señalando el cañón—. Una luz allá abajo.
Powell inició la maniobra de descenso. En el borde del cañón el terreno era demasiado blando. Si aterrizaban, corrían el riesgo de quedarse hundidos en el barro sin posibilidad de despegar de nuevo. Y tomar tierra en el fondo del estrecho barranco tampoco constituía una opción: una partida de rescate tardaría horas en llegar hasta allí.
La luz continuaba parpadeando. La señal parecía más rápida. Más desesperada.
—Voy a bajar a echar un vistazo.
—El viento es demasiado fuerte —replicó Powell—. Te estamparías contra las rocas a los pocos metros.
—No si tú desciendes lo suficiente. El cañón actuará de barrera.
Powell le lanzó una rápida mirada:
—Te gusta vivir peligrosamente, ¿eh, Campbell?
—¿Es que hay otra manera de vivir?
Sonriendo, Powell agarró la palanca de mando con las dos manos para perder altura y ponerse al mismo tiempo a velocidad cero, suspendido sobre el barranco. Minutos después logró situarse justo encima de la boca del cañón.
Aidan se quitó el casco y fue a la parte de atrás para colocarse el arnés.
Tras ajustarse el transmisor en una hombrera, abrió la trampilla inferior del aparato. Sentado ya en el borde, lanzó una cuerda, aseguró el ocho y procedió a descolgarse.
Rapelar era la parte fácil. Las paredes del cañón lo protegían del viento. Fue entonces cuando descubrió a la mujer tendida en un saliente del barranco, unos veinte metros más abajo.
No parecía encontrarse consciente, aunque en algún momento había tenido que enviarles la señal luminosa. Yacía en un estrecho saliente rocoso que prácticamente no la había protegido de la tormenta. Tenía la ropa hecha jirones, el rostro manchado de barro. Le sangraba la mano con que agarraba la linterna.
Aidan alzó la mirada hacia la parte alta del barranco. Que se las hubiera arreglado para sobrevivir a semejante caída resultaba un verdadero misterio. Y una prueba más de su firme voluntad de sobrevivir. Acercándose al saliente, se soltó de la cuerda para arrodillarse a su lado.
La mujer abrió los ojos nada más sentir su contacto. A juzgar por su expresión de terror, se habría puesto a chillar si hubiera tenido fuerzas para ello.
—Tranquila, no pasa nada —gritó Aidan para hacerse oír por encima de la lluvia—. He venido a ayudarte —como no decía nada, insistió—: No voy a hacerte daño. Pero antes de sacarte de aquí, tengo que averiguar la gravedad de tus heridas. ¿Puedes moverte?
Al cabo de unos segundos, asintió con la cabeza.
—Muy bien —la examinó atentamente—. ¿Y mantenerte de pie?
—No… No lo sé —su voz apenas era un murmullo. Parecía tan asustada y desvalida que Aidan sintió unas enormes ganas de abrazarla. Era de estatura pequeña; dudaba que pesara mucho más de cincuenta kilos. Tenía el pelo lleno de barro, pero parecía rubia. Sus ojos eran de un tono azul oscuro, muy intenso.
Las rodillas le fallaron cuando intentó levantarse. Aidan volvió a sentarla en el saliente.
—Bueno, no hay problema. Lo haremos de otra manera —se llevó una mano al transmisor de la hombrera—. ¿Powell? Tengo a la mujer, pero no se encuentra muy bien. Voy a colocarle un arnés para que nos subas a los dos.
—Entendido. Y date prisa, Campbell. Si nos agarra una corriente de aire un poco fuerte, estamos muertos.
Con la mayor rapidez posible, Aidan le aseguró el arnés a la cintura y hombros. Agarrando la cuerda, aseguró con un ocho su arnés al suyo y volvió a ponerse en comunicación con Powell:
—¡Listo! ¡Arriba! Rodéame el cuello con los brazos —ordenó a la mujer—. No te preocupes. He hecho esto mil veces antes —le dijo al ver que se quedaba sin aliento en el instante en que su compañero comenzaba a izarlos.
—No mires abajo —le aconsejó, consciente de que los primeros segundos en el aire siempre eran los peores.
Podía sentir la tensión de sus músculos a través de los jirones de su ropa. Pesaba muy poco, pero Aidan tenía la sensación de que era más fuerte de lo que parecía. Tenía que serlo para haber sobrevivido después de todo lo que había sufrido.
Estaban a unos diez metros de la boca del cañón cuando una ráfaga de aire desequilibró el helicóptero. La cuerda chirrió y la mujer soltó un chillido de pánico.
—¡No pasa nada! —gritó Aidan—. ¡Te tengo sujeta! ¡Sólo tienes que agarrarte a mí!
Cuando Powell bajó el morro del aparato para estabilizarlo, la maniobra hizo que la cuerda pendulara hacia el otro lado. Aidan vio entonces que la pared rocosa del cañón se acercaba peligrosamente a ellos. Intentó girar el cuerpo para amortiguar el impacto y su hombro izquierdo chocó con la roca. La punzada de dolor que le recorrió el brazo hizo que soltara momentáneamente a la mujer, además de que el golpe consiguió separarlos.
Aidan escuchó horrorizado el ruido que hizo el ocho al soltarse, seguido del grito de la joven cuando empezó a resbalar por la cuerda. Afortunadamente pudo sujetarla a tiempo. Cuando sus miradas se encontraron, reconoció el terror en sus ojos. Lo había visto antes, en los ojos de otra mujer, una fracción de segundo antes de que se soltara de su mano para precipitarse a la muerte.
Parpadeó varias veces en un intento por desechar aquel recuerdo mientras seguía agarrándola del brazo. Elena se había dejado llevar por el pánico. Había forcejeado como una loca, agitando brazos y piernas y suplicándole que no la dejara caer…
—No quiero morir. Por favor, Aidan…
La misma súplica podía leerse en los ojos de aquella mujer. Pero, sorprendentemente, no se dejó llevar por el pánico, lo cual habría complicado mucho más la tarea de Aidan. Cuando le gritó que le agarrara la otra mano, tuvo la suficiente presencia de ánimo para hacerlo.
—Mantente así, ¿de acuerdo?
Asintió con la cabeza, sin dejar de mirarlo a los ojos.
Permanecieron suspendidos en el cañón durante lo que a ambos les pareció una eternidad, pero la joven en ningún momento perdió la entereza. Y eso que tenía que estar muy dolorida, no sólo de la caída, sino de la fuerza con que la agarraba del brazo.
Finalmente Aidan logró introducirla por la trampilla del helicóptero. Sólo entonces se permitió soltar un suspiro de alivio. Una vez dentro, cerró la compuerta y se volvió para mirarla. Se había derrumbado en el suelo, extenuada, y empezaba a convulsionarse de frío. Se arrodilló rápidamente a su lado para quitarle el arnés.
—¡Sácanos de aquí! —le gritó a Powell.
—Me encantaría hacerlo. Pero, por desgracia, tenemos un pequeño problema.
Estaban atrapados por una corriente de viento que arrastraba el helicóptero hacia abajo. Y la cola del aparato se acercaba peligrosamente a la pared rocosa.
—Vamos —susurró Aidan—. ¡Vamos!
Powell casi arrancó la palanca de mando en su esfuerzo por ganar altura. Mientras su amigo batallaba con el viento, Aidan se ocupó de quitarle la ropa empapada a la mujer. Por debajo de los jirones de tela, tenía la piel helada. Procedió a frotarla enérgicamente para hacerle entrar en calor. De repente, se incorporó a medias para abrazarse a él.
—Tranquila. Te pondrás bien —le aseguró—. Pero antes tienes que entrar en calor.
—No me dejes —musitó.
—No te dejaré. Te lo prometo.
Era menuda, pero con curvas, y de músculos duros. En aquel momento, sin embargo, Aidan estaba más interesado en su temperatura corporal que en cualquier otra cosa.
—Me-me estoy he-helando…
Cuando hubo terminado de quitarle la ropa, la envolvió en una manta y la estrechó en sus brazos. Aun así, seguía temblando.
—¿Se recuperará? —gritó Powell.
«Eso espero», pensó Aidan, sombrío. Ya había perdido a una mujer. No podía permitirse perder otra.