7
La carga de ser padre o madre de una víctima de violación pesó mucho sobre mis padres durante el verano de 1981. La pregunta inmediata que se cernía sobre ellos era qué hacer conmigo. ¿Adonde debería ir? ¿Dónde me harían menos daño? ¿Cabía considerar siquiera que volviera a Syracuse?
La opción más hablada fue el Immaculata College.
Era demasiado tarde para que me matriculara en cualquier universidad normal, que ya había cerrado las admisiones tanto a los alumnos nuevos como a los trasladados para el siguiente año. Pero mi madre estaba segura de que en Immaculata me aceptarían. Era una universidad católica de chicas, y la mayor ventaja, según ella, sería que podría vivir en casa. Cada día mi madre o mi padre me llevarían en coche los ocho kilómetros por la carretera 30 y me recogerían cuando terminaran las clases.
Las prioridades de mis padres eran mi seguridad y que no perdiera un año de universidad. Hice lo posible por escuchar a mi madre. Mi padre estaba tan visiblemente desalentado por ese plan que apenas podía dar su aprobación (sólo que no tenía otra opción). Yo desde el principio vi el Immaculata College como una sola cosa. Una prisión. Iría allí por una sola razón: me habían violado.
También era ridículo. ¡La idea de que yo, precisamente yo, fuera a una universidad religiosa!, decía a mis padres. Había tenido discusiones teóricas con el diácono de nuestra iglesia, leído cualquier relato obsceno que había caído en mis manos e imitado los sermones del padre Breuninger, para regocijo de mi familia y del mismo padre Breuninger. Creo que el Immaculata College y la amenaza que entrañaba me inspiraron, más que ninguna otra cosa, para encontrar un argumento irrebatible.
Quería volver a Syracuse, dije, porque el violador ya me había arrebatado demasiadas cosas. No iba a permitir que me arrebatara nada más. Si volvía a casa y vivía en mi habitación, nunca sabría cómo habría sido mi vida.
Además, me habían admitido en un taller de poesía que dirigía Tess Gallagher y en un taller de narrativa que dirigía Tobias Wolff. Si no volvía, me vería privada de esas dos oportunidades. Mis padres sabían que si algo me importaba eran las palabras. Nadie de la categoría de Gallagher o Wolff daría clases en Immaculata. En esa universidad no había talleres de creación literaria.
De modo que me dejaron volver. Mi madre todavía habla de ello como una de las cosas más difíciles que ha tenido que hacer nunca, mucho más que cualquier largo trayecto en coche cruzando muchos puentes e innumerables túneles.
Eso no quiere decir que yo no estuviera asustada. Lo estaba. Lo mismo que mis padres. Pero tratamos de sortear los peligros. Me mantendría bien lejos del parque, y mi padre telefonearía y escribiría cartas para conseguirme una habitación individual en Haven Hall, la residencia femenina. Me instalarían un teléfono privado en la habitación. Pediría a los guardas de seguridad que me escoltaran por el campus si tenía que cruzarlo después del anochecer. No iría sola a Marshall Street pasadas las cinco de la tarde, ni me entretendría por ahí. Me mantendría lejos de los bares de estudiantes. No parecía la libertad que se suponía que prometía la universidad, pero yo no era libre. Lo había aprendido, como mi madre decía que lo había aprendido todo, de la peor manera.
Haven Hall tenía buena reputación. Grande y circular, erigida sobre una base de hormigón, destacaba entre los demás edificios cuadrados o rectangulares que componían las residencias de la colina. El refectorio, donde se comía mejor que en muchos otros, estaba construido sobre una plataforma.
Pero la reputación de Haven, que se extendía por todo el campus, no se debía ni a su extraña arquitectura ni a la buena comida, sino a las chicas que se alojaban en ella. Corría el rumor de que en las habitaciones individuales de Haven Hall sólo vivían chicas vírgenes y amantes de los caballos (es decir, lesbianas). No tardé en averiguar que las etiquetas «reprimidas y tortilleras» abarcaban una gran variedad de bichos raros femeninos. En Haven había chicas vírgenes y lesbianas, es cierto, pero también deportistas con beca, niñas de papá, extranjeras y miembros de una minoría. También había profesionales: estudiantes que viajaban mucho y tenían cosas como un contrato comercial con Chap Stick que requería volar a los Alpes suizos algún que otro fin de semana al azar. Había hijas de famosos de poca monta y putillas en proceso de reformarse. Estudiantes mayores o procedentes de otras universidades, y chicas que por diversas razones no se adaptaban.
No era un lugar particularmente acogedor. No recuerdo quién había en la habitación de al lado. La chica del otro —una israelí de Queens que iba a la Escuela de Comunicaciones S. I. Newhouse y practicaba a todas horas su voz de locutora de radio— no era amiga mía. Mary Alice y las chicas del primer año, Tree, Diane, Nancy y Linda, vivían todas en Kimmel Hall, asociada a Marion.
Me instalé en Haven, me despedí de mis padres y me quedé en mi habitación. Al día siguiente crucé la calle de Haven hasta Kimmel con la piel en llamas. Miraba a todo el mundo, buscándolo a Él.
Kimmel era una residencia de segundo año y muchos de los estudiantes de Marión habían acabado en ella, de modo que conocía a la mayoría de los chicos y chicas que vivían allí. Ellos también me conocían. Cuando me vieron, fue como si hubieran visto a un fantasma. Nadie esperaba que yo volviera al campus. El hecho de que lo hiciera me hacía aún más rara. De alguna manera mi regreso los autorizaba a juzgarme: al fin y al cabo, ¿no me lo estaba buscando al volver?
En el vestíbulo de Kimmel me encontré con dos chicos que habían vivido el año anterior en el piso de abajo. Al verme se pararon en seco, pero no hablaron. Yo bajé la vista, me detuve delante del ascensor y pulsé el botón. Entraron otros cuantos chicos por la puerta principal y los saludaron. Yo no me moví, pero cuando llegó el ascensor, entré en él y me volví. Vi a los cinco chicos allí parados, mirándome fijamente. Podía oírlos sin necesidad de quedarme por allí: «Ésa es la chica a la que violaron el último día de clase», diría uno de los chicos que me conocía. Qué más dijeron y qué se preguntaron preferí no imaginármelo. Ya tenía bastantes problemas sólo para caminar y entrar en ascensores.
El segundo piso era sólo de chicas, de modo que pensé que lo peor se había acabado. Me equivoqué. En cuanto salí del ascensor alguien corrió hacia mí, una chica a la que yo apenas conocía del primer año.
—Oh, Alice —dijo con voz sensiblera. Me cogió la mano sin pedirme permiso y la sostuvo entre las suyas—. Has vuelto.
—Sí —dije sin apartarme y mirándola. Recordé que le había prestado la pasta de dientes una vez en el cuarto de baño.
¿Cómo puedo describir su mirada? Irradiaba compasión y al mismo tiempo estaba emocionada de hablar conmigo. Sostenía la mano a la chica a la que habían violado el último día del primer año.
—Creía que no volverías —dijo.
Yo quería recuperar mi mano.
El ascensor había bajado y vuelto a subir. Salieron de él un montón de chicas.
—Mary Beth —dijo la chica que estaba conmigo—. Mary Beth, ven.
Una chica poco agraciada a quien no reconocí se acercó.
—Ésta es Alice; vivía en el mismo pasillo que yo el año pasado.
Mary Beth parpadeó.
¿Por qué no me fui? ¿Por qué no seguí andando por el pasillo y huí de allí? No lo sé. Creo que estaba demasiado perpleja. Entendía un lenguaje del que nunca había aprendido las claves. «Ésta es Alice» se traducía como «La chica de la que te hablé, ya sabes, a la que violaron». El parpadeo de Mary Beth me lo dijo, si no lo hubiese hecho su siguiente comentario.
—Uf —dijo la chica poco agraciada—. Sue me lo ha contado todo.
Mary Alice interrumpió esta conversación cuando salió de su habitación y me vio. A causa de su belleza, la gente a menudo la tomaba por esnob si no se desvivía por ellos. Pero, en un momento así, aquello era una ventaja para mí. Seguía enamorada de ella y ahora mi adulación comprendía todo lo que ella era y yo ya no era: valiente, llena de fe, inocente.
Me llevó a su habitación, que compartía con Tree. Allí estaban todas las chicas del primer año menos Nancy. Tree lo intentó conmigo, pero nunca nos recuperamos de ese momento en la ducha después de la violación. Yo me sentía incómoda. Luego estaba Diane, quien tomaba de tal modo a Mary Alice como modelo —imitando su lenguaje y tratando de competir con ella tramando planes tontos— que no me inspiraba confianza. Me saludó amable aunque con ansiedad, y observó a nuestro mutuo ídolo en busca de pistas. Linda se quedó junto a la ventana. Me había caído bien el año anterior. Musculosa y bronceada, tenía el pelo negro muy corto y rizado. Me gustaba verla como la versión deportista de mí misma, una intrusa que caía bien porque tenía algo que la distinguía del grupo. Era una atleta de primera; yo, un bicho raro, con la dosis justa de rareza para encajar.
Tal vez era una especie de sentimiento de culpabilidad al recordar que se había desmayado lo que explicaba su incapacidad para sostenerme mucho rato la mirada. No me acuerdo quién fue, o cómo salió a colación, pero alguien me preguntó ese día por qué había vuelto.
Fue agresivo. El tono con que me lo preguntaron daba a entender que al decidir volver me había equivocado, había hecho algo anormal. Mary Alice lo captó y no le gustó. Dijo algo brusco y amable como «Porque está en su derecho, joder», y salimos de la habitación. Me consideré afortunada por tener a Mary Alice y no me detuve a contar mis pérdidas. Había vuelto a la universidad. Tenía clases a las que asistir.
Algunas primeras impresiones son indelebles, como la que me produjo Tess Gallagher. Me había apuntado a dos de sus clases: el taller de poesía y un curso general de literatura de segundo curso. El curso general era a las ocho y media de la mañana dos días a la semana, una hora no muy popular.
Entró y se acercó a grandes zancadas a la parte delantera del aula. Sentada al fondo, yo la sometí a la evaluación ritual del primer día. Me alegré de que no fuera una pieza de museo. Tenía el pelo castaño y largo, recogido con peinetas cerca de las sienes. Era un indicio de humanidad. Pero lo más llamativo eran sus cejas arqueadas y sus labios con forma de arco de Cupido.
Capté todo aquello mientras ella guardaba silencio delante de la clase y esperaba a que los rezagados se sentaran y las cremalleras de las carteras se abrieran y cerraran. Yo tenía el bolígrafo listo, el cuaderno abierto.
Se puso a cantar.
Cantó una balada irlandesa a capella. Su voz era a la vez vigorosa e insegura. Sostuvo valerosamente algunas notas y nosotros nos quedamos mirándola fijamente. Se la veía feliz y al mismo tiempo melancólica.
Terminó. Nosotros estábamos atónitos. No creo que nadie dijera nada, no hubo preguntas estúpidas sobre si se habían equivocado de clase. Por primera vez desde que había vuelto a Syracuse se me llenó el corazón. Estaba sentada en presencia de algo extraordinario; aquella balada corroboraba mi decisión de volver.
—Bien —dijo ella, mirándonos profundamente—, si yo puedo cantar una balada a capella a las ocho y media de la mañana, vosotros podéis llegar a clase puntuales. Si creéis que es superior a vuestras fuerzas, abandonad.
«¡Sí! —dije para mí—. ¡Sí!»
Ella nos habló de sí misma. Su propia obra como poetisa, su temprano matrimonio, su amor por Irlanda, su participación en las protestas contra la guerra de Vietnam, sus lentos progresos hasta convertirse en poetisa. Yo estaba extasiada.
Terminó la clase pidiéndonos que leyéramos la Norton Anthology para la siguiente clase y salió del aula mientras los alumnos recogían sus bártulos.
—Mierda —dijo un chico que llevaba una camiseta de L. L. Bean a su compañera con una de ΔθΣ—. Yo me rajo. Esa tía está pirada.
Recogí mis libros con la lista de lecturas de Gallagher encima. Además de la Norton de segundo año, recomendaba once libros de poesía que podíamos comprar en una librería que había fuera del campus. Eufórica por la impresión que me había causado y con tiempo disponible antes de mi primer taller de narrativa con Wolff, me compré un té debajo de la capilla y crucé el patio interior. Fuera hacía sol, y yo pensaba en Gallagher e imaginaba a Wolff. Me gustaba el título de uno de los libros que ella había puesto en la lista: In a White Light de Michael Burkard. Pensando en él y leyendo el Norton mientras caminaba, me encontré con Al Tripodi.
Yo no conocía a Al Tripodi. Como ocurría cada vez más a menudo, él sí me conocía.
—Has vuelto —dijo. Y, adelantándose dos pasos, me abrazó.
—Perdona, pero no te conozco —dije yo.
—Ah, sí, por supuesto —respondió él—. Es que me alegro mucho de verte.
Me había dado un susto, pero se alegraba sinceramente. Lo veía en sus ojos. Era un estudiante mayor que se estaba quedando calvo y tenía un exuberante bigote que rivalizaba con sus ojos azules para llamar la atención. De cara tal vez aparentaba más años. Las arrugas y surcos que había en ella me recordaban las que vi más tarde en hombres aficionados a hacer motocross sin casco.
Resultó que tenía algo que ver con la seguridad del campus y estuvo por allí la noche que me violaron. Me sentí incómoda y al descubierto, pero me cayó bien.
También me indigné. Era imposible escapar. Empecé a preguntarme cuánta gente lo sabía, hasta dónde se había divulgado la noticia y quién la había divulgado. Mi violación había salido en el periódico local, pero no mencionaron mi nombre, sólo «una estudiante de Syracuse». Sin embargo, me dije que mi edad, e incluso el nombre de mi residencia, seguían siendo uno entre cincuenta. Tal vez ingenuamente no había sabido que cada día tendría que enfrentarme a la pregunta: ¿Quién lo sabía y quién no?
Pero no puedes controlar una historia y la mía era buena. La gente, hasta la que era respetuosa por naturaleza, se había sentido envalentonada a contarla porque había asumido que yo nunca decidiría volver. La policía había archivado el caso en cuanto me fui de la ciudad; mis amigos, excepto Mary Alice, habían hecho lo mismo. Como por arte de magia me había convertido en una historia, no en una persona, y una historia es propiedad del que la cuenta.
Recuerdo a Al Tripodi porque él no me vio sólo como «la víctima de la violación». Fue algo en su mirada: no puso distancia entre los dos. Con el tiempo desarrollé un mecanismo detector que lo registraba inmediatamente. ¿Esta persona me ve a mí o a la violación? Al final del año llegué a saber la respuesta a aquella pregunta, o eso creí. Al menos mejoré en ello. A menudo, porque era demasiado doloroso, optaba por no preguntármelo. En aquellos intercambios, en los que desconectaba para poder pedir un café o tomar prestado un bolígrafo, aprendí a cerrar una parte de mí misma. Nunca supe exactamente cómo me había relacionado la gente con lo que había leído en el periódico o con los rumores que habían llegado de la residencia Marion. A veces oía hablar de mí. Me contaban mi propia historia. «¿Has vivido en Marion? —me preguntaban—. ¿Conociste a aquella chica?» A veces escuchaba para ver qué sabían, cómo el juego del teléfono había traducido mi vida. A veces los miraba a los ojos y decía: «Sí, esa chica era yo».
En clase, Tess Gallagher me tenía muy ocupada escribiendo. Anoté en mi cuaderno que debería estar escribiendo «poemas llenos de significado». Que lo que esperaba Gallagher de nosotros era que abordáramos los temas más difíciles, que fuéramos ambiciosos. Era exigente. Nos hacía memorizar y recitar, porque a ella se lo habían hecho hacer de estudiante, un poema a la semana. Nos hacía leer y comprender formas, analizar versos, nos mandaba escribir una villanela y una sextina. Sacudiéndonos, adoptando un enfoque riguroso, esperaba tanto alentarnos a escribir poemas llenos de significado como hacernos romper con la idea de que fingir abatimiento era crear poesía. Llegamos a saber enseguida lo que irritaría a Gallagher. Cuando Raphael, que tenía una barbita de chivo y un bigote engominado, dijo que no tenía ningún poema que entregar porque se sentía feliz y sólo podía escribir cuando estaba deprimido, Gallagher apretó sus labios en forma de arco de Cupido, enarcó sus cejas ya prodigiosamente arqueadas y dijo:
—La poesía no es una actitud. Exige esfuerzo.
Yo no había escrito nada sobre mi violación excepto en mi diario en forma de cartas dirigidas a mí misma. Decidí escribir un poema.
Era malísimo. Tal como lo recuerdo ahora, tenía cinco páginas de extensión y la violación era una metáfora confusa que yo trataba de contener dentro de un escollo de palabras que pretendían tratar de la sociedad, la violencia y la diferencia entre la televisión y la realidad. Sabía que no era lo mejor que había escrito, pero pensé que me hacía parecer lista, capaz de escribir poemas llenos de significado pero también estructurados (¡lo había dividido en cuatro partes utilizando números romanos!).
Gallagher fue amable. Yo no había entregado el poema para trabajarlo en clase, de modo que me reuní con ella en su despacho para hablar de él. Su despacho, como el de Tobias Wolff al otro lado del pasillo, era pequeño y estaba atestado de libros y material de consulta, pero si Wolff daba la impresión de no haber acabado de instalarse en él, Gallagher parecía que llevaba años en el suyo. Hacía calor. Tenía un tazón de té en el escritorio. En el respaldo de su silla había un chal de seda chino de colores, y ese día llevaba su pelo largo y ondulado sujeto con peinetas cubiertas de lentejuelas.
—Hablemos del poema que me has entregado, Alice —dijo.
Y no sé muy bien cómo, pero terminé contándole mi historia. Ella escuchó. No se quedó boquiabierta ni escandalizada, ni siquiera pareció asustarle que me convirtiera en una carga. No se mostró ni maternal ni pedagógica, aunque fue ambas cosas a la vez. Actuó con naturalidad, asentía con la cabeza. Escuchaba el dolor de mis palabras, no la explicación en sí. Intuyó lo que tenía significado para mí, lo que era más importante, lo que, en aquella confusa masa de experiencia y anhelos que percibió en mi voz, podía seleccionar para devolvérmelo.
—¿Han cogido a ese tipo? —preguntó después de escucharme un rato.
—No.
—Tengo una idea, Alice —dijo—. ¿Qué tal si empiezas un poema con este verso? —Y escribió: «Si te cogieran...».
Si te cogieran
el tiempo suficiente para que yo
te volviera a ver la cara,
tal vez sabría
cómo te llamas.
Podría dejar de llamarte «el violador»
y empezar a llamarte John, Luke o Paul.
Quiero hacer mi odio grande y total.
Si te encontraran, cogería
esos huevos sólidos y rojos, y los partiría
en dos, a la vista de todos.
Ya he pensado qué haría
para darte una muerte placentera, un final lento, dulce.
En primer lugar,
me ensañaría a patadas contigo
y te observaría mientras desbordaban
tus vísceras sanguinolentas.
A continuación,
te cortaría la lengua,
no podrías maldecir, ni gritar.
Sólo una mueca de dolor hablaría
por ti, dejando ver tu espesa ignorancia.
En tercer lugar,
¿debería arrancarte esos
ojos de ternero degollado con los trozos de cristal sobre los que
hiciste que me tumbara? ¿O debería dispararte con un arma
a la rodilla, donde dicen
que la rótula se astilla inmediatamente?
Te imagino en estos momentos,
quitándote con los dedos las legañas de
esos ojos ciegos y vivos mientras yo me levanto inquieta.
Necesito sentir la sangre de tu cuerpo
en las manos. Quiero matarte
con botas y pistolas y cristales.
Quiero joderte con cuchillos.
Ven a mí, ven a mí,
ven a morir y yace, a mi lado.
Cuando terminé de escribir el poema temblaba. Estaba en mi habitación de Haven Hall. A pesar de sus fallos como poema, de sus rimas muy influenciadas por Plath o de lo que Gallagher llamó después «sobrecapacidad de exterminación», era la primera vez que me dirigía directamente a mi violador, que hablaba con él.
A Gallagher le entusiasmó.
—Esto era justo lo que necesitábamos —me dijo.
Había escrito un poema importante, dijo, y quería que lo trabajáramos en clase. Eso significaba sentarse en un aula con catorce desconocidos —uno de los cuales resultó ser Al Tripodi— y decirles básicamente que me habían violado. Alentada por Gallagher, pero todavía asustada, accedí a hacerlo. Me preocupó el título. Al final tomé una decisión: «Convicción».
Repartí mi poema por la clase y luego, como hacíamos siempre, lo leí en voz alta a mis compañeros. Sentí que me acaloraba mientras lo hacía. Me puse colorada, sentí cómo la sangre me afluía a la cara y noté un hormigueo en la parte superior de las orejas y las puntas de los dedos. Notaba la presencia de mis compañeros a mi alrededor. Estaban absortos. Me miraban fijamente.
Cuando terminé, Gallagher me hizo volver a leerlo. Antes de pedírmelo, dijo a la clase que esperaba que todos lo comentaran. Volví a leerlo, y esta vez fue como una tortura, una repetición de algo que ya había sido bastante duro la primera vez. Todavía me pregunto por qué Gallagher insistió tanto en comentarlo en clase y en que cada estudiante —no era lo habitual— explicara la reacción que le había provocado. En su opinión, era un poema importante porque trataba de un tema importante. Tal vez al actuar de aquel modo quería subrayarlo no sólo a la clase, sino también a mí.
Pero a casi todos mis compañeros les costó mirarme a los ojos.
—¿Quién quiere empezar? —preguntó Gallagher. Fue directa. Con su ejemplo estaba diciendo a la clase: «Esto es lo que hacemos aquí».
La mayoría de los alumnos se mostraron cohibidos. Enterraron su reacción bajo palabras como «valiente», «importante», «osado». Un par de ellos se enfadaron por tener que responder, creían que el poema, junto con la amonestación de Gallagher para que participaran, era una agresión por mi parte y por la de ella.
—No sientes eso en realidad, ¿verdad? —me preguntó Al Tripodi.
Me miraba fijamente. Pensé en mi padre. De pronto no había nadie más en la habitación.
—¿Eso?
—No quieres pegarle un tiro a las rodillas y hacer eso otro con cuchillos. No puedes sentirte así.
—Pues lo hago —dije—. Quiero matarle.
El aula se quedó en silencio. Sólo faltaba por hablar Maria Flores, una chica latina callada. Cuando Gallagher le dijo que era su turno, pasó. Gallagher insistió. Maria respondió que no podía. Gallagher dijo que podía poner en orden sus pensamientos durante el descanso para hablar después.
—Tenemos que comentarlo todos —dijo—. Lo que Alice os ha dado es un regalo. Creo que es importante que todos os deis cuenta de ello y le respondáis. Al hablar os estáis uniendo a ella.
Hicimos un descanso. Al Tripodi me interrogó más en el vestíbulo de piedra cerca de la vitrina donde había publicaciones del profesorado y premios en polvorientos estantes de cristal. Bajé la vista hacia los gusanos muertos que se habían quedado atrapados.
Él no podía entender cómo yo había podido escribir aquellas palabras.
—Le odio —dije.
—Eres guapa.
Enfrentada a eso por primera vez, no reconocí algo que volvería a encontrarme una y otra vez. No podías estar llena de odio y ser guapa. Como cualquier chica, yo quería ser guapa. Pero estaba llena de odio. ¿Cómo podía ser ambas cosas para Al Tripodi?
Le hablé de un sueño recurrente que había tenido últimamente. Una fantasía. De alguna manera, no estaba segura cómo, lograba coger al violador y hacerle todo lo que quería.
—Le haría todas esas cosas que decía en mi poema —le dije a Tripodi—, y peores.
—¿Y qué ganarías con eso? —preguntó él.
—Venganza —respondí—. Tú no lo entiendes.
—Supongo que no. Te compadezco.
Escudriñé los bichos muertos que yacían boca arriba, cómo las patas se doblaban hacia atrás formando ángulos agudos, cómo las antenas caían en frágiles arcos inmóviles como pestañas humanas perdidas. Tripodi no lo vio porque yo no moví un solo músculo, pero mi cuerpo era un muro de llamas. No aceptaba la compasión, de nadie.
Maria Flores no volvió a la clase. Yo me indigné. No eran capaces de afrontarlo, pensé, y aquello me puso furiosa. Sabía que no era guapa, y en presencia de Gallagher, tres horas aquel día, no tenía que preocuparme por serlo. Al escribir aquel primer verso, al comentar el poema en clase, ella me había dado permiso: podía odiar.
Exactamente una semana después, Si te cogieran de Gallagher resultaría demasiado profético. El 5 de octubre me encontré con mi violador por la calle. Al final de aquella noche pude dejar de llamarlo «el violador» y empezar a llamarlo Gregory Madison.
Aquel día tenía clase con Tobias Wolff.
Wolff, a quien conocí el mismo día que a Gallagher, no me convenció tanto como ella. Era un hombre, y en aquella época los hombres tenían que sorprenderme aun antes de que yo considerara la posibilidad de fiarme de ellos. No era un actor. Dejó claro que su personalidad no era lo que estaba en cuestión, sino la ficción. Y yo, que había decidido ser poetisa y me había aventurado a apuntarme a aquel taller de narrativa, decidí esperar a ver qué pasaba. Era la única alumna de segundo año en la clase de Wolff y la única que vestía de forma estrafalaria. Los escritores de ficción llevaban mucho almidón y ropa vaquera, camisas con el logo de algún equipo deportivo o de cuadros escoceses. Los poetas, en cambio, se dejaban llevar por la imaginación. Eran, desde luego, incapaces de llevar camisas con el logo de un equipo deportivo. Yo me veía como una poetisa. Tobias Wolff, con su actitud militar y su análisis demasiado directo de una historia, no era santo de mi devoción.
Antes de clase necesitaba comer algo. Fui de Haven a Marshall Street. Llevaba un mes en Syracuse y había empezado a hacer rápidos viajes a Marshall Street, como hacía todo el mundo, para comer algo o comprar material. Había una tienda que me gustaba. La llevaba un palestino de unos sesenta años que a menudo contaba historias y decía «Que tenga un buen día» con un énfasis que me daba a entender que era sincero.
Caminaba por la calle cuando vi, más adelante, a un hombre negro hablar con un tipo blanco de aspecto sospechoso. El tipo blanco estaba en un callejón y hablaba por encima de la cerca. Tenía el pelo castaño hasta los hombros y barba de varios días, y llevaba una camiseta blanca con las mangas subidas para acentuar sus pequeños bíceps. Al negro sólo lo veía de espaldas, pero me puse en guardia. Repasé mi lista de control: estatura correcta, complexión correcta, algo en su postura, el hecho de que hablara con un individuo de aspecto sospechoso. «¡Cruza la calle!»
Lo hice. Crucé la calle y recorrí la distancia que me separaba de la tienda. No miré atrás. Volví a cruzar la calle y entré directamente en la tienda. El tiempo transcurrió más despacio allí. Recuerdo cosas con una nitidez inusitada. Sabía que tenía que volver a salir a la calle y traté de calmarme. Dentro de la tienda cogí un yogur de melocotón y un refresco Teem, dos productos que, si me conocieras, revelaban mi falta de serenidad. Cuando el palestino los marcó en la caja registradora lo hizo de manera brusca y apresurada. No hubo un «Que tenga un buen día».
Salí de la tienda, volví a cruzar a la otra acera para sentirme segura y lancé una rápida mirada al callejón. Los dos hombres se habían ido. También vi a un policía a mi derecha, en el mismo lado de la calle en el que yo estaba. Se bajaba de su coche patrulla. Era muy alto, medía más de metro ochenta, tenía el pelo color zanahoria y llevaba bigote. No parecía tener prisa. Miré alrededor y decidí que estaba fuera de peligro. Sólo había sido una reacción más intensa de lo habitual al miedo que sentía a la proximidad de ciertos hombres negros desde mi violación. Consulté la hora y apresuré el paso. No quería llegar tarde al taller de Wolff.
Entonces, como salido de la nada, vi a mi violador caminar hacia mí. Cruzó la calle en diagonal desde la otra acera. Yo no dejé de andar. Tampoco grité.
Él sonrió al acercarse. Me había reconocido. Era un paseo por el parque para él; se había encontrado a un conocido en la calle.
Yo lo conocía pero no podía hablar. Necesitaba todas mis fuerzas para convencerme de que no volvía a estar bajo su control.
—Eh, tú —dijo—. ¿No te conozco de algo? —Sonrió al recordar.
Yo no respondí. Lo miré a la cara. Supe que era la misma cara que había estado encima de mí en el túnel. Supe que había besado aquellos labios, mirado aquellos ojos, olido el olor a baya aplastada impregnado en su piel.
Estaba demasiado asustada para gritar. Había un policía detrás de mí, pero no podía gritar: «¡Ése es el hombre que me violó!». Eso sólo pasa en las películas. Me concentré en poner un pie delante del otro. Lo oí reír a mis espaldas, pero seguí andando.
Él no tenía miedo. Habían transcurrido casi seis meses desde que nos habíamos visto por última vez. Seis meses desde que yací debajo de él en un túnel sobre un lecho de cristales rotos. Se reía porque había salido impune, porque había violado a otras antes que a mí y volvería a hacerlo. Mi desconsuelo era motivo de satisfacción para él. Caminaba tan campante por las calles.
Al final de la manzana doblé la esquina. Vi por encima del hombro cómo se acercaba al policía pelirrojo. Le dio conversación, tan convencido de estar fuera de peligro que, aun después de haberme visto, se sintió lo bastante cómodo como para bromear con el policía.
Nunca me pregunté por qué fui a decirle a Wolff que no podía ir a su clase. Era mi deber. Yo era alumna suya. Era la única estudiante de segundo año de su clase.
Entré en la Facultad de Idiomas, situada en lo alto de la colina, y consulté mi reloj. Tenía tiempo antes de la clase de Wolff para hacer dos llamadas desde el teléfono público de la planta baja. Llamé a Ken Childs, le expliqué lo que había ocurrido y le pedí que se reuniera conmigo en media hora en la biblioteca. Quería que hiciera un dibujo del violador, y Ken estudiaba Bellas Artes. En cuanto colgué, llamé a mis padres a cobro revertido.
Contestaron el teléfono los dos a la vez.
—Mamá, papá —dije—, os llamo desde la Facultad de Humanidades.
Mi madre a estas alturas reconocía cualquier temblor en mi voz.
—¿Qué pasa, Alice? —preguntó.
—Acabo de verlo, mamá.
—¿A quién? —preguntó mi padre, siempre rezagado.
—Al violador.
No recuerdo cómo reaccionaron. No podía esperar. Llamaba porque necesitaba decírselo, pero en cuanto lo hice no esperé, los inundé de información.
—Voy a decirle al profesor Wolff que no puedo asistir a su clase. He llamado a Ken Childs para que me acompañe a la residencia. Quiero hacer un dibujo.
—Llámanos cuando estés allí —dijo mi madre. De eso sí me acuerdo.
—¿Has llamado a la policía? —preguntó mi padre.
No titubeé.
—Aún no —respondí, lo que implicaba que no era una pregunta que debía responderse con un sí o un no. Iba a llamarla. Seguiría adelante.
Subí la escalera hasta el aula donde dábamos la clase y me encontré con Wolff cuando se disponía a entrar en el despacho de Lengua y Literatura.
Mientras los demás alumnos entraban poco a poco, me acerqué a él.
—Profesor Wolff, ¿puedo hablar con usted? —dije.
—Es hora de clase. Hablaremos después.
—No puedo ir a clase, de eso precisamente quería hablarle.
Sabía que aquello no iba a gustarle, pero no sabía hasta qué punto iba a enfadarse. Empezó a decirme que era afortunada de estar en aquella clase y que faltar a una equivalía a perderme tres de otra asignatura. Todo aquello yo ya lo sabía. Por eso había caminado ciegamente hasta la Facultad de Humanidades en lugar de volver derecha a mi residencia.
Le pedí que me dedicara dos minutos. Que hablara conmigo en su despacho, no en el pasillo.
—Por favor —dije. Algo en mi manera de decirlo apeló a ese lugar en su interior que estaba más allá de las reglas formales del aula, que me constaba que él valoraba—. Por favor —repetí, y él respondió (seguía siendo una concesión) con un:
—Tendrá que ser breve.
Lo seguí por el corto pasillo, doblé la esquina detrás de él y esperé a que abriera con llave. Al mirar atrás, me cuesta creer la serenidad con que actué desde que vi al violador por la calle hasta aquel momento, en el despacho de Wolff, con la puerta cerrada. Ahora estaba con un hombre que sabía que no me iba a hacer daño. Por primera vez pensé que podía respirar. Él se sentó frente a mí mientras yo me quedaba de pie, luego me senté en la silla reservada para los alumnos.
Estallé.
—No puedo ir a clase porque acabo de ver al hombre que me violó. Tengo que llamar a la policía.
Recuerdo su cara, vividamente. Era padre. En ese momento yo sólo lo sabía vagamente. Tenía hijos pequeños. Se acercó a mí con la intención de reconfortarme, pero luego, instintivamente, retrocedió. Yo era una víctima de violación: ¿cómo iba a interpretar que él me tocara? Su cara se transformó con una expresión de total confusión, la que uno siente cuando no hay nada en este mundo que pueda hacer para que algo mejore.
Me preguntó si quería que llamara a alguien, si sabía cómo volver a mi residencia, si podía hacer algo. Le dije que había llamado a un amigo para que se reuniera conmigo en la biblioteca y me acompañara a la residencia, desde donde llamaría a la policía.
Wolff salió conmigo al pasillo. Antes de dejarme marchar —yo ya estaba concentrándome en poner un pie delante del otro, pensando en la llamada que tenía que hacer a la policía y repitiendo mentalmente una y otra vez «chaqueta granate, téjanos azules recogidos, zapatillas deportivas Converse All-Star»—, me detuvo y me puso las manos en los hombros.
Me miró y, cuando estuvo seguro de que le prestaba atención, habló:
—Van a pasar muchas cosas, Alice, y puede que esto no tenga mucho sentido para ti en estos momentos, pero escucha. Intenta, si puedes, recordarlo todo.
Tengo que contenerme para no escribir en mayúsculas esas dos palabras. Ésa era la intención de Wolff, imprimirlas en mayúsculas, para que resonaran y me encontraran en algún momento en el futuro, tomara el camino que tomase. Hacía dos semanas que me conocía. Yo tenía diecinueve años, asistía a su clase y dibujaba flores en mis téjanos. Había escrito una historia sobre unos maniquíes que cobraban vida y se vengaban de las costureras.
De modo que fue un grito lanzado desde muy lejos. Él sabía, como descubrí más tarde cuando entré en Doubleday de la Quinta Avenida de Nueva York y me compré Vida de este chico, donde contaba su propia historia, que la memoria podía salvar, que tenía poder, que a menudo era el único recurso de los impotentes, los oprimidos o los maltratados. El camino hasta la biblioteca, sólo doscientos metros desde la parte delantera del patio interior y cruzar la calle frente a la Facultad de Idiomas, lo recorrí mecánicamente. Me convertí en un robot. Creo que así es como patrullan los hombres en tiempos de guerra, una vez que han aprendido a reconocer un movimiento o una amenaza. El patio interior no es el patio sino un campo de batalla donde el enemigo está vivo y se esconde. Espera para atacar en cuanto bajas la guardia. La respuesta: nunca la bajes, ni un segundo.
Con los nervios casi a flor de piel, llegué a la biblioteca Bird. Aunque seguía en estado de alerta, allí me permití respirar. Crucé la luz fluorescente. Era el comienzo del semestre y había poca gente en la biblioteca; la poca con la que me crucé ni siquiera la miré. No quería toparme con la mirada de nadie.
No fui capaz de esperar a Ken; estaba demasiado asustada para detenerme. Seguí andando. Bird estaba construida de tal modo que, al cruzar el edificio, se salía al otro lado de la manzana, en tierra de nadie. Era una calle de viejas casas de estructura de madera, la mayoría de ellas ocupadas por fraternidades masculinas y femeninas, pero ya no era el santificado patio interior. Las farolas eran más escasas, y durante el tiempo que había tardado en andar desde Marshall Street hasta allí para decir a Wolff que no iba a poder ir a su taller, se había hecho más oscuro. Yo sólo tenía un objetivo: volver a mi residencia sana y salva, y escribir cómo iba vestido, describir con detalle las facciones de su cara.
Llegué allí. No recuerdo haber visto a nadie. Si lo hice, pasé por su lado sin decir nada. Una vez en mi pequeña habitación individual telefoneé a la policía. Expliqué mi situación. Me habían violado en mayo, dije, estaba de nuevo en el campus y había visto a mi agresor. ¿Podían venir?
Luego me senté en la cama e hice un dibujo. Había escrito los detalles. Empezaba por el pelo y continuaba con la estatura, constitución, nariz, ojos, boca. Seguían comentarios sobre la estructura de la cabeza: «Cuello corto. Cabeza pequeña pero compacta. Mandíbula cuadrada. Pelo echado ligeramente hacia delante». Y la piel: «Muy oscura, pero no negra». Al final de la hoja, en la esquina izquierda, lo dibujé y al lado anoté su ropa: «Chaqueta granate, estilo cazadora pero de plumón. Téjanos azules. Zapatillas de deporte blancas».
Luego apareció Ken. Estaba sin aliento y nervioso. Era un chico menudo y frágil, el año anterior lo había comparado románticamente con un David diminuto. Hasta la fecha no había mostrado mucha habilidad para sobrellevar mi situación. En verano me había escrito una vez. Explicaba, y en aquel momento lo acepté, que había reinventado lo que me había ocurrido para que no le doliera tanto. «He decidido que es como una pierna rota y, al igual que una pierna rota, se curará.»
Ken trató de mejorar mi dibujo, pero estaba demasiado nervioso, le temblaban las manos. Sentado en la cama me pareció muy pequeño y asustado. Decidí que era un cuerpo caliente que me conocía, que tenía buenas intenciones. Eso tendría que bastar. Hizo varios intentos de dibujar la cabeza del violador.
Se oyeron ruidos en el pasillo. Walkie-talkies a todo volumen para hacerse notar, ruido de pasos pesados. Unos puños aporrearon la puerta y abrí mientras las chicas salían al pasillo.
Seguridad de la Universidad de Syracuse. Les había avisado la policía. Se cuadraron, eso fue lo horrible. Dos de ellos eran muy corpulentos y, en mi diminuto estudio, su tamaño se acentuaba.
Al cabo de unos segundos llegó la policía de Syracuse. Tres agentes. Alguien cerró la puerta. Yo volví a contar mi historia y hubo una pequeña discusión sobre quién tenía jurisdicción. El tipo de Seguridad de la Universidad de Syracuse parecía profundamente decepcionado de que, dado que el incidente había ocurrido en Thorden Park y el encuentro había tenido lugar en Marshall Street, fuera claramente competencia de la ciudad de Syracuse, y no del campus. Desde un punto de vista profesional aquello les daba prestigio, pero esa noche no eran tanto representantes de la universidad como cazadores tras un rastro fresco.
La policía miró mis dibujos y el de Ken. Se refirieron a Ken repetidas veces como mi novio, a pesar de que yo cada vez los corregí. Lo miraron con recelo. Con su nerviosismo y su constitución ligera, destacaba como un bicho raro en una habitación atestada de hombres corpulentos armados con pistolas y porras.
—¿Cuánto tiempo hace que has visto al sospechoso?
Respondí.
Ellos decidieron que, puesto que yo no había dado muestras de reconocerlo, todavía había una posibilidad de que el violador merodeara por Marshall Street.
Dos de los policías cogieron mi dibujo, dejaron el de Ken.
—Haremos copias y enviaremos un boletín para que lo busquen. Cada coche patrulla tendrá una copia hasta que lo encontremos —dijo uno de ellos.
Mientras se preparaban para irse, Ken preguntó:
—¿Hace falta que vaya yo?
Las miradas de la policía debieron de taladrarlo. Vino.
Escoltados por seis hombres uniformados, salimos del edificio. Ken y yo subimos a la parte trasera de un coche patrulla en el que había un agente sentado al volante. No recuerdo cómo se llamaba, sólo su cólera.
—Vamos a coger a ese canalla —dijo—. La violación es uno de los peores delitos. Lo va a pagar caro.
Puso en marcha el coche y conectó la sirena. Bajamos con estruendo por Marshall Street, que estaba a sólo unas manzanas de distancia.
—Tú mira bien —me dijo el agente. Conducía el coche patrulla con una brusquedad que más tarde reconocería en los taxistas de Nueva York.
Ken estaba arrellanado a mi lado en el asiento. Dijo que las luces le daban dolor de cabeza y se protegió los ojos. Yo miraba por la ventanilla. Mientras recorríamos un par de veces Marshall Street el agente me habló de su sobrina de diecisiete años, una chica inocente. La habían violado un grupo de hombres. «Arruinada.» Sacó la porra y empezó a golpear con ella el asiento vacío. Ken hacía una mueca a cada golpe. Convencida desde el principio de que aquella misión era probablemente inútil, empecé a asustarme por lo que aquel policía pudiera hacer.
No veía al violador por ninguna parte, y así se lo dije. Propuse que volviéramos a la comisaría para que pudiera mirar las fotos del archivo de la policía. Pero aquel agente estaba decidido a desahogarse. Frenó bruscamente al final de Marshall Street.
—Allí, allí —dijo—. ¿Qué hay de esos tres?
Miré y supe inmediatamente la respuesta. Tres estudiantes negros. Se sabía por su forma de vestir. Además, eran altos, demasiado para que alguno de ellos fuera mi violador.
—No —dije—. Vámonos.
—Son camorristas —dijo—. Vosotros quedaos aquí.
Bajó apresuradamente del coche patrulla y salió tras ellos con la porra en la mano.
Ken empezó a sufrir un ataque de pánico con el que yo estaba familiarizada por mi madre. Respiraba con dificultad. Quería bajarse del coche.
—¿Qué va a hacer? —preguntó.
Intentó abrir la puerta. Se había cerrado automáticamente. Allí se sentaban tanto los criminales como sus víctimas.
—No lo sé. Esos tipos ni siquiera están cerca.
Las luces seguían encendidas sobre nuestras cabezas. La gente empezó a acercarse al coche patrulla para mirar dentro. Yo estaba furiosa con aquel hombre por habernos dejado allí. Estaba furiosa con Ken porque era un pelele. Sabía que no podía salir nada bueno de un hombre enfadado y cargado de adrenalina que quería vengar a su sobrina violada. Yo estaba en medio de todo ello y al mismo tiempo me daba cuenta de que no existía. Sólo era una catalizadora que hacía que la gente se sintiera nerviosa, culpable o furiosa. Estaba asustada, pero sobre todo estaba asqueada.
Quería que el agente volviera; me quedé sentada en el coche con Ken protestando a mi lado, puse la cabeza entre las rodillas para que los que miraban dentro del coche se encontraran con «la espalda de la víctima» y escuché los ruidos que sabía que venían del callejón. Alguien está recibiendo una paliza, lo sabía sin sombra de duda. Y no era él.
El agente regresó. Se dejó caer bruscamente detrás del volante y golpeó la porra con fuerza contra la palma de su mano.
—Así aprenderán —dijo. Estaba sudado y eufórico.
—¿Qué han hecho? —se aventuró a preguntar Ken. Estaba horrorizado.
—Beber alcohol de un envase abierto. Y nunca repliques a un policía.
No me pasó por alto lo ocurrido en Marshall Street aquella noche. Todo estaba mal. Estaba mal que yo no pudiera caminar por un parque por la noche. Estaba mal que me violaran. Estaba mal que mi violador se creyera intocable o que, como estudiante de Syracuse, yo recibiera sin duda un trato mejor de la policía. Estaba mal que violaran a la sobrina de aquel agente. Estaba mal que él dijera que estaba arruinada. Estaba mal que pusiera las luces del coche patrulla y bajara por Marshall. Estaba mal que acosara, y tal vez hiciera daño físicamente, a tres chicos negros inocentes que iban por la calle.
No hay pero que valga, sólo lo siguiente: aquel agente vivía en mi planeta. Yo no encajaba en su mundo del mismo modo que nunca encajaría en el de Ken. No recuerdo si Ken pidió que lo dejáramos en su casa o si me acompañó a la comisaría. De todas formas, después de la búsqueda por Marshall Street lo aparté de mis pensamientos.
Llegamos al edificio de Seguridad Pública. Ya eran más de las ocho. Yo no había vuelto a la comisaría desde la noche de la agresión, pero esa noche la comisaría me pareció un lugar seguro. Me gustaba cómo los ascensores se abrían a una sala de espera al final de la cual había una enorme puerta que se cerraba automáticamente a nuestras espaldas. A través del cristal a prueba de balas veías el vestíbulo pero nadie podía acceder a ti.
El agente me hizo entrar y oí el silencio hidráulico, fluido, y el firme clic de la puerta detrás de nosotros. A nuestra izquierda estaba el mostrador de recepción. Había tres o cuatro hombres uniformados cerca, algunos con tazas de café. Al vernos entrar, se callaron y miraron al suelo. Sólo había dos clases de civiles: las víctimas y los delincuentes.
El agente que me acompañaba explicó al hombre del mostrador de recepción que yo era la víctima del caso de violación de la zona este y que estaba allí para mirar las fotos del archivo de la policía.
Me instaló en una pequeña habitación que había delante del mostrador de recepción. Dejó la puerta abierta y empezó a sacar grandes carpetas negras de los estantes que nos rodeaban. Seleccionó por lo menos cinco, cada una llena de fotos de tamaño carnet. Aquellas cinco carpetas eran sólo de hombres negros y de la edad aproximada que yo calculaba que tenía mi violador.
Parecía más bien un lugar para guardar aquellas carpetas antes que una habitación para que las víctimas se sentaran y estudiaran minuciosamente las fotos. Sólo había una vieja mesa metálica plegable, y yo tenía dificultades para sostener en equilibrio las carpetas en mis rodillas y encima de la mesa, cuya ala cedía continuamente bajo su peso. Pero yo era buena estudiante cuando hacía falta y estudié aquellas carpetas, hoja por hoja. Vi seis fotos que me recordaron a mi violador, pero empezaba a creer que aquel procedimiento no iba a dar ningún fruto.
Uno de los agentes me trajo un café poco cargado pero todavía caliente. Fue un elemento cotidiano en un entorno por lo demás extraño.
—¿Qué tal? ¿Has visto algo? —preguntó.
—No —dije—, todas juntas se difuminan. No creo que esté aquí.
—Sigue intentándolo. Todavía lo tienes fresco en la memoria.
Iba por el final de la cuarta carpeta cuando llegó la llamada.
—Clapper acaba de telefonear —dijo el recepcionista al agente que estaba conmigo—. Conoce a nuestro hombre.
El agente me dejó sola en la habitación y salió al mostrador de recepción. Los policías uniformados que habían estado esperando órdenes lo rodearon. Escuché el diálogo a lo Abbott y Costello que siguió.
—Dice que es Madison —dijo el recepcionista.
—¿Qué Madison? —preguntó mi agente—. ¿Mark?
—No —dijo otro—, ése ya va a ir a juicio por un delito.
—¿Frank?
—No, Hanfy lo arrestó la semana pasada. Debe de ser Greg.
—Creía que ya estaba entre rejas.
Y así siguió. Recuerdo que uno de los hombres dijo que compadecía al viejo Madison, lo duro que era criar hijos solo.
Luego volvió el agente encargado de mí.
—Tengo que preguntarte algo —dijo—. ¿Estás preparada?
—Sí.
—Vuelve a describir al policía que viste.
Lo hice.
—¿Y dónde viste su coche?
Dije que estaba estacionado en el aparcamiento del Huntington Hall.
—Eureka —dijo—. Parece que tenemos a nuestro hombre.
Volvió a salir y yo cerré la carpeta de las fotos que estaba abierta encima de la mesa. De pronto no sabía qué hacer con las manos. Me temblaban. Las puse debajo de mis piernas y me senté sobre ellas. Me eché a llorar.
Unos minutos después oí al recepcionista decir:
—¡Aquí lo tenemos! —Y los que estaban detrás de la puerta cerrada lo celebraron.
Yo me levanté y busqué frenética un lugar donde esconderme. Escogí un rincón entre la pared y la puerta. Tenía la cara pegada a la estantería metálica en la que había carpetas con fotos de años anteriores.
—¡Enhorabuena, Clapper! —exclamó alguien, y yo respiré. ¿Quizá sólo era el agente sin mi violador?
—Tomaremos declaración a la víctima y luego presentaremos la orden de arresto —dijo alguien.
Sí, estaba a salvo. Pero seguía sin saber qué hacer. No me veía con fuerzas de reunirme con ellos. Yo era una víctima, no una persona normal. Me senté en la silla.
Los hombres de fuera estaban contentos. Daban palmadas al agente Clapper en la espalda y se mofaban de su pelo pelirrojo. Lo llamaron «larguirucho», «zanahoria» y «pardillo».
El asomó la cabeza por la puerta.
—Hola, Alice —dijo—. ¿Te acuerdas de mí?
Sonreí de oreja a oreja.
—Sí.
—¿Si se acuerda de ti? —bromearon los hombres de fuera—. ¿Cómo iba a olvidarte? ¡Eres lo más parecido a Papá Noel!
Las cosas se calmaron. Hubo una llamada y dos de los hombres salieron para atenderla. El agente Clapper tuvo que ir a escribir un informe. El agente que me habían adjudicado me llevó de nuevo a la habitación donde yo había conocido al sargento Lorenz; faltaban tres días para que hiciera seis meses de aquello. Me tomó declaración, citando fragmentos enteros de la detallada descripción que yo había escrito.
—¿Estás preparada para esto? —me preguntó el agente al final de la declaración—. Vamos a arrestarlo. Tienes que estar dispuesta a prestar declaración.
—Lo estoy —dije.
Me llevaron de nuevo a Haven Hall en un coche sin distintivos. Llamé a mis padres y les dije que estaba bien. El agente presentó su último informe sobre el caso F—362 antes de enviárselo al sargento Lorenz.
Violación, 1.er grado
Sodomía, 1.er grado
Robo, 1.er grado
Mientras yo estaba todavía con la víctima en la oficina del Departamento de Investigación Criminal, se transmitió por radio la orden de búsqueda, e inmediatamente después del anuncio hubo una respuesta del coche 561. Era el agente Clapper, quien afirmó que había hablado a las 18.27 horas aprox. en Marshall St. con una persona que encajaba con la descripción de la víctima. Me informó que la persona con quien había hablado era Gregory Madison. Madison tiene antecedentes penales y ha cumplido condena en prisión. Se llevó a cabo una identificación de fotos del archivo de la policía en la oficina del departamento bajo la supervisión del agente Clapper, pero no había foto. Es casi seguro que el sospechoso en cuestión es Gregory Madison. Se ha tomado declaración a la víctima y al agente Clapper. El arresto es inminente. Se está transmitiendo la descripción al tercer y al primer turno. En caso de que se localice, vigilar y pedir ayuda. Se cree que el sospechoso va armado y es peligroso.
Aquella noche tuve un sueño en el que aparecía Al Tripodi. En una celda de la cárcel, él y otros dos hombres sujetaban a mi violador. Yo empezaba a hacerle cosas para vengarme, pero era inútil. Él lograba zafarse de Tripodi y se acercaba a mí. Le veía los ojos tal como se los había visto en el túnel. En primer plano.
Me desperté gritando y me quedé sentada entre las sábanas mojadas. Miré el teléfono. Eran las tres de la madrugada. No podía llamar a mi madre. Intenté dormirme de nuevo. Lo había encontrado. Volveríamos a estar los dos solos. Pensé en el último verso del poema que le había entregado a Gallagher: «Ven a morir y yace, a mi lado».
Le había invitado a hacerlo. En mi imaginación, el violador me había asesinado el día de la violación. Ahora iba a asesinarlo yo. Iba a hacer mi odio mayor y absoluto.