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Durante mi último año en el instituto había pedido plaza en tres universidades: Syracuse, el Emerson College de Boston y la Universidad de Pensilvania, donde se suponía que me habrían aceptado sin dificultad siendo hija de un profesor. Yo no quería ir a Pensilvania, o al menos así es como lo recuerdo. Había visto a mi hermana instalarse en una residencia del campus de Pensilvania para a continuación dejarla y llevar de nuevo sus bártulos a la casa de mis padres, e ir y venir cada día del campus a casa. Si iba a la universidad —cosa que me había pasado prácticamente los cuatro años en el instituto diciendo que no haría—, quería que fuera para tener la ventaja de estar lejos.
Mis padres me siguieron la corriente; estaban desesperados por que fuera a la universidad. Lo veían como algo esencial que les había abierto muchas puertas, que había cambiado sus vidas, sobre todo la de mi padre. Ninguno de sus padres había terminado el instituto y él lo había vivido con vergüenza; sus logros académicos habían sido la consecuencia de una necesidad de distanciarse de la mala gramática de su madre y de los chistes verdes que su padre contaba en estado de embriaguez.
En mi primer año de instituto, mi padre y yo hicimos una visita al Emerson College, donde los estudiantes melenudos que, según él, parecían salidos de otra década, me dieron consejos sobre cómo infringir lo que ellos consideraban normas opresivas.
—Se supone que no puedes tener ningún aparato eléctrico —dijo el ayudante de la residencia que fuimos a ver.
Tenía el pelo castaño oscuro y graso, y una barba desaliñada. Me recordó a John, el conductor del autobús que me había llevado al instituto y que había abandonado los estudios. Los dos desprendían el olor de la verdadera y auténtica rebelión. Apestaban a marihuana.
—Yo tengo un horno con grill y un secador —se jactó el tal John, señalándome un horno cubierto de grasa encajado en una estantería hecha a mano—. Nunca los utilizo a la vez, ése es el secreto.
Aunque a mi padre le hizo gracia aquel chico, también le impresionó su aspecto andrajoso, su cargo de autoridad en la residencia. Es posible que mi padre se sintiera dividido. Emerson tenía fama de ser una universidad de progres bohemios en una ciudad de monolitos como Harvard y el MIT. Hasta la Universidad de Boston, cuyo campus también visitamos y que mi padre alabó, estaba muy por encima de Emerson en la cadena trófica. Pero a mí me encantó Emerson. Me gustó ver, al entrar en coche, el letrero al que faltaban dos letras. Era la clase de lugar que a mí me iba. Me parecía que podría aprender a no hacerme una tostada y secarme el pelo a la vez.
Aquella noche me divertí con mi padre. Eso no ocurre a menudo. Mi padre no tiene pasatiempos, no reconocería un deporte de pelota aunque la pelota lo golpeara en la cabeza, y no tiene amigotes, sólo colegas. No puede entender por qué la gente necesita relajarse. «Divertirse es aburrido», me decía cuando de pequeña trataba de camelarle para que jugara conmigo a algún juego de tablero que había puesto en el suelo. Se convirtió en una de sus frases preferidas. Lo decía en serio.
Pero yo siempre intuí que mi padre podía ser diferente lejos de nosotras y lejos de mi madre. Que se divertía en otros países o con sus estudiantes de posgrado. Me gustaba estar a solas con mi padre, y en el viaje a Emerson compartimos una habitación de hotel para ahorrar dinero.
Por la noche, después de un largo día en Boston, me metí en la cama individual más cercana al cuarto de baño. Mi padre bajó al vestíbulo a leer y tal vez a llamar a mi madre. Yo estaba tan excitada que no podía dormirme. Poco antes había cogido una cubitera del pasillo. Planeé mi ataque. Cogí algunos cubitos y los puse dentro de la cama de mi padre, cerca de los pies. Guardé el resto y los puse junto a mi cama.
Cuando mi padre volvió me hice la dormida. Se puso el pijama en el cuarto de baño, se cepilló los dientes y apagó la luz. Yo vi su silueta recortada cuando apartó las sábanas para acostarse. Estaba eufórica, aunque un poco asustada. Quizá era una locura. Conté, y entonces llegó: un grito feroz seguido de una maldición.
—Por el amor de Dios, ¿qué...?
No pude contenerme. Me eché a reír de forma incontrolada.
—¿Alice?
—Te pillé —dije.
Al principio él se enfadó, pero luego me tiró un cubito. Bastó con eso.
Empezó la guerra. Yo retrocedí. Las camas nos sirvieron de búnkeres. Él me tiraba grandes puñados de cubitos, yo los recogía y los utilizaba de uno en uno; lanzaba los proyectiles justo cuando él estaba a punto de atacar. El se reía a carcajadas y yo también. Trató por un momento de comportarse como un padre, pero no pudo aguantar.
Consideró que me estaba poniendo demasiado nerviosa, que estaba alcanzando lo que mi madre llamaba mi estado hiperactivo, de modo que paramos. Pero ver a mi padre alegre, riendo... En momentos así yo hacía ver que mi padre era el hermano mayor que nunca he tenido. Dependía de mí provocarlo, pero cuando él liberaba a ese niño reprimido, deseaba de todo corazón que fuera siempre así.
Como una chica de provincias podría ver Hollywood, yo vi Syracuse como mi gran oportunidad. Comparado con la proximidad de mi hermana a mis padres, Syracuse estaba muy lejos de casa. Lo bastante lejos para que yo pudiera redefinirme basándome en lo que había sido.
Mi compañera de habitación era Nancy Pike. Era una chica gordita y sobreexcitada de Maine. En verano había averiguado mi nombre y me había escrito una carta: seis páginas llenas de entusiasmo en las que me hacía el obsequio de contarme lo que iba a llevar y sus propiedades útiles: «Tengo un hervidor. Es una jarra con tapa que parece una cafetera pero en realidad sólo sirve para calentar agua y hay que enchufarla. Es estupendo para hacer sopa y calentar agua para el té aunque no debes poner la sopa directamente en ella».
Yo temía conocerla.
Cuando llegué con mis padres el día de la mudanza, la cabeza me daba vueltas. Ésa era mi nueva vida y allí estaba toda la gente nueva que iba a haber en ella. Una residencia mixta encerraba posibilidades que no me atrevía a explicar a mis padres. Mi madre había puesto su cara de Donna Reed, que consistía en una sonrisa particularmente empalagosa impregnada de pensamientos positivos que nunca he comprendido de dónde sacaba. Mi padre quería bajar las cosas del coche y acabar de una vez. No estaba hecho, según dijo muchas veces ese día, para «levantar cosas pesadas». Nancy había llegado allí primero, había escogido la cama, colgado un perchero de un arco iris y empezado a organizar sus pertenencias. Sus padres y sus hermanas se habían quedado para conocerme a mí y a mi familia. La máscara de Donna Reed de mi madre se estaba resquebrajando bajo los efectos de un ataque de pánico. Mi padre se irguió en toda su estatura académica de profesor de una de las universidades de la Ivy League, desde la que miraba por encima del hombro a todo el que mostraba interés en el deporte o en la vida cotidiana. «Nací con dos siglos de retraso», le gustaba decir, o «No tuve padres, salí de la Tierra entero y único». Mi madre siempre se burlaba: «Vuestro padre mira por encima del hombro a todo el mundo porque espera que desde esa altura no vean su mala dentadura».
La extraña familia Sebold conoce a la emocionada familia Pike. Los Pike salen de uno en uno para ir a comer con Nancy. La palabra que mejor los describía es «cabizbajos». Su dulce hija había atraído a un bicho raro.
Nancy y yo no hablamos mucho la primera semana. Ella borboteaba mientras yo me quedaba tumbada en la cama, mirando el techo.
En los alegres ejercicios de adaptación que organizaron los asistentes residentes —«Bien, ahora vamos a jugar a un juego llamado Prioridades en la Vida. Escribid lo siguiente: estudiar, colaborar como voluntario, hacerte miembro de una fraternidad. ¿Puede decirme alguien qué escogería como prioridad y por qué?»—, mi compañera de habitación levantó la mano. Durante una interminable tarde en la que las chicas de nuestro piso estuvieron sentadas con las piernas cruzadas en la explanada de césped frente el refectorio escuchando una charla sobre cómo hacer la colada, pensé que mis padres me habían dejado en un campamento para tarados.
Entré pisando fuerte en la residencia. Llevaba allí una semana y me había negado a comer con las otras chicas en el comedor. Cuando Nancy me preguntó por qué, le dije que estaba haciendo ayuno. Más tarde, cuando me entró hambre, le pedí que me trajera algo de comer: «Tiene que ser comida de color blanco —dije—. Erik Satie sólo comía alimentos blancos». Mi pobre compañera de habitación me trajo queso blanco y una tapioca gigante. Yo me quedé tumbada en la cama, odiando Syracuse y escuchando a Erik Satie, de cuyas anotaciones había sacado mi nuevo régimen.
Una noche oí ruido en la habitación de al lado. Todos los demás estaban comiendo. Salí al pasillo y vi una puerta ligeramente entreabierta.
—¿Hola? —dije.
Era la chica más guapa del piso, la que mi madre me había señalado el día de la mudanza. «Alégrate de que esa chica tan guapa no sea tu compañera de habitación. Habría una cola de chicos en la puerta.»
—Hola.
Entré. Ella acababa de recibir un baúl entero lleno de comida que le habían enviado de su casa. Estaba abierto, apoyado contra la pared. Después de una semana de comida blanca, para mí fue como un oasis. M&M, galletas saladas y dulces, Starburst y Fruit Leather. Productos de los que nunca había oído hablar o tenía prohibido comprar.
Pero ella no comía. Se estaba haciendo una trenza. Expresé mi admiración y le dije que nunca había sido capaz de hacer más que trenzas sencillas.
—Te la haré yo, si quieres.
Me senté en su cama, ella se puso de pie detrás de mí y empezó a coger pequeños mechones de pelo y a hacer una trenza apretadísima que me empezaba en la nuca.
Cuando terminó, le di las gracias y me miré en el espejo. Nos sentamos y luego nos tumbamos en las dos camas gemelas de la habitación. Nos quedamos calladas, mirando el techo.
—¿Puedo decirte algo? —pregunté.
—Claro.
—Odio este lugar.
—¡Oh, Dios mío! —dijo, sentándose excitada—. ¡Yo también lo odio!
Poco a poco nos fuimos comiendo la comida del baúl. Recuerdo haberme sentado dentro de él, pero no puede ser verdad, ¿no?
La compañera de habitación de Mary Alice era lo que nosotras llamábamos experimentada. Era de Brooklyn. Se llamaba Debbie y su apodo era Doble D. Fumaba y no nos tenía en muy buen concepto. Tenía un novio en Brooklyn que era mayor. Y quiero decir mayor. Cuarenta y pico años, pero con la agilidad de Joey Ramone. Era pinchadiscos en alguna parte y tenía la voz grave de fumador. Cuando venía a verla iban a hoteles y Debbie volvía a la residencia con las mejillas encendidas y visiblemente asqueada de encontrarnos de nuevo allí. Mary Alice tenía los dedos de los pies muy largos y me daba de comer galletas saladas metiéndolos en la caja. Nos inventábamos estúpidos disfraces y, con unos cupones de cacao Swiss Miss que enviamos, recibimos un auténtico chalet de cartón.
Debbie empezó a engañar a su novio con un animador de la Universidad. Se llamaba Harry Weiner y, por supuesto, Mary Alice y yo nos divertíamos a su costa. Una vez, a raíz de una apuesta, me escondí en el chalet de Swiss Miss mientras Debbie y Harry se ponían a ello. Llegó un momento en que me sentí tan incómoda que, olvidando la apuesta, gateé, con el chalet de cartón moviéndose conmigo como una especie de camuflaje de espía de dibujos animados, hasta la puerta para huir.
Debbie se puso tan furiosa que pidió cambiar de habitación. Mary Alice nunca se cansó de agradecérmelo.
A las pocas semanas de comenzar las clases un grupo de chicas nos reunimos en el pasillo. Nos sentamos en el suelo, con la espalda contra la pared y las piernas extendidas o al estilo indio. Las antiguas reinas de la fiesta de ex alumnos o las futuras coquetas doblaron las piernas hacia un lado, mientras que las deportistas con beca, como mi amiga Linda, no se pararon ni un minuto a pensar cómo estaban sentadas o qué aspecto tenían. Poco a poco empezaron a salir las historias: quién era virgen y quién no.
De algunas estaba claro. Como Sara, que vendía marihuana en su habitación escasamente iluminada, donde tenía un estéreo que costaba más que la mayoría de los coches de nuestros padres y en el que escuchaba los clásicos temas para porretas de Traffic y Led Zep. «Hay un tío allí», nos decía su compañera de habitación, y le dábamos un saco de dormir y le decíamos que no roncara.
Luego estaba Chippie. Yo nunca había oído esa palabra y no sabía que significaba furcia. Creía que era su verdadero nombre, de modo que una mañana, al dirigirme a las duchas, le dije inocentemente: «Hola, Chippie, ¿cómo estás?». Ella se puso a llorar y nunca volvió a dirigirme la palabra.
También había una chica que hacía segundo y vivía al final del pasillo. Salía con un tipo de la ciudad e imitaba a Joel Belfast, una pintora más o menos famosa del departamento de arte. Al tipo le gustaba atarla a la cama, y nosotras veíamos el sostén y las bragas de cuero y ante sintético cuando ella entraba y salía corriendo del cuarto de baño por las mañanas. El tipo iba en moto y tenía la pierna izquierda atrofiada. Una noche que vinieron los de seguridad del campus porque estaban haciendo demasiado ruido, vi la cicatriz que le salía de la parte superior de la bota, le subía hasta la cadera y le rodeaba la parte posterior del cuerpo. Ella estaba colocada y gritaba desde la cama, a la que seguía atada. Poco después se mudó a unas casas fuera del campus.
Ellas y Debbie eran las únicas cuatro chicas de las cincuenta del pasillo que yo sabía con seguridad que no eran vírgenes. El resto tenían que serlo, di por sentado, porque yo lo era.
Pero hasta Nancy tenía algo que contar. Había perdido la virginidad en un Datsun con su novio del instituto. Tree en un Toyota. Diane en el sótano de la casa de su novio. Los padres de su novio habían llamado con los nudillos a la ventana mientras lo hacían. Las otras historias las he olvidado, sólo recuerdo que las marcas de los coches se convirtieron en los apodos de varias chicas. Pocos eran los casos gloriosos: un novio que había comprado un anillo, escogido una noche especial y comprado flores, o había pedido a su hermano mayor el apartamento del centro para aquel día. De todos modos, cuando aquellas chicas hablaban no las creíamos. Era mejor decir Datsun, Toyota o Ford; era lo que el grupo esperaba de ti, una forma de sentirte integrada.
Cuando terminó aquella noche de revelaciones, de todas las chicas del pasillo Mary Alice y yo éramos las dos únicas vírgenes.
Aquellas torpes hazañas sexuales en la parte trasera de un coche o en el sótano de la casa de los padres de alguien me parecieron maravillosas. Nancy estaba avergonzada de haber perdido su virginidad en un Datsun, pero, después de todo, era una parte normal del proceso de madurar.
En las cartas que me enviaron en las vacaciones de aquel año, Tree y Nancy me decían que pasaban todas las noches con sus novios del instituto. Se rumoreaba que a Tree le habían comprado un anillo. Aquellas chicas empezaron a llenar mi horizonte.
También recibí cartas de los chicos que había conocido en un trabajo de verano al acabar el instituto, sobre todo de un chico mayor llamado Gene. Pedí a Gene que me enviara una foto. Por supuesto, había simulado delante de las demás chicas que era algo más que un amigo, y quería pruebas para enseñarlas por ahí.
La foto que me envió era de hacía unos años. Se le veía más delgado y con más pelo, pero tenía un bigote estilo Dalí que decía a gritos que era un hombre. Cuando por fin recibí la foto a finales del primer semestre la enseñé por ahí. Mary Alice cortó por lo sano. «¿Todavía estamos en los setenta? Estoy viendo la bola de espejos de la discoteca bajando.» Nancy fingió quedarse impresionada, pero ella y Tree estaban demasiado ocupadas carteándose con sus novios de verdad, chicos con los que habían ido al instituto, a los que habían prometido que se casarían con ellos algún día.
Mary Alice, por su parte, estaba obsesionada con, en este orden: Bruce Springsteen, Keith Richards y Mick Jagger. Con el tema de Bruce —porque era como nuestro demonio familiar— estaba realmente obsesionada. Para su cumpleaños le compré una camiseta. En letras demasiado grandes e historiadas, de esas que se fijan con la plancha, se leía: «Señora de Bruce Springsteen». Dormía con ella todas las noches.
Sinceramente, cuando miro atrás puedo decir que estuve enamorada de Mary Alice durante la mayor parte de mi primer año en la universidad. Me encantaba ver cómo se salía con la suya y participar en sus aventuras cuidadosamente planeadas. Robar un pastel del comedor se convertía en una operación digna de James Bond. Suponía descubrir el túnel entre dos residencias que conducía a alguna puerta que siempre estaba cerrada con llave. Había llaves que robar, gente que distraer y finalmente, a una hora avanzada de la noche, un pastel que esconder y subir con prisas a nuestras habitaciones.
Pero las chicas de mi residencia también eran aficionadas a los bares de la cercana Marshall Street y aquella primavera fueron con regularidad a las fiestas de cerveza de las fraternidades. Yo odiaba aquellas fiestas. «¡Sólo somos carne!», gritaba por encima de la música a Tree mientras hacíamos cola para servirnos cerveza de barril. «¿Y qué? —me gritaba ella—. ¡Es divertido!» Tree se convirtió en una hermana pequeña. Mary Alice siempre era popular independientemente de lo que ella sintiera. Ninguna fraternidad rechazaría a una rubia natural y a sus amigas.
Yo iba a una clase de poesía y en ella había dos chicos, Casey Hartman y Ken Childs, que no se parecían a ninguno de los de mi residencia. Estaban en segundo, de modo que yo los consideraba maduros. Eran estudiantes de arte que habían cogido la clase de poesía como optativa. Me enseñaron el edificio de Bellas Artes, una bella construcción antigua que todavía tenían que restaurar. Había estudios con tarimas enmoquetadas para los modelos de las clases de dibujo del natural, y viejos sofás y sillones en los que los alumnos se echaban a dormir. Olía a pintura y a aguarrás, y estaba abierto toda la noche para que los alumnos pudieran trabajar porque, a diferencia de la mayor parte de especialidades, en tu habitación no podías hacer cosas como soldar metal.
Me enseñaron un restaurante chino decente y Ken me llevó al museo Emerson en el centro de Syracuse. Empecé a esperarlos a la salida de clase y a ir a las inauguraciones de las exposiciones que ellos y sus amigos hacían. Los dos eran de Troy, Nueva York. Casey tenía una beca de artes creativas y nunca tenía dinero. Cuando me lo encontraba, le veía prepararse tres tés con la misma bolsa para cenar. Yo sólo conocía fragmentos de su vida. Su padre estaba en la cárcel. Su madre había muerto.
Fue de Casey de quien me enamoré. Pero él no se fiaba de las chicas de letras que le encontraban romántico y veían sus marcas de nacimiento y palizas como cosas que querían curar. Hablaba deprisa, como una cafetera en ebullición, y a veces no se le entendía. A mí no me importaba. Era un bicho raro, y mucho más humano, creía yo, que los chicos de las fraternidades o del comedor de mi residencia. Pero era a Ken a quien yo gustaba y a quien, como a mí, le gustaba hablar. Los tres formábamos un trío frustrado. Me quejé de lo experimentadas que eran las chicas del Marion y lo agarrotada que me sentía. Ken y Casey se quedaron al principio callados, pero luego salió. También se sentían agarrotados.
Cuando había una fiesta de cerveza en la residencia —en aquel entonces estaba permitido tener un barril de cerveza en tu habitación—, me iba a pasear al patio interior. Acababa en el edificio de Bellas Artes, haciendo café instantáneo en el sótano y leyendo durante horas a Emily Dickinson o a Louise Bogan en los sofás y sillones que había por todo el edificio. Empecé a ver aquel lugar como mi hogar.
A veces regresaba al Marion con la esperanza de que la fiesta se hubiera terminado y me encontraba con que apenas parecía haber empezado. No entraba, me limitaba a dar media vuelta. Dormía en las aulas de arte, en las tarimas enmoquetadas para calentar los pies de los modelos. No eran lo bastante grandes para que me estirara en ellas, de modo que me hacía un ovillo.
Una noche estaba tendida en un aula en la oscuridad. Había cerrado la puerta y me había hecho una cama en el fondo. Las luces del pasillo siempre estaban encendidas y las bombillas estaban protegidas con una rejilla para impedir que las rompieran o las robaran. Mientras dormitaba, la puerta del pasillo se abrió y la silueta de un hombre quedó recortada por la luz de detrás. Era alto y llevaba un sombrero de copa. Yo no distinguí quién era.
Él encendió la luz. Era Casey.
—Sebold —dijo—, ¿qué estás haciendo aquí?
—Dormir.
—¡Bienvenida, camarada! —exclamó él, dándose unos golpecitos a su sombrero—. Seré tu cancerbero esta noche.
Se sentó en la oscuridad y se quedó mirándome mientras dormía. Recuerdo que antes de dormirme me pregunté si Casey me encontraría lo suficientemente guapa como para besarme. Aquélla fue la primera noche que pasé con un chico que me gustaba.
Mirándolo ahora, veo a Casey como un perro guardián. Me refiero a que bajo su vigilancia me sentí segura, pero la persona que escribe esto no es la persona que se acurrucaba en tarimas enmoquetadas dentro de aulas oscuras. El mundo no estaba dividido entonces como lo está ahora. Diez días después, la última noche del curso, entraría en lo que he considerado desde entonces como mi verdadero vecindario, una tierra subdividida donde cada parcela está delimitada y tiene un nombre. Hay de dos clases: las seguras y las que no lo son.