9
El 4 de noviembre por la mañana, un coche oficial vino a recogerme a Haven Hall. Lo busqué con la mirada a través de las paredes de cristal de la entrada de la residencia. Los estudiantes ya habían desayunado en la cafetería de arriba y reunían sus libros para ir a clase.
Yo llevaba levantada desde las cinco. Había tratado de entretenerme con los rituales de la higiene. Me di una larga ducha en el cuarto de baño del fondo del pasillo. Me hidraté la cara como Mary Alice me había enseñado a hacerlo el año anterior. Descolgué y planché la ropa que iba a llevar. Pasaba de los escalofríos a los sofocos de nervios concentrados cerca del pecho. Era consciente de que podía ser la clase de pánico que dominaba a mi madre. Me juré que no permitiría que me dominara a mí.
Salí del vestíbulo de paredes de cristal y me encontré con el detective cuando éste entraba. Atraje su atención.
—Soy Alice Sebold —dije, estrechándole la mano.
—Eres puntual.
—Es difícil quedarse dormido un día como hoy —respondí.
Quería proyectar una imagen alegre, optimista, responsable. Llevaba una camisa de tela Oxford y una falda, y los zapatos de salón Pappagayo. Me había puesto nerviosa aquella mañana al no encontrar medias de color carne. Tenía negras y rojas, pero no me parecían apropiadas para la estudiante virgen que esperaría ver el gran jurado. Pedí prestadas un par a la consejera residente.
En el coche oficial, con el emblema de Onondaga en las portezuelas delanteras, me senté delante al lado del detective. Hablamos un poco de la universidad. Él habló de equipos deportivos, de los que yo no sabía nada, y comentó que el Carrier Dome, que tenía poco más de un año, iba a suponer muchos ingresos para la región. Yo asentía con la cabeza y trataba de participar, pero estaba obsesivamente preocupada por mi aspecto. Mi forma de hablar. Mi forma de moverme.
Aquel día mi acompañante sería Tricia, del Centro de Crisis de Violaciones. Tendríamos que esperar casi una hora antes de la rueda de identificación que iba a tener lugar en la cárcel del edificio de Seguridad Pública. Esta vez el ascensor del edificio de Seguridad Pública no se detuvo en el piso con el que yo estaba familiarizada, donde en cuanto salías te recibía la tranquilizadora visión de una puerta de seguridad y de los policías con tazas de café. Los pasillos que recorrimos el detective, Tricia y yo estaban llenos de gente. Policías y víctimas, abogados y delincuentes. Más adelante en el pasillo un policía conducía a un hombre esposado mientras gritaba una broma amistosa sobre una fiesta reciente a otro policía. En una silla de plástico estaba sentada una mujer latina. Miraba fijamente el suelo, aferrada a su bolso y con un pañuelo de papel arrugado en la mano.
El detective nos llevó a una gran sala donde unas mamparas provisionales de un metro veinte de altura separaban los escritorios unos de otros. Ante la mayoría de ellos había hombres —policías— que se sentaban allí unos instantes en posturas tensas: iban allí a escribir un informe, a interrogar rápidamente a un testigo o a hacer una llamada antes de volver a salir a patrullar o tal vez volver por fin a su casa.
Nos dijeron que nos sentáramos y esperáramos, que estaban teniendo problemas con la rueda de identificación. El problema, según nos insinuaron, estaba en el abogado de Madison. Yo todavía tenía que conocer a la ayudante del fiscal del distrito, Uebelhoer. Tenía ganas de conocerla. Era una mujer y, en aquella atmósfera dominada por hombres, eso era importante para mí. Pero Uebelhoer estaba ocupada, con lo que se retrasaba la rueda de identificación.
A mí me preocupaba que Madison me viera.
—No podrá verte —dijo el detective—. Le hacemos entrar y él se detiene detrás de un espejo unidireccional. No ve nada.
Tricia y yo esperamos allí sentadas. Ella no habló como había hecho Tess, pero se mostró atenta. Me preguntó por mi familia y por mis clases, me dijo que la rueda de identificación era «uno de los procedimientos más estresantes para las víctimas de violación», y me preguntó varias veces si quería tomar algo.
Creo que lo que me distanciaba de Tricia y del Centro de Crisis de Violaciones era el uso de generalidades. Yo no quería ser una más de un grupo, ni que me compararan con otras. De alguna manera aquello menoscababa la sensación que yo tenía de que iba a sobrevivir. Tricia me preparaba para el fracaso diciéndome que no pasaba nada si fracasaba, haciéndome ver que lo tenía todo en contra. Pero lo que ella me decía yo no lo quería oír. Frente a las deprimentes estadísticas de detenciones, juicios e incluso recuperación total de la víctima que ella me presentaba, yo no veía otra salida que ignorar las estadísticas. Necesitaba algo que me diera esperanza, como que el ayudante del fiscal del distrito que habían nombrado para llevar mi caso fuera una mujer, no el dato de que ese año el número de procesamientos por violación en Syracuse había sido cero.
—¡Dios mío! —exclamó Tricia de pronto.
—¿Qué? —pregunté yo, pero no me volví.
—Cúbrete.
No tenía con qué hacerlo, de modo que me incliné y oculté la cara en la falda. Mantuve los ojos abiertos contra la tela.
Tricia se había levantado para quejarse.
—Llévenselos de aquí —dijo—, llévenselos de aquí.
Se oyó un «Disculpe» apresurado de un policía.
Al cabo de unos momentos yo levanté la mirada. Se habían ido. Al parecer había habido un malentendido acerca del recorrido por el que iban a conducir a los presos a la sala de identificación. ¿Me había visto él? Yo estaba segura de que, si lo había hecho, me buscaría y me mataría. No habría pasado por alto la traición de las mentiras que le había dicho aquella noche, de las que no podía hablar a nadie, estaba demasiado avergonzada para hacerlo.
Levanté la mirada.
Gail Uebelhoer estaba de pie enfrente de mí. Me tendió la mano. Yo le ofrecí la mía y ella me la estrechó con fuerza.
—Bueno, ha sido un tanto alarmante —dijo—. Pero creo que se los han llevado a tiempo.
Tenía el pelo corto y negro, y una sonrisa arrolladora. Era alta, debía de medir metro sesenta y ocho, y tenía un cuerpo de verdad. No era una chica escuálida y desvalida, sino una mujer robusta y femenina. Tenía unos ojos centelleantes, inteligentes. Enseguida lo comprendí. Gail encarnaba lo que yo quería ser de mayor. Estaba allí para hacer su trabajo. Quería lo mismo que yo: ganar.
Me explicó que estaba a punto de asistir a una rueda de identificación, y que después hablaríamos del gran jurado y me diría exactamente qué debía esperar, qué aspecto tendría la sala cuando entrara, cuántos civiles habría en ella y la clase de preguntas que podrían hacerme: preguntas, advirtió, que podían ser difíciles de responder, pero que debía hacerlo.
—¿Estás preparada? —me preguntó.
—Sí —respondí.
Precedidas por Gail, Tricia y yo nos acercamos a la puerta abierta que había en un lado de la sala de identificación. El interior estaba oscuro y había varios hombres. Reconocí a uno, el sargento Lorenz. También había dos hombres uniformados y el abogado del acusado, Paquette.
—No sé por qué tiene que estar ella aquí —dijo señalando a Tricia.
—Represento al Centro de Crisis de Violaciones —replicó Tricia.
—Sé quién es usted, pero creo que hay demasiada gente aquí —dijo él. Era menudo y pálido, y se estaba quedando calvo. Estaría conmigo hasta el final.
—Es lo habitual en estos casos —terció el sargento Lorenz.
—Que yo sepa, ella no está aquí oficialmente. No tiene ninguna conexión oficial con el caso.
La discusión continuó. Gail intervino. El sargento Lorenz volvió a señalar que cada vez estaba más aceptado en casos de violación que hubiera una representante de Crisis de Violaciones.
—Tiene a la fiscal —dijo Paquette—. Con eso basta. Me niego a que mi cliente participe en esta rueda de identificación hasta que ella no salga.
Gail consultó a Lorenz en la parte delantera de la oscura habitación. Volvió a acercarse a Tricia y a mí.
—Se niega a continuar —dijo—. Ya llevamos retraso y tengo que estar en el juzgado a la una.
—De acuerdo —dije yo—. Estoy bien.
Mentía. Me sentía como si me hubieran quitado toda la energía.
—¿Estás segura, Alice? —preguntó ella—. Quiero que estés segura. Podemos posponerlo.
—No —dije—. Estoy bien. Quiero hacerlo.
Hicieron salir a Tricia.
Me explicaron el procedimiento de la rueda de identificación. Cómo iban a hacer entrar a cinco hombres en el espacio que había detrás del espejo, y cómo, antes de que entraran, encenderían las luces de aquel lado.
—Como hay luz en su lado y aquí está oscuro, no podrán verte —dijo Lorenz.
Explicó que debía tomármelo con calma. Que podía pedir que se dieran la vuelta, hacia la izquierda o la derecha, o que hablaran. Me repitió que me lo tomara con calma.
—Cuando estés segura —dijo—, quiero que te acerques y marques con firmeza con una X la casilla correspondiente de la tablilla que te he dejado allí. ¿Entendido?
—Sí —respondí.
—¿Quieres preguntar algo? —dijo Gail.
—Ha dicho que sí —intervino Paquette.
Yo me sentí como lo había hecho de niña cuando los adultos no se ponían de acuerdo y me correspondía a mí ser lo bastante buena chica para disipar la tensión de la habitación. Aquella tensión que hacía que me latiera con fuerza el corazón y tuviera dificultades para respirar. Ahora habría podido decir a Meggesto mis síntomas. Me sentía totalmente intimidada. Pero había dicho que estaba preparada y no era serio que me volviera atrás.
La misma sala me asustaba. Era incapaz de apartar los ojos del cristal. En las películas de la televisión siempre había espacio al otro lado del espejo unidireccional, se veía la plataforma y una puerta a un lado por donde los sospechosos entraban en la habitación, subían dos o tres escalones y ocupaban sus sitios. Entre las víctimas y los sospechosos había una distancia reconfortante.
Pero las salas que había visto en las películas policíacas no se parecían en nada a ésta. El espejo ocupaba toda una pared. Al otro lado de éste había un espacio apenas más ancho que los hombros de un hombre, de modo que cuando entraban y se volvían, la parte superior de sus cuerpos casi se aplastaba contra el espejo. Yo compartiría el mismo metro cuadrado de suelo que los sospechosos; mi violador estaría justo enfrente de mí.
Lorenz dio la orden por un micrófono y se encendió la luz al otro lado del espejo. Cinco hombres negros casi idénticos, con camisa azul clara y pantalones azul oscuro, entraron y ocuparon sus puestos.
—Puedes acercarte más, Alice —dijo Lorenz.
—No es ni el primero, ni el segundo ni el tercero —dije.
—No tenemos prisa —dijo Uebelhoer—. Acércate más y míralos bien.
—Puedes hacerles volver hacia la izquierda o hacia la derecha —dijo Lorenz. Paquette guardó silencio.
Seguí las instrucciones. Me acerqué, aunque ya me parecía que estaban lo bastante cerca para tocarlos.
—¿Pueden decirles que se vuelvan? —pregunté.
Les hicieron volver hacia la izquierda. De uno en uno. Cuando volvieron a colocarse de frente, retrocedí.
—¿Pueden verme? —pregunté.
—Pueden percibir movimiento detrás del cristal —dijo Lorenz—, pero no pueden verte, no. Saben cuándo hay alguien enfrente de ellos, pero no pueden saber quién es.
Le tomé la palabra. No dije: «¿Quién iba a ser sino yo?». No había habido nadie más en aquel túnel. Me detuve delante del número uno. Era demasiado joven. Pasé al segundo. No se parecía nada al sospechoso. Con el rabillo del ojo ya vi que el desafío estaba a dos hombres de distancia, pero me detuve delante del tercero el tiempo suficiente para confirmar mi anterior afirmación. Era demasiado alto; no tenía la constitución adecuada. Me detuve delante del número cuatro. No me miraba. Mientras él miraba al suelo le examiné los hombros. Anchos y fuertes como los de mi violador. Y la forma de la cabeza y el cuello eran exactamente iguales a los de mi violador. Su constitución, la nariz, los labios. Me abracé mientras lo miraba fijamente.
—Alice, ¿estás bien? —preguntó alguien.
Paquette protestó.
Yo tuve la sensación de haber hecho algo mal.
Pasé al número cinco. Tenía la constitución y la estatura adecuadas. Y me miraba, me miraba fijamente, como si supiera que yo estaba allí. Como si supiera quién era yo. La expresión de sus ojos me dijo que, si estuviéramos solos, si no hubiera una pared entre ambos, me llamaría por mi nombre y luego me mataría. Me sostuvo la mirada y me dominó. Yo reuní todas mis fuerzas y me volví.
—Estoy preparada —dije.
—¿Estás segura? —preguntó Lorenz.
—Ha dicho que está preparada —dijo Paquette.
Me acerqué a la hoja sujeta a la tablilla que Lorenz sostenía. Todos me observaban: Gail, Paquette y Lorenz. Marqué con una X la casilla número cinco. Había marcado la casilla que no era.
Me dejaron salir. Vi a Tricia en el pasillo.
—¿Qué tal ha ido?
—El número cuatro y el cinco eran idénticos —dije, antes de que el policía uniformado que me habían asignado me condujera a una sala de conferencias cercana.
—Asegúrese de que no habla con nadie —dijo Lorenz, asomando la cabeza. Su tono era de reprimenda, pues yo ya lo había hecho.
En la sala de conferencias miré al hombre uniformado para saber si había elegido bien, pero su cara era impasible. Sentí una oleada de náuseas y me paseé por la habitación, entre la mesa de conferencias y una hilera de sillas que había contra la pared. Sentía la garganta gruesa, como obstruida. En aquel momento supe que había escogido a la persona que no era. Me dije que había actuado impulsivamente, no había estudiado a los dos hombres y sus posturas el tiempo suficiente. Había estado tan concentrada en quitármelo de encima que no había sido minuciosa. Desde pequeña mis padres me habían acusado de lo mismo: no me tomaba tiempo, actuaba impulsivamente, adelantándome a los acontecimientos.
Se abrió la puerta y entró un abatido Lorenz. Vi a Gail en el pasillo justo antes de que él cerrara la puerta.
—Era el número cuatro, ¿verdad? —pregunté.
Lorenz era corpulento y fornido, una especie de estereotipo del padre de comedia de situación pero con un aire más resuelto del nordeste. Enseguida me di cuenta de que le había decepcionado. No hizo falta que me dijera nada. Me había equivocado de sospechoso. Era el número cuatro.
—Tenías prisa por salir de allí —dijo.
—Era el cuarto.
—No puedo decirte nada —repuso él—. Uebelhoer quiere una declaración. Quiere que describas con detalle la rueda de identificación. Que nos digas exactamente por qué has escogido al quinto.
—¿Dónde está ella?
Yo estaba de pronto frenética. Sentí que me desmoronaba por dentro. Les había fallado a todos, ése era el resumen. Uebelhoer pasaría a otros casos, a mejores víctimas; no tenía tiempo que perder con una fracasada como yo.
—El sospechoso ha accedido a proporcionar muestras de su vello púbico —dijo Lorenz, y no pudo menos que sonreír—. El abogado defensor ha querido estar presente en los servicios de caballeros para la extracción.
—¿Por qué ha accedido? —pregunté.
—Porque tiene motivos para creer que el pelo encontrado en tu persona la noche del incidente podría no coincidir con el suyo.
—Pero lo hará —dije—. Tiene que saberlo.
—Su abogado ha sopesado las posibilidades y ha decidido hacerlo. Causa buena impresión que se ofrezcan voluntariamente a hacerlo. Necesitamos que prestes declaración. Siéntate.
Fue a buscar papel y a atender otros asuntos. El agente uniformado me dejó sola en la habitación.
—Aquí estás a salvo —dijo.
Durante ese tiempo até cabos: había identificado al hombre que no era. Inmediatamente después Paquette había accedido a la extracción voluntaria de un pelo púbico de su cliente. Uebelhoer me había dicho que el abogado estaba basando la defensa en la identificación errónea. Una chica blanca aterrorizada vio a un negro por la calle. Este le habló con familiaridad y ella, en su imaginación, lo relacionó con su violador. Estaba acusando a un hombre que no era. La rueda de identificación lo probaba.
Me senté a la mesa de conferencias y lo repasé todo mentalmente. Pensé en lo que acababa de ocurrirme. Había estado tan asustada que había elegido al hombre que más miedo me daba, el que me había mirado. Me di cuenta —demasiado tarde— de que acababa de caer en una trampa.
Lorenz iba a volver en cualquier momento. Yo necesitaba reconstruir mi caso.
Cuando Lorenz entró, sonrió al decirme que iban a arrancar, en lugar de cortar, el pelo a Madison. Trataba de mostrarse alegre delante de mí.
Me tomó declaración. Quedó anotado que yo había entrado en la sala a las 11.05 horas y salido a las 11.11. Di rápidamente los motivos por los que había descartado a los hombres en las posiciones primera, segunda y tercera. Comparé el cuarto y el quinto, y me fijé en que se parecían mucho, y que el cuarto era un poco «más delgado y más ancho» que el sospechoso. Dije que el cuarto había permanecido con la mirada baja todo el tiempo y que escogí al quinto porque me miraba a la cara. Añadí que estaba nerviosa y que el hecho de que el abogado defensor se hubiera negado a permitir la presencia de un miembro de Crisis de Violaciones en la sala de identificación me había intimidado aún más. Dije que nunca había mirado a los ojos al cuarto y repetí que había escogido al quinto porque me miraba.
La habitación se quedó unos momentos en silencio salvo por el teclear lento y torpe de Lorenz.
—Alice —dijo—, es mi deber comunicarte que no has elegido al sospechoso.
No me dijo quién era. No estaba autorizado. Pero yo lo sabía.
Escribió que yo había sido informada de mi error, y yo declaré, para que constara en acta, que en mi opinión el cuarto y el quinto eran casi idénticos.
Uebelhoer entró en la habitación. Había otras personas con ella. Policías y esta vez también Tricia. Uebelhoer estaba enfadada, pero sonrió de todos modos.
—Bueno, ya tenemos un pelo de ese cabrón —dijo.
—El agente Lorenz me ha dicho que me he equivocado —dije yo.
—Cree que era el cuarto —dijo Lorenz.
Los dos se miraron un momento. Gail se volvió hacia mí.
—Por supuesto que has elegido al que no era —dijo—. Él y su abogado se han asegurado de ponértelo difícil.
—Gail —advirtió Lorenz.
—Tiene derecho a saberlo. De todos modos, lo sabe —dijo, mirándolo. Él creía que yo necesitaba protección; ella sabía que me moría por saber la verdad.
—La razón por la que se ha retrasado tanto, Alice, es porque Madison ha pedido que viniera un amigo y se colocara a su lado. Hemos tenido que enviar un coche a la cárcel para traerlo. Se negaban a continuar hasta que llegara.
—No lo entiendo —dije—. ¿Está autorizado a tener a su amigo a su lado?
—Es el derecho del acusado —dijo ella—. Y tiene sentido hasta cierto punto. Si el sospechoso cree que los demás presos no se parecen lo suficientemente a él, puede escoger a alguien para que se ponga a su lado.
—¿Podemos utilizarlo? —Yo empezaba a ver una explicación allí. Tal vez tenía aún una posibilidad.
—No —dijo ella—, va contra los derechos del acusado. Te han tomado el número. Utiliza a ese amigo, o ese amigo lo utiliza a él, en cada rueda de identificación. Son clavados.
Yo escuché todo lo que dijo. Uebelhoer lo había visto todo, pero seguía siendo lo bastante apasionada como para enfurecerse.
—¿Y los ojos?
—Su amigo te clava una mirada que da miedo. Sabe cuándo te detienes delante del espejo y logra ponerte nerviosa. Entretanto, el sospechoso baja la mirada como si no supiera dónde está o por qué está allí. Como si se hubiera perdido yendo al circo.
—¿Y no podemos utilizar eso ante el tribunal?
—No. Antes de la identificación he presentado una protesta formal que se incluirá en el acta, pero sólo es una formalidad. No es admisible a menos que a él se le escape información previa.
La injusticia de todo ello me pareció desmedida.
—Los derechos están de parte del acusado —dijo Gail. Yo estaba hambrienta de más hechos. En aquellos momentos en que podría haberme escabullido fácilmente, los hechos eran mi vida—. Por eso la ley utiliza expresiones como «duda razonable». Es el deber del fiscal proporcionar esa duda. La rueda de identificación entraña un riesgo. Sabíamos que podía ocurrir algo así, pero no había ninguna foto de él en los archivos de la policía y él se negó a comparecer en la vista preliminar. No teníamos elección. No podemos negarnos a una identificación.
—¿Qué pasa con el pelo?
—Si tenemos suerte, coincidirá en los diecisiete puntos. Pero incluso cabellos extraídos de una misma cabeza pueden variar en algunos puntos. Paquette ha decidido que vale la pena arriesgarse. Probablemente va a salir con que tú perdiste la virginidad voluntariamente aquella noche, luego te arrepentiste, y con el tiempo habrías acusado al primer negro que te hubieras encontrado por la calle. Hará todo lo posible para desprestigiarte. Pero no vamos a permitírselo.
—¿Qué pasa ahora?
—El gran jurado —respondió ella.
Yo me sentía desgraciada. A las dos de la tarde empezaría la siguiente gran etapa de aquel viaje, y tenía que estar preparada. Estoy segura de que pasé ese tiempo tratando de quitarme de la cabeza el fracaso de aquella mañana, tratando de no permitir que la imagen que estaba construyendo de mí el abogado de Madison me invadiera la mente. No llamé a mi madre. No tenía buenas noticias que dar, aunque tenía a Uebelhoer. Me concentré en el hecho de que ella había estado presente en la extracción del pelo púbico.
A las dos me llevaron a una sala de espera que había fuera de la sala del gran jurado. Dentro estaba Gail. No habíamos tenido tiempo, como ella había querido, para hablar. Ella había estado ocupada preparando el interrogatorio durante la hora de la comida y aunque a mí me habían citado a las dos, otros testigos comparecerían antes que yo. Tricia, atendiendo a mis ruegos, se había ido después de la rueda de identificación.
Mientras esperaba traté de pensar en el examen de italiano que tenía al día siguiente. Saqué de mi cartera una hoja con frases y me quedé mirándolas. Había hablado de aquella asignatura al agente que me había ido a buscar por la mañana. Lamenté que Tess no estuviera conmigo. Había temido ganarme la antipatía de ella y de Toby si los agobiaba con mi violación, de modo que trataba de ser tan diligente en sus clases como con todo lo relacionado con mi caso.
Hubo movimiento en el pasillo. Gail se acercaba. Me dijo rápidamente que iba a hacerme preguntas sobre lo ocurrido aquella noche, que luego se referiría a mi competencia a la hora de identificar al violador y al hecho de que había identificado al agente Clapper al mismo tiempo. Quería que declarara sin tapujos que había dudado entre el cuarto y el quinto, y que explicara por qué. Me dijo que me tomara todo el tiempo que necesitara para responder cada pregunta, que no me pusiera nerviosa.
—Será más fácil que la vista preliminar, Alice, sólo tienes que seguirme. Puede que ahí dentro me muestre más fría que ahora, pero recuerda que estamos allí para ganar y, hasta cierto punto… bueno, el jurado está compuesto por veinticinco civiles y nosotras estamos en escena.
Me dejó. Al cabo de unos momentos me condujeron a la sala. De nuevo no estaba preparada para el efecto que ésta iba a ejercer sobre mí. El estrado estaba rodeado de gradas en las que había unas sillas giratorias anaranjadas fijadas al suelo. Las gradas formaban un arco circular que se hacía más amplio a medida que se elevaban. Había suficientes asientos para los veinticinco miembros del jurado y los suplentes, que estaban presentes en todos lo casos pero podían no votar.
El diseño de la sala hacía que todas las miradas se clavaran en quienquiera que estuviera en el estrado. No había una mesa para el abogado defensor o el fiscal.
Gail hizo lo que había dicho que haría. Adoptó una actitud profesional. Miró a los ojos a los miembros del jurado, se ayudó de gestos y dedicó tiempo a enunciar palabras clave o frases en las que quería que se fijaran y recordaran. Su interrogatorio pretendía tranquilizar tanto a los miembros del jurado como a mí. Me había explicado que los casos de violación eran duros para ellos. Enseguida tuve ocasión de comprobarlo.
Cuando me preguntó por dónde me había tocado él y tuve que explicar que me había metido el puño en la vagina, muchos miembros del jurado bajaron la vista o de desviaron inmediatamente. Pero lo que más les perturbó fue lo que vino a continuación. Uebelhoer me preguntó sobre la hemorragia: ¿cuánta sangre?, ¿por qué tanta? Me preguntó si entonces era virgen.
—Sí —dije.
Se estremecieron. Sintieron compasión. Durante el resto de las preguntas algunos de los miembros del jurado, y no todos eran mujeres, trataron de contener las lágrimas. Yo era consciente de que lo que había perdido aquella noche lo ganaba hoy. El hecho de que fuera virgen me hacía parecer buena chica, hacía que el delito pareciera peor.
Yo no quería su compasión. Quería ganar. Pero sus reacciones me empujaron a reflexionar sobre lo que estaba diciendo, no sólo registrarlo como argumento a favor o en contra en función de las posibilidades de una condena. Las lágrimas de un hombre en particular, en la segunda fila, me derrumbaron. Lloré un poco. El hecho fue que eso también causó buena impresión.
Se presentó como prueba para la identificación el boceto que dibujé la noche del 5 de octubre. Uebelhoer me hizo preguntas directas sobre si me había ayudado alguien a dibujarlo, si la letra era mía, si alguien me había influenciado.
Pasó a la rueda de identificación. Ahora el interrogatorio se volvió más acalorado. Como un cirujano con una sonda, extrajo cada matiz de los cinco minutos que habíamos pasado en aquella habitación. Por fin me preguntó si estaba segura de haber identificado al hombre en cuestión.
Respondí que no.
Entonces me preguntó por qué había elegido al número cinco. Describí detenidamente su estatura y su complexión. Hablé de su mirada.
Finalmente, les tocó hacer preguntas a los miembros del jurado.
Miembro del jurado: «Cuando vio al agente de policía en Marshall Street, ¿por qué no acudió a él?».
Miembro del jurado: «Lo ha seleccionado en la rueda de identificación; ¿está totalmente segura de que era él?».
Miembro del jurado: «¿Por qué cruzó el parque sola de noche, Alice? ¿Suele cruzarlo sola?».
Miembro del jurado: «¿No le había advertido nadie que no cruzara el parque de noche?».
Miembro del jurado: «¿Sabía que se suponía que no debía cruzar el parque después de las nueve y media de la noche? ¿Lo sabía?».
Miembro del jurado: «¿Podría haber descartado al número cuatro? ¿La miró en algún momento?».
Respondí con paciencia todas aquellas preguntas. Las relacionadas con la rueda de identificación las respondí sinceramente y sin rodeos. Pero las preguntas sobre qué había estado haciendo en el parque o por qué no había acudido al agente Clapper me dejaron petrificada. No lo estaban entendiendo, ésa fue la impresión que tuve. Pero, como había dicho Gail, estábamos en escena.
En la televisión y en el cine, el abogado a menudo dice a la víctima antes de que suba al estrado: «Limítate a decir la verdad». Tuve que deducir yo sola que, si haces eso y nada más, pierdes. De modo que les dije que fui tonta, que no debería haber cruzado el parque. Dije que me proponía hacer algo para advertir a las chicas de la universidad acerca del parque. Y se me vio tan buena, tan deseosa de admitir parte de culpa, que confié en que me creyeran inocente.
Aquel día todo se volvió despiadado. Si Madison había estado al lado de su amigo y había jugado con la mirada para ponerme nerviosa, yo iba a hacérselo pagar. Era sincera. Era virgen. Él me había roto el himen por dos partes. La ginecóloga lo atestiguaría. También era una buena chica que sabía cómo vestirse y qué decir para recalcarlo. Aquella noche después de testificar ante el gran jurado llamé a Madison «hijo de puta» en la intimidad de mi habitación de la residencia mientras golpeaba la almohada y la cama con los puños. Juré la clase de venganza sanguinaria que nadie habría creído posible viniendo de una estudiante de diecinueve años. Cuando todavía estaba en el juzgado di las gracias al jurado. Hice uso de mis recursos: actuar, aplacar, hacer sonreír a mi familia. Salí de la sala del tribunal con la sensación de haber hecho la mejor actuación de mi vida. Ya no iba a ser un cuerpo a cuerpo, y esta vez tenía una posibilidad.
Salí y me senté en la sala de espera. El detective Lorenz estaba allí. Llevaba un parche negro en uno de sus ojos.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté horrorizada.
—Perseguimos a un delincuente y huyó. Me golpeó en el ojo con un mazo. ¿Qué tal te ha ido ahí dentro?
—Creo que bien.
—Escucha —dijo. Empezó a farfullar una disculpa. Dijo que lo sentía si no había estado muy amable aquel día de mayo—. Llegan muchos casos de violación. La mayoría de ellos nunca van más allá. Sólo quería decirte que estoy contigo.
Le aseguré que siempre había estado bien conmigo, que toda la policía había estado bien. Era sincera.
Quince años después, al recopilar datos para escribir este libro, encontré frases que él había escrito en los primeros informes:
8 de mayo de 1981: «Es la opinión del abajo firmante, después de interrogar a la víctima, que este caso, tal como lo presenta la víctima, no es del todo imparcial».
Después de interrogar a Ken Childs más tarde aquel mismo día, escribió: «Childs describe la relación de ambos como "superficial". Sigue siendo la opinión del abajo firmante que hubo circunstancias atenuantes en este caso, tal como lo ha denunciado la víctima; se recomienda que se archive».
Pero después de reunirme con Uebelhoer el 13 de octubre de 1981: «Debería constar en acta que cuando el abajo firmante interrogó por primera vez a la víctima a las 8.00 horas aprox. del 8 de mayo de 1981, parecía desorientada por el incidente y aturdida a causa del sueño. El abajo firmante se da cuenta ahora de que la víctima había pasado por una terrible experiencia y llevaba sin dormir aproximadamente 24 horas, lo que justificaría su comportamiento en aquel momento...».
Las vírgenes no formaban parte del mundo de Lorenz. Se mostró escéptico acerca de muchas cosas que yo dije. Más tarde, cuando los informes serológicos demostraron que yo no había mentido, que era virgen y había dicho la verdad, no pudo respetarme lo bastante. Creo que se sentía responsable de alguna manera. Después de todo, era en su mundo donde me había ocurrido algo tan horrible. Un mundo de delitos violentos.