Prólogo

Adán llamó a la puerta del despacho con un nudo en la garganta. Los tres golpes de sus nudillos contra la tibia superficie de madera sonaron como cañonazos sobre el silencio que reinaba en la casa.

—Adelante.

La autoritaria voz de Francisco Arjona se oyó amortiguada en la distancia pero, aun así, pudo detectar la impaciencia en su tono. A su padre nunca le había gustado que lo interrumpieran mientras estaba trabajando.

Adán entró con decisión aunque los latidos de su corazón estaban a punto de perforarle el tímpano con la fuerza con la que retumbaban en su oído. Aquel despacho frío y oscuro eran los dominios de su padre, y más de una vez había sido el escenario de sus pesadillas, tanto las reales como las soñadas.

Al día siguiente cumpliría dieciocho años pero, en aquel momento, parado delante del escritorio de su progenitor y bajo el escrutinio de su desaprobadora mirada, volvió a sentirse como un niño asustado.

—Voy a estudiar peluquería —anunció, haciendo una mueca mental al percibir el temblor en su voz.

—Tengo mucho trabajo para tener que soportar tus memeces —murmuró Francisco, volviendo su atención hacia los papeles que se amontonaban en su escritorio—. Vas a estudiar Derecho y no se hable más.

—Voy a estudiar peluquería —repitió, esta vez con más decisión.

Su declaración volvió a captar el interés de su padre. Clavó en él sus ojos oscuros con una mirada que de pequeño había conseguido que se orinase en los pantalones. Pero ya no.

—Durante tres generaciones, los Arjona hemos sido jueces —declaró Francisco con voz dura, poniéndose de pie—. Si piensas que voy a consentir que tires por el fango nuestro apellido, estás muy equivocado.

—¿Y cómo piensas impedirlo? —inquirió Adán, en un arranque de valor.

Francisco apretó los puños en una clara amenaza.

—Eso podía funcionar de pequeño, pero ya no —murmuró Adán mirándolo fijamente—. Ahora soy más alto y más fuerte. Si me pegas un puñetazo, te lo devolveré —advirtió, con una sonrisa carente de humor.

Los ojos de Francisco recorrieron el cuerpo de Adán, sopesando sus palabras, como si se diera cuenta por primera vez de que su hijo era casi un adulto. En el último año había dado un buen estirón y había ensanchado espaldas. Frunció el ceño al percatarse de que, en efecto, ya no podía presentar una amenaza física ante él. Pero su padre no había llegado a ser lo que era por rendirse fácilmente.

—Sabes que tu madre soñaba con que siguieras mis pasos.

—Eso demuestra lo poco que la conocías —masculló Adán con rabia—. Mamá quería que fuera feliz.

—Tu madre era una idiota con la cabeza llena de pájaros —escupió con desprecio—. Todo esto es culpa suya, por dejar que te mezclaras con esa cría estúpida, por tratar de protegerte cuando merecías una buena zurra. Y, ¿qué es lo que consiguió? Hacer de ti un niñato afeminado.

Teniendo en cuenta que habían enterrado a su madre el día anterior, que él hablara de esa forma de ella estuvo a punto de hacerle perder la razón.

—Voy a estudiar peluquería —reiteró Adán apretando los dientes, con el cuerpo tenso, esforzándose por no lanzarse contra su padre y molerlo a golpes. Eso era lo que él quería: ponerlo a su nivel… y eso era justo lo que su madre siempre había evitado.

Francisco Arjona jugó su última carta.

—Si sigues con esa tontería, te echaré de casa y te desheredaré —sentenció—. No voy a consentir que ensucies mi nombre y hagas de mí el hazmerreír de todos mis amigos y conocidos con tus mariconadas.

Ese era el quid de la cuestión: su reputación. A Francisco Arjona, juez del Tribunal Supremo, lo único que le preocupaba era su imagen de puertas para fuera. Era un hombre muy respetado y valorado en su círculo de amigos, con los que compartía una ideología fascista. No iba a permitir que nada obstaculizara sus aspiraciones políticas en la extrema derecha.

Hasta entonces, su madre había sido el único motivo por el que Adán había permanecido en aquella casa, bajo las continuas palizas de su padre por tratar de hacer de él el hombre que esperaba que fuese. Pero ahora que ella ya no estaba…

—Contaba con ello, por eso tengo la maleta esperando en la puerta —apuntó Adán, con una fría sonrisa—. Y que sepas que voy a hacer lo posible para que mis mariconadas te exploten en la cara —añadió, antes de salir del despacho.

Adán se fue de aquella casa sin mirar atrás.