Capítulo 12
Hacía años que Kaitlyn había querido entrar en el cuartel general de los Cazarrecompensas Big Sky, pero no había podido hacerlo porque, entre otros motivos, desconocía la localización exacta. Se encontraba en una zona remota, poco accesible. A simple vista, el edificio parecía idéntico al resto de las cabañas de estilo rústico típicas de la región.
Aidan la hizo pasar a una gran sala provista de un enorme monitor de televisión, mobiliario tapizado en piel y una gran mesa de billar, antes de desaparecer en una de las habitaciones laterales. Estaba cada vez más nerviosa. Se le pasó incluso por la cabeza salir de allí a explorar un poco, si Aidan seguía tardando tanto…
Estaba jugando distraída con una bola de billar cuando tuvo la sensación de que la observaban. Al alzar la cabeza, descubrió a una niña de unos cuatro años, de pie en el umbral de una de las puertas, vestida con un camisoncito rosa con volantes. Una presencia absolutamente incongruente con la sede de una famosa empresa de cazarrecompensas.
—Hola.
—No me dejan hablar con desconocidos —le informó la niña con tono solemne.
—Esa es una buena norma.
—¡Olivia!
Un segundo después, una mujer morena de cuerpo escultural apareció a su lado.
—Aquí estás… —le espetó, impaciente—… ¿qué estás haciendo fuera de la cama? ¡Otra vez te has levantado!
—Tenía sed, mamá…
—¡Sed! Liwy, siempre te dejo un vaso lleno de agua en la mesilla —de repente alzó la mirada hacia la recién llegada—. Hola. Tú debes de ser Kaitlyn, la amiga de Aidan. Me llamo Mia Murphy —se apresuró a estrecharle la mano—. Y ésta es mi hija Olivia.
—Hola, Olivia —se puso en cuclillas para quedar a la altura de la niña—. Qué nombre tan bonito. Yo me llamo Kaitlyn.
Olivia Murphy levantó una manita para acariciarle la melena, abriendo los ojos con expresión maravillada.
—¡Mira, mamá! ¡Tiene el pelo de una princesa de cuento!
—Vaya, gracias… —murmuró Kaitlyn.
Mia se echó a reír.
—Es que no suele ver muchas rubias por aquí. Lo cual no le resta valor al elogio, desde luego… —se volvió hacia la niña—. Bueno, Olivia, ya te he presentado a la señora, así que ahora tienes que volver a la cama. Y nada de levantarse más veces, ¿entendido? Yo también me acostaría ahora mismo si tu padre no necesitara mi ayuda.
—Quiero que me cuentes un cuento.
—Es demasiado tarde para otro cuento, y además mamá tiene que ayudar a papá un ratito.
—¿Por qué papá no puede venir a contarme un cuento?
—Porque tiene una reunión de trabaje muy importante, y quiere que yo le acompañe. Y ahora, vamos…
Olivia se volvió entonces hacia Kaitlyn.
—¿Tú también tienes que trabajar?
—¡Olivia Murphy, no tienes vergüenza! —exclamó Mia, sacudiendo la cabeza—. Es demasiado directa, ¿verdad? En eso ha salido a su padre.
Kaitlyn se echó a reír.
—Bueno, la verdad es que ahora mismo no tengo que trabajar, así que me encantaría contarte un cuento.
—No tienes por qué hacerlo… —protestó la madre.
—No, de verdad que me encantaría. Es decir, si a usted no le importa…
Antes de que su madre pudiera objetar algo, la niña se apresuró a tomar a Kaitlyn de la mano.
—Bueno, parece que ya está decidido —murmuró Mia con un suspiro—. Pero no te dejes engañar cuando te pida que le cuentes otro. Es más de medianoche, por el amor de Dios…
—Un cuento nada más. Palabra de honor —Kaitlyn bajó la mirada y le hizo un guiño a Olivia.
—¡Sí! ¡Vamos! —gritó la pequeña, eufórica, mientras le tiraba de la mano.
—La primera puerta a la derecha, subiendo la escalera —le indicó la madre cuando ya se alejaban las dos.
Aidan se volvió para mirar a Mia Murphy cuando entró en la sala y ocupó su asiento en la gran mesa central junto a su marido. Joseph Brown, Owen Cook y Anthony Lombardi ya estaban presentes. Los demás cazarrecompensas o estaban durmiendo o se encontraban fuera desempeñando alguna misión.
Murphy se volvió hacia su esposa y le dijo algo en voz baja. Aidan pudo escuchar la respuesta de Mia:
—Por fin está en la cama, pero sólo después de haber obligado a la amiga de Aidan a que le contara un cuento.
—¿Kaitlyn? —inquirió Aidan, sorprendido.
—Sí —afirmó la mujer—. Está arriba ahora mismo, con Olivia.
Aidan y Murphy giraron sus sillones simultáneamente para quedar frente al banco de monitores que ocupaba todo un lateral de la sala. Desde allí, Murphy podía activar las distintas cámaras de seguridad que se repartían por todo el edificio. En aquel instante conectó la de la habitación de su hija, y Olivia y Kaitlyn aparecieron en una pantalla.
Kaitlyn se hallaba sentada al borde de la cama, y aunque el sonido no estaba activado, Aidan podía ver que las dos estaban charlando y riendo como si se conocieran de toda la vida. Nunca la había visto así: estaba como hipnotizado, sin poder apartar la mirada de la pantalla. Cuando finalmente lo hizo, sorprendió a Mia mirándolo con una sonrisa.
Satisfecho de que su hija estuviera en tan buenas manos, Murphy procedió a abrir la sesión.
—Probablemente os estaréis preguntando por qué os he convocado a una hora tan intempestiva, pero se han producido algunos cambios en la situación general que todos debéis conocer.
—¿Cambios respecto a Fowler? —quiso saber Joseph Brown, sentado al final de la mesa.
—Posiblemente —contestó Murphy—. Se trata del cuerpo que Campbell y Clark descubrieron ayer cerca del Cañón del Diablo. Si Fowler y sus compinches fueron los responsables, eso todavía está por confirmar. Pero gracias a Kaitlyn Wilson, ahora mismo contamos con una pista sobre la identidad de la víctima. ¿Os suena de algo el nombre de Wilhelm Schroeder?
—Es el embajador alemán en Naciones Unidas —señaló Owen Cook, el experto en informática—. Durante meses, Wilhelm Schroeder ha sido uno de los más tenaces opositores a la intervención militar en Lukinburg. Después de la presentación de Petrov en Naciones Unidas, sin embargo, cambió radicalmente de postura y ahora ha afirmado que votará a favor de la resolución.
—Un momento… —murmuró Aidan, confundido—. No estarás diciendo que el cadáver anónimo que encontramos es el de Wilhelm Schroeder, ¿verdad? ¿Qué diablos haría un embajador de las Naciones Unidas en Montana?
—Bueno, ésa es una buena pregunta —repuso Cook—. Pero últimamente he estado captando conversaciones on line sobre una posible votación secreta del Consejo de Seguridad en un lugar remoto y seguro… de Montana.
—¿Por qué secreta? —inquirió Lombardi.
—Porque los federales temen un ataque terrorista el día de la votación —explicó Murphy—. Evidentemente, consideran la amenaza lo suficientemente factible como para trasladar la reunión del Consejo de Seguridad de la sede de Nueva York.
—¿Pero por qué Montana? —insistió Aidan.
—Nuestro ilustre gobernador tiene contactos muy importantes en Nueva York. Si consigue que la votación se celebre aquí, se apuntará un gran tanto a su favor en la carrera electoral. Pero, aparte de ello, no sería la primera vez que se utilizara Montana como refugio. Hay un lugar en las Montañas Rocosas que fue usado durante la Segunda Guerra Mundial por Roosevelt y Churchill, e incluso llegó a hablarse de trasladar aquí al presidente tras los ataques del Once de Septiembre. Yo no he visto la localización, pero al parecer reúne absolutas condiciones de seguridad.
—Y se supone que Schroeder estaba en camino hacia ese refugio cuando fue interceptado y asesinado —dijo Aidan—. ¿Pero qué pasa con la plantilla de auxiliares, el chófer, la escolta? Alguien de tanto peso viaja siempre con decenas de personas.
—No si lo que pretendía era ocultar a los medios de comunicación lo de la votación secreta —replicó Murphy—. Y, según mi contacto en el FBI, Schroeder era famoso por sus excursiones sin escolta con tal de mantener en secreto sus aventuras con mujeres casadas. Supuestamente, llevaba varios días desaparecido con una de sus amantes, pero la mujer en cuestión apareció recientemente asegurando que no lo veía desde hacía una semana. Fue eso lo que disparó las alarmas del FBI.
—De acuerdo —intervino Brown—. ¿Qué es lo que tenemos entonces? La posibilidad de una votación secreta del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en una localización confidencial. Un embajador que de camino a ese supuesto destino es asesinado y mutilado su cuerpo para dificultar la investigación. Yo diría que la seguridad de esa reunión tan secreta ha quedado seriamente comprometida.
—Sin reunión ni votación, no hay guerra —resumió Lombardi.
—Exacto —dijo Murphy—. Y creo que es evidente quién sale ganando con ello.
—Lo que no entiendo es lo que pinta Boone Fowler en todo esto… —murmuró Aidan—. ¿Qué habría de importarle a él una votación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas? Es un terrorista doméstico con una agenda propia. Nunca le ha interesado la política internacional.
—Todavía no sabemos a ciencia cierta si está relacionado —le recordó Murphy—. Pero, sea como fuere, nuestra misión no ha cambiado. Fowler sigue siendo nuestro objetivo. Por lo que a mí respecta, los federales pueden encargarse de todo lo demás. Hay algo, sin embargo, que sí que es problema nuestro —clavó la mirada en Aidan—. Mi contacto se mostró muy interesado en saber de dónde conseguimos la información sobre el cadáver del alemán. Yo me las arreglé para no mencionar en ningún momento el nombre de Kaitlyn Wilson, pero tarde o temprano terminará descubriéndolo y querrán hablar con ella. Lo cual quizá no sea tan mala idea, teniendo en cuenta que la pondrán bajo vigilancia hasta que todo este asunto estalle de una vez.
—Yo no lo creo así —repuso Aidan—. Estoy de acuerdo con Brown. El asesinato de Schroeder demuestra que la seguridad de esa votación secreta ha quedado seriamente comprometida. Si alguien pudo acceder a un hombre así y matarlo… ¿qué no harán con una simple testigo sometida a una rutinaria vigilancia? Será un blanco fácil.
—¿Pero qué otra opción hay? —Murphy se encogió de hombros—. ¿Esconderla en alguna parte hasta que todo esto termine?
—Kaitlyn jamás lo consentiría. Ahora mismo, el FBI sabe todo lo que ella sabe, porque no ha recordado nada más. Cuando lo haga, volveremos a contactar con los federales, pero por el momento y mientras no sepamos exactamente con quién estamos tratando… estará más segura conmigo que con ellos.
—Tiene razón —lo apoyó Mia.
—Hace dos días… —murmuró Murphy, ceñudo—… todavía nos estábamos preguntando si esa mujer tenía alguna relación con Boone Fowler. Y ahora está arriba, contándole un cuento para dormir a mi hija…
—Ella no está relacionada con Fowler —le aseguró Aidan—. Apostaría mi vida.
La expresión de Murphy se tornó sombría.
—Puede que tengas que hacerlo.
Aquella noche, durante el trayecto de regreso a Ponderosa, Aidan puso a Kaitlyn al tanto de los detalles de la reunión.
—Gran parte de lo que se ha hablado son puras especulaciones…
—Lo sé, Aidan, pero la cabeza me da vueltas —alzó una mano para echarse el cabello hacia atrás—. El cadáver que encontrasteis cerca del cañón del Diablo es el del embajador alemán en Naciones Unidas. Lo capturaron cuando iba camino de una reunión secreta para votar una intervención militar para invadir Lukinburg. Alguien lo mató para evitar que emitiera su voto. Todo esto es increíble… ¡parece el argumento de una novela de ficción!
—No hay ninguna ficción en esto, Kaitlyn. Tú no solamente fuiste testigo de un asesinato. Presenciaste una ejecución que tendrá consecuencias a nivel mundial.
—No creas que no he pensado en ello —murmuró, incómoda—. ¿Pero por qué os habéis implicado vosotros en esto? Sois cazarrecompensas. Las intrigas internacionales no entran en vuestro campo de acción.
—Nos hemos implicado porque existe la posibilidad de que Boone Fowler esté relacionado. El continúa siendo nuestro objetivo.
—¿Y si no está relacionado? Eso anularía nuestro acuerdo, Aidan. Y ya no necesitarías utilizarme para atraerlo.
—Tanto si está relacionado como si no, el hecho de que estés en peligro no cambia para nada. A no ser que quieras someterte a un programa de vigilancia de testigos de los federales, estás atada a mí.
A Kaitlyn se le ocurrían cosas peores… Estudió su perfil por un momento. No dejaba de mirar por el espejo retrovisor.
—¿Qué ocurre?
—Un coche nos sigue desde hace rato.
—Puede que no nos esté siguiendo —Kaitlyn apenas podía distinguir sus faros a lo lejos—. Esta es una carretera pública.
—Sí, pero se trata de una zona aislada y es la una de la madrugada.
Kaitlyn volvió a mirar por el parabrisas trasero, asustada. Aidan conducía por una carretera de dos sentidos que bajaba por la montaña en zigzag. Con un ojo puesto en el espejo, tomó una curva cerrada a toda velocidad.
Llegaron a la siguiente curva. Kaitlyn se aferró a su asiento cuando pareció que se ponían sobre dos ruedas. Aidan volvió a mirar por el espejo, pero Kaitlyn no había apartado la mirada de la carretera. Fue por eso por lo que descubrió antes que él la gran roca que les bloqueaba el paso.
—¡Aidan, cuidado!
Frenó en seco, sujetando con fuerza el volante, pero en el momento en que las ruedas hicieron contacto con la grava suelta de la cuneta, perdió el control del vehículo. Cuando finalmente lo recuperó, se dirigían directamente hacia el terraplén.
Se salieron de la carretera, pendiente abajo. Durante lo que les pareció una eternidad, el jeep se deslizó monte a través, barriendo arbustos y dando tumbos, hasta que por fin se detuvo.
Kaitlyn tenía el pulso tan acelerado que apenas podía respirar, pero Aidan no creía que estuviera gravemente herida: sólo algo magullada.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó, preocupado.
—Eso creo.
—Tenemos que salir de aquí. No estoy tan seguro de que esa roca rodara sola montaña abajo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que ha sido una trampa?
—Quizá —Aidan sacó dos pistolas de la guantera y le entregó una—. ¿Sabes usar esto?
—Creo que me las arreglaré.
Apenas había acabado la frase cuando el parabrisas trasero se partió en mil pedazos. Soltó un chillido de terror.
—¡Agáchate! —gritó Aidan.
Abrió la puerta y salió a toda prisa, tirando de Kaitlyn. Abrió fuego mientras se ponían a cubierto detrás de varias rocas, al pie del terraplén de la carretera.
—Dispara contra ellos —sacó su móvil—. Pero no malgastes munición. Si se nos acaba, nos veremos en un grave problema.
—¿A quién llamas?
—A alguien de confianza —marcó el número—. Soy Campbell —rápidamente describió a su interlocutor la situación y la localización exacta—. Necesitamos ayuda de emergencia.
Sonó otra ronda de disparos y Kaitlyn devolvió el fuego.
—¿Cuándo llegarán esos refuerzos?
—Espero que pronto.
Aidan también disparó. Fue cuestión de minutos que ambos se quedaran sin munición.
—Sólo me quedan dos balas —informó ella.
—Vamos a tener que correr.
¿Correr adonde? Kaitlyn quería preguntárselo, pero justo en aquel instante se escuchó el rotor de un helicóptero. No tardaron en aparecer las luces.
El aparato volaba bajo y rápido. Cuando pasó la carretera se encendió un foco cuyo haz luminoso cortó la espesura. La trampilla lateral se abrió de pronto y aparecieron dos hombres provistos de fusiles automáticos.
En el momento en que el helicóptero descendió, los dos hombres saltaron a tierra y empezaron a disparar. Aidan agarró a Kaitlyn de la mano.
—¡Vamos!
Corrieron hacia el aparato y él la ayudó a subir. Uno de los hombres le entregó entonces un arma, y los tres se quedaron en tierra disparando mientras el helicóptero empezaba a elevarse.
—¡Espera un momento! —gritó Kaitlyn—. ¡Ellos no han subido a bordo!
El piloto le lanzó un casco y ella se lo puso mientras se instalaba en la parte delantera, a su lado.
—Abróchate bien el cinturón de seguridad —le aconsejó con una sonrisa.
Powell barrió el terreno con su potente foco mientras Aidan y los otros peinaban la zona, pero después de cuarenta y cinco minutos de búsqueda infructuosa, tuvieron que admitir que los agresores habían escapado. Lo que significaba que conocían bien la región.
Tan pronto como Murphy envió refuerzos, Powell llevó a Aidan y a Kaitlyn a una casa de seguridad en las montañas donde podrían descansar algunas horas sin temor a caer en otra emboscada.
Pero mientras veía alejarse el helicóptero, con sus luces perdiéndose en el cielo nocturno, Kaitlyn no pudo evitar preguntarse si alguna vez sería capaz de volver a conciliar el sueño.
Aidan, previsor, había recogido una manta en el aparato y se la echó sobre los hombros mientras la guiaba hacia la rústica cabaña que parecía suspendida al borde de un precipicio.
—¿A quién pertenece esta cabaña? —le preguntó ella.
—La compramos entre unos amigos y yo hace unos años —abrió la puerta y encendió las luces—. Subimos aquí para hacer snowboard y escalada en verano.
—Me sorprende que tengas electricidad —murmuró Kaitlyn mientras entraba.
—No es tan rústica —repuso Aidan con una sonrisa—. Ponte cómoda. Voy a conectar la calefacción y a encender la chimenea. Calentaremos todo esto en un santiamén.
El salón era pequeño, con muebles sencillos y cómodos. En una de las paredes, al lado de las raquetas de nieve, había colgada una fotografía enmarcada que se acercó para examinar. Era una toma aérea de un grupo de montañeros escalando una pared vertical que se perdía en el cielo.
—¿Estás tú en esa foto?
—Sí —respondió, ocupado como estaba en encender la chimenea.
—¿Quiénes son los demás?
—Los compañeros del equipo de rescate de montaña con los que trabajé en Colorado después de abandonar el cuerpo de operaciones especiales.
—O sea que, en los ratos libres, seguíais escalando montañas por diversión, ¿eh? En cambio, ¿sabes lo que me gusta hacer a mí para divertirme? Alquilo películas de vídeo y las veo comiendo palomitas.
—Eso también me gusta —dijo sonriendo Aidan.
Kaitlyn atravesó el salón para contemplar la panorámica de los ventanales. Aquello era como estar suspendido al borde del universo.
—Acércate al fuego. En seguida te calentarás.
Se reunió con él delante de la chimenea. Estaba temblando de frío.
—Supongo que tendrás alguna bebida más fuerte que café o cacao…
—Voy a ver qué encuentro. Ahora vuelvo.
En vez de quedarse en el salón, lo siguió a la pequeña cocina.
—¿Qué tal un whisky? —Aidan sacó una botella y dos vasos de un armario.
—Estupendo.
Aidan sirvió las copas. Pero antes de que pudiera proponer un brindis, Kaitlyn se le adelantó y se bebió la suya de un trago. Aunque no estaba acostumbrada a licores más fuertes que el vino y la cerveza, aquello era justo lo que necesitaba para entrar en calor. Dejó el vaso sobre el mostrador y él se lo volvió a llenar.
—No estarás intentando emborracharme, ¿verdad?
—La idea ha sido tuya —se bebió su copa y vio cómo ella apuraba la segunda.
—Dime… ¿cómo es que estás tan tranquilo después de todo lo que nos ha pasado? Tienes el pulso tan firme como una roca. Mira el mío —alzó una mano. Los dedos todavía le temblaban.
—No es la primera vez que me disparan.
Kaitlyn se preguntó por qué tenía aquella tendencia a olvidarse de su pasado.
—Soldado en grupos de operaciones especiales, escalador de rescate… y ahora cazarrecompensas —se humedeció los labios con la punta de la lengua—. ¿Sabes lo que creo que eres? Uno de esos adictos a la adrenalina.
Aidan se apoyó en el mostrador, mirándola divertido.
—¿Ah, sí?
—Buscas el peligro. Como esos tipos que hacen caída libre en paracaídas.
—Es una sensación maravillosa.
—¿También has hecho eso? —estremecida sólo de pensarlo, se sirvió la tercera copa.
—En serio, deberías probarlo algún día. Estoy seguro de que no habría nada que te gustara más.
—Por favor, no me digas que es aún mejor que el sexo…
—¿Mejor que el sexo? —Aidan reflexionó por un momento—. Eso depende.
¿De qué? Kaitlyn quiso preguntárselo, pero la mirada que él le lanzó resultó suficientemente elocuente. Parecía decirle que ni siquiera con mil saltos de caída libre alcanzaría jamás la sensación de gozo que experimentaría pasando una sola noche con él. Bajó lentamente su vaso.