4
El día de mi violación, me eché en el asiento trasero del coche y traté de dormir mientras mi madre conducía. Sólo dormí a ratos. El interior del coche era azul e imaginé que flotaba mar adentro. Pero cuanto más cerca estábamos de casa, más pensaba en mi padre.
Había aprendido a una edad temprana que si lo interrumpía en su despacho, más me valía tener un buen pretexto que disipara su irritación por haber sido molestado. A menudo intentaba diferenciarme de mi hermana, más seria. Trataba de comportarme como un chico malhablado por el bien de un hombre que vivía en una casa donde, según se quejaba a menudo, «las mujeres lo superaban en número». (Mi padre se alegró mucho de la llegada de su nuevo perro —un cruce con caniche—; declaró abiertamente lo agradable que era tener por fin otro varón en casa.) Yo quería ser la niña que siempre había sido para mi padre.
Mi madre y yo nos detuvimos en el camino de acceso y entramos en casa por el garaje.
Mi padre es un hombre alto y siempre lo había visto como un hombre obsesionado con su trabajo: corregir, escribir y hablar en español por teléfono con colegas y amigos. Pero aquel día temblaba cuando lo vi en el fondo del largo pasillo de la entrada trasera de casa.
—Hola, papá —dije.
Mamá siguió andando por el pasillo. Yo vi a mi padre lanzarle una mirada y luego fijar la vista, o tratar de fijarla, en mí a medida que me acercaba.
Nos abrazamos. Fue un abrazo torpe, poco natural.
No recuerdo que me dijera nada. Si hubiera dicho «Oh, cariño, qué alegría que estés en casa», o «Te quiero, Alice», habría sido tan poco propio de él que creo que me acordaría, pero tal vez no lo recuerdo por esa misma razón. Yo no quería experiencias nuevas. Quería lo que conocía, la casa que había dejado en otoño por primera vez en mi vida, y el padre que conocía.
—¿Qué tal estás, papá? —pregunté. Había pensado en esa simple pregunta durante todo el trayecto a casa.
Con nervioso alivio, él respondió:
—Después de la llamada de tu madre me he tomado cinco tragos de whisky, y nunca he estado más sobrio en toda mi vida.
Me tendí en el sofá de la sala de estar. Mi padre, en un esfuerzo por estar ocupado aquella mañana, había preparado algo para almorzar en la cocina.
—¿Quieres comer algo? —me preguntó.
En mi respuesta quise dejar claro que no era necesario que nadie se preocupara por aquella chica dura.
—No me vendría mal —dije—, teniendo en cuenta que lo único que he tenido en la boca en las últimas veinticuatro horas ha sido una galleta salada y una polla.
A los que no son de la familia puede que les suene fatal; a mi padre, de pie en el umbral de la cocina, y a mi madre, ocupada con nuestras maletas, los escandalizó en la misma medida que les informó de una sola cosa: la chica que conocían seguía estando allí.
—Cielos, Alice —respondió mi padre. Esperaba mis instrucciones al borde del precipicio.
—Sigo siendo yo, papá —dije.
Mis padres entraron juntos en la cocina. No sé cuánto tiempo estuvieron allí, haciendo sándwiches que probablemente ya estaban preparados. ¿Qué hicieron? ¿Se abrazaron? No me lo imagino, pero es posible. ¿Le susurró mi madre los detalles acerca de la policía y mi estado físico, o le prometió contárselo todo en cuanto yo me hubiera dormido?
Mi hermana había logrado acabar sus exámenes. Al día siguiente de mi llegada a casa, cuando mis padres fueron a buscarla a Filadelfia y a recoger sus cosas para el verano, los acompañé.
Yo seguía teniendo la cara magullada. Mi padre fue en un coche y mi madre en el otro. La idea era que yo me quedara en el coche mientras entre los tres bajaban las cosas. Sólo los acompañaba para que mi hermana me viera y supiera inmediatamente que estaba bien. También porque no quería dejarlos solos y que hablaran de mí.
Fui en el coche de mi madre. Ella prefería ir a la ciudad por una carretera secundaria. Era una ruta más larga, pero todos estábamos de acuerdo en que era más pintoresca. La verdadera razón, por supuesto, era que si tomaba la autopista Schuylkill, conocida extraoficialmente como la Surekill (muerte segura) por los que circulaban por la Main Line de Filadelfia, sufriría una crisis. De modo que cogimos la carretera 30 y a continuación serpenteamos por varias carreteras secundarias hacia nuestro destino, la Universidad de Pensilvania.
Con el tiempo, las vías abandonadas del tren elevado de Filadelfia llegaron a indicar para mí la verdadera entrada a la ciudad. Era allí donde empezaba el tráfico de peatones, donde un hombre vendía periódicos a los conductores en mitad de la carretera, y donde había una iglesia baptista en la que durante todo el año se celebraban bodas y funerales cuyos asistentes, vestidos de etiqueta, se desperdigaban por las calles.
Había hecho aquel trayecto muchas veces con mi madre. Nos reuníamos con mi padre en su oficina o utilizábamos los servicios del seguro médico del profesorado a través del hospital de la Universidad de Pensilvania. Una característica común a todos aquellos viajes era la creciente ansiedad de mi madre a medida que nos acercábamos a la ciudad. Por Chesnut Street, pasadas las vías del tren elevado, mi madre siempre conducía por el carril central en una carretera de un solo sentido. Mi papel consistía en permanecer sentada en el asiento del pasajero y anticiparme a la crisis.
Sin embargo, el día que fuimos a recoger a mi hermana algo cambió. Una vez pasadas las hileras de casas adosadas, que variaban de una manzana a otra en lo que se refiere a buen mantenimiento, la calle se ensanchaba. A ambos lados había edificios abandonados, gasolineras destartaladas y edificios gubernamentales de ladrillo. De vez en cuando en mitad de una manzana había apiñadas un par de casas adosadas todavía en pie.
Hasta entonces, durante aquellos trayectos en coche me había concentrado en los edificios; me gustaban las marcas dejadas por las escaleras en los laterales de las casas adosadas que aún quedaban en pie, las veía como fósiles de una vida anterior. Esta vez cambió mi centro de atención, lo mismo que el de mi madre. En el coche de detrás, pronto me daría cuenta, también lo había hecho el de mi padre. Se trasladó a la gente de la calle. Y no precisamente a las mujeres o a los niños.
Hacía calor. El calor húmedo y bochornoso de las ciudades del nordeste en verano. El olor a basura y a tubos de escape entraba por las ventanillas abiertas de nuestro coche sin aire acondicionado. Unos gritos nos hicieron aguzar el oído. Escuchamos atentas esperando oír alguna amenaza en los saludos entre amigos; mi madre preguntó por qué había tantos hombres apiñados en las esquinas de las calles y apoyados en las fachadas de los edificios. Aquella parte de Filadelfia, salvo una comunidad italiana cada vez menos numerosa, era de mayoría negra.
Dejamos atrás una esquina donde había tres hombres de pie. Detrás de ellos, dos hombres de más edad estaban sentados en sillas plegables poco seguras, que habían sacado a la acera para escapar del calor del interior de sus casas. Yo sentía la tensión en el cuerpo de mi madre a mi lado. Los moratones y cortes de la cara me ardían. Tenía la sensación de que cada hombre de la calle podía verme, que todos lo sabían.
—Tengo náuseas —dije a mi madre.
—Ya casi hemos llegado.
—Es muy raro, mamá —dije mientras trataba de mantener la calma.
Sabía que aquellos ancianos no me habían violado. Sabía que el hombre negro y alto con traje verde sentado en una parada de autobús no me había violado. Y sin embargo tenía miedo.
—¿Qué es raro, Alice? —Empezó a frotarse el pecho con los nudillos.
—Tengo la sensación de que he estado debajo de todos estos hombres.
—Eso es ridículo, Alice.
Nos detuvimos en un semáforo. Cuando se puso verde aceleramos. Pero íbamos lo bastante despacio para que pudiera quedarme mirando la siguiente esquina.
Allí estaba, apartado de la calle y acuclillado en el cemento, apoyado contra el limpio ladrillo de un edificio casi nuevo. Lo miré a los ojos. Él me sostuvo la mirada.
«He estado debajo de ti», dije para mis adentros.
Era un principio de revelación que tardaría años en aceptar. Comparto mi vida, no con las chicas y chicos con los que crecí, ni con los estudiantes con los que fui a Syracuse, ni siquiera con los amigos y la gente que he conocido luego. Comparto mi vida con mi violador. Está ligado a mi destino.
Salimos de aquel barrio y nos adentramos en el mundo de la Universidad de Pensilvania, donde vivía mi hermana. Las puertas de las casas alquiladas a los estudiantes estaban abiertas, y había furgonetas U—Hauls y Ryder aparcadas en doble fila a lo largo de la cuneta. A alguien se le había ocurrido organizar una fiesta de despedida. Había chicos blancos y altos, con camisetas de camionero o el torso desnudo, sentados en sofás en la acera, bebiendo cerveza en vasos de plástico.
Mi madre y yo nos abrimos paso hasta la residencia de mi hermana y aparcamos.
Mi padre llegó unos minutos después y aparcó a poca distancia. Yo me quedé en el coche. Mi madre, que trataba de ocultarme una crisis, había bajado y paseaba cerca.
Esto es lo que oí decir a mi padre antes de que mi madre le lanzara una mirada de advertencia:
—¿Has visto a esos malditos animales en cada poste...?
Mi madre me miró rápidamente y luego a mi padre.
—Calla, Bud —dijo.
Él se acercó al coche y se inclinó junto a mi ventanilla.
—¿Estás bien, Alice?
—Estoy bien, papá.
Estaba sudado y acalorado. Se sentía impotente. Asustado. Yo nunca le había oído hablar así de los negros ni condenar a ninguna otra minoría.
Mi padre entró para decirle a mi hermana que habíamos llegado. Yo me quedé sentada en el coche con mi madre. No hablamos. Yo observaba el ajetreo del día de mudanza. Los estudiantes utilizaban grandes bolsas de lona, como las que utilizan para llevar la correspondencia en la parte trasera de las oficinas de correos, para amontonar dentro de ellas sus pertenencias. Las familias se saludaban unas a otras. En una pequeña extensión de césped dos chicos se lanzaban un frisbee. A través de las ventanas de la residencia de mi hermana se oían radios a todo volumen. Se respiraba libertad en el ambiente; el verano era como una infección que se propagaba a través del campus.
Allí estaba mi hermana. La vi salir del edificio. Observé cómo caminaba de la puerta hasta nuestro coche, que estaba a unos cien metros, la misma distancia a la que había estado mi violador cuando me dijo: «Eh, tú, ¿cómo te llamas?».
Recuerdo que ella se inclinó junto al coche.
—Tu cara —dijo—. ¿Estás bien?
—He tardado mucho, pero por fin he encontrado la manera de boicotear tus sobresalientes —dije en broma.
—Vamos, Alice —dijo mi padre—, tu hermana te ha preguntado cómo estás.
—Voy a bajar del coche —dije a mi madre—. Me siento idiota.
Mi familia parecía incómoda, pero yo bajé de todos modos y me quedé allí parada. Dije que quería ver la habitación de Mary, ver dónde vivía, ayudar.
Yo no estaba lo bastante malherida como para darme cuenta inmediatamente. A menos que alguien se fijara en mí, no se notaba que yo era diferente. Pero mientras mi familia y yo caminábamos hacia la residencia de mi hermana, las caras vieron a una familia como cualquier otra —madre, padre y dos hijas—, luego se quedaron mirando, sólo por un instante, y advirtieron algo. El ojo y los labios hinchados, los cortes a lo largo de la nariz y la mejilla, los moratones de delicados tonos violeta que afloraban. Mientras andábamos, las miradas aumentaron y yo me di cuenta aunque fingí no hacerlo. Me rodeaban chicos y chicas guapas de una de las universidades de la Ivy League, cerebros y genios. Yo creía que hacía todo aquello por mi familia, porque no sabían lidiar con ello. Pero también lo hacía por mí. Entramos en el ascensor y vi en una de las paredes un graffiti.
Aquel año una chica había sido violada por un grupo en una fraternidad. Ella lo había denunciado, había presentado cargos y trataba de llevar el caso a los tribunales. Pero tanto los miembros de la fraternidad como los amigos de éstos le habían hecho imposible quedarse en la universidad. Para cuando yo fui al campus de Pensilvania ella ya se había ido. En el ascensor de la residencia de mi hermana había un burdo dibujo hecho con bolígrafo de ella con las piernas abiertas. Un grupo de figuras masculinas hacían cola a su lado. Debajo se leía: «Marcie puede con todos».
Apretujada en el ascensor con mi familia y estudiantes que volvían a subir a por más cosas, permanecí de cara a la pared, mirando fijamente el dibujo de Marcie. Me pregunté dónde estaba y qué había sido de ella.
Mis recuerdos de mi familia aquel día son borrosos. Estaba ocupada actuando, creyendo que me querían por eso. Pero hubo cosas que me afectaron profundamente. El negro acuclillado en aquella acera del oeste de Filadelfia. O los chicos guapos de Pensilvania que se lanzaban un frisbee. El brillante disco anaranjado se elevó en un arco y cayó a mis pies. Me detuve bruscamente y uno de los chicos se acercó corriendo imprudente para recogerlo. Cuando se irguió, vio mi cara.
—Mierda —dijo mirándome, perplejo por un instante, olvidando el juego.
Después de eso lo que te queda es tu familia. Tu hermana tiene una habitación en una residencia que enseñarte. Tu madre tiene un ataque de pánico que hay que atender. Tu padre, bueno, no se está enterando de nada, y tú puedes cargar con el peso de educarlo. No todos son negros, empezarás. Eso es lo que haces en lugar de derrumbarte bajo un sol radiante delante de chicos guapos, donde corre el rumor de que Marcie pudo con todos.
Volvimos los cuatro en coche a casa. Esta vez yo fui con mi padre. Ahora me doy cuenta de que mi madre debió de contarle a mi hermana todo lo que sabía; las dos se preparaban para lo que podía avecinarse.
Mary bajó del coche lo imprescindible y subió a su habitación para deshacer el equipaje. La idea era comer cualquier cosa, lo que mi madre llamaba «busca y encontrarás», y después mi padre volvería a retirarse a su despacho para trabajar y yo podría pasar tiempo con mi hermana.
Pero cuando mi madre llamó a Mary para que bajara, no respondió. Mi madre volvió a llamarla. Vociferar nombres hacia el piso de arriba desde el vestíbulo delantero era una práctica común entre nosotros. Ni siquiera era raro hacerlo varias veces. Por fin mi madre subió y volvió a bajar unos minutos después.
—Se ha encerrado en el cuarto de baño —nos dijo a mi padre y a mí.
—¿Para qué? —preguntó mi padre. Cortaba trozos de queso provolone y se los tiraba al perro con picardía.
—Está afectada, Bud —explicó mi madre.
—Todos lo estamos —dije yo—. ¿Por qué no se une a la fiesta?
—Alice, creo que significaría mucho para Mary que hablaras con ella.
Puede que protestara un poco, pero fui. Era una costumbre familiar. Mary se enfadaba y mi madre me pedía que hablara con ella. Yo llamaba a la puerta de su habitación y me sentaba en el borde de su cama mientras ella se quedaba tumbada. Hacía de «animadora de la vida», así lo llamaba yo; a veces lograba que se recobrara hasta el punto de que bajara a cenar o al menos se riera de las bromas obscenas que yo escogía con tal propósito.
Pero ese día también sabía que era a mí a quien necesitaba ver. Ya no era sólo la animadora designada por mi madre; yo era el motivo por el que ella se había encerrado en el cuarto de baño y no quería salir.
En el piso de arriba, llamé a la puerta con poca confianza.
—¿Mary?
No hubo respuesta.
—Mary —dije—, soy yo, déjame entrar.
—Vete.
—Mary. —Sabía que estaba llorando—. Bien, tratemos esto de forma racional. En algún momento voy a tener que orinar, y si no me dejas entrar, me veré obligada a hacerlo en tu habitación.
Siguió un silencio y luego descorrió el cerrojo de la puerta.
La abrí.
Aquél era el cuarto de baño de las «niñas». El promotor inmobiliario lo había revestido de azulejos rosa. Me imagino qué habría pasado si se hubieran mudado chicos a esa casa, pero Mary y yo juntas logramos acumular suficiente odio hacia el color rosa. Lavabo rosa. Azulejos rosa. Bañera rosa. Paredes rosa. No había forma de escapar.
Mary se había apoyado contra la pared, entre la bañera y el inodoro, lo más lejos posible de mí.
—Eh —dije—. ¿Qué te pasa?
Quería abrazarla. Quería que ella me abrazara.
—Lo siento —dijo ella—. Lo estás llevando tan bien. Sencillamente, no sé cómo actuar.
Cuando me acerqué, ella se apartó.
—Mary —dije—. Estoy jodida.
—No sé cómo puedes ser tan fuerte. —Me miró con lágrimas deslizándosele por las mejillas.
—No te preocupes —le dije—. Todo se arreglará.
Aun así, no me dejó tocarla. Se movía nerviosa de la cortina de la ducha al toallero, como un pájaro atrapado en una jaula. Le dije que estaría abajo poniéndome ciega de comida y que se apuntara, luego cerré la puerta y salí.
Mi hermana siempre había sido la más frágil de las dos. En un campamento de una jornada de la YMCA al que habíamos ido de niñas, nos habían repartido chapas el último día. De modo que cada niño recibió una con el título que se habían inventado los monitores. A mí me dieron una chapa de artes y oficios, simbolizada por una paleta y pinceles. Mi hermana recibió la de la niña más callada del campamento. Las chapas estaban hechas a mano y en la suya habían pegado con cola un ratón de fieltro gris. Mi hermana lo aceptó como su símbolo y acabó incorporando un pequeño ratón en el rabo de la «y» de su firma.
De nuevo en el piso de abajo, mi madre y mi padre me preguntaron por ella. Les dije que bajaría enseguida.
—Bueno, Alice —dijo mi padre—, si tenía que ocurrir esto a una de las dos, me alegro de que te haya ocurrido a ti y no a tu hermana.
—Por Dios, Bud —dijo mi madre.
—Sólo me refería a que de las dos...
—Sé qué quieres decir, papá. —Y le puse una mano en el antebrazo.
—¿Lo ves, Jane? —dijo él.
Mi madre creía que la familia, o la idea de familia, debía estar por encima de todo durante aquellas primeras semanas. No resultaba nada fácil para cuatro almas solitarias, pero aquel verano vi más televisión basura en compañía de mi familia de la que había visto antes o he visto después.
La hora de la cena se volvió sagrada. Mi madre, cuya cocina está decorada con letreros expresivos y concisos que, traducidos libremente, vienen a decir «La cocinera ha salido», ahora cocinaba todas las noches. Recuerdo a mi hermana intentando contenerse de regañar a mi padre por «relamerse». Todos nos portábamos de forma ejemplar. No puedo imaginar qué pasaba por sus cabezas. Lo cansados que probablemente estaban. ¿Se tragaron mi actuación de mujer fuerte o sencillamente fingieron hacerlo?
En aquellas primeras semanas yo iba a todas horas en camisón. Camisones largos de franela, comprados a propósito por mis padres. Tal vez mi madre había aconsejado a mi padre, cuando salía a hacer las compras, que se detuviera a comprarme un camisón nuevo. Era una manera de hacernos sentir ricos a todos, un derroche racional.
Así, mientras el resto de la familia estaba sentada alrededor de la mesa con la ropa corriente de verano, yo lo hacía con un largo camisón blanco.
No puedo recordar cómo salió por primera vez a colación, pero una vez que lo hizo fue el centro de la conversación.
El tema era el arma del violador. Tal vez yo había estado hablando de que la policía había encontrado mis gafas y el cuchillo del violador junto al sendero de ladrillo.
—¿Quieres decir que no tenía el cuchillo en el túnel? —preguntó mi padre.
—No —respondí.
—Creo que no lo entiendo.
—¿Qué hay que entender, Bud? —preguntó mi madre. Tal vez después de veinte años de matrimonio, sabía adonde quería ir a parar.
—¿Cómo es posible que te violara si no tenía el cuchillo?
Mientras comíamos podíamos elevar mucho el tono de voz al hablar de cualquier tema. Uno de los temas de discusión preferidos era la ortografía y definición de una palabra determinada. No era raro que lleváramos al comedor el Oxford English Dictionary, aun en vacaciones o con invitados. A nuestro cruce de caniche le habíamos puesto el nombre del mediador más manejable, Webster. Pero esa vez la discusión consistió en una clara división entre sexos: entre dos mujeres, mi madre y mi hermana, y mi padre.
Me di cuenta de que si excluíamos a mi padre, lo perdería. Mi hermana y mi madre salieron en mi defensa y le gritaron que se callara, pero yo les dije a las dos que quería ocuparme yo. Le pedí a mi padre que subiera conmigo al piso de arriba, donde pudiéramos hablar a solas. Mi madre y mi hermana estaban tan enfadadas con él que tenían la cara enrojecida. Mi padre era como un niño que, creyendo que ha entendido las reglas del juego, se asusta cuando los demás le dicen que está equivocado.
Subimos a la habitación de mi madre. Lo hice sentar en el sofá y yo tomé asiento frente a él en la silla del escritorio de mi madre.
—No voy a atacarte, papá —dije—. Sólo quiero que me digas por qué no lo entiendes y trataré de explicártelo.
—No entiendo por qué no intentaste escapar —dijo él.
—Lo hice.
—Pero ¿cómo pudo violarte a menos que le dejaras?
—Eso sería como decir que yo quería que él lo hiciera.
—Pero él no tenía el cuchillo en el túnel.
—Papá, piensa en ello. ¿No sería físicamente imposible que me violara y me golpeara sosteniendo todo el tiempo en las manos un cuchillo?
Reflexionó un segundo y luego pareció acceder.
—La mayoría de las mujeres violadas —dije—, aunque haya un arma durante la violación, no la tienen delante de la cara. Él me tenía dominada, papá. Me golpeó. Yo no quería que lo hiciera; es imposible que creas eso.
Cuando miro atrás y me veo en aquella habitación, no entiendo cómo tuve tanta paciencia. Sólo se me ocurre que su ignorancia me parecía inconcebible. Me horrorizó, pero tenía una imperiosa necesidad de que lo comprendiera. Si él no lo hacía, que era mi padre y evidentemente quería entender, ¿qué hombre lo haría?
Él no comprendía por lo que yo había pasado o cómo podía haber ocurrido sin cierta complicidad por mi parte. Su ignorancia me dolió. Todavía me duele, pero no le culpo. Tal vez mi padre no acabara de entenderlo, pero lo más importante para mí fue que salí de la habitación sabiendo lo mucho que había significado para él que lo llevara al piso de arriba e intentara responder, lo mejor que podía, a sus preguntas. Yo le quería, y él me quería a mí, pero nuestra comunicación era imperfecta. Eso no me parecía tan terrible. Después de todo, había contado con que la noticia de la violación destrozara a todos los miembros de mi familia. Vivíamos, y en aquellas primeras semanas eso bastaba.
Aunque la televisión era algo que podía ver con mi familia, cada uno metido en su propia isla de dolor, también era problemático.
A mí siempre me había gustado Kojak. Era calvo y cínico, y hablaba en tono brusco mientras chupaba un caramelo con palo, pero tenía un gran corazón. También mantenía el orden en una ciudad y tenía una hermana inepta a la que mangoneaba. Aquello le hacía atractivo a mis ojos.
De modo que veía Kojak tumbada con mi camisón largo, tomando batidos de chocolate. (Tuve dificultades para ingerir alimentos sólidos, al principio porque tenía la boca dolorida por la felación y, después, porque tener comida en ella me recordaba demasiado el pene del violador contra mi lengua.)
Ver Kojak sola era soportable, porque, aunque era violento, era evidente que la violencia era de ficción (¿dónde estaba el olor, la sangre?, ¿por qué todas aquellas víctimas tenían caras y cuerpos perfectos?). Pero en cuanto mi hermana, mi padre o mi madre entraban para ver la televisión conmigo, me ponía tensa.
Recuerdo a mi hermana sentada en el balancín frente al sofá en el que yo estaba tumbada. Siempre me preguntaba, antes de ponerlo, si un determinado programa me parecía bien y se mantenía alerta el par de horas que duraba. Si le inquietaba mi reacción, yo veía cómo empezaba a volver la cabeza para mirarme.
—Estoy bien, Mary —empezaba a decir yo, capaz de predecir cuándo se preocupaba.
Aquello hacía que me enfadara con ella y con mis padres. Necesitaba fingir que dentro de casa seguía siendo la misma de siempre. Era absurdo pero esencial, y las miradas de mi familia eran para mí como traiciones, aunque la razón me dijera lo contrario.
Lo que tardé un poco más de tiempo en comprender era que aquellos programas de televisión eran más perturbadores para ellos que para mí. No tenían ni idea, porque nunca se lo había contado, de qué me había ocurrido exactamente en aquel túnel. Ensamblaban los horrores que imaginaban con sus peores pesadillas, y trataban de dar forma a lo que debía de haber sido la realidad de su hermana o de su hija. Yo sabía exactamente qué había ocurrido. Pero ¿puedes contárselo a las personas que quieres? ¿Decirles que orinaron encima de ti o que correspondiste a los besos porque no querías morir?
Esta pregunta sigue atormentándome. Cada vez que he contado los hechos concretos a alguien, ya sea un amante o un amigo, le he mirado a los ojos. A menudo he visto respeto o admiración, a veces repulsión, en un par de ocasiones han arrojado directamente sobre mí su cólera por motivos de los que todavía no estoy segura. A algunos hombres y lesbianas les parece excitante o lo ven como una misión, como si al sexualizar nuestra relación pudieran rescatarme del naufragio de aquel día. Por supuesto, sus esfuerzos son normalmente inútiles. Nadie puede rescatar a nadie de ninguna parte. Te salvas por ti mismo o no te salvas.