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Los Richmond recibieron la noticia del compromiso con una algarabía de besos, abrazos y buenos deseos. En cuanto a la pequeña familia de Jacqueline, Frances lloró, Wendy lloró todavía más y Michael solo se encogió de hombros diciendo que si ella era feliz, todo estaba bien.
Acordaron que la boda se celebrase en Bellrose House el 12 de agosto, día conocido como el Glorious Twelfth, que marcaba el final de la temporada social y el regreso de la aristocracia a sus residencias campestres. Así dejaban margen suficiente para que los Richmond que vivían en Estados Unidos pudiesen también participar del esperado enlace.
En menos de una semana, todo Londres se había hecho eco del compromiso del vizconde Ayden, hijo del duque de Bellrose y eminente médico, con una joven y encantadora enfermera del Hospital para Niños Enfermos.
La aristocracia siempre veía con malos ojos el enlace de uno de sus pares con una simple plebeya, pero este caso fue una excepción, ya que Samantha les dedicó un artículo en el periódico en el que narraba cómo la enfermera en cuestión había salvado la vida del vizconde tiempo atrás.
Relató la historia de una forma tan romántica y especial, que pronto comenzaron a lloverles las invitaciones a eventos cuyos anfitriones estaban deseosos por contar entre sus invitados con una pareja tan carismática y singular.
Parecía que las alusiones al Doctor Killer habían quedado por fin relegadas al olvido, o quizá fuese parte del morbo. La cuestión era que se habían convertido en la pareja de moda en la ciudad, a pesar de que ellos no acudían a ningún evento fuera de su entorno familiar pues seguían absorbidos por sus trabajos.
Su creciente popularidad trajo una consecuencia directa: las consultas privadas crecieron de forma notoria. De tres o cuatro pacientes diarios pasaron a más de diez. Eran, sobre todo, enfermos de clase media-alta, pero también comenzaron a recibir visitas de la aristocracia.
Por desgracia, lady Gertrude Latimer fue uno de esos pacientes. Si ya le costaba tratar con ella sin estrangularla cuando la veía en el hospital, comiéndose con la mirada a Joshua cada vez que se cruzaba con él, no pudo menos que rechinar los dientes al ver cómo aparecía en la consulta como la encarnación de la feminidad con un voluptuoso despliegue de curvas envueltas en encaje rosado.
—¡Mi querido doctor Richmond, solo usted puede ayudarme! —exclamó la muchacha al tiempo que se dejaba caer en la camilla con gesto dramático.
—Dígame qué puedo hacer por usted.
—Verá, doctor, últimamente me noto muy ansiosa. El corazón se me acelera sin razón aparente y siento que me falta el aliento. Tengo sofocos y desfallecimientos.
—Tal vez si se ajustase menos el corsé se acabarían sus problemas —masculló Jacqueline sin poder reprimir un tono mordaz.
—¡Oh! Seguro que no es eso, lo llevo casi suelto —mintió lady Gertrude de forma descarada, pues era evidente que le constreñía con fuerza la cintura—. Escuche, doctor, escuche cómo late de rápido mi corazón —murmuró la muchacha mientras apretaba la cabeza de Joshua contra su pecho.
—Mejor si usa el estetoscopio para auscultarla, ¿no le parece, doctor? —sugirió Jacqueline con voz edulcorada.
—¿Qué? —Joshua dio un respingo cuando ella le dio un codazo por tardar más de un segundo en separar la cabeza del busto de la joven—. ¡Oh! Sí, claro, el estetoscopio.
—En ese caso, será mejor que me desabroche la camisa —ofreció lady Gertrude, solícita.
Antes de que ninguno de los dos pudiese reaccionar, la muchacha había dejado al descubierto la fina camisola de encaje que vestía bajo la camisa. Sus generosos pechos desbordaban el escote hasta tensar la fina tela.
Jacqueline no pudo culpar a Joshua por fijar la mirada en esa zona. ¡Diantres! Incluso ella no podía evitar mirar con fastidio semejante despliegue de piel pálida y lozana, pero reaccionó al instante al ver la sonrisa relamida de la mujer por haber captado el interés del apuesto médico.
—Tenga su estetoscopio, doctor —murmuró y se lo entregó de forma ruda, estrellando el puño que lo sujetaba contra el estómago del doctor con una clara advertencia.
Sintió una oscura satisfacción al oírlo jadear por el golpe, pero frunció el ceño al ver la sonrisa que escapó de sus labios. Lo comprendió de sopetón: el muy patán había intuido que se sentía celosa y estaba divirtiéndose a su costa, siguiéndole el juego a lady Gertrude.
—He oído decir que los síntomas que me aquejan pueden ser causados por la histeria femenina —comentó la odiosa muchacha segundos después, mientras Joshua, que había recuperado su habitual compostura, la auscultaba con expresión inmutable.
—Podría ser, aunque la histeria femenina es un término del que no soy muy partidario.
—Pero seguro que, como buen doctor que es, sí sabe tratarla.
Jacqueline quedó boquiabierta ante el descaro de la joven. Era bien conocido y aceptado de forma popular que la histeria femenina se trataba con un masaje pélvico hasta alcanzar el paroxismo. De hecho, se había ideado y comercializado una máquina vibradora casera que aseguraban que era muy eficaz.
—Siento decirle que yo no trato esa dolencia de forma personal, pero puedo recomendarle el uso de un vibrador casero que estoy seguro de que se ajustará a la perfección a sus necesidades.
Al oír las palabras de Joshua, Jacqueline no pudo sino mirarlo con adoración.
—¿Y no puede hacer una excepción conmigo? —inquirió lady Gertrude con un mohín encantador.
Joshua abrió la boca para responderle alguna negativa educada, pero a Jacqueline se le ocurrió una idea mejor.
—Tal vez sí podría hacer una excepción, doctor. Después de todo, esta distinguida dama pronto será vizcondesa, es un honor que venga a esta consulta.
Lady Gertrude la miró con asombro por que se hubiese puesto de su parte, mientras que Joshua la observó estupefacto.
—En verdad creo que es la persona idónea para probar el nuevo tratamiento —continuó diciendo Jacqueline, y guiñó un ojo a su prometido para que le siguiera el juego.
—¿Qué nuevo tratamiento? —inquirió lady Gertrude, perpleja.
—Primero están los baños con agua helada —explicó Jacqueline—. Son ideales para activar la circulación y controlar la histeria.
—No me gusta el agua fría —musitó la muchacha en tono quejumbroso.
—En ese caso, podríamos probar con las sanguijuelas —sugirió Joshua con expresión muy seria.
—¿Sanguijuelas? —preguntó lady Gertrude y su voz sonó ahogada.
—Son unos bichos asquerosos, lo sé —convino el doctor al ver la expresión descompuesta de la joven—. Pero está demostrado que, al succionar la sangre, las pacientes sienten una mejoría en los síntomas. Tan solo tendríamos que cubrir ciertas zonas de su cuerpo con ellas y…
—A decir verdad, creo que empiezo a encontrarme muchísimo mejor —balbució la muchacha al tiempo que se abotonaba la camisa de forma atropellada.
—¿Está segura? Yo la veo un poco sofocada —señaló Jacqueline conteniendo la sonrisa.
—¡Oh! No, no estoy nada sofocada. Creo que son los nervios por los preparativos de la boda, que me tienen un poco nerviosa, eso es todo. Siento haberle hecho perder el tiempo, doctor —atinó a decir antes de salir de allí como alma que llevase el diablo.
Tres segundos después de su partida, la consulta se llenó con las carcajadas de la pareja.
—¿Sanguijuelas? ¿No has sido un poco cruel? —consiguió decir Jacqueline entre risa y risa.
—Cruel tú, que casi me perforas el estómago con el estetoscopio —replicó Joshua con una mueca divertida mientras se acariciaba el abdomen.
—¿De verdad te he hecho daño? —murmuró Jacqueline posando sus manos en la zona afectada.
Pese a la barrera de la camisa, sintió que los músculos se tensaban bajo su tacto. Alzó la mirada y vio que todo rastro de diversión había abandonado el rostro de Joshua. En su lugar, pudo leer el crudo deseo ardiendo en sus ojos.
Se sintió poderosa al darse cuenta de que su amado contenía el aliento ante un simple toque. Sin decir nada, sus manos comenzaron una lenta caricia ascendente por el centro del torso masculino, palpando a través de la fina camisa los surcos de músculos que componían su abdomen y la dureza de sus pectorales.
Joshua tomó su rostro entre las manos y la besó como solo él sabía hacerlo: lamió sus labios de forma seductora para luego tomar posesión de su boca con determinación, arrancándole un gemido de excitación.
—Te deseo —masculló Joshua mientras le mordisqueaba el labio inferior—. Cada vez es más difícil contenerme cuando estás a mi lado.
—Nunca te he pedido que te contengas —susurró ella completamente entregada a su abrazo.
—Lo sé y por eso es que me cuesta tanto no hacerte mía aquí y ahora.
—¿Qué te lo impide?
La respuesta llegó a modo de un discreto golpe en la puerta: su próximo paciente ya estaba allí.