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Mientras esperaba a mi madre la gente empezó a irse. Me comí una galleta salada que me ofreció Tree o quizá Mary Alice. Los amigos se despedían. Mary Alice no iba a marcharse hasta más tarde aquel día. Había hecho instintivamente lo que casi nadie hace ante una crisis: había decidido no apearse hasta el final del trayecto.

Me pareció que tenía que vestirme bien por mi madre y para volver a casa. Mary Alice ya se había sorprendido cuando en Navidades y en las vacaciones de Semana Santa yo había insistido en ponerme un traje de chaqueta para coger el autobús a Pensilvania. En ambas ocasiones ella había esperado en el bordillo de la acera delante de la residencia vestida con un pantalón de chándal y un anorak de plumón, y una hilera de bolsas de basura llenas de ropa, listas para que sus padres las metieran en el coche. Pero a mis padres les gustaba verme arreglada, habían discutido sobre mi forma de vestir muchas mañanas cuando iba al instituto. Yo había empezado a hacer régimen a los once años, y mis kilos de más y cuánto estropeaban mi figura era un tema de conversación de gran importancia. Mi padre era el rey de los cumplidos equívocos. «Pareces una bailarina rusa —me dijo una vez—, sólo que demasiado gorda.» Mi madre no paraba de repetir: «Si no fueras tan guapa, no importaría». Supongo que yo debía deducir de ello que me consideraban guapa. El resultado, por supuesto, era que me encontraba fea.

No hubo probablemente mejor forma de confirmármelo que la violación. En el «testamento de clase» que escribimos el último año en el instituto, dos chicos me habían dejado unos palillos y pigmento. Los palillos eran por mis ojos asiáticos, el pigmento por mi palidez. Yo siempre estaba pálida y era poco musculosa. Tenía los labios gruesos y los ojos pequeños. La madrugada que me violaron tenía los labios cortados, los ojos hinchados.

Me puse una falda escocesa verde y roja, y me aseguré de utilizar el imperdible que mi madre había buscado por los grandes almacenes después de que compráramos la falda. La indecencia de aquella clase de faldas era algo en lo que hacía hincapié a menudo, sobre todo cuando veíamos a una mujer o a una chica que no parecía ser consciente de que se le había abierto por delante, y nosotras, el público en el aparcamiento o en los grandes almacenes, alcanzábamos a verle más pierna de la que, en palabras de mi madre, «querría ver nadie».

Mi madre era partidaria de comprarnos la ropa grande, de modo que crecí oyendo a mi hermana mayor, Mary, quejarse de lo enorme que era toda la ropa que nos compraba mamá. En los probadores de los grandes almacenes, mamá calculaba el tamaño de los pantalones o las faldas metiendo la mano por la cinturilla. Si no podía deslizarla fácilmente entre nuestra ropa interior y cualquier prenda que nos estuviéramos probando, nos iba demasiado ajustada. Si mi hermana se quejaba, mi madre decía: «Mary, no sé por qué insistes en llevar los pantalones tan ceñidos que no dejan nada, pero nada, a la imaginación».

Nos sentábamos con las piernas cruzadas. Llevábamos el pelo limpio y peinado hacia atrás por encima de las orejas. No se nos permitía llevar vaqueros más de una vez a la semana hasta que empezáramos el instituto. Teníamos que ir con vestido al colegio al menos una vez a la semana. Los tacones estaban prohibidos, excepto los zapatos de salón Pappagayo, que eran ante todo para ir a la iglesia y cuyo tacón no excedía los cuatro centímetros. Me decían que únicamente las fulanas y las camareras mascaban chicle, y sólo las mujeres diminutas podían llevar cuellos de cisne y tobilleras.

Yo sabía, ahora que me habían violado, que debía intentar tener buen aspecto para mis padres. Haber engordado los consabidos kilos que todo el mundo se ponía encima el primer año de universidad significaba que aquel día la falda me iba bien. Trataba de demostrarles a ellos y a mí misma que seguía siendo la de antes. Era guapa aunque gorda. Elegante aunque gritona. Buena aunque hecha una ruina.

Mientras me vestía llegó Tricia, una representante del Centro de Crisis de Violaciones. Repartió folletos a mis amigas y dejó montones de ellos en el vestíbulo de la residencia. Si alguien ignoraba el motivo de todo el follón de la noche anterior, ahora lo sabía con seguridad. Tricia era alta y delgada, con el pelo castaño claro, fino y ralo, que le caía ondulado alrededor de la cabeza. Su actitud, una especie de «Estoy aquí para ayudarte», no me inspiró confianza. Tenía a Mary Alice. Mi madre iba a venir. No quería agradecer la amabilidad de aquella desconocida ni quería pertenecer a su club.

Me avisaron con dos minutos de antelación de que mi madre subía por la escalera. Yo quería que Tricia se callara —no veía cómo sus palabras podían ayudarme a afrontar aquel encuentro—, y me paseé nerviosa por la habitación, preguntándome si debía salir al pasillo a saludar a mi madre.

—Abre la puerta —le dije a Mary Alice.

Respiré hondo y me quedé de pie en medio de la habitación. Quería que mi madre supiera que estaba bien. Que nada podía vencerme. Me habían violado pero estaba bien.

Al cabo de unos segundos vi que mi madre, que yo había esperado que se viniera abajo, tenía la clase de energía vitalista que se necesitaba para ayudarme a pasar aquel día.

—Ya estoy aquí —dijo.

A las dos nos temblaba la barbilla cuando estábamos al borde de las lágrimas, un rasgo en común que odiábamos.

Le hablé de la policía, que teníamos que volver a la comisaría. Necesitaban una declaración jurada formal y había fotos del archivo de la policía que yo debía mirar. Mi madre habló con Tricia y Cindy, dio las gracias a Tree y a Diane, y sobre todo a Mary Alice, a quien ya conocía. Observé cómo se hacía cargo de la situación. La dejé hacer encantada, sin cuestionarme de momento el efecto que había tenido en ella la noticia.

Las chicas ayudaron a mi madre a hacer mis maletas y a llevarlas al coche. Víctor también ayudó. Yo me quedé en la habitación. El pasillo se había convertido en un lugar difícil para mí. Las puertas se abrían a habitaciones donde había gente que me conocía.

Antes de que mi madre y yo nos fuéramos, y como último gesto para demostrarme su afecto, Mary Alice me recogió el pelo en una trenza. Era algo en lo que tenía muchísima práctica, por haber cuidado caballos cuyas crines trenzaba para las competiciones. Me hizo daño, tenía el cuero cabelludo muy dolorido de los tirones que me había dado el violador, pero con cada mechón de pelo que ella trenzaba traté de aunar las fuerzas que me quedaban. Supe antes de que Mary Alice y mi madre bajaran conmigo la escalera y me acompañaran al coche, donde Mary Alice me abrazó y se despidió de mí, que iba a fingir lo mejor que pudiera que estaba bien.

 

 

Fuimos en coche al edificio de Seguridad Pública, que estaba en el centro de la ciudad. Había que cumplir con aquel deber antes de volver a casa.

Miré las fotos del archivo de la policía, pero no vi al hombre que me había violado. A las nueve de la mañana llegó el sargento Lorenz y lo primero que decidió hacer fue tomarme declaración. Yo sentía cómo se me cerraba el cuerpo y tenía dificultades en mantenerme despierta. Lorenz me llevó a la sala de interrogatorios, cuyas paredes estaban cubiertas de una gruesa moqueta. Mientras yo contaba lo ocurrido, él permaneció sentado ante una máquina de escribir, tecleando despacio y de manera poco eficiente. Yo estaba adormilada e hice un gran esfuerzo por mantenerme despierta, pero se lo conté todo. Fue tarea de Lorenz reducirlo a una hoja para el expediente y a tal efecto de vez en cuando gritaba furioso: «¡Eso es intrascendente, sólo los hechos!». Yo me tomé cada reprimenda por lo que era, una constatación de que los detalles de mi violación sólo importaban en la medida en que se ajustaban a los cargos establecidos: Violación I, Sodomía I, etcétera. Cómo me había retorcido los pechos o metido el puño en la vagina, arrebatándome la virginidad, era intrascendente.

Durante mi lucha por mantenerme despierta me fijé en aquel hombre. Estaba cansado, extenuado, no le gustaba la parte burocrática de su trabajo, y tomar una declaración jurada en un caso de violación era una forma desagradable de empezar su jornada.

También se sentía incómodo en mi presencia. En primer lugar, porque yo era la víctima de una violación y tenía información que a cualquiera le incomodaría escuchar, pero también porque estaba teniendo dificultades en mantenerme despierta. Me miró con los ojos entornados, juzgándome desde detrás de la máquina de escribir.

Cuando le dije que no sabía que un hombre tenía que estar erecto para penetrarme, Lorenz me miró.

—Vamos, Alice —dijo sonriendo—. Los dos sabemos que eso no es posible.

—Lo siento —dije escarmentada—. No lo sé, nunca he tenido relaciones sexuales con un hombre.

Guardó silencio y bajó la mirada.

—No estoy acostumbrado a tratar con vírgenes en mi profesión —dijo.

Decidí que el sargento Lorenz me cayera bien, verlo como un padre. Era la primera persona a la que le había explicado con detalle lo ocurrido. No podía sospechar que tal vez no me había creído.

 

El 8 de mayo me fui de la casa de mi amigo, en 321 Westcott St., hacia las 12.00 horas de la noche. Procedí a ir a mi residencia, en 305 Waverly Ave., cruzando el Thorden Park. A las 12.05 aprox., mientras recorría el sendero que pasa por delante de la caseta de la piscina y cerca del anfiteatro, oí pasos detrás de mí. Empecé a andar más deprisa, y de pronto un hombre me cogió por detrás y me tapó la boca. El hombre dijo: «Cállate, no te haré daño si haces lo que te digo». Me quitó la mano de la boca y yo grité. Luego me arrojó al suelo y me tiró del pelo, diciendo: «No hagas preguntas, podría matarte aquí mismo». Estábamos los dos en el suelo y él me amenazó con un cuchillo que no vi. Luego empezó a forcejear conmigo y me dijo que caminara hacia el anfiteatro. Mientras caminaba me caí y él se enfadó, me agarró por el pelo y tiró de mí hasta el anfiteatro. Procedió a desnudarme hasta que me quedé en sujetador y bragas. Me los quité, él me dijo que me tumbara y yo obedecí. Se quitó los pantalones y empezó a hacer el acto sexual conmigo. Cuando terminó, se levantó y me pidió que le hiciera una «mamada». Le dije que no sabía lo que quería decir, y el hombre dijo: «Sólo chúpamela». Entonces me cogió la cabeza y me metió su pene a la fuerza en la boca. Cuando terminó, me dijo que me tumbara en el suelo y volvió a hacer el acto sexual conmigo. Se quedó dormido un rato encima de mí. Luego se levantó, me ayudó a vestirme y cogió nueve dólares de mi bolsillo trasero. Después me dejó marchar y yo volví a la residencia Marion, donde informé a la policía de la universidad.

Quiero declarar que el hombre del parque es un negro de dieciséis o dieciocho años, menudo y musculoso de aproximadamente sesenta y cinco kilos, llevaba una camiseta azul oscuro, vaqueros oscuros y el pelo corto al estilo afro. En caso de que capturen a este individuo, deseo que se le procese.

 

Lorenz me entregó la declaración jurada para que la firmara.

—Eran ocho dólares, no nueve —dije—. ¿Y qué hay de lo que me hizo en los pechos y con el puño? Luchamos más de lo que pone aquí.

Todo lo que yo veía eran los errores que creía que él había cometido, lo que había omitido o las palabras que habían reemplazado las que yo había dicho.

—Todo eso es irrelevante —dijo—. Sólo necesitamos lo esencial. En cuanto firmes podrás irte a casa. Lo hice. Me fui con mi madre a Pensilvania.

 

 

Aquella mañana temprano, en la residencia, yo le había preguntado a mi madre si era necesario decírselo a papá. Ella ya se lo había dicho. Fue a la primera persona que llamó. Discutieron por teléfono sobre si decírselo a mi hermana en ese momento, pues le quedaba un examen final más por hacer en Pensilvania. Pero mi padre necesitaba decírselo a mi hermana tanto como mi madre había necesitado decírselo a él. La llamó a la habitación de su residencia de Filadelfia la mañana en la que mi madre y yo volvíamos a casa. Mary se presentó a su último examen sabiendo que me habían violado.

Y así, poco después empecé a elaborar mi teoría sobre las personas principales frente a las secundarias. No tenía inconveniente en que las personas principales, como mis padres, mi hermana y Mary Alice, contaran lo que me había ocurrido. Necesitaban hacerlo, era natural. Pero las personas a quienes se lo habían contado, la gente secundaria, no debían contarlo a otros. De ese modo creí poder impedir que se divulgara la noticia. Me olvidé convenientemente de todas las caras de los que me habían visto en la residencia y no tenían gran interés en serme leales.

Regresaba a casa.

Mi vida había terminado; mi vida acababa de empezar.