5

—Jack, ¿cuánto hace que nos conocemos?

Jacqueline hizo una mueca. La voz sedosa de MacDunne presagiaba tormenta.

—Casi cuatro años.

Recordaba el día con exactitud. Fue en la época en que trabajaba de mudlark en la zona de Wapping. Era un día de diciembre más frío de lo habitual y una espesa niebla cubría las calles como un manto lúgubre. Después de unas horas metida hasta las rodillas en fango maloliente, cansada y aterida, decidió poner fin a la jornada antes de tiempo. Se topó con MacDunne justo cuando salía de la zona del muelle. Estaba siendo vapuleado por tres fornidos marineros y, aunque se defendía bien, estaba en clara desventaja.

Una joven, casi una niña, con el rostro magullado y la ropa desgarrada, sollozaba en un rincón. Jacqueline se acercó a ella presurosa. Por lo que pudo deducir de sus balbuceos, los tres hombres estaban intentando violarla cuando MacDunne los interrumpió.

Jacqueline observó la pelea, indecisa sobre si intervenir o no. Era una locura meterse en la reyerta, lo sabía, pero cuando vio que dos de los marineros sujetaban a MacDunne mientras el tercero sacaba un cuchillo, no lo pensó más. Empuñó el atizador de hierro que usaba para revolver el fango y lo descargó con fuerza sobre la cabeza del marinero, dejándolo sin sentido. Aprovechando la sorpresa por su intervención, Connor logró liberarse de sus dos captores. Un minuto después, entre MacDunne, el atizador y ella, consiguieron que los dos marineros saliesen huyendo, arrastrando consigo a su compañero todavía inconsciente.

Aquella noche se fue a dormir con un ojo morado, el labio partido y la gratitud eterna de MacDunne. Desde entonces se había fraguado entre ellos una relación de amistad basada en la confianza, el respeto… Y los sermones.

—De todas las cosas temerarias que has hecho desde que te conozco, esta sin duda es la peor. ¿Cómo se te ocurrió enfrentarte tú solo a un tipejo como el Flaco? —inquirió Connor, golpeando la mesa con la palma de la mano—. ¿Sabes que ya hay apuestas en Whitechapel sobre ti?

Lo sabía. Varias tabernas tenían apuestas abiertas. No apostaban sobre lo que pasaría cuando se cruzase con el Flaco la próxima vez, no. Lo hacían sobre dónde encontrarían su cadáver. La mayoría pensaba que Jack Ellis aparecería flotando en el Támesis en los próximos días, otros aseguraban que su cuerpo se descubriría en algún sucio callejón y unos pocos habían apostado a que embarcaría rumbo a América para eludir la muerte.

Sí, MacDunne tenía razón: enfrentarse al Flaco no había sido su mejor idea.

—Lo mejor que puedes hacer es desaparecer una temporada de Whitechapel, hasta que las aguas se calmen o alguien acabe con ese cabrón —reflexionó Connor, pensativo. Sus palabras sonaron demasiado estudiadas, como si tuviese alguna idea en mente, y su siguiente comentario así lo confirmó—: Por suerte, tengo el trabajo adecuado para mantenerte alejado de este barrio durante un tiempo.

—Sorpréndeme —suspiró, dejándose caer hacia atrás en la silla.

—Como bien sabes, mi esposa tiene un hermano que ha pasado por una mala experiencia.

La imagen del doctor Richmond detrás de los barrotes acudió a su mente. No, ese hombre no había pasado por una mala experiencia, parecía recién salido del infierno.

—Pues bien, quiero que lo vigiles de cerca. En vista de tu situación, lo mejor será que te traslades a su casa por una temporada, de esa forma matamos dos pájaros de un tiro: podrás salir de Whitechapel y vigilarlo al mismo tiempo.

Jacqueline miró a su jefe con una mezcla de sorpresa y turbación. Respetaba a Connor MacDunne. Era un hombre que, pese a crecer en los bajos fondos, había sabido prosperar de la mejor forma posible: sin olvidar sus raíces. El Ángel de Whitechapel, como habían apodado algunos niños a lady Kathleen Richmond, marquesa de Dunmore, había comenzado el cambio obrado en él, recordándole los infortunios a los que estaban sometidos los niños en el East End. El resto había sido obra de lady Samantha, la nueva señora MacDunne.

Durante unos meses, la joven periodista había sido como un dolor de muelas para MacDunne, Borys y Jacqueline, encargados de su protección. Hasta entonces no había conocido a una dama con semejante determinación, ni su jefe tampoco. La muchacha le había robado el corazón, se veía en su brillante mirada de jade y su sonrisa involuntaria cada vez que la tenía cerca. Ahora MacDunne era un hombre felizmente casado… y era evidente que eso le había afectado a su buen juicio.

—¿Es una broma? ¿No sabes de nadie mejor para hacer ese trabajo? Tienes un montón de hombres que harían de escolta mucho mejor que yo —repuso Jacqueline, con tono razonable.

Porque era verdad, además de trabajar en la resolución de crímenes, los Blueguards estaban ganando fama como escoltas de élite, e incluso la familia real había solicitado sus servicios en algunas ocasiones.

—No se trata de su protección —musitó MacDunne—. El doctor Richmond esconde algo y necesito averiguar qué es.

—Pensé que era un buen hombre.

—No he dicho que no lo sea. Pero incluso los hombres buenos pueden dejarse tentar por la oscuridad —declaró Connor, con la mirada ensombrecida—. El doctor tiene algún tipo de problema, algo que le perturba profundamente, y necesito saber qué es para poder ayudarle.

—¿Y por qué no se lo preguntas de forma directa?

Los ojos verdes de MacDunne se clavaron en ella con intensidad. Jacqueline tragó saliva. A veces se le olvidaba con quién estaba hablando. Su jefe podía llegar a ser un hombre peligroso. Para disimular su nerviosismo, le sostuvo la mirada con fingido aplomo.

—¿Crees que no lo he hecho? —inquirió al fin, mientras se pasaba la mano por el oscuro cabello con evidente frustración—. «Nada» y «Métete en tus asuntos» son las únicas respuestas que consigo arrancarle. Y su familia tampoco ha obtenido mejores resultados. Desde que dejó la mansión de los Bellrose y compró una casa cerca del hospital donde trabaja, ya casi no lo ven.

—Algo lógico si es un hombre ocupado. ¿Cuántos años tiene? ¿Treinta? ¿Treinta y dos?

—Tiene veintiséis.

Aquello la sorprendió. Estaba tan desmejorado que aparentaba más edad.

—No entiendo qué hay de sospechoso en que un hombre de esa edad tenga una vida independiente —sostuvo Jacqueline.

—El problema es el distanciamiento que está poniendo con su familia y amigos; nos elude y ahuyenta —musitó Connor—. Ahora ni siquiera acude al Hansson’s a boxear, cosa que hacía al menos dos veces por semana desde que lo conozco. Está alejándose de todos los que lo apreciamos y no sé cómo ayudarle si desconozco cuál es el problema que tiene.

—Aunque lo necesite, no se puede ayudar a una persona que no quiere ser ayudada. Olvídalo, jefe. Tal vez no merezca la pena.

—No lo entiendes —susurró MacDunne—. Mi mujer está muy unida a su familia y le entristece ver los cambios que se están obrando en su hermano. Y todo lo que entristezca a mi esposa, me afecta a mí.

Jacqueline no pudo contener una sonrisa al escucharle. Definitivamente, su jefe era un hombre muy enamorado.

MacDunne debió de interpretar su gesto como una burla porque se irguió en su silla y entrecerró los ojos:

—Algún día, Ellis, conocerás a una persona que te haga sentir el ser más afortunado del mundo; cuyas sonrisas sean las raíces de tu felicidad y sus lágrimas provoquen latigazos en tu alma; alguien que con solo una mirada pueda desbocar tu corazón y dar alas a tu espíritu. Y entonces, solo entonces, me entenderás.

La sonrisa de Jacqueline se borró al instante. Lo observó en silencio, impresionada por la intensidad de sus palabras, y él mantuvo su mirada sin titubear, orgulloso de sus sentimientos.

—Si vosotros no habéis podido llegar a él, ¿cómo pretendes que yo lo haga?

—Samantha se ha enterado de que está buscando un asistente. Tú eres perfecto para ocupar ese puesto, Jack —aseguró—. Te convertirás en su sombra, le acompañarás adondequiera que vaya, ya sea de día o de noche, y me informarás de todos sus movimientos. No sospechará que le estás espiando —concluyó, mientras se recostaba en el sillón con aire satisfecho, como si le acabara de narrar el plan perfecto.

Jacqueline dudó.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Hasta que consigas averiguar qué es lo que le ha llevado a… la situación en la que se encuentra.

Algo en sus palabras, en su tono y en su expresión despertó la sospecha de Jacqueline.

—¿Hay algo más que deba saber sobre el doctor?

MacDunne sostuvo su mirada, pensativo, como decidiéndose a compartir con ella algún tipo de información importante para el caso.

—Hay muy pocas personas en las que confío; se podrían contar con los dedos de una mano, y tú eres una de ellas. Lo que te voy a contar es confidencial —comenzó a decir y en sus ojos brillaba la advertencia—. El doctor Richmond pudo ser inculpado del asesinato de la duquesa de Morton porque aquella noche estaba… indispuesto. Él me aseguró que había sido algo puntual, pero, según su comportamiento de los últimos meses, me cuesta creerlo.

—¿De qué clase de «indisposición» estamos hablando? —inquirió Jacqueline, alertada por su expresión.

En Whitechapel abundaban los hombres «indispuestos». La ginebra tenía mucho que ver en ello. Pero ella podía llegar a comprenderlos: era una forma económica de evadirse por unas horas de sus miserables vidas.

A los que no entendía era a los elegantes caballeros que se adentraban en los suburbios en busca de fumaderos de opio. Los muy idiotas, teniéndolo todo en la vida, malgastaban su tiempo «persiguiendo al dragón», como habían empezado a llamar algunos al trance que provocaba el consumo de esa sustancia. La mayoría acababa con el cuerpo consumido y la mente destrozada, como sombras que vagabundeaban con un destino inminente: el cementerio.

Su hermano había sido uno de ellos, ahora lo veía claro. En su ingenuidad, no había sabido entender los síntomas, pero ya no era la niña inocente que fue. La pipa que fumaba Douglas «para encontrar la inspiración en sus obras», como así lo decía él, despedía un olor dulzón que ahora sabía identificar.

Sí, ahora entendía muchas cosas que antes no y, en su opinión, no había nadie más estúpido y egoísta que un adicto al…

—Opio —respondió MacDunne al fin. Debió de ver la expresión turbada de Jacqueline porque aclaró—: Tengo la sospecha de que el doctor Richmond es adicto al opio.