Capítulo 1

Martes, dos de la tarde

¡Ken, apenas puedo oírte!

Con el teléfono móvil pegado a la oreja, Kaitlyn Wilson se esforzó por no dejarse llevar por el pánico. La lluvia repiqueteaba como un tambor de guerra sobre el techo de su todoterreno mientras conducía con cuidado por la carretera número nueve. Había puesto los limpiaparabrisas a máxima velocidad, pero seguía sin poder ver nada.

¿Sigues ahí? —inquirió, desesperada.

Inundaciones… carretera cortada…

No escuchaba más que interferencias.

¿Debería dar media vuelta? —maldijo entre dientes. La comunicación se cortó y maldijo de nuevo mientras intentaba frenéticamente volver a llamar a su jefe. Pero era inútil. Había perdido cobertura.

«Situación apurada», concluyó para sus adentros mientras lanzaba el móvil sobre el asiento contiguo y agarraba el volante con las dos manos. Desde que había salido para la prisión menos de una hora antes, la carretera número nueve se había convertido en un lago. Kaitlyn ya no podía distinguir el asfalto.

Redujo aún más la velocidad mientras intentaba decidir qué hacer. ¿Seguir adelante… o dar media vuelta? En condiciones de nula visibilidad, dar media vuelta sin caer en alguna zanja de la cuneta no sería tarea fácil. Además de que ignoraba si el estado del tramo de carretera recorrido había empeorado o mejorado. Se encontraba en una zona muerta donde la señal de la última torre de telefonía móvil se hallaba bloqueada por las altas montañas. Para colmo, las interferencias habían alcanzado a la radio, por lo que no conseguía sintonizar ningún parte meteorológico. Estaba aislada del resto del mundo.

Y seguía lloviendo torrencialmente. ¿Por qué no había hecho caso a Ken cuando le aconsejó que no saliera sola con aquel tiempo?

¿Estás loca? —le había gritado—. No sé si te habrás dado cuenta, pero todo el condado se encuentra en alerta roja por inundaciones.

Viajaré por terreno elevado durante la mayor parte del tiempo, y hasta ahora la carretera nueve nunca se ha inundado —por lo demás, Kaitlyn conocía el camino a la prisión como la palma de su mano—. Si salgo ahora, podré llegar a la rueda de prensa antes de que se ponga a llover fuerte.

¿Ah, sí? ¿Y a esto cómo lo llamas? ¿Una ligera llovizna? —Ken había lanzado una rápida mirada al ventanal de su despacho, donde la lluvia continuaba cayendo tenazmente bajo un cielo de un gris apagado. No había cesado en todo el día.

Te preocupas demasiado. Además, si no llego a la conferencia de prensa, se nos adelantará el Independent Record, y ya sabes lo que quiere decir eso… —había argumentado Kaitlyn, mencionando un periódico rival. 

Pero yo tampoco quiero que una patrulla de carretera tenga que sacarte de alguna zanja.

Yo sé lo que me hago, Ken.

Está bien, pero al menos llévate a alguien contigo —había transigido al fin su jefe, agotada la paciencia—. Cudlow, por ejemplo…

Ya tenía una mano en el teléfono cuando la exclamación de Kaitlyn lo había detenido en seco:

¿Cudlow?

Pronunció el nombre con tanto desprecio que Ken le lanzó una desaprobadora mirada. A Kaitlyn no le importó. Jamás se dejaría acompañar a la rueda de prensa del alcaide de la prisión por Allen Cudlow, el hombre que casi logró desbaratar su carrera en el periódico cinco años atrás. Ni en sueños.

Su enemistad con Cudlow había comenzado mucho antes de que Ken Mellow hubiera sucedido al anterior director, cuando se jubiló hacía cerca de nueve meses. Kaitlyn había acogido con verdadera euforia la perspectiva de que entrara sangre fresca en el Ponderosa Monitor, porque para entonces ya estaba en igualdad de condiciones con Cudlow, antigua estrella del periódico. 

Si de veras quieres evitar una tragedia, cuelga ese teléfono.

De acuerdo, de acuerdo… Cudlow y tú os odiáis a muerte. No sé por qué y tampoco me importa, siempre que no interfiera en vuestro trabajo como periodistas. Un poco de rivalidad profesional puede tener sus ventajas. Sirve de estímulo —le había lanzado una mirada de advertencia, por encima de sus bifocales—. Pero no te pases.

Tú mantenlo apartado de mi camino y todo irá bien.

De todas formas, esta tarde no puedo permitirme el lujo de tener desocupado a Cudlow. Si insistes en asistir a la rueda de prensa del alcalde Green, tendré que enviarlo a la capital para que cubra la llegada de Petrov.

Kaitlyn se lo había quedado mirando con la boca abierta.

¡No puedes hacer eso! ¡Llevo semanas trabajando en el artículo de Petrov!

Ambas historias están de actualidad y no puedes estar en dos lugares a la vez.

Kaitlyn detestaba la sensatez de su jefe. Sobre todo porque habitualmente ponía de manifiesto su propia irracionalidad.

¿Qué eliges entonces, Kaitlyn? ¿El reportaje de Petrov… o el de la fuga de la prisión?

Te propongo algo. Una cosa es que envíes a Cudlow al aeropuerto para que cubra la llegada de Petrov… y otra distinta es que le ofrezcas la historia. Estoy a punto de conseguir una exclusiva.

¿Cómo de a punto? —le había preguntado Ken, entrecerrando los ojos.

Eh… la tengo casi preparada.

Aunque la afirmación no era del todo cierta, estaba cada vez más cerca de conseguir la entrevista gracias a la ayuda de una antigua amiga. Tal vez fuera una anónima reportera de un modesto periódico de Podunk, Montana, pero contaba con algo que ni siquiera las grandes cadenas de información habían conseguido: un contacto dentro del círculo de Nikolai Petrov. El príncipe Nikolai Petrov, para ser exactos.

El simple sonido de su nombre la hacía estremecerse de placer. Sólo su físico habría bastado para derretir los corazones femeninos de todo el mundo, pero desde que pronunció su apasionado discurso en las Naciones Unidas se había convertido en una verdadera estrella de la televisión. En un impresionante despliegue de encanto, integridad moral y atrevimiento, el príncipe heredero de Lukinburg había suplicado a la comunidad internacional su intervención a favor del derrocamiento de su propio padre en beneficio de su país, empobrecido y desgarrado por la guerra civil. Acto seguido se había embarcado en una gira por todo el país, en un esfuerzo por ganarse al pueblo estadounidense con vistas a una posible intervención militar para el destronamiento del rey Aleksandr.

Cada vez que el príncipe pronunciaba uno de sus tan publicitados discursos, su padre se apresuraba a negar las acusaciones desde su palacio de Lukinburg. La amarga contienda familiar se estaba ventilando ante la mirada del mundo y las apuestas no podían ser más altas. En su ruta hacia el Oeste, estaba previsto que Petrov llegara a Montana aquella misma noche como invitado especial del gobernador Peter Gilbert. Y, para inmensa suerte de Kaitlyn, daba la casualidad de que su gran amiga Edén McClain era la ayudante personal del gobernador.

Edén había constituido una fuente inestimable de información desde que la campaña de reelección de Gilbert entró en su fase final, facilitando el acceso de Kaitlyn al círculo íntimo de periodistas de confianza. A cambio, Kaitlyn había intentado no abusar demasiado de su amistad, pero con una exclusiva con Petrov a la vista, no había sido capaz de resistirse a presionar a su amiga para que utilizara su influencia a su favor.

En aquel momento, aferrada al volante con las dos manos, le rechinaban los dientes de rabia. Mientras ella se encontraba atrapada en la carretera nueve, Allen Cudlow estaría llegando a Helena para cubrir la llegada de Petrov. Conociendo como conocía a Cudlow, probablemente se las arreglaría para conseguir una entrevista con el príncipe… aunque no fuera más que para fastidiarla a ella.

Y probablemente también se encargaría de pasárselo por la cara hasta el fin de los tiempos. Cudlow jamás se cansaría de recordarle que había desperdiciado una exclusiva con el príncipe Petrov para informar de una fuga de presos en una penitenciaría.

Pero no se trataba de una fuga de presos cualquiera. No solamente los reclusos habían logrado lo imposible al escaparse de La Fortaleza. El grupo de fugados estaba dirigido por Boone Fowler, el famoso miembro de la milicia paramilitar de Montana, responsable del atentado contra el edificio del gobierno federal que había conmocionado al país cinco años atrás. De modo que Kaitlyn se había encontrado ante un difícil dilema para una profesional como ella: elegir entre un peligroso terrorista o un Príncipe Encantado de carne y hueso.

Ya era mala suerte que dos noticias tan importantes hubieran tenido que coincidir en Montana. La capital del estado tenía cierta animación, pero Ponderosa, hogar de Kaitlyn y población más cercana a la prisión, se caracterizaba precisamente por su tranquilidad. Tranquilidad que había quedado turbada por la fuga de Boone Fowler.

Implacable y despiadado, trastornado mentalmente, Fowler habría sido capaz de sacrificar a su propia madre en aras de su gloriosa «causa sagrada». Para ello ya se había manchado las manos de sangre con numerosas víctimas, incluida Jenny Peltier, antigua compañera de instituto y gran amiga de Kaitlyn y de Edén McClain.

Por desgracia, la propia Kaitlyn tampoco tenía las manos muy limpias por lo que se refería a la muerte de Jenny, ya que la había utilizado para perseguir sus propios objetivos, algo que jamás se perdonaría a sí misma. La dulce e impresionable Jenny… La pobre había acudido a Kaitlyn en busca de ayuda, ¿y qué había hecho ella? La había enviado de vuelta a la guarida del león, sin preocuparse por su seguridad. Sin preocuparse por nada excepto por conseguir una historia que la hiciera merecedora del Premio Pulitzer.

Sí. Se había mostrado tan egoísta y tan ambiciosa que había estado dispuesta a traicionar a una amiga sin pensárselo dos veces. Kaitlyn quería creer que había cambiado, que ahora era otra persona, pero seguía temiendo que en el infierno hubiera reservado un lugar especial para amigas como ella. Quizá se encontrara allí con Boone Fowler… si no antes.

Un estremecimiento le recorrió la espalda ante la perspectiva de toparse con semejante monstruo. Una cosa era escribir sobre las atrocidades de Fowler y otra enfrentarse a él en la vida real. Lo cual era, precisamente, lo que había empujado a hacer a Jenny. Intentó sobreponerse a la culpa que todavía le devoraba las entrañas, pese al tiempo transcurrido. Si algo había aprendido de sus errores, sin embargo, era que lamentarse de lo que no tenía solución nunca servía de nada. Necesitaba concentrarse en lo que podía hacer para que Fowler volviera a la prisión. El problema era que el tiempo se negaba a colaborar y la situación se complicaba por momentos. El agua resbalaba a torrentes por el capó de su todoterreno, amenazando con filtrarse en el motor. No podía continuar. La carretera era completamente intransitable.

Superada la inicial punzada de pánico, llegó rápidamente a la conclusión de que su único recurso era abandonar el vehículo y buscar un terreno más elevado y seguro. Después de guardarse el móvil y una linterna en los bolsillos del impermeable, abrió la puerta y bajó del todoterreno.

La riada de la carretera ya le llegaba hasta las rodillas: estaba tan fría que quitaba el aliento. Tuvo que apoyarse por un momento en la puerta para conservar el equilibrio y afirmar bien los pies. Una vez en la cuneta, trepó como pudo a lo alto del terraplén que se levantaba al pie de la carretera, agarrándose a las raíces que sobresalían en la tierra.

Una vez en lo alto, la vista la dejó paralizada. La carretera estaba completamente inundada y el nivel de agua continuaba subiendo mientras engullía poco a poco su todoterreno. Con la lluvia azotándole el rostro, se preguntó qué podía hacer. Una opción era quedarse en el terraplén, con la esperanza de que alguien la viera. Pero si la carretera había quedado cortada, la posibilidad era ciertamente remota.

Lo mejor, decidió de pronto, era ascender por la ladera. En algún punto elevado encontraría cobertura para su teléfono móvil y pediría ayuda. Y si seguía caminando, podría llegar a Eagle Falls, una pequeña población maderera a unos diez kilómetros de allí.

Internarse sola en el bosque con un grupo de reclusos sueltos normalmente no habría constituido su primera opción, pero llevaban cerca de veinticuatro horas fugados, con lo que era dudoso que aún continuaran en la zona. Además de que tampoco se encontraría muy segura sentada en el terraplén de la carretera, a la vista de cualquiera que pasara por allí. No tenía ni idea de cuánto tardaría en descender el nivel del agua, e incluso entonces su vehículo podría haber quedado inutilizado.

Si quería llegar a Eagle Falls antes de que cayera la noche, tendría que ponerse en marcha cuanto antes. Después de lanzar una última mirada a su casi sumergido todoterreno, cuadró los hombros y empezó a subir por la ladera.

 

 

En la montaña oscurecía antes, pero Kaitlyn resistió la tentación de encender la linterna mientras avanzaba por el antiguo sendero de caza. Necesitaba ahorrar pilas porque si no conseguía llegar pronto a Eagle Falls, su linterna terminaría convirtiéndose en su única defensa contra los coyotes y pumas que merodeaban por aquella zona. Para no hablar de los grizzlies.

«¡Leones, coyotes y osos!», pensó con una nerviosa carcajada. Definitivamente se encontraba fuera de su elemento. Desde que había dejado la carretera aún no había visto señal alguna de vida humana. Incluso los animales parecían haber escapado a las alturas. Estaba completamente sola en aquella especie de universo húmedo.

Aunque todavía le quedaba por alcanzar la cumbre, la pendiente se había suavizado. La subida no era ya tan dura, pero el ánimo de Kaitlyn había caído en picado: estaba empapada, exhausta y aterida de frío. Sólo podía pensar en un buen baño y en una cama caliente.

Llevaba ya dos horas caminando cuando distinguió una luz entre los árboles. ¡La civilización! ¡Al fin! Estaba tan excitada que tropezó con una raíz y se obligó a tranquilizarse. Un esguince de tobillo o, peor aún, una pierna rota era lo último que necesitaba. Cuando salió de entre los pinos a un pequeño claro, descubrió que la luz que había visto antes procedía de una vieja cabaña de troncos.

Miró a su alrededor. No había postes eléctricos cerca y no se oía ruido de generador alguno. Probablemente alguien habría encendido una linterna. Quizá algún motorista extraviado que había llegado a la cabaña antes que ella. Dudaba también que la cabaña estuviera equipada con teléfono, pero quienquiera que estuviera dentro seguramente tendría un móvil con cobertura o una radio de onda corta. En el peor de los casos, dispondría de un lugar seguro y caliente para pasar la noche.

Su primer impulso fue llamar a la puerta con todas sus fuerzas. Pero seguir sus impulsos ya le había provocado suficientes problemas, al menos por aquel día. Estaba sola, sin armas, y demasiado cansada para resistirse si alguien pretendía atacarla. Lo más prudente era acercarse con cuidado y reconocer el terreno antes de darse a conocer.

Con la espalda pegada a la pared de troncos, se fue acercando lentamente a la ventana. Podía escuchar un rumor de voces dentro. Voces altas, furiosas, que le provocaron un estremecimiento. Cuidando de no ser vista, se asomó rápidamente a la ventana para retirarse en seguida. Y el corazón se le encogió en el pecho como consecuencia de lo que había visto.

Había una media docena de hombres dentro de la cabaña. Vestían trajes militares de faena y portaban armas automáticas, pero Kaitlyn dudaba que fueran soldados. Uno de ellos se encontraba tan cerca de la ventana que había podido distinguir el tatuaje que lucía en el bíceps izquierdo: una bandera estadounidense ardiendo. El símbolo de la Milicia de Montana para una América Libre.

Había visto aquel mismo tatuaje en el brazo de Boone Fowler, cuando lo exhibió orgullosamente durante su juicio. Y en el de Jenny Peltier cuando la pobre fue a buscarla en demanda de ayuda. Cuando su amiga se alzó la manga, Kaitlyn se había quedado contemplando aquel símbolo con expresión horrorizada:

Esa gente son asesinos, Jenny. ¡Terroristas! ¿Cómo es que has acabado relacionándote con un grupo así?

Por Chase —había susurrado Jenny—. Se lo debía.

El hermano mayor de Jenny había muerto en una guerra que tanto ella como su familia siempre habían considerado injusta e ilegal. Su padrastro llevaba años criticando al gobierno, y la muerte de Chase había sido como añadir gasolina al fuego. Jenny se había quedado tan destrozada que las peroratas de su padrastro habían terminado por afectarla. Pero Kaitlyn nunca pudo haber imaginado que su odio la llevaría tan lejos en su justificado rencor hacia el gobierno.

Cerrando los ojos con fuerza, Kaitlyn procuró desterrar aquel recuerdo. Boone Fowler había asesinado a su mejor amiga, pero no podía permitirse perder el control en aquel momento. Tenía que salir de allí antes de que la descubrieran.

Con el móvil en la mano, rezó para que tuviera ya cobertura y pudiera pedir ayuda. Pero cuando se disponía a alejarse sigilosamente de la cabaña, un grito procedente del interior la hizo volver junto a la ventana. Lo que vio allí la dejó aterrada. Los presos tenían un rehén. Lo habían desnudado y atado a una silla. Sangraba profusamente de múltiples heridas y parecía haber perdido la consciencia, baja la cabeza con la barbilla tocando el pecho.

Kaitlyn descubrió horrorizada que uno de los miembros de la milicia se acercaba a él. Agarrándolo por el pelo, le alzó la cabeza mientras deslizaba una hoja de cuchillo a lo largo de su cuello, sin hundirla apenas, pero haciéndolo sangrar. El hombre soltó un gruñido y empezó a murmurar algo en un idioma que a Kaitlyn le recordaba el alemán.

Gotthilife mich. Gotthüife uns alie, wenn Sie gelingen —mascullaba una y otra vez. 

Kaitlyn intentó traducirlo, pero hacía tiempo que no repasaba el alemán que había aprendido en el instituto y estaba demasiado horrorizada para poder pensar con coherencia. Aunque sabía, por sus gestos y por alguna palabra suelta, que estaba suplicando clemencia.

Sus súplicas, sin embargo, cayeron en oídos sordos. Alguien gritó: «¡por la causa!» y el cuchillo se hundió en la garganta del rehén. El torrente de sangre dejó a Kaitlyn paralizada, momentáneamente sumida en un estado de shock. Se había llevado una mano a la boca para no gritar. No podía moverse. Ni siquiera se atrevía a respirar. Si alguien llegaba a verla… 

Pero debía de haber emitido algún involuntario sonido, o quizá Boone había intuido su presencia, porque en aquel momento se volvió lentamente hacia ella… y sus miradas se encontraron a través de la ventana. La sed de matar brillaba en sus ojos. Kaitlyn jamás había visto una expresión tan perversa y demoníaca.

Una cruel sonrisa se dibujó en sus labios antes de que saltara como una pantera hacia la ventana. Kaitlyn se sabía perdida, pero aun así dio media vuelta y echó a correr directamente hacia el bosque. Oyó el estrépito de los cristales rotos a su espalda, seguido del rumor de los pasos de Fowler mientras la perseguía a la carrera.

Corrió como si el mismo diablo la persiguiera. Era joven y fuerte, y el miedo le había provocado una fuerte descarga de adrenalina. Por un instante llegó a pensar que había escapado… hasta que tuvo que detenerse en seco, en el mismo borde de un cañón.

Se volvió rápidamente, buscando desesperada otra ruta de escape, pero para entonces Fowler ya la había encontrado. Se acercaba lentamente a ella, como si no tuviera ninguna prisa.

¿Quién eres? —le preguntó con falso tono inocente.

Kaitlyn no respondió. Todavía estaba jadeando como consecuencia de la carrera y era incapaz de pronunciar palabra. Fowler avanzó otro paso, amenazador.

Te he hecho una pregunta, niña. ¿Cómo te llamas?

Kaitlyn Wilson.

¿Te conozco de algo? —entrecerró los ojos, como intentando hacer memoria.

Soy periodista del Ponderosa Monitor. 

¿Una periodista? —dio otro paso hacia ella—. ¿Quién te dijo dónde podías encontrarme? ¡Contesta!

Nadie —se estremeció ante el tono de rabia de su voz—. No he venido aquí a buscarte. Me sorprendió la inundación de la carretera número nueve. Abandoné mi vehículo y eché a andar ladera arriba, con la idea de conseguir cobertura para mi móvil.

¿Sabe alguien que has subido hasta aquí?

«Nadie», pensó Kaitlyn, desesperada. «Ni un alma».

La policía. He llamado pidiendo ayuda. No tardarán en aparecer y…

Mientes. En kilómetros a la redonda no hay cobertura para móviles —se encaminó nuevamente hacia ella, haciéndola retroceder hasta el borde del barranco. Soltó una carcajada—. Ten cuidado. Tienes una buena caída desde aquí.

Evidentemente estaba disfrutando, como un gato jugando con un ratón. Incluso con aquella oscuridad, Kaitlyn podía distinguir el brillo depredador de su mirada. Iba a matarla al igual que había matado a Jenny. Quizá ése había sido su destino desde un principio…

«¡Vamos, Kaitlyn! Tú siempre has sabido mantener la cabeza fría. Puedes salir del apuro. ¡Inténtalo!», se ordenó, esforzándose por dominar el pánico que la atenazaba.

No he venido aquí a buscarlo a usted, pero ahora que ya lo he encontrado… creo que puedo ayudarlo. A publicitar su mensaje, por ejemplo. A dar a conocer al mundo su discurso…

Antes de que Fowler pudiera decir algo, otra voz surgió de la oscuridad.

Me temo que no nos lo podemos permitir.

Kaitlyn no podía ver al recién llegado, ya que permanecía oculto en el bosque detrás de Fowler, pero había algo extrañamente familiar en su voz. La había oído antes. Pensó que si aquel hombre la conocía de algo, tal vez pudiera ayudarla…

¿Quién es usted? —inquirió, incapaz de disimular un tono de desesperación.

Eso no importa. Parece que te has topado de bruces con el reportaje del siglo, ¿verdad? Es una lástima que no puedas vivir para escribirlo. Créeme que lo siento, pero éstos son tiempos de sacrificio. Nuestra causa es demasiado importante para arriesgarla.

Kaitlyn se encogió por dentro al escuchar aquellas palabras.

Mátala rápido —ordenó el desconocido a Fowler—. Que tus hombres se deshagan de los dos cuerpos y limpien completamente la cabaña.

Lo que tú digas. Tú mandas —«pero sólo por el momento», parecía implicar el tono levemente desdeñoso de Fowler—. ¡Por la Causa! —gritó, triunfal.

¡Por la sagrada causa! —repitió su compañero.

Fowler alzó su arma, pero justo antes de que apretara el gatillo, el suelo cedió bajo los pies de Kaitlyn. Reblandecido por la lluvia, el borde del cañón empezó a desmoronarse, arrastrándola consigo.

Kaitlyn chilló en el instante en que la bala pasó casi rozándole una mejilla… antes de precipitarse al vacío.