12
Aquel verano empezó mi transformación completa. Me habían violado, pero también había crecido con Seventeen, Glamour y Vogue. Las posibilidades del antes y después que me había planteado toda la vida empezaron a materializarse. Además, los que tenía cerca —concretamente mi madre, ahora que mi hermana trabajaba en Washington antes de marcharse a Siria y mi padre estaba en España— me alentaron a reanudar mi vida.
—No querrás que la violación te marque —me dijo, y yo le di la razón.
Conseguí un trabajo en una funesta tienda de camisetas donde era la única empleada. En un ático sin ventilar estampaba insignias y hacía serigrafías chapuceras para los equipos de softball locales mientras mi jefe, que tenía veintitrés años, se dedicaba a hacer chanchullos por la ciudad. A veces se emborrachaba y se presentaba con sus amigotes para ver la televisión. En aquella época yo iba con ropa muy holgada que me hacía yo misma y que mi madre llamaba «vestidos carpa». Llevé muchos en los días de más calor de junio y julio de 1982. Un día que mi jefe y sus amigos me provocaron para que les enseñara mi cuerpo, di media vuelta y me marché. Manchada de tinta, conduje hasta casa en el coche de mi padre.
Volvíamos a estar mi madre y yo solas, como el verano que cumplí quince años. Traté de buscar otro trabajo —mi curriculum está lleno de entrevistas con zapaterías y solicitudes enviadas a tiendas de material de oficina—, pero como en cualquier barrio residencial en vacaciones, los empleos escaseaban en pleno verano. Mi madre trataba de adelgazar y decidí unirme a ella. Veíamos Richard Simmons y nos compramos una bicicleta de ejercicio. Recuerdo el régimen Scarsdale, filetes pequeños y trozos de pollo que apenas podíamos tragar. «Este régimen nos está costando una fortuna», decía mi madre mientras comíamos aquel verano más carne que nunca.
Pero yo empecé a perder kilos. Me sentaba delante del televisor por la mañana y veía a mujeres obesas llorar con Simmons, se establecía una especie de concurso de lágrimas entre los invitados, Simmons y el público del estudio. A veces yo también lloraba. No porque me viera tan gorda como las mujeres de la pantalla, sino porque creía saber exactamente lo feas que se sentían. Tal vez yo podía bajar a la calle sin que me llamaran de todo y alcanzaba a verme los cordones de los zapatos por encima del cinturón, pero me identificaba con los invitados de Simmons como no lo había hecho con nadie. Eran los marginados andantes y parlantes de la sociedad que no habían hecho nada malo.
De modo que lloraba. Y me ponía a pedalear. Y odiaba mi cuerpo. Utilicé aquel odio para perder siete kilos.
Hacia el final de verano, después de que mi padre hubiera vuelto de España, estábamos los tres fuera trabajando en el jardín. Se suponía que yo debía montarme en la segadora. Estalló la típica pelea Sebold. Yo no quería, etcétera. ¿Por qué Mary se había ido a vivir a Washington y luego iba a marcharse a Siria? Mi padre me llamó ingrata. La tensión aumentó. Justo cuando la pelea parecía que iba a terminar como siempre a grito pelado, yo estallé en llanto. Empecé a llorar y no podía parar. Entré corriendo en casa y subí a mi habitación. Tratar de contener las lágrimas; era inútil. Lloré hasta que me quedé exhausta, deshidratada, con los ojos y sus alrededores formando un mapa de capilares rotos.
Más tarde no quise hablar de ello; trataba de echarme la violación y el juicio a las espaldas.
Lila y yo nos carteamos todo el verano. Ella también estaba haciendo régimen. Las cartas eran como entradas de diario, fragmentos largos y reflexivos tanto para tener compañía mientras escribíamos como para intercambiar cualquier información sobre nosotras. Teníamos calor y estábamos aburridas; teníamos diecinueve años y estábamos metidas en casa con nuestros padres. Nos contábamos nuestras vidas en aquellas cartas llenas de divagaciones. Cómo nos sentíamos con respecto a todo, desde los miembros de nuestra familia hasta los chicos que conocíamos de la universidad. No recuerdo haberle escrito con detalle sobre el juicio. Si lo hice, sus cartas no lo reflejan. A principios del verano recibí una postal suya en la que me felicitaba. Eso fue todo. Después aquello desapareció de nuestro horizonte.
Como desapareció del de casi todos. El juicio parecía haber proporcionado una puerta trasera muy sólida y pesada a todo el asunto. Todo el que había entrado conmigo en aquella casa y había echado un vistazo a las habitaciones, se alegró mucho de salir por fin de allí. La puerta se cerró. Recuerdo haber coincidido con mi madre en que en el transcurso de un año yo había experimentado un fenómeno de muerte y renacimiento. De la violación al juicio. Ahora el terreno era nuevo y podía hacer con él lo que quisiera.
Lila, Sue y yo hicimos planes, a través de nuestras cartas, para el año siguiente. Lila iba a traer un gatito de una camada que había habido en su casa. Yo había hecho un pacto con mi madre: si saltaba lo bastante en el sofá que ella odiaba, tal vez convenciéramos a mi padre cuando volviera de España para que me dejara llevármelo a la residencia. Alquilé una furgoneta con Sue, que vivía cerca. Mi madre estaba alegre y optimista, y me dejó ir con ropa nueva que se ajustaba a mi nueva figura. Iba a ser el año del cambio. Por fin iba a llevar lo que yo llamaba «vida normal».
Aquel otoño, Mary Alice se encontraba en Londres en un programa de intercambio, al igual que otros amigos. Tess había pedido una excedencia. Las eché de menos pero sólo un poco. Lila era mi alma gemela. Íbamos juntas a todas partes y urdíamos planes descabellados. Las dos queríamos tener novio. Yo hacía el papel de experimentada frente al de inocente de Lila. A lo largo del verano yo había hecho faldas a juego para las dos. Las llevábamos con cualquier prenda negra cuando salíamos.
Ken Childs estaba perdido sin Casey, que también se había ido a Londres, y empezamos a salir con él. A mí me hacía gracia y, lo más importante, él ya me conocía. Íbamos los tres a bailar a los clubes del campus y a las fiestas de Bellas Artes. Yo ahora quería ser abogado. A la gente le gustaba oír hablar de aquella ambición, de modo que yo lo decía a menudo. Por Tess quería ir a Irlanda y también se lo decía a todo el mundo. Iba a recitales de poesía y narrativa, y me atracaba de queso y de vino. Empecé un curso independiente de poesía con Hayden Carruth y otro con Raymond Carver, a quien siempre he creído que Tess le había encomendado que me cuidara.
Un día me encontré a Maria Flores por la calle. Le había escrito a principios de verano una carta triunfal sobre el juicio. Le decía que la había sentido a mi lado en la sala del tribunal y que esperaba que le sirviera de algún consuelo saberlo. La carta que me envió ella fue, con franqueza, demasiado real para mí: «Llevo un aparato ortopédico en la pierna. El tobillo se me ha curado pero camino con bastón debido a que tengo dañados los nervios. Mis tendencias suicidas han disminuido aunque, si te soy sincera, no han desaparecido del todo». Se preguntaba si el bastón la inhibiría a la hora de conocer a gente, y le avergonzaba no haber terminado su trabajo como consejera residente. Acababa la carta con una cita de Kahlil Gibran: «Todos somos prisioneros, pero algunos estamos en celdas con ventanas y otros en celdas sin ventanas».
Tardé años en comprenderlo, pero si alguno de nosotros tenía una ventana, era Maria.
—Yo he salido ilesa —recuerdo que le dije a Lila—. En cambio ella llevará eternamente consigo la violación.
Bailaba y me enamoraba. Esta vez de un chico de la clase de matemáticas de Lila, Steve Sherman. Le conté lo de la violación un día que fuimos al cine y tomamos unas copas. Recuerdo que él estuvo maravilloso, se quedó sorprendido y horrorizado pero también me reconfortó. Supo qué decir. Me dijo que era guapa, me acompañó a casa y me besó en la mejilla. Creo que también le atrajo la idea de cuidar de mí. Aquellas Navidades se convirtió en parte del mobiliario de nuestra casa.
En casa mi madre también había mejorado notablemente. Estaba probando fármacos nuevos, Elavil y Xanax, e incluso terapias biorrítmicas, cosas que nunca había considerado antes. La terapia en grupo estaba en el horizonte. Mi madre iba a confiar en alguien aparte de en sí misma. «¡Me inspiras, hija! —me escribió—. Si tú puedes volver a salir después de lo que te pasó, supongo que esta vieja también puede.»
Yo había llegado a un nivel cero positivo; el mundo era nuevo y se abría ante mí.
Trabajaba en la revista literaria, The Review, y el último año me nombraron directora. El departamento de Lengua y Literatura me pidió que los representara en el Concurso de Poesía de Glascok, que se celebraba anualmente en el Mount Holyoke College.
Años atrás mi madre había huido de Mount Holyoke, dejando atrás una beca para un curso de posgrado. Recuerda que le pareció una sentencia de muerte. Todas sus amigas se casaban y ella, el cerebro, iba a ir a un lugar lleno de «monjas y lesbianas».
De modo que volví para reclamar algo en nombre de mi madre y para llenar el escenario con mi violación. No gané pero quedé segunda. Leí «Convicción». Leerlo en voz alta me hizo estremecer con la realidad de mi odio. Uno de los jueces, Diane Wakoski, me llevó aparte y me dijo que temas como la violación tenían un lugar en la poesía, pero que nunca ganaría premios ni me haría un público de ese modo.
Lila y yo disfrutábamos viendo películas estúpidas; el día que volví de Massachusetts vimos una de Sylvester Stallone, Rambo. La daban en el cine de cincuenta centavos que había cerca de nuestras casas. Nos reímos de la acción propia de dibujos animados que tenía lugar en la pantalla, soltábamos carcajadas tan fuertes que se nos saltaron las lágrimas y apenas podíamos ver o respirar. Nos habrían echado si hubiera habido alguien más en el cine para protestar, pero estábamos solas en la vieja y destartalada sala.
—Mí Rambo, tú Jane —dijo Lila golpeándose el pecho.
—Mí buenos músculos, tú músculos de chica.
—Grrr...
—Ji, ji.
Cuando la película estaba a punto de acabar alguien carraspeó bastante fuerte. Lila y yo nos quedamos inmóviles pero seguimos mirando a la pantalla.
—Creía que estábamos solas —me susurró ella.
—Yo también —dije yo.
Nos calmamos y tratamos de guardar un respetuoso silencio durante las últimas escenas de furioso tiroteo. Lo hicimos clavándonos las uñas mutuamente en los brazos y mordiéndonos los labios. Soltamos risitas pero no reímos abiertamente.
Cuando terminó y encendieron las luces, volvíamos a estar solas. Dejamos salir lo que habíamos estado reprimiendo hasta que doblamos la esquina y nos encontramos con el gerente del cine.
—¿Creéis que Vietnam es gracioso?
Era un hombre imponente, sus músculos se habían convertido en grasa y llevaba un fino bigote que le cubría el labio superior, como el del primer abogado de Madison.
—No —dijimos al unísono.
El nos bloqueó el paso.
—A mí me ha parecido que os reíais —dijo.
—Es muy exagerado —dije yo, esperando que viera mi punto de vista.
—Yo estuve en Vietnam —dijo—. ¿Y vosotras?
Lila se asustó y me cogió la mano.
—No, señor —dije yo—, y respeto a los veteranos que lucharon. No era nuestra intención ofenderle. Nos hemos reído porque nos ha parecido exagerado el grado de machismo.
Me miró fijamente como si le hubiera bloqueado con la razón cuando en realidad le había bloqueado con palabras que encontraba dentro de mí cuando me sentía amenazada: una habilidad que ahora tenía.
Nos dejó pasar, pero nos dijo que no quería volver a vernos en su sala.
No intentamos siquiera recuperar nuestro estado de ánimo despreocupado. Yo estaba furiosa mientras bajamos la colina hacia casa.
—Es una mierda ser mujer —dije, afirmando lo obvio—. ¡Siempre te machacan!
Lila aún no estaba preparada para aquello. Seguía tratando de ver el punto de vista del hombre. Yo, en cambio, hacía mentalmente lo que haría cada vez más a menudo: luchar cuerpo a cuerpo con un hombre e, hiciera lo que hiciese, perder siempre.
Había hombres buenos y hombres malos, hombres inteligentes y hombres musculosos. Hice mentalmente esta división. Empecé a clasificarlos de ese modo. Steve, que tenía el cuerpo de un corredor malo, era delicado en sus movimientos y lo que más le importaba eran sus estudios. No se levantaba de la silla hasta que había memorizado —al pie de la letra— los capítulos de sus libros de texto. Sus padres eran inmigrantes ucranianos y pagaban al contado su educación del mismo modo que habían comprado sus coches y su casa. Se esperaba de él que estudiara cada día durante horas.
Empecé a mentirme inconscientemente cuando teníamos relaciones sexuales. El placer de Steve era lo único que me importaba, el propósito de aquel viaje, de modo que si había baches y recuerdos, dolorosas visiones de la noche en el túnel, pasaba sobre ellos como insensibilizada. Contenta cuando Steve estaba contento, siempre estaba lista para levantarme de un salto de la cama e ir a pasear o a leer mi último poema. Si podía volver a refugiarme a tiempo en mi cerebro, como si fuera oxígeno, el sexo no dolía tanto.
Y luego estaba el color de su piel. Podía concentrarme en un trozo de su piel blanca y empezar. Mientras Steve se mostraba tierno y ardiente, en mi fuero interno yo volvía a recorrer el camino hablando conmigo misma: «No estamos en Thorden Park, y él es tu amigo, Gregory Madison está en Attica, estás a salvo». A menudo aquello me ayudaba a superarlo, como cuando aprietas los dientes en una atracción de feria en la que todos los que te rodean parecen disfrutar. Si no puedes hacerlo, finge. Tu cerebro sigue vivo.
Al final de aquel año me había convertido en una especie de diva rellenita de la New Age. Los estudiantes de Bellas Artes me conocían, lo mismo que los poetas. Organicé una fiesta con la confianza de que estaría de bote en bote y lo estuvo. Steve me compró versiones bailables de mis canciones favoritas en discos de vinilo blanco y me grabó casetes.
Mary Alice y Casey habían vuelto de Londres y vinieron a la fiesta. Todo el edificio de apartamentos vibraba, pero esta vez era por mi música y mis amigos. Había sacado sobresaliente en los cursos independientes de Carruth y Carver, y estaba yendo a una clase de un poeta llamado Jack Gilbert. No podía creer mi suerte. ¡Vino hasta Gilbert! En la cocina había un cubo lleno de un ponche, que parecía matarratas, al que se le añadían ingredientes a medida que los invitados se emborrachaban. Las especias de Lila se añadían sistemáticamente, y a la nuez moscada y al arruruz se unían objetos pequeños, como tenedores y plantas de interior.
De pronto empezó a llegar gente que no conocíamos: chicos ruidosos y fuertes que iban como imanes tras las chicas guapas. Es decir, tras Mary Alice, que para entonces estaba muy borracha. El baile en la pista se volvió más sensual. Steve casi se peleó con un desconocido que se insinuó a una de sus amigas. La música subió de volumen, un altavoz estalló, el alcohol se acabó. Como consecuencia, los más cuerdos y sobrios que aún no se habían marchado empezaron a largarse. Yo me planté al lado de Mary Alice como un scottie ladrador. Cuando los chicos se acercaban a ella, los ahuyentaba. Los amenazaba con lo único que ellos respetaban: un hombre. Les mentía diciendo que el novio de Mary Alice era el capitán del equipo de baloncesto y llegaría enseguida con sus compañeros de equipo. Si no me creían, me encaraba con ellos y les decía cuatro verdades. Había oído a los detectives y sabía hablar como ellos.
Mary Alice decidió irse, y Steve y yo buscamos a alguien de confianza para que la llevara a casa. Cerca de la puerta, mientras nos despedíamos, ella se desmayó. Yo y los que nos rodeaban la miramos tendida inconsciente en el suelo. Al principio creí que fingía y dije:
—Vamos, Mary Alice, levántate.
Su larga y dorada melena había flotado preciosa en el aire al caer.
Me arrodillé a su lado y traté de despertarla. No tuve suerte. Steve se abrió paso a través de los rezagados y desconocidos. Mientras la rodeábamos, los chicos empezaron a ofrecerse a llevarla a casa.
Sólo puedo pensar en perros. De scottie ladrador pasé a terrier luchador hasta adquirir una repentina fuerza sobrehumana. No iba a permitir que ni siquiera Steve la llevara. Cogí a Mary Alice en brazos —con sus cincuenta y dos kilos— y la llevé, con Lila y Steve despejando el camino, a la habitación de Lila. La acostamos en la cama. Era una estudiante borracha, pero parecía un ángel dormido. El resto de la noche lo pasé asegurándome de que seguía siéndolo. Cuando vino la policía a causa de las quejas de los vecinos la fiesta se disolvió, y Steve y Lila acompañaron a la calle a los desconocidos más ebrios. Mary Alice pasó la noche allí. A la mañana siguiente la casa estaba pegajosa y encontramos detrás del sofá a un amigo de un amigo de alguien que se había desmayado y había caído al suelo.
Durante las vacaciones entre mi penúltimo y mi último año Steve y yo vivimos juntos en el apartamento e hicimos un curso de verano. Moralmente, mi madre logró hacerse a la idea de que yo viviera con un hombre porque, como decía, «es agradable pensar que tienes un guarda jurado incorporado». Después del curso de verano tuve mi primera experiencia como profesora al asistir a un campamento de arte para alumnos con talento de la Universidad de Bucknell. Si no me hacía abogada, decidí, me dedicaría a dar clase. No tenía manera de saber entonces que la enseñanza acabaría siendo mi salvavidas, el camino de regreso.
En mi último año fui una asidua de los recitales de poesía y narrativa que se hacían en el campus. También trabajé como camarera en Cosmos Pizza Shop, en Marshall Street, y mi horario de trabajo, sumado a los recitales nocturnos, implicaba que tenía que salir muchas noches. A Lila no parecía importarle. Tenía el apartamento para ella sola o lo compartía pacíficamente con nuestro nuevo compañero de piso, Pat. Lila había encontrado a Pat a través del departamento de Antropología. Tenía dos años menos que nosotras y todavía hacía segundo. Lila y yo habíamos encontrado en su habitación revistas porno, publicaciones fetiche como Jugs, y una en la que sólo aparecían mujeres obesas desnudas. Pero pagaba su parte del alquiler y era reservado. Yo me alegraba de que no tuviera el aspecto de los típicos devoradores de gusanos de antropología. Era alto y delgado, y tenía el pelo negro a la altura de los hombros. Sus antepasados italianos significaban mucho para él, así como su afición por el escándalo. Nos enseñó a Lila y a mí el espéculo que había robado a un pariente suyo que era ginecólogo. Lo tenía colgado del cable de la lámpara del techo.
Hacia noviembre de aquel año los tres habíamos empezado a adaptarnos los unos a los otros. Al cabo de dos meses Lila y yo nos estábamos acostumbrando a la afición por las bromas de Pat. Le encantaba ponerte un dedo en la clavícula y decir: «¿Qué es eso?». Cuando bajábamos la mirada, te daba una palmadita en la barbilla. O te traía una taza de café y, cuando ibas a cogerla, la apartaba. Nos tomaba el pelo y, cuando iba demasiado lejos, Lila y yo nos quejábamos. Lila, que tenía un hermano menor, me decía que vivir con Pat era como si nunca se hubiera ido de casa.
En un curso llamado Religiones Extáticas me senté al lado de un chico llamado Marc. Como Jamie, era alto y rubio, y en cierto sentido no encajaba allí. No iba a Syracuse. Estaba haciendo un curso de posgrado de arquitectura paisajista en la escuela de ingeniería forestal SUNY, que, como una hermana menor dependiente, compartía edificios y terrenos con Syracuse. También había llegado a la mayoría de edad en el barrio neoyorquino de Chelsea. Eso le hacía tener más experiencia y mundología de lo que correspondía a sus veintiún años, o eso me parecía a mí. Tenía amigos que vivían en lofts en el Soho. Lugares que prometía enseñarme algún día.
Después de la clase de religión nos embarcábamos en castas pero apasionadas sesiones sobre los temas tocados en clase. La historia de los chamanes y el ocultismo eran objeto de un intenso análisis intelectual por nuestra parte. Me pasaba cintas de Philip Glass y sabía cosas sobre música y arte que yo ignoraba. Hablaba con ironía de temas como la adoración que sentía Jacqueline Susann por Ethel Merman. Representaba lo que mi madre siempre había dicho que era lo mejor de Nueva York —cultura por derecho de nacimiento—, aun cuando ella no se refería a las citas amorosas de «la Merm» y la autora de El valle de las muñecas.
De pronto la seriedad de Steve, la comprensiva atención que prestaba a mis penas y males, no me parecían tan atractivos como el mundo de «lo he visto todo, lo he hecho todo» de Marc. Cuando le contaba mis chistes —«¿Por qué un juicio por violación es digno de mención en tu viejo curriculum?»—, Marc reía conmigo mientras que Steve me interrumpía y, poniéndome una mano en el hombro, me decía: «Sabes que no es gracioso en realidad». Marc tenía coche, televisión por cable, y otras chicas lo encontraban guapo. No le asustaba beber y fumaba como un carretero. Soltaba tacos y, como iba a la escuela de arquitectura, dibujaba.
También había sido sincero y abierto conmigo desde el principio. Nos habíamos conocido el año anterior en una fiesta y nos habíamos sentido claramente atraídos el uno por el otro. Él me dijo más tarde que tres chicos le habían metido en el cuarto de baño después de haberle visto hablar conmigo.
—Para tu información, Marc, a esa chica la han violado.
—¿Y qué? —había dicho él.
Ellos lo habían mirado horrorizados.
—¿Tenemos que explicártelo letra por letra?
Pero Marc era feminista por naturaleza. Su padre había abandonado a su madre por una mujer mucho más joven. Una de sus hermanas era lesbiana y llamaba a sus dos gatos macho «las chicas», la otra era abogado en la oficina del fiscal de distrito de Manhattan. Él había leído más a Virginia Woolf que yo y me inició en la obra de Mary Daly y Andrea Dworkin. Fue una revelación para mí.
Yo también lo fui para él. Sabía nombres y teorías de las que yo nunca había oído hablar, pero cuando me conoció, yo era la única mujer que él conocía a la que habían violado. O que sabía que lo había sido.
Empecé a divertirme con Marc mientras me peleaba con Steve.
—¿Cuántos seguratas necesita una chica? —me preguntó un día Lila después de que hubiera hablado por teléfono con cada uno un par de veces.
Yo no tenía una respuesta salvo que nunca había sido popular con los chicos y de pronto tenía la sensación de serlo: dos chicos me deseaban.
Nuestra ex compañera de piso, Sue, había hecho un fotomontaje para su proyecto de último año y nos había dejado toda clase de maquillaje. Una noche, mientras Pat estaba en la biblioteca, decidí hacerme la fotógrafa de modas y sacar fotos a Lila. La vestí elegante. Le hice quitarse las gafas y le pinté gruesas rayas de kohl debajo de los ojos. Me pasé un poco. Acabó con azul oscuro y negro alrededor de los ojos, y los labios de un horrible rojo oscuro. La llevé al pasillo del apartamento, y empecé a enfocar y a disparar. Lo pasamos en grande, las dos solas. La hice tumbarse en el suelo y levantar la mirada, o bajarse la camisa y enseñar el hombro para lo que llamamos una «foto de piel». Imité lo que creía que decían los verdaderos fotógrafos de modas para hacer que las modelos se metieran en el papel. «Hace calor, estás en el Sahara y un hombre guapo te está trayendo una pina colada», o «En algún lugar el verdadero amor de tu vida está muriéndose de frío en la Antártida. Una foto de ti lo mantiene vivo y es ésta. Quiero sensualidad, sinceridad, inteligencia abrasadora». Cuando ella no desfiguraba la cara para conseguir tener el «aspecto», soltaba una carcajada. La coloqué delante del espejo de cuerpo entero que había fuera de la puerta del cuarto de baño y saqué una foto alargada en la que yo también salía. La hice sentarse con la cara de perfil y guantes negros.
Mis fotos preferidas fueron de lejos las más dramáticas. En ellas está gateando por el pasillo, con los ojos ciegos muy abiertos y pintados. Pienso en ellas como sus fotos de «antes».