Capítulo 26
Dos días después, Adán todavía sentía el sabor de Laura en la boca y continuaba excitándose al recordar la deliciosa forma en que se había derretido en sus brazos. Laura era puro fuego bajo esa apariencia estirada, hacía ya tiempo que lo había intuido. Y al besarla sus sospechas habían sido confirmadas.
La otra mañana, al despertar y verla sumida en un sueño que, por la forma en que jadeaba y se removía, era subidito de tono, se había quedado desarmado, más aún al oírla susurrar su nombre. Sabía que ella se sentía atraída por él. Cada vez le era más difícil disimularlo. Pero que él fuera el protagonista de sus fantasías eróticas lo había excitado de una manera que no había podido controlar. Cuando ella había despertado de su sueño y lo había mirado con los ojos vidriosos cargados de deseo, nada ni nadie le hubiese podido impedir besar sus labios como llevaba tiempo deseando.
Sabía que no debía aprovecharse de ella. Era demasiado inocente, inexperta e ingenua. Y era la prima de su mejor amiga. Eva no se tomaría a bien que tontease con Laura. Pero lo que comenzaba a sentir por ella no tenía nada que ver con el juego de prender la chispa para hacerla explotar, con el que se había divertido desde que la había conocido. Empezaba a sentir una verdadera necesidad de acercarse a ella en un plano más íntimo, de liberarla de sus represiones, de verla feliz, de protegerla, de amarla. Y de hacerle comprender de una maldita vez que él no era gay.
¿Cómo podía estar tan ciega? Cada vez le resultaba más difícil disimular la continua erección que tensaba sus pantalones cuando ella estaba a menos de dos metros de él. Se la comía con los ojos siempre que su mirada se posaba en ella. Y Laura continuaba dando por sentado que era homosexual y que tenía una relación con Luis. Bueno, para ser sincero, eso era lo que casi todo el mundo creía de él, y Adán nunca se había tomado la molestia de desmentirlo. Cuando abandonó la casa de su padre tomó la decisión de no dar explicaciones a nadie de sus tendencias sexuales y, desde entonces, nunca había sentido la necesidad de hacerlo. Y con Laura, el orgullo le impedía decir la verdad. Quería que ella tuviera la certeza de su heterosexualidad sin que Adán se lo contase.
—¿Qué estás leyendo, querida?
Adán sonrió al escuchar la voz de Anabel. Llevaba dos días yendo a la peluquería con Laura, y hasta entonces ella se había mantenido encerrada en el despacho, sin relacionarse con nadie. No fue hasta que él la invitó a salir de su escondite, amenazando con sacarla agarrándola de la trenza, que ella por fin se había mezclado con los clientes, hecho que había despertado gran curiosidad entre las habituales.
—Una novela preciosa. Se titula Trazos Secretos, de Díaz de Tuesta, una escritora española —explicó Laura—. Es una historia apasionante, ambientada en el siglo diecinueve, que mezcla intriga, aventura, amor…
La pasión con la que Laura hablaba de literatura era conmovedora. Su rostro se ruborizaba de entusiasmo, y sus ojos resplandecían. Adán entendía la razón. Su vida había estado tan restringida que los libros habían supuesto una vía de escape y una puerta hacia la libertad de su espíritu. Por primera vez deseó que el biombo que siempre lo había separado del resto de la peluquería desapareciese para poder contemplar a Laura mientras se relacionaba con los clientes.
—¿Es una novela de amoríos? —inquirió Encarna interesada.
Encarna era una señora recién jubilada que había empezado a pasarse por allí a diario después de dejar a sus nietos en el cole. Ella y Anabel habían hecho muy buenas migas y disfrutaban conversando y bromeando con los otros clientes.
—Sí, es una novela romántica. La trama principal es la historia de amor entre los protagonistas y tiene un final feliz.
—¡Me encantan las novelas románticas! —suspiró Encarna.
—A mí también, pero reconozco que me van más las que tienen un poquito de picante —confesó Anabel, con voz pícara—. Mi preferida es Noelia Amarillo.
—Hay muy buenas escritoras: Nieves Hidalgo, Mª José Tirado, Marisa Sicilia, Ana Álvarez… Y dentro del género romántico hay muchos subgéneros de novelas: erótica, histórica, contemporánea, homoerótica, fantástica…
—¿Homoerótica? —inquirió Raúl, interesado.
—Sí, también es interesante. Conozco un par de escritoras, Mery Eirabella y Camilla Mora, que tienen varios de esos libros. Y hay muchos otros autores de literatura romántica que tocan ese tipo de…
—Esas «noveluchas» rosas no son literatura, ni las personas que la escriben se pueden considerar escritores —sentenció la voz gruñona del señor Marcial, un anciano de unos setenta años que había sido legionario y que iba a la peluquería cada dos semanas para raparse el pelo al dos—. Son solo porno para mujeres, sin ningún tipo de interés cultural que…
—Con todo el respeto, señor —cortó la voz airada de Laura, y Adán se asomó por detrás del biombo para no perderse su expresión—. ¿Ha leído usted muchas novelas románticas como para poder opinar sobre ellas?
—¿Yo? ¿Leer novelas rosas? —se escandalizó Marcial—. Soy un hombre —añadió, como si aquello fuera motivo suficiente para no hacerlo.
—Adán también lo es y le gustan las novelas románticas —apuntó Laura, al ver la cabeza de Adán asomada.
—Pero él no es un hombre de verdad —bufó Marcial.
Acto seguido se percató de lo mal que había sonado su declaración, porque su rostro se puso pálido. Pero las palabras ya estaban dichas, y las reacciones no tardaron en llegar.
Adán salió de detrás del biombo con el cuerpo tenso; Raúl, que era el que lo estaba peinando, gruñó cogiendo el cortapelos como si fuera un arma de ataque; Lina y Marisa intercambiaron miradas preocupadas; y Eva se apresuró a intervenir, dispuesta a solucionar la metida de pata del anciano, antes de que Adán lo sacara de la peluquería de una patada o Raúl le hiciera el cortacésped. Pero antes de que pudiera hablar, una voz ofendida intervino.
—¿Y qué es? ¿Un muñeco hinchable? —inquirió Laura, encarándolo—. Por supuesto que es un hombre. Uno además inteligente y con la mente abierta, cosa que no creo que se pueda decir de usted.
—Óigame, señorita, que yo soy muy inteligente y tengo la mente abierta —aseguró Marcial.
—Pues demuéstrelo. Le propongo un reto. Le voy a dejar este libro para que se lo lea. Hágalo y deme su sincera opinión —desafió—. Si no le gusta, lo podrá decir en base a su propia experiencia. Pero si le gusta y tiene el valor de reconocerlo, tendrá que disculparse con Adán por sus palabras.
Marcial miró a su alrededor—tenía todas las miradas de la peluquería clavadas en él— hasta detenerse en Adán. Laura pudo ver la duda en los ojos del anciano, pero era un hombre inteligente. Sabía que si quería volver allí con la cabeza alta, debería aceptar el reto de Laura. Así que hizo lo único que podía hacer.
—Lo de disculparme con Adán, lo voy a hacer ya —aseguró el anciano. Se giró hacia Adán y le dijo: —Perdóname, muchacho. No quise faltarte al respeto. —Adán aceptó las disculpas con una inclinación de cabeza que distendió la tensión de la peluquería. Luego el señor Marcial se giró hacia Laura—. En cuanto a su reto… Está bien, lo acepto. Que nadie diga que no soy un hombre de mente estrecha —declaró con el mentón alto—. Pero le advierto que es difícil complacerme en la lectura. Me gustan las novelas históricas bien escritas y bien documentadas.
—Entonces, esta historia le encantará —aseguró Laura con una sonrisa confiada, tendiéndole el libro que había estado leyendo.
Marcial la cogió con escepticismo. Pero cuando leyó la sinopsis su rostro cambió de forma sutil.
—Uhmm, ¿Servicio secreto inglés? ¿Intrigas en la Corte española? Parece interesante —murmuró, haciendo que una sonrisa asomara a los labios de Laura.
Adán ya se lo había leído y estaba seguro de que le gustaría. Era un buen libro. Desde que había conocido a Laura había leído mucho, sobre todo de romántica. Tal vez no fuese su género preferido, pero le encantaba debatir los libros con ella y ver cómo resplandecía de entusiasmo hablando de esa pequeña pasión que su abuelo no le había podido reprimir.
Le guiñó un ojo en señal de aprobación, por lo bien que había manejado la situación, y sonrió para sus adentros cuando la vio ruborizarse. Dios, cómo la deseaba. Cuando estaba cerca de ella no podía dejar de tocarla. Desde que él se lo había pedido, había cambiado el moño hortera por una trenza que normalmente se deslizaba por el costado izquierdo de su cuello, colgándole por delante del cuerpo hasta la altura del ombligo. Era un cambio notable pero no lo suficiente. Ansiaba verla con el pelo suelto alrededor del cuerpo, libre y feliz. Y riendo. Todavía no había escuchado su risa. Las sonrisas de Laura eran pequeños destellos esquivos tan difíciles de ver como una estrella fugaz.
Ese era su próximo objetivo: hacerla reír.